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1840
Las primeras fotos de la ciudad
L
a mañana del 29 de enero de 1840, el público que
pasaba por la Plaza de Armas de la Ciudad de México (no le llamamos Zócalo sino a partir de 1843, año en que Santa Anna ordenó la construcción de un monumento del que sólo se terminó la base o zócalo), se detuvo a observar las maniobras misteriosas que realizaba un francés recién llegado a la capital. Aquel individuo cargaba una pesada caja negra de la que emergía un lente. Caminaba por la plaza, alzando la cabeza para mirar el sol, y emplazando hacia la mole de la Catedral la mira de aquel objeto extraordinario. En unos cuantos momentos, informó poco después El Cosmopolita, de aquella caja surgió la Catedral, «perfectamente copiada». El francés se llamaba Jean Prelier, había desembarcado en Veracruz con un invento, la palabra favorita del siglo xix, que habría de maravillar a los mexicanos: el daguerrotipo. Prelier estaba a punto de abrir un local comercial en la calle más exclusiva de la ciudad, la rutilante calle de Plateros (hoy Madero). Ahí exhibiría los prodigios que aquella caja misteriosa era capaz de materializar. El local quedó instalado al fin en Plateros 9. En esa dirección nació la fotografía en México. Se cree que las siete imágenes más antiguas que hay sobre la ciudad, proceden del daguerrotipo que Prelier operó aquel día en la Plaza de Armas. En esas siete imágenes oxidadas, manchadas 159
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por las huellas digitales que en forma accidental les imprimió un no muy experto daguerrotipista, ha quedado el fantasma desdibujado de lo que un día remoto –en verdad, perturbadoramente remoto–, fue la Ciudad de México. Contemplar esas imágenes es como hallar en un viejo álbum de familia la foto de un antepasado lejano: una ciudad de bigote alacranado que posa contra un fondo sepia. Aquel día de enero de 1840, el fotógrafo extranjero captó dos imágenes de la Catedral en un día abrasado por el sol (debió tomarlas al mediodía, pues no existen sombras). Prelier retrató luego la portada barroca del Sagrario Metropolitano, en cuyo atrio se adivinan algunas personas: un cortejo de fantasmas enlutados, atrapados para siempre en la luz de la fotografía, y más tarde hizo una toma del Calendario Azteca, que por esos días se hallaba adosado a la torre poniente de la Catedral. Prelier atravesó luego la Plaza de Armas, rumbo al edificio de la Universidad, retrató la estatua ecuestre de Carlos iv, que se hallaba «escondida» en el patio principal, y luego, de una sola «vista», tomó la casa del Marqués del Apartado y los muros del convento de la Enseñanza (hoy Argentina y Donceles), en donde quedaron retratados otros perturbadores fantasmas. Las colecciones fotográficas que han llegado a nuestro tiempo reconstruyen década a década, lustro a lustro, algunas veces año con año, la historia de la Ciudad de México: en ellas yace el relato completo de una ciudad sumergida en sus transformaciones. El punto de partida de esa gigantesca memoria visual es un día de 1840. Comenzó en la Plaza de Armas con una caja de madera oscura de la que surgieron siete daguerrotipos fantasmales (es posible consultarlos en la red: <http://bit.ly/126bTVR>). 160
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Para situar la enorme antigüedad de estas imágenes formidables, sólo es necesario decir que, mientras Prelier caminaba por la plaza soleada, otra viajera, madame Calderón de la Barca, llegaba a la ciudad y comenzaba a escribir las cartas que dieron forma a La vida en México: Hice mi debut en México yendo a misa a la Catedral. Al atravesar el coche la Alameda, que se encuentra cerca de nuestra casa, admiramos sus nobles árboles, las flores y las fuentes, y bajo el sol todo era un golpe de brillos para la vista. Eran pocos los carruajes que transitaban por ella; se veían algunos caballeros montando a caballo…
La máquina introducida por Prelier hechizó a la capital. Los talleres de daguerrotipia cundieron en las calles principales. Sin embargo, los agujeros negros del tiempo se han llevado casi todas las imágenes de aquellos años. Jean Prelier murió en 1857. Las siete placas históricas que hizo de la ciudad reaparecieron tiempo después en París; hoy inquietan a quien las mira en una mansión de Rochester, en donde se halla el Museo Internacional de Fotografía y Cine. Es difícil sacarlas de la memoria. No sé qué asusta más, si su oxidada fragilidad, o la visión de los rostros perdidos que uno alcanza a adivinar entre las sombras.
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