BerlÃn-Oaxaca Paola Tinoco
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Paola Tinoco (Ciudad de México, 1974) es autora del libro de relatos Oficios ejemplares (2010), y algunos de sus cuentos han sido incluidos en diversas compilaciones. Ha colaborado en revistas como Playboy, Marvin, Esquire o Sinembargo. mx. Compiló las antologías De lengua me como un cuento (2009), Cuentos desde el Cerro de la Silla (2010), Más de lo que te imaginas (Cal y arena, 2012), Mexicanos en una nuez (2015), Tríos (2017) y Relatos de malta (2018).
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Recuerdo mi vestido beige, estampado con pequeñas
flores verdes y rosas y listones de terciopelo color vino rodeando la cintura. Tenía siete años y era una niña disfrutona que corría de un lado a otro en la casa mientras esperaba la cena de navidad. A mamá le gustaba sintonizar Universal Stereo mientras cocinaba. Yo agitaba mis caireles de los días de fiesta al ritmo de “Let’s Dance”. Se lo conté a Knut una de esas noches en que hablábamos largas horas sobre nuestra vida antes de conocernos, en el momento en que las historias de amores fracasados se habían agotado. Escarbamos en la memoria hasta llegar a los tiempos niños y el recuerdo venía a cuento porque hablábamos de ese refugio mental o “momento feliz” que algunos psicólogos recomiendan buscar en el pasado justo cuando las cosas no están bien en el presente. En su infancia había nieve y en la mía, Bowie. Yo no conozco la nieve, le dije. A mí no me dejaban escuchar música de la radio, agregó él. A papá todo le parecía estridente y si tenía tintes homosexuales se volvía detestable. 167
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Creo que mi refugio mental no está en la infancia, dijo, algo apesadumbrado. Tuvimos esa conversación la segunda semana de diciembre, cuando ninguna información sobre el otro era suficiente y toda era esencial como para quedarse despiertos hasta altas horas frente a la pantalla del teléfono o de la computadora, acariciando el rostro pixelado de mi amante al otro lado del Atlántico. Los primeros días de enero no pudimos vernos por Skype, entre sus viajes con la familia y la complicación de hacer citas en mis horas de trabajo, la biblioteca no tiene una buena conexión a internet. Tuvimos que conformarnos con llamadas furtivas o cartas breves por correo electrónico. A veces me parecían pobres los momentos juntos comparados con todo lo que sentía por él, luego pensaba que era peor estar sola. Cuando regresó a Oslo, me llamó y dijo que estuviera pendiente de un mensaje de parte de la aerolínea Staahl. Como si fuera a buscar un regalo debajo del árbol de navidad, corrí a prender mi computadora. Recibí un boleto para viajar a Berlín en pleno invierno. La liga del boleto estaba acompañada de otra liga que dirigía a una tarjeta virtual donde decía: “Empatemos algunos temas de nuestra infancia: yo te presento la nieve y tú me presentas a Bowie”. Berlín Tegel Otto Lilienthal 29 de enero, 23:35
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Llegué amodorrada al aeropuerto de Tegel y esperaba en la banda mi maleta cuando sentí la vibración del teléfono en la bolsa. Sentí un vuelco en el estómago. A esa hora, en ese momento, sólo podía ser él. “Mira para atrás”, decía la notificación. Ahí estaba, saludando con un movimiento de dedos y un beso dibujado en los labios, en medio de un montoncito de personas que a su lado me parecían manchas. Yo sólo veía un rostro. Fui hacia él y solté lo que traía en las manos para abrazarlo, esta vez no se trataba de uno de esos abrazos que simulábamos en Skype y nos frustraban por la lejanía. Ahora estaba tan cerca, olía tan bien. No nos soltamos al menos en un par de minutos, repasando las espaldas con las manos. Luego recordé mi maleta y disimuladamente la busqué con la mirada, una cosa es el amor y otra el despiste. Al salir rumbo a la zona de taxis tuve mi primer encuentro con esa gélida brizna que parece inofensiva. Era cerca de la medianoche y el cielo se veía especialmente oscuro, o quizá me lo parecía ante la blancura de los copos volando por doquier. Me sentí la niña que corría en casa antes de la cena de navidad, pero esta vez, lo que esperaba era la calefacción del departamento que Knut alquiló en Kreuzberg, un barrio de inmigrantes. El frío era demasiado violento para quien ha vivido siempre en una ciudad donde el clima es templado sub-húmedo. Pregunté al conductor acerca de la temperatura y no entendió mi inglés de series de televisión. Knut repitió la pregunta en alemán y el hombre respondió que estábamos a trece grados bajo cero. Luego hablaron entre ellos y lo poco 169
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que entendí fue que llegaríamos a Kreuzberg en quince minutos. Después Knut me dijo que hablaron de lo afortunados que éramos por conseguir un departamento en Kreuzberg, antes un sector pobre y de alta peligrosidad delictiva, ahora convertido en una zona bohemia habitada y visitada por gente interesada en el arte. El chofer seguía hablando y yo aprovechaba para acomodarme en el hombro de Knut ahora que se podía. No esperaba mantenerme despierta con veintidós horas entre vuelos y conexiones pero Knut se encargó de insuflar vigor y besos. Ni siquiera me dejaba desempacar, incluso diría que él me desempacó a mí. En un respiro, fue a la cocina y regresó blandiendo una botella de champaña como señal de triunfo. Era la última Krug en la tienda, dijo orgulloso. Mi primera reacción fue de contento. Luego me di cuenta de que le había mencionado el nombre equivocado cuando preguntó, en una de nuestras sesiones por Skype, cuál era “mi champaña favorita” como si todo el mundo hubiera bebido al menos dos o diez distintas y pudiera elegir. Me pareció que debía ponerme a la altura y no contestar que en realidad sólo conocía una marca y no tenía punto de comparación. Recordé entonces aquella novelita francesa donde uno de los personajes encontraba un sótano convertido en un gran refrigerador de botellas de champaña de las grandes casas. Recorrí con la memoria los nombres y me detuve en Krug, aunque la etiqueta que recordaba era la de Dom Pérignon. Todo eso es tontería después de la primera copa: nada se parece a la delicada embriaguez que produce, ahora lo sé. Después de la tercera copa pensaba en 170
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cómo llevarme la botella a casa y convertirla en florero. Luego me pareció una triste metáfora de nuestra relación a distancia y preferí dejarla en un rincón de la cocina. Tenía muchas ganas de conocer la ciudad pero el frío era amenazador. Me hacía sentir un extraño sopor acompañado de entumecimiento, hilos filosos que cortaban las mejillas cuando el viento soplaba. Knut insistió en llevarme a Checkpoint Charlie, así que nos vestimos como esquimales y caminamos por nuestro barrio hacia su frontera con Mitte, lo que antes fuera el punto de cruce entre Berlín del Este y Berlín Occidental durante la Guerra Fría. Trataba de conversar sobre la cantidad de intentos de fuga que habría en la época en que el muro estaba aún de pie, o los conflictos de que se tenía conocimiento, pero una escandalosa niña berreaba sin compasión por nuestros oídos. Él parecía acostumbrado y no se inmutaba, imagino que estaría acostumbrado como el padre de dos niñas que era. Yo empezaba a caminar en dirección contraria a la criatura y su tontorrona madre que se limitaba a mirar con arrobo a su princesa, como si estuviera actuando en un escenario y no gritando en una zona turística. Intenté poner mi atención en Knut pero costaba trabajo. A veces me hacía dudar si él era ingenuo o yo era una tarada que no entendía frases irónicas. Quizá el problema era que nunca pudimos comunicarnos en nuestros respectivos idiomas sino en inglés. Aunque creo, nos entendimos perfectamente cuando traté de restar importancia a mi molestia. ¿Por qué no viene Dios y se la lleva? Dramaticé refiriéndome a la pequeña teutona, levantando las manos al cielo. Él abrió mucho los ojos y 171
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me mandó a callar. Dios podría escucharte, no lo digas muy fuerte, expresó, pidiendo a señas que bajara los brazos. Yo no tuve valor para reír o para explicarle que Dios no acostumbraba poner atención a mis plegarias, de lo contrario, nos veríamos más en persona y menos en pantalla. Me pareció mejor idea aprovechar que había un débil rayo de sol y planear a dónde podíamos ir de paseo antes de que empezara a nevar. Subimos al metro. Dos estaciones y un transbordo después, estábamos en Mitte. Hubiera querido caminar sin escalas rumbo al jardín botánico pero mi abrigo era escaso para caminar mucho más tiempo sin llevarme una hipotermia de regreso a México. Sólo encontraba calor cuando regresábamos a Kreuzberg y Knut me acariciaba sin compasión. Estaba agotada de sus embestidas amorosas pero nunca se lo dije, teníamos pocos días antes de volver a nuestra vida cotidiana: Yo a mi acogedor y solitario hogar en la Ciudad de México, a regar plantas, y él a su casa de dos pisos en Oslo, con una esposa mandona y dos hijas malcriadas. Queríamos alargar cada minuto, devorarnos todo lo posible. Ya habría tiempo de aterrizar en la realidad. Nunca le pregunté cómo se llamaba su mujer, pero en alguna ocasión, cuando se quejaba de los constantes pleitos familiares, la llamó Merethe. Lo pronunciaba arrastrando suavemente la erre, pero igual sonaba poco amistoso. Como si intuyera que algo malo pasaba con su marido, Merethe empezó a llamar sin descanso. A veces, Knut contestaba y se encerraba en la otra habitación a discutir con ella en ese idioma de sonido cortante e incomprensible. No estaba dispues172
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ta a permitir que nada echara a perder mi viaje, ni siquiera mis pensamientos. Me repetía “que se maten, no es asunto mío”. De pronto, empecé a perder el cinismo necesario para tranquilizar mi conciencia. Incluso el sentimiento de culpa se hacía a un lado ante el miedo de que Merethe se apersonara. No sería difícil saber en qué rumbo nos movíamos, porque además de invitarme a conocer la nieve, eligió Berlín por un compromiso en la East Side Gallery, Mühlenstraße, el tipo de información que una esposa debe tener, aunque no se ocupe de su marido sino cuando éste se entretiene con otra. Una noche salimos a conocer el so36, un capricho mío por pisar un bar donde estuvo David Bowie, muy superior al famoso cbgb de finales de los años setenta en Nueva York. Ambos lugares eran cuna del punk en aquella época, pero ahora se podía entrar sin temor a salir con un moretón en el rostro. Lo que yo no sabía era que cada mes, el so36 albergaba una fiesta para la comunidad turca lgtb y era justo la misma noche en que decidimos ir. Nosotros queríamos algo más íntimo, así que nos refugiamos en un bar cercano al departamento. Sentados en la barra del bar, Knut me acariciaba las piernas sin pudor. Habíamos bebido ya dos tragos cuando mencionó que dejaría a su esposa para irse a vivir conmigo, ¿no es el sueño de toda amante de un hombre casado? Mentalmente llamaba a gritos a mi cínica interior para que me ayudara a decirle que sí, que se divorciara. No me escuchó la pérfida. Así que continué haciendo lo opuesto de lo que deseaba: convencerlo de no dejar a su esposa. Nunca me vi con talento para relacionarme con un hombre casado pero no elegí 173
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enamorarme de Knut cuando mi jefe lo llevó a la biblioteca para mostrarle algunos cuadros que teníamos ahí. Mi jefe me pidió también que lo llevara a comer para poder irse con su familia, y nos quedamos solos, contándonos la vida ni bien llegaron las primeras bebidas a la mesa. Me hice a la idea de una noche de sexo sin consecuencias. No imaginé que Knut volvería a Noruega y me hablaría todos los días por teléfono. Que su voz se convertiría en mi única compañía durante meses o, menos aun, que podría sentir algo con esa especie de sexo tántrico que es hacer el amor a distancia, conformándonos con ver la desnudez del otro en la pantalla e imaginar el contacto hasta el orgasmo. Contrario a todo lo que sentía por Knut, me desagradaba el lugar en el que me había puesto, por encima de su familia. Decir que podía dejar a su mujer me pareció de pronto muy grande y muy pesado para querer cargarlo, más que viajar a escondidas tres o cuatro veces al año y el resto del tiempo conformarse con sexo virtual. No puedes dejar así nomás una relación de veinte años con dos hijas, Knut. En todo caso, no lo hagas por mí, le dije. Se hizo un silencio triste. El semblante de ambos cambió. Era inevitable aterrizar en las dificultades de nuestra relación. Bowie otra vez, murmuró. “Wild is the Wind”. Bebimos tres o cuatro Four Roses más, que alternábamos con largos besos para hablar lo menos posible. Pedimos la cuenta. Al llegar al departamento, con la calefacción a todo lo que daba, empezamos a desvestirnos. Era nuestra última noche en Berlín, a las cuatro de la mañana debía salir a Tegel para volar 174
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a Madrid, luego a México. Pusimos el timer en la cámara para tomar una foto de ese momento: abrazados, desnudos, uno sobre el otro, sonriendo satisfechos, mirando hacia la lente. Lo que no salió en la foto fue mi rostro lívido al escuchar que aporreaban la puerta. Oaxaca de Juárez Centro 12 de abril Volvimos a vernos tres meses después, en Oaxaca. Cómo reímos recordando lo sucedido. Pensábamos que era Merethe y se trataba de los vecinos, hartos de nuestro gemir y de la música a todo volumen en aquella última noche en Berlín. Estábamos felices de volver a vernos luego de tres meses de austeridad carnal. Oaxaca era una ciudad prohibida, porque ahí vivían amigos del matrimonio Vetrhus-Pryds. Estaba al tanto, pero esta vez insistí hasta que aceptó. Caminábamos tomados de la mano, señalando detalles en la arquitectura y la cantera verde. Nos detuvimos en una esquina para ver la cúpula del teatro Macedonio Alcalá y de pronto un coche paró junto a nosotros. La conductora era una mujer rubia, entrada en años y en carnes. Pasó encima de mí una mirada displicente que al detenerse en él se volvió menos dura. Le dirigió algunas palabras que no entendí y Knut respondió cordial, sin más. Cuando ella se fue, buscamos un lugar en los arcos del centro para beber mezcal y botanear chapulines. ¿Quién era?, pregunté. Mona, amiga de la familia, se casó con un pintor oaxaqueño, ¿recuerdas que te 175
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hablé de ella? Dejó Oslo para seguir a Panko. Pancho, corregí. Dejó todo por él, continuó. Y ahora vive acá, tuvieron un hijo y vive con él, pero sin Pancho. La dejó por otra mujer. Y adivinarás, por la forma en que olvidó sus modales frente a ti, que el tema de la infidelidad…, lo interrumpí angustiada. ¿Crees que le diga algo a tu mujer? Dos días después llamaron a la habitación del hotel. Nos reímos recordando a los vecinos quejosos en Berlín. Knut se levantó de la cama para abrir, desnudo, y se encontró con el rostro desencajado de una Merethe furiosa, que a empujones logró meterse en nuestra habitación lunamielera dejando fuera a Mona, su indiscreta paisana. Merethe estaba fuera de sí, manoteó golpeándolo a él, y luego trató de acercarse a mí balbuceando frases ininteligibles. Él lo impidió, pero igual era perturbador saberla tan cerca e iracunda. No tenía miedo de que me pegara, creo que me asustaban más sus ojos saltones y azules que parecían querer tragarme. No hablaba español, por fortuna, discutía con él en noruego, pronunciaba palabras con tono de insulto, entre lágrimas. Por momentos callaban, sin saber qué hacer, y repentinamente estaban de vuelta los gritos y las recriminaciones. Luego de tan doloroso desenfreno quedamos exhaustos, desperdigados por la habitación, mirándonos en silencio. Merethe rompió el momento llevándose las manos a la cabeza dramáticamente, como si de pronto hubiera comprendido algo. Nos echó una última mirada y salió dando un portazo. Knut se quedó ahí, escuchando la música que dejamos correr mientras cogíamos, mientras ella llegaba, mientras se iba. 176
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Alguna vez fantaseé con la idea de que nuestra situación se arreglaría mágicamente, pero no era ésta mi opción elegida. Knut caminaba de un lado a otro, no me miraba, parecía enojado. El silencio cortaba como el frío de Berlín. Lo vi hacer su maleta. Demasiado para mí, preferí cerrar los ojos. Ahí dentro me vi agitando los caireles de los días de fiesta, enfundada en el vestido beige estampado con florecitas, escuchando “Let’s Dance”, esperando.
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