Los condenaditos y otras historias de impiedad

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LOS CONDENADITOS Y OTRAS HISTORIAS DE IMPIEDAD

JOSÉ LUIS ENCISO

O

CT U B R E

, 2019


«Dios se había acumulado en las entrañas de los hombres como sólo puede acumularse la sangre, y salía en gritos, en despaciosa, cuidadosa, ordenada crueldad.» José Revueltas, Dios en la tierra «Solo existe un México: el que yo inventé.» Emilio Indio Fernández «Si alguno se considerara ofendido por esta sátira, o es que su conciencia lo acusa o es que teme verse retratado en ella.» Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura


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N D I C E

Los condenaditos [pág. 4] Un mejor cielo [pág. 21] El milagroso regreso [pág. 27] Días de temporal [pág. 45] Lo que pasa por la mente de un tirador [pág. 56] Los nuevos reyes [pág. 69] Un corrido [pág. 90]


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CO N D E N A D I T O S

Pos verá usté: Cristo, libre ya de la cruz, estaba tirado boca abajo con los brazos abiertos como manecillas de un reloj sin tiempo que marcaba las diez con diez. Tenía la cabeza partida y abajo de ella, en el suelo, había un charquito de sangre. Al menos eso decía el Chema; yo digo que el tal charco era una de tantas sombras que se miraban en los mosaicos. «En dónde está tu (‘)oder, ¿eh?, dónde tu in(‘)inita Gloria», repetía y chillaba y se ahogaba con sus mocos el Lepo mientras pateaba la cara, las costillas, las piernas del Salvador caído, de ese pobre Dios sin suerte. «Le(‘)ántate, ándale, le(‘)ántate; no(‘)ás (‘)a’ eso sir(‘)es, (‘)a’ dar lásti(‘)a…», hubiera visto usté cómo gritaba el chingado Lepo; no sabíamos cómo callarlo, estaba vuelto loco. «(‘)árate, anda, (‘)árate…» decía y decía al sonarle macizo a Cristo por la espalda con un candelero. «¡Cállate, cabrón! ¡Cállate, que nos van a oír!», le ordenábamos yo y el Chema, pero el pinche Lepo, borracho como estaba, seguía maltratando al Todopoderoso, ofendiéndolo con sus medias lenguas. Entonces ya no me aguanté; no sé si fue por miedo a ese Dios descalabrado o a lo que nos iba a pasar si nos descubrían: me puse enfrentito del Lepo, le quité el candelero y lo empujé con todas mis fuerzas hasta las escaleras del púlpito. Cayó de sentón y, como si el golpe en sus nalgas lo hubiera enloquecido más, comenzó a escupir, a retorcerse en el suelo, parecía endemoniado. Al Chema le dio miedo y se arrimó a la puerta principal de la iglesia. Yo no podía dejar que los gritos de aquel pendejo nos


delataran así que, con el candelero que le había quitado, le di algunos trancazos en su trompa leporina pa que se callara, le di, le di y le di hasta que se calló pa siempre. La verdá no me arrepiento. Me dio rabia ver cómo maltrataba al cristito de la parroquia. Una cosa era robárnoslo y otra muy diferente era romperle su santísima madre como el Lepo lo hizo. Sí, porque verá usté, el cristito ese era re milagroso, por eso todos los de San Lorenzo le teníamos ley. Salvó a mi mamacita cuando nació la Negra, mi hermana menor. Las dos estuvieron a punto de petatearse porque, ya sabrá, no teníamos médicos ni clínicas ni nada, y mi hermanita venía atravesada. Yo era un chamaco miedoso y le pedía y le pedía en pensamientos al cristito ese que las salvara, cosa que hizo y siempre agradecí. Mi madre me contaba que también a mí me salvó; ya ve usté, me falla una pata, estoy cojo. «Reeeengo, aaaaagua», me gritaban por las calles del pueblo cuando me llamaban las vecinas pa que les cargara sus botes desde el pozo grande hasta sus casas; «Trespés» me apodan aquí en chirona por «patuleco», «patacamba» y «patachín». Unos decían que nací así porque mi papá era bien pulquero y le pegaba a mi mamá cuando ella me traía adentro de su cuerpo; otros que no, que se debía a que allá en San Lorenzo no se acostumbraba ni se sabía de eso de las vacunas y que a mí me había pegado la puliomel… puliomil… no sé bien cómo se llama esa enfermedá que, pal caso, me fregó igual; la jefecita decía que el Cristo me salvó de no haber nacido todo chueco, sino solo con una parte retorcida y no estoy hablando de mi alma. Usté, usté mismo hubiera podido dejar de ser mudo si hubiera conocido al cristito milagroso de la parroquia de mi pueblo, si le hubiera rezado, si le hubiera hecho una mandita… Sí, ya sé que usté no


habla porque le cortaron la lengua aquí mismo, en esta chirona del diablo, pero no importa, de ese tamaño eran los milagros del cristito aquel. ¿Que entonces por qué teniéndole tanta ley me lo quise robar? ¿Eso es lo que trata de decirme? Pos verá usté, antes debo contarle la historia completa: Ya se sabe que el león no es como lo pintan, y el cura León Armendáriz, el párroco de mi pueblo, tampoco lo era, ‘ora verá por qué. De Santa Rita, de Santo Domingo y de otros pueblos, hasta de la capital, iban a pedirle favores especiales al Cristo de San Lorenzo. Era el más milagroso del mundo, lo sabíamos todos. Dicen que hasta los muertos revivían con invocarlo. Y, ya se ha de imaginar, las limosnas que le dejaban los visitantes eran hartas, tantas que siendo el pueblo tan pobre, tan sin agua y tan sin caminos, las monedas que se juntaban en la alcancía del Cristo habían pagado la tubería de agua y el drenaje y el pavimento que llegaban a la parroquia. El padre León era el único en el pueblo que se bañaba a diario y diario se regaban las plantas que coloreaban con sus flores la iglesia y las orillas del camino que llevaba a ella. Ah, sí, porque ese camino, el único que no era de tierra, daba de la carretera al atrio y a la casa del cura. Dicen que el padre Armendáriz lo mandó hacer especialmente pa que no se le jodiera su camionetota negra. Uy, y las fiestas patronales, ¡qué fiestones!, viera usté. Daba gusto no tragar bien todo el año pa gastarse los pocos ahorritos en la festividá de San Lorenzo, una semana al año, porque eso sí, la fiesta no duraba un día, ¿cómo chingados?, duraba una semana, con música, comida, feria y toda la cosa. Durante ese tiempo el pueblo le llevaba regalo tras regalo a San Lorenzo y al cristito milagroso otros regalos iguales. ¿Cómo iba a desmerecer el Redentor? ¿Cómo lo íbamos a hacer menos? No, pos no. Nunca faltaba el


«aquí le traigo esta gallinita pal santito Lorenzo, padre León, y este guajolotito pal Cristo, no se nos vaya a enojar»; o el «le traje estos metros de tela, padre León, dicen que es de la buena; son pa que las socias le hagan un vestido nuevo al santito Lorenzo y un sudario a Cristo pa la Semana Santa; si sobra tantita tela pos ai úsela pa usté, padre, usté ha de dispensar; es que somos tan pobres y esta tela tan cara…» Y ya sabrá usté que las gallinitas y los guajolotitos no podían ser comidos ni por el más milagroso de los santos, así que adivine quién terminaba embuchándoselos junto con nuestros pocos dineros: ¡claro!, el padre León; siempre bien forrado en camisas de tela buena que reflejaban sus colores en los cachetotes de ese curita gordo, blanco, grandote como marrano listo pa ser hecho carnitas y darle de comer a toda la región. Total: él, como hombre santo, tenía derecho a zamparse lo que le viniera en gana, que pa eso estaba más cerca de Dios que uno; lo que no tenía derecho era a agenciarse a nuestras hermanas, a nuestras madres. Y menos en la manera en que lo hacía. ¿Por qué abre esos ojotes? Sí, el pinche padrecito se cogía a nuestras mujeres y en esas cochinadas metía a Cristo; ora sabrá cómo le hacía. Como ya le dije, todos le teníamos ley a nuestro Cristo. Le decíamos así nomás, Cristo o cristito. Aunque daba lástima verlo tan maltratado, tan moreteado y bañado en sangre de la frente a la punta de sus benditos pies, le teníamos miedo. Lo primero que hacían las mamás cuando uno era chico era enseñarnos a temerle a ese cadáver clavado en la cruz. «Si no haces esto Él te va a castigar; si no haces aquello Él te va a castigar». Me acuerdo que el mismo miedo sentía cuando el maestro Inés, un rural que solo estuvo un año dando clases de primaria en la plaza de San Lorenzo, nos enseñaba a clavar insectos en pedazos de corcho quesque pa estudiar la forma de los seres vivos. A mí se


me figuraba que esos alfileres eran clavos y que los espíritus de los insectos vendrían a castigarme igual que podía hacerlo el cristito de la parroquia. Claro, ellos no eran milagrosos como él, aunque él pareciera también un insecto grandote clavado en una cruz. Por eso le teníamos miedo. Y eso lo aprovechaba el padre Armendáriz, sobre todo con las mujeres que le gustaban. El que lo descubrió fue el Chema. El Chema era nieto de doña Tomasita Segovia, la pulquera. Lo conocía yo bien porque mi papá siempre me mandaba a comprarle sus litros de curado de apio y de guayaba. Chema y yo nos hicimos amigos de vernos a diario; él era el único que no me decía Rengo, sino me hablaba por mi nombre: Nemesio. Tal vez lo hacía porque yo tampoco le hablaba por su apodo. Él era flaco flaco y con la cabeza puntiaguda, le decían el Espinazo porque parecía espina de maguey. Yo le decía Chema, nunca le dije Espinazo. Por él me hice amigo también del Lepo, ¿sabe usté? Bueno, pos el Chema nos contó a mí y al Lepo cómo el padre León se había chingado a la Lupita, la hija menor de don Timoteo, el dueño del estanquillo. Resulta que una tarde doña Tomasita lo mandó a la iglesia pa ver si podían regresarle los jarros en que llevaban diariamente el pulque a la casa cural, porque en la pulquería ya se habían terminado los envases y no tenían en qué mandar al día siguiente el curadito de tuna que tanto le gustaba al padre. Ese día no entré por la reja del atrio, nos dijo el Chema, sino por atrás, por la puerta que daba de la casa de Armendáriz al camino pavimentado. Me fui por ahí, dijo, porque vi estacionadas dos camionetotas y un carrote chingón, nuevo, de lujo. No me detuve a averiguar de quiénes eran los coches porque mi


abuela me había dicho que no me tardara platicando con don Chon, el sacristán, cuando le pidiera los jarros. Iba a tocar la puerta, pero me di cuenta de que estaba abierta, dijo. Entré por el jardín. Al fondo había un cuarto y pensé que ahí vería a don Chon. Me acerqué y por la ventana vi al padrecito; platicaba con unos desconocidos alrededor de una mesa circular. Les iba a preguntar por el sacristán, pero no lo hice porque antes de llegar a la puerta y antes de que me vieran miré desde afuera de ese cuarto que una mujer chulísima estaba junto al cura. Me gustó, estaba re bonita, más que la Tiesa, la mujer del presidente municipal, por ésta, nos dijo el Chema mientras besaba la cruz formada con dos dedos de su mano derecha. Me acerqué más a la ventana, dijo, pa verla bien. Entonces me di cuenta de que el padre Armendáriz la manoseaba, luego le metía mano debajo de la falda y luego le daba dos nalgadas. Ya le iba a preguntar al cura por don Chon haciéndome el que no había visto nada, nos dijo el Chema, pero en eso vi que sobre la mesa había harto dinero, unos fajotes de billetes bien gordos. Yo nunca había visto tanta lana junta, ni una vieja tan buena que se dejara manosear por un sacerdote, así que me callé y me quedé a ver más, dijo. Alcancé a oír que el padre decía que no, que la mujer esa ya estaba estrenadita y que no les iba a pagar la lana. Que se la llevaran y que por lo de las siembras no se preocuparan, que él se entendía con el presidente municipal y con los federales cuando fueran a husmear por la sierra. El vidrio de la ventana desde la que espiaba se estaba empañando ya, dijo, entonces, antes de que me descubrieran, pensé que sería mejor ir a buscar al sacristán adentro de la parroquia, pero estaba tan atarugado por la vieja, por el dinero y por lo que


decía el padre León, que sin querer metí una pata en una zanjita que cruzaba por la entrada de la casa, me destantié, tiré unas macetas y entonces salió el padre Armendáriz. No pude correr. Me jaló las patillas, me dio coscorrones y me dijo que qué andaba espiando, chamaco jijo, nos contó el Chema que le dijo el padre León y que luego de preguntarle que qué había visto, lo castigó. Mil Padres Nuestros y mil Aves Marías fueron su penitencia, pero como el Chema nomás sabía contar hasta cien entonces tuvo que rezar, hincado sobre dos piedras, cien Padres Nuestros y cien Aves Marías, además de colocar en su sitio la viga de madera apolillada que servía de base a las macetas. También tuvo que recoger y acomodar las plantitas muy bien pa que no resintieran el golpe, no se fueran a secar. Eso me llevó unas dos horas, nos dijo el Chema, y pa cuando terminé ya había oscurecido. En la casa del padre ya no estaban ni él ni los fuereños. Como durante todo ese tiempo el sacristán no se apareció por ahí, entré a la iglesia a buscarlo. Me urgía verlo porque con el retraso sabía que no solo mi abuela me iba a regañar sino también mi papá, dijo. La parroquia ya estaba cerrada. Yo me metí por la puerta trasera, la que daba a la casa del padre Armendáriz. Apenas se veían los bultos de los santos, alumbrados por las lucecitas de los cirios. También iluminaban el cuerpo de Cristo; lo miré en la penumbra, parecía un muerto de verdad, dijo. Me dio miedo. Me quedé tieso sin moverme y sin buscar a don Chon. Entonces escuché unos ruidos parecidos a los que hacen las mujeres en los velorios cuando hacen como que lloran sin llorar. Sentí más miedo, nos dijo el Chema y el Lepo y yo le creímos porque cuando nos contó esto se veía asustado. Me iba a echar a correr, dijo, cuando vi que dos bultos se movían abajito del altar. Por la voz y por el tamaño supe que uno de ellos era el padre León. Enfrentito de él, hincada, estaba una


mujer. No se veía bien quién era, pero se movía como besándole la panza al padre Armendáriz; más bien le besaba abajito de la panza, mientras él decía que así, así te va perdonar Dios; además, ayudarás a redimir; échate encima los peores pecados pa que redimas, sigue su ejemplo, Lupita, sigue, dijo el Chema que dijo el padre León. Así fue como mi amigo supo que la mujer era la hija de don Timoteo. Dijo el Chema que luego el cura se echó encima de Lupita y empezó a hacer lo que hacen los hombres con sus señoras por las noches, mientras le repetía que ofreciera ese sacrificio a Dios, que lo hiciera ante el Cristo de la iglesia, tan milagroso; que no temiera, que no gritara, porque esa poquita sangre que le brotaba de entre las piernas a Lupita no se comparaba en nada con la sangre del Dios crucificado; que no llorara, que no tenía por qué llorar sino sentirse orgullosa de ofrecer esa ofrenda al Milagroso; que era el mismo Altísimo quien tomaba su cuerpo pa congraciarse con el pueblo de San Lorenzo y colmarlo de dicha… ¿Por qué abre esos ojotes, pinche mudito?, ¿a poco no me cree? Así nos lo contó el Chema a mí y al Lepo. Y le creímos. Desde aquella vez, los tres empezamos a espiar al curita ese y hubiera visto todo lo que descubrimos. Uy, si yo le dijera. Pero ahora, pa no hacerle el cuento largo voy a contarle por qué decidimos robarnos a Cristo. Ahí tiene que una noche el Chema, yo y el Lepo fuimos a la parroquia cuando ya estaba cerrada; pa espiar, claro está. Entramos por la puerta que daba a la casa cural, no por la entrada de la capilla de la Santa Virgen, que era la que el cura usaba. El pasador de la puerta siempre estaba sin candado; nadie cruzaba por ahí y por ahí nos metimos los tres. Subimos las escaleras del coro en donde los domingos se cantaban las misas y desde allí vimos que el padrecito llegó acompañado de una mujer que, de principio, no


conocimos ni yo ni el Lepo ni el Chema, porque la iglesia siempre estaba mal iluminada cuando no le entraba luz del sol; solo algunas veladorcitas y cirios alumbraban el interior. ¿Qué por qué nunca dijimos nada? ¿Eso intenta decirme? Nunca dijimos nada porque, ¿quién iba a creerle a tres chamacos como nosotros? Figúrese: un cojo, un tísico y un leporino que ni siquiera tenían quince años. Además, el padrecito ahí era la autoridá suprema. No, si viera usté, incluso tenía más poder que don Eliades, el presidente municipal. Pero espérese tantito, le estaba diciendo por qué decidimos robarnos a Cristo y qué pasó la noche aquella que le contaba antes de que me interrumpiera; quién lo viera, tan mudito y tan curioso, re bien que se da a entender usté. Bueno, la noche aquella, le decía yo, vimos que el padrecito entró a la iglesia con una mujer que no reconocimos. Le empezó a hablar, como siempre, de que pa alcanzar la gloria de Dios teníamos que hacer cosas que no siempre nos gustaban; de que el cristito de la iglesia era tan milagroso porque él, el padre León, le brindaba sacrificios aun a costa de su alma. Lo que sea de cada quien, el padrecito ese sabía lavar re bien la conciencia y convencía a las mujeres de dejarse manosear y hacer lo que fuera. La desconocida se quitó las ropas y el padre, haciendo lo mismo, le abrió las piernas y se le echó encima. Él hacía ruidos como de marrano y pronunciaba palabras que los curas saben, casi rezaba. Decía: «Ya verás cómo tu marido se te compone después de esta penitencia, ya verás, mujer, ten fe». El Chema, yo y el Lepo presenciamos todito en silencio, como cada vez, pero cuál sería nuestra sorpresa al descubrir que la mujer esa era doña Eustaquia, la Cacariza, la mismísima mamá del Lepo.


Nos dimos cuenta porque cuando el padre se subió los pantalones la mujer empezó a llorar y se confesó a moco tendido. Que si su marido estaba enfermo era por culpa de los menjurjes que ella le había dado pa que él dejara a sus otras viejas, que si Panchito —así se llamaba el Lepo: Pancho Arrieta, igual que su papá— nació con la trompa incompleta no había sido por el eclipse que se dio la mañana del nacimiento del Lepo, sino porque ella había tomado unas hierbas que le había dado doña Mariquita Lara, la bruja, pa no tenerlo, porque tenía miedo de que Pancho —el papá del Lepo— descubriera que no era hijo de él y buena se le iba a armar. El Lepo empezó primero a reírse, pero después comenzó a temblar, se cayó, parecía que iba a darle un ataque de rabia o de algún mal así. El Chema y yo tuvimos que sujetarlo bien pa que no se oyera su berrinche. Me quité la camisa y le metí la punta de una manga en su trompa deforme pa que no lo fuera a escuchar el cura. Únicamente así nos salvamos de que descubrieran nuestro escondite aquella noche. Desde entonces el Lepo le agarró tirria al padre Armendáriz y de paso al cristito milagroso. Ya nunca volvimos a espiar. Días después yo me enteré de que mis hermanas Pachita y Teresa, las mayores, habían empezado a frecuentar por las noches al santo padrecito —así le llamaba mi mamacita—; iban a orar —decían ellas— aunque yo ya sabía a qué iban las hijas de la chingada, con perdón. El Chema se enteró también de que su hermana Lola había pasado, años antes, por el mismo santo sacrificio y entonces ya no nos aguantamos más. Como ya le conté, no podíamos acusar al padre con nadie, porque hasta el presidente municipal era su compinche. Figúrese, nosotros éramos unos pinches escuincles nomás. Ni siquiera los hombres del pueblo nos iban a creer, porque pa ellos


los sacerdotes no eran hombres; no tenían güevos pa ganarse a una vieja —decía mi papá— y por eso habían estudiado pa santos. El único camino que teníamos era ajusticiarnos nosotros mismos al padre León. Pero le teníamos miedo; ese chingado miedo del que ya le hablé; esos temores que nos meten desde chamacos y de los que ya no se deshace uno nunca. Entonces me vino la idea. No podíamos hacerle nada al padre León directamente, pero sí podíamos estropearle su negocio robándonos al cristito milagroso. Al contarles mi ocurrencia al Lepo y al Chema les brillaron los ojos. Estuvieron de acuerdo y empezamos a hacer el plan: primero teníamos que encontrar un lugar pa esconder a Cristo. No —dijo el Lepo—, (‘)ejor lo tira(‘)os a la (‘)arranca y nos quita(‘)os de pro(‘)le(‘)as. No —se opuso el Chema—, no se trata de fregar al cristito, sino al pinche curita. Mejor nos robamos a Cristo, lo escondemos en el tiradero de la pulquería abajo de un tinajal viejo y ahí lo dejamos un tiempo, hasta que ya nadie lo busque. Más tarde podremos sacarlo del pueblo y conseguirle un lugar donde esconderlo pa siempre; así hará milagros nomás pa nosotros. Tampoco —respondí—, no seas pendejo, Chema. Cuando se den cuenta de que el Cristo desapareció de su lugar lo van a buscar hasta adentro de nuestras bocas, con perdón, Pancho —le dije al Lepo. Lo mejor será esconderlo en… en la tierra. Sí, miren: antes de ir por el Cristo, hacemos un hoyo cerca de la barranca, escondemos las palas entre los chaparrales y las gobernadoras y nos vamos a la iglesia. Después de que nos robemos al cristito, lo echamos al hoyo, lo tapamos bien y cada quien se va a su casa


como si nada hubiera pasado —les hice ver—. Si quieres milagros, Chema, solo tendrás que ir al sitio en donde enterremos al Cristo y pedirle lo que quieras. Ninguno de nosotros dirá nada y el padre Armendáriz ya no podrá seguir haciendo sus trastadas. Como verá usté el plan más inteligente era el mío, por lo que el Chema y el Lepo aceptaron hacer lo que yo decía. Dejamos el robo pa la noche de un domingo de octubre. En San Lorenzo los días más cortos eran los domingos. Todos se dormían temprano. A nosotros nos convenía eso porque así podríamos escaparnos de nuestras casas antes de la media noche pa ir a la barranca, rascaríamos el escondite alumbrándonos con la luna y esconderíamos a Cristo. Nos daría tiempo de hacer todo eso antes de que los primeros arrieros salieran rumbo a Santa Rita en la madrugada. Los perros callejeros nos van a ladrar —dijo el Chema—; van a despertar al pueblo entero cuando nosotros andemos por las calles. Eso no es pro(‘)le(‘)a —respondió el Lepo y se sintió orgulloso al dar la solución—: hay que lle(‘)ar (‘)anteca untada en huesos de gallina. Cada que nos ladren se los echa(‘)os y co(‘)o sie(‘)pre andan ha(‘)(‘)reados dejarán de chingarnos. Sí, como usté verá, todo lo planeamos bien. Sabíamos por dónde entrar a la iglesia, qué herramientas llevar, qué cebos usar, cómo esconder al Cristo. Todo lo teníamos listo la mañana de ese domingo, lo único que nos faltaba era valor. Después de la misa de mediodía el Lepo, yo y el Chema nos vimos cerca de la barranca. Escogimos el lugar donde haríamos el hoyo. Acordamos vernos a la medianoche.


A mí me tocó llevar los huesos y la manteca. El Lepo llevó dos palas y el Chema un pico y una jarra con pulque pa darnos valor. Nadie se había dado cuenta de que nos escapamos de nuestras casas. Todo se estaba dando como debía darse. Los perros del pueblo nos agradecieron la cena y nosotros les agradecimos su silencio. Llegamos hasta la barranca y comenzamos a hacer el hoyo. Nos tardamos unos 30 minutos. Entonces nos dimos cuenta de que el miedo no se nos quitaba todavía. Pero no el miedo al robo sino a él, al cristito milagroso del pueblo. Pa amainar el temor y descansar tantito la chinga de rascar, le entramos al curado de limón que llevó el Chema. Ahí estuvimos hasta que se terminó la jarra. Escondimos las herramientas entre unos chaparrales y nos fuimos a la iglesia. En el camino de regreso al centro del pueblo seguimos tirando cebos a los perros, con lo que una vez más nos libramos de sus ladridos. Al llegar a la parroquia tuvimos que treparnos a un pirul y desde ahí saltamos al atrio pa no hacer ruidos afuera de la casa cural. El Chema y el Lepo sentían que el pulque se les había subido de más; estamos pedos, dijeron. Yo les contesté que a mí no me había hecho ni cosquillas, pero al saltar la reja me fui de hocico y me raspé la cara. Llegamos a la puerta por donde siempre entrábamos y la encontramos sin candado. Corrimos el pasador y entramos. No había ninguna luz, pero yo llevaba unos cerillos —porque ha de saber que entonces ya fumábamos a escondidas— y Chema, que era el más acostumbrado a la oscuridá porque en su casa no había luz eléctrica, encendió unas veladoras y un cirio en la base del altar. Hubiera visto usté esa imagen. Se le enchinaría el cuero como a mí me pasa nomás de acordarme. Ahí estaba Él, con los brazos abiertos, como esperándonos. Nunca


lo platicamos porque no tuvimos tiempo, pero yo creo que los tres sentimos el mismo miedo; Cristo parecía retarnos: «Órale, cabrones, aquí estoy, vengan por mí, hijos de la… vengan a mí, hijos míos», parecía que decía. El Lepo fue el que no aguantó el miedo o la rabia que le tenía al cristito y se subió a la base del altar. Borracho, apenas sosteniéndose, se colgó del cuerpo del Cristo y lo echó abajo. La cruz quedó inmóvil, fija en su base. El Salvador cayó encima del Lepo, por lo que su cuerpo de madera no se rompió ni hizo demasiado ruido. El Chema seguía encendiendo veladoras, como si fuera sacristán. Lo hacía, según él, pa que viéramos bien el Lepo y yo a la hora de bajar al Cristo, pero yo sabía que rezaba pa que Dios no lo fuera a castigar por el robo. Cristo había bajado de la cruz y el pinche Lepo le partió la cabeza de una patada. Entonces pasó lo que ya le dije: el Lepo le rompió su santísima madre al Cristo con un candelero y yo le rompí la madre al Lepo de la misma manera. «El cristito tiene sangre, mira, abajo de su cabeza hay un charquito de sangre, es un milagro, Neme, un milagro», me había dicho atarugado el Chema antes de que el Lepo se pusiera como loco y de que yo lo silenciara en las escaleras del púlpito. Y sí parecía un charquito de sangre, la verdá sí. Ya eran dos cadáveres en la iglesia: el del Cristo y el del Lepo. El Chema estaba más espantado que yo. Hasta la borrachera se le había bajado. Decía que Cristo nos estaba castigando, que todo nos había salido mal, que estábamos condenados, «condenados, Neme, condenaditos pa siempre», gritaba. Yo le pedía un milagro al cuerpo destruido del hijo de Dios, un milagro pa que nadie hubiera escuchado nuestros gritos, ni el ataque rabioso del Lepo ni los golpes. Figúrese usté que ni siquiera me di


cuenta en qué momento se largó el Chema; no supe si salió por la puerta que cruzamos al entrar o por la entrada principal del templo, pero de pronto me quedé solo, me sentí más solo que nunca y no supe qué hacer. Durante un rato seguí rogando a Cristo que nadie nos descubriera y Cristo pareció hacerme el milagro: nadie se dio cuenta del alboroto. Después de unos minutos todo seguía tranquilo en la parroquia. Yo estaba inmóvil, sentado en el suelo sin saber qué hacer con los dos cadáveres. ¿Que me hubiera escapado, dice usté? No, amigo, cómo se ve que no conoce la vida de los rengos. Mi pata chueca no me habría dejado llegar muy lejos con todo el trajín de esa noche. Tampoco me permitía esconder los dos cuerpos en el hoyo que habíamos hecho junto a la barranca, porque yo solo no iba a poder arrastrarlos hasta allá. No se crea, si pensé las dos posibilidades, pero estaba lastimado del porrazo que me di al brincar del pirul al atrio y además seguía borracho y con miedo, completamente atarugado. Me sentía débil; miraba a Cristo tendido boca abajo y luego veía la trompa leporina del Lepo riéndose de mí. Una y otra vez lo hice. Así estuve no sé cuánto tiempo, hasta que todo comenzó a hacerse más oscuro, más y más oscuro y me desmayé. Usté ha de decir que cuando alguien se desmaya no sueña, pero yo sí empecé a soñar lueguito que cerré los ojos. Soñé que el cristito revivía, que se levantaba del suelo y que me miraba de la misma forma en que lo hacía mi jefecita cuando me daban las punzadas en la pata chueca. Ya no tenía la cabeza partida; estaba enterito y ya no era de madera, sino de carne y hueso. Soñé que se acercaba a mí y que entonces yo me soltaba llore y llore y llore. Él me limpiaba las lágrimas y los mocos con sus dedos blancos y largos y me preguntaba: «¿Por qué lloras?» Yo le respondía que no sabía qué hacer, que esperaba que él me ayudara a salir del lío, que hiciera uno de sus tantos milagros, que


nada le costaba. Y él me preguntaba que por qué tendría que hacer un milagro más, que yo qué podía ofrecerle. Y yo le contestaba que le ofrecía mi fe. Tu fe ya la tengo, respondía él, prueba de eso es que me pides que te salve. Sí, decía yo, pero no tengo nada más que darte, soy muy pobre, tú sabes cuánta necesidá hay en la casa, no tengo nada que darte. «¿Y yo por qué tendría que saberlo? ¿Por qué tendría que conocerte? Eres otro más de los que creen dar mucho con su fe y en realidad no dan nada. Se la pasan pidiendo favores y nada más. A veces me traen un guajolotito, una gallinita, como si yo fuera un muerto de hambre igual a ustedes. No, yo no necesito esas cosas. ¿Cómo quieres que te salve, cómo quieres que te defienda si no sabes ni siquiera qué ofrecerme?», preguntó el cristito y, al hacerlo, le juro que su voz era igualitita a la avariciosa voz del padre Armendáriz. Ni siquiera me valió decirle que se acordara que él había sido pobre, que no fuera malora, que me ayudara; nada de eso me sirvió. Yo le hablé de la justicia y él me dijo que si no sabía qué ofrecerle, entonces era mejor que me resignara; que la vida no era tan de a gratis; que todo tenía un precio, que no le hablara de justicia. Pero le juro, mudito, le juro a usté que Cristo tenía la misma voz del padre León Armendáriz; su mismo modo de consolar a la gente cuando quería parecer dulce y de gritar cuando se encabronaba. Lo sé porque también soñé que el cristito empezaba a gritarme, gritaba que me iba a condenar, que ese era mi destino, ser un pinche condenado; el cristito gritaba con la misma voz del cura y entonces quise despertarme del sueño y me desperté y era el padre Armendáriz el que gruñía y me decía que me iba a condenar; estaba vuelto loco, lanzaba maldiciones y decía que cómo había podido pasar, ¡Santa Virgen María!, cómo me había atrevido a maltratar así al Cristo de San Lorenzo; gritaba y gritaba, rabioso, con su cara redonda encendida, roja roja.


Ya había amanecido. Llegaron unos policías y me llevaron a la cárcel municipal. Y así llegué hasta esta chirona. De haberme quedado allí, en la cárcel de San Lorenzo, la gente me habría linchado; y no solo la gente de ese pueblo, sino la de Santo Domingo, la de Santa Rita, hasta de la capital habrían ido nomás a matar al chamaco desgraciado que intentó robarse al milagroso Cristo de San Lorenzo. De eso hace ya 17 años, viera usté. ¿Que ya no chille?; ¿cómo quiere que ya no chille, pinche mudito?, ¿cómo?, si más de la mitá de mi vida la he pasado en esta cárcel por no tener con qué pagar pa salir. Quería saber cómo estuvo el robo que me trajo acá ¿no?, pos ‘ora no me pida que no chille. Usté también debería llorar porque está condenado como yo; lo está aquí adentro y, si saliera, allá afuera seguiría condenado a ser un mudo, un pinche mudo pa siempre… Dispénseme; cuando me pongo a recordar me encabrono y me desquito con el primer tarugo que se me atraviesa… Bueno, pos esa es mi historia. ¿Que qué pasó con el Chema?, ¿eso quiere saber? Nunca supe qué pasó con él. Se peló, se fue al monte o a otro pueblo, se murió, no sé. Lo que sé es que también se chingó pa siempre a andar temeroso, a salto de mata, de aquí pallá de allá pacá. ¿Qué? ¿Dormir?, ¿el sueño?, ah, ¿el sueño que tuve del cristito pidiéndome mochada pa salvarme?, ¿qué hay con ese sueño? Ya… no la friegue… ¿que si no hubiera sido nomás un sueño, dice? ¿Eso quiere decir? Pos… pos más nos vale a usté y a mí que sí haya sido solo un sueño, porque de otro modo… aunque la mera verdá, quién sabe. *** Relato ganador del XIX Premio Internacional de Cuentos Max Aub


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ME J O R

CI E L O

Por fin he vuelto a mi tierra. Ahora que estoy de nuevo con tía Lucrecia, aquí en el camposanto, recuerdo cuando me fui. A últimos de diciembre hará ya dos años. Es invierno, igual que entonces, pero ahora todo es muy distinto. Lo único que no ha cambiado son las lunas. Parecen tortillas caladas sobre un comal negro. Me siguen gustando, porque acá en San Pedro, en esta época, están llenas de invierno y alumbran bien los caminos. Me acuerdo que desde niño me gustaba levantarme antes de que rayara el alba a mirar cómo las ahuyentaba la luz del día y el canto de los gallos. Se iban rodando por encima de los montes, se despeñaban y clareaba el cielo. A mí me gustaba presenciar esos momentos. Cuando tía Lucrecia me encontraba sentado en el suelo del patio, mirando la raya del horizonte, me decía que me iba a dar la enfermedad del sereno, que es la que mató a su padre; que primero lo volvió poeta y luego lo dejó sin dinero para las necesidades de la familia y las medicinas de sus sofocos, pues en lugar de trabajar se la pasaba soñando, aunque estuviera despierto. Y a lo mejor sí me dio esa enfermedad. A mí también me gustaba mucho mirar esos amaneceres. Apenas dejé de ver esas madrugadas ya no hubo más buenos pensamientos. Lo que hubo fue algo muy diferente. Y los sueños se acabaron porque dejé de ver a la gente que más quería: a la tía y a Rosa. Rosa es mi prima. Es huérfana, como yo. Sus papás se murieron junto a los míos en Arizona. Hará de eso unos once años. Los cuatro se fueron a los Estados Unidos en


busca de trabajo, porque acá no había, pero no lo encontraron. Se fueron con urgencia y sin documentos. Estando allá, el pollero que los guiaba los abandonó y el desierto les secó las almas. Ya no volvieron. Por eso la tía siempre nos vio como si fuéramos los hijos que jamás parió. Nos crio a los dos con más cariño que dinero. Eso no bastó para que la tristeza se saliera de los ojos de mi prima. Tampoco para que pudiera hablar. Tía Lucrecia le había enseñado a escribir lo poco que sabía —casi nadie en el pueblo lo hacía, ella aprendió en la capital, en su época de sirvienta— y Rosa intentaba hacerlo, pero sus letras parecían arañas aplastadas. No era tonta, solo un poco sorda. Después de cumplir 18 años decidí irme a los Estados Unidos. Tenía la idea desde chico, tal vez porque mis pies querían pisar las huellas de mis padres, llevarlas más lejos de donde ellos llegaron y darles un buen fin a sus destinos. Quería demostrar que su viaje no fue inútil. Según decían los hombres de mi pueblo, allá era una mejor tierra, más cercana de Dios. Por eso me fui, al igual que ellos, siguiendo la brújula de los que buscan un mejor cielo. Mi cruce fue sin papeles porque para darlos piden que uno hable inglés y pague mucho dinero, cosas que yo no podía hacer. Esas fueron las razones que no dejaron cruzar legalmente a mis papás y las que también hicieron que yo me fuera sin pasaporte. En el cruce tuve mejor suerte que ellos: llegué vivo hasta Nueva York. Ahí estaba un compa mío, Rodolfo, que de espalda mojada había pasado a ciudadano legal. Él me compartió su casa y eso le trajo problemas con Alicia, su mujer. Ella no quería estar más allá, se aguantaba nomás porque quería a mi amigo. Eran de mi pueblo, de San Pedro. Rodolfo era mayor que yo por unos cinco años y nos conocíamos desde chiquillos. Ya desde entonces él sabía palabras en inglés y las repetía a toda hora; usaba gorras con


barras y estrellas y no miraba la hora de cruzar el Río Bravo. Siempre me animó a que me fuera con él, que porque allá las cosas eran mejores, había trabajo, muchos dólares y podías olvidarte de lo que es el hambre; que podías dedicarte a lo que quisieras y en todo ibas a ser el mejor del mundo. Antes de viajar le había escrito una carta preguntándole si me aconsejaba ir. Que sí, que lo buscara, me respondió, que cuanto más pronto lo hiciera más pronto iba a dejar de estar fregado. Él me ayudó mientras estuve allá, no debo quejarme; me trataba muy bien, pero yo extrañaba a la tía Lucrecia y a Rosa. Recordaba la promesa que les hice: juntar dólares, muchos, regresar y construirles una casa abrigada, aunque fuera de adobe, así el frío no le entraría tan duro por las reumas a la tía. En Nueva York trabajé pintando viviendas ajenas, todas de negros. Rodolfo decía que los blancos del centro pagaban mejor, porque sus departamentos eran más grandes. Yo no me paraba por esos lugares porque tenía miedo de ser deportado, sobre todo porque Alicia me había platicado que el gobierno andaba buscando terroristas, y si agarraba a algún mexicano ilegal lo acusaba de todo tipo de cosas. «Nomás en tiempo de elecciones nos quieren, aquí es muy mal visto que seas mexicano», me decía. Yo no podía esconder mi origen así me tallara con piedra pómez, la piel no es una ropa que se pueda quitar; estaba condenado a vivir ocultándome, por eso me aguantaba ganando poco, aun con la ayuda de mis amigos y de la Virgen de Guadalupe. Cuando era invierno allá, en Nueva York, me entraba la tristeza. Quería correr y abrazar a tía Lucrecia, besar sus ojos negros, tocar con mis palmas las arrugas de su cara; quería abrazar a Rosa, cargarla y darle vueltas pa que se riera mucho, jugar con la Muñeca, el Tripa y el Oso, nuestros perros. Sobre todo, me entraba el desconsuelo al recibir cartas de ellas. Cuando me fui, al Tripa le faltaba poco pa morirse. Ya estaba muy


viejo. Yo sabía que ya no lo iba a volver a ver. La tía me dijo en una carta que el animal sufrió mucho antes de enfriarse. Ni modo. En suelo gringo era frecuente que viera nevar y eso me alegraba un poco: se me figuraba que andaba encima de las nubes. Tenía que usar un gorro de lana y cubrir mis orejas porque si no lo hacía sentía que se me iban a quebrar en cachitos de tepalcate. Después, si no caía más nieve, el paisaje era todavía más triste. Entonces extrañaba el frío de mi pueblo, un frío que calaba hasta los huesos, pero que no conocía las nevadas. En las cartas, tía Lucrecia me decía que todo andaba sobre rieles. «Achaques menores», respondía a mis preguntas sobre sus males. Con su letra larga, salida de una mano torpe más acostumbrada a trabajar que a escribir, me contaba que Rosa empezaba a rumorar, que eran buenas noticias. Sin falta recordaba mi promesa: «Acuérdate que tienes que volver pa enterrarme y cuidar de Rosa». Antes de firmar, era su frase infaltable. La escribió siempre, incluso en ese par de cartas donde me dijo que la Muñeca, la perra, había muerto al comerse un trozo de carne envenenada y, después, el Oso, el más pequeño, se había perdido. «Ya solo me queda Rosa y no creo durarle mucho», me escribió. No sé cómo pude aguantar medio año más sin regresarme. Sobre todo, cuando dejé de recibir cartas de la vieja. Se había enfermado y ya no se levantaba de su catre. Me angustié y decidí preparar mi vuelta. En Estados Unidos no me iba tan bien como Rodolfo me había dicho. Que había crisis, repetían todos, igual que en mi pueblo. Yo me sentía fuereño, a pesar de que estaba rodeado de muchos paisanos. Eran ellos quienes más jodían, porque los que tenían más tiempo de vivir ahí me mal miraban, ya ni los


gringos chingaban tanto. Tantas malas caras me hacían pensar en que lo mejor iba a ser que ya nunca dejara mi tierra y que viera por mi familia. A mí me criaron así. Antes de partir a México, Rodolfo me entregó una carta recién llegada. El remitente estaba escrito con las letras de arañas muertas que hacía Rosa. Estaba firmada por la tía. Ya no me preguntaba por el día de mi regreso ni me recordaba la promesa. Me entró una desesperación grande, tanto que tal vez podía olerse a muchos metros de distancia y a lo mejor por eso me agarraron unos hombres que se decían policías. Entraron a la casa de Rodolfo persiguiendo a un paisano, amigo de mi amigo, quesque porque tenía drogas, y no les bastó con agarrarlo a él, sino que todos probamos la furia de sus putazos. Uno de esos «cops», como les dicen allá, era negro y el otro parecía mexicano, pero hablaba puro inglés y era el más rabioso. El último recuerdo que tengo de Rodolfo es el de su cara arrugada por el dolor de las patadas que le daba en el estómago uno de esos hombres; Alicia le gritaba: «Te lo dije, Rudy. Te dije que esto iba a pasar por quedarnos en este mugroso país». Esa fue la última vez que los vi. Me treparon a una camioneta junto con otros mexicanos que nunca había visto; nos esposaron y nos tuvieron así muchas horas, no sé cuántas, sin darnos agua ni comida, dejando que nos miáramos en los pantalones. Al día siguiente nos separaron. A mí me llevaron a un lugar que no parecía prisión sino oficinas. Ahí me encerraron en un cuarto sin luz. Me alejaron de los demás, porque se dieron cuenta de que estaba muy madreado, con el pecho y la espalda jodidos, muy jodidos. Los recuerdos de lo que pasó después se me han enmarañado en una madeja oscura y, total, ¿para qué recordarlo? Luego, me regresaron a México.


Ahora estoy de nuevo con ellas. Rosa corta los tallos de los nardos favoritos de tía Lucrecia. Mi prima ya dice muchas palabras y me cuenta, a medias lenguas, mientras acomoda flores sobre un montoncito de tierra, que ella misma escribió las últimas cartas, que la tía ya no podía hacerlo, que casi no se movía, como si presintiera lo que iba a pasar y que por eso le pidió que ella lo hiciera. Se santigua, se despide, se encamina a la salida del cementerio y dice, entre sollozos, que ella nunca dudó de que yo volvería. Camina lento, sujeta a un pequeño cuerpo encorvado y rengo que apenas puede moverse, sin parar de lamentarse. De pronto, una laja lo hace trastabillar. Rosa lo sostiene y yo quiero correr a ayudar, pero ya no puedo. Cómo quisiera poder besar los ojos de tía Lucrecia cuando se aferra del brazo de mi prima, mientras maldice la hora en que pasó lo que ella cree un accidente y repite mi nombre y dice que quisiera juntar algunos pesos para mandar a hacerme una cruz de metal, grande, blanca, resistente, porque las de madera se pudren rápido con el salitre de esta tierra. *** Cuento ganador del Certamen Internacional de Narrativa Breve Canal Literatura


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