Los depredadores

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Capítulo I

El festín del impostor de la colina de Santa Fe

La política mexicana es algo muy parecido a un palimpsesto tras de cuyos dibujos o caracteres de superficie se ocultan otros más y, por debajo de estos, otras nuevas texturas, de contenido y aspecto muy diferentes a los que se aprecian por encima; sin embargo, todos estos son visibles, transparentes. —José Revu e lta s, Ensayos sobre México

V

i s i o n a r i o , místico, hechicero, carismático, gran orador y gesticulador corporal, priista con mucha suerte, impostor, el as gastado de Luis Echeverría, en fin, un embaucador: José López Portillo supo construir cada peldaño de su ascenso a la Presidencia o hasta, sutilmente, “proclamarse” emperador. Cuando a los 38 años de edad hizo a un lado su carrera como abogado litigante y buscó acomodo en el gobierno federal, nunca imaginó que un día se convertiría no sólo en presidente de la República, por más vejado que estuviera el cargo, sino en protagonista de algunas de las páginas más negras de la historia del México moderno que empezó a moldearse y construirse a partir del 1 de diciembre de 1946. José —cuyo nombre de pila era José Guillermo Abel López Portillo 45

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y Pacheco, nacido el 16 de junio de 1920— tomó una decisión que impactaría violentamente en el destino de un país condenado a enterarse sólo de oídas acerca del descubrimiento de asombrosas riquezas petroleras. Nadie podía haber siquiera imaginado que este José sería el más poderoso de todos los López Portillo. Pero si de algo saben las élites del poder es de falsear el presente, reinventar el pasado y alterar el futuro; lo trastocan a través de un surrealismo que se traduce en perversión del lenguaje, palabras embaucadoras que confunden, ocultando la desmesura, la frivolidad e irresponsabilidad, la impunidad, el despilfarro y el saqueo. Y cada uno cuenta las cosas a su manera para hacerlas ver de otro modo. Los políticos mexicanos se han hecho astutos en eso de capear el temporal. Fue ese el caso José Guillermo Abel, hijo del investigador, historiador e ingeniero-geógrafo José López Portillo y Weber y de María del Refugio Inés Pacheco Villa-Gordoa (doña Cuca). E hijo “adoptivo” del pequeño municipio español de Caparroso, de donde durante la Colonia emigró para hacer fortuna en la Nueva España el primer López Portillo: el capitán don Alonso López de Portillo.17 La renuncia a ser abogado litigante le abrió a José Guillermo Abel las puertas a otro mundo, pero los resultados de su gestión muestran que descubrió muy pronto las abyecciones del gobierno y las reglas básicas no escritas del sistema: la adulación y la complicidad. Es irrelevante si conocía o no otras reglas como “el prometer no empobrece” o la de decir medias verdades al revés, porque su cercanía con el presidente Gustavo Díaz Ordaz, si bien triangulada, le abrió los entretelones de la política y lo adentró en las recámaras del poder que explican los secretos de la perversión de un sistema de justicia, lo cual da sentido a un lema que se pondría de moda años más tarde: “La corrupción somos todos”. Y se puede tener plena confianza en dicho lema: Alemán es recorda17

Carlos Sola Ayape. El tlatoani de Caparroso: José López-Portillo, México y España. Fontamara, 2013. 46

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do por su escandalosa corrupción; Ruiz Cortines es el padre de la omisión; López Mateos libró el juicio público por el asesinato y encarcelamiento de líderes sociales, mientras Díaz Ordaz y Echeverría gozaron de impunidad por la matanza de maestros y estudiantes. Cada uno, hasta incluir a De la Madrid, Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña hizo suya la malsana costumbre de ocultar y perdonar los abusos y pillerías de su antecesor. Algunos fueron más allá porque con el encubrimiento mostraban lealtad a sus amigos, mecenas, compañeros, socios y hasta cómplices en la lucha por el poder. Fue José Guillermo Abel un personaje engañoso de tan bajo perfil en su carrera burocrático-político-partidista que nadie sospechó qué futuro se había trazado este descendiente de una familia jalisciense de linaje español, venida a menos, una familia en la que se contabilizaban sus hermanas Margarita, Refugio y Alicia. Presencia permanente tenían las sombras ultraconservadoras de su abuelo, el académico, político y escritor José López Portillo y Rojas; su bisabuelo, el cuatro veces diputado local, síndico de Guadalajara y tres veces gobernador, magistrado y profesor Jesús Eusebio de la Santísima Trinidad López Portillo y Serrano, abogado, colaborador del ejército francés y, por la lealtad y servicios prestados a la corona, prefecto, comisario imperial y consejero de Estado del departamento de Jalisco en el Segundo Imperio Mexicano —1864-1867 o el efímero imperio de Maximiliano—; y su tatarabuelo José Pío-Quinto López-Portillo y Pacheco, cuya estirpe rivalizaba con la de su esposa María Josefa Filomena Serrano y Ramírez de Prado, al menos en apellidos. Sin estos guardianes silenciosos del pasado familiar, con los antecedentes españoles de Caparroso en Navarra, sería imposible entender los sueños escondidos, ambiciones, vicios, excesos y el desarrollo políticoburocrático del abogado José Guillermo Abel López Portillo y Pacheco del siglo XX, aquel a quien sus amigos conocían a secas como Pepe, porque también así le gustaba ser llamado, que en seis años de gobierno (1976-1982) mataría la esperanza y condenaría a la pobreza e incertidumbre a millones de mexicanos. La herencia española no fue nunca un tema marginal. Defenestrado 47

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del poder y perseguido, en 1982 el ex presidente del PRI en Coahuila, ex líder de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP), ex senador y ex gobernador Óscar Flores Tapia hizo una investigación propia sobre la vida y conducta de su verdugo, que publicó en López Portillo y yo, historia de una infamia política: “Pepe, siempre orgulloso de su estirpe,18 cuyas raíces —gusta sostener— le vienen de conquistadores con sospechosos tufillos nobiliarios […] será por eso que su bisabuelo, don Jesús López Portillo, fue uno de los que pugnaron y consiguieron que México tuviera un emperador”. Y por su parte, el abuelo José López Portillo y Rojas fue desaforado siendo senador suplente, acusado de fraude, prevaricato y falsedad de declaraciones a una autoridad judicial.

A l a l u z del tiempo se ha podido constatar que José López Portillo tenía una visión totalizadora del poder, pues lo sedujo la idea de manejar a su manera los hilos torcidos de la política mexicana y para lograrlo empezó a perseguir las credenciales o cargos públicos que lo pusieran en el camino. Así, en 1959 fue nombrado asesor técnico en la Secretaría del Patrimonio Nacional, bajo el manto protector del arquitecto y urbanista hidalguense Guillermo Rosell de la Lama, entonces, subsecretario del ramo, pero joven de poder, nieto del influyente desarrollador inmobiliario José G. de la Lama. Si bien registró puntual en sus memorias19 algunas adversidades iniciales, cada año que pasaba se le revelaba un futuro más promisorio o un destino grande en la historia, alejado para siempre del México de la pobreza y de las casas de clase media donde vivió con sus padres, en la colonia Roma y en la Del Valle. 18

En México siglo XX, los sexenios, el historiador Enrique Krauze, autor de La presidencia imperial, hace una observación: “Vivía en la paradoja de la dualidad, se sentía orgulloso de su estirpe criolla y fascinado con la tragedia del indio conquistado”. 19   José López Portillo, Mis tiempos, biografía y testimonio político, Fernández Editores, 1988, mil 300 páginas, en dos tomos, dedicadas a la justificación, defensa propia, de la familia y amigos, autocontemplación y elogio de su obra de gobierno y decisiones políticas. 48

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El porqué Rosell —quien se haría uno de los arquitectos más influyentes de México, al lado de personajes como Pedro Ramírez Vázquez y Juan O’Gorman— tomó bajo su protección a Pepe no fue nunca un misterio: en algún momento de 1952 lo ayudó, pistola en mano, a rescatar a un niño, cuyo padre lo había sustraído sin autorización judicial y se lo había quitado a la madre, clienta del litigante López Portillo. Fue ese el primer peldaño del trono, transformado en una amistad perdurable. Dispuesto a aceptarlo todo, el mismo López Portillo advierte en el primer tomo de Mis tiempos que uno de los casos más relevantes que le tocó atender fue el de la separación de su hermana Margarita del abogado Félix Galindo Diez de Sollano, que inició en 1944, cuando él apenas se recibía. “Defendí a mi hermana, a sus hijas y a mi familia con todas mis fuerzas […] Somos un verdadero clan”. De sangre impetuosa y permisivo, también se le recuerda porque pudo haber encarcelado al primer obispo de Toluca, monseñor Arturo Vélez Martínez —primo hermano en ese momento, del ex gobernador, por primera vez ex aspirante presidencial y senador mexiquense Alfredo del Mazo Vélez—, acusado de esquilmar y robar a la feligresía de sus diócesis, además de intentar defraudar al periódico Excélsior. El diario contrató al despacho J. de J. Taladrid para llevar el caso y este lo entregó al abogado López Portillo, quien escudriñó en todas las cuentas del “padrecito”, auditó y exigió el embargo precautorio de bienes conseguidos a través de sorteos manipulados y rifas fraudulentas controladas por el obispo, supuestamente para construir la catedral de Toluca. A pesar del escándalo, a monseñor lo tocó la mano de Dios porque “milagrosamente” López Portillo llegó a un acuerdo secreto con el senador Del Mazo Vélez. Nunca se conoció cuánto pagó, pero el obispo se levantó como el hotelero más poderoso del Valle de Toluca y la monumental catedral, frente al Palacio de Gobierno, se convirtió en un templo de oración para la clase del poder, mientras López Portillo ingresó poco después al gobierno y a la política priista de la mano del citado Rosell de la Lama. Real o fingida su prosperidad en la abogacía litigante, cuando en 49

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1960 Rosell era subsecretario de Patrimonio Nacional y, por tanto, presidente de las Juntas Federales de Mejoras Materiales, a nadie le llamó la atención que un abogado litigante hubiera ascendido a director general de las juntas. Alineado a las necesidades y mentalidad de los priistas poderosos, para no quedar fuera del presupuesto, fue esa la época en la que decidió hacer carrera y pensar siempre en el gobierno. Él lo llamaría, atender su “vocación de servicio”. Pepe o José, el nombre era lo de menos, se hizo de futuro recibiendo el primer impulso que necesitaba. En forma paralela, su amigo de la infancia Luis Echeverría Álvarez, compañero de andanzas, maestro en el arte de la sumisión y la fidelidad se había labrado un porvenir prometedor, ya colocado en la Subsecretaría de Gobernación, bajo las órdenes del poblano Díaz Ordaz, titular de la secretaría del ramo. Cada uno se formó y deformó por su lado, pero 1964 sería un parteaguas: el 1 de diciembre, el nuevo presidente, Díaz Ordaz, dejó fuera del gabinete al arquitecto Rosell. El futuro de Pepe quedó en el aire, descansando en el nuevo titular de la Secretaría de Patrimonio Nacional, Alfonso Corona del Rosal, un desconocido, que lo despidió —por órdenes de Díaz Ordaz— el 19 de enero de 1965. A Echeverría lo nombró secretario de Gobernación. Solitario y desempleado, recibió el apoyo incondicional de su amigo el ingeniero, empresario y contratista petrolero sonorense Jorge Díaz Serrano, quien se labraba un sólido futuro en el campo del petróleo, asociado a George H. W. Bush —quien luego llegaría a la Casa Blanca—; sin embargo, el 18 de marzo siguiente, López Portillo recibió una invitación del doctor tamaulipeco Emilio Martínez Manautou, titular de la Secretaría de la Presidencia, para hacerse cargo de la Oficina Jurídica de la Presidencia de la República, elevada poco después, por orden presidencial, a Dirección Jurídica Consultiva. Sin planearlo, pasó de jefe de oficina a director. Fueron esas, las de Díaz Serrano y Martínez Manautou, relaciones entrañables, que servirían como muestra de algunas características fundamentales que tendría más adelante la presidencia lopezportillista: el compadrazgo, la frivolidad y el nepotismo. Desconfiado o seducido por 50

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la codicia, a su hermana Alicia la llevó como secretaria particular, puesto en el que también le había servido en las Juntas Federales de Mejoras Materiales. Sobre su vertiginoso e impensado ascenso, López Portillo escribiría en Mis tiempos: “Gocé de inmediato el placer: la oficina estaba en el último piso del Patio de Honor de Palacio Nacional. Ya estaba yo dentro, en el corazón del ombligo de México”. La cercanía de Martínez Manautou y el aprendizaje con Rosell de la Lama le sirvieron a José para ponerse a salvo de conspiraciones palaciegas y las lenguas sueltas del partido. A ese grupo se sumarían más tarde Arsenio Farell Cubillas, Carlos Hank González, Arturo El Negro Durazo Moreno, José Andrés de Oteyza y Fernández-Valdemoro, Óscar Flores Sánchez, Ramón Aguirre Velázquez, Francisco Sahagún Baca, Antonio Toledo Corro, Esteban Fernández Mantecón, Gustavo Carbajal Moreno, Joaquín Gamboa Pascoe, José Salomón Tanús, Mario Calles López Negrete, Rafael Rocha Cordero, Roberto Madrazo Pintado y Miguel de la Madrid Hurtado. Las circunstancias y la mansedumbre política habían llevado a José a ocupar un puesto tras otro, mientras Echeverría, siguiendo la misma política de docilidad y sumisión, se hacía imprescindible en Gobernación, la dependencia más importante del Poder Ejecutivo, después de la Presidencia. Martínez Manautou, López Portillo, De la Madrid y el resto de aquella palomilla serían actores centrales del sistema. Por la proclividad vulgar de algunos a los mecanismos de la violencia de Estado; de otros, al silencio cómplice o al despilfarro, y de unos más, a los negocios turbios o a la corrupción desenfrenada. Si se mira con un poco de picardía esa telaraña de apellidos de las élites político-burocrática-partidistas, se hacen a un lado las conjeturas y cobra sentido eso de los destinos encadenados: Leonora Tovar López Portillo, hija de Carmen Beatriz López Portillo Romano y Rafael Tovar y de Teresa y, por tanto, nieta de López Portillo y Pacheco, se casaría en 2010 con Gerardo Díaz Ordaz Castañón, nieto del extinto presidente Gustavo Díaz Ordaz y de Guadalupe Borja Osorno. 51

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Dice más. Si hay una regla que se cumple en las élites de poder es que todos son iguales, al margen del rango, investidura y tiempo. En esa boda convivieron los descendientes, hijos o nietos, de los ex presidentes Pascual Ortiz Rubio, Ávila Camacho, Echeverría, Salinas y, “por supuesto, todos los descendientes de las familias anfitrionas: López Portillo y Díaz Ordaz”, tal y como lo reseñó el periodista Beto Tavira en su columna Cuna de Grillos, que publica en el periódico electrónico Animal Político. Entre el asombro y el glamur, en ese entreveramiento de ramas y árboles genealógicos presidenciales, Gerardo es nieto de Eugenia Castañón Ríos Zertuche, hermana de Paulina, de los mismos apellidos, quien en una época estuvo casada con Raúl Salinas de Gortari, hermano incómodo del ex presidente Salinas. Y en el peñismo, el extinto diplomático, abogado, ensayista, historiador y periodista Tovar y de Teresa se convertiría en el primer titular de la Secretaría de Cultura, creada el 18 de diciembre de 2015. De cerca, el poder impresiona: Paulina López Portillo Romano se casó el 29 de mayo de 1981 con Pascual Ortiz Rubio Downey, nieto del ingeniero, diplomático, secretario de Estado y militar revolucionario michoacano Pascual José Rodrigo Gabriel Ortiz Rubio, presidente del 5 de febrero de 1930 al 2 de septiembre de 1932 y uno de los títeres del general Plutarco Elías Calles, el Jefe Máximo de la Revolución. La ceremonia nupcial para unir a Carmen Romano y José López Portillo se celebró a las 12:30 horas en la iglesia de San Juan Bautista, en Coyoacán, y la ofició monseñor Guillermo Piani, arzobispo de Nicosia y delegado apostólico. Originario de Bergamo, Italia, a monseñor Piani, quien había regresado a México en 1936, le tocó reconstruir las relaciones de la Iglesia católica con el gobierno mexicano, tirantes después del armisticio de la Guerra Cristera (1926-1929).

H a y q u i e n e s aducen y están convencidos de que José trepó toda la escalera del poder. Había sido criado en una familia que históricamente sabía qué representaba el liderazgo y cómo usar el poder, lo 52

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que explica y justifica la fidelidad y sumisión ante Echeverría o ante su primer modelo y Martínez Manautou. Y así, como quien está a la caza de una gran presa, López Portillo se mantuvo alerta tras la sombra de estos personajes. Se sabía capaz y con las cualidades para encumbrarse “en el corazón del ombligo de México”; tenía las tablas, las amistades y “el abolengo” que lucía con tanta frivolidad y fanatismo. Nadie le prestó atención y, por lo mismo, nadie vio con claridad las intenciones de José ni su proyecto personal, pero en 1964 le llegó su primera gran oportunidad para conocer las entrañas del sistema, los entresijos del poder presidencial y el irreal mundo de la clase política, cuando se sumó al equipo de trabajo de Martínez Manautou, quien había sido nombrado, el 1 de diciembre de ese año, titular de la Secretaría de la Presidencia diazordacista y, por eso mismo, se perfilaba en automático como precandidato presidencial para 1970. Con Martínez Manautou promovió una reforma administrativa para ampliar el papel de la Presidencia en el desarrollo económico. Astuto, Pepe ganó los favores de Díaz Ordaz, quien en 1968 lo nombró titular de la Subsecretaría de la Presidencia. Cuándo y cómo descubrió López Portillo que estaba listo para llegar a Los Pinos es imposible saberlo, pero cuando en 1970 su amigo Echeverría ganó la carrera por la candidatura presidencial priista estaba, sin saberlo, cayéndose para arriba, mientras su jefe y amigo Martínez Manautou, como el “favorito” Mario Moya Palencia, estaban con un pie camino al destierro y al ostracismo. Fueron los siguientes seis años de vértigo: el 1 de diciembre el presidente Echeverría lo colocó en una de las subsecretarías de la Secretaría de Patrimonio Nacional, hasta que en agosto de 1972 decidió removerlo y entregarle la Dirección General de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y nueve meses más tarde, el 29 de mayo de 1973, lo nombró secretario de Hacienda y Crédito Público, en sustitución del diplomático Hugo B. Margain Gleason, que se oponía a la política económica echeverrista del despilfarro. A partir de ese día, Echeverría tomó todas las decisiones para modelar la economía a su imagen y semejanza. Hacienda fue un cero a la 53

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izquierda y el sumiso López Portillo, por tres años y seis meses, el patiño de Los Pinos. La estridencia característica de Echeverría hizo claro que él y nadie más definiría los criterios básicos de la política económica, tomaría en sus manos la política del endeudamiento externo y, desde su despacho, se daría orientación sobre cualquier tema relacionado con el gasto público, la balanza de pagos, la inflación y el tipo de cambio del peso. Su amigo Pepe, como lo llamaba desde su época en la secundaria Benito Juárez de la colonia Del Valle —hasta el paso de ambos por la UNAM—, sería una figura decorativa en el gabinete. Y, sin decir palabra porque tampoco sabía nada de economía ni de finanzas, Pepe aceptó representar su papel. Avanzaba a pasos de gigante el proyecto personal de gloria con el que había empezado a soñar desde el día que Martínez Manautou le develó los secretos y las intrigas de Palacio. Y de la nada, la prensa descubrió su lucidez, su amplia cultura, su energía para el trabajo, su inteligencia y claridad política, su espíritu abierto, la sencillez, su lucha por la democracia. Adjetivos nunca faltaron. Por eso, en 1975, vislumbró la posibilidad de colarse entre Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación, y Hugo Cervantes del Río, secretario de la Presidencia, ambos funcionarios presidenciables punteros, al menos en el imaginario popular. Desde su oficina de Hacienda en Palacio Nacional, Pepe atestiguó el abuso, el despilfarro y la corrupción del echeverriato. Aprobó, porque el que calla otorga, la frivolidad e irresponsabilidad del presidente Echeverría. Y fue cómplice del despilfarro del dinero público para que su jefe se promocionara como líder de los países del tercer mundo. López Portillo actuaba ya por impulso porque estaba convencido de que, en México, como en cualquier monarquía, el poder es unipersonal. Había otros secretos: a Moya Palencia se le escapaba la Presidencia, también, por su supuesta relación con el narcostar cubano Alberto Sicilia Falcón. Cuando este fue capturado en julio de 1975, portaba una credencial especial de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la policía política, firmada por el secretario de Gobernación, Moya Palencia. 54

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