9 de junio de 1905
Imagina que las personas viven eternamente. Resulta extraño, la población de las ciudades se divide en dos tipos: los Luego y los Ahora. Los Luego afirman que no hay prisa para empezar las clases en la universidad, para aprender un segundo idioma, leer a Voltaire o a Newton, ascender en el trabajo, enamorarse, formar una familia. Para todas esas cosas hay un margen de tiempo infinito. En un margen de tiempo infinito se puede lograr cualquier cosa, de ahí que todo pueda esperar. Es más, el apresuramiento lleva con frecuencia al error. ¿Quién puede discutir esa lógica? A los Luego se les reconoce en cualquier tienda o paseo. Tienen andares tranquilos y llevan ropa cómoda. Se dan el gusto de leer todas las revistas que encuentran abiertas, de reorganizar los muebles de sus casas o de iniciar una conversación tan fácilmente como cae una hoja de un árbol. Los Luego se sientan en los cafés y charlan sobre las posibilidades de la vida. Los Ahora afirman que con sus vidas infinitas pueden hacer todo lo imaginable. Pueden tener un infinito número de carreras, casarse un número infinito de veces, pue-
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den cambiar de orientación política siempre que quieran. Una sola persona puede ser abogado, albañil, escritor, contable, pintor, médico, granjero. Los Ahora siempre están leyendo nuevos libros, estudiando nuevos negocios, aprendiendo nuevos idiomas. Para poder experimentar la infinitud de la vida, empiezan temprano y nunca bajan el ritmo. ¿Quién puede discutir esa lógica? Los Ahora son fáciles de identificar. Son los dueños de los cafés, los profesores de universidad, los doctores y enfermeras, los políticos, la gente que no para de agitar la pierna cuando se sienta. Se desplazan a lo largo de toda una sucesión de vidas, deseosos de no perderse nada. Cuando dos Ahora se encuentran por casualidad junto al pilar hexagonal de la fuente Zähringer, comparan sus vidas, intercambian información y miran el reloj. Cuando dos Luego se encuentran en el mismo lugar, ponderan el futuro y siguen la parábola del agua con la mirada. Los Ahora y los Luego tienen algo en común. Una vida infinita implica también una infinita lista de familiares. Los abuelos nunca mueren, ni tampoco los bisabuelos, las tías abuelas y los tíos abuelos, los tíos abuelos lejanos, etcétera, todas las generaciones pasadas están vivas y dan consejos. Los hijos no escapan de las sombras de sus padres, ni tampoco las hijas de las de sus madres. Nadie toma posesión de sí mismo. Cuando un hombre abre un negocio se siente obligado a discutirlo con sus padres y abuelos y bisabuelos, y así hasta el infinito, para poder aprender de sus errores. Y es que ninguna nueva empresa es totalmente nueva. Todas las cosas han sido probadas ya por algún antecedente del árbol familiar. Es más, todas las cosas se han logrado, pero a un precio, y es que en este mundo, la
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multiplicación de logros está parcialmente dividida por el decrecimiento de la ambición. Y cuando una hija quiere consejo de su madre, no lo puede conseguir sin más. Su madre debe preguntar a su madre, que a su vez debe preguntar a su madre y así hasta el infinito. Y del mismo modo que los hijos e hijas no pueden tomar sus decisiones por sí mismos, no pueden tampoco confiar en el consejo de sus padres. Los padres no son ninguna fuente de certidumbre. Hay millones de fuentes. Cuando cada acción debe verificarse un millón de veces, la vida es pura tentativa. Los puentes llegan hasta la mitad del río y luego se acaban bruscamente. Los edificios tienen nueve plantas, pero les falta el tejado. Las reservas de jengibre, sal, bacalao o carne cambian según la opinión del momento del tendero, o con cada consulta. Las frases se dejan sin terminar. Los compromisos se rompen pocos días antes de la boda, y en las calles y avenidas la gente se detiene y mira hacia atrás, por si ven a alguien. Ese es el precio de la inmortalidad. Ninguna persona es un todo. Nadie es libre. Con el tiempo, algunas personas han llegado a la conclusión de que la única forma de vivir es morir. En su muerte los hombres y las mujeres se ven libres del peso de su pasado. Esas pocas personas, y ante la mirada de sus queridos familiares, se ahogan en el lago Constanza o se arrojan desde el monte Lema poniendo así fin a sus vidas infinitas. En ese sentido, lo finito conquista lo infinito, la ausencia del otoño triunfa sobre los millones de otoños, la ausencia de nevadas sobre los millones de nevadas y, sobre los millones de consejos, triunfa su ausencia total.
10 de junio de 1905
Imagina que el tiempo no es una cantidad, sino una cualidad, como la luminiscencia de la noche sobre los árboles cuando se alza la luna y toca la línea del bosque. El tiempo existe, pero no puede medirse. En este instante, en mitad de esta tarde soleada, hay una mujer en la Bahnhofplatz, esperando a un hombre en concreto. Él la vio hace algún tiempo en un tren a Friburgo, se quedó fascinado y le ofreció dar un paseo por los jardines de la Grosse Schanze. Por la urgencia de su voz y la mirada de sus ojos, la mujer se dio cuenta de que quería hacerlo cuanto antes, por eso le espera ahora sin impaciencia, entretenida con un libro. Tiempo después, quizá al día siguiente, él llega, le ofrece el brazo, pasean por el jardín, rodeados de tulipanes, rosas, lirios, aguileñas alpinas, se sientan en un banco de cedro durante un lapso de tiempo imposible de medir. Llega el crepúsculo, marcado por un cambio de luz, un enrojecimiento del cielo. El hombre y la mujer siguen el tortuoso sendero de gravilla blanca hasta un restaurante que hay en lo alto de la colina. ¿Han estado juntos toda la vida o solo un momento? ¿Quién puede decirlo?
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A través de las cristaleras emplomadas del restaurante, la madre del hombre le ve con la mujer. Se retuerce las manos gimiendo, porque quiere que su hijo esté en casa. Aún le ve como a un niño. ¿Ha transcurrido el tiempo desde la época en que vivía en casa, jugaba a la pelota con su padre, frotaba la espalda de su madre antes de ir a dormir? La madre contempla esa risa infantil bajo la luz de las velas a través de la ventana emplomada del restaurante, está segura de que no ha pasado el tiempo, que su hijo, su niño, le pertenece a ella y a la casa. Espera afuera retorciéndose las manos mientras su hijo envejece a toda prisa en la intimidad de esta noche, junto a esta mujer a la que acaba de conocer. Al otro lado de la calle, en la Aarbergergasse, dos hombres discuten sobre un cargamento de medicinas. El receptor está enfadado porque los medicamentos, que tenían una vida muy efímera, han llegado caducados y obsoletos. Los esperaba hacía mucho, es más, había estado esperándolos en la estación de tren durante muchas idas y venidas de la mujer de gris del número 27 de la Spitalgasse, a través de muchos cambios de luz de los Alpes, muchas alteraciones del aire de frío a cálido o húmedo. El remitente, un hombre bajito y gordo con bigote, se ofende. Él mismo ha embalado las medicinas en su fábrica de Balse cuando abrían los toldos del mercado. Ha llevado las cajas al tren mientras las nubes se encontraban en las mismas posiciones que cuando firmaron el contrato. ¿Qué más puede hacer? En un mundo en el que el tiempo no se puede medir no hay relojes ni calendarios ni citas definitivas. Son los sucesos los que desencadenan nuevos sucesos, no el tiempo. La casa se empieza a construir cuando la piedra y
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las vigas de madera llegan al lugar de la construcción. La cantera provee piedra cuando el cantero necesita dinero. El abogado sale de su casa para defender un caso en el juzgado cuando su hija le hace una broma sobre su calvicie. La educación en el liceo de Berna concluye cuando el estudiante aprueba los exámenes. Los trenes salen de la estación de la Bahnhofplatz cuando los vagones se llenan de pasajeros. En un mundo en el que el tiempo es una cualidad, los sucesos se registran mediante el color del cielo, el tono de la llamada del barquero en el Aar, la sensación de felicidad o de miedo con la que una persona entra en una habitación. El nacimiento de un niño, la patente de un invento o el encuentro de dos personas no son puntos fijos en el tiempo, sostenidos por horas y minutos. Al contrario, los sucesos resbalan por el espacio de la imaginación, se materializan en una mirada, un deseo. Y del mismo modo, el tiempo que transcurre entre dos sucesos es corto o largo dependiendo del trasfondo que los contrasta, la intensidad de la luz, la gradación de las luces y las sombras, la perspectiva de los participantes. Algunas personas tratan de cuantificar el tiempo, de analizarlo, de diseccionarlo. Se convierten en piedra. Sus cuerpos quedan congelados en las esquinas de las calles, fríos, duros y pesados. Con el tiempo esas estatuas acaban en la cantera y el cantero las corta en parte iguales y las vende para hacer casas cuando necesita el dinero.