Memorias de la revolución rusa

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Y otro recuerdo de Petersburgo. El sóviet menor de la sección militar, en franca oposición al recién llegado Lenin por medio de su muy morigerado boletín de prensa, publicó una resolución en la que dejó claro que consideraba la propaganda de Lenin tanto o más perniciosa que cualquier otra propaganda contrarrevolucionaria. Lenin se presentó en el sóviet no tanto para pedir explicaciones como para explayarse dándolas. Fue el día del gran vuelco. La sala se llenó de miembros de los comités. Presidía el voluntario Zavadie.1 Lenin habló con su torrencial impetuosidad, propulsando su pensamiento como un Titán que empujara una roca gigantesca; defendiendo lo fácil que era organizar la revolución social, aplastaba las dudas como un jabalí troncha a su paso los juncos o las cañas. A lo largo de sus embestidas, el público iba mostrándose cada vez más de acuerdo con él, a la par que en la sala cundía algo parecido al abatimiento. Recuerdo a un soldado barbudo que gritaba refiriéndose al sóviet menor: «¡Qué oportunistas!», «¡Hijos de mami!», y exigía: «¡Chjeidze presidente, Chjeidze!». Me imagino la ofuscación mental que debía de reinar en la cabeza de aquel soldado. Líber2 salió a replicarle a Lenin. Pronunció un animado, chispeante, discurso. Sin embargo, sus palabras se diseminaban en el aire como salvado, en lugar de caer como semillas. Partí hacia el frente con el presentimiento de que una imparable fuerza ciega pronto lo arrasaría todo. Ocurrió a principios de junio. Un mes después de celebrado el primero de mayo de nuestra revolución, la ciudad entera seguía eufórica. Las calles bullían con mítines espontáneos. La vida privada empalidecía comparada con las emociones comunes. Me marché y fui a parar a un mundo bien distinto. Viajamos los cinco: Filonenko, Tsipkévich, Anardóvich, yo y, en calidad de secretario, el camarada Vonski, un tipo muy mañoso y alegre nacido en Odessa. 1

Vladímir Zavadie, miembro del comité ejecutivo del Sóviet de Petrogrado, uno de los líderes de la facción SR. 2 Mijaíl Líber (Goldman) (1880-1937) fue uno de los líderes de la facción menchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia.

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Llegamos a Kiev. Allí el Sóviet de los Diputados Soldados luchaba contra los desertores y los ucranianos. El Sóviet de los Diputados Obreros brillaba por su ausencia puesto que en Kiev no había fábricas importantes más allá del arsenal y la planta industrial de Gréter. La bandera nacional, amarilla y azul, ondeaba sobre la ciudad; la Duma estaba protegida por soldados ucranianos, mientras que las calles se llenaban de mítines: los rusos y los ucranianos andaban enzarzados, los judíos ponían las barbas a remojar a la espera del momento en que unos y otros irían por ellos. La situación era ruin, los soldados de los convoyes militares que iban vía Kiev se convertían en ucranianos una vez allí y se quedaban desesperadamente atascados. Continuamos el viaje. Pasado Kiev, la línea férrea acusaba la cercanía del frente. Los pasajeros, igual que frutas en cestas decorativas, se amontonaban en los tejados de los vagones. Íbamos hasta los topes, no había ni un solo sitio libre. Totalmente sobrecargado, nuestro pequeño vagón mixto, el último del tren, daba unos tremendos, demenciales, coletazos. Llegamos a Kamianéts-Podolsk,1 donde, en el edificio de una antigua escuela, se alojaba el Comité Ejecutivo del Frente del Sudeste. Allí encontramos a Moiséenko,2 designado comisario todavía antes... Su primer ayudante era Linde. Eran hombres definitivamente fatigados. La revolución los había desgastado hasta los tuétanos. Hablaban de Sávinkov.3 El tipo se había hecho el amo, hacía y deshacía en el Ejército como ejerciendo una autoridad legítima.

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En el texto se mantiene el nombre histórico de la ciudad, el nombre actual es Kamianets-Podilskyi. 2 Borís Moiséenko (?-1918), histórico miembro del partido SR, después de la Revolución de Octubre, uno de los promotores de la creación de la Comisión Militar del Comité Central del partido SR. 3 Borí Sávinkov (1879-1925), escritor, revolucionario, uno de los dirigentes de la Organización del Combate, unidad terrorista responsable de varios asesinatos políticos en 1904-1905, del partido SR. Dejó de ser miembro del SR en 1911.

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Había establecido días de visita y asumía la iniciativa de actuar. Moiséenko, por su parte, se veía a sí mismo como a un consultor sin más y pensaba que en cuanto los comités recobraran la fuerza, la figura del comisario dejaría de ser necesaria. A decir verdad, parecía poco probable que fuera a llegar el día en que el Comité Ejecutivo del Frente del Sudeste pudiera prescindir del comisario. Sus miembros, voluntarios bastante timoratos, maestros incorporados a filas por casualidad, médicos; todos ellos gente que no buscaba el propio beneficio, eran, sin embargo, poco aptos para tomar las riendas o el timón en plena tempestad revolucionaria. Era un órgano de composición muy heterogénea. Las masas habían delegado en personas de buena reputación que además fueran capaces de hablar y actuar con algo más de criterio que el promedio. Cualquiera con un poco de cultura, a menudo bastaba con que supiera leer y escribir, y que al mismo tiempo no fuera oficial, pasaba de un comité a otro de modo casi automático hasta acabar, antes o después, en el comité del frente. De ahí el gran número de judíos en los comités, puesto que de los llamados intelectuales solo los judíos eran soldados rasos cuando estalló la Revolución. En general, los miembros de los comités eran gente sin soluciones, gente que comprendía la imposibilidad de levantar algo apoyándose en sus propios recursos, por eso su actitud era defensiva. La retaguardia los asustaba. Sin la sensación de estar atada de pies y manos por los alemanes, de los cuales no había por dónde huir en el frente, igual que no se puede escapar de la presión atmosférica, la retaguardia en aquel momento minaba el frente, lo erosionaba, liquidaba la gigantesca fábrica llamada ejército para sumirla en un caos creciente. En esta fábrica cada individuo normalmente hace muy poco, sin embargo, si deja de realizar su pequeña labor, el resultado es catastrófico. Entonces se hablaba más que nunca de la ofensiva. Parecía igual de irremediable que la llegada de la noche al acabarse el día. Y no tanto porque la deseara Kérenski, pese a que para los soldados representara la personificación del entusiasmo revolucionario, sino porque —y la percepción era común— no se

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puede llamar a filas a todos los hombres útiles, apartarlos de sus quehaceres habituales y dejarlos petrificados con el puño alzado y presto a golpear. El Ejército o bien debe combatir o bien batirse en retirada y disolverse. Por el momento, la decisión era luchar. Todos sabían que la ofensiva se llevaría a cabo incluso si todos y cada uno hubieran dicho: «¡Por mí, mejor que no!». En los comités se encontraban a veces hombres de partido, bundistas,1 SRs, mencheviques. Estos últimos casi todos seguidores de Plejánov.2 La figura del miembro del comité de corte bolchevique aún no había entrado en escena. Muy rara vez accedía al comité algún soldado ajeno a la onda del pensamiento intelectual-socialista, una de esas «bestias salidas del abismo» con su discurso lúgubre, embrollado y, sin embargo, comprensible. Esos sujetos se definían como bolcheviques, en su mayoría eran utilitaristas, es decir, gente lejana a la idea del sacrificio propio y por lo tanto de imposible encaje en el frente, donde todos eran víctimas. Si hubiera que definir su auténtica esencia, lo más exacto sería tildarlos de stirnerianos.3 Tenían ya cierta influencia en la tropa, pero no gozaban del respeto general. El bolchevismo de masas surgiría más tarde como resultado de la desesperación, como argumentación verbal de la renuncia total, incluso de la renuncia a defenderse. Me refiero al bolchevismo de guerra.

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Partidarios o miembros de la Unión General de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia, conocida como Bund, que significa en alemán federación o unión. Un movimiento político judío socialista creado a finales del siglo xix en el Imperio ruso. El bundismo se contraponía al sionismo y centralismo de los bolcheviques. 2 Georgi Plejánov (1856-1918), revolucionario ruso, se le considera el fundador del marxismo ruso. En el período descrito, Plejánov era partidario de la «guerra hasta la victoria final », posición que recibió el apoyo de parte de los mencheviques. 3 Max Stirner (nombre real: Johann Kaspar Schmidt) (18061856), filósofo alemán que anticipó ideas básicas del nihilismo, el existencialismo, el postmodernismo y sobre todo del anarquismo individual, haciendo hincapié en el egoísmo o solipsismo moral.

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Pero de momento los regimientos todavía se mantenían aferrados a la ideología cándido-revolucionaria, a La Marsellesa, a la bandera roja y, sobre todo, gracias a la gran inercia de una concurrencia humana tan enorme como es el Ejército, a los hábitos y trazas residuales del modo de vida militar. Los portavoces de esta comprometida base del ejército revolucionario eran los comités y, en primer lugar, los comités superiores. Su objetivo prioritario era preservar el Ejército. No tenían ni idea de cómo lograrlo y esperaban la tormenta, la temían y no sabían si lo suyo sería luchar contra ella; ni tan siquiera hubieran atinado a expresar la naturaleza de esa tormenta, por eso iban con tanto tiento mientras trataban de mantener en pie aunque fuera aquel ejército de circunstancias, que era cuando menos capaz de defenderse. La ofensiva flotaba en el aire, como luego lo haría la espera del golpe bolchevique. Teníamos prisa por llegar al frente. Nuestro automóvil pasó por delante de la vieja fortaleza turca, enfiló a toda marcha una carretera secundaria y dejó atrás Kamianéts y el bello anillo de agua circundante. La carretera se retorcía en curvas cada vez más bruscas mientras trepaba por abruptas colinas. Un puente alto y estrecho colgaba sobre el río. Aquella ruta me era conocida. En cierta ocasión, conduciendo por allí, había estrellado el coche; ahora, en cambio, me tumbé en el suelo del vehículo para echar una cabezadita. Íbamos a una velocidad suicida, tanto que al amanecer ya casi estábamos en Chernivtsi. La blanca ciudad sobre las laderas, algo parecida a Kiev pero muy polaca, con su animado comercio, era la sede del Estado Mayor y del comité del Octavo Ejército, a las órdenes del general Kornílov.1 Nos asignaron un buen alojamiento que se había salvado de los saqueos. Tomé, interesado, el rotativo militar local. Tenía un aspecto gracioso. De su lectura se podía concluir que la cuestión principal del momento era la lucha del comité de la guarnición de Chernivtsi con el Comité del Ejército con base en 1

Lavr Kornílov (1870-1918), general del Ejército ruso, comandante en jefe del mismo en 1917, en agosto de ese año intentó organizar un golpe de Estado, pero fracasó.

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la exigencia de refuerzos para el frente. La correlación de fuerzas políticas era casera y simplona: los kadetes,1 adheridos a la plataforma del Sóviet de Petersburgo, es decir, a los demócratas constitucionales de Zimmerwald;2 los bolcheviques, partidarios de la guerra defensiva, los mencheviques, seguidores del programa agrario de los SRs y, como remate definitivo, hasta los socialistas-individualistas. Más tarde supe que dentro del Ejército todos estos grupos chapuceros no significaban nada, lo mismo que los no tan chapuceros. No eran los partidos quienes gozaban de autoridad moral, sino el Sóviet de Petersburgo; él y solo él. Todos lo reconocían, lo habían hecho depositario de su confianza y se habían comprometido a seguirlo. Claro que, a decir verdad, el Sóviet estaba tan quieto que seguirlo era como no ir a ningún sitio. La parada en Chernivtsi fue más bien corta. Filonenko expuso su primera ponencia y ahí surgió la primera desavenencia entre nosotros. Ante el Comité del Ejército pronunció un discurso informativo en el que básicamente comentó la política exterior pintando de colores rutilantes las relaciones entre la Rusia revolucionaria y sus aliados. Fue de tan poca conciencia, e incluso tan desventajoso desde el punto de vista práctico —más que nada porque no se puede engañar a la gente para siempre y de la misma forma—, que le envié una nota señalándole la inconveniencia de aquella clase de afirmaciones. Entonces cambió bruscamente el rumbo de su discurso y atacó con saña a la burguesía y la idea de que sin ella el progreso era imposible. Dio el giro entero con gran aplomo y sin que pareciera incongruente con lo antedicho, así que dejó en el comité la impresión 1 2

Miembros del Partido Democrático Constitucional. Es decir, participantes de la Conferencia de Zimmerwald celebrada en septiembre de 1915 en Zimmerwald, Suiza, donde se reunió la izquierda socialista que se oponía a la Primera Guerra Mundial. El párrafo demuestra la confusa percepción del panorama político en el frente, ya que los kadetes en realidad apoyaban la guerra hasta el final, mientras que los socialistas de izquierdas luchaban por finalizar la guerra cuanto antes.

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de haber asistido a una serie de revelaciones privilegiadas y a la aclaración definitiva de cualquier duda. No obstante, en aquel momento la cuestión de la información no era prioritaria para el comité. Se sabía que la ofensiva era inminente y entre los representantes de las unidades militares se realizaba un sondeo para averiguar hasta qué punto estaban resueltos a combatir. Las respuestas eran farragosas; sobre todo me acuerdo de una: «No sé si los comités de las compañías entrarán en combate, pero el comité del regimiento luchará, ¡seguro!». Y ahí no acababa la cosa. Se quejaban del «carácter incompleto» de las unidades, es decir, había compañías que no tenían más de cuarenta soldados1 y aquellos cuarenta estaban además enfermos y descalzos. Tan solo el representante de la llamada División Salvaje,2 integrada por montañeses del Cáucaso, contestó convencido: «Iremos cuando haga falta y contra quien haga falta». Kornílov trataba de aportar consideraciones positivas. Sus argumentos se resumían en que pese al «carácter incompleto» de las unidades, en el lugar previsto para atacar contábamos con una superioridad numérica de cinco a uno sobre el enemigo y que las misiones bélicas se adjudicarían en función de los recursos reales de las unidades. ¡Y es que había divisiones de tan solo novecientos hombres! Los recelos de los soldados a que les adjudicaran las misiones basándose en los nombres de las unidades en vez de en el número real de bayonetas no eran infundados. No faltaban precedentes, aunque fueran del antiguo régimen, como el de aquel regimiento de infantería que fue sustituido en el campo por uno mixto de caballería con cinco veces menos efectivos. Había otra queja común, presente en todas las ponencias y, claro está, Kornílov no tenía respuesta. Se trataba del abandono total de los regimientos, de su lacerante aislamiento. Algo sabía yo de aquel frente y no me costaba imaginar la congoja del sol-

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Según la normativa, durante la guerra los efectivos de una compañía de infantería deberían constar de entre 200 y 250 soldados. 2 División de caballería indígena del Cáucaso compuesta por montañeses musulmanes. Durante los tiempos de paz se disolvía.

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dado en la trinchera, desde la que ni siquiera se ve al enemigo y todo se reduce a la nieve en invierno y a los hierbajos en verano. En la reunión se hizo público un informe muy detallado sobre los contingentes y el armamento disponibles. Tan solo se quedó sin nombrar el punto de ataque, aunque nadie dudaba de que sería Stanislávov.1 Causaba extrañeza presenciar una discusión tan pormenorizada sobre el despliegue operativo —se hablaba de las carreteras, de la cantidad de armas, etc.— en una asamblea de más de un centenar de personas. El principio democrático del debate aquí había sido llevado al absurdo; aunque todo es perfectible, como se demostraría enseguida: la víspera de la ofensiva se reunieron en Stanislávov todos los miembros de los comités de las divisiones de choque, es decir, de todo un Cuerpo de Ejército, y ahí no solo siguieron discutiendo sobre pormenores, sino incluso sobre si atacar o no. Así que para qué voy a decir nada de los mítines en las trincheras, a veces celebrados a cuatro pasos del enemigo. Ahora que lo pienso, eso no me parecía tan raro entonces. Tampoco creo que Kornílov fuera consciente de lo desesperado de la situación. Antes que nada era un militar. El general que iba al ataque, que se abría paso revólver en mano. Su percepción del Ejército era similar a la que un buen chofer tiene de los automóviles. Al chofer le preocupa más el estado de la máquina que el de sus ocupantes, le importa que el motor rinda, que el coche corra… Lo que le importaba a Kornílov era que las tropas lucharan. No dejaba de sorprenderle la peculiar manera revolucionaria de preparar la ofensiva. Se esforzaba en convencerse de su validez para afrontar el combate. Igual que el chofer que, sin demasiada fe en el experimento, prueba una mezcla nueva, y que, por poco que le funcione, es capaz de entusiasmarse con la idea de poder viajar a base de carburo de calcio o aguarrás. No fue la primera vez que me encontraba a Kornílov en el Ejército. Lo había visto en abril, cuando los regimientos de

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En el texto se mantiene el nombre histórico de la ciudad, el nombre actual es Ivano-Frankivsk.

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Petersburgo se rebelaron contra Miliukov. Entonces nos había exigido por teléfono que la división aportara unos cuantos automóviles blindados; pero nosotros habíamos votado unánimemente que solo obedeceríamos órdenes directas del Sóviet. Así que la resolución fue: «No tomar en consideración». Yo fui el encargado de comunicársela. Kornílov hablaba muy bajo, era evidente que se sentía incómodo en su papel de comandante en jefe sin tropas, desconcertado por el estancamiento de aquella situación que no entendía a quién podía convenir. Le molestaba verme en el Ejército; después se resignó a mi presencia, pero siempre me tuvo por un chiflado. En aquel momento el comité tenía toda su fe depositada en Kornílov, y cuando este tomó la palabra tras el informe presentado por los oficiales del Estado Mayor, su intervención fue recibida con gran entusiasmo. Pero a nadie le gustaban los «hombres de Kornílov». Así llamaban a los del primer «batallón de la muerte», formado íntegramente por voluntarios, en su mayoría soldados de las secciones técnicas o incluso de los departamentos administrativos dispuestos a luchar en primera línea. Puedo atestiguar que en el combate el batallón era igual de bueno que los mejores regimientos de antes. Pero estos batallones de choque, que ya se hacían coser en las mangas de sus guerreras calaveras y tibias cruzadas, no solo rompían la uniformidad, sino que despertaban en el soldado (perceptivo y suspicaz por naturaleza), la sospecha de que dentro del Ejército, antes unido, se estaban creando secciones especiales de corte policial. Los miembros más leales de los comités estaban en contra de los combatientes de choque que, además, apestaban a agravio comparativo. Se rumoreaba que cobraban sueldos suculentos y vivían en condiciones privilegiadas. También yo reprobaba radicalmente el hecho de que para formar los batallones de choque se despojara a los regimientos convencionales de sus elementos más capaces y dinámicos, los de mayor competencia práctica o preparación cultural: los hacía escapar de los regimientos la angustia de observar día tras día el inexorable proceso de degradación en que desde hacía un tiempo había entrado el Ejército. Se iban, pues, de donde más falta hacían, pues en los

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regimientos se les necesitaba más que en cualquier otra parte, como la cecina necesita la sal. Los comités censuraban sin piedad a los «hombres de Kornílov» y, disculpándose, dejaban una sensación más bien lamentable. A ese respecto me vienen a la memoria los batallones femeninos; no cabe duda de que eran un ultraje al frente, un agravio comparativo concebido e incubado a propósito en la retaguardia. Me di un garbeo por Chernivtsi. Una población aseada, en cierto modo parecida a Kiev. Buena comida, al estilo europeo, más refinada que la nuestra. Los soldados no habían saqueado la ciudad; en la casa donde me alojaba incluso había objetos de plata, cojines, alfombras. Era la típica residencia señorial, de rancios terratenientes. Los tranvías funcionaban con normalidad, la gente no se colgaba de los estribos y pagaba por el viaje. De la ciudad partían refuerzos hacia el frente, aunque algunos provenían de la retaguardia, y cuando llegaban deterioraban y mucho los regimientos locales. En general, desde el punto de vista del estado de la guarnición, la ciudad era casi perfecta. No obstante, todo aquello no se sustentaba en la observancia de una planificación metódica (que mal podría reclamárseles a unos hombres que todavía no habían vivido la revolución a fondo), sino que más bien dependía de algo tan frágil y azaroso como las buenas intenciones. Filonenko y su secretario Vonski, un tipo alegre, robusto, a su modo muy buena gente, increíblemente enérgico y agudo, permanecieron en Chernivtsi. Anardóvich y yo nos trasladamos al frente, donde el inicio de la ofensiva era cuestión de horas. Y otra vez comenzaron a correr al encuentro de mi automóvil los muy familiares campos de Galitzia, sus tan polacos cementerios con las melodramáticamente enormes cruces sepulcrales, las lápidas judías pintadas y cubiertas de hierba seca, las estatuas de mármol carcomidas por el viento y las lluvias. Desde los cruces de carreteras me saludaban los entrañables crucifijos ortodoxos pintados de azul y los santos plantados en las diagonales. Pese a los bruscos zigzags y a su estrechez, la pista era lo bastante lisa y transitable.

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