Mexicanas. Trece narrativas contemporáneas

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MEXICANAS TRECE NARRATIVAS CONTEMPORÁNEAS LAURA BAEZA

ANTOLOGADORA


MEXICANAS TRECE NARRATIVAS CONTEMPORÁNEAS


Lola Ancira

Nació en Querétaro en 1987. Es licenciada en Lenguas Modernas en Español por la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha publicado ensayos, cuentos y reseñas literarias en diversos medios electrónicos e impresos como Tierra Adentro, Laberinto, El Cultural, La Jornada Semanal y Punto de Partida. Es autora de Tusitala de óbitos (Pictographia Editorial, 2013), El vals de los monstruos (FETA/Fondo Editorial de Querétaro, 2018; Fondo Blanco, 2020) y Tristes sombras (Editorial Paraíso Perdido, 2021). Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa Jóvenes Creadores del FONCA. Su obra ha sido antologada, entre otros libros, en CuatroCuatroDos: Narradorxs Queretanxs (Palíndroma, 2020), y El ensayo 2 (UNAM, 2021). Coordinó, junto con Miguel Lupián, la antología de cuento fantástico Gabinete de historias extraordinarias (Universo de libros, 2019). Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2019 como uno de los ocho talentos


mexicanos para su programa literario ¡Al ruedo! “Oficio de difuntos” recibió mención honorífica en el XLIX Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés.


Oficio de difuntos

Josefina llevaba gran parte de la tarde en la cocina. Eran las seis y todavía no terminaba. Le quedaban dos horas de luz natural. De sus setenta años, más de sesenta los había pasado frente a la estufa picando, cortando, asando, moliendo. Esa noche estaba usando la xoctli, su olla de barro favorita. El maíz ya tenía rato hirviendo y estaba a punto de reventar. Se asomaba, veía bullir el agua y la cabeza de ajo, los huesos de cerdo, el tomillo y las hojas de laurel dando vueltas. El vapor del caldo le daba de lleno en el rostro. Su piel color canela había adoptado el olor de las especias, y cambiaba conforme avanzaba el día: en cuanto despertaba, antes del amanecer, y puntual como un mirlo, emitía aroma de albahaca. Después de preparar el desayuno y ducharse, el olor de la crema hidratante rosa se mezclaba con lo dulzón del eneldo. Junto

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con la oscuridad, y en noches de tristeza, su esencia se tornaba sombría y despedía chispazos de laurel. Si las tinieblas eran gratas, su alma ufana expedía la frescura de la menta. Cuando sus sobrinos estaban pequeños, decían que llevaba un campo dentro. Buscaban entre sus ropas, en los bolsillos de los mandiles, mas nunca encontraban hierbas. Ella reía divertida al verlos tan intrigados. Poco a poco se fueron acostumbrando a su Madre Bosque, como la llamaban. Su herencia fue la habilidad para cocinar, condimentar y sanar su vida y la de los otros. Pasaba más tiempo frente al fogón que en cualquier otra parte. Si debía salir, nunca regresaba con las manos vacías: en su camino de asfalto o arena buscaba, afilando la mirada casi perfecta, plantas y brotes que fueran de utilidad. Entrecerraba los ojos para ver mejor la hierba del golpe, que se anuncia por sus flores moradas; los dientes de león, el llantén con sus hojas amplias similares a la espinaca, las hojas largas y delgadas de la lengua de vaca. Infusiones, cataplasmas, menjurjes. La cocina construida con tablones de madera acumulaba repisas con frascos de diversos tamaños que contenían líquidos claros u oscuros y

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cajitas de metal de mazapán Toledo, de sal de uvas Picot y de galletas coleccionadas desde la infancia. Abundantes manojos verdes colgaban de cabeza. Que la apodaran Bruja dejó de importarle luego de que gran parte de sus vecinos y conocidos comenzaron a acudir a ella para tratar algún mal del estómago, las vías respiratorias o hasta la sangre con sus yerbas curativas. Antes de pensar en visitar a un doctor, lo primero que hacían era mandar por el remedio con la Bruja. Que su hogar se erigiera frente al panteón San Francisco alimentó el mito. La familia de Josefina fue una de las primeras en fincar alrededor del camposanto. Más de medio siglo atrás, los terrenos a diez minutos de la playa a precios irrisorios atrajeron a muchos. Una estrecha construcción de dos pisos en la parte trasera albergaba cuatro habitaciones y una estancia-comedor. Los baños y la cocina se instalaron fuera, entre jardines, por resultar más conveniente. Los hombres se dedicaban a la pesca; las mujeres, al hogar. Conforme crecían, formaban sus propias familias y se acomodaban ahí mismo. La vivienda llegó a albergar a más de tres matrimonios con sus respectivos hijos. Siete décadas después, aquel

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hogar improvisado había quedado casi desierto. Muchas veces le preguntaron si no había pensado en marcharse también, y la respuesta era otra pregunta: “¿A dónde?”. Tampoco le interesaba cambiar de sitio. Aseguraba que podría tener la colonia entera y, aun así, faltarle espacio. Tan sólo pensar en abandonar su jardín, que cuidaba con tanta dedicación, le daba pesar. Cualquiera que llegara a esa casa quitaría el planterío para echar cemento y construir. A ella misma le había tocado defender su pedazo de tierra para evitar que edificaran sobre su santuario. El maullido de un gato gris al bostezar la hizo mirar el reloj. Seis cuarenta de la tarde. Después volteó a ver al animal, que se enarcaba para desperezarse de un largo sueño. Estaba sobre la silla pequeña que había usado por última vez Dalia, la menor de sus nietos. Sobre la mesa, pegada a la pared, se había convertido en la cama perfecta para Miztli, su eterna compañera. Nadie lo sabía, pero Miztli no siempre había sido la misma gata. Al recoger el diminuto amasijo de piel, huesos y carne en uno de sus rondines por el cementerio, supuso que moriría esa misma noche. La sorpresa fue que recobró fuerzas y vivió más de veinte años.

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No quería deshacerse de su cuerpo. Le parecía una traición. El huerto de su madre, siempre rebosando vida y verdor, le pareció el lugar más adecuado. Esperó a que no hubiera nadie rondando para enterrar el cadáver encogido y agarrotado. Las siguientes semanas, su madre presumió que sus tomates y espinacas tenían más sabor que nunca. Para no levantar sospechas, Josefina anduvo durante horas por las calles del centro hasta que se encontró un gato muy parecido. Sin darse el tiempo de revisar el sexo, se lo llevó. Entre su familia, la versión fue que aunque Miztli había estado muy enferma, se había repuesto con las infusiones de aceite de coco y tomillo. Más allá de algunas frases de asombro sobre lo mucho que había vivido la gata, en las raras ocasiones en que ésta se dejaba ver, su longevidad no alertaba a nadie. Cuando su madre dejó de hacerse cargo del huerto por la vejez, Josefina cambió las hortalizas por algunos árboles frutales. Las hierbas ocuparon macetones de barro que comenzaron a multiplicarse en los alrededores hasta que lograron salir por la reja oxidada e invadir la banqueta. La Miztli actual maulló pidiendo comida. Josefina tomó una lata de atún de una de las

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alacenas y, finalmente, tomó asiento. Sirvió la comida en un platito sobre la mesa. Mientras acariciaba el lomo del animal, sintió el cansancio de la jornada caer sobre sus hombros al tiempo que la oscuridad comenzaba a entrar por las ventanas y reptar por las paredes. Había empezado a preparar el pozole después de que Dalia se fue con dos amigas a Playa Olvidada porque estaban festejando el cierre del ciclo escolar. Solían celebrar los cumpleaños con el caldo de maíz, pero ese viernes Josefina quería sorprender a su nieta. El reloj marcó las siete. Dalia había dicho en la última llamada que llegaría a más tardar a las nueve, que tomaría un vocho rumbo a Playa Olvidada con sus amigas porque una de ellas vivía allá. Su abuela, desde su eterno sitio delante del fuego, le pidió que se cuidara y se divirtiera. Mientras la manteca se freía, tomó la licuadora. Vació una taza de agua, cebolla, ajo, tomate verde, chile poblano, chile serrano, acelgas, epazote, cilantro, pepita de calabaza, comino y sal. Detuvo el estrépito del aparato al recordar de pronto la mejorana. Sacó un frasquito de cristal que antes contuvo mermelada y sacó unas hojas. Licuó de nuevo.

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Evocó que, al terminar la primaria, celebró con un refresco en envase de vidrio. Tenía que regresar a ayudar a su madre a preparar las tostadas y los tacos que venderían por la noche. No le importó perderse la fiesta con su grupo. Lo que le dolió fue dejar la secundaria en el primer año porque su papá desapareció en el mar durante una tormenta, y tenía poco que sus hermanos, junto con sus familias, se habían ido de la ciudad. El trabajo de las noches y los preparativos durante el día la consumieron. Sacó las tostadas que había escondido días antes y comenzó a cortar la lechuga, los limones, la cebolla y los rábanos mientras Miztli se restregaba entre sus piernas. Puso a freír la salsa en la manteca hirviendo. Luego salió a buscar dos aguacates maduros. Al palpar los frutos negros pensó en lo bueno que sería tener a sus padres sepultados ahí, abonando su bosque inserto en plena bahía, mas sus muertos más queridos no estaban con ella. El mar se había tragado a su padre, y el cuerpo de su madre, contraído por la artritis, estaba enterrado en una solitaria tumba. Con cuidado, sacó los trozos de pierna de cerdo hervidos y los dejó enfriar un rato. Des-

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menuzó la carne y la devolvió a la xoctli. Luego agregó la salsa. Tanto dentro de la cocina como fuera, no quedaba más que esperar. Prendió la radio que tenía el mismo tiempo con ella que Dalia. Nunca le había gustado la televisión. Además, la única que habían tenido en casa era acaparada por los partidos de futbol o las telenovelas, y ni uno ni otro le interesaban. Prefería leer sus libros, volúmenes de una enciclopedia incompleta que su padre había comenzado a pagar en plazos hasta que, en el sexto tomo, amenazó al vendedor para no volver más. Tras dejar la escuela, el número 3, de plantas y flores; el 4, de botánica, y el 5, de ciencias y biología general, se volvieron sus manuales. A las ocho apagó la flama. Tapado, el caldo duraría caliente un poco más. A las nueve prendería de nuevo el fuego para que el pozole estuviera a punto al llegar su nieta. Limpió la mesa, colocó los platos y los cubiertos. Luego buscó los caballitos, la noche ameritaba el mezcal que tenía curado con damiana. Con sólo tocar la botella se activaron sus glándulas salivales. El olor a carne y especias invadía la cocina. Se sentó de nuevo y vio a Miztli salir ágil por la puerta para iniciar su paseo nocturno.

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Tomó una hoja de rábano y la examinó con cuidado. Conforme iba envejeciendo, notaba un cambio en la clorofila. También en el grosor de las hojas. No era algo de su tierra o sus plantas, sino en general. Si tocaba las de alguna maceta del vecindario o de colonias aledañas, era lo mismo. Los aromas se habían vuelto menos intensos. Sus propias esencias iban perdiendo fuerza, ahora en raras ocasiones emitía algún olor, sobre todo si experimentaba emociones fuertes. Algo le ocurría a la vegetación. Incluso llegó a pensar que quizá el problema estaba en ella, en sus ojos, en sus manos, en su olfato. Ocho treinta. El tiempo se alargaba tanto. Abrió la botella y se sirvió en uno de los caballitos. Tomó una naranja del frutero y la cortó en rodajas. Un regusto dulzón opacó lo ardiente de la bebida. Luego vino la frescura propia de la damiana. Mordió una rodaja de naranja y lo cítrico se unió al coctel de su boca. Josefina sintió calma en cuanto el líquido recorrió el camino hasta su estómago. «Unir mente y corazón, purificar el cuerpo», repetía tras cada sorbo. Llenó de nuevo el caballito en tres ocasiones. Sintió sus hombros hundirse aún más por el cansancio de años, no sólo el de esa tar-

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de, y se fue adormeciendo mientras el jacal se refrescaba con la oscuridad. El pequeño vaso cayó de su mano y el contenido mojó su falda. Durante su infancia, su madre estaba feliz de vivir frente al panteón porque quería que la enterraran ahí cuando llegara su hora. “Así —decía—, no tendrán más que cruzar la calle para visitarme, y desde ahí los voy a estar cuidando”. Lo que ella no sabía era que, para entonces, el panteón estaría ya a su máxima capacidad y no se permitiría excavar tumbas nuevas, así que terminó en el San Crispín. Antes del entierro, Josefina le cortó algunos mechones de cabello y uñas para enterrarlas entre las raíces de sus plantas. De joven, la visitaba cada domingo y le llevaba un ramo hecho con sus propias flores. Las visitas se fueron espaciando hasta que el dolor en la rodilla derecha se volvió tan intenso que caminar más de cuatro cuadras era un suplicio. Diez cincuenta. Josefina abrió los ojos de repente y se descubrió en la penumbra. Sintió un dolor punzante en el cuello y se pasó la mano por la nuca para tratar de aliviarlo. Miró el reloj en su celular y la pantalla no mostró notificación alguna. Aunque se alertó por la hora, trató de tranquilizarse pensando que Dalia

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seguía celebrando sin notar lo tarde que era. Lo único que Josefina sabía hacer con su rudimentario celular era recibir y hacer llamadas, así que marcó el teléfono de su nieta, uno de los escasos números registrados. El sonido de llamada se extendió hasta que escuchó varias veces el buzón de voz activarse. Se quedó mirando los sepulcros más altos del San Francisco, donde los fantasmas estaban tan viejos y cansados que ya no espantaban, frase que ella repetía si un parroquiano mostraba temor del camposanto. Les hablaba de los espíritus de cientos de quemados del teatro incendiado hacía más de cien años, de Raulito, un bebé que obraba milagros; de las madres que fallecieron un 10 de mayo en un accidente de carretera cuando viajaban para celebrar su día en otro municipio. “Espíritus exhaustos e inofensivos. Miedo hay que tener de los vivos”, aseguraba. Acompañada por unas moscas zumbando sobre la verdura picada, siguió marcando el número hasta que su brazo izquierdo y su oreja se entumieron. Pensó qué más hacer, a quién contactar. En la policía le dirían que tendría que esperar a que apareciera el cuerpo de su nieta, nunca actuaban. Ya no había taxis en

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servicio y caminar los casi tres kilómetros que la separaban de su nieta era una proeza imposible. Salió sin pensar siquiera en cambiarse las sandalias de plástico por los zapatos de tela. Diez minutos después, regresó cojeando por el dolor insoportable en la rodilla. Tuvo que pasar dos veces sobre una banqueta en la que un grupo de hombres bebía. La mayoría guardaba silencio ante su presencia, mas había quienes le escupían un “pinche Bruja” al estar cerca. A veces, hasta les prohibían a sus esposas, madres o hermanas acercarse a la casa de Josefina, orden que tarde o temprano terminaban por desobedecer, pues tenía fama de tratar cualquier tipo de mal con sus hierbas. Incluso tenía un brebaje especial para las mujeres embarazadas que no querían tener al bebé: ése era uno de sus secretos mejor guardados. Tras la muerte de su madre, dejó de poner mesas en la calle y prender focos amarillos, de encender el comal y dorar tortillas. El luto se volvió permanente al descubrir que el color negro aminoraba el calor tropical, y se dedicó por completo a la herbolaria; hierbas frescas y secas, semillas, raíces, hojas y flores invadieron su hogar. Le llamó a su comadre y le pidió de favor que le mandara a su hijo en la camioneta porque

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tenía que salir a buscar a su nieta. La mujer, alarmada, le dijo que éste había salido de la ciudad, regresaría hasta el domingo. Luego trató de calmarla asegurándole que la muchacha estaba bien, que llegaría de un momento a otro. Josefina colgó. A Dalia la encontró como a sus gatos, en una de sus constantes expediciones por los alrededores del cementerio. Esa mañana sofocante, le llamó la atención que unos perros movieran la cola cerca de un bulto en una bolsa de plástico negra. Su instinto la hizo tomar un palo y agitarlo mientras se acercaba. Los perros huyeron. Al aproximarse un poco más, notó que el bulto se movía. Pensando que era una camada de miztlis, abrió la bolsa. Dentro había un bebé de días de nacido. Tomó el bulto y regresó de prisa a su bosque. Su celular comenzó a sonar en cuanto cortó la llamada anterior. La pantalla anunciaba “Dalia”. Sus nervios se dispararon al intentar oprimir el botón verde y el celular cayó al suelo. Lo levantó y la llamada seguía esperándola. Contestó, mas no escuchó la voz de Dalia del otro lado, sino el oleaje intenso del mar alebrestado por la luna. Poco a poco comenzó a identificar voces. Se esforzaba por entender

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lo que decían, sin embargo, estaban a una distancia considerable. Sólo logró distinguir las voces de dos hombres y dos mujeres. Clavó la vista en la tina de metal donde colocaba los trastes limpios, la que llenó con agua tibia, romero y manzanilla para bañar a Dalia por primera vez. La llamó así porque su cabello delgado y claro tenía el color de su flor favorita. La alimentó con papillas y leche de fórmula que le regaló su comadre. No había por qué sorprenderse, la niña era hija de uno de sus sobrinos que vivía en la Ciudad de México. Se la había mandado para criarla en provincia. En un esfuerzo por mantener viva su lengua materna a través de lo poco que podía recordar, Josefina la enseñó a llamarla sijtli, no madre ni abuela. Doce quince. La llamada llevaba diez minutos en curso cuando pudo identificar las voces. Tenía los ojos cerrados y la radio apagada para evitar cualquier interferencia. Quería escuchar cada detalle. Sabía que las mujeres eran Dalia y su amiga, que uno de los hombres era el hijo del mecánico, compañero de escuela y vecino. Era imposible confundir la voz grave y su apodo, el Cuija. Josefina se volvió de piedra al alcanzar a escuchar que las apedrearían porque las acusaban de ser lesbianas.

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Los ojos miel y las pecas de Dalia fueron motivo de burla entre los otros niños. Josefina le dijo que amenazara a cualquiera que la molestara diciendo que su sijtli se encargaría de ellos. La mujer de rostro duro, de ropas holgadas y negras, se cubría la cabeza con un velo oscuro para llevarla y recogerla, lo que reforzaba la amenaza. Sólo Dalia y los hijos de sus clientas sabían que la Bruja era inofensiva, que la Madre Bosque, como la seguían llamando los más pequeños, era buena. —¡Sijtli! —alcanzó a escuchar entre gritos desesperados la angustia desbordada de aquella voz. —¡Tráete más piedras, cabrón! —gritó el Cuija. Sin soltar el teléfono, Josefina se puso de pie. Se sentó de golpe al sentir una punzada en la cabeza tan fuerte que casi pierde el sentido. Seguía aferrada al aparato, al llanto, a los gritos. Luego, un rechinar de llantas. Imperó el silencio. Vio la pantalla del celular para cerciorarse de que la llamada siguiera en curso. El nombre de Dalia en letras grandes seguía ahí. Cinco minutos después, la llamada terminó como inició, con el sonido del oleaje enfurecido.

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Josefina tomó su bastón para ir al ayuntamiento. Recorrer el kilómetro que la separaba de la justicia le tomó menos de lo habitual. No se detuvo por el dolor ni en los semáforos, avanzaba como si de ello dependiera su propia vida. El guardia apostado en la entrada principal, tan viejo como ella, le dijo que las oficinas abrían hasta las nueve, que regresara a su casa y volviera después. Josefina se sentó a esperar en las escaleras de cemento. Minutos más tarde, el guardia le aseguró que si no se iba, llamaría a una patrulla. Josefina respondió que eso era justo lo que necesitaba. Los oficiales no entendieron las palabras atropelladas de la mujer. Rompió en llanto mostrándoles el celular, pidiéndoles que escucharan la llamada de su nieta en la que claramente uno de sus vecinos terminó con su vida. Uno de ellos se rio con fingida discreción al señalar que estaba ebria, mientras el otro soltó que, si no quería irse a dormir a su domicilio, la llevarían a un albergue. Desesperada, pidió hablar con el gobernador, asegurando que lo conocía. La pareja de policías optó por ignorarla. El guardia, sentado en su silla, poco después comenzó a dormitar. Josefina se mantuvo erguida en los escalones

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pensando en una sola cosa hasta que el canto de las aves citadinas anunció el alba. No echó en falta su chal porque el dolor y la rabia la calentaban. Vendedores ambulantes de tamales y jugos comenzaron a invadir las esquinas. No tenía hambre ni sueño. Entró en cuanto abrieron la reja y preguntó en dónde denunciar un asesinato a cuantas personas encontró. Los que le prestaban atención respondían con parcos «aquí no es», otros le pedían que saliera. Una joven se le acercó. La llevó afuera, la subió en un taxi y le dijo que debía poner la denuncia en la agencia del Ministerio Público, que el auto la dejaría ahí. Le sonrió, le tocó el hombro y con la otra mano le entregó un billete de cien pesos. Interponer la denuncia significó otro suplicio. La única prueba que tenía era la llamada, la cual no había grabado. Ella insistía en que debían encontrar la forma de acceder a la evidencia. Aún escéptico, el funcionario que la atendió tomó su declaración porque la mujer era persuasiva y porque era la primera esperando ser atendida. Además, otro de los compañeros aseguraba que era la Bruja, la señora hierbera que trataba la hipertensión de su madre. Ella insistía en hablar con el gobernador. Le dijeron que era suficiente con la denuncia, que

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trabajarían en el caso cuanto antes. Le pidieron que se quedara tranquila y que se fuera a descansar. Con el resto del dinero que recibió por la mañana, tomó otro taxi para volver a su hogar. Caía la tarde cuando entró a la cocina. La recibió el zumbido incesante de las moscas y el olor acedo de la carne y el caldo. Fue vaciando de a poco el contenido en un bote de plástico que después arrojó en la coladera. Los restos sólidos los tiró en una bolsa de basura. Habían transcurrido casi veinticuatro horas sin que probara alimento. En el ministerio aceptó una botella de agua. Sin embargo, no tenía hambre ni sed. Tampoco estaba cansada. La rodilla, que tendría que estar matándola, no le dolía. Era como si, a lo largo de la jornada, se hubiera convertido en uno de los fantasmas que deambulan por el San Francisco. No dejaba de escuchar los gritos de Dalia, los ruegos, entre las olas. El odio en las voces de los otros. Trató de comprender la razón. La noche cayó de nuevo y el trance la llevó a recostarse a su habitación. El domingo despertó casi al medio día. Se convenció de estar viva porque los dolores habían vuelto y el estómago le ardía por falta de

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alimento. Percibió un aroma agrio y notó que venía de su pecho. Nunca antes había pasado. Se dio un regaderazo. Al secar su piel apergaminada, el olor a ruda persistía. Entró a la cocina y vio a Miztli durmiendo sobre la pequeña silla. Tomó dos huevos de la canasta de metal y los frio con aceite de oliva. Una pisca de sal y otra de pimienta negra. Un poco de cebolla y perejil. No prestó atención a los olores. Se sentó a comer y descubrió que el primer bocado no tenía sabor. Pensó que no había revuelto el huevo bien y tomó otro bocado. Lo mismo. Roció el resto con sal y probó de nuevo. Nada. Su celular no anunciaba llamadas perdidas. Buscó una figurilla de serpiente negra con franjas de puntos amarillos tallada en madera, se colocó el velo y salió a la calle ayudada por su bastón. Caminó en dirección al taller mecánico. Los autos averiados seguían apiñados alrededor, el portón estaba cerrado. No había ni rastro de los perros que solían vigilar la zona. Una de las vecinas salió y le dijo que en la madrugada del sábado se habían ido con todo y triques. “Rarísimo”, aseguró. Josefina se quedó clavada en su sitio hasta que la otra desapareció. Avanzó hacia el portón, se agachó y colocó

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la figurilla detrás de una piedra, dijo tres palabras y regresó. El lunes acudió al ministerio de nuevo. Uno de los trabajadores estaba desayunando y le comentó que durante el fin de semana no laboraron, pero que estaban por iniciar la investigación. “Mire todo el trabajo que tenemos”, expresó en tono de súplica señalando un recuadro enorme repleto de impresiones a blanco y negro anunciando una cantidad de rostros de mujeres que le pareció infinita y le subrayó la fatalidad propia de ser mujer. “Toneladas de trabajo”, aseguró el hombre masticando aún. A pesar de que éste agitaba frente a ella una torta atiborrada de carne escurriendo grasa, ningún olor la asaltó. Buscó de nuevo a su comadre. Le pidió el teléfono de la última mujer que atendió, una muchacha de diecisiete años que mandó el propio gobernador. No sabía a quién más recurrir, qué más hacer. La comadre le aseguró que aunque no tenía su teléfono, podía hacer que la visitara. Una vez frente a ella, la muchacha le dio las gracias de nuevo y le dijo que, fuera de un leve sangrado, no tuvo complicaciones. Josefina le contó lo que había pasado y le pidió hablar

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con el gobernador, decirle que esta vez era ella quien necesitaba ayuda. Que debía concedérselo por tantos años a su servicio. De lo contrario, sabía dónde y con quién abrir la boca. La joven se fue sin despedirse. Dos días después, encontraron el cuerpo de Dalia semienterrado en una duna. De nuevo, un velorio concurrió a una cantidad inesperada de personas en la casa de la Bruja. Ella permanecía sentada junto al ataúd cerrado recibiendo condolencias. La comadre y algunas vecinas se encargaron de servir café y mezcal. Nadie se atrevía a turbar el luto de Josefina, quien se mantenía en silencio, hasta que llegó la muchacha que llevó su mensaje con el gobernador. Se acercó a ella para darle un café y le dijo al oído que el asesino ya estaba preso; lo habían agarrado en una enfermería de Tecoanapa a la que lo llevó su padre porque lo mordió un cantil. La noticia reanimó a Josefina. Tomó el vaso y, antes de darle un sorbo al oscuro líquido que intuyó insípido, la reconfortaron las notas de canela y piloncillo. —Mitztemoa noyollo —pronunció. “Mi corazón te busca” era la manera más acertada de dirigirse a Dalia.

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