Nubes que dejan huella

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Para ellas, mis nietas Laia y Xaviera, que me han dado tanta alegrĂ­a

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Descifrando el pasado

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1899

Cuando entró corriendo al orfanato, mi abuela sintió

una gran pena. Era una noche helada durante uno de los inviernos más fríos de Londres. Dejaba en custodia de las monjas a su hija Alice, de seis meses de edad. No era la primera vez que lo hacía. Dos años antes había dejado en otro convento a su hijo William y sa­ bía bien cuáles eran las condiciones para que los aceptaran. —Le entrego a mi niña con gran dolor. Ahora tengo que regresar de inmediato a Bélgica para cumplir con mis obligaciones. Al escuchar esto, la monja se acomodó con paciencia frente al escritorio y le presentó un documento que había estado afinando durante todo el día. Para el convento era un buen negocio la gran cantidad de dinero que mi abuela deja­ ba para su manutención. —Le suplico que lea con cuidado y firme si está de acuerdo. Le recuerdo que no puede volver a ver a la niña, y que nuestro compromiso termina el día que Alice cumpla dieciocho años. 9

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—Lo único que me importa, madre superiora, es que me aseguren que recibirá su dinero cuando salga de aquí. Me preocupa que no tenga lo suficiente para iniciar su vida fuera de este convento. Y algo más: el día que salga quiero que le informe de la existencia de su hermano William. Us­ tedes saben dónde encontrarlo. —Tenga la seguridad, señora, que por la gracia de Dios cumpliremos con cada uno de los compromisos que hemos acordado —dijo sor Diane cerrando con delicadeza su carpeta. Temblando, y sin casi poder sostener la pluma, mi abuela firmó con rapidez y abrazó sollozando por última vez a su hija. Luego se envolvió en su capa de lana, acomo­ dó la piel de zorro que le cubría la cara y salió corriendo en medio de la fuerte nevada, para enseguida emprender el viaje a Bruselas. ⊶ Al llegar a Bruselas, en el Palacio Lasken, residencia del rey, la esperaba el mozo, su gran compañero y amigo, un negro alto y elegante, nacido en el Congo, que había llega­ do a Bruselas para trabajar en la construcción del Palacio de Justicia y por azares del destino llegó a ser el hombre de confianza del administrador del palacio. Mi abuela pertenecía al grupo de inglesas y france­ sas que llegaron a Bélgica buscando una mejor vida como cortesanas, ya que el rey Leopoldo II tenía el prestigio que da el ser multimillonario. El rey Leopoldo había amasado una enorme fortuna con la explotación del Congo y vivía 10

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en total lujo. Siempre estaba rodeado de mujeres desde que abandonara a su mujer Henriette de Austria que, tras pro­ porcionar descendencia a su esposo, fue ignorada y casi re­ pudiada por el soberano, quien tenía fama de ser un déspo­ ta de igual manera en lo público que en lo privado. Mi abuela regresó muy enferma y con la cara crispada por el dolor. Se le veía pálida y muy aturdida por la alta ca­ lentura. Ayudada por las cortesanas del palacio se refugió en su habitación. Llamaron al médico de la corte, quien le diagnosticó una fuerte neumonía. Ningún paliativo fue su­ ficiente y a los pocos días murió en los brazos de su mejor amiga, Blanche de Lacroix, quien, con el pasar del tiempo, se convirtió en la favorita del rey. Al final de su vida, Leopoldo II, ya muy enfermo, se casó en secreto con ella dejándole gran parte de su fortuna ante el enojo de sus hijas y la sociedad de Bélgica. Nunca sabré si desciendo del soberano o de algún jar­ dinero del palacio. En mi casa se hablaba poco del asunto, como si no hubiera existido el pasado. Ese era un secreto muy bien guardado. ⊶ Alice creció en el convento educada por las monjas y sin saber cuál sería su destino. En esos años casi nunca salió de ahí. Algunas veces acompañaba a alguna monja a las com­ pras y otras pocas acudía al dentista. Al cumplir los dieciocho años, la madre superiora la llamó a su despacho. Ahí le entregó el dinero que había guardado durante todo ese tiempo y le informó que su vida 11

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en el convento había llegado a su fin. Sorprendida, Alice escuchó sin decir una sola palabra la historia de cómo había llegado a vivir con ellas. Y abrió mucho más sus ojos verdes cuando la monja, con voz entrecortada, le explicó que ella tenía un hermano mayor. La superiora abrió un sobre teñido por el tiempo del que sacó un papel con la dirección de William. Nerviosa, moviendo sin parar su rosario, despidió a Alice en el portón del convento con un cálido abrazo. ⊶ Con apenas una pequeña maleta, mi madre salió a descu­ brir un mundo extraño. Por un largo rato se quedó parada y llena de asombro frente a un aparador donde exponían sombreros de todo tipo. Todo le llamaba la atención: los co­ ches, la gente, la ropa. Todo. Desconcertada, cruzó la calle y, siguiendo las indicaciones de la monja, tomó un carruaje. Pidió que la llevaran a la dirección de la pensión, escrita en un papel ya muy arrugado por la temblorosa inquietud de sus manos. ⊶ Sólo en dos ocasiones se reunió con su hermano William, para ella un desconocido con el que tenía casi nada en co­ mún. Ni siquiera un parecido físico, sólo se parecían en el color de los ojos verdes y una mirada vaga, entre nostálgica y triste. Melancólica.

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La última vez que se reunieron fue en una pequeña y oscura taberna. Estaba llena de gente que hablaba a gritos pidiendo cervezas y más cervezas. William, con gran des­ parpajo, saludaba a los comensales, casi todos sus amigos. Mientras tanto, Alice, tímida y silenciosa, abrazaba su bolso donde guardaba el dinero que días antes le había entregado la monja. Comentaron algunas experiencias de sus vidas, de sus miedos, de la pérdida de una infancia en familia y sobre todo del sentimiento de desamparo que les daba no saber nada sobre su madre. Sintiendo que la vida se le caía a los pies con todo el peso de un futuro incierto, llena de desazón, le pidió con­ sejos a su hermano mayor, quien la miraba con cierta com­ pasión. —Aunque te conozco poco, diría que casi nada, te su­ giero que te vayas a vivir a Hampshire. Es un lindo condado no tan ruidoso como Londres. Está cerca de la costa y tiene mejor clima. Seguro que te sentirás mejor que en la ciudad. Pienso que ahí tendrás una vida más tranquila. Puedo in­ cluso pedirle a mi amigo Ernst, a quien conocí de niño en aquel convento donde me dejó nuestra madre, que te ofrez­ ca trabajo en su pequeño hotel. Siempre está ocupado en su totalidad por los jóvenes oficiales de la armada y la marina inglesas. —Gracias, William. Aquí no conozco a nadie. Dame los datos para buscarlo. Tienes razón: esta enorme ciudad, tan ruidosa y ajetreada, me llena de miedo. Además, me siento sola. Voy a seguir tus consejos y mañana mismo tomo un tren. Te ruego que no perdamos el contacto. Con un fuerte abrazo se despidieron. Alice, apretando los dientes, salió del pub después de darle un gran trago a su 13

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primera cerveza en la vida, la cual, aunque no le gustó el sa­ bor, le dio cierta agradable energía. Entonces, algo temero­ sa, dio sus primeros pasos en busca de un destino incierto.

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1914

En esa época, la familia de mi padre pertenecía a la

rancia aristocracia inglesa. Según dicen, descendemos de Lord Liaminster, quien era la cabeza de la familia. Mi papá era George, el mayor de dos hermanos, heredero al título y la mayor esperanza de sus padres. El ambiente en el que creció era de una férrea disci­ plina victoriana. Salirse del camino marcado era reprendi­ do con castigos muy estrictos, a veces incluso crueles. Ese ambiente era imposible para él, pues era un niño rebelde. De mayor se volvió frívolo y superficial, lo que le causó muchos problemas con sus papás. En 1907, siguiendo la tradición familiar, mi padre se incorporó, junto a su hermano menor Robert, al Real Cole­ gio Militar. No tuvieron ninguna dificultad con las pruebas de acceso. En esos tiempos pertenecer al ejército de carrera no se planteaba como un oficio para ganarse la vida. De hecho, para entrar se debía tener un patrimonio. Mi fami­ lia tenía el dinero y estatus suficiente para su ingreso. No sólo eso, sino incluso lo necesario para cubrir sus entrete­ 15

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nimientos. Y hasta lujos. Desde luego que además tenían el reconocimiento de las grandes esferas del poder y de la aristocracia. Mi padre fue educado en Londres con toda la parafer­ nalia y el rigor victoriano de los últimos años del siglo xix. Mi papá era rubio, alto y elegante, con unos espléndidos ojos azules, y muy conocido dentro de las tertulias londi­ nenses. La familia solía pasar las vacaciones de verano acom­ pañada de sus amigos más cercanos, allá en su espectacular e histórico castillo construido en los años de 1500. En esa propiedad vivió durante siglos la familia Hillsbrough, aun­ que eran poco conocidos por la gente local y de los alrede­ dores. Ellos no eran muy proclives a mezclarse con gente que no fuera de su linaje. Durante unas vacaciones, después de una cabalgata con sus amigos en los campos aledaños, llegaron al gran salón para refrescarse con varios tragos. Ahí esperaron a los que se habían rezagado jugando cricket en los jardines, rodeados de frondosos árboles y una casa de cristal donde cultivaban orquídeas. Pero los planes de fiesta se cancela­ ron cuando fueron informados, a través de un sorpresivo telegrama, que Inglaterra entraría a la Gran Guerra, la pri­ mera. Era el verano de 1914. De inmediato mi padre fue movilizado y llevado a los preparativos prebélicos. Le entregaron uniforme, fusil, ba­ yoneta y le indicaron a qué batallón pertenecía. También le exigieron que se cortara sus rizos dorados que tanto presu­ mía. Incluso le aconsejaron que llevara escondido su dine­ ro, ya que corría la voz que eran frecuentes los robos en las trincheras. 16

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Asustado, se integró al batallón. Fue una experiencia terrible para él. En agosto, junto a sus compañeros, fue en­ viado sin más al frente para luchar contra los alemanes. Ahí vivió la primera experiencia de combate, su bautismo de fuego. ⊶ Durante la guerra, en su primera incursión, al no disponer de caballería para patrullar a larga distancia, fueron sor­ prendidos por el ataque alemán. Se defendieron sin orden alguno y, bajo un intenso fuego, se refugiaron en una colina cercana. A partir de esa jornada se movieron únicamente de noche. Después de algunos días lograron ponerse a salvo. Sin embargo, el trauma de su experiencia lo volvió más me­ ticuloso en las operaciones siguientes procurando al máxi­ mo no salir lastimado. Atrincherados, el tiempo pasaba muy lentamente. Poco a poco George se fue acostumbrando al terrible olor del estiércol y al frío que en las noches calaba hasta los hue­ sos. No sabían casi nada del proceso real de la guerra. Tan sólo recibían órdenes de los mandos superiores. Un día él y todos los demás soldados quedaron estupefactos cuando recibieron la noticia de una tregua. Asombrados brindaron con alegría. Y ya sin la preocupación de contar cuántos ci­ garros les quedaban, fumaron cobijados por el fuego de una gran fogata escondidos como siempre en la trinchera. ⊶

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La temporada de descanso la pasó en Hampshire junto al resto del regimiento mientras esperaban nuevas indicacio­ nes de los generales. Ahí aprovechó el tiempo libre para cabalgar por los alrededores y asistir, por supuesto, con re­ gularidad a los pubs para beber cerveza y conquistar a las chicas de la región. Sin duda la cercanía de la muerte cambió la persona­ lidad de George. Se sentía mucho más seguro de sí mismo, incluso hasta vigorizado. Muy pronto olvidó aquellos días sin tocar una gota de agua, la mala alimentación durante tanto tiempo y estar sin contacto alguno con una mujer. Recuperó su galanura rápidamente, disfrutando pa­ sear por las calles mientras lucía su impecable uniforme sin una mancha de lodo. Ni mal olor.

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1917

A Southampton, el puerto más importante del con­

dado de Hampshire, en el sur de Inglaterra, llegó mi madre traspirando miedo y con los nervios de punta. Al bajar del tren siguió las indicaciones de William al pie de la letra y subió al primer taxi que pasó. Estaba muy impresionada al ver el mar por primera vez. Casi petrificada y asomada a la ventana, se quedó impactada al observar los restos de la muralla de la ciudad. Ni qué decir del gran movimiento de gente, maletas y mercancías que subían a los enormes bar­ cos que se encontraban en los muelles. El ruido de las gaviotas, el olor del mar y la ropa de los marineros la dejaron un poco más tranquila. Pero eso sí: con los ojos bien abiertos de asombro. Al pagar el taxi se quedó unos minutos observando a las personas que, indiferentes a su sorpresa, siguieron sus pasos con la misma energía. Al llegar al pequeño hotel del amigo de su hermano, el corazón se le desbocó al oír las campanadas de la iglesia dando la hora. Alice sintió que aquel sonido hermoso era una señal de una nueva vida en ese lugar desconocido en 19

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el que todo resultaba bullicio y alegría. Una ciudad donde los marinos y soldados paseaban en las calles, riendo y ha­ blando estrepitosamente, mientras entraban y salían felices y embriagados de los pubs. Ernst la recibió de pie tras el mostrador del peque­ ño hall vestido con sobriedad. Era un hombre de estatura media, ojos cafés y mejillas coloradas. Tenía un mechón castaño que le caía sobre la frente y unas manos fuertes que sostenían un llavero enorme con muchas llaves. Lle­ vaba unos lentes grandes con marco negro que lo hacían ver como una persona seria. Al tiempo que le ayudaba con su pequeño equipaje, sonreía con una sonrisa que contras­ taba con su imagen formal. Ella, ciertamente asombrada, sin quitarle la mirada ni un segundo, puso su bolsa sobre la mesa. Un pequeño ramo de flores rojas en la esquina del mos­ trador y un óleo, que estaba chueco sobre la pared, mostraba a sus visitantes un barco que navegaba en un mar calmo. —Hola, la estaba esperando. Hace unos días recibí un telegrama de William informándome que venía. —Muchas gracias. Le manda saludos afectuosos. —En este lugar no conozco a nadie. Ojalá me pueda ayudar. Busco un trabajo estable y mi hermano me ha reco­ mendado que lo visitara. Con mucha amabilidad, Ernst le ofreció que trabajara en la recepción, no sin antes recordar con algún comentario a su amigo de la infancia que había dejado de ver hacía mu­ cho tiempo. Su salario sería suficiente para tener una vida tranquila. Estarían incluidos los alimentos y un pequeño cuarto en la parte inferior del hotel donde habitaban los empleados. Algunos de ellos, mientras pasaban por el hall, 20

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la miraban fugazmente con frialdad como si no la vieran del todo. Con voces apagadas hacían comentarios que a mi madre le desconcertaron mucho. Pensó que su atuendo, pa­ recido al de una monja, provocaba que la miraran con des­ precio. Sin dudar un segundo Alice aceptó de inmediato lo que el hotelero le había ofrecido. Le indicó a una recamare­ ra que le mostrara cuál sería su habitación. Cuando entró al que sería su cuarto, al que sería su paraíso individual a partir de ese día, sintió una gran paz. Observó con dete­ nimiento el espacio. Una pequeña ventana dejaba que los rayos del sol iluminaran la cama cubierta con un edredón de flores. Una silla naranja, colocada en un rincón cerca del lavamanos, completaban la habitación. Con rapidez guardó sus pocas pertenencias en el armario y se puso el uniforme que la empleada le había dejado sobre la cama. Se miró a sí misma con detenimiento, quizá por primera vez en su vida, justo en el espejo que colgaba en la pared. Salió de ahí nerviosa, dirigiéndose de nuevo al dueño del hotel quien, con paciencia y amabilidad, le explicó en qué consistía su trabajo. Al siguiente día, mi madre, ya más descansada, se acercó a la recepción para comenzar su segundo día de tra­ bajo. Ahí estaba Ernst. La dejó en compañía de una mujer mayor quien la asesoró desde temprano hasta que terminó su turno. La educación, el orden y el sentido de responsabilidad que había recibido en el convento durante tantos años le ayudó a manejar con diligencia su trabajo. Poco a poco se fue adaptando a una nueva vida, incluso haciendo amistad con algunos compañeros del hotel. Con su primer sueldo 21

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se compró una bicicleta que se convirtió en un gran placer. Los domingos, después de misa, se paseaba por los parques, rodeando los lagos y estanques, sintiéndose libre. Se inscri­ bió en el coro de la iglesia, al que no fallaba a los ensayos en las noches que no tenía guardia. En poco tiempo llegó a recibir el afecto de quienes la rechazaron en un primer momento cuando llegó a vivir ahí. Ernst no pasó desapercibido el cambio en la personali­ dad de Alice. Muy pronto la invitó a tomar el té y salir a pa­ sear con el pretexto de enseñarle la ciudad. Las invitaciones fueron cada vez más seguidas. Ella aceptaba gustosa porque él era un gran conversador. Ernst le fue contando la historia de Southampton. Incluso la llevó a visitar el muelle donde los Padres Peregrinos, a bordo del Mayflower, iniciaron su viaje a América. En el pub la tuvo boquiabierta escuchando la historia del Titanic, construido entre 1909 y 1912. Aquel enorme trasatlántico de cuatro chimeneas que se hundió en su viaje inaugural, convirtiendo esta tragedia en uno de los mayores y más famosos naufragios de la historia en el que habrían muerto muchos de sus amigos trabajadores a bordo. Para mi madre la vida en el puerto fue un gran con­ suelo. La ansiedad indefinida que impregnaba su vida en el convento quedó totalmente olvidada. Nunca dejó de escri­ birle a William contándole las impresiones de sus nuevas experiencias. Las respuestas de su hermano eran esporádi­ cas, pero, aun así, para ella muy importantes. Después de todo él era su único lazo familiar. Alice era una mujer intuitiva y pronto se dio cuenta de que el interés de su jefe y amigo había dado un giro impor­ tante. Sus invitaciones eran cada vez más y más frecuen­ 22

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tes. Hasta que una noche, después de tomar varios whiskys para agarrar valor, le propuso matrimonio. —Ya sé que te va a sorprender mi propuesta. Me quie­ ro casar contigo. —No, Ernst. Yo te aprecio mucho y me divierto conti­ go. Eres un gran jefe y mejor amigo, pero… no estoy ena­ morada de ti. —Por favor, Alice, piénsalo bien. Te ofrezco una vida llena de seguridad. Tú sabes que tengo éxito con el hotel, sobre todo ahora que estamos en guerra y es un lugar pri­ vilegiado para el descanso de marinos y soldados. Tengo una buena cantidad ahorrada que te ofrezco como regalo de boda. —Gracias, pero no puedo aceptar tu propuesta. No es­ toy lista para casarme. Incómoda, Alice se movía en su asiento. Sus emo­ ciones eran confusas. Tantos años encerrada sin conocer hombres y sin tener contacto con el mundo exterior, sin tener una madre que la guiara en los asuntos del corazón, no le permitían pensar con claridad. Tenía pocas amigas en el hotel y no tenía la confianza para externar con ellas sus emociones. Estaba acostumbrada a guardar para ella misma sus pensamientos más profundos. Devota, sus más profundas emociones y dudas sólo se las decía al cura del convento, por lo que sintió debía terminar esa conversación que le quitaba la tranquilidad vivida desde que llegó a esa pequeña comunidad. Así que, evitando darle más respues­ tas, le pidió y casi le rogó a su pretendiente que la llevara de regreso al hotel. Esa noche, Ernst, con los ojos enrojecidos, se despi­ dió de mi madre. Y ella, acelerada y nerviosa, se metió en 23

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su cuarto pensando en si su negativa pondría en riesgo su trabajo en el hotel. Afuera el ruido que hacían los oficiales en la calle, que ya estaban borrachos cantando canciones desafinadas con gran entusiasmo, no la dejaron descansar. Hasta que por fin una fuerte lluvia los obligó a dejar las calles en silencio. Desde aquel día Ernst esquivaba la mirada de Alice y ella trataba de actuar con normalidad, cumpliendo con mayor atención su trabajo en la recepción del hotel. Apa­ rentemente poco había cambiado, aunque los dos sabían que nada sería igual. Terminaron los paseos por las tardes y nunca volvieron a tomar juntos cervezas en el pub, ni volvieron juntos de la iglesia los domingos en sus bicicletas. ⊶ El pueblo estaba alborotado. Un gran movimiento alteraba la cotidianeidad. Se festejaba la llegada de la primavera y todos los habitantes se preparaban para el gran día en la plaza de Saint Michael. En la víspera, contagiada por el en­ tusiasmo general, mi madre había comprado un lindo vesti­ do con cuello alto, mangas largas y una falda que le cubría los tobillos. Tenía además unos aretes que hacían juego y zapatos nuevos. Esperaba con ilusión la gran feria prima­ veral. Alice se miró en el espejo de su pequeña habitación. Sus diecinueve años lucían con todo esplendor. Arregló sus caireles castaños con cuidado y se colocó unas flores frescas de diferentes colores a un lado de la cabeza. El vestido rojo entallaba a la perfección su esbelto cuerpo y los zapatos sin 24

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tacón, ya que era muy alta, remataban su atuendo. Sus ojos verdes brillaban con alegría. Antes de salir de la habitación se quedó unos momen­ tos viéndose sin prisa y, con una sonrisa de satisfacción, tomó la sombrilla y su bolso antes de alcanzar a sus amigas que la esperaban en el hall. Juntas se encaminaron abraza­ das y deprisa sin perderse ni un momento del gran evento. La fiesta ya había comenzado. Los lugareños, muy elegantes, llevaban sus sombreros de copa y las mujeres, con sus mejores atuendos, vestían con alegres colores muy frescos y femeninos. Algunas iban de la mano de sus niños y se acomodaban para ver el desfile donde los jóvenes mar­ chaban con sobriedad entre coloridos emblemas. La mayo­ ría aplaudía con entusiasmo a los músicos que hacían que sus tambores sonaran con armonía. Mientras tanto, algunos maridos fumaban y bebían cervezas en el pub más cercano, saludando a los oficiales que, perfectamente uniformados, escuchaban atentos a la banda de la ciudad. En la gran plaza comenzó el baile. La orquesta tocaba acompañada del acordeón mientras el violín del viejo juez trataba de seguir el ritmo de la música. Poco a poco la gente iba llenando el espacio, que habían preparado la noche an­ terior, hasta quedar abarrotado. Alice y sus amigas del hotel se acercaron lo más que pudieron para ver a la gente bailar, comiendo algunos caramelos comprados en los puestos que rodeaban la plaza donde vendían toda clase de dulces, em­ panadas y bebidas. George se abrió paso entre el gentío. Acompañado por dos oficiales, quienes eran sus mejores amigos, llegó a la fiesta con su uniforme de gala. Se veía espléndido. Su ju­ ventud, elegancia, clase y esos enormes ojos azules, de un 25

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perfecto azul violeta, hacían que resaltara entre sus compa­ ñeros del batallón. Por un corto tiempo, durante esos días de descanso, había olvidado su vida de soldado. Allí en el ejército tenía sus amistades más o menos efímeras. En ese lugar se sentía cómodo viendo pasar los días montando a caballo, su mayor placer, esperando volver, no sin horror, a las trincheras. Du­ rante el compás de espera podía recordar con más claridad su vida en Londres y añorar los privilegios de pertenecer a una familia aristocrática. Y, sobre todo, extrañaba a su hermano Robert, quien había sido reclutado en otro regi­ miento meses después que él. Quería olvidar, aunque fuera por unos días, el contacto con la muerte, las atrocidades que nunca debieron sufrir. Olvidarse del fusil, la metralleta, las granadas, los obuses y gases venenosos. Pero más que nada quería que esa guerra terminara, esa horrible guerra que consumía sus nervios. Al llegar al baile, entre las muchachas de la comuni­ dad, una chica distraída le llamó la atención. Se quedó mi­ rando fijamente a Alice, que observaba a las palomas que se acercaban a comer lo que encontraban en el piso. En un arrebato dejó con la palabra en la boca a su amigo y rápi­ damente se acercó a ella. Con una pequeña reverencia la invitó a bailar. —Dear lady, veo que está entretenida con las palomas. Pero quiero decirle que es usted la más hermosa de esta fiesta. ¿Me haría el honor de bailar conmigo? Con ese ves­ tido se ve… espléndida. —No tengo mucha práctica. Pero si no le importa que le pise… acepto encantada —dijo Alice con una sonrisa pícara. 26

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—Sólo permita que la abrace con suavidad y sus pies sabrán seguir los míos. La pieza que han comenzado a tocar es mi favorita. Ella se sentía atrapada en la súbita magia del momen­ to. Experimentaba sensaciones nuevas, diferentes, dulces. La cercanía de mi padre, el aroma del perfume que lo impregna­ ba, el suave toque de su mano en la espalda, algunos pasos y las breves palabras al oído le provocaban un deseo incontro­ lable de que esa maravillosa noche nunca terminara. No dejaron de bailar, sin dejar de mirarse a los ojos durante toda la noche. No le importó a mi madre que apa­ reciera la mirada atenta de Ernst, quien, evidentemente ce­ loso, no se movió un momento del rincón más cercano a los tablones colocados sobre las piedras de la plaza, junto a los árboles legendarios que rodeaban la iglesia, la más antigua del lugar. El hotelero, bastante descompuesto, tomó a grandes tragos toda la botella de whisky y se fue dando tumbos al hotel maldiciendo el encuentro de la mujer que amaba y el joven oficial. ⊶ Desde aquel día, Alice y George se encontraban al finalizar el horario de trabajo del hotel. Paseaban por los rincones de la ciudad amurallada, bebían cervezas en cualquier pub, recorrían los caminos del gran parque y se besaban en todo momento sin importarles quiénes los vieran. La sorpresa de Alice fue enorme cuando, sentados en una banca, comiendo un helado y observando a los patos del estanque, George, con la cara roja de emoción y sus ojos con un brillo espe­ cial, le propuso matrimonio. 27

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—Alice, te amo. Cásate conmigo… no me gusta verte sólo por un rato. Cuando te vas, me quedo desolado… e in­ cluso no puedo dormir. —Sí, my love, yo también te amo. Me has hecho sentir emociones que no conocía y soy muy feliz a tu lado. Ardiente y enamorado, conteniendo la respiración, ol­ vidando sus miedos y pensando que era una locura que no podía contener, se abrazó temblando a Alice. —Sweety, te propongo que no digas nada y escapé­ monos. —¿Escaparnos? —le preguntó muy agitada. —Alice, tú sabes que, aunque estoy en días de descan­ so, sigo perteneciendo al ejército y no sé cómo manejar mi situación con el general. Si estás de acuerdo, yo me encargo de todo y te recojo en este mismo lugar mañana a las seis de la mañana, cuando suenen las campanadas de la primera misa. Prepara tus cosas con discreción. Y trata de que nadie en el hotel te descubra. El mismo miedo de morir en la guerra lo tuvo esa no­ che sin poder dormir, tan sólo de pensar que podía perder­ la. También le inquietaba a George la posibilidad de ir a la cárcel o, si tenía suerte, recibir un castigo ejemplar. Conocía bien el reglamento. Pero un sentimiento muy fuerte lo obli­ gaba a seguir adelante sin medir las consecuencias. Ya no quería seguir encadenado a las órdenes militares. Quería ser libre y feliz con esa mujer de la que se había enamorado por su belleza, frescura y alegría de vivir. A la hora convenida se encontraron en el parque. Mi madre abrazó temblando a George y sin decir una palabra se tomaron de la mano y corrieron a la estación. Llegaron justo a tiempo para subirse al tren. 28

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Cuando Ernst descubrió que George se había llevado a Alice, su vida se derrumbó. Se aisló entonces en su ha­ bitación. Cerró las ventanas y la puerta, y durante varios días no regresó a trabajar al hotel. Ahí el chisme no paraba. Todos se preguntaban a dónde se había ido la pareja, pues no dejó rastro alguno. Los oficiales tampoco sabían el des­ tino de su amigo George, quien no había dicho ninguna palabra sobre sus planes. De hecho, ni se despidió de su co­ mandante en jefe que, enfurecido, lo reportó de inmediato a Londres. Nerviosos, los jóvenes enamorados se subieron al tren que se dirigía a Londres. George estaba seguro de que en casa de sus padres los recibirían con alegría y, aun estando en guerra, les ofrecerían una elegante boda. Podrían iniciar una vida en cualquiera de los palacios de la familia y tener un futuro lleno de comodidades y lujos. Durante el trayecto, entre arrumacos y besos, abra­ zada de mi padre, Alice fue escuchando la historia de su nueva familia. Nunca imaginó que pertenecería a un mun­ do totalmente desconocido para ella. Cierta inseguridad sobre si sabría comportarse a la altura de la aristocracia la llenó de dudas, que mi padre amorosamente trató de des­ pejar cubriéndola de besos y caricias. Él quería regresar a los días tranquilos en su ambiente londinense, a la paz y la calma, a los hábitos de su juventud, a los sueños de un hermoso futuro. Y qué mejor comienzo que enamorado y feliz. Era de noche cuando llegaron a Londres. Una ligera llovizna los obligó a tomar el primer taxi que encontraron y se dirigieron al hotel Ritz en Piccadilly Street, donde mi padre era muy conocido por las grandes reuniones que 29

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