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La afirmación reiterada de que hemos vivido en el último siglo el periodo más fiero de la historia de la humanidad no logra retener, ver ni considerar lo que ello denuncia. Probablemente sería suficiente con hacer un reconocimiento de la belicosidad mundial, de la imparable vanguardia tecnológica e industrial que acompaña al sector armamentístico, de la geometrización del campo de concentración y exterminio, de la limpieza étnica, de los conflictos globales atizados con la utilización de credos monoteístas, o del reconocimiento de la deleznable capitalización económica producida con la trata de personas. 16 Por si no bastase con ello, tendremos que hacer el inventario de la multiplicación de los actos violentos en nuestra vida cotidiana que son difundidos por los medios de comunicación, lo cual parece haber generado una insonoridad a fuerza de cierta repetición normalizadora que procura mitigar los alcances que cada acto genera. Aun así, puede suponerse que esta insonoridad proviene de aquel revoloteo y graznido teorético en torno a la vioVéase Eric Hobsbawm, Guerra y paz en el siglo xxi, Barcelona, Crítica, 2006, cap. «Guerra y paz en el siglo xx», pp. 23-40. Asimismo véase Robert J. Sternberg y Karin Sternberg, La naturaleza del odio, Barcelona, Paidós, 2010, cap. «Aplicación de la doble teoría del odio a las masacres, los genocidios y el terrorismo», pp. 219-248. 16
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lencia suscitado en la Modernidad: la violencia como agente aparejada a las diversas justificaciones históricas, teológicas, así como económicas, eran ya suficientes para promover un ambiente «de-mencial» –falto de razones– sobre lo que el Estado-nación, el destino histórico o el mercado lograban en su afirmación teórica y su consolidación pragmática; no obstante, después llegaron las teorías sociológicas, antropológico-culturales, la biología polemológica, el psicoanálisis y la filosofía para hablar, ya no de los pueblos, el destino o el transnacionalismo que marcaban el ritmo tanto como la aceleración de los mecanismos y tecnologías violentos, sino para enfatizar la agresividad, ritualización, estructuras, impulsos, pulsiones y el erotismo de la violencia; se sumó a ello la representación artística, la banalización de una estética de la analgesia17 y la virtualidad mediática para consumar la continua reducción que va de una ilusión a la desaparición del dolor en el acto violento (que supera la consideración ético-ontológica de la singularidad ante la desmesura y la irremplazabilidad mortal) hasta la simplificación numérica de la mortandad a estadísticas diarias. Se transitó, de tal forma, en menos de tres siglos, de la idea de la necesaria y justificable aplicación de la violencia a la inevitable y azarosa posibilidad de ser violentado, contando con cualquier razón acumulada y depositada para explicarlo en sus cualidades punitivas, morales, biológicas o pedagógicas: desde la intimidad psíquica de cada quien, la respuesta social a la desigualdad o hacinamiento, la dinámica del interés económico, el combate a la rotura del tejido social, así como la seguridad y bienestar políticos de una nación o el mundo…18 ¿Cuál es la fórmula que deberemos aplicar para Véase Félix Duque, Terror tras la Posmodernidad, Madrid, Abada, 2005, p. 77. 18 Hay un conjunto de factores en juego para comprender, percibir o reconocer desde variantes históricas, sociales o culturales qué es 17
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extraer de los cálculos de 160 millones de personas muertas en el siglo xx la signatura, la marca del sufrimiento, la irreparabilidad de las víctimas?19 ¿Cuál justificación o cuerpo de justificaciones ante ello? Habrá de valorarse si la reiteración de «el periodo más fiero de la historia» logra –más allá de una representación hegemónica y por ello mismo vacía– señalar el humano aquello que se enuncia cuando se dice violencia. Los términos de legitimidad o ilegitimidad, por ejemplo, o aquellos procesos de creación performativa que han implicado e implican de manera insoslayable el ejercicio de la fuerza y la emergencia del conflicto (conformación de colectivos, procesos sociales y o naturales), han dado paso a la reflexión sobre eventos de violencia material o física, interhumana, que desde la década de 1980 conlleva una transformación en la investigación sobre la violencia desde disciplinas como: antropología, criminología, sociología y filosofía. Hay una visión crítica sobre los estudios y metodologías anteriores y, al mismo tiempo, se ha dado paso a la investigación de las fuentes subjetivas de la violencia. Véase Michael Staudigl, Phenomenologies of Violence, Linden-Boston, Brill, 2014, p. 3. 19 El cálculo, temible en sí, procede de Marcello Flores y es aportado por Cavarero en su libro Horrorismo, cuando extiende que en la cifra calculada (que podría ascender a 200 millones): «El porcentaje de los civiles muertos alcanza el 50% en el curso de la Segunda Guerra Mundial, pero supera el 90% en el último decenio del siglo. En cuanto a los primeros años del tercer milenio, dadas las fuentes disponibles, parece que el porcentaje resulta todavía más alto». (Cf. Adriana Cavarero, Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea, Barcelona, Anthropos, 2009, p. 104.) Asimismo, véase la sentencia que se reitera en las obras de los estudios de la violencia contemporánea (así los citados Hobsbawm y Cavarero) y de la cual damos muestra con la voz de Paul Virilio: «una prueba entre otras de la descomposición de la guerra clásica nos es provista por la inversión del número de víctimas, puesto que en los conflictos recientes 80% de las pérdidas están del lado de los civiles, mientras que en la guerra tradicional era exactamente a la inversa». (Paul Virilio, Ciudad pánico, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006, p. 42.)
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dolor y sufrimiento, evitable en su momento como opción entre posibles, que se ha propiciado en dimensiones y magnitudes impensables y nunca antes registradas; revalorar si entre todas las significaciones de fuerza, juricidad o poder hemos, al menos, organizado las condiciones mínimas de comprensión fundamental ante situaciones emergentes propiciadas por actos violentos cada vez más constantes en lugares diversos. A la nomenclatura precisa de la metropolítica20 (la exaltación del espacio sobresaturado y sobreencimado) que sabe de New York, París, Río de Janeiro, Dubái, Tokio, Londres… habrá que trazarle aquella del territorio interrupto, por cuanto doliente, del territorio de terrores: San Fernando en Tamaulipas, Hiroshima, Treblinka, Gaza, Aguas Blancas, Tràng Bàng, Sarajevo, Ciudad Juárez, El Mozote, Auschwitz, Atocha… lugares, ¿lugares? ¿Qué queda del lugar cuando la crueldad ha barrido su habitabilidad con una huella de muerte, un espacio que no se abre ni como hábitat ni como habitación ni es posible habituarlo a la regularidad antes de la violencia ejecutada y el dolor generado, sino que es la posibilidad espectral (la ruptura lógica de la presencia/ausencia) de poder negar toda vida en cualquier otro espacio?21 La multiplicidad de espacios dolientes Cf. ibid., pp. 89-95, cap. 5 «Ciudad pánico». Sobre el «espacio doliente» véase Arturo Aguirre, «Nuestro espacio doliente. Sobre la violencia», en Arturo Aguirre y Anel Nochebuena, Estudios para la no-violencia I. Pensar la fragilidad humana, la condolencia y el espacio común, Puebla, Afínita-3 norte, 2015, pp. 59-73. Asimismo véase el desarrollo del trabajo de memoria sobre espacios de violencia en Lilián Paola Ovalle y Alfonso Díaz Tovar, «Memoria de la "narcoviolencia" en México. Registro visual de un dispositivo para la desaparición», Revista de Historia, núm. 31, enero-junio 2014, pp. 43-60. Disponible en https://www.researchgate.net/publication/295569161_Memoria_de_la_narcoviolencia_en_Mexico De igual manera véase Pamela Colombo y Stela Schindel (eds.), Spaces and the Memories of Violence. Landscapes of Erasure, Disappearance and Exception, New York, Palgrave MacMillan, 2014. 20 21
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muestra la posibilidad que tiene todo espacio de llevarse a la excedencia con el daño más allá de la muerte, no únicamente morir, no solo matar sino dañar –la huella irrepetible del perpetrador sobre una humana materia plástica que recibe y retiene lo hecho– de las formas más atroces e inéditas hasta su momento impensadas para el espacio mismo. Porque: Todos somos vulnerables, esto es, al pie de la letra, heribles, porque la vulnerabilidad de nuestros cuerpos singulares, expuestos el uno al otro, constituye la condición humana que nos pone en común pero dejándonos distintos. La tragedia de nuestro tiempo está justamente en las horribles circunstancias que nos obligan a percibir esta condición bajo la forma específicamente de su ultraje. Según las zonas del planeta, tales circunstancias pueden ser geopolíticamente diversas y variablemente intensas, pero la condición humana ultrajada es de todas formas la misma.22
El planeta, el mundo no es entonces más un mundo posible de vida, «mundo de la vida», antes bien, es la excedencia inagotable de la destrucción de la humana condición. Ante esta excedencia, Jean-Luc Nancy afirma: Esta tierra lo es todo, menos un legado de humanidad. Es un mundo que no logra hacer mundo, un mundo enfermo de mundo y de sentido del mundo. Es una enumeración –y de hecho solo emerge aquí el número, la proliferación de estos polos de atracción repulsión. Es una lista interminable– y de hecho todo sucede como si nos limitáramos a formularla, en una contabilidad que no arroja el menor balance. Es una letanía –es decir, una oración pero de puro dolor y de puro delirio, esta protesta que sale a diario de la boca de millones de refugiados, de deportados, de asilados, de mutilados, de hambrientos,
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Adriana Cavarero, Horrorismo… op. cit., p. 14. 43
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de violados, de ejecutados, de excluidos, de exiliados y de expulsados.23
¿Es esta la patencia de un mundo que es solo este y no otro mundo, expuesto, obsceno, sin otra posibilidad que la de ampliarse como territorio sin lugar, en el que enumeramos –porque no podemos designarlos– grupos, enemigos, armas, identidades, culturas, economías, sin poder justificar cuándo y hasta dónde se puede aplicar la fuerza desmedida, el control disimulado? ¿Será necesario mantener la idea de mundo como un lugar de habitación, creado, mantenido, heredado, cuando lo que se exhibe es la mundialización económica que siguió a la mundialidad colonial? Un territorio interrumpido sin cesar en su habitabilidad, ¿qué nombre podría asignársele? Una tierra in-vivible, una tierra no territorializable porque cimbra, sacude y derriba la existencia: de la tierra ahí no queda nada, únicamente queda el a-terrado, el sin-tierra para vivir, el sin-paz que tendrá que mantenerse en permanente huida de sí. Después está la idea del globo, de la globalidad y la aglomeración de flujos financieros, de estándares políticos, de la propagación de normas, técnicas, saberes, de la pretenciosa uniformidad metageofísica (virtual, vertical, galáctica) que contrasta con esta interrupción de lo concreto, singular del espacio-tiempo barrido por el desasosiego, cavada por las fosas, erosionado por las armas. Lo que señalamos es que detrás de la universalidad como posibilidad de acto para toda situación humana dable, de la mundialidad como idea de expansión territorial, de la mundialización por la economía rapaz y la globalización como la abstracción total de la geofísica, encontramos la violencia como hecho singularizado no sobre un periodo, no sobre el Jean-Luc Nancy, Ser singular plural, Madrid, Arena Libros, 2006, pp. 11-12. (El subrayado no es del autor.) 23
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mundo o el globo, sino sobre este ser de cada cual que puede ser cualquiera de nosotros. Esta intensificación y propagación de actos violentos, ejercidos y padecidos de uno(s) a otro(s), no nos exime y sí nos exige emprender la búsqueda de una comprensión de la violencia que deconstruya la supuesta relación invariable de causa-efecto; para que en su deconstrucción se neutralice y desactive el dispositivo que hace imposible pensar el acontecimiento del dolor y sus consecuencias simultáneas, en este espacio en donde nos hacemos espacio para existir, para exponer nuestra existencia. En este territorio de encuentro y roce, lo que sabemos ahora es que la intensidad e impersonalidad de la violencia, las cotas de crueldad que operan en los actos de violencia por el control o la ganancia, hacen desatinado cualquier discurso que justifique o glorifique las acciones. Estamos ante una historia sin gloria, ante su furia desnuda, ante la acción que no co-opera, que no genera nada sino que devasta: no hay aquí violencias emancipatorias ni fundantes de poder, ni metafísicas negativas de la violencia y lo humano, o contraposiciones de civilización y barbarie; hay, se muestra y se da en actos diversos, la propagación violenta, contagiosa, aleatoria y también precisa, metódica y racional que hace mella en la vida singular de cada uno de nosotros.24 Estamos ante una transformación temporal que en las formas de la violencia repercute en una diseminación, no correspondida con las experiencias categoriales filosóficas, tanto ontológicas como afectivas, pertinentes que complejicen y evidencien las relaciones de fuerza y sus agentes, sus pacientes y sus lamentos neutralizados por reflexiones que
Véase Arturo Aguirre, Primeros y últimos asombros. La filosofía ante la cultura y la barbarie, México, Afínita, 2010, disponible en http:// es.scribd.com/doc/298921629/Primeros-y-u-ltimos-asombros 24
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afirman de la violencia actos sin actores, armas sin operarios y violencias ni secuelas. Reflexionemos que toda violencia en el territorio de encuentro, la violencia en el espacio común, acontece como un conjunto de factores, elementos, acciones, actores, víctimas, instrumentos, consecuencias, que se dirigen en su empleo o amenaza, latencia de su ejecución, con una fuerza dañina para intervenir, alterar, obligar, controlar, organizar, jerarquizar y o usar disposiciones y posicionamientos de individuos en el espacio compartido, sea este de reunión o tránsito, que promueve o provoca heridas corporales y dolor en aquellos a quienes se dirige la violencia deliberada. Un acto de violencia, por tanto, no se cualifica primeramente por sus razones, sus finalidades o el marco de procesos en el cual se inserta –si bien la inclinación de ciertos teóricos, aun en un ambiente de hostilidad creciente y crueldad intensa, como en México, es hablar de violencias justificadas desde teorías del derecho, la política, la revolución, la liberación (que albergan el tufo tan emancipatorio como mesiánico, propio de intelectuales poscolonizados)–; como tampoco se hace por la consideración de la energía, fuerza, la aceleración del proceso o la materia a la que se aplica; o por medio de la consideración jurídica en la violación de la ley o política en la violación de la regularidad de las relaciones institucionalizadas y legitimadas. Todos estos criterios suponen procesos, fuerzas o participaciones, pero lo que queda fuera del centro de indagación y del criterio correspondiente es la reconsideración del espacio en el que la violencia tiene, encuentra o se hace sitio: no existe la violencia vacía; es el dolor, el doliente este y no otro, el que revela la cualidad concreta, desigual e imposible de intercambio o reemplazo del fenómeno violento. De ahí que una investigación teórica que aspire a tasar sus límites y alcances entre tanto a-terramiento deberá percibir la violencia en toda su crudeza, es decir, en todas sus gravedades, pesos y trayectorias; tendrá que remontarse más allá
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de cuerpos de sílabas, fonemas, gramemas (amigo/enemigo, guerra/paz, pulsión/agresión…) para comprender, reiteremos, la fragilidad humana en su singularidad de cuerpos, no solo mortales, no solo vulnerables, sino desigualmente dañados por la acción de la alteridad aquella que tanto gustó al siglo xx teorizar. Porque, distintamente advertido, lo que singulariza a la fuerza, al poder, al control, a la agresión no sería, luego, el cálculo de la interacción simétrica entre dos objetos, intereses o intenciones, tampoco la justificación del uso (in)debido del exceso de fuerza bajo ciertas circunstancias; sino que la singularidad es constituyente en la implicación de la violencia esta: se trata del daño ocasionado a, en, contra un ser singular, irrepetible en su existencia, localizable en su espacio, en suma, vulnerado en su ser expuesto.25 Visualizamos que la manifestación mántrica de los eventos, datos y números sobre la violencia permite señalar un horizonte contemporáneo de violencias ininterrumpidas sobre un mundo, interrupto, discontinuo e incomprensible como mundo; sin embargo, ese señalamiento insistente al que estamos expuestos, esa indicación de escenas, lugares, cantidades, masacres, exterminios; esa simultaneidad de datos no permite, es más, impide, la comprensión de lo que ahí está aconteciendo. Son espacios de terror singularizados por acontecimientos irrepetibles: una onto-territorialidad rota en la medida en que se ha dañado Porque en realidad, parece que el cuerpo no ocupa un lugar ni el hombre un puesto sino es como lo expuesto. Lo que somos, esta exposición, no se trata, ni se concentra o irradia desde el pecho, el cerebro, ni en oscuras categorías afenomenológicas como espíritu, mente, consciencia o alma. Por ello mismo no puede haber una ontología del cuerpo, porque precisamente toda ontología presupone todo este que somos. El cuerpo, si se insiste en este término, es el ser de la existencia en el espaciamiento de su ser. No acontece mi presencia como expresión de mi cuerpo, sino como ser yo este ser expuesto, tan expuesto como usted, como tú. 25
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(aniquilado, desaparecido, eliminado o exterminado) el contacto de singularidades. Si podemos comprender este lado problemático, entonces la filosofía, no sería, pues, la reflexión sonámbula de una generalización hueca sobre la violencia; pero ello sí enfatizará de manera completamente distinta lo que está en el fundus: esta fragilidad, individualidad y exposición se singulariza en cada acto, en cada acontecimiento porque hiere y mata a cada cual. Desde ahí que una comprensión fundamental no podría pretender el análisis de eventos tan diversos en sus causas y efectos, en sus actores, alcances y modos de proceder ante un periodo cuyo daño humano a humano se imbrica en un entre inidentificable de procesos bélicos, actos terroristas, crimen organizado, explotación económica, criminalidad cotidiana, patrones socioculturales de jerarquización y sometimiento, regulación política y un largo etcétera. Sin embargo, habrá de aclararse que la inmediata denuncia o reconocimiento de un periodo de violencias inéditas es limitada en cuanto no logra señalar los principios ontológicos, morales y epistemológicos26 que impiden o se coimplican con la simulación de la violencia como insoslayable, justificable bajo diversos marcos interpretativos y necesaria como componente de la praxis humana en la más virulenta actualidad. Posiblemente llegue el momento en que no se trate de hablar más de la violencia o las violencias, reiterando la inercia histórica de la ficcionalización teorética, no más de la violencia o el dolor; sino del violento, el doliente y sufrimientos, al retirar la concreción real, sí, mortal, vulnerable, geo-temporal de cada quien, que choca, sacude y vulnera la acción orientada deliberadamente (y por ello mismo evitable) a tal propósito. Véase Eduardo Subirats, «Violencia y civilización», Filosofía y tiempo final, México, Afinita, 2014, p. 72. 26
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Ahora, ¿cómo hemos de enunciar, cómo nos la vamos a ver con la agitada y creciente pluralidad epidémica, creciente y constante de las violencias? A esto habrá que sumar lo que acierta Adriana Cavarero: Equívoca e incierta, la situación es lingüísticamente caótica. A nombres y a conceptos, y a la realidad material que querrían designar, les falta coherencia. Mientras en formas siempre más crueles la violencia […] se hace global, la lengua se muestra incapaz de renovarse para nombrarla y tiende, más bien, a enmascararla. Como es obvio, los nombres no cambian la sustancia de una época que ha llegado a escribir [no solo] el capítulo más largo y anómalo, sino más repugnante en la historia humana de la destrucción. Tampoco la cruda realidad de cuerpos destrozados, desmembrados y quemados, puede confiar su sentido a la lengua en general o al sustantivo en particular.27
Delimitar la pretensión de significar una época, un mundo, un tiempo –si es que alguna vez llegamos a señalar lo que ellos quieren decir en su abstracción misma– que reconocemos a cada momento como violento; pero que no alcanzamos a revelar en la signatura de los dolores y sufrimientos que no preexisten por condición a lo violento, sino que son generados en y por este; revelarse, sublevarse o desmarcarse de la instrumentalidad de horizontes discursivos que en su pausada metamorfosis no alcanzan la agitada conversión que adquiere el acto y el daño: un revolutum de innombrables, inenarrables e inefables formas que contrastan entre la capacidad de exposición mediática del hecho y la incapacidad comunicativa de lo hecho unos a otros. Todo lo cual se suma a una tradición lógica imposibilitada para brindar modalidades discursivas a la expresión sonora, phoné: ausencia y descuido históricos de la evidencia de 27
A. Cavarero, Horrorismo… op. cit., p. 17.
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un ser vulnerable y que en su expresión doliente parecía no señalar contenido, forma, norma o axioma alguno; sino la muestra de una fragilidad radical, expuesta y expresa, aunque por ello mismo se le considerase: animal, preteórica, antipolítica. 28 De tal forma, la consideración crítica de la violencia, no solo sintomatológica y diagnóstica,29 es antecedida por una disposición atenta en tres finalidades: i) visibilizar las formas de la violencia como actos inaceptables, injustificables por sí mismos, por cuanto al daño que generan con los recursos consolidados en la historia y otros emergentes bajo dispositivos y nuevas tecnologías; ii) nombrar con las categorías Esta declaración de una expresión sonora debe rastrearse en la Metafísica de la expresión de Eduardo Nicol, en la crítica histórica que hace del desarrollo, estructura y fundamentos de una metafísica de la razón que omitió el constituyente de la expresión, de la capacidad comunicativa, no solo significativa, por cuanto la relación de la consistencia ontológica de la realidad y la aprehensión racional: «En la medida en que el logos se purifica, dentro de una metafísica de la razón, en la misma medida deja de ser para el filósofo lo que sin duda es y nunca deja de ser: esencial comunicación. El logos, en teoría, tiene que despojarse de su facultad expresiva para servir a la verdad y a la ciencia. El despojo concluye en una lógica formal. Verdad y expresividad parecían incompatibles». (E. Nicol, Metafísica de la expresión, México, fce, 1989, p. 14.) 29 La distinción entre criterios y síntomas la retomo como una sugerencia de aproximación de Jesús Padilla: «Mi acercamiento al problema pasa, sin más rodeos, por distinguir los criterios de los síntomas» (J. Padilla Gálvez, «Cambio social y terrorismo», en Olga Belmonte García (coord.), Pensar la violencia, la justicia y la libertad, Madrid, Biblioteca Comillas, 2012, pp. 348-349). El síntoma, teóricamente hablando en este caso, remite a la relación entre el fenómeno y la percepción teórica del hecho; mientras que el criterio pertenece a estructuras de análisis que ponderan al fenómeno mismo. Sobre las nociones de criterio y crítica véase Walter Benjamin, Crítica de la violencia, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010, pp. 87-88. 28
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y criterios pertinentes el daño y la vulnerabilidad humana del acto violento, y iii) generar una atención de extrañamiento frente a toda violencia y representación hegemónica para irrumpir en su normalización cotidiana, su virtualización espectacular, su analgesia y los horizontes discursivos de justificación y legitimización, así como la presupuesta inevitabilidad de la ejecución de la violencia. Visibilización, enunciación y extrañamiento no únicamente de prácticas o estructuras sociales, de los prágmata de la violencia sino también de teorías, hipótesis, tipologías y paradigmas del fenómeno del acto violento; constituyentes, desde el punto de vista de la violencia, que permitan, entonces, sí, clarificar los eventos sociales, los instrumentos y actores.30 Se trata, por tanto, del análisis que habrá de desarrollarse con un fuerte sentido de responsabilidad filosófica ante la excedencia de los actos violentos, misma que muestra los límites, consumaciones o incapacidades de nuestras consignas filosóficas contra violencia, de prescripciones de ley, justicia, derecho, humanidad, universalidad, pánico, guerra preventiva, terrorismo, fin de la historia. Porque, ciertamente, las formas que tenemos de enunciar la violencia han Un problema tan evasivo y poco determinado como la violencia, hemos mencionado, hace que desistamos de un empeño por comprender las circunstancias que han hecho posible un singular fenómeno violento, véase Eduardo González Calleja, La violencia en la política: perspectivas teóricas sobre el empleo deliberado de la fuerza en los conflictos de poder, Madrid, csic, 2002, pp. 16-19; este trabajo, más propio del filósofo social, del politólogo o del sociólogo pretende, a su vez, la interpretación de la estructura histórica en una sistematización de acontecimientos. Investigación cuanto más necesaria, pero distinta de aquella que desde su disposición científica misma no pretende sistematización alguna de acontecimientos, sino la mostración del acontecimiento como tal: un acto que rompe las relaciones de tiempo, espacio, alteridad, historia. El fenómeno violento, pues, se desentraña como único, es decir, singular en su acontecer e imposible de integrarlo a sistemas, estructuras. 30
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formado un crisol de precomprensiones que desvirtúan o menosprecian la efectividad del fenómeno violento en su extensión: el límite del golpe, la bala, el hierro, el fuego, la explosión y también el exceso del daño, el llanto, el espaciamiento: la existencia como roce, como hacerse espacio en el mundo. Por ello, en el centro del análisis del fenómeno de la violencia se encuentra la claridad ante la ausencia, la falta, el incumplimiento de la teoría y o la consideración de la violencia frente a la condición humana; no solo de un lenguaje, sino además, lo que ese lenguaje mismo oculta o desvirtúa: el olvido, silencio y tergiversación de la singularidad de cada quien, en su evaporación metafísica, social o histórica. Así, más que una tarea interpretativa o de arqueología conceptual, el punto neurálgico de un trabajo necesario como el que pensamos es el de dar a la evidencia lo que ahora se brinda a la partición del dato: por un lado el evento y su despliegue de fuerza; por otro, la estructura y sus circunstancias, por otro más, el número y su normalización. Esto reclama la deconstrucción y reconfiguración de nuestras comprensiones de los actos violentos más allá del límite del evento y la historia, de la relación entre la violencia y la cultura, que podrían configurar una fantasmagórica criteriología de la violencia, que nos pide ceder la singularidad ante la universalidad, la uniformidad o la enumeración. Habrá que cuestionar «el origen, fundamento y límites de nuestro aparato conceptual, teórico o normativo»31 en lo concerniente a la violencia, que nos muestra la desproporción, el exceso y la inadecuación de la filosofía ante lo que puede hacerse con y contra la singularidad expuesta de cada cual. Tomo en préstamo la expresión de Derrida en relación con la deconstrucción de la justicia, llevándola a la deconstrucción de la violencia. Véase Jacques Derrida, Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad, Madrid, Tecnos, 1997, p. 44. 31
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Esto remite a aceptar los límites propios de la filosofía, y también la excedencia de las prácticas concretas, de sus secuelas evidentes. Porque, en verdad, gran parte del dolor y sufrimiento que soportan las cantidades anunciadas en las estadísticas no es fruto del azar ni parte de la condición misma: hay dolores propios de este ser-mortal (enfermedades, debilidades frente al entorno, pérdidas, por mencionar algunos); pero hay también esas propias de ser-vulnerable como son el dolor y sufrimiento que se originan por la acción deliberada, calculada y promovida en actos, mecanismos, dispositivos que ponen al centro de su alcance y destrucción la finalidad de infligir daño a individuos desarmados, individuos y colectivos que lo último que persiguen es hacerse matar por el otro, pero que han sido dis-puestos a la vulnerabilidad bajo los presupuestos estatales de seguridad, salvaguarda y o monopolio de la violencia en pro del bien de la comunidad. Finalmente, una posible reforma de la filosofía ante el número, el exceso y la furia que vivimos en la actualidad conllevaría pensar el fondo –y por ello mismo el límite– de todo acto violento; una desactivación de recursos y discursos que enturbian o reducen nuestra comprensión a abstracciones discursivas; una denuncia, asimismo, de la violencia que mata, desaparece e inflige dolor en el espacio común; llevará ello a pensar no solo la física de la violencia sino también la fenomenología de su acontecer. Estas no son innovaciones requeridas del pensamiento, se encuentran en la historia de la filosofía misma como medidas para confrontar la razón que crea razones frente a actos violentos que producen muertos como parte de los procesos sociales, culturales o globales económicas. La reflexión que comienza desde la fragilidad humana (exposición, vulnerabilidad, dolor y sufrimiento) para el estudio de la violencia, asimismo, atiende a la carencia de un pensar que en su centro mismo neutralizó al dolor
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y al daño con categorías afenomenológicas como cuerpo, alma, sustancia, comunidad.
*** De esta manera, una filosofía que piensa la violencia revoluciona, insistimos, teóricamente los presupuestos ontológicos, epistemológicos y éticos desde la reforma de la fragilidad humana y el cuerpo doliente, alterado indeseablemente con la interacción deliberada, evitable, que el otro propicia en una agencia de fuerza excesiva. ¿Será, entonces la fuerza o el dolor, o la fuerza y el dolor lo que distorsionan la relación y su carácter performativo de la espacialidad afectiva que llamamos espacio doliente? No hay más tiempos de paz ni límites de la historia, se ha roto con la Modernidad y sus anhelos artificiales: la paz ilustrada como la armonía de las fuerzas o la paz como la neutralización de toda fuerza; vivimos, cómo negarlo, un periodo de violencias inéditas.32 Pretender un discurso analgésico y anamnético es parte de esos otros marcos de trabajo, horizontes referenciales o dispositivos lógicos que crean (a sabiendas o no) complicidades de inconciencia e invisibilidad. De tal manera, ni la filosofía ni el filósofo eligen más temas o problemas con diletantismo refinado con base en lecturas y terminajos en otras lenguas; al menos no si para el oficio de filósofo se pide la manera de vérselas con la realidad y, aunque cuesta aceptarlo, es esta la realidad que también con sus creaciones, beneficios, facilidades, concreta En el primer decenio del siglo xxi Hobsbawm afirmaba lo siguiente en el capítulo arriba citado: «en el siglo xxi la guerra no será tan sangrienta como lo fue en el siglo xx, pero la violencia armada, que dará lugar a un grado de sufrimiento y a unas pérdidas desproporcionadas, continuará omnipresente y será un mal endémico, y epidémico por momentos, en gran parte del mundo. Queda lejos la idea de un siglo de paz». (Guerra y paz en el siglo xxi, op. cit., pp. 39-40.) 32
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su óntos mismo con la desterritorialización, la interrupción, la amenaza, el pánico, el terror. Esto también podría dar una orientación del porqué cada día adquiere entonación mayor no solo la red social, el mundo global, el espacio sideral, la virtualidad y su enajenación del dispositivo móvil, ideologías que replantean en la mixtura indiscriminada la metempsicosis, la ciencia y sus mundos paralelos, así como la evasión temporal, peregrina, de este mundo. No obstante, fenomenológicamente, vivimos día a día en este territorio, en esta horizontalidad barrida, una verticalidad cavada y este ser-espacio, ante eso la filosofía no podrá claudicar al mantener la idea que es posible, con todo, reformar la vida, contener la fuerza de inercia, resistir la normalización justificadora y orientar la acción.
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