Sobre un comba y otros cuentos

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UNIVERSIDAD VERACRUZANA

Sara Ladrón de Guevara

María Magdalena Hernández Alarcón

Octavio Ochoa Contreras

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Salvador Tapia Spinoso Édgar García Valencia

Rectora Secretaria Académica Secretario de Administración y Finanzas Secretario de Desarrollo Institucional Director Editorial

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sobre un comba

y otros cuentos

manuel rui

Traductores: Alma Delia Miranda Aguilar L. Fátima Andreu Mariajosé Amaral Eduardo Iván Viveros Morales Gabriela Bustos Vadillo Mirian A. Paredes Tavera

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Diseño de colección: Aída Pozos Villanueva Maquetación de forros y collage digital de portada: Jorge Cerón Ruiz

Clasificación LC: PQ9929 R8 S6 2018 Clasif. Dewey: 869.3 Autor: Rui, Manuel. Título: Sobre un comba y otros cuentos / Manuel Rui ; traductores, Alma Delia Miranda Aguilar [y otros cinco]. Edición: Primera edición. Pie de imprenta: Xalapa,Veracruz, México : Universidad Veracruzana, Dirección Editorial, 2018. Descripción física: 288 páginas : mapas ; 21 cm. Serie: (Colección Ficción) Nota: Glosario: páginas 281-288. ISBN: 9786075026923 Materia: Cuentos angoleños (Portugués)--Siglo XX.

DGBUV 2018/25

D. R. © Manuel Rui, 1973, 1977, 1993

Primera edición,, 8 de octubre de 2018

D. R. © Universidad Veracruzana Dirección Editorial Hidalgo núm. 9, Centro, cp 91000 Xalapa, Veracruz, México Apartado postal 97 diredit@uv.mx Tel./fax (01228) 8185980; 8181388 ISBN: 978-607-502-692-3 Edición apoyada por la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas de la República Portuguesa y el Instituto Camões de la Cooperación y de la Lengua, Portugal. La publicación de este libro se financió con recursos del PFCE.

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Impreso en México / Printed in Mexico

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Manuel Rui, una puerta de entrada a la literatura angoleña Presentamos por primera vez en México una selección de cuen­

tos de la pluma del autor angoleño Manuel Rui, nacido en 1941, en Nova Lisboa, localidad que hoy lleva el nombre de Huam­ bo, al sureste de Luanda, la capital del país. A la fecha en que esto se escribe, el autor vive en Angola. Poco se sabe de cómo vivió en su primera juventud, salvo que en Huambo realizó los primeros estudios. Viajó a Portugal para estudiar la licenciatura y, en 1969, obtuvo el grado en Derecho en la Universidade de Coimbra. En esa misma ciudad comenzó a entrar en contacto con las publicaciones literarias, como Vértice, revista de izquierda, en la que aparecen sus primeras crónicas. Mientras vivió en Portugal, tuvo una intensa actividad de promo­ ción cultural vinculada con manifestaciones políticas. Además de las publicaciones, iba, por ejemplo, a los pueblos a recitar poesía. Militó en el Movimiento Popular de Liberación de Angola (mpla). Tras el 25 de Abril de 1974 volvió a su país, donde co­ laboró en diversos cargos en el gobierno de transición posterior a la independencia (1975). Es de su autoría la letra del Himno Nacional. Fungió como profesor universitario, abogado, cronista y también fue empleado en la gerencia de Diamang, la com­ pañía de diamantes de Angola. 7

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La obra literaria de Manuel Rui es extensa y diversa. Ade­ más de la ficción narrativa, ha escrito poesía, crónica, ensayo, artículos periodísticos, teatro e, incluso, literatura infantil. Su obra más reconocida es la novela corta Quem me dera ser onda (1982), traducida a varios idiomas, entre ellos el español, con el título Si pudiera ser una ola. Constituyen el estilo del autor rasgos como numerosas eli­ siones del verbo principal, giros coloquiales y uso de léxico de ori­ gen africano. Este apego a la oralidad tiene una explicación estilís­ tica e ideológica que se sustenta, por un lado, en el gusto por una expresión más cercana a la lengua hablada y, por otro, en la reivin­ dicación de la variante del portugués que se habla en Angola, mis­ ma que entra en contacto con varias lenguas bantúes, sobre todo el quimbundu, el umbundu y el kikongo. Algunos de estos rasgos los hemos mantenido en esta traducción, cuidando en todo momento que el lector no se pierda. Decidimos conservar en los textos pa­ labras propias del contexto angoleño, con la finalidad de acercar un poco al público hispánico a la riqueza expresiva del dialecto del autor, por lo que añadimos un glosario (junto a este proporciona­ mos un mapa que localiza a Angola en el continente africano y otro más que ubica lugares referidos en los cuentos). La selección que ofrecemos contiene cuentos escritos antes de la independencia del país en 1975, en los primeros años de la guerra civil y en los años noventa: Regresso Adiado (1973), Sim Camarada! (1977) y 1 Morto & Os Vivos (1993). Se abre así un extenso abanico de representaciones de dramas individuales, más de una vez narrados con ironía, enmarcados en los cambios sociales de la época. “Mulato de sangre azul”, “El acuario”, “Con o sin alimentos”, “En tiempos de guerra no se limpian armas” y 8

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“El churrasco” constituyen los cinco cuentos que conforman el libro Regresso adiado. Estas narraciones manifiestan los conflic­ tos personales de los protagonistas, casi todos mestizos, en per­ manente tensión con el colonizador y lo que este representa. Un lector mexicano, al tanto del sistema de castas de la Nueva Espa­ ña, establecerá con agilidad conexiones con este mundo narrativo, aunque hay especificidades que señalamos como una orienta­ ción mínima. Aderezado con ironía, “Mulato de sangre azul” relata el dra­ ma de Luis Alvim, cuya mayor aspiración en la vida es pasar por blanco. El protagonista personifica la figura de un fervoroso aspirante, a lo que el Estado Novo de Salazar clasificó como asimilado. Estos eran negros o mestizos de las colonias, que apren­ dían a hablar portugués, trabajaban en el comercio o en la inci­ piente industria, se comportaban como portugueses y alcanzaban un nivel de europeización que borraba todo aquello que consti­ tuyera su negritud, por lo cual eran premiados con la ciudadanía portuguesa después de haber aprobado un examen. Una fuerte crítica a la burguesía de Luanda está presente en “El acuario”, cuyos personajes blancos aparecen como meros hedonistas que viven para sus satisfacciones materiales y sexua­ les y para ello se valen de la ilegalidad y de la inmoralidad. El relato está protagonizado por una joven, ociosa y aburrida ama de casa con un incontrolable deseo sexual por su empleado, con lo que nuevamente la temática racial toma un especial protago­ nismo, pero desde un ángulo distinto, al tratarse de una colona blanca atraída por un negro al que cosifica sexualmente. “Con o sin alimentos” es un texto colindante con la crónica, patente en constantes pasajes descriptivos de la vida en Lisboa. 9

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Pone de manifiesto las dificultades financieras con las que vi­ vían las clases populares lisboetas de inicios de los años setenta, particularmente las mujeres, independientemente de su estado civil. El protagonista se nos figura un alter ego del propio Ma­ nuel Rui: ambos pertenecen a una cierta clase social en Angola, van a Portugal para estudiar en la universidad y tienen apelli­ dos que podrían ser también nombres. En el cuento “En tiempos de guerra no se limpian armas” se pone de manifiesto la violencia severa y los problemas raciales vividos en Angola. El personaje principal, a pesar de sus esfuer­ zos por hablar un portugués perfecto y de aceptar un nombre dado por sus empleadores portugueses, encara el abuso policial y la violencia de las calles en las que él, como hombre negro, es juzgado. A la par, se retrata un episodio en la vida de un indivi­ duo que pertenece a la clase trabajadora y se denuncia la corrup­ ción cometida por altos mandos del ejército. De manera paralela se crea una estampa de la ciudad de Nova Lisboa y de las diná­ micas de poder que existían entre portugueses y angoleños. El texto denominado “El churrasco” transcurre en el pre­ sente del hijo que vive en Portugal y en el pasado del padre que emigró a Angola. La narración arroja la figura de un colono ignorante, oriundo de un pueblo aislado en Portugal, que se convierte en magnate en África gracias a su carácter abusivo, hipócrita y corrupto, pero quien, al final, ha sido cautivado por Angola, de donde ya no quiere salir, y a donde su hijo, despla­ zado a la metrópoli para estudiar en la universidad, posterga el regreso. El cuento se mueve entre el presente de éxito y some­ timiento del otro, la consciencia del hijo de la realidad colonial y el pasado desde la llegada a Angola de su padre inmigrante. 10

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Del libro Sim camarada! seleccionamos dos textos: “El últi­ mo burdel” y “Dos reinas”. Es 1977 y Angola tiene escasos dos años de ser independiente, pero vive una cruenta guerra civil. Los orígenes de esta se remontan a la creación de tres movi­ mientos de liberación nacional nacidos en la década de los se­ senta: el mpla, cuyas fuerzas armadas eran las Fuerzas Armadas Populares para la Liberación de Angola (fapla) y tenían orien­ tación marxista; el Frente Nacional para la Liberación de An­ gola (fnla), que operaba en el norte del país y era afín a las potencias lideradas por Estados Unidos y, por último, la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (unita), que se movía en el centro y en el este del país. Los tres formaron una coalición con la que Portugal firmó un acuerdo de paz que otorgaba la independencia al país y entregaba el gobierno a la coalición, pero esta no fructificó debido a sus hondas diferencias ideológicas, por lo que Angola pasó de la guerra de independen­ cia a la guerra civil. El mpla se hizo de apoyos cubanos y sovié­ ticos y controlaba la capital. En 1976, las fapla derrotaron al fnla, que recibía dinero y armas de Estados Unidos y apoyo de naciones como Gran Bretaña, Zaire1 y Sudáfrica. Este entor­no de enfrentamientos es el telón de fondo de los cuentos seleccio­ nados y protagonizados por mujeres. El contexto de guerra con­ diciona definitivamente la escritura de Manuel Rui en estos casos. Las narraciones no pueden sustraerse a la tensión, exalta­ ción y violencia del entorno. En “El último burdel”, encontra­ mos la delicada situación que viven las mujeres de un prostíbulo 1. Entre 1971 y 1977, tuvo este nombre el territorio que hoy se conoce como Repú­ blica Democrática del Congo. 11

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al negarse a prestar sus servicios a soldados del bando contrario, lo que puede leerse como una lección de dignidad y de libera­ ción. En “Dos reinas”, por su parte, se manifiestan las contrarie­ dades emocionales de una mujer que se debate entre la desespe­ ración, la tristeza y la alegría, fruto de lo que parece ser el final de una batalla en que el fnla ha sucumbido. Más de una década después de Sim Camarada!, aparece 1 Morto & Os Vivos. De este, presentamos los cuentos “El rey de los papalotes”, “La caja de cervezas” y “Sobre un comba”, el texto más largo de nuestra antología. El tono de estas narraciones es bas­ tante más relajado y hay cabida para el humor, pero sin concesio­ nes: los conflictos ya no surgen de las desigualdades raciales, sino de las pronunciadas diferencias económicas. De los textos ema­ nan situaciones de corrupción, pillaje y trampa entre iguales. “El rey de los papalotes” retrata, a través de la mirada de un niño, la pobreza del musseque, barrio periférico de Luanda pa­ recido a las favelas brasileñas, y la vida de sus habitantes, con­ trastada con la clase alta de la ciudad. Se manifiestan en el relato las disparidades y la gran brecha socioeconómica que existen en países como Angola, así como la delincuencia diaria que se expe­ rimenta en las zonas marginales donde la población debe apren­ der a normalizar la violencia y el peligro para sobrevivir. En me­ dio de un panorama desolador, los sueños y las esperanzas de un niño surgen y lo llevan a conocer nuevos horizontes para descu­ brir su propia identidad más allá de los límites de la pobreza. En “La caja de cerveza” se describe la manera en que está organizado el comercio en Angola después de la independen­ cia del país. El texto aborda la desigualdad social y el desabasto que existe en ese momento: mientras algunos pueden comprar 12

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lo que necesitan en el supermercado, otros tienen que encon­ trar la manera de abastecerse y, por ello, recurren al comercio informal. Gracias a Doña Celina, personaje principal del rela­ to, podemos tener una idea de cómo son algunos de los merca­ dos sobre ruedas que hay en Luanda y de la forma en la que se llevan a cabo los negocios en ellos. En el cuento “Sobre un comba”, Manuel Rui nos invita a re­ flexionar sobre todo aquello que envuelve a la muerte mediante un estilo cómico-irónico. El texto podría fungir como una de­ nuncia al evidenciar que, incluso, esta está controlada y regida por el Estado. Aunado a lo anterior, se encontrará el tema de la muerte como ritual, negocio y correctivo o aleccionamiento, de­ jando claro que, en palabras del difunto: “la muerte es una con­ vención”. Asimismo, al igual que en las otras narraciones, Ma­ nuel Rui se sirve de la riqueza cultural angoleña para desarrollar la trama. De esta manera, el lector se unirá al comba para delei­ tarse con la fiesta, la música, el baile, los platillos, los rumores y los humores, pero sin faltar al compromiso y a la solemnidad con los que un ritual se debe llevar a cabo, porque al final del día: “la muerte es la muerte” y “¡mientras haya vida hay esperanza!” Tenemos la seguridad de que estos relatos no dejarán indi­ ferentes a quienes se acerquen a esta antología, debido a la gama de emociones, juegos, tonos y situaciones que viven en ellos. A pesar de que con esta selección de Manuel Rui transitamos de la injusticia que viven los no blancos a la corrupción en la que está inmersa la sociedad independiente, el matiz irónico de las narraciones, algunas veces francamente humorístico, cons­ tituye una amable entrada al mundo de las literaturas africanas en lengua portuguesa. 13

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La riqueza de esta antología se basa en el amplio caudal de experiencias que condensa y que se concretan en una hibridación de tiempos (de la Colonia a la independencia), espacios (urbano y rural en África, citadino en la metrópoli), géneros (crónica y narrativa) y la propia experiencia biográfica sui géneris del mes­ tizaje del autor. Alma Delia Miranda Aguilar

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Nota sobre la traducción Hemos conservado léxico procedente de las lenguas africanas

en todos los casos en que consideramos que se justificaba. Cuan­ do no fue así, optamos por la traducción del término. Tales pa­ labras se destacan en cursivas para que los lectores hagan uso del glosario. Los cuentos traducidos en esta antología proceden de estas ediciones: Regresso Adiado, 3ª ed., União dos Escritores Angolanos, La Habana, 1985. Sim Camarada!, União dos Escritores Angolanos, La Ha­ bana, 1985. 1 Morto e Os Vivos, Cotovia, Lisboa, 1993.

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En tiempos de guerra no se limpian armas Raras veces Vintesete (ese era su nombre, con el Ribeiro an­

tes) faltaba a los encuentros con su amigo Mateus. Después de que el criado sirviera el último plato (Vintesete ahora solo cocinaba) y mientras el señor doctor y la mujer elo­ giaban la perspicacia con la que el cocinero condimentaba los aperitivos, normalmente muy picantes, Vintesete daba las buenas noches, salía al patio, levantaba la rueda trasera de la bicicleta con el dinamo enganchado con experiencia y después montaba la máquina, siempre cuidadoso, haciendo señal con el bra­­­­­­zo en las curvas, sin desviarse nunca de la dirección de la mano. Y, si le faltaba luz a la bicicleta, no infringía la ley y seguía a pie por Calumanda. Nunca tuvo conflictos con los celadores de la delegación que propinaban golpes y cazaban a los ciclistas sin licencia, sin pla­ ca o sin luz. Siempre dentro de la ley, Vintesete. En la ciudad alta el asfalto acababa en el quiosco donde más tarde habrían de elevar la estatua de Norton. De ahí en adelante, Vintesete pedaleaba con más calma, preludiando los suburbios, la oscuridad, el camino con baches. Con el brazo cumplía el có­ digo y giraba a la izquierda en la bifurcación Calumanda-Bairro

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do Cemitério, aprovechaba el aventón en el descenso y, movi­ endo los pedales pausadamente, llegaba al final del barrio, al bar de doña Alice, una blanca, viuda, llena de dinero y de várices, expertísima en la preparación de vino, que tenía dos hijas en bachillerato y un casi licenciado en tercer año de universidad. En esa meta, con la medida de medio litro en la barra, dos vasos que escurrían, chicharrón sobre las hojas de periódico, Mateus esperaba. Encuentro seguro de dos cocineros que solo no compare­ cían cuando en casa de los patrones de uno de ellos las visitas implicaban la prolongación del banquete. Dos medidas de medio era la cantidad justa, jamás sobrepa­ saban el límite de un litro, porque cocinero que se precie no bebe ni fuma en exceso para no entorpecer el paladar de prue­ ba y quitarle la sazón a la comida. Perder el empleo. Opinión de estos tiempos, claro, porque los cocineros de antes, cuentan, soportaban con sus hombros desnudos, con las venas del cuello palpables como cuerdas de sangre, la tipoia por la selva febril, condimentando cosas que hacen la gastronomía de hoy, y cuan­ do el sol estallaba en la cabeza, soltaban semillas de sudor que la tierra chupaba sin respirar, y si era necesario hacer sangrar mordeduras de cobras del patrón, por más cansancio que hu­ biera, el cocinero, con brazos extra, era el hombre indicado, cual barbero de aldea africana reinventado por el colono. Y se revitalizaba bebiendo, en las pausas de la dureza, cachipembas sin fin, intercalando de la pipa fumadas espirales de marihuana que, oscureciendo el techo de ideas en un sueño inmensamente estrellado, perforaban como brasas de fuego el pecho, las piernas, hinchaban las venas, tensaban los músculos. 79

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Pero así es Vintesete. Su amigo y él no cumplen con las tra­ diciones de la marihuana y de la cachipemba. Beben vino, algo, poco, traído de Lisboa y, en una de esas, sin ser sistemáticos, fuman cigarros de filtro. Era un cocinero moderno y civilizado, Vintesete. Sí, Vinte­ sete. Ese es su nombre, con el Ribeiro antes. El nombre en la cartilla militar. Pasaba ya de los cincuenta y, con aquella edad, pocos negros se enorgullecían de haber sido militares. Vintesete fue hecho prisionero para ser soldado cuando a Nova Lisboa (aún con chi­ tas acechando en los límites de la sabana) llegó el batallón die­ ciocho, de azorianos. Lo apresaron. En las horas más alegres, Vintesete relata a Mateus las pe­ ripecias de soldado, del cuartel: los golpes en la nuca que le die­ ron hasta acertar el paso, con el arma al hombro y el canto del himno nacional de corrido. En el himno dominaba siempre “en­ tre as brumas”. Hacía bien la introducción sin palabras, entraba firme en los héroes, pero de las brumas para adelante había pala­ bras difíciles como egregio (además enseñada con acento azo­ riano) y Vintesete se equivocaba innumerables veces, que co­ rrespondían a otras tantas golpizas hasta memorizar el himno de manera que ya nunca lo olvidaría. Y le daba tanto gusto el canto que el sargento músico esco­ gió a Vintesete para los trabajos de limpieza. Meses más tarde, el sargento, promovido a primero, mandó traer a su mujer de la isla Tercera, le puso casa en Nova Lisboa con Vintesete como ayudante. La azoriana se fue desempolvando con el tiempo. Al prin­ cipio era Vintesete haga el favor (con acento azoriano) pero des­ 80

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pués nada más Vintesete, el número y de tú. Vintesete barre aquí, Vintesete ve la hora, Vintesete limpia la popó del niño, Vintesete dame los zapatos de nuestro sargento, engrasa las bo­ tas, Vintesete, Vintesete. Y se quedó. De un día para otro, la esposa del sargento escaló a doña, consumía algunas horas del día peinándose, arreglándose la cara, pintándose la boca con labial, poniéndose barniz de uñas en los pies (¡eso Vintesete nunca lo comprendió!) y, por consejo de comadres, entregó las riendas de la cocina al asistente. Se quedó como cocinero, Vintesete. El sargento, por su realísima banda, se adaptó, pese a todo, a las costumbres de la tierra, descuidó las veleidades musicales metiéndose en sinuosos regateos de bacalao, aceite y vino (re­ queridos en el comedor militar recién creado) y sirviendo como intermediario del cuartelero Borges, cabísimo de treinta y cin­ co años, vendedor de municiones para cazadores y que, por eso, despreciaba las promociones. El músico juntó los billetes de su bolsillo, desfiló liderando la charanga en todas las ceremonias por el estilo, fue condecora­ do dos veces, contó los centavos depositados en el Banco de Angola a nombre de la mujer (para no levantar sospechas), con­ vocó a un constructor y, en poco más de año y medio, embelle­ ció Nova Lisboa con dos edificios e instaló en uno de ellos un restaurante (todo a nombre de la consorte). Vintesete, todavía soldado en diligencia en casa del sargen­ to Ribeiro, se quedó para mandar en la cocina del restaurante que los domingos, a la hora de la trasmisión de futbol desde Lisboa, se abarrotaba de gente que comía altramuces, al princi­ 81

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pio, pero que se empanzaba al final del partido con churrasco de pollo y “bacalao a la Ribeiro”. El sargento multiplicó, con solo una parcela, los bienes gran­ jeados y un día, mejor dicho, una tarde de domingo, Ribeiro (re­ costado en una silla de descanso bajo la palapa de maracuyá, al digerir con todos como una boa un voluminoso cocido a la por­ tuguesa, nunca comió tanto en los Azores) se palpó con la mano derecha la barriga enorme y poco elegante, extendió la izquierda sobre el corazón cada vez más taquicárdico: era tiempo. África ya había dado lo que tenía para darle. Había alcanzado el generala­ to. Se pensionaba y después se iba de improviso a las islas a rela­ jarse en paisajes de la infancia hasta la muerte. Desmilitarizado “nuestro primero”, Vintesete pasó a estar disponible, reintegrado, mientras tanto, en la categoría de coci­ nero del restaurante. Un civil. Era necesario sacar la cartilla, y el exsoldado voluntario, en un gesto de gratitud, decretó que un solo nombre no quedaba bien en un negro como aquel, fiel y con experiencia, y antepuso al número del ayudante su propio nombre de familia –Ribeiro–, de lo que nació, a los treinta y cinco años, un tal Ribeiro Vintesete. Se fue el exsargento a asegurar en las islas matanzas de leo­ nes con el intrépido Vintesete como rabillador. Él, Ribeiro, mie­ doso que nunca salía de la ciudad. Y se decía que el ayudante al tender la ropa en el jardín no utilizaba cuerdas. Amarraba co­ bras, de las más venenosas, unas con otras y listo… Se fue el exsargento. Dejó en Nova Lisboa a un administra­ dor de todo el patrimonio, en el que se incluía a Vintesete. No pudo haber escogido mejor que al médico exmilitar, radicado en Angola, hombre serio e íntegro, salvador de los peores palu­ 82

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dismos a los que se resistió la familia Ribeiro. Gastrónomo re­ finado, el médico se llevó, por seiscientos escudos al mes, a Vin­ tesete para ser su cocinero particular. ¡Gran elección! Vintesete no se mudó más de aquella casa próspera, tan diferente de la del sargento mezquino, tornaviaje, de pronunciación difícil para el blanco y más para el negro. El doctor y la señora, a la mesa, cuando le hablan del músico dicen “Ribêro”, con desprecio, pero es cierto que Ribeiro mejoró su portugués en África. Increíble pero cierto. ¡Un luso, maestro de música, aprendió la lengua patria (o, si se quiere, la perfeccionó) lejos, bien lejos, de las playas de Belém! Y Vintesete sueña con fe en la promesa de Ribeiro –una carta y una jarra de aguardiente ¡genuino! De cómo el amigo se llama Mateus, no interesa discurrir en el asunto a quien es cristiano. Es fácil concluir que fue educado en una misión protestante. Educado y bautizado en un río, con cánticos religiosos bajo los términos de las Sagradas Escrituras. Se convirtió en hermano y el nombre saltó de la Biblia. Hermano Mateus. ¿De quién? Al pensar que Vintesete y Mateus antes no tenían nombre, Fulano incurre en un gravísimo error histórico de quien no sabe que sí lo tenían, pero que eran nombres estúpidos, nombres de negros, sin música, sin número, sin Ribeiro ni versículo bíblico en Mateus treinta y tantos. Vintesete, Mateus. Cada uno en su lugar. Vintesete eufórico, carcajeante, ingenuo. Mateus, más joven (el amigo tiene canas en la cabellera afro), vanidoso, casi como una mujer. Se nota en la bicicleta. La de Vintesete se reduce a lo esencial, sin acceso­ rios. La de Mateus tiene cambios, candado, se estaciona con un 83

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soporte en cualquier sitio sin tambalear, y de los puños vuelan, como traseros de viuditas por los campos, listones de varios co­ lores, al ritmo de dos campanas, una de cada lado; todo esto daba más pinceladas al mercado dominical de Canhê que los artificios del caminar. A pesar de todas estas diferencias, eran amigos como nadie. Amigos que ofrecen la comida con hambre. Amigos de muer­ te sin inconvenientes en el corazón. Amigos que se prestan dinero sin cobrar y matan, cerca de las nueve y media de la noche, con un litro de vino, las tristezas de quien es cocinero y vive en Calumanda en una casa de adobe amasado los domin­ gos. Amigos frente a frente en una camaradería sin secretos. Una noche se quebró el encuentro. Mateus, minuto a minuto, más de una hora atontado, tam­ borileando los dedos en el balcón, el vino medido, los vasos pre­ parados, meditaba en cosas tristes, el atropellamiento de Vin­ tesete, prisión (pero ¿cómo?)… La tardanza se prolongaba. ¿Beber solo? Profundamente, enterró los ojos en la medida del vino cual espejo mágico. El compañero seguía sin aparecer. Devolvió la vasija a la señora y doña Alice reflexionó sobre aquel corazón, se decía: “Un alma así ni parece de negro”. Los blancos resolvían esos problemas de desaparecidos con llamadas o búsquedas en los locales de costumbre: policía, hos­ pital, morgue. Mateus lo sabía, pero después de las nueve no se atrevía a enfrentar a la ciudad de los ruidos de motocicletas y carros, de las alarmas, de las preguntas de quién viene ahí, de los despliegues de documentos. Más por pudor que por miedo, 84

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porque mientras probara no ser vago, poseer documentos, nada malo le pasaría y, además, muchos cocineros y criados bebían en tabernas clandestinas, a altas horas en plena ciudad. Pudor. Se refugiaba en Calumanda entre plegarias de ur­ gencia. Rezaría a Dios por su amigo. ¿Hace cuánto tiempo no reza­ ba? Mateus alimenta la idea de que nadie debe molestar a Dios por todo y por nada, orar a diestra y siniestra, sino solo cuando la dificultad es extrema. Afortunadamente, un protestante no reza de memoria. Si fuera católico ya hubiera elevado sus ora­ ciones al cielo. A un protestante le bastaba decir Señor, pedir por Vintesete y rematar con un amén. A la ciudad es a la que no valía la pena regresar. Solo maña­ na en la mañana, al rasgar el día, en casa del señor doctor y con el debido respeto, asumiría la obligación de descubrir el para­ dero de su amigo. ¿Socorrerlo? Para nada. Solo informarse. Pues mira. ¿Cuándo se ha visto a un cocinero, negro de Ca­ lumanda, entrar sin miedo en la escuadra para preguntar si su amigo estaba adentro sin sentir los ojos escudriñándolo desde las gradas, el cabello rapado, los policías de pistola, los auxilia­ res enojados? Esa está buena. Temprano por la mañana. Arbustos avergonzados todavía con las lágrimas de la noche por limpiar, Mateus, como una comerciante madrugadora cualquiera de Quissala, se postró en el portón del doctor, y de Vintesete ni su sombra. ¿Tocar la puerta? La señora se exasperó, el atrevido del ne­ gro importunando, ruidoso, a causa de Vintesete. Abusivo, ¡vas a ver! 85

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La amistad que pesa en el corazón de Mateus salta encima del miedo para descubrir otras ideas: por el patio, si la puerta de la cocina estuviera abierta, llamaría al criado. El criado no sabía del paradero del cocinero y fue la señora, en bata y aún despeinada quien, al escuchar el nombre de Vin­ tesete, dio la noticia entre sonrisas: Vintesete rinde cuentas a la policía, está buscando los documentos perdidos, pero se encuen­ tra en libertad por la palabra del patrón. Buena señora aquella. —Mira niño, la plática ya que sea de noche. La señora no iba a mentir, Vintesete estaba sano y salvo. Pero el resto de las horas, hasta la noche, costaba pasarlas. Rodaban las bicicletas zumbando en el silencio con las rue­ das friccionadas por los dinamos. Vintesete, más viejo, al frente, Mateus atrás con los dos faros encendidos en desafío a las es­ trellas, cegando las nueve y tantos de la noche. Pasaron el quiosco rumbo a la calle sin asfaltar, manantial de otra ciudad, iluminada por la luna distraída, bisbiseada por el llanto de los niños. De camino a Calumanda, frente a la serie de casas de ladrillo, nuevas, por aplanar, Mateus se bajó de la bici con energía, con ganas de ir al campo, del lado izquierdo. A la derecha estaban esas casas de adobe que burbujeaban en fila desaliñada, una sombra monótona de chozas en su sim­ plicidad de barro y palma. Casas de blancos con pocos meses en África, albañiles de obras públicas, en gran parte, que se reunían de sábado para domingo y construían una casa, clan­ destinamente, eludiendo la fiscalización. Y Mateus necesitaba aflojar sus pantalones, en el campo, al lado izquierdo del barrio blanco en semilla. 86

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Vintesete, más viejo, aconsejó: aguántate hasta llegar más lejos, al patio de la tienda de doña Alice. Cuestión de seguri­ dad, para evitar confusiones. Mateus admirado. ¿Por qué? Tan­ tas veces, tantas, se había bajado ahí los pantalones, en el campo sin dueño, ¡alejado de la casa de los blancos! Vintesete también se ponía en cuclillas ahí con frecuencia y ahora esa prohibición de no hacer sus necesidades en aquel lugar, ¿por qué? ¿Embru­ jo en medio de las zarzas? Vintesete, taciturno, de pocas pala­ bras, desde la casa del doctor donde había alertado al amigo –contaría la historia de la policía hasta que llegaran al fin de Calumanda en la tienda de doña Alice. Mateus impaciente, en suspenso por el laconismo reservado de su compañero. Lo pro­ vocó. Pero Vintesete no cedió, dio orden de más viejo. Así como no permitía que Mateus se agachara en el campo. Era peor que tentar a la mala suerte. Y todo estaba unido: aquel sitio, la es­ cuadra, la razón de la ausencia el día anterior. Para empezar, que Mateus se trepara a la bicicleta. Vintese­ te ya no torturaría a su amigo. Prometió sacar de sus preocupa­ ciones, por el resto del recorrido, la historia del día anterior. Y las sacó. Era arriesgado para un negro andar sin documentos des­ pués de que en Luanda asaltaran una prisión y, más al norte, disparos desde el campo robaran la vida de blancos a las orillas de los senderos. Volaban de boca en boca historias que asusta­ ban a unos, absorbían el ocio de las señoras histéricas y deses­ peraban a otros. Historias que contaban que allá arriba, negros con catanas escondidas bajo la ropa, y especialmente afiladas para estos efectos, entraban en un negocio aislado, pedían dos metros de tapiz y en el segundo en que el blanco se volteaba 87

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hacia la estantería propinaban un solo golpe y le cortaban la cabeza, que giraba como un balón por el suelo y que era aven­ tada o enterrada en una estaca al margen de la calle. Escenas ultrasatánicas, bocas abiertas, hilos de sangre resi­ nosa en la comisura de los labios, maxilares violentados que mordían escrotos en un apocalipsis lento. Dosificado. Y en el sur, lejos de los acontecimientos, la realidad se na­ rraba por camioneros y por ayudantes de carga para auditorios impávidos, en una formulación ya crecida, de la cual cada uno de los oyentes, en su momento, engendraría una nueva versión. La emoción y la inseguridad impulsaban a los espíritus a descripciones imaginarias, dantescas. Descubrían aquel flagelo sin raíces, que azotaba como un rayo, sin previo aviso, cuando días antes los negros obedecían, respetaban y organizaban ba­ tucadas en honor a los blancos. Y del ataque a la prisión se propagaba que en medio de los asaltantes negros se disfrazaban blancos locos, tiznados con carbón. Aunque las cosas sucedieran muy lejos de Nova Lisboa, en el altiplano de Huambo, pocos lo decían pero todos se impa­ cientaban oyendo noticias de la emisora de Brazza, aceptando o inventando rumores para tranquilizarse. Creció el pánico, al­ terando por completo el buen humor de la gente de Huambo. Gente que antes lo juraba y que ahora seguía afirmando que An­ gola no es el Congo. Se organizaron en milicias. De calle. De barrio. En grupos con número no inferior a cinco, cada tres horas. Y en los barrios más nuevos, Fátima, Liceu, los balcones se encendían noche adentro con mesa puesta. Brandy, whisky, para 88

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los militares que velaban la ciudad despierta en el lecho del insomnio. Los negros comenzaron a ser vistos con desconfianza. En cualquier esquina, en cualquier ovillo de la noche, podía escon­ derse un bandido, un asesino. De ahí que Vintesete nunca descuide los documentos, arma concedida en defensa del peatón vigilado. Vintesete partió de casa del doctor Carlos Ferreira, médico adinerado que, además, poseía dos pomposas presidencias en clubes. Precavido como siempre. Documentos en orden en el bol­ sillo, dinamo sin averías que pudieran ponchar la llanta y del medio del volante un impulso luminoso. Un faro en la punta de la uña. Temprano. Todavía no son las nueve. Los maximbombos que descargan gente en el cine Ruacaná se llenan en el África Ho­ tel de oficiales militares vestidos de civiles. Es la zona más fre­ cuentada de la ciudad alta. Falta un cruce. Plaza Salazar, dos policías hacen cambio. Vintesete tranquilo. No es tarde. Tiene documentos y es cocinero del médico más importan­ te de la ciudad. La maniobra más difícil es en el quiosco. Estirar el brazo izquierdo, conducir solo con la mano derecha, cambiar de di­ rección y seguir la tangente cerca del paseo, porque la glorieta lleva directo a viajar por la izquierda. Pero no terminaba aquí la maniobra. El final del asfalto desembocaba en la calle del Palá­ cio do Governo, cruce con muchos accidentes. Vintesete casi 89

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hacía un alto para después proseguir, disminuyendo la resisten­ cia del asiento al pavimento sin brillo. La encrucijada. Nueva variante de sentido. No hay peligro. Poco movimiento. ¡Ahora es cuestión de seguir adelante! Martes, allá abajo Mateus espera, un litro de vino. Mateus es un hombre de novedades. Después a dormir. Mañana, miér­ coles, trabajar, repetir las cosas… Se deslizaba Vintesete con este ánimo, balanceándose en la bajada, la barriga pedía alivio, el cinturón desapretado, incluso enfrente de las casas de los blancos, nuevas, sin aplanado ni yeso. Bicicleta al suelo y Vintesete corriendo, pantalón abierto al campo, libre, público, del lado izquierdo. No hay prisa. Hacer las necesidades en el campo, de noche, sabe bien. Di­ ferente al retrete de los criados en casa del patrón. Cuarto apre­ tado, miedo de hacer ruido. Aquí no hay paredes y solo la ciu­ dad a lo lejos se introduce en la cabeza de Vintesete definiendo los límites del campo. Pero hasta eso es placentero. Ver la ciu­ dad de fuera, de dentro de las zarzas –papel a discreción. Respirar. En el dorso de la brisa que suavizaba los alrededores Vinte­ sete escuchó pasos y voces. Por el tono elevado, por el tac-tac de los pies calzados, pasos de blancos en la calle. Y en el instante en que aguzaba los tímpanos para compren­ der las palabras (el portugués para él era cosa fácil), oyó y vio, por el filtro de la luna, una silueta entre otras erguir la bicicleta a la orilla del camino, soltarla en el aire al sabor del viento como chatarra sin valor. ¡Una “Humber” de mil trescientos y cuarenta y cinco escudos! Sonó pesado en la piel el choque de la bicicleta 90

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contra el suelo, el farol se estrellaba en el pecho arañado del pa­ cífico cocinero. ¿Blancos así? Reflexionó por un momento. Pero, antes de que la pregunta reventara en presencia de la noche, la res­ puesta dobló el silencio al encuentro del susto, penetrante, enor­ me, del tamaño de la vida. Un tiro silbó encima de la cabeza de Vintesete, que se levantó ágil, el orificio del cinturón en la hebilla. Un disparo de Mauser. Tal y como los del curso de tiro del Batallón, hace muchos años. —¿Quién está ahí? El cocinero temblaba y la voz hacía eco como disparada tam­ bién del cañón de una espingarda. —¿Quién está ahí? –repitió. Y otro tiro fusiló el campo, tensando los nudos de los dedos de las zarzas. Esta vez el silbido zumbó más cerca. Vintesete estaba arrepentido. ¿Para qué ponerse de pie? Ahora el tercer tiro de seguro lo proyectaría al piso, encharcándolo de sangre en un viaje para el otro mundo. Tenía que hacer algo. Decir lo que fuera. Y la pregunta se oyó por tercera vez. —¿Quién está ahí? —Yo, Vintesete. —¿El pinche negro Vintesete? Tardaba la tercera bala. Vintesete quieto, sin mover un cabe­ llo pero con ganas de tocarse. A veces una bala entra, la víctima no sufre de inmediato, comienza un soplo incoloro de pozo dur­ miente, duele blando el desfallecimiento y nace la muerte. ¿Y dónde habrá pegado el segundo proyectil? —¿Vintesete quién? Deprisa o te disparo. 91

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Los ojos desorbitados, el corazón le palpitaba oprimido, la boca seca, la nariz entumecida por un rapé de pólvora aluci­ nante, las piernas desarticuladas. El cocinero del doctor Carlos Ferreira tomó aliento, gritó como un héroe recargado al muro de ejecución: —Soy yo. Ribeiro Vintesete. Cocinero del doctor Carlos Fe­ rreira. Tengo documentos, soy soldado y portugués. heróis do mar, nobre povo… –y entonó ahí en el lugar yermo, sin izar la bandera ni en feriado nacional, “A Portuguesa”. El intrincado canto cubría el cañón del arma y el cocinero lo decía despacio, prolongando las sílabas. Defendía los huesos con la enseñanza del sargento Ribeiro. Exactamente en entre as brumas, entre las brumas y la me­ moria le fallaba. —Levanta los brazos. Ven acá. Para Vintesete fue Dios. En aquel defecto en el que el olvi­ do del himno le podía costar la vida, la llamada del blanco, la orden, la sensación de estar entero, de poder presentarse antes de que el tercer tiro lo perforara, se traducía en un milagro de la providencia. Eran cinco los de la patrulla. Armados con Mauser en ban­ dolera. Solo uno de ellos empuñaba el rifle en posición de tiro instintivo y para colmo también temblaba como si de las pro­ fundidades del campo se adivinara un rebote invisible de bala. Probablemente el grupo se había formado hacía poco y ahí, a un costado del barrio indígena, donde las casas de los blancos larvaban de imponencia el hormiguero de chozas, la vigilancia se redoblaba. —¿Qué estabas haciendo? ¿Y los documentos de mierda? 92

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—Fui al campo, patrón. El militar de rifle engatillado era el tirano Castro, que Vin­ tesete conocía bien. Vigilante de la delegación, siempre alerta, montado en una motocicleta nsu siguiendo la pista de los ci­ clistas infractores. Era temido por todos los negros recelosos de la etiqueta, de la multa y de la detención. Aquella noche, con un arma en las manos y cuatro guardaes­ paldas con Mauser, Castro, ante un negro inofensivo, no apunta­ ba con firmeza. Disculpen por retrasar la historia –¡en estas cosas se tiene el valor de los cobardes! Revisaron los bolsillos del cocinero, portador de media do­ cena de llaves y de una navaja peligrosísima que Castro tomó. —¿Quién es tu patrón? —El doctor Carlos Ferreira. Castro tomaba la iniciativa. Uno iluminaba. Los restantes se mantenían estáticos. Tres veces Vintesete se revolvió los bolsillos de los pantalo­ nes; dos enfrente y dos atrás. Tres veces estiró los forros sacu­ diendo las migajas. Los documentos, salvación en aquel lío, esta­ ban enigmáticamente desaparecidos. En un portugués inteligible pero derrapado, tartamudeó una súplica, a la linterna. Iría al campo a tomar los documentos que se habían caído con la precipitación de levantarse los pan­ talones. El vigilante, tomando el lugar de la linterna, vociferó media docena de improperios e hizo el gesto de abofetear al negro. Vintesete se deshizo en disculpas, pero por el amor de Dios, al menos confírmenlo en la casa del patrón. 93

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—¿No quieres algo más? Vas a ir pero al escuadrón. Vamos, agarra la bicicleta. Le dieron un culatazo con el cañón del rifle y un rodillazo en la espalda a Vintesete, que se agachó para levantar la Humber. Dos militares de cada lado. Castro tras el prisionero; esco­ peta en posición. De repente el cocinero sentía que sus ánimos se serenaban. Iba hacia el escuadrón, pero por sus propias piernas, entero, la bi­ cicleta con el faro roto, pero en su poder. No creía que abrieran fuego a diestra y siniestra. Habían insultado a un hombre. Un negro pero hombre. Como decía el sargento Ribeiro, tenía cora­ zón, ojos, boca, distinguía las cosas; ¡no era un animal! Más allá de que lo trataran de tú, el muchacho (que tenía edad para ser padre de Castro) estaba bien, un negro es un negro pero, ¿que le dijeran hijo de una cualquiera, puntapié en el culo como a un perro? Los militares desempeñaban su papel con toda seriedad, sin hablar mientras duraba el recorrido oscuro. De mala manera lle­ garon a la bifurcación, debajo de los postes de luz; el más joven, un cabrito adolescente de barba completa, sugirió: —Todavía no vimos en la placa si el nombre es correcto. Con la nariz a menos de un palmo del guía, leyó: —Ribeiro Vintesete –se enderezó–. El nombre está bien. A Castro: —Estamos en problemas. Usted ve terroristas en todas par­ tes y el patrón puede encolerizarse… si no fuera yo, la semana pasada agarramos al espía permanente del rector y ahí estaba Martins en tres disciplinas. Comenzó el intercambio de impresiones entre los militares. El joven estudiante pugnaba por la libertad del cocinero. Se veía 94

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enseguida que no tenía pinta de terrorista ni de ladrón. Castro replicaba. Los terroristas se esconden donde menos se espera, fingen normalidad y de la duda a la certeza es la distancia de estimación policial. A la milicia le convenía ejecutar la misión, entregar al detenido por el indicio de la falta de documentos. Retomaron el paso hacia la policía. Vintesete observaba a sus captores, indiferentes, excepto por el estudiante y Castro, que proseguían la discusión de ser o no ser. Uno de los militares, gordo, con el cinto debajo de la barriga abultada, con los calzoncillos sobre la camisa, producía un chilli­ do a la pasada y se atrasaba con frecuencia, provocando la burla de los compañeros. Vintesete comenzaba a entender que, por disposición de los cuatro, contrariados y sin interés, la tragedia podía acabar. El viejo colono se arrastraba con dificultad, dos no decían ni pío y el joven ya había manifestado su desacuerdo. Pero Castro, insatisfecho con todas las habilidades diurnas en el man­ do de la patrulla, se protegía contra la argumentación del estu­ diante atemorizándolo con la responsabilidad. De un balcón, una señora, en el fresco de la noche, gritó hacia adentro de la casa: —¡Vengan de prisa! ¡Agarraron a un terrorista! El marido, una hijita en pijama y un criado con un bebé en brazos acudieron al llamado. —¿Quién es? ¿En dónde fue? ¿Cómo fue? ¿Terrorista? El criado berreaba en quimbundu insultos para Vintesete. Castro serenaba los ánimos siempre con pose importante de hombre de campo o de capitán de Arabia: —Calma, calma, nada de confusiones ni de arrebatos anti­ cipados… 95

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Las señoras se persignaban con un “válgame Dios” como si el negro encarnara la peste, la personificación del diablo. Vintesete, cabizbajo, con la mano derecha en la bicicleta, tra­ gaba saliva espesa por un orificio apretado en la garganta. El asfalto. El quiosco. La plaza con automóviles en renta, los taxistas. —Oye, Castro, acaba con ese pan quemado. Y el vigilante en voz de comando estratega: —Calma, calma… El estudiante proponía un trayecto más discreto, por el par­ que infantil, sin las miradas de la avenida principal: la Cinco de Octubre. Castro evidenciaba el exhibicionismo: —A menos de medio camino es un disparate retomar por lo oscuro. Por aquí siempre tenemos luz. Los otros soldados de infantería, sugestionados por la eufo­ ria de las preguntas, por la inquietud de los mirones, ya admi­ tían las cautelas de Castro. —Nunca se sabe –decía el gordo. —Más vale prevenir que lamentar –proverbiaba el tipo me­ dio calvo que olía a oficinista. —Hasta me reiría si el tartamudo fuera terrorista –se bur­ laba el muchachote atlético, vestido de mezclilla. En la puerta del restaurante que Vintesete, antes de ser Ri­ beiro, ayudó a engrandecer a través de los manjares. Fachada to­­ talmente nueva, anuncio luminoso, terraza, los grupos habla­ ron, por el resto de la jornada nocturna, del tema-terrorista y, más adelante, los niños jugaban al dame fuego saltando de círculo en círculo pintados con gis sobre el enladrillado de mosaicos toro. Suspendieron el juego, la mano en la boca: vacilada-gallina-asada. 96

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Y el cocinero Vintesete (con el Ribeiro antes, el mismo apelli­ do que ostentaba el restaurante) solo percibió lo que tenía en el rostro cuando, al morderse el labio inferior, lamió la sal de su sino. Como un muerto resucitado en la transparencia del impo­ nente anuncio luminoso del Restaurante Ribeiro, con la camisa y el pantalón heredados del doctor Carlos Ferreira, tenis gasta­ dos, se concentraba en el chirriar de los rayos de la bicicleta, se olvidaba del tiempo presente, los cabellos blancos, dominaba las lágrimas. Sin sollozos. Pero no todo estaba perdido. El doctor no iba a dejar solo al cocinero e iba a pedir cuentas a aquellos blancos impiedosos. La recepción sin bofetada lo animó. Suponía que la golpiza en aquel santuario comenzaba incluso antes de que el preso dijera su nombre. Nada más entrar y las macanas cantando en la cabeza, el chicote en la espalda, la pal­ matoria en las manos. Por lo que escuchaba en el intercambio de palabras entre el policía en turno y Castro, la llave de su libertad se metalizaba en el nombre del doctor Carlos Ferreira. El policía hablaba despreo­ cupadamente, como si aquellos casos fueran para pasar el tiempo. El cocinero confiaba sinceramente en la protección del mé­ dico, incluso se convencía de que, si el doctor viera la escena, inmediatamente pondría y dispondría regañando a aquellos blan­ cos de poca monta. Esta esperanza se agigantó en el momento en que Castro indagó: —¿Eres Ribeiro Vintesete, criado del señor doctor…? —Sí, señor patrón. Ribeiro Vintesete del doctor Carlos Fe­ rreira. 97

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El policía levantó el auricular del teléfono. Pidió el enlace. Vintesete callado. —¿Bueno? ¿Es la casa del señor doctor Carlos Ferreira? De aquí de la Policía de Seguridad Pública. Es que fue capturado un negro sin documentos, dice llamarse Ribeiro Vintesete y ser cocinero del señor doctor, se lo agradecería… En los oídos de Vintesete el motor del carro del patrón. El freno. El patrón en la escuadra. La cara de Castro. Del otro lado de la línea una voz femenina: —No cuelgue. Los secuaces de Castro descansaban sentados en el banco de madera, las culatas sobre la duela, y el viejo, exhausto por la caminata a pie, ya roncaba. La voz femenina volvió a hacerse oír: —El cocinero es nuestro pero el señor doctor manda decir que ahora está muy ocupado, que no puede atender. De cual­ quier forma, el muchacho tiene que estar aquí mañana para el almuerzo. ¿Entiende? El militar barbado se levantó: —¿No te lo dije, Castro?, andamos jugando a los terroristas. El policía aplastó una campanita. Vino un auxiliar. —Hey, cincuenta y cuatro, mete a ese tartamudo al calabo­ zo hasta mañana en la mañana. Tú, cabrón, pasas acá la noche. Por tu culpa ya se incomodaron cinco blancos y yo, que tam­ bién soy gente. Párate aquí para llamar. Golpeando el escritorio de la secretaria: —Mañana quiero aquí los documentos, ve allá con el auxi­ liar.

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Mateus vertió el vino tinto en los vasos. Cuatro medidas de me­ dio. Por primera vez los dos amigos duplicaron los litros. Y doña Alice los estimulaba con bazofia de blanco para negro civilizado: —¡Las tristezas no pagan las deudas! Vintesete bebió de una sentada. Estalló la lengua en el pa­ ladar. Se quedó ahí en la puerta devorando el campo, meditabun­ do, con los ojos llorando como el día de ayer. Visceralmente, el recuerdo de la escuadra permanecería en su pecho hasta morir. El amigo percibió su pena y, para aligerar el ambiente, fin­ gió una gran carcajada, hizo una broma: —Pero, viejo, tú a la mitad de ir al baño, ¿cómo te pusiste de pie tan rápido sin limpiarte, con el pantalón puesto? Mateus no estaba alegre, no. Era solo una máscara para des­ entristecerlo. Vintesete iba a dar en el blanco con una de las sa­ cramentales frases del sargento Ribeiro: —Es eso. En tiempos de guerra no se limpia el arma. Traducción de Mariajosé Amaral

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