Posición La escritura, el sueño, las imágenes, los fantasmas. La aptitud intrusiva de ellos en cada quien como sendero literario. Este es el mío. Cualquier persona que se dedica o quiere dedicarse al uso de las palabras, puede intuir que aquellas que identificaría como palabras-clave en su vida se vinculan con su origen como operador de la letra. A ellas les ha otorgado, en forma consciente o inconsciente, tal estatuto a lo largo del tiempo. Debido a las características del propio lenguaje, toda referencia personal a la palabra escrita implica el origen de ella: atribuida a la divinidad a través de un mensajero (Tot) que a su vez enjuicia los actos de los hombres mediante la facultad de registrar los pensamientos con una pluma en una tablilla. Ausencia y extrañamiento de la escritura. El procedimiento para vincularse a tal ámbito, interconectado con otros que remiten a la historia del lenguaje, o más en particular, a la de la literatura y la autobiografía, que en alguien que escribe debe denominarse también biblio-hemerografía, se asocian a su vez con la posibilidad de la memoria. Habita allí un trance retrospectivo que permite acceder a las palabras-clave que han sido fundamento y proyección del uso escritural propio que, como bien se sabe, se cumple en el círculo de la lectura. 9
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Así, cuando se pronuncia el compuesto verbal palabras-clave, se anuncia por necesidad un término: relectura. ¿Relectura de qué? De lo vivido, de lo escrito, de lo registrado ante los sueños, las imágenes y los fantasmas: la alteridad que nos contempla y a la que intentamos escrutar. Y escribir asimismo para evitar quizás el olvido, para conocer lo invisible que impulsa nuestros actos: la verdad trascendental. Mi primera aproximación a la letra, por ejemplo, fue tijera en mano a los cuatro años de edad: buscaba leer y descifrar una palabra: “ExcelsioR”. El nombre de un diario. La E inicial y la R última tenían un mayor tamaño que acrecía el acertijo. Como pude saber al paso del tiempo, esa palabra en su significado en latín se refiere a “alto”, o a “lo alto”. ¿Anticipación, truco inserto en el porvenir que permitirá a alguien, yo, hallar en tal episodio una fuente de mi escritura adulta en un par de diarios, y anunciar mi respeto a principios superiores? El tajo de las tijeras en medio de cada letra descomponía tal significado, oculto a la mente infantil, para recomponerlo y configurar un juego que anticipaba reglas inexpresadas de corte, recorte y ensambles nuevos, rotatorios y en plan de fuga permanente. El experimento de un niño con una palabra-clave inicial que se muestra inmediata, destinada, transtemporal. La operación lingüística estaba abierta al futuro y al arbitrio personal, afectaría lo pretérito y se repetiría de mil modos en los años siguientes. Tris. Resulta preciso abrir un tajo en la evocación temporal. Esta figura que la retórica denomina “elipsis”, sirve también para definir un rasgo significativo en la historia de mis palabras-clave. El tajo temporal se detiene por ahora en el momento en el que publico mi primer texto: un comentario sobre la cultura del rock hacia 1979. Al escribirlo, venía de diez años de ser bajista de un grupo de rock, mientras estudiaba y leía: la pugna personal entre el orden y el caos. 10
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Poco a poco cambié el bajo eléctrico por el teclado de la máquina de escribir y, más tarde, el del ordenador de palabras. La intersección de la letra y la música de rock en mi formación ha sido una puerta de entrada al deseo de experimentar el vaivén entre lo visible y lo invisible, al descentramiento y la búsqueda de lo anómalo, lo heterogéneo y la huida de la unilateralidad. Y, una y otra vez, las derivaciones contingentes a esos opuestos binarios en la propia escritura. Mis palabras-clave remiten a semejante proceso intelectual y, de pronto, han influido a su vez en las percepciones espirituales, en la fantasmagoría que, entre corte y corte, crece para acecharme. Las diosas de la creación que obnubilan, decían los paganos: la “ninfolepsia” que avasalla. Tengo pendiente realizar un proyecto en el que, mé dium de mí mismo, pondré en marcha un intercambio entre sonidos y palabras mediante una interfase digital apropiada que reproduzca la música tonal-atonal provista por un teclado dactilográfico, que estará conectado a un ordenador mientras escribo un texto específico (Charles Olson dirá: yo me adelanté a tu idea, en 1950 escribí “Projective Verse”, en el que planteo un escrito que “respire” a partir de la posibilidad del espacio en blanco o margen que ofrece la función del tabulador de la máquina de escribir). El proyecto podrá realizarse a partir de un programa traductor de sonidos: a cada letra del teclado le corresponderá una nota y un tono, y los signos de puntuación marcarán los respectivos silencios. Al margen del valor musical, si acaso lo tuviera, el resultado del trasvase servirá para apreciar una forma distinta de abordar el género autobiográfico. ¿Dónde representarlo? La cuestión involucra un reto por el momento pospuesto: una bodega, un teatro, un prostíbulo, una terminal de trenes, un hotel, todos escenarios idóneos para tal acto. Lugares promiscuos. O quizás sea mejor proponer que el conjunto de sonidos se pierdan en la heteroglosia de la red. 11
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Otra variante de la dactilografía musical sería filmar los movimientos de las manos al teclear, lo que dejaría un registro de determinados gestos, y luego, también por una interfase y programa específicos, hacer traducir dicha gestualidad a una ejecución musical en el aire mediante un instrumento electrónico de principios del siglo xx llamado eterófono, precursor de la música electrónica actual. El concepto de por medio alude a la estrategia de tomar una distancia respecto al tema de expresión, una distancia ni lineal ni temporal en sí, sino que más bien sería el resultado de un desplazamiento de lo real y lo simbólico, una oblicuidad o, mejor dicho, un lance transversal, una deformación respecto del punto de referencia originario, que está y no está al mismo tiempo. En los años que transcurrieron entre mi primera formación escolar y la madurez hubo un trastorno técnico en el mundo que afectó el concepto de escritura, y que terminó por influir lo que sería mi tarea a lo largo de la vida: la oscilación entre la grafía y la agrafía; entre escribir y la incapacidad de escribir o no saber hacerlo. Las limitaciones del deseo de por medio y la dificultad de aprender a realizarlo. A edad temprana llevé un curso de escritura (o caligrafía) que consistía en llenar hojas completas con ejercicios de trazos rectos mediante mi mano derecha, circulares, continuos o discontinuos. O bien, la reiteración de frases una y otra vez. El método de Austin Norman Palmer de escritura comercial que privilegiaba la escritura cursiva. Después vendría el uso generalizado de la escritura de molde. Mi padre tenía una escritura que me parecía impresionante: exacta y armónica. Me atraía sobre todo su firma o signatura: un conjunto inclinado de abajo hacia arriba y de derecha a izquierda que desplegaba su nombre J(osé) J(esús) GonzálezV(izcaya). Una suerte de estandarte. Su 12
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rúbrica era un rasgo que, al salir de la punta externa de la “V”, daba un giro circular para terminar en un trazo horizontal que subrayaba toda la firma y se disolvía en un gancho interior, resonante debajo de la primera “J”. El acento de la “á” enseñoreaba la parte superior justo en medio del conjunto caligráfico.
Firma de José de Jesús González Vizcaya, 1950
Para mi mente infantil de entonces (que aún suele reaparecer de pronto en la edad adulta), lo más atrayente de la signatura de mi padre era la tinta de color que usaba: de dignatario o funcionario (en algún momento tuvo cargos administrativos en la Unión de Comerciantes de Frutas y Legumbres a mediados de los años cuarenta del siglo xx): color marrón oscuro, púrpura, azul y, quizás su favorita, la verde esmeralda. Sus plumas eran Parker, Sheaffer (norteamericanas) y Tiku (alemana). Mi padre cursó estudios básicos, elementos de comercio y de guitarra en una academia. Vinculo en mi memoria las hojas del cuaderno caligráfico y el papel pautado de la notación musical (que aún quisiera saber: aprendí a tocar guitarra por los patrones que nos enseñó mi padre y, más por práctica de autoaprendizaje en manuales que visualizaban posiciones armónicas que por teoría o educación formal; el solfeo en el coro escolar fue sucinto, acordes, blancas, negras, redondas… y se disolvió en aquellas mañanas de ensayo). 13
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Hacia la mitad del siglo xx, la papelería y los documentos oficiales dejaron de hacerse por caligrafía y se aplicó la letra de molde de las máquinas de escribir. Inició el ocaso de las viejas papelerías-librerías donde se expendían materiales, utensilios e instrumentos de soporte analógico, que incluían cuadernos, libros de tránsito topográfico, libros contables, talonarios de recibos, sellos de goma, lápices, lapiceros, puntillas, plumas, plumillas, tarjetas, tarjeteros, carpetas, cartapacios, borradores, tintas, compases, reglas, reglas de cálculo, escuadras, pentagramas, teodolitos, transportadores, clips y una innumerable cantidad de objetos multiformes y cosas de oficina que unían armonía, equilibrio, servicio con aromas, texturas, formas sorprendentes. Entre todos ellos, la tinta china hacía reinar su espíritu vegetal y embriagador. Ya desde los estudios preuniversitarios, a los alumnos se nos comenzaba a solicitar que los trabajos dejaran de entregarse “a mano” (es decir, en escritura caligráfica) para favorecer el uso dactilográfico. A esa tendencia atribuyo que mi propia firma imite caracteres tipográficos de trazo rectilíneo, impositivo y obvio, al contrario de los redondeados y elegantes que usó mi padre.
Firma de SGR, 2010
Alguna vez un experto grafólogo dictaminó a partir de mi firma: “Se trata de una persona centrada pero cautelosa, con una extraversión moderada. Sus caracteres rectos y angulosos muestran disciplina, orden y cierto pragmatismo. Presenta una personalidad equilibrada que acepta sus aciertos y sus errores. Su accionar es medido y justo. Carece de 14
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rúbrica: su firma es legible por completo, texto directo, lo que realza autenticidad y claridad. La persona se acepta tal cual es: tiene buena autoimagen y se valora. El uso de su nombre completo denota equilibrio entre el rol social y el familiar, entre el yo y la tradición”. El cardenal Richelieu dijo unas palabras de las que me apropio ahora: “Dadme seis líneas escritas de puño y letra del hombre más honrado y hallaré en ellas un motivo para hacerle encarcelar”. Sí, a los doce años el lenguaje que predominaba en mí era de tipo verbal (me recuerdo en un ejercicio de declamación de poesía al frente del salón de clases: “El desertor” de Salvador Díaz Mirón: “Allá junto al viejo muro, / entre la yerba escondida, / el campo alegre y florido, / el cielo apacible y puro…”). A los trece redacté mi primer cuento para la clase de gramática, un trasunto de alguna lectura previa, creo recordar. A esa edad fundamos mi hermano Pablo y yo un grupo de rock. Compondría canciones y escribiría las letras. En esa época empecé a intuir que el bajo eléctrico que llegaría a tocar podría combinarlo con la máquina de escribir: ambos eran medios expresivos e implicaban por igual la escritura. Mi tránsito de la música a la escritura periodística y literaria fue muy complicado y doloroso por el abandono del modo de vida, afectos y relaciones de la escena musical en busca de un lugar hospitalario en otro ámbito del que desconocía todo. Llevó años de estudios universitarios y frecuentar a nuevos amigos el poder acercarme a una posibilidad de supervivencia profesional, en cuyo centro se hallaba algo aún distante de mí: la grafía propia que no fuera la glosa de escrituras ajenas por vía de las reseñas bibliográficas o las traducciones del inglés al español. O el uso (ahora en declive) de los signos para la corrección tipográfica y de estilo. La escritura, la música, el papel rayado (de cuaderno tradicional o códex), el papel pautado (o de tablatura-acordes), 15
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el teclado de la máquina de escribir (Remington, Hermes Baby, ibm eléctrica de esfera tipográfica) o la computadora (Mac Classic, iMac, iBook, MacBook Air) que siempre me han acompañado son variantes del bajo eléctrico de cuatro cuerdas de origen: Gibson, eb-0, creado en 1951; yo lo tuve veinte años después de esa fecha. El bajo eléctrico emite un rango de frecuencia fundamental de 41-300 KHz y armónica de 1-7 KHz, y se ejecuta para indicar el marco de armonía y marcar el tiempo o pulso rítmico. Su ondulación acústica penetra lo terrestre y vibra a través de edificios y cuerpos orgánicos. Tan directo como subrepticio. ¿Está allí la raíz de mi patrón de pensar y estilo literario, hecho de asertos, acentos, pausas, resonancias, titubeos, deslizamientos (glissandi ) que recaen en lo humano, o en el misterio? Todo deseo termina en una pregunta. Llegué a identificar la idea de publicar mis textos en diarios, revistas o libros escritos a mano, con mi propia letra: la pluma (como antes la plumilla al tocar el bajo eléctrico) fue abandonada por mí para, primero, tocar el instrumento musical con los dedos en forma directa sobre las cuerdas y, más adelante, dejé el bajo para asumir el teclado de escribir. Pasarían muchos años antes de que recuperara la ejecución del bajo. Entonces, ya dominaría (por decirlo así, aunque sea una mentira), la escritura narrativa y ensayística (el mal de poesía nunca prendió en mí excepto en tanto afán de lector: “… Difícil será volver a verte / como difícil será olvidarte / siempre vivirás en mi memoria / como un recuerdo dulce de lo amado”. Puaf. A los quince años supe que escribir poemas no era para mí, mucho menos, la lírica). Mientras hallaba la grafía propia, más allá de las reiteraciones de otros, practiqué un arte en sí: el de los subrayados. Expresión previa a la escritura, los subrayados son el oficio del lector que, entre sumiso o admirativo, busca una 16
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forma esencial de dialogar con la obra consumada por otros. A los subrayados se les ha otorgado un rango importante en el proceso de aprendizaje bajo el modelo humanista en torno del libro y la lectura que dominó durante dos mil años de civilización, un eco del oficio de copista. Subrayar con una línea horizontal las frases o conceptos que despiertan interés, curiosidad o valor en el lector fue uno de los dones del libro desde Gutenberg a la fecha, y que a partir del siglo xix comenzó, por el auge de las ediciones industriales, a generalizarse en el mundo. En mi caso, he preferido un método complejo de subrayar, que implica el trazo horizontal debajo de la línea tipográfica, las anotaciones arriba de las páginas o al pie de ellas, las marcas al margen (con una línea vertical al lado del párrafo llamativo, signos de admiración o interrogativos, asteriscos, flechas, etcétera), o con pegatinas de color, clips o papeles insertados. Su jerarquía revela vehemencia y admiración. Lecturas sublunares, especulativas, divagaciones. Algunos han creído hallar un “arte de subrayar” al elegir aquellas frases o párrafos que, a su parecer, indican sabiduría, certeza, criterios dignos de ser imitados o reproducidos. El empeño al estilo de un Thesaurus o libro de palabras o conceptos de un área del conocimiento, ya sea general o especializado, y que confía en su utilidad citable. Mis subrayados han sido la sustancia que, a partir de las entrelíneas aprendidas, germinó mi propia escritura. Una práctica de ensamble o carpintería mental. Sin ellos, jamás habría superado la agrafía, casi natural en alguien que venía de la esfera de la música y se introdujo en la de la letra impresa. Recuerdo que al leer la traducción al español de la obra mayor sobre la traducción que se ha escrito, Después de Babel de George Steiner, empecé a vencer la agrafía: cada una de las páginas del libro está saturada de mis subrayados y marcas en un festín liberador. Así definí mi nueva tarea 17
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expresiva: comprendí que yo mismo debía traducirme al mundo de otro modo. “Sin traducción”, ha escrito Steiner, “habitaríamos provincias lindantes con el silencio.” Del ahogo de la agrafía pude pasar a la lentitud del fraseo proveniente de mis perplejidades. Escribir cada frase, cada línea era arduo y a la vez liberador. Intenté llevar un cuaderno de notas y fracasé: mi egocentrismo era decepcionante. La escritura, para mí, es para otros. Lo único rescatable del aquel cuaderno amarillo (y luego llevé libretas portátiles muy pequeñas de tapas rojas para impresiones al vuelo) fueron los primeros apuntes sobre los sueños que consigné: entendí que, por las noches, alguien me deletreaba y me hacía vivir aventuras vívidas en el reverso de mis horas diurnas. Recuerdo que las vinculaciones entre la caligrafía y las artes marciales son un tema distintivo de la cultura china. En Occidente, en cambio, tuvo que acontecer la modernidad para que un instrumento, la estilográfica o el teclado de escribir, se convirtiera en una suerte de equivalente de aquel nexo entre la escritura y una actividad beligerante. En otras palabras, la crítica, la provocación, el cuestionamiento radical. La pluma occidental como espada jamás habría tenido aquella fortaleza real y simbólica. ¿Mi propia escritura habrá sido un simulacro de un arte marcial? Toda pregunta encubre un deseo. El invento de la máquina de escribir y el teclado es consustancial al despunte de la revolución tecnológica que comienza con la máquina de vapor, la balística y el resto de los armamentos que hicieron posible la guerra a distancia. Al generalizarse el uso de la dactilografía, el escritor pudo convertirse también en un guerrero moderno en el campo de batalla de la letra impresa, en especial, en cuanto al periodismo, pero en el pensar también. En su ensayo Gramophone, Film, Typewriter, Friedrich A. Kittler explica que fue tal el impacto del uso de la máquina 18
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de escribir en el filósofo Friedrich Nietzsche que cambió su estilo de redactar: de los argumentos pasó a los aforismos, de los pensamientos a los juegos de palabras, de la retórica a las frases telegráficas. Habría que añadir que tal metamorfosis, suerte de código morse filosofal, empleaba las palabras como balas hacia el corazón del lenguaje y de la mente. El propio Nietzsche describió así dicha experiencia: “Nuestras herramientas de escritura también trabajan sobre nuestras ideas” (ibid.). En realidad, debió decir contra nuestras ideas. Vale precisar que la máquina de escribir a partir de la que derivó semejante aserto tenía un teclado semicircular sobre el que los dedos se convertían en un martilleo, en un torrente mecánico, que podía utilizar a favor incluso la errata tipográfica. Lo compulsivo de la tarea implicaba la escritura automática que desarrollarían los surrealistas me dio siglo más tarde. El vanguardista Jean Cocteau afirmaba que quienes escriben a máquina no sólo son veloces en el sentido de los músicos de jazz, como quería Blaise Cendrars, sino que son rapidísimos al igual que el fuego de las ametralladoras. El impulso maquinal de la modernidad de Occidente poco tiene que ver con el pausado y meditativo uso de la caligrafía para entrenar en alguna de las artes marciales, la equilibrada síntesis del arte y el uso letal del cuerpo humano en la estrategia de defensa-ataque. Entre otras secuencias antológicas del cine de Zhang Yimou, está aquella que muestra a un viejo maestro rodeado de sus alumnos en un taller de caligrafía, de donde han salido los mejores guerreros chinos en una época mitológica. Algo semejante anticipó Ang Lee en otra secuencia de su película El tigre y el dragón; la joven discípula rebelde practica la caligrafía mientras en secreto mejora su dominio de las artes marciales. Un vislumbre a lo estratégico. 19
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El contraste cultural entre Oriente y Occidente, en particular el que compete al sentido de la estrategia, aparece en un libro: Tratado de la eficacia, de François Jullien. A partir del estudio de dos conceptos básicos, es decir, la situación o configuración (xing), tal como se presenta a nuestros ojos, y el potencial (shi ) que implica la primera y que puede ser empleado a favor del observador, el filósofo francés realiza un examen a fondo de las connotaciones culturales de por medio. Si el pensamiento occidental se propuso accionar en el mundo sobre el fundamento de un ideal, de hecho, bajo una dinámica que implica objetivo-ideal-voluntad, el pensamiento chino se limita a reconocer la situación con el potencial distinguible. Jullien explica así estas ideas: “Una vez localizado el potencial, los pensadores chinos de la estrategia sacaron sus conclusiones. Ahora bien, éstas ponen en tela de juicio lo que podría ser un concepto humanista de la eficacia, ya que lo que cuenta no es tanto nuestra dedicación personal, imponiéndose al mundo gracias a nuestro esfuerzo, como el condicionamiento objetivo que resulta de la situación: eso es lo que debo explotar, con eso debo contar, eso sólo es suficiente para determinar el éxito”. En síntesis, sólo tengo que dejar actuar aquello, concluye Jullien. Las implicaciones del hallazgo de lo potencial son vastas, y sólo de ponderarlas a primera vista echan abajo el edificio del pensamiento occidental y sus tótems, por ejemplo, la diferencia entre la teoría y la práctica. Aparte de examinar los efectos del pensamiento oriental en las nociones y explotaciones de la estrategia, Jullien aborda las contigüidades entre eficacia y eficiencia, la lógica de la manipulación, el uso de lo persuasivo, y muestra la importancia de las imágenes del agua en la cultura china. Por último, su libro incluye un hermoso glosario ilustrado 20
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de expresiones chinas. La unión del arte, el concepto y la lengua. François Jullien expresa que debió escribir su libro ya no como un Tratado de la eficacia, sino al revés: como un elogio de la resistencia, o “de la no tolerancia hacia la realidad, del contraefecto”, que evocaría de inmediato la misma sustancia que da forma a las artes marciales chinas. Podría adelantarse que tal giro, reducido al límite, anunciaría el abandono del teclado y la vuelta a la caligrafía. Sin embargo, el universo tipográfico y de páginas de medio milenio atrás persiste en retarnos. ¿Uno es los libros que ha leído? Quiero creer que sí en buena parte. Sobre todo, cuando se trata de libros leídos durante la edad formativa. Una vez me preguntaron que, sin pensarlo demasiado, enumerará diez libros que influyeron en mi vida. Respondí casi de inmediato con una lista que ahora razono: Pinocchio de Carlo Collodi, la picaresca de un muñeco de madera en una novela instructiva y compleja bajo un mundo fantástico y al mismo tiempo real. Confluyen allí el mito y las metamorfosis, la magia y el deseo, así como la confrontación del bien y del mal. Un libro abrumador en busca de un final terso. En la infancia me estremeció la malicia de los pillos y sus acechos. La Virgen de los cristeros de Fernando Robles, una novela sobre el levantamiento cristero de la primera mitad del siglo xx en México y en la que se entrelaza un romance entre un joven del Bajío y una muchacha hermosa que está en el centro del relato. Refleja las pugnas de la época y una visión idílica ante una realidad en crisis. Mi primer encuentro con la sensualidad a los diez años por vía de la heroína Carmen. Pancho Villa, rayo y azote de Rafael F. Muñoz, una biografía sobre el revolucionario Francisco Villa que, si bien presentaba los aspectos contrastantes de su vida, rescataba 21
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sobre todo su arraigo popular y sus intenciones justicieras en medio de la épica de una guerra civil, con lo que contribuía a prolongar la leyenda que hasta la fecha ha prevalecido de él. Las páginas olían a pólvora y aventura sin fin, incluso más allá de la muerte. Mía es la venganza de Micky Spillane, un thriller en el que aparece el detective Mike Hammer en una ciudad de Nueva York que confronta la opulencia y lo sórdido durante la posguerra. El poder y el crimen unidos en sus secretos con música de jazz de fondo y el uso de la violencia personal en tanto recurso veloz para ejercer castigos y develar verdades. La sexualidad y el espanto en plenitud, el lenguaje exacto y brutal. Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque, una novela antibélica que acontece en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, narrada por un soldado alemán. Retrato descarnado de la estupidez y la violencia que tiene como trasfondo vindicar la amistad y la lealtad incondicionales en situaciones de extremo peligro. Una obra letal contra la manipulación de la guerra. El retorno de los brujos de Jacques Bergier y Louis Pauwels, un compendio de literatura, mitos, esoterismo, relatos fantásticos, misterios y divulgación científica. Un libro que es muchos en uno solo y que, desde la portada, significaba un dispositivo inagotable para la curiosidad al plantear más preguntas que respuestas. Nada en sus páginas está dado: todo es incierto. Su forma proteica me ha acompañado siempre. El Aleph de Jorge Luis Borges, cuyos relatos me llevaron a la literatura y definieron mis obsesiones de lectura. Los símbolos, la encrucijada entre la antigüedad y el presente, el descentramiento del mundo por la invención, la escritura oblicua, la narrativa filosófica y el lenguaje excéntrico que constituyen desafíos permanentes. La vida nunca es igual después de leer la ironía universal llamada Borges. 22
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