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EL ASOMBRO Y EL MIEDO (LA CRISIS Y LA GUERRA) CARLOS BRAVO REGIDOR
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Los sueños son engañosos; cagarse en la cama, eso es lo verdadero. E. M. Cioran
I La Esperanza se desplomó. Las autoridades informan que, conforme al protocolo de peritajes para el patrimonio dañado, especialistas tomarán fotografías y otras referencias de sus restos. Con esa información se elaborará un dictamen y un grupo de restauradores se dará a la tarea de realizar una réplica. Sobrevivieron en su sitio la Fe y la Caridad, que siguen coronando la puerta principal de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Pero el tríptico escultórico de Manuel Tolsá, flanqueado por una bandera nacional a media asta, luce, por ahora, incompleto. Lo único evidente tras el sismo del 19 de septiembre de 2017, exactamente treinta y dos
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años después del terremoto de 1985, es que la Esperanza se desplomó.
II Yo tenía siete años en el 85. Me ponía los calcetines, sentado en el borde de mi cama, cuando comencé a balancearme. El rostro de mi mamá apareció de repente. Me dijo “está temblando” y nos acurrucamos debajo del marco de la puerta de la recámara, quietos, mirando cómo se movían las lámparas de nuestro departamento en la colonia Albert, junto a la Portales. En mi memoria guardo más el asombro que el miedo: la sensación de vivir algo nuevo. Retomamos la rutina con algo de retraso. Subimos al coche, un inolvidable vocho naranja, y emprendimos el camino. En la radio alcanzamos a escuchar los primeros minutos de la crónica espontánea de Jacobo Zabludovsky desde el Paseo de la Reforma. “Quizás hay un poquito más de tráfico”, decía, “pero ningún motivo para impedir que la gente haga su vida normal”. Mi mamá me dejó en la escuela y se fue al trabajo. Un par de horas más tarde, cuando la desengañada voz de Zabludovsky se quebró al reconocer la magnitud de la devastación, regresó por mí.
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III El sismo de 2017 me encontró co-conduciendo en vivo un noticiero de radio. Apenas arrancábamos el programa cuando sentimos el jalón. Titubeamos un poco, mas en cuanto sonó la alerta sísmica abandonamos la cabina. Pasé la mayor parte del temblor como si estuviera en un concierto, moviéndome al ritmo de la multitud que evacuaba el edificio. No recuerdo haber visto nada más que la pantalla de mi teléfono celular, con el que insistí sin éxito contactar a mi esposa y mis padres. Pensé en mis hijos y sentí como si dejara de respirar. Pensé sobre todo en mi hija, que aún estaría en la escuela y que tiene la misma edad que yo tuve en el 85. A los pocos minutos regresamos al aire, forcejeando entre la urgencia de informar y la escasez de noticias. Las líneas telefónicas fallaban; internet fallaba. Todo lucía incierto, confuso, precario. A cuentagotas logramos algunos enlaces, pero pasó cerca de una hora hasta que dimos la primera nota verificada de un edificio derrumbado. Estaba a tres kilómetros de donde nos encontrábamos, en la Del Valle. El resto del tiempo se nos fue en el recuento cada vez más abultado de los daños. Al concluir tiré la escaleta a la basura. Intacta, era el mudo testimonio de un tiempo roto, reliquia de noticias que no fueron. Saliendo de la estación pude, por fin, comunicarme con mis padres y mi esposa. Todos bien, también los niños. Dos horas después del temblor respiré de nuevo.
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IV Me pregunto qué decían las escaletas de los noticieros de la mañana del 19 de septiembre de 1985, cuáles eran las noticias antes de que a las 7:17 empezara a temblar. En la hemeroteca encontré una respuesta aproximada en los periódicos del día: “Intolerable apremio de las tasas de interés: Miterrand” (Excélsior); “En 21.6% se excedió el pago de intereses del Gobierno” (El Universal); “Demanda de emergencia, pospuesta por el Congreso del Trabajo” (La Jornada); “1.8 billones, déficit en la cuenta federal” (Unomásuno); “En puerta, la ley Antidumping” (El Financiero). De la escaleta para el noticiero de la una de la tarde del 19 de septiembre de 2017 recuerdo un par de notas. Una sobre los trabajos de reconstrucción en Oaxaca y Chiapas, donde el 7 de septiembre otro sismo mató a noventa y seis personas y dañó miles de edificios. Y otra sobre la respuesta del gobierno poblano al asesinato de Mara Castilla, una estudiante de diecinueve años de la Universidad Popular Autónoma del estado. Los encabezados de las primeras planas de ese día decían: “Narcoviolencia rebasa los cien mil ejecutados” (Milenio); “tlcan: obstáculos en doce temas, avances en siete” (El Financiero); “Salpica Odebrecht a tres calderonistas” (Reforma); “En Puebla, Edomex y Chihuahua, 368 mujeres asesinadas” (La Jornada); “Compra de voto lidera delitos electorales” (El Universal). Dos Méxicos. Dos momentos. ¿Dos historias?
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V Una vez al año, con un colega de la universidad un poco mayor, imparto una clase sobre la larga década de 1980. Es parte de un curso sobre historia de México. Enseño mi mitad en un registro más o menos ortodoxo, distante, académico. Describo los principales acontecimientos entre 1982 y 1994, expongo la economía política del “ajuste estructural” y ofrezco muchas cifras para que –según yo– los estudiantes se hagan una idea general de cuán difíciles fueron esos años. Hablo de los asfixiantes costos financieros de la deuda, de la baja recaudación fiscal, de la dependencia de la renta petrolera. Muestro gráficas sobre la caída del precio del crudo, la devaluación del peso, la retracción del pib. Y cierro con el alza de la inflación y la atroz pérdida de poder adquisitivo de los salarios. Mi colega interviene entonces para advertir que todo eso es cierto, pero que decirlo como lo digo yo es como hablar con la fría precisión de un cirujano que debió serrucharle sin anestesia dos miembros a un paciente. Recuerda que el habla popular acuñó una expresión más vívida para dar cuenta de la traumática cotidianidad de esos indicadores: “la crisis”. Y cuenta su experiencia en tiempo real de aquella época: la pérdida de patrimonios, el colapso de las certezas clasemedieras, la angustia de que al país se lo llevaba el diablo. No era una crisis circunscrita a un ámbito específico (la educación, la vivienda, la familia), ni un trance difícil pero de resolución más o menos previsible. Se trataba, como lo ha estudia-
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do Claudio Lomnitz, de una sensación de incertidumbre que colonizaba la totalidad de la experiencia histórica: que desacreditaba cualquier narrativa de redención; que ponía en entredicho todo sentido de continuidad o de estabilidad; que destruía, en suma, la capacidad de producir imágenes creíbles de un futuro deseable.4 En esas estábamos, remata mi colega, cuando ocurrió el temblor del 85.
VI Con el temblor del 85 se gestó en la opinión pública una suerte de relato mítico en torno a tres protagonistas. El primero, la multitud anónima –compuesta más que nada por jóvenes– que espontáneamente se volcó sobre las zonas afectadas para entregarse a las labores de rescate y auxilio. El segundo, el gobierno, en especial el presidente Miguel de la Madrid y su equipo, que no supo reaccionar conforme a la gravedad de las circunstancias y se mostró débil, insensible, inepto. Y el tercero, los damnificados de sectores populares y clases medias que, ante la falta de apoyo oficial, se movilizaron para protestar y exigir respuestas. Los grandes temas de dicho relato fueron la solidaridad social, la incompetencia gubernamental y la organización cívica. 4 El estudio de Claudio Lomnitz se llama “Tiempos de crisis: el espectáculo de la debacle en la ciudad de México” y está en el libro La nación desdibujada. México en trece ensayos, publicado por Malpaso Ediciones en 2016.
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Con el paso del tiempo esos tres protagonistas se reconfiguraron como dos polos de un antagonismo. De un lado el Estado autoritario, cuyas instituciones estaban rebasadas y eran incapaces de atender los problemas de la población; cuyo discurso sonaba ya caduco e inoperante para comunicar acciones y propósitos públicos; y cuyas élites carecían de legitimidad y liderazgo. Del otro lado, la sociedad civil, que emergía no sólo como un nuevo actor político, distinto y en cierto sentido hasta contrapuesto a “el pueblo” o “las masas”, sino cuyo germinar en la experiencia de los escombros habría de convertirla en el motor de una promesa democrática que intentaba proyectarse hacia el porvenir.5 Acaso la voz más aventajada en la articulación de ese relato –deficitario en términos históricos pero de extraordinaria eficacia simbólica–6 fue la de Carlos Monsiváis: Lo ocurrido el 19 de septiembre y en los días siguientes reveló claramente la necesidad generalizada de una sociedad civil, que al permitirle a la gente desplegar sus propias capacidades, señalase los límites del Estado […] En su forma más extraordinaria, el impulso dura cuatro días; pero estos son suficientes para hacernos 5 Aquí sigo de cerca el argumento de Alejandra Leal Martínez en “De pueblo a sociedad civil: el discurso político después del sismo de 1985”, publicado por la Revista Mexicana de Sociología 76, en su edición de julio-septiembre de 2014. 6 Tomo prestado este concepto de Claude Levi-Strauss. Está en el capítulo “La eficacia simbólica” de su Antropología estructural, publicada por Paidós en Barcelona, en 1995.
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vislumbrar una nación distinta, donde la participación ciudadana será elemento indispensable de gobierno […] Una sociedad lograba salvar vidas sin esperar la acción burocrática y los trámites de costumbre; una sociedad salvaba vidas guidada por su instinto y su invención. Esto fue un cambio radical […] El Estado mexicano moviliza fuerzas considerables pero no dispone, quizá por su extrema juventud (apenas tiene 60 años) de mayor experiencia organizativa. Es un Estado que, en la gran crisis, se exhibe dividido en fragmentos, no es unitario sino casi feudal. Creo que desde los años cuarenta, el Estado tiende por ley de menor resistencia, a ser unión de tribus que se aglutinan en lo esencial pero no se vinculan orgánicamente, y esto se probó de modo dramático los primeros días de la tragedia […] El pueblo le tomó la medida al Gobierno y el gusto a su conversión en sociedad civil.7
Ese relato acabaría entremezclándose con otros, formulados a la saga de la nacionalización bancaria de 1982 o acompañando el ciclo de reformas electorales de 1977 a 1996, para narrar eso que se llamó “la transición mexicana a la democracia”.
7 Monsiváis lo escribió en “La auto organización ciudadana equivalió a una desobediencia civil”, su texto en el libro Esto pasó en México, publicado por la Editorial Extemporáneos en 1985.
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VII Tal vez en unos años me toque dar clase con un colega algo más joven sobre el México, digamos, de 2006 a 2018. Mi colega dirá que el país del sismo del 2017 era muy distinto al de 1985. Pero advertirá que era un México extremadamente desigual; donde, por ejemplo, la fortuna de cuatro individuos –Slim, Larrea, Bailleres y Salinas Pliego– equivalía al nueve por ciento del pib; o donde la diferencia entre Nuevo León y Chiapas equivalía, en términos de desarrollo humano, a la diferencia entre Uruguay y Siria. Expondrá también cómo la impunidad y la corrupción lastraban la vida pública, recurriendo a abundantes datos sobre el hoyo negro que era el sistema de justicia, o contando la historia de cómo nuestro Watergate de 2014 –la Casa Blanca de Peña Nieto– no terminó con una renuncia forzada como la de Nixon sino con el despido fulminante de los periodistas que la investigaron. Yo intervendré entonces, en primera persona del testimonial, para evocar el vernacular mexicano con el que esa época aprendió a denominarse a sí misma: “la guerra”. Abriré no sólo con la danza macabra de los números de la violencia (homicidios, desaparecidos, desplazados, secuestros, robos, feminicidios, agresiones contra periodistas, y demás) sino con multitud de anécdotas de parientes y amigos. Comentaré cómo nos acostumbramos a que las fuerzas armadas asumieran labores de policía y, al mismo tiempo, a la siniestra normalidad de esa zona gris donde crimen organizado y autoridades se volvieron in-
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distinguibles. Explicaré cómo fue que representarnos la violencia como un mero asunto entre malandros socavó los fundamentos morales de la solidaridad ciudadana, cómo cada quien seguía cultivando su jardín mientras el país estaba en llamas. Y argumentaré que esa sensación de inseguridad acumulada condujo a ciertas clases medias –cuya lealtad democrática nunca debimos dar por sentada– a entregarse al populismo de la mano dura que entiende el “estado de derecho” no como rule of law sino como law and order. En esas estábamos, remataré ahora yo, cuando llegaron no una sino dos convulsiones: el triunfo de Donald Trump en noviembre de 2016 y el sismo de septiembre de 2017.
VIII El sismo de 2017 no tiene todavía un relato propio. Quizás es demasiado pronto. O quizá, dado que sus efectos por muertes y daños fueron mucho menores,8 no producirá nada equivalente al del 85. Con todo, ubico tres hilos en la conversación pública que algo sugieren sobre el contexto en el que se insertó el temblor. El primero es la inquebrantable sospecha de que algo está podrido. Por la complicidad de funcionarios del gobierno de la ciudad con desarrolladoras inmobiliarias; 8 Nacho Marván ha contrastado las diferencias entre ambos sismos en “Dos sismos frente a frente: 1985-2017”, publicado en la edición de Nexos de noviembre de 2017.
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porque nadie espera que de veras se investigue y se determinen responsabilidades por los edificios que se cayeron; porque hay mucho recelo con cómo se manejarán los recursos para la reconstrucción. El temblor exhibe lo público, pues, como un ámbito donde la única divisa posible es la desconfianza. El segundo es la furia contra los políticos, que cristalizó en la propuesta de eliminar el presupuesto público que se asigna a los partidos y usarlo en la reconstrucción. Una propuesta de dientes para afuera, sin viabilidad, muy contraproducente para la equidad en la competencia democrática aunque magnífica para el dinero sucio, y cuyo mérito pugnaron por adjudicarse los mismos dirigentes partidistas. El temblor como combustible de una fantasía de revancha contra la clase política que es perfectamente susceptible de ser manipulada por la propia clase política. El tercer hilo es la propensión a la hipérbole, el cuento que necesitamos contarnos sobre lo únicos y solidarios que somos los mexicanos frente a la desgracia. Pero no, ayudar cuando la naturaleza agrede es una reacción normal, no una cualidad extraordinaria que nos distinga sólo a nosotros.9 Como escribió María Scherer, devolviéndole algo de cordura a una opinión pública tan dada a la autocomplacencia: No nos hemos convertido en héroes. La convulsión nos 9 Esto lo ha argumentado muy persuasivamente Rebecca Solnit en su libro A Paradise Built in Hell. The Extraordinary Communities That Arise in Disaster, publicado por Penguin Books en 2009. Agradezco a Andrés Martínez por recomendármelo.
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ha devuelto a nuestra condición humana. Hay tiempos en los que la solidaridad es exigencia, y la defensa y el cuidado de unos a los otros es obligación […] Cada quien hizo lo que tenía que hacer. Porque eso nos hace personas. Porque nos debemos a los demás. Porque de otro modo nos aceptaríamos como seres miserables.10
Desconfianza, furia y autocomplacencia: ¿qué frutos rendirían, en qué habrían de traducirse, en las elecciones de 2018?
IX Si el temblor del 85 simbolizó el fin del viejo régimen autoritario y el surgimiento de una promesa democrática con el despertar sociedad civil, quizás el temblor del 2017 represente el ocaso de esa promesa y el principio de un nuevo régimen posdemocrático, aunque con más apoyo social del que nuestra “ceguera ilustrada” será capaz de reconocer.11 Me miro en el espejo y aún puedo ver algo del rostro de aquel niño asombrado del 85. Miro a mis hijos y también encuentro en ellos rastros de aquel rostro. Pero la historia con la que crecí durante estos treinta y dos años 10 El texto de María Scherer, “¿Héroes? A veces la solidaridad es exigencia”, se publicó en El Financiero diez días después del sismo. 11 Retomo la idea de la “ceguera ilustrada” del ensayo de Antonio Álvarez, “Nuestra imagen de la política popular: un caso de ceguera ilustrada”, publicado en el portal electrónico horizontal.mx en marzo de 2015.
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hace agua, está desdicha, ya no sirve. Pasa el temblor de 2017 y caigo en la cuenta de que no tengo otra historia que contarles a ellos. Ahora sí: más que el asombro, lo que me queda es el miedo.
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