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un camello en el ojo de la aguja
Imanol Caneyada
un camello en el ojo de la aguja
Un camello en el ojo de la aguja Primera edición, 2017 © Imanol Caneyada, por el texto © Carlos Santa Cruz, por las lustraciones Coedición: Ricardo Alonso Lugo Viñas Secretaría de Cultura Dirección General de Publicaciones D.R. © 2017, Ricardo Alonso Lugo Viñas Editorial Los bastardos de la uva Enrique Bordes Mangel 4015 Col. Ampliación Asturias, Del. Cuauhtémoc C.P. 06890, Ciudad de México. uvastardos@hotmail.com www.losbastardosdelauva.com D.R. © 2017, de la presente edición Secretaría de Cultura Dirección General de Publicaciones Av. Paseo de la Reforma 175, Col. Cuauhtémoc C.P. 06500, Ciudad de México www.cultura.gob.mx Diseño: Alejandra Espinosa ISBN: 978-607-97359-3-7, Los bastardos de la uva ISBN: 978-607-745-696-4, Secretaría de Cultura Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores. Impreso en México / Printed in Mexico
El nudo de las pretensiones y las contrapretensiones, del odio y el resentimiento se aprieta con tanta fuerza‌ Leszek Kolakowski
Glosa éuscara La siguiente es una glosa con las palabras que en el texto aparecen en vasco, cuya comprensión facilitará la lectura de la novela. Abertzale: Nacionalista Aupa: Arriba, adelante, viva. Bat: Uno, una. Borrokalari: Luchador Euskera: Idioma que se habla en el País Vasco. Se agru- pa, junto con el húngaro y el finés, en la fami- lia de las lenguas de origen desconocido. Eusko Gudariak: Canción de los soldados vascos que participa- ron en las guerras carlistas, adoptada como himno por las nacionalistas vascos. Erdera: Español (idioma). Ez: No. Herriko taberna: Bar del pueblo. Punto de reunión de los simpa tizantes de la izquierda nacionalista y eta. Iru: Tres. Jarrai: Juventud. Nombre que se le daba a la organiza ción juvenil de Herri Batasuna (hb), brazo po lítico de eta. 8
Kaixo: Hola. Kale Borroka:
Lucha en las calles. Se entiende por los pequeños actos de terrorismo que los jóvenes, organizados por los brazos políticos de la izquierda nacionalista, llevan a cabo contra objetivos identificados como españoles. Por ejemplo, incendiar sedes de partidos políticos no nacionalistas o propinar palizas a sus militantes.
Kontuz: Cuidado, atención. Lasai: Tranquilo. Nola zaude zu?: ¿Cómo estás? Orio: Nombre de un pueblo pesquero de la región vasca cuyos remeros son célebres. Además sig nifica amarillo. Sirimiri: Lluvia fina y constante, calabobos, chipi-chipi. Txalupa: Barca. Txapeldun: Campeón. Txikito: Pequeño vaso de vino. Zulo: Agujero. Las prisiones que eta construye bajo tierra para encerrar a los secuestrados durante la negociación. Zurito: Pequeño vaso de cerveza.
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1. Mammon de iniquidad
Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo; así que si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas? Ninguno puede servir a dos señores; porque aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéís servir a Dios y a las riquezas. Mateo 6: 21-24
(O de cómo Mammon supo convertirse en Dios y el dilema de servir a dos señores fue resuelto para solaz de clérigos y otra canalla). 11
A
l igual que Cristo en el Gólgota, tenía treinta y tres años cuando reaparecí en el pueblo. Ninguno de sus habitantes había sabido de mí hasta entonces, entre otras cosas, porque nadie me recordaba. Nadie me echó de menos. Me esfumé al día siguiente del baile de graduación de la preparatoria: fui la burla de Hernández, como siempre, y puse una y otra vez la otra mejilla para que la puteara con su implacable sevicia. Creía que únicamente así sería aceptado, tan enano yo, tan sin vello, tan osito de peluche. Tenía la edad de Cristo en el crucifijo cuando reaparecí en el pueblo. Aquellos que fueron reconociéndome en el imbécil muchacho al que habían humillado hacía ya un tiempo sin memoria, sólo entonces se acordaron de que había existido y desaparecido durante quince años. Tres lustros en los que no me habían dedicado ni siquiera un pensamiento de lástima o desprecio. Y se sintieron culpables. Porque a pesar de lo enano e imberbe (hay cosas que cambian poco), el Mercedes Benz plateado con el que entré a la plaza relucía soberbio bajo el sol de abril que linchaba la tarde. En ese momento, algunos de mis viejos amigos paseaban con sus esposas bajo los 12
árboles secos de la alameda. Y me asombré que flotaran tan gordos, fodongos, aletargados, indiferentes y anacrónicos a las puertas de la iglesia de un pueblo al que había regresado para resarcirme de un pasado que no dejaba de sangrar. Me arrobó con cursilería prohibida que por un instante se congelara el pequeño mundo de la plaza y un batallón de perros y niños admirara la belleza de un vehículo inverosímil en esa aldea. Pero a medida que avanzaba, me atenazó los cojones aquella otra entrada, veinte años antes, desnudo por la calle principal, polvo y más polvo, y dos ramas de mezquite para ocultar las miserias. Hernández y su primo el Cochi habían escondido mi ropa. Descalzo un par de kilómetros desde el río. El sol me desollaba, sangraba del talón izquierdo y en pelotas por todo el pueblo. Era mediodía. ¿Qué te hicieron, m´hijo?, gritó mi madre al abrir la puerta: colorado, enano, de bruces a la fría baldosa del zaguán. El tiempo fue una amarga goma de mascar que rumié durante no sé cuantos días en la cama. El silencio, obstinado, un refugio húmedo, mientras el odio fermentaba en cada célula achicharrada, en cada neurona perezosa que había despertado con aquella misión nueva. Iban a pasar algunos años antes de que el agravio rindiera en mí tantos dividendos. Estacioné frente a la iglesia fiel a mi recuerdo, en la mismísima reja abierta para recibir a los feligreses, con el patio en romería de los hijos de todos los Hernández. Atravesé el patio que dejó de hablar para ir poco a poco reconociéndome. El mismo Hernández, a un lado del padre Hilario –almanaque de arrugas y cataratas, memoria comunal–, se ponía de acuerdo en la lectura de la celebración. Su esposa ocultaba várices y celulitis (¡quién iba a decirlo, la reina de la escuela y toda esa charada!) que tres hijos le habían labrado. ¿Sí eres? Claro que soy, el mismo. ¡Cuánto tiempo! Mejor no hablar de cosas desagradables. Pero no entendieron la broma. Ha13
bía detalles que desconocía. Por ejemplo, el único pasatiempo en el pueblo era, precisamente, remontarse al pasado y testimoniar las anécdotas de una épica baladí y decadente. Mire, padre, es el hijo de doña Tere, volvió. El rostro del sacerdote se iluminó con el recuerdo al fondo de un túnel en penumbra. Y me dio la bendición el padre Hilario que moriría medio año después. De inmediato supe que ocuparía la primera fila en los reclinatorios: brazos extendidos, resignación ante los pecados del mundo, yo mismo pecador. Y me dieron lástima (sólo un instante). Por lo que veo, te va muy bien, dijo Hernández con la envidia rezumando por los colmillos que, de pronto, se me figuraron los de una víbora decrépita. No como en aquellas otras tardes de domingo en que me agarraba de costal escuálido y desfondado, qué chinga me ponían, en ese mismo atrio, y una patada y un rodillazo y una cachetada hasta hacerme llorar, no de dolor, sino de impotencia porque no me quedaba más que cubrirme. ¡Pinche joto, defiéndete! Y el coro: joto, joto, joto. Luego comulgaban tan campantes mientras pedía que cayeran fulminados por un rayo que nunca llegó. ¡Hombre de poca fe! No puedo quejarme, le dije humilde, como si fuera el de siempre. ¡Ah, qué Toñito! Pero ella, la reina de la escuela, con todo y várices, niños y celulitis, mensa como había sido antaño, no se tragó el cuento. Lo descubrí en la mirada de recelo con que recorrió mi estampa tan te ves casi igual. ¿Acaso ella no había olvidado? Pasé al interior de la iglesia austera, una antigua misión jesuita, encalada, no tan espaciosa como la recordaba, igualmente olorosa a cirio, mirra e incienso. Mentira. Olía a sudor y meados, pero preferí evocar a los Reyes Magos: siempre fui niño Dios en la pastorela de la parroquia a causa de mi eterno aire de bebé camarón. ¿Y el oro? Ese 14
lo traía yo, maná ignoto. Oro con el que había construido la casa más grande del pueblo. ¿De quién era tan fastuosa villa?, se preguntaban los vecinos a medida que aquella mole crecía a las afueras del pueblo, solitaria. Se acabó el misterio: del hijo de doña Tere que después de tantísimo tiempo regresó en un Mercedes Benz plateado. Esa tarde terminé de instalarme en mi casa nueva de mi pueblo viejo. Y me descojoné en la soledad del estudio del atajo de palurdos que había admirado el carro del año, la ropa chic, el aire mundano que había aprendido a exhibir en la capital. El alcalde, aquel primo sádico de Hernández, vesánico, se puso a mis órdenes. Y cómo no, si hasta al balcón del ayuntamiento llegó el tufo a dinero que iba dejando a mi paso. El Chivas de 24 años con el que templaba el vaso comenzó a relajarme en el ocaso del día de mi reaparición, efectista como una mala comedia de capa y espada, previsible como el capítulo trescientos de un culebrón cuyo final… ¡Ay, el final!
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2. Los lobos conviven con las ovejas
Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da malos frutos. No puede el buen árbol dar malos frutos ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado al fuego. Así que por sus frutos los conoceréis. Mateo 7: 15-20
(O de cómo los falsos profetas se han convertido en los verdaderos y los malos frutos, gracias a las oscuras artes de los publicitas, han devenido en jugosos frutos). 17
L
a bahía de la Concha era un hormiguero loco aquella mañana de septiembre. Gracias a la virgen de Aránzazu, el sol brillaba intenso y el mar semejaba un plato a punto de agrietarse por las traineras nerviosas, tensas como puras sangre, en espera del pistoletazo. Un hormiguero loco y también una abigarrada romería de lanchas, txalupas y yates que, a la distancia permitida, acompañarían a los remeros hasta la ciaboga en mar abierto, y vuelta a la bahía, bogando los atletas, gritando los fanáticos, marcando el ritmo los timoneles a la caza de la ola que les daría esa ventaja mínima para ganar la regata más prestigiosa de todas: la de San Sebastián. Koldo tenía la esperanza y el dinero invertidos en la trainera de Orio: tradicional ganadora en aguas de la Concha, institución en la familia, amarilla gloria que daba nombre al pueblo de pescadores. ¡Orio txapeldun!, gritaba Koldo desde las faldas del monte Urgull, bota de vino al hombro, bokata de chorizo en el bolsillo y el Egin bajo el sobaco. ¡El Egin!, exclamarán algunos. Sí, el periódico de la izquierda nacionalista, el órgano propagandístico de eta y de su brazo político, Herri Batasuna. Creo escuchar el exabrupto de muchos de ustedes al enterarse de forma tan súbita de los gustos 18
de Koldo. Pero qué podemos hacer si a sus veinte años era un independentista convencido, un irredento abertzale, un aplaudidor en bares y herriko tabernas de los atentados del grupo terrorista. Diré a favor de Koldo que, aquella mañana, ni una ojeada le había hecho al pasquín, mientras que a la bota la traía medida de tanto trago, con el consabido enrojecer de cachetes y ojos pizpiretas y el arrastrar de lengua habituales en la ingesta de alcohol, aunque sea tinto y de Rioja. Koldo no estaba solo. Iñaki lo acompañaba con gritos y porras a la trainera de Getaria –hay que ser un gilipollas para apostar por los getariatarras, le había advertido Koldo. El trío lo cerraba Gorka, ávido lector de los postulados de Sabino Arana y apólogo de las hipótesis autóctonas del lingüista Mitxelena. Gorka, a pesar del barullo ensordecedor que despertó al inicio de la regata, estaba enfrascado en Las venas abiertas de América Latina. Así que mientras la bahía se convertía en un gallinero de pasiones remeras y Orio defendía el orgullo guipuzcoano frente a la trainera de Santurce que cerraba demasiado fuerte, y Koldo se desgañitaba desde unos binoculares que, más que ver, le permitían intuir la apretada llegada, e Iñaki buscaba en el horizonte la trainera de Getaria –¿dónde está? Alláaaaa vieneeene–; mientras todo ello sucedía, queridos lectores, Gorka descubría las múltiples e históricas formas en que el continente hermano había sido explotado y se identificaba con la cauda de víctimas dejadas por españoles, ingleses y yanquis. –¡Orio, ha ganado Orio! Una marea de banderas amarillas cubrió el monte Urgull, la isla de Santa Clara, el muelle, el Paseo Nuevo. Las botas de vino mojaban las gargantas afónicas mientras los remeros oriotarras se doblaban sobre la borda de la frágil trainera, agotados, orgullosos como gudaris, apurando los vítores de una multitud que despedía el buen tiempo con la tradicional regata de la Concha, antes de sumergirse 19
en el calabobos que llegaría en octubre, la fina llovizna del norte, el sirimiri implacable de la mano de los fríos vientos del Canal de la Mancha. Koldo era un borracho feliz. No uno de esos que arruinan bodas y bautizos, abstemios lectores, sino que cargaba un pedo lúdico, jovial. Y claro, ufano, crecido, triunfador, eufórico, iba de matador por las callejuelas de la Parte Vieja de San Sebastián. De bar en bar apuraba txikitos, un poco primate por los excesos, cantando aquello de txapeldun, txalpendun, oe, oe, oe. Con un Iñaki que le hacía coros con desolados aupa Getaria y un Gorka cuyas venas abiertas descansaban al fondo de una de esas mochilas guatemaltecas que los sudacas vendían en las calles a su paso hacia la ciudad de la luz: un claro signo de izquierdismo en quien las usaba. Y como ustedes recordarán, Gorka era de izquierdas, revolucionario, defensor de la causa vasca, activista de la kale borroka, miembro de Jarrai. Y es posible que hayan adivinado, avezados lectores, que una de sus misiones consistía en nutrir de sangre nueva al movimiento. Por ello, y porque también le gustaba la farra, encaminaba sus pasos y los de sus amigos ebrios a la herriko taberna, punto de reunión de los más radicales. Creo haber dicho que Koldo simpatizaba con las ideas de la izquierda abertzale. Pero leer el Egin, aplaudir los baños de sesos que tanto fascinaban a eta y acudir de ciento en viento en loor de multitudes a la Estación del Norte a recibir a un terrorista excarcelado no lo convertía en un militante comprometido, no. Del dicho al hecho hay un gran trecho que Gorka había acortado con paciencia de pescador de calamares. Así que allá iban los dos corderitos a la boca del lobo, guiados por el adiestrado cachorro, entonando el Eusko Gudariak, canciones de la resistencia italiana al faccio, Atahualpa Yupanki o Mikel Laboa. 20
Borrachos como cubas, dueños del mundo, ingenuos sanguinarios. En la entrada de la Herriko Taberna, del lado derecho, un puñado de fotos suspendidas con chinchetas en un corcho recibiría a los parroquianos, abotagados, que pregonaban a gritos sus particulares ideas sobre la muerte y rendían pleitesía a los santones de las gráficas: presos políticos según Koldo y compañía, eficaces terroristas según los cuerpos de seguridad del Estado. Ahí es nada. Claro que si ustedes observan de forma desapasionada a la multitud que va aglutinándose en el bar, descubrirán a un centenar de muchachos de piadosas familias brindando por esto y aquello, ávidos de sangre, cierto, pero también de amor y otras cosas, como el cálido apretón de manos de quienes comulgan con causas y eslóganes, en una ciudad donde los eslóganes eran la causa. Por ello, Koldo se sintió pletórico, iluminado, cuando el hermano mayor de Gorka, una especie de leyenda de la kale borroka, se sentó entre el trío de nuestros desvelos y les espetó: –¿Qué os tomáis? –Iru zurito –respondió Iñaki, a quien el gustaba presumir las cuatro palabras aprendidas en la escuela nocturna de su barrio. –Joxean, iru zurito mesedez ta clarua bat. El hermano mayor de Gorka, barba cerrada, mentón equino y cabello castaño oscuro ondulado, apuró de un trago el vaso de vino y le dio al benjamín una hostia de cariño en el cogote. –Qué jodido este. Ha salido más juerguista que yo. –Más juerguista y con más cojones –terció Koldo. El hermano de Gorka lo fusiló con una mirada de témpanos y tormentas oscuras. Pensarán ustedes que acto seguido le dio un par de leches al mocoso por hocicón. Se equivocan. –Y tú, ¿cómo andas de cojones? –Tengo un par y bien puestos. 21
Iñaki no podía creer tanta estupidez, Koldo alunizaba ya, se había vuelto loco, iba a terminar con la cara partida. Él también se equivocaba. El hermano de Gorka aprovechó la exquisita coyuntura para enfilar hacia el redil a tan bravucona oveja y mancharle las manos con la presunción de que difícilmente saldría luego el chaval con aquello de yo me lavo las manos y nos olvidamos del asunto. –Tengo ahí –y señaló el hermano de Gorka la bodega del bar– unas Molotov que queremos probar en la Itziaren Liburuak. El dueño es un hijoputa concejal del psoe al que queremos mandarle un mensaje. Gorka apuró la cerveza y trató de retener a Iñaki de un hombro, tranquilizarlo con utopías nacionalistas, males necesarios, fines que justifican medios. Pero fue inútil, entre otras cosas, porque la monserga en la taberna subió de tono con la llegada de un coro de fanáticos de Orio. Iñaki no volvió ni una vez el rostro antes de desaparecer en la estrecha calle enmohecida, lo que dejó sin oportunidades a un Gorka convincente en sus mejores horas, pero que en ese momento luchaba por mantener una verticalidad precaria al tiempo que farfullaba palabras de una no tan remota infancia: ¡Cobarde! ¡Gallina! ¡Capitán de las sardinas! Y se sintió ridículo. Y mareado. Con Koldo las cosas marchaban diferentes. Ahí estaba, sosteniendo el tipo, recogiendo el desafío, cumpliendo con las expectativas. –¿A qué esperamos? ¡Denle el mundo porque se lo va a comer todito! Tenía hambre de gestas y mitos con que amagar el perpetuo tedio de los veinte años, con que aplacar la adrenalina que le bullía en los testículos como un telegrama urgente. –¡Vamos, pues! Y fueron tras el dragón los tres caballeros. Pero antes debo aclarar por qué Koldo había puesto en entredicho líneas arriba el arrojo 22
del hermano de Gorka –a quien no vamos a bautizar, no tiene caso–, asegurando que el benjamín era acreedor de más huevos. Más allá de si dicha información corresponde a una empírica realidad, lo que sería muy difícil de demostrar, ocurre que en los círculos más estrechos de la kale borroka, el primogénito de esa familia de abolengo nacionalista era visto como alguien que, habiendo podido abrazar la lucha armada, se instaló en la menos arriesgada vía del apoyo político y estratégico del movimiento. Vamos, que le faltaron arrestos al muchacho para coger la bomba y la metralleta. Koldo, punto pedo, bravucón si andaba puesto de vino, se lo soltó sin más, un poco por joder, otro poco por el recóndito deseo de que sucediera lo que, en efecto, sucedió: los tres encaminaron sus pasos a la librería en la madruga de aquel lunes. Cuatro cócteles Molotov rompieron el escaparate de la librería del hijoputa y estallaron en un espectáculo de llamas furiosas que de inmediato lamieron libros y revistas, y que a Koldo fascinó por su contundencia, por el atávico sentido de purificación que el fuego posee entre los iluminados. Gorka y su hermano tuvieron que arrancarlo de la boca del infierno al que habían reducido el negocio del hijoputa ante la próxima llegada de los maderos, de la bofia, de la pasma… de la chota, si prefieren.
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3. Una limosnita, por el amor de Dios
Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos, en alguna de las ciudades de tu tierra que Yahveh tu Dios te da, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia. Cuando le des algo, se lo has de dar de buena gana, que por esta acción te bendecirá Yahveh, tu Dios en todas tus obras y en todas tus empresas. Levítico 15: 7-10
(O de cómo la culpa, en manos de los imbéciles, es el verdadero motor del mundo, y en manos de los canallas, un programa político). 25
E
l padre Hilario ha muerto en la sacristía. Es domingo de primera comunión. Una treintena de niños aguarda para recibir a Dios en sus entrañas. La parroquia es un gentío y los chiquillos, de blanco, relamido el cabello con litros de fijador, circunspectos, ocupan pacientes las primeras bancas en espera de que el párroco aparezca en el altar. El diácono ha tomado el micrófono del púlpito y solicitado paciencia a la grey, algo incómoda, urgida de llegar a sus casas para alistar el carbón, asar los cortes especiales para tan especial día, comprar la cerveza, los platos de plástico, recibir a los invitados. Y el padre Hilario no se presenta. El diácono, a quien el padre le pidió algo de tiempo pues sentía unos pálpitos repentinos, no sabe qué hacer. Un par de niños se desmaya a causa del calor y el aire enrarecido. El diácono, por tercera ocasión, va en busca del cura a la sacristía. Esta vez encuentra un cadáver a los pies del armario donde cuelga la casulla. Parece haber muerto en el momento de ponérsela. Infarto, sentencia un médico cuyo sobrino espera el santo sacramento. Como la resaca en las costas de profundas corrientes, la noticia arrastra a los feligreses a la vicaría, adonde han trasladado el enjuto 26
cuerpo del padre Hilario. A sus setenta años aparenta haber muerto en paz, con una sonrisa beata en su cara de cáscara de nuez y un intenso brillo en los ojos que nadie cierra aún, porque nadie se aventura a rozar siquiera la piel apergaminada de los párpados. Es el hijo de doña Tere quien se acuclilla para clausurar los ojillos grises del cura, cuya rigidez va a provocar pesadillas en los mocosos que asoman sus narices entre las piernas de sus padres: inconsolable multitud agolpada en la puerta. ¿Y ahora? ¿Qué se hace en estos casos? Pues que manden a otro cura. ¿De dónde? –Yo me encargo –dice el hijo de doña Tere. Antonio Ferrán ha vivido muchos años en la capital de ese estado en la frontera y siempre sabe qué hacer. Es el hombre más rico del pueblo. Desde su regreso se convirtió en inseparable del difunto y protector de la parroquia. Pero no basta que Antonio disponga cartas en el asunto para tranquilizar a los padres de aquellos vástagos vestidos y alborotados, recién salidos del catecismo para acoger a Cristo en su seno. ¿Y las beatas que todos los días van a regar de alcanfor y perfume barato el confesionario? ¿Y las parejas que tienen fecha inmediata de boda, urgida más de una novia antes de que el volumen del vientre la denuncie? ¿Y los recién paridos, cuánto tiempo vivirán en pecado? Pero la catástrofe que el natural pesimismo de la grey vaticina no es tal. Una semana después del deceso del padre Hilario, desciende del camión un espigado joven de tez blanca y ojos verdes, de expresión adusta, metido en unos jeans y una camisa gris informal. El alzacuello blanco lo delata para regocijo de hembras y desconfianza de machos que, de inmediato, huelen inconfesables problemas en carne tan joven. El nuevo párroco ha llegado: un niño a tenor de la eterna ancianidad del predecesor. Un jovencito de no más de treinta 27
y cinco años que, con paso arrítmico, se encamina a la parroquia, seguido por las miradas del pueblo, los susurros, las especulaciones, premoniciones que se convierten en apuestas. Es galán el nuevo cura, también simpático… y gachupín. Un inconveniente o una ventaja, según se vea. Pero no parece religioso. Antonio Ferrán tiene que tranquilizar al rebaño con aquello de que nuevos vientos soplan desde Roma y hoy en día los curas parecen cualquier cosa menos curas. ¿No son jesuitas los zapatistas? ¿Entonces? Van presentándose las ovejas con el nuevo pastor y fijan fechas para bodas, bautizos y primeras comuniones que el reverendo Hilario ha dejado pendientes. Al principio, la poca ortodoxia del padre Javier inquieta a las pobres almas, acostumbradas a venerar la anciana figura del difunto y a no encontrárselo en cuanta fiesta organizan los lugareños. Al padre Javier le gustaba el vino y quemar un buen veguero en los postres. Aun delante de señoras y niños arrostra con disonantes groserías al cielo y la tierra, y a las mujeres parece recorrerlas con ojos de mancebo que no para en votos de castidad. Al menos, así le parece a María M., la más joven entre las catequistas, con un espíritu que vive en perpetua zozobra, encerrado en un cuerpo que traiciona su vocación de rosario y exvoto. María M., tras un matrimonio fracasado, ha buscado sin descanso refugio en Dios. La lástima y la piedad de sus vecinos la acompañan desde entonces con un aura de santidad, una misteriosa cruz que la mujer carga con resignación nazarena. Tres semanas han transcurrido desde su llegada. En la mañana del tercer sábado, el padre Javier reconoce de inmediato a Luzbel el hermoso, el seductor, en esa divina estampa que le toca el corazón y los cojones. Sábado de catecismo. 28
Desde el aula de la parroquia que recorre el cura con ojo crítico inventariando el abandono, llega hasta él una melodía entonada por los niños asistentes a la doctrina. La delicadeza con que las voces peregrinas hilvanan los versos de la cantata lo invita a asomarse a la ventana del salón. En el interior descubre a María M. bañada por la luz de un sol que se filtra a través del tosco vitral del montante, entregada a dirigir el improvisado coro. El padre Javier se deleita un tiempo incalculable con el perfil regio de la catequista; en los ojos cerrados y en la reconcentrada fruición con que la mujer acentúa cada verso se entrelazan con igual intensidad lo profano y lo místico. De pronto, cesa el himno. El silencio lo regresa a la gregaria realidad de las risas burlonas de los niños y de la cachonda mirada de María M. –¡Padre! Qué bueno que está aquí. Hay niños que quieren conocerlo. *** Uno es alto y delgado como una cerbatana. El otro, macizo y bajo. Descienden del avión con los rostros todavía desencajados por la turbulencia. A leguas se les ve lo guiri, lo extranjero, aunque no lo gabacho: no parecen ser gringos. Esperan que la cinta magnética les devuelva el equipaje. Buscan la salida. Abordan un taxi. Piden ser llevados a un hotel barato, cualquiera. El taxista reconoce el acento gachupín de inmediato. Intenta establecer lugares comunes sobre la madre patria que tanto desea conocer. El mutismo de ambos pasajeros lo orilla al silencio. Los dos hombres van reconociendo la cuidad tras sus lentes oscuros. No cruzan palabra en todo el trayecto. El alto paga en dólares. El bajo se ocupa del equipaje que a nadie confiaría si alguien acudiera en su ayuda. Pero el hotel no alcanza para botones. Sobre una reliquia de mostrador en madera de pino, 29
se registran con nombres falsos y pagan una semana por adelantado. El recepcionista cuenta los billetes y entrega una llave de enorme cabeza y dientes gastados. Ambos sujetos, con las gracias inaudibles, buscan la habitación de dos camas, dos burós, una consola que soporta un espejo desmedido, un televisor en blanco y negro y un baño indispensable. Huele a humedad, a veneno para cucarachas. El más alto prende un cigarro al tiempo que el macizo extrae un celular del bolsillo y pulsa el redial. Nada dice. Únicamente escucha.
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María M. se confiesa –Ave María purísima… –Sin pecado concebida… –Padre, me acuso de los pecados más terribles, de los más sucios; de pecados que harían palidecer a una piruja de la peor calaña, padre. –Tranquilízate, hija, y procura no temblar tanto porque vas a dar al traste con el confesionario y a mí con él. Además, ¿qué puede ser tan grave para considerarte esas cosas tan terribles que acabas de decir? –Si yo le contara, padre… –Pues cuenta, hija, cuenta, que para eso has venido. –Es que el solo hecho de pronunciarlo en voz alta me deja traspuesta, padre. –Entonces no me digas nada y confiesa algún pecadillo menor. Y de prisa, que la gente espera. –¡Qué raro es usted! Debería incitarme, sonsacarme, obligarme si es necesario para no estar en pecado. –Es que cuando no se quiere… –Sí, sí quiero. Pero así, de sopetón, me da vergüenza. –Adelante, hija. ¿Qué pecados son esos?
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–Me acuso de volver putos, puñales, jotos a los hombres que se enamoran de mí. –Perdón, podrías repetir… –¿Está usted sordo? –Nada de sordo, grosera. Pero es que has dicho una gran idiotez. –Mire, padre, no vengo aquí a que me diga si mis pecados son idiotas, sino a que me consuele y absuelva… –Ego te absolvo in nomini patri… –Pero padre, ante tiene que escuchar el pecado… –No, ya no, los tiempos han cambiado. ¿Has oído hablar del acto de contrición? O sea, estás perdonada sólo con que muestres verdadero arrepentimiento. Y tú te arrepientes, ¿verdad? Suficiente con que Dios sepa de qué pecados se tratan. –¡Ah, no! ¡Esas prácticas de evangélicos no van conmigo! Ahora me escucha, que para eso vine. Necesito tranquilizar mi espíritu, sufre mucho con la maldición que yo misma me eché cuando aceptamos lo de mi padre como si nada… pero esa es otra cruz de la que no quiero hablar ahora. Le decía que me acuso de convertir en maricones a los hombres de mi vida. Aunque tiene poco tiempo en el pueblo, usted sabe que hace un año corrí de la casa a mi marido… –¿Echaste de casa a tu marido? ¡Mira qué cosas! –¿No lo sabía? –Pues qué quieres que te diga, algo había oído… –Lo corrí porque lo encontré con otro hombre. Bichis los dos, sobre la alfombra de la sala. Que Dios me perdone, pero solamente con recordarlo me dan náuseas y ganas de matarlo. –Reprime esos impulsos, que la ira es pecado capital. Y reza por ese pobre hombre que en su desvío lleva la cruz. –¡Qué cruz ni que nada! Anda feliz joteando en un burdel de la capital… dizque se hizo artista. ¡Ojalá y le dé sida! 32
–¡Te estás pasando! –Usted no entiende, padre, porque es padre. Yo lo quería. No tanto como a Andresito, a ese cabrón sí que lo amaba… –¡Mujer! –Disculpe usted. Le decía que a mi marido lo quería de buena fe y nunca le hice ascos. No soy una miss universo, pero más de dos voltean en la calle… ¡Ay, que no sé por qué! –Pues porque así nació, maricón, y qué le vas a hacer. –¿Qué pasó, padre? –Perdona, me he exaltado un pelín. –¿Usted cree que nacen torcidos o poco a poco van cambiando de acera? –Qué quieres que te diga. Yo no sé mucho de estas cosas. Lo que sí puedo decirte es que tú no tienes la culpa de los designios del señor, así que vete en paz a tu casa… –Usted no quiere escucharme. No es la primera vez. Es una maldición del cielo… –Estás blasfemando. Nada de maldiciones. Reza un Padre Nuestro y pide por tu salvación y por la de aquellos que van contra natura. Y paciencia, que eres joven y de buen ver. –¿Podría pedir nomás por mi salvación? Es que le traigo mucho coraje y no creo que sea sincera… –Tú pide, aunque sea de dientes para afuera, que de algo servirá. –Está bien, padre, pero que conste.
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4. Los reyes majos de oriente
Ellos, habiendo oído al rey, se fueron; y he aquí la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño. Y al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo. Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Mateo 2:9-11
(O de cómo la adoración es práctica común en monarquías y repúblicas, y los dioses tienen múltiples rostros, a veces sangrientos, otras, severos, y las más de las veces el propio desolado rostro).
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A
Koldo y Gorka no les gustaban los árabes. Tampoco el calor argelino, semejante a un mazazo en la nuca, a una apisonadora lenta y brutal. Del calor tenía sobrados motivos para renegar: el termómetro llegaba a los 48 grados, el mundo se paralizaba y respirar significaba un esfuerzo. En cuanto a su percepción de los árabes, podríamos calificarla de prejuiciosa, xenófobos lectores, pues únicamente habían tratado con el cocinero del campamento: una ballena encerrada en una chilaba negra que hedía a excremento. Tenía por costumbre arrojar el alcuzcuz sobre los platos de aluminio desde un par de metros de distancia. Masticaba un francés poblado de modismos incomprensibles y gustaba de proferir ciertos alaridos guturales, pero ni Koldo ni Gorka ni casi nadie en ese lugar hablaban el idioma de Alá. Prejuiciosa decía, pacientes lectores, por aquello de “ya me tienen hasta los cojones estos moros”, cuando uno solo era el que los tenía hasta partes tan pudendas, y no me negarán que un sujeto como Alí Agca (así se llamaba) se lo pueden hallar en Belice sin que por ello concluyan que todos los beliceños son de tal ralea. Pero no olviden que Koldo y Gorka eran vascos. El desprecio que
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Alí despertaba en ambos tenía que ver con traumas históricos y un racismo consuetudinario que no vamos a analizar en esta historia. Urge revelar el misterio y explicar por qué Koldo y Gorka se hallan en Argelia. Sencillo: habían sido concentrados por los mandos de eta en uno de los campos de entrenamiento que la organización poseía a lo largo del país norteafricano. ¿Pero de qué manera estos mozalbetes habían llegado a situación tan extrema si los acabamos de dejar incendiando una librería en San Sebastián? Digamos que del coctel Molotov al coche-bomba no hay mucho trecho, cuando dos buenos mozos, henchidos de ideales corsarios y anchurosos mares, descubren que el gatillo es mucho más persuasivo que la palabra y que el mundo no fue hecho a la medida de sus aspiraciones. Pongamos que Koldo, después del atentado contra Itziaren Liburuak, no pudo dormir en varios días a causa de una adrenalina furiosa que le impelía a la acción, al tiempo que los santones del movimiento le regalaban toneladas de argumentos para un fin que justificaba unos medios seductores, fascinantes. Un fin en el que Koldo no se detenía mucho tiempo porque hacerlo significaba dudar y la violencia no admite dudas. Pensemos que Gorka sí creía ciegamente en el fin, a cuyo servicio se había puesto desde que pudo lanzar su primera piedra en una manifestación. Los medios eran una consecuencia lógica, implacable, abstracta, discursiva, y debía abrazarlos con la naturalidad de un cirujano que lacera la carne para extirpar un tumor. Así que los dos se lanzaron desde aquel día de regatas a una espiral de barricadas, camiones incendiados, palizas a militantes de partidos proespañoles, manifestaciones que terminaban en calles asoladas por un vandalismo inspirado, casi místico: la kale borroka.
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Luego vino la recompensa. Los altos mandos posaron sus ojos en la dupla. Llegaron las primeras misiones. Fungieron como correos entre el partido y ETA. Como enlaces entre cúpula y comandos. Como tapadera de piso franco. Y no fallaron. El arrojo con que acometían las pequeñas misiones confiadas, sorprendidos lectores, era digno de un Aquiles, un Carlomagno, un Cid Campeador. La propuesta llegó por conducto del hermano de Gorka recién terminada una reunión de Jarrai. La palabra mágica: Argelia. Arribaron con pasaportes falsos a Argel, vía París y Nápoles. Un Jeep con un chofer nativo y un vasco de Eibar los llevó a través de la cordillera del Atlas hasta Ghardaia, una absurda ciudad en medio del desierto, la última antes de adentrarse en un territorio de pueblos fantasmas que no se desprendían del todo de su nomadismo, salpicados de oasis o espejismos, a veces no había diferencia. En In Salah una choza los repuso del peregrinar. Dos días aguardaron la llegada de instrucciones. Por fin, en la madrugada del tercero, continuaron viaje hasta Awlef, en donde enfilaron por caminos de camellos y cabras hacia el lago Sebkha Magerghane. Al norte se hallaba el campo de entrenamiento. Fue duro al principio, incrédulos lectores, tanto barracón hediondo, tanta diana al despuntar el alba, tantas marchas, tanto tragar polvo, tan nada épica visión de la lucha armada. Maestros irlandeses, palestinos y colombianos los aleccionaron sobe estrategias en el atardecer del desierto. Les mostraron la forma de armar una Kalashnikof en minutos, cómo colocar una bomba-lapa en un coche desde una motocicleta, de qué madera retacar de explosivos un auto para hacer volar un supermercado. Pero sobre todo, la especialidad de la casa, la amorosa firma del creador: el tiro en la nuca con una nueve milímetros Parabellum. Era tan sencillo. Una vez ubicado el objetivo en el área de acción (durante meses debían estudiarse to38
dos sus movimientos), el comando avanzaba en dirección del sujeto. Dos metros antes de alcanzar a la víctima, el comando extraía la pistola, apoyaba el cañón en la nuca y apretaba el gatillo, sin dejar de caminar, con un ritmo sostenido antes y después del atentado. Recomendable que fuera a plena luz del día: el efecto propagador se multiplicaba y, en caso de complicaciones, la multitud facilitaba la huida. Una multitud, les explicaban, que jamás detendría al ejecutor porque la facilidad con que se sucedían los hechos superaba la capacidad de reacción del ciudadano común. A Koldo le fascinaban las prácticas: deslizarse entre los barracones del campamento sintiendo el peso del arma en la cintura, su caricia. Transformarse en un gatopardo, en un perfecto depredador camuflado en la corriente de la vida. Sacar la automática en el momento preciso en que la zancada situaba al atacante a la distancia exacta de un brazo extendido, prolongado en el hermoso cañón; apretar el gatillo y contemplar un instante la cabeza de paja saltando por los aires. No voltear a ver el cadáver, continuar con la misma cadencia hasta el vehículo que le proporcionaba la fuga. Gorka, que en las prácticas se mostraba preciso pero indiferente, se entregaba con pasión a las clases de adoctrinamiento que todas las noches impartía un veterano ideólogo, el comandante del campamento. La historia del movimiento, sus fundadores a finales de los cincuenta: Eneko Irigaray, López Dorronsoro, Álvarez Emparanza Txillardegi, Benito del Valle, J. Manuel Aguirre, Julen Madariaga y Patxi Iturrioz. El atentado que mandó al almirante Carrero Blanco –posible sucesor de Franco, ilustres lectores– hasta el octavo piso con todo y auto oficial. Los primeros mártires. Apala, el incansable. Pertur, el traidor. A los desertores se les ejecutaba sumariamente pues la causa no admitía debilidades, que quedara claro. Y paladas de marxismo-leninismo, marxismo-maoismo, marxismo-guevarismo. 39
Los ejemplos de Cuba y Vietman. Y Gorka se conmovía hasta las lágrimas cuando el viejo maestro de la muerte describía esa Euskadi independiente, esa utopía racial en la que todos los eúscaros y solamente los eúscaros se verían recompensados con un paraíso sin gallegos ni andaluces ni cacereños. Pero mientras El Dorado vascuence se hacía realidad, a nuestros dos heraldos les cayó el verano en Sebkha Megerghane, que es como decir: y se hizo el infierno. Empezaron a volverse locos, porque solamente orates soportarían el calor sin tregua, sin aire, sin clemencia. Los barracones contaban con ridículos ventiladores que ponían a circular el mismo aire espeso concentrado sobre sus cabezas, chapopote invisible que les quemaba los pulmones. A principios de julio, la cuchillada solar los había convertido en un manojo de nervios, en un par de irritados y huraños seres a los que los demás miembros del campamento aplicaban la ley del hielo en lo que alcanzaban a aclimatarse. No Ali Agca. El cocinero moro encontraba un verdadero placer en provocar la ira de los novatos con sus insolentes maneras de servir la comida, con sus amanerados gritos guturales que emitía cuando avistaba cucarachas entre las ollas. Para entonces, Koldo y Gorka habían reducido al mínimo sus hábitos alimenticios, en parte por el calor, en parte a causa de la sazón del chef, que solamente parecía esmerase en el desayuno, y es que los huevos con jamón… Una mañana de principios de agosto –cercano ya el fin del adiestramiento–, Koldo y Gorka enfilaron hacia el comedor con paso superviviente. Fueron los primeros en entrar al estrecho y largo barracón. Al fondo, Alí trajinaba en la cocina, separada del comedor por una barra, con esa letanía que no se acertaba a saber si era lamento, cascada de insultos u oración. Gorka ya no tenía cabeza de lo perforada que la traía por un dolor iniciado en la madrugada. Sudaban 40
como cerdos y apenas salía el sol. Alí husmeó los nervios de punta en el ambiente y aumentó el volumen de la letanía. Gorka se tapó los oídos mientras rogaba a Koldo que hiciera callar al hijo de puta. Koldo intentaba aplastar una cucaracha aletargada bajo la mesa. El sudor le obligó a secarse la cara con los bajos de la camisa. Alí era un alarido agudo, una jerigonza entre árabe y francés en la que sólo alcanzaba a entenderse cafard!, cafard! Gorka comenzó a golpear la mesa con los puños mientras juraba que mataría al musulmán. Koldo miraba a uno y otro como si fuera un espectador de una película de Lynch. Y no pudo reaccionar cuando Gorka abandonó la mesa de un salto y a grandes trancos llegó hasta la cocina. Tomó a Alí de los hombros y le asestó tres cabezazos en pleno rostro. Tronó la nariz del moro, se le abrieron los labios como una flor y el cuerpo fofo cayó al piso. Por fortuna, catárticos lectores, a Koldo le abandonó la sensación de irrealidad justo a tiempo de entender que Alí se había convertido en una sombra gorda, silenciosa, que se deslizaba detrás de su amigo, sorprendido de que el dolor de cabeza hubiera desaparecido. Una sombra sebosa, ladina, bañada en sangre, que alzaba un cuchillo y lo dejaba caer sobre la espalda de Gorka. Kontuz!, gritó Koldo mientras corría hacia el moro. Gorka giró a tiempo de evitar la cuchillada en el dorso. Sintió cómo el filo cortaba la piel de su antebrazo, un tizón helado. Sus piernas se enredaron en la banca, cayó de espaldas. El tonel de grasa aterrizó sobre su vientre y lo privó de aire durante unos segundos. El moro aprovechó para bloquear los brazos del vasco con sus rollizas piernas. El cuchillo apuntó a la garganta de Gorka. No se inquieten, estimados lectores. El aspirante a terrorista no va a morir en un barracón de un campo de entrenamiento acuchillado por un afeminado árabe. El futuro todavía le depara audaces peripecias. Por ello, el destino dispuso la 41
oportuna intervención de Koldo. Con la misma banca con la que su amigo había tropezado, le asestó al cocinero un certero golpe en el cráneo. El moro, muñeco de birlibirloque, salió proyectado un metro hacia atrás y quedó tendido en el piso. –Vamos a la enfermería, ve cómo tienes el brazo. Gorka, al observar la herida abierta como un libro, terrosa, ensangrentada, pero sobre todo, al adivinar que esa pincelada blanca asomándose entre la sangre podía ser su hueso, se desmayó. Cuando el comandante del campamento entró al barracón, se dio de bruces con un inquietante cuadro: Koldo se encontraba parado en medio de dos cadáveres.
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María M. se confiesa –Fíjese, padre, que una de las catequistas me comentó el otro día que mi marido ha decidido operarse. –¿Que está enfermo? –¡No! Cambio de sexo. Resulta que la catequista tiene un primo en la capital y, vaya usted a saber cómo, supo que mi marido trabajaba de travesti en un antro de allá. El caso es que el primo, que antes vivía en este pueblo y conocía a mi marido desde niño, fue a verlo para recordar viejos tiempos. Y el puñal de mi esposo le confesó que estaba ahorrando una lana para ir al otro lado a hacerse vieja. ¡Qué asco! ¿Padre, padre? –Aquí estoy, no me he ido. –Tengo una duda. ¿Si cambia de sexo, queda disuelto el matrimonio? –… –¿Padre? –Lo que ha unido Dios que no lo separe el hombre. –¿Y el Sumo Pontífice podría separarlo? –¿Quién? –El Papa, padre, el Papa. –Pero bueno, mujer, ¿te vas a casar de nuevo? 43
–¡Dios me libre! Ya le dije que tengo una maldición y no debo volver a casarme. –Nada de maldiciones, estás muy joven y de muy buen ver, puedes rehacer tu vida cuando quieras. –Ay, padre, muchas gracias, me ruboriza. –¿Te ruborizo? –Como que anda de voladito, ¿no? –¿De voladito? –Sí, padre, está aprovechando el momento de la confesión para echarme los perros, ¿cree que no me doy cuenta? –¿Echarte los perros? ¡Ni que fuera guardia! Habrase visto tanta desfachatez. Pero esto me pasa por buena gente. Por andar metiéndome donde no me llaman… –Padre… –Al rato todo el pueblo va a decir que ligo con las mujeres que confieso… –¡Padre, por Dios, escúcheme! No me haga caso, estaba de simple. No se enoje conmigo. Últimamente no sé que me pasa. Ha de ser lo del cambio de sexo de mi marido. La verdad, padre, yo pensaba que tarde o temprano iba a regresar. Me decía, estúpida de mí, que lo puñal se le pasaría en unos meses y que al rato regresaba. La novedad, usted sabe… –¿Qué insinúas, hija? –Nada, nada, es una forma de hablar. Pero mi mamá, que de jotos sabe mucho y ya le contaré otro día por qué, me advirtió que no era catarro y que no se quitaba. Ahora que lo pienso, tal vez la maldición sea heredada. ¿Podría ser? –Ya te he dicho que no hay maldición ni nada que se le parezca, que te olvides del asunto y que trates de encontrar un hombre de bien con el que formar una familia. –Bueno, pero no grite. 44
–¡No grito! –No se exalte. –¡No me exalto! –Para usted es muy fácil decir eso… –Por favor, no llores… –Sí lloro. Yo era una mujer felizmente casa que quería tener muchos hijos. ¡Si me hubiese visto en el altar! Era la novia más bonita del pueblo. La envidia de todas las novias. Y mi marido, un galán, varonil, guapo. Éramos tan felices. Él, gerente de un banco, imagínese. Yo dedicada a la casa y a cumplirle todos sus deseos. A veces maldigo el día en que se me ocurrió regresar antes de la hora a casa. Como todos los viernes por la tarde, había ido a visitar a mi madre. Al llegar, me encontré a la vecina tomando café con mi mamá. La vecina, por si no lo sabe, es la mayor víbora del pueblo. No nos caemos nada bien, así que me quedé un ratito nada más y de vuelta a mi casa. Y ahí estaba él… –Ahórrate los detalles. Todo el pueblo sabe cómo te lo encontraste. –Lo peor del caso es que le hubiera perdonado. Pero no, el muy descarado había descubierto su verdadera identidad y no sé que más locuras. Que si quería seguir con él, debía aceptar sus mariconadas. Y no, padre, eso no iba a permitirlo, no iba a repetir las tonterías de mi madre. Por eso lo corrí mejor. –Hija mía, ha pasado un año de eso. Debes tratar de olvidar. No debes vivir obsesionada. No fue tu culpa. No es culpa de nadie. Él está en pecado, recemos por su alma… –Y dele con rezar por su alma. Pídame lo que quiera menos eso. –Pero si no lo perdonas, no hallarás la paz. Perdonad y seréis perdonados, dice Jesucristo. –… –Santo Dios, qué difícil es esto de pastorear almas.
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5. La casa del Señor
Yo me alegré cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor. Plantados están nuestros pies dentro de tus puertas, oh Jerusalén. Jerusalén, que está edificada como ciudad compacta, bien unida, a la cual suben las tribus, las tribus del Señor. Salmos 122: 1-4
(O de cómo la Iglesia ha logrado, durante siglos, exprimir a la grey para edificar templos en nombre del señor y engordar a sus príncipes mientras predican la vida de un puñado de pescadores locos y una puta llorona).
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–E
n el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo… –Amén –retumba la voz comunal en la humilde iglesia, atestada de fieles atraídos por la fama del padre Javier. El sacerdote, en las misas ofrecidas desde su llegada, ha bordado un bizarro prestigio de ecléctico sermonero, de aguerrido confabulador de morales hipócritas y falsos ejemplos de rectitud. El nuevo cura ha resultado un terrorista del sermón y garantiza el espectáculo. –Hermanos, para disponernos a celebrar estos santos misterios, reconozcamos nuestros pecados. La voz de la grey le llega al padre Javier en un inseguro susurro que mastica débilmente el Yo confieso. Salvo beatas y persignados, la mayoría de los feligreses, a fuerza de mover domingo tras domingo los labios como sordomudos, ha ido olvidando la oración del pecador arrepentido. –Que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa… María M. sacude su pecho con saña. Antonio Ferrán encara el cielo con los ojos en blanco, lo que le da un aspecto repulsivo.
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–Por eso ruego a Santa María, siempre virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos… María M. observa al padre Javier devota y abnegada. Siente el ceceo del gachupín como si la voz arcana del mismo San Ignacio de Loyola hubiera encarnado en el hombre que imparte la misa como quien se juega la vida. A la mujer, esa pasión un poco sobreactuada, a un paso del estridentismo, vulgar incluso, le acaricia el alma y le pone a temblar los muslos. –El Señor todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna… –Amén. Hace calor en el templo. El monótono ronroneo de los motores de los coolers que intentan enfriar la iglesia, se mezcla con la voz vigorosa, algo nasal, del padre Javier. Las señoras improvisan abanicos de misales y folletos ilustrados con negros muertos de hambre en alguna parte del mundo de la que nunca han oído hablar, más que con esa vaguedad exótica: África. Los más gordos de entre los creyentes sudan copiosamente. Hernández abraza amoroso a su mujer, otra vez encinta, al tiempo que le desea nefandos males a Antonio Ferrán, quien le arrebató la confianza del padre Hilario durante sus últimos meses de vida y le ha impedido ganarse la del nuevo párroco. No puede Hernández competir con la cartera del hijo de doña Tere. –Lectura del santo Evangelio según San Mateo. –Gloria a ti, Señor. “Entonces vino uno y le dijo: Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna? Él le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Le dijo: ¿Cuáles? Y Jesús dijo: No matarás, no adulterarás. No hurtarás. No dirás falso testimonio. Honra a tu pa-
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dre y a tu madre; y Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El joven le dijo: Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta? Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, sígueme. Oyendo el joven esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: De cierto os digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Otra vez os digo que es más fácil pasar un camello por el ojo de la aguja que entrar un rico en el reino de Dios. Sus discípulos, oyendo esto, se asombraron en gran manera, diciendo: ¿Quién, pues, podrá saberlo? Y mirándolos Jesús, les dijo: Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible. Entonces respondiendo Pedro, le dijo: He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido: ¿qué pues tenemos? Y Jesús les dijo: De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y cualquiera que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna. Pero muchos primero serán postreros, y postreros, primero”. Palabra del señor… –Gloria a ti, señor Jesús. Unas gotas de sudor se deslizan por las sienes del padre Javier. La sangre se le ha ido agolpando en el transcurso de la misa, dándole un aspecto iracundo, demoniaco. Ha disparado a boca de jarro el capítulo del Nuevo Testamento. Los creyentes de las primeras filas, candidatos a batallar junto con los camellos, se mueven inquietos en sus lugares. El resto de la feligresía, esa que por su jodidez tiene asegurado el reino de los cielos, comienza a inmortalizar al cura en estampitas. No es la primera vez que ricos, pobres y miserables escuchan la parábola del camello. Pero la forma en la que el joven sacerdote pronuncia los versículos, el tono con el que subraya la 50
enormidad del animal y la estrechez del ojo de la aguja, el trágico aliento que infunde a los silencios trasciende la rutinaria lectura que nadie suele escuchar. ¿Qué le pasa al curita?, se pregunta Antonio Ferrán, el hijo de doña Tere, en un siseo. Este cuervo nos salió comunista, ya valimos madre, se responde. A María M. le acomete un cosquilleo que no sabe o no se atreve a identificar. Prefiere dejar escapar un suspiro que nadie a su alrededor dudará en calificar de casto. Prosigue el ritual de lecturas y oraciones en medio del pequeño infierno en que va convirtiéndose la iglesia a medida que el sol acuchilla ese pueblo varado en el desierto. Entonces, el cura se trepa en la vorágine del sermón. ¡Y vaya sermón! –Estas cuatro paredes que son la casa del Señor, este edificio indigno de llamarse iglesia, nos reúne para poder entrar en comunión con el Hijo del Hombre, con aquel que descendió a la tierra para pagar por nuestros pecados. Pero a Él, que nos asegura la salvación del alma, la paz y la armonía, ¿qué le damos a cambio? A Él, que padeció y pereció en la cruz por nuestros pecados, ¿qué le hemos regalado? Poco, muy poco. A lo sumo, nuestra desganada presencia en su casa una vez a la semana. Una casa que está viniéndose abajo por culpa de nuestra apatía, de nuestra indulgencia, de nuestro egoísmo. Parecen haber regresado los fariseos a esta tierra de buenos católicos y los mercaderes que utilizaban el templo para vender su mercancía. Parece que estos buenos cristianos a los que la providencia les otorgó la habilidad y la oportunidad de enriquecer, están más preocupados por adquirir un coche nuevo que atender la casa del Señor. Se les olvida que antes pasará un camello por el ojo de una aguja que un rico entrará al Reino de los Cielos. Se les olvida los cientos de veces que en esos mismos reclinatorios gastados, despostillados, ante el Sagrado Corazón, pidieron por un hijo, un padre, 51
una madre o una esposa enfermos o, peor aún, rogaron porque el Todopoderoso les iluminara en un buen negocio. Se les olvida que les fue concedida la gracia del Señor y que prometieron retribuir la bondad divina. Vuestros hijos, queridos hermanos, cada sábado se inician en la palabra del Señor de la mano de esas santas mujeres que viven en perpetua gracia, y lo hacen bajo techos resquebrajados, entre paredes despostilladas, en pupitres rotos. Cuando el implacable verano cae sobre nuestras cabezas, agonizamos de calor porque los viejos coolers ya no pueden enfriar ni las ideas. Yo os invito a reflexionar, a ser sinceros con vosotros mismos. ¿Esta es la casa que queremos para el Señor? Oremos. *** Es de madrugada porque sólo a esas horas los conspiradores hallan su lugar en el mundo. Un mundo de tres toquidos cortos y dos largos en la puerta de una habitación de un hotel de tercera. Con dos huéspedes aviesos que, antes de abrir, se aseguran de situar las armas al alcance de la mano. El alto deja un resquicio por el que asomar un ojo y el cañón de la automática por si las circunstancias lo ameritan. El bajo se sitúa al fondo de la recámara esgrimiendo la pistola con la mano derecha, oculta en la cintura. Es el mensajero. Se desliza al interior del cuarto como una lagartija. Los tres sujetos únicamente intercambian un apretón de manos. El alto, con la mandíbula, espeta al recién llegado. –Habla. El visitante saca un mapa turístico de la República mexicana del bolsillo de la chamarra. –Aquí fue ubicado la última vez. 52
El dedo escuálido, que termina en una uña larga y negra, señala la capital de un estado de la frontera. –¿Cuándo? –Hace tres meses. –¡Tres meses! –exclama el alto–. ¡Me cago en Dios! Así cómo cojones quieren que hagamos las cosas. –Sólo soy el mensajero –se defiende el mensajero. El bajo no habla. Mira el mapa con una obstinación algo imbécil. Alrededor del plano aparecen fotos en vivos colores de Cancún, Acapulco, Bahías de Huatulco, Puerto Vallarta… –¿Dónde está eso? El bajo, con el silenciador de la pistola, apunta un crepúsculo de jalea que baña la pirámide de Chichén Itzá. –En Yucatán –dice desconcertado el mensajero. –Hay que ir uno de estos días –le comenta el bajo a su compañero al tiempo que levanta el arma, la apoya en el corazón del recién llegado y acciona el gatillo. Se escucha un escupitajo. –¡Hostia! –grita el alto–. ¿No podrías ser un poco más previsible? Vaya susto el que me has dado. El rictus del mensajero podría calificarse de cómico si la causa no fuera una bala en el corazón. Ha caído al suelo, entre las dos camas, muerto. Los dos sujetos se ponen manos a la obra. Limpian la sangre, maniatan el cuerpo, lo envuelven en una cobija, lo trasladan al baño y lo depositan en la tina. Acto seguido, extraen varias papelinas de coca del equipaje del alto y las riegan por la habitación. Después de inspeccionar el cuarto del hotel, el alto cierra la puerta con llave y la guarda en el calcetín. Caminan en silencio hasta la recepción. El encargado duerme recargado en el mostrador, la cabeza recostada sobre una revista de carpintería. Cruzan el vestíbulo y ganan el exterior. Tres cuadras más allá, un taxi los pierde entre calles 53
somnolientas, voceadores legaĂąosos y obreros camino del primer turno. Pronto iniciarĂĄ el concierto de sirenas fabriles, piensa el alto y recuerda a su viejo. El otro dormita satisfecho. Como en los mitos, los mensajeros que saben demasiado llevan implĂcita la muerte en el mensaje. Al bajo le queda claro, por eso descansa tranquilo, sin pensar en nada.
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6. Bienaventurados los pobres de espíritu Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados. Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos recibirán misericordia. Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios. Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios. Mateo 5: 3-9
(O de cómo las bienaventuranzas han resultado con el tiempo letra muerta y los que ríen, los poderosos, los injustos, los impíos, los oscuros de corazón y los violentos son llamados hijos de Dios y comparten la mesa con los príncipes de la Iglesia). 55
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l padre Hilario era un pergamino en el que podía leer mi propia historia. Por ejemplo, la muerte de mi madre dos años antes del regreso. Una muerte solitaria en el zaguán lleno de flores de la infancia. Una muerte decretada por la tristeza de un hijo único que desapareció durante quince años, y un marido fallecido en un accidente y al que no conocí. Hice una bolita con el telegrama que el cura –quién sabe cómo– logró enviarme a la capital: Tu madre se muere, ven a pasar los últimos días con ella, y la arrojé al cesto de la basura de mi oficina de burócrata. Luego me desentendí sin saber la causa. Me molestó un instante esa capacidad cada vez más desarrollada de bloquear punzadas y nudos en la boca del estómago. No hice nada para remediarlo. Los ojos del padre Hilario, el único que atestiguó la agonía de doña Tere, eran el espejo de mi turbia conciencia. Una vez instalado en la casona, empecé a confesarme dos veces por semana. Pero en mis largos monólogos que el padre Hilario escuchaba sin chistar pude encontrar los motivos por los que elegí no asistir a mi madre en la muerte, no cargar el ataúd con su frágil y amorosa figura triste una y
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otra vez. Me dio rabia enterarme que Hernández había sido uno de los portadores del féretro, más como un acto de caridad que por cariño a la difunta. Cuando a las pocas semanas de mi regreso lo supe por boca de un vecino, lo apunté en la larga lista de agravios hernandianos. Lo sentí como un insulto. Se lo hice saber al padre Hilario. El cura únicamente se limitó a arrojarme mi ausencia a la cara. ¿Por qué no había acudido al lecho mortuorio de mi madre? Me decía que en ese momento no estaba listo para regresar al pueblo. La sensación de egoísmo me empalagaba y acudía al confesionario, y redoblaba las lecturas en el púlpito y los donativos para la iglesia. Mientras, echaba a andar la venganza, que para eso había vuelto. Una venganza con la que había soñado desde aquel día en que me subí a un camión de madrugada rumbo a la capital y ya no volvieron a saber de mí. En el bolsillo, la dirección de un tío lejano. Le prometí a mi madre regresar en un par de meses, sólo quería probar suerte. Me dio algunos ahorros tristísimos y se despidió desde la puerta con un llanto resignado. Fue la última vez que nos vimos. También prometí escribir, incluso llamar si la economía lo permitía. Trece años después pasó a mejor vida doña Tere. Yo no fui a su entierro. Y cuando el camión entró en la gran urbe nueve horas más tarde, dormitaba hecho un fardo en uno de los asientos traseros. La central camionera me sacudió la modorra con su febril despertar, delirante, ruidosa, esto es de locos, me dije, y eché a andar quién sabe a dónde, eso sí, con la dirección estrujada en la mano izquierda, sin rumbo, anónimo entre la marabunta que naufragaba en el asfalto hirviendo de canícula. El pánico cedió pronto a una curiosidad con la que registraba ese mundo que pensaba conquistar: antes morir que regresar como me fui. Habían pasado quince años y con nada podía justificar ciertas ausencias. Ni la osadía ni la ingenuidad de
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entonces eran suficientes. ¿Por qué no vine al entierro de mi madre?, le preguntaba al padre Hilario, todavía unos días antes de que muriera y tomara su lugar el padre Javier. Quizá la culpaba de mi amariconada estampa de hijo único, casi niña, y de la mierda que tuvo que tragar en ese pueblo de bárbaros. En la capital todo empezó a cambiar demasiado rápido. Mi tío me acogió con los brazos abiertos, feliz de poder mitigar su soledad de solterón putañero con un pupilo caído del cielo. Me nombró heredero de sus mañas. E inició así mi verdadera educación sentimental. Mi tío vivía en un departamento excesivamente lujoso para ser un simple inspector de la Dirección de Alcoholes. El Camaro amarillo canario con el que levantaba putas y secretarias de gobierno no encajaba para nada con el gris funcionario que, se suponía, era. –¿Qué quieres de la vida? –me preguntó unos días después de llegar a la capital. Me encogí de hombros–. ¡Cómo eres pendejo! ¿Qué se puede querer de la vida? Lana y viejas. A no ser que seas joto, entonces, lana y mayates. Bueno, pues yo te voy a decir cómo. Y aprendí. A la brava. En caliente. Entré a trabajar en una cantina porque ese era el mundo de mi tío. El dueño, un exguarura de un gobernador primero y de un candidato perdedor después, era la mole de carne más maciza que había visto en mi vida. La más malencarada y la más hija de puta, según comprobé a medida que transcurría el tiempo. Fui testigo de la paliza que le dio a un cliente cuya cuenta había excedido los límites de la buena fe. De cómo le impuso al padrote que controlaba el puterío de la cantina el doble de la cuota que hasta entonces pagaba el proxeneta. Muchos amaneceres me sorprendieron trapeando los vómitos y los meados de los borrachos, vaciando los botes de basura floreados de condones, depositando borrachos en la banqueta. Más de dos noches llamé a la policía porque, en la trifulca, le habían abierto el 58
vientre a un pendejo o algún impotente había molido a palos a una prostituta. Los días se me iban en dormir y las noches me encontraban llorando. Todos los jueves llegaba mi tío a la cantina. En cuanto entraba, la mejor mesa quedaba a su disposición. El servicio rozaba la ignominia. Sus visitas significaban unas horas de descanso, pues el inspector de alcoholes me obligaba a acompañarlo hasta que desaparecía en alguno de los privados de la puerta trasera. La primera vez caí de bruces sobre la mesa. Después fui fortaleciendo el hígado y la sangre. Mi tío exponía su particular visión de la vida. Debía escucharlo y asentir. –Mira, sobrino –comenzaba siempre–, en esta vida todos somos pendejos. Tú, yo, estas viejas –se reían–, la bestia esa que tienes por jefe, en fin, todos los cuerpos, dirían los gringos. Pero la mayoría no lo sabe y se deja apantallar por cualquier güey. Unos pocos nos damos cuenta y aprovechamos esa debilidad de carácter para chingarnos a los demás. ¿Entiendes? Aquí todo se resume en apantallar a los pendejos. Debes decidir desde ahora de qué lado piensas estar. Y ahora que el espejo del baño de mármol en la segunda planta de la casa con jardín y alberca me devolvía algunas arrugas y dos o tres canas, no dejaba de sonreír con el recuerdo de aquellos jueves en los que también descubrí el sexo como una sinfonía de colchones desvencijados y cuerpos de desecho. Quince años después, el lujoso guardarropa en el que buscaba un pantalón blanco y una camisa de seda para asistir a misa me decía que la venganza estaba cerca. Para no olvidar, había colocado encima de la chimenea del salón una foto en la que aparecía mi tío rodeado de mujeres y yo, en una esquina, casi invisible, en la privilegiada mesa de todos los jueves.
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María M. se confiesa –Nunca le he conté de Andresito, ¿verdad, padre? –Nunca, hija. –Si usted supiera cuánto lo amé. ¿Lo conoce? –Claro que sí. Es un buen cristiano, todos los domingos viene a misa. –¿Y usted sabe que es rarito? –No juzguéis y no seréis juzgados. –Déjese de cosas, padre. De que es rarito es rarito. El fue mi primer novio. –Válgame el cielo. –Así como lo oye. Entramos juntos a primero de prepa. Al principio no lo pelé mucho. O sea, no era popular, más bien solitario, no tenía amigos. Le hacía a la artisteada: le gustaba bailar, cantar, hasta pintaba, creo. Pero qué cree, padre. –Dímelo tú. –Me acuerdo muy bien que era el primer día de clases. Estaba en la puerta del salón tijereando a los compañeros cuando va llegando Andresito. En todo el verano no lo había visto porque se iba de vacaciones a la capital. No, padre, un cuerazo. Se cargaba un cuerpazo el 61
muy méndigo. Cuando pasó a mi lado me tembló hasta el ombligo. Me sonrió el canijo y se me iluminó el mundo. Ya se imaginará. –Pues no muy bien, qué quieres que te diga. –Sí, padre, eso de las mariposas y una deja de comer, de dormir y se deprime si el galán no llega a la escuela. ¿Qué pasará? ¿Estará enfermo? –Entiendo, entiendo. –Al cabo de un mes de lanzarnos miradas e indirectas, el muy baboso no daba el primer paso. Así que me adelanté y me dijo que sí. ¡Maldita la hora! ¿Por qué, padre, por qué? –Pues porque le gustabas, por qué otra cosa, mujer. –No, no le gustaba, ni yo ni ninguna mujer. Y yo bien creída que no me pidiera aquello que usted sabe y que todos piden, dizque estaba chapado a la antigua y me respetaba. Me respetaba ¡mangos! –Te recuerdo que estamos en la casa del Señor. –Perdón, padre. Anduvimos todo un año. Yo estaba enamoradísima, como sólo puede estarse a los dieciséis años. Ciega, boba. Pero la realidad era que me estaba usando para ocultar sus mariconadas. –Y dale la burra al trigo. –No es necedad, padre, le juro que no. En el baile de graduación se me perdió toda la noche. Y yo como mensa: ¿no vieron a Andrés? ¿No saben dónde está? Y mis compañeros se encogían de hombros y me miraban con una cara de pobrecita idiota. Hasta que un amigo me dijo: ¿Quieres encontrar a tu Andresito? Ve al baño de los conserjes. Y ahí te voy, corriendo, pensando que algo le había pasado. Y sí, algo le había pasado, había perdido su virginidad antes que yo. El trompetista de la orquesta se lo había… usted sabe. Recuerdo que Toño Ferrán, el de doña Tere, llegó en ese momento, vio el cuadro, dio media vuelta y se largó. El cabrón de Andresito me sonreía mientras se abrochaba los pantalones. 62
–… –Ve cómo sí es una maldición, mi primer amor, mi marido y mi padre. –¿Tu padre? –No me diga que no sabe que mi querido padre, tan respetado en el pueblo, tiene un mayate al que, con la excusa de que es compadre, todos los sábados lo sienta en la mesa, entre mi madre y yo, para comer. No me diga que no tenía ni idea que mi madre hace diez años que traga bilis, cierra los ojos y aguanta porque a dónde va a ir la desgraciada si no sabe hacer nada. Y ahora qué me dice, ¿no parece maldición? –No, pues tiene lo suyo esta cosa de tu relación con los hombres. Tan buena hembra que eres, tan guapa… –Padre, lo estoy oyendo…
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7. La última cena Cuando llegó la hora, Jesús y sus apóstoles se sentaron a la mesa. Entonces les dijo: —He tenido muchísimos deseos de comer esta Pascua con ustedes antes de padecer, pues les digo que no volveré a comerla hasta que tenga su pleno cumplimiento en el reino de Dios. Luego tomó la copa, dio gracias y dijo: —Tomen esto y repártanlo entre ustedes. Les digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios. También tomó pan y, después de dar gracias, lo partió, se lo dio a ellos y dijo: —Este pan es mi cuerpo, entregado por ustedes; hagan esto en memoria de mí. De la misma manera tomó la copa después de la cena, y dijo: —Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que es derramada por ustedes. Lucas 22:14-20
(O de cómo los débiles se convierten en el azote del demonio o de Dios, que viene siendo lo mismo, y el ojo por ojo diente por diente es la única ley que prevalece). 65
H
abía algo en el padre Javier que no me gustaba. Cuando se mide un metro sesenta, y piernas, brazos y tórax dejaron de crecer demasiado pronto, pero se posee un Mercedes Benz y una casa con alberca, dos cocheras y jardín, supongo que se debe a alguna habilidad que había desarrollado, un arma secreta que la naturaleza me había concebido para superar la faena. Lo había descubierto mucho tiempo atrás: se trataba de mi olfato. Podía oler, además del perfume, los humores, el drenaje o el mar, las intenciones de la gente, los anhelos, incluso los pensamientos. Podía husmear el engaño, la estafa, la mentira, al igual que los perros olfatean la tormenta. Mi nariz siempre estaba alerta. Aun cuando de curas se tratara. Y el padre Javier cargaba un ligero aroma a fraude que, sin embargo, no quise atender, cansado ya de la época en la capital siempre en guardia. De todas formas, con olor o sin él, el padre Javier no había conocido a mi madre, no sabía de la profunda herida que me sangraba. No como el difunto padre Hilario al menos. Con el deceso de este, dejé de confesarme con tanta asiduidad. Pero asistía a misa todos los domingos, ya que era parte del plan: convivir un rato después de la 66
ceremonia con Hernández y el Cochi para tejer la red de mentiras y promesas. Ya habían mordido el anzuelo. Nada más se trataba de tirar con pericia del hilo, no fueran a soltarse. ¿Cuántas veces estuve a punto de echarlo todo a perder? Me hizo falta mucho estómago para tragar tanto recuerdo que en boca de Hernández parecían travesuras infantiles. Como aquella vez que me ataron de los pies y me colgaron desde el tejado de la escuela, el mundo al revés, la sangre que sentía iba a estallarme en los ojos, y el concierto de risas allá abajo. O aquella otra en que extrajeron de mi mochila los cursis poemas escritos a una y a todas las mujeres y, después de fotocopiarlos, los repartieron por todo el pueblo. Mucho estómago y paciencia oriental. Iba a sentarme en el zaguán de mi casa a ver pasar el cadáver de mi enemigo, sólo que pensaba forzar la providencia, no fuera a ser que esta hubiera olvidado a mis torturadores. Paciencia, estómago y odio me permitieron sobrevivir entre la inmundicia en la que me revolqué durante los primeros años en la capital. Me aferraba al expediente abierto de mis humillaciones para flotar en medio del mar de mierda en el que mi tío me sumergía poco a poco. Lo peor, o lo mejor, según el caso, es que demostré tener aptitudes para esta natación del oprobio. En el transcurso del primer año logré convertirme en el brazo derecho del mastodonte propietario de la cantina. Llevaba los números del negocio con eficacia. Inventé un infalible control fichero para que el padrote en turno no nos estafara con las ganancias del puterío. Asumí las relaciones públicas con la fauna de corruptos (incluido mi tío) que cada mes caían como vampiros a la caja. Policías, inspectores de Salubridad, de Protección Civil, de Hacienda. Todas las sanguijuelas se iban satisfechas con acuerdos y compromisos en los que, invariablemente, terminaba pagándoles mucho menos de lo que pretendían. Y como en esas extrañas duplas circenses, entre mi jefe y yo se formó 67
un pacto que rebasaba lo mercantil, que involucraba el honor y una extravagante amistad basada en una misericordia lumpen. El pacto no se rompió ni el jueves en que mi tío llegó pidiendo champaña (nunca hubo en la cantina) para celebrar mi nuevo trabajo en la Dirección de Alcoholes. –Ni modo –le dijo al propietario del bar–, este muchacho tiene que progresar, subir como la espuma de esta asquerosa cerveza. Si no cambias de marca te voy a cerrar el local. No había sido fácil conseguirme una plaza como asistente en ese mundillo de zancadillas y puñaladas traperas en el que mi tío, a pesar de ser el jefe de inspectores, contaba con enemigos jurados. Un mundo de secretarias gordas ancladas en escritorios gracias a siniestros sindicatos, mucho poner el culo y venga limarse las uñas y mascar chicle. Un mundo de burócratas que a golpe de sobornos construían una casa para sus madres santas en los suburbios de la capital. Gobernado por un rey sin corona, un emperador grotesco, un cómico caudillo: mi tío, que me nombró escudero de las andanzas cabareteras: ríos de coca y alcohol y dinero bajo el agua, bajo la mesa, negro, abundante, sucio, pero dinero en fin. Money, too much. Así descubrí el olor del engaño, del fraude. Tenía un don: a pesar de mi estructura enclenque y risible, nadie podía verme la cara aniñada. Y comencé a trepar por la intrincada pirámide de favores y compromisos, a escalar el muro de las promociones. Al principio, a la sombra de mi tío, después, a sus espaldas. Cuando murió, a nadie en la Dirección de Alcoholes le quedó duda de que yo sería el sucesor. Murió en jueves, de un infarto, en uno de los cuartuchos que alquilaba el dueño de la cantina, abrazado a una puta de quince años. Fue el gigantón quien me avisó. No sabía qué hacer. Nada de llamar a la policía, le sugerí. Lo que menos me interesaba en ese momento 68
era el escándalo que harían en los periódicos al descubrir al jefe de inspectores de la Dirección de Alcoholes muerto en una casa de putas. Convencí al gigantón de subir el cuerpo a mi camioneta y llevarlo al departamento del difunto. Allí lo dejamos, sentado en un sillón, frente a una botella de Don Julio. Al cabo de dos días, la putrefacción alertó a los vecinos y estos a la policía. Algo quedaba por hacer. El encargado de permisos de la Dirección ansiaba el puesto vacante. Un leve obstáculo a tenor de la red de favores que había elaborado. Pero no quise correr riesgos. El gigantón se haría cargo. Una semana después asaltaron al burócrata, quien fue a dar al hospital con un tajo de diez pulgadas en el estómago. Había llovido desde entonces. Con la extraña sensación del tiempo indefinible escurriéndose entre las manos, llegué al restaurante ubicado en la entrada del pueblo. Era una construcción moderna en medio de un amplio solar a un lado de la carretera federal. Servían las mejores milanesas de la región, enormes milanesas empanizadas con una ración extraordinaria de papas fritas. Un restaurante para camioneros y gente de paso en el que el padre Javier cenada casi todas las noches. La cita era a las ocho treinta y pasaban cinco minutos de la media. ¿Dónde estaba el cura? Temprano, en la mañana, había recibido su llamada. –Quisiera charlar con usted de algo muy importante, lo invito a cenar en el restaurante del alcalde. El restaurante del Cochi, pensé. Al cuarto para las nueve hizo su entrada el sacerdote, acompañado del mismísimo presidente municipal. La nariz me mandaba señales inequívocas. Decidí relajarme. Me saludaron cordiales. Por indicaciones del Cochi nos trasladamos a un privado. –¿Estamos todos? –preguntó el alcalde al padre Javier. El cura asintió. 69
8. Dejad que los niños vengan a mí
Y le traían aun a los niños muy pequeños para que los tocara, pero al ver esto los discípulos los reprendían. Mas Jesús, llamándolos a su lado, dijo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis, porque de los que son como estos es el reino de Dios. En verdad os digo: el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Lucas 18: 15-17
(O de cómo los niños han sido pretexto de los más execrables actos y su condición los ha convertido en las principales víctimas de la estupidez del mundo). 71
N
o era más que un árabe gordo y marica, intrigados lectores. Un moro subdesarrollado, un pedazo de carne, una piedra en el zapato, un cocinero porcino que a duras penas cumplía con la encomienda de alimentar a los cachorros del movimiento de liberación. Recuerden que el calor hizo estragos en el temple de nuestros personajes y cualquiera tiene un mal día. Uno de esos días en que le revientas el hocico a un malnacido que no está a la altura de un destino como el de nuestros insignes protagonistas que, por jóvenes eran arrebatados, y por guerrilleros, amantes de regar la sangre si venía al caso. A Koldo no el embargó la felicidad por haber matado al cocinero de un golpe de banca. Que la primera víctima de su carrera fuera ese saco de grasa no dejaba de empañar la leyenda que pretendía forjar. Los altos mandos le otorgaron el perdón gracias en gran medida a la vehemente defensa de Gorka, que demostró que Koldo le había salvado la vida. La clemencia vino acompañada de la primera misión: el secuestro de un empresario que se negaba a pagar el impuesto revolucionario. Jon Aguirre poseía una pequeña fundición a las afueras de Tolosa. Tenía cincuenta años, una esposa y dos hijos. Había decidido 72
mandar a la mierda a eta luego de años de pagar la protección que garantizaba el impuesto. O mantenía a los engranes del nacionalismo o hacía prosperar la empresa. Había optado por lo segundo. Pero que se sepa, empáticos lectores, nadie hasta ese momento había osado mandar a ninguna parte a los etarras, menos a la mierda. La cúpula decidió darle un escarmiento que, de paso, servía de advertencia a los industriales de la región. Koldo y Gorka fueron los elegidos. Menuda gloria, se dijeron, y se avocaron a seguir al empresario de su casa a la fundición, de la fundición a su casa, de su casa al club de tenis, del club de tenis a su restaurante preferido, otra vez a la casa, a la fundición, al club de tenis, a un bar de vez en cuando. Vaya tipo tan aburrido. Y descuidado, comprobaron Koldo y Gorka. Decidieron interceptarlo al salir del club. Jon Aguirre debía conducir un kilómetro y medio a lo largo de la General 1 antes de tomar la desviación a su hogar. A esa altura, la carretera cruzaba un páramo. Eligieron un miércoles porque los miércoles permanecía más tiempo en el club. Eran las diez de la noche. Koldo y Gorka aguardaban dentro de un Seat Toledo previamente robado. Se habían estacionado en un camino vecinal. El plan era tan burdo y corriente que funcionó. Al divisar a los lejos el automóvil del empresario, los terroristas atravesaron el Seat en la carretera y Gorka se tendió en el asfalto. Koldo, agazapado en la cuneta, en cuanto Jon Aguirre frenó, se introdujo en el auto de la víctima y a punta de pistola lo obligó a seguir el camino vecinal. Mientras tanto, Gorka los escoltaba en el otro auto. Un Land Robert esperaba en una encrucijada para trasladarlos a través del monte a un caserío ubicado a 150 kilómetros al norte. En el establo del caserío, un zulo de dos metros por dos sería el hogar del empresario durante un tiempo indefinido. 73
La misión terminó una vez entregaron el paquete a un comando que se encargaría de negociar el rescate. Y entonces llegó el sueño. Era tan estúpido que ni siquiera podía considerarse una pesadilla. Entró en la vida de Koldo un mes después del secuestro. Preparaban su segunda misión cuando comenzó a tenerlo de forma intermitente. Más adelante, cada vez que cerraba los ojos le asaltaban las mismas imágenes que, imagino freudianos lectores, se mueren por conocer e interpretar. Sentemos, pues, a Koldo en el diván: Llegaba a una casa de intrincados pasillos y múltiple puertas. Una mansión laberíntica donde los corredores no tenían fin, las paredes se curvaban, los techos lo mismo se le venían encima que dejaban paso a la noche estrellada. Las ventanas no daban al exterior, tampoco al interior, daban a la nada, que en el sueño no era negra, sino más bien nada. Koldo recorría una y otra vez los pasillos, ahogado por el resuello, perseguido por la caricatura de un ratón con la efigie del general Franco que cantaba el “Cara al sol”. De pronto, sentía un irrefrenable deseo de invadir la intimidad de una de las recámaras y, sin recato, irrumpía en una de ellas. Al momento de entrar, un bacalao del tamaño de un hombre acostado en una cama art déco, le preguntaba con un tono impertinente: ¿Cuándo vas a echarme a la sartén? Ya se hizo tarde para el banquete. Koldo no respondía, se limitaba a pensar: Me confunde con otra persona, no soy cocinero, yo soy un vendedor de seguros. Y despertaba. Ustedes sabrán, doctos lectores, si el bacalao resultó falo, el ratón, mujer y la sartén, un complejo de Edipo. En todo caso, Koldo optó por el silencio. Ni Gorka supo del sueño. Considérense privilegiados y continuemos con los preparativos de la segunda misión de nuestros recién estrenados terroristas. 74
A un costado de la comisaría de la Policía Nacional de San Sebastián, se extendía un pequeño parque de sauces y nogales con coquetas bancas y un par de caminitos alfombrados de hojas muertas en otoño. En la parte trasera se encontraba un estacionamiento que ayudaba a la estrategia. Tenía dos plantas el edificio. En la de abajo podía transmitirse el Documento Nacional de Identidad y el pasaporte. Siempre había un constante entrar y salir de gente y filas interminables. El estacionamiento no era muy grande. Si acaso cabía una veintena de coches. La mayor parte pertenecía a los empleados de la comisaría. Esto representaba un serio obstáculo para la misión: un auto no habitual fácilmente sería identificado por los policías que hacían guardia en la puerta. Después de barajar numerosas opciones, Koldo y Gorka se decidieron por la más obvia. Durante varios días siguieron a cada uno de los empleados civiles hasta sus casas e integraron una lista de domicilios y marcas de coches. Terminado el registro, eligieron un Renault 5 que todas las noches dormía en la calle en un barrio no muy lejano al de la comisaría. En cuanto a la carga explosiva, debía ser suficientemente poderosa para que desde la parte más lejana del estacionamiento, aquella que no estaba al alcance del circuito cerrado de televisión, ocasionara serios daños en el edificio. Las víctimas no pasarían de tres o cuatro en el peor de los casos, sin contar, claro, a los policías: cuantos más murieran, mejor. ¿Bastarían cincuenta kilos de explosivos plástico? Budubum, budum, bum estallaría el explosivo convirtiendo el chasis, la carrocería, los ejes, el carburador, el ventilador, las tuercas y los tornillos en mortífera metralla que podría alojarse en el cráneo del inspector Paco, en la cara del inspector Pepe, en la columna del inspector Juan. Arrancarles dedos, narices u orejas. Cegarlos, ensordecerlos, paralizarlos de por vida: budubum, budum, bum.
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Koldo y Gorka tiritaban a la espera del momento indicado para robarse el Renault 5. Eran conscientes de que enfrentaban una especie de hora de la verdad, una prueba definitiva para su poética del terror. La tensión salía por sus bocas semicerradas en forma de vapor, cortinas blancas que cristalizaban en el frío de aquella madrugada. Echaron a andar entre los coches estacionados a los pies del edificio multifamiliar. El silencio y la escarcha sobre los techos de los autos eran como una pesadilla de infancia. Llegaron a la altura del Renault 5. Gorka extrajo un gancho de la pelliza. En menos de un minuto logró liberar el seguro. Se introdujo y le abrió la puerta del copiloto a Koldo. Treinta segundos después los cables del arranque chispearon y el motor tosió, se apagó, volvió a toser, a ronronear, a apagarse de nuevo. Estaba frío como un cadáver. Demasiado tiempo, iban a descubrirlos. –Vámonos, nos robamos otro. –Tiene que ser este –insistió Gorka. Por fin, el prolongado rugido del motor invadió el silencio de la noche como una obscenidad gritada en medio de una iglesia. Gorka no hizo una sola maniobra brusca a la hora de dejar el estacionamiento y avanzar por las calles de aquel barrio de clase media con un sinfín de vidas como las de ustedes, comunes lectores. En un garaje abandonado de Ayete, barrio encima de un promontorio que se erguía unos cien metros sobre el objetivo, distribuyeron la carga explosiva a lo largo del pequeño auto. Después, una moneda de cinco duros decidió que Koldo conduciría el coche-bomba hasta la comisaría. Gorka, en otro coche, lo seguiría y esperaría a su compañero en la central de autobuses, ubicada al otro lado de una rotonda, desde donde alcanzaba a verse la parte trasera de la estación policiaca. Bajaron por la escarpada carretera de Ayete a una velocidad máxima de 50 kilómetros por hora. Eran las seis de la ma76
ñana y la noche no hallaba la forma de irse. Treinta minutos antes de que abrieran las oficinas al público, debían hacer explotar el coche, es decir, a las siete treinta. A Koldo le dolían los brazos en cada curva que acometía de la irregular carretera. Los policías de guardia se hallaban tan ateridos que no se percataron en qué momento apreció el Renault 5 del administrador al extremo del estacionamiento. Ni siquiera estaban seguros de que no hubiera pasado la noche ahí. Si en lugar de refugiarse del frío en el recibidor, sagaces lectores, hubieran permanecido en el exterior, se habrían dado cuenta de que quien bajaba del auto no era el administrador, empleado de toda la vida, sino un joven de veintitantos años, espigado, que se alejó del edificio, cruzó la rotonda y abordó un Peugeot 205. Gorka lo recibió con una sonrisa y unas palmadas en el hombro. –Cojonudo, tío. Nada más esperamos un rato y a tomar por culo todo. Te concedo el honor. Koldo buscó el sarcasmo en el brazo extendido de su amigo. En la mano brillaba una pequeña caja negra que mandaría la señal: ¡budubum! Pero los ojos de Gorka le devolvieron una fría determinación, algo pueril, en los que no cabían ni la duda ni el miedo ni la risa. Gorka le demostraba así la inmensa confianza, la absoluta fe, el amor que le inspiraba Koldo. (Ahora, pacientes lectores, permítanme señalarles cómo Koldo se incomoda un instante. Observen la forma en que el cuerpo da la impresión de retraerse apenas unos centímetros, aunque la mano izquierda tendida pueda indicarnos lo contrario. Una mano tendida como la de un limosnero, no como la de un soldado). Una mano que tomó el control remoto con delicadeza y lo depositó en el regazo. Desde donde estaban, Koldo podía distinguir las siluetas de los guardias y el Renault 5: un animal dormido que 77
despertaría de pronto para embestir contra el edificio. Que él haría despertar: ¡budubum! Ya no estaba en el campo de entrenamiento argelino. Los pedazos de carne chamuscada serían auténticos y el olor nauseabundo. Aunque no se quedarían a averiguarlo porque inmediatamente después de la explosión, cruzarían el río Urumea y se perderían por el Alto Miracruz rumbo a la frontera francesa, a un piso franco en Askubia. Pero a Koldo empezó a incomodarle que las siluetas se recortaran con tanta claridad en la penumbra del alba. Sobre todo, la de aquella niña que de pronto surgió de la comisaría tras una estúpida pelota que rodaba hacia el coche-bomba. ¡Qué carajos hace una niña a las siete y media de la mañana en una comisaría! ¿Qué coño estaba pasando con el pulgar de Koldo? –¿A qué esperas? –¡La niña! –¡Qué niña ni que ocho cuartos! ¡Dale! –¡La niña! –¡Dame eso, maricón de mierda! –¡La niña! –¡Aprende a ser etarra, cabrón! ¡Budubum!
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9. Venga a nosotros tu reino
No odiarás a tu compatriota en tu corazón; podrás ciertamente reprender a tu prójimo, pero no incurrirás en pecado a causa de él. No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo; yo soy el Señor. Levítico 19: 17 y 18
(O de cómo el prójimo nos viene valiendo un soberano carajo cuando se trata de que el reino nos pertenezca todito él y el oro se convierte en alimento del alma). 79
A
quella cena va a quedar registrada en los anales de la historia del lugar como la Cena. El hombre más rico del pueblo, el cura y el alcalde se han reunido pasadas las ocho y media de la noche en el restaurante de este último. Han pedido la especialidad de la casa, una ciclópea milanesa empanizada que se extiende por todo el plato hasta desaparecerlo. El sacerdote prefiere una orden de camarones. Es tal la enormidad de los crustáceos que, ahíto de marisco y cerveza, el cura todavía deja para satisfacer a un par de comensales. Y no es hasta que un eructo con sordina después de un largo trago de cerveza da por terminada la cena, que el padre Javier aborda la razón por la cual ha convocado a los dos sujetos. A la iglesia le urge una remodelación. Más que eso, una restauración total que dignifique el templo, pero sobre todo, que ponga a salvo a los feligreses de un accidente que todo el pueblo lamentará tarde o temprano. Vigas enmohecidas, paredes agrietadas, varillas en descomposición, castillos que ceden al peso de la estructura y suelos que se abren como fauces. El padre Javier expone el recuento de los daños como si se tratara de un exorcismo, un hechizo que conjura a los demonios de la desconfianza y la tacañería. 80
–En resumidas cuentas, la iglesia necesita una fuerte suma de dinero para emprender la remodelación. Mi idea es hacer una gran colecta que involucre a todo el pueblo para reunir los fondos necesarios. Calculo medio millón de pesos. Viéndolo bien, no es una gran suma de dinero pero, y ya me perdonaréis, percibo mucha apatía en la gente. Por eso os necesito, para romper con la inercia, para que pongáis el ejemplo. Vosotros sois líderes de la comunidad… –No veo cómo pueda ser yo un líder –interrumpe Antonio Ferrán. –Tal vez no seas un líder, pero tu solvencia económica te convierte en un modelo. Para esta gente eres rico, si pones el ejemplo te seguirá. –¿Y de a cómo nos va a salir el ejemplo? –pregunta el alcalde. –Yo pensaba que los cien mil primeros pesos los pusieseis vosotros. Para las personas sería una buena señal y se contagiarían... –¡Cincuenta mil cada quien! –casi grita el Cochi. Luego emite un silbido y extrae una petaca de piel de conejo con puros nicaragüenses que ofrece a cada uno. Sólo el padre Javier acepta el veguero. El momentáneo silencio se rompe con el clic de la guillotina al cortar las puntas y se empapa del humo dulzón de los cigarros. Un silencio denso. Después de templar el extremo de la tagarnina sobre la llama azul del encendedor, de plata, y aspirar un par de veces para asegurarse de que prenda como Dios manda, el anfitrión continúa: –Es una buena causa, Padre, pero no están los tiempos para tanta generosidad. Yo pongo dos mil dólares como ciudadano, y cuente con otro tanto del ayuntamiento. Luego vemos. El padre Javier calla tras una larga chupada al cigarro. Retiene el humo con fruición, lo paladea y lo expulsa lentamente hacia un techo gris adornado de volutas, en espera de que el hijo de doña Teresa hable. 81
–Me parece razonable –dice lentamente Antonio Ferrán–. Cuenten con tres mil de mi parte. –Muchas gracias, el cielo os lo recompensará con creces, os lo aseguro –murmura el padre Javier, satisfecho. Ha pujado alto para conceder un amplio margen al regateo. No espera más, tampoco menos. En aquel pueblo que brotó en el desierto un poco como lo hace una verruga en el cuello o en la nariz, todo el mundo escucha Radio Cachora. La única estación radiofónica del lugar es una certera forma de mantenerse enterado de los chismes que llenan el ocio, de los cadáveres que el desierto devuelve cada cierto tiempo y de los espectáculos que llegan de vez en cuando, a saber: un circo remendado o el grupo norteño de la región que imita al grupo norteño de moda. En Radio Cachora los comerciantes de la cuidad publicitan sus ofertas, la gente ofrece sus carros en venta, solicita empleo o empleados, según el caso, y anuncia recompensas para quien encuentre perros, vacas o niños extraviados. La Casa de la Cultura da a conocer sus cursos de macramé, danza hawaiana y karate, y el ayuntamiento promociona los 200 metros de pavimento o el alumbrado nuevo del parque Benito Juárez. Radio Chachora, más que un medio de comunicación se trata de la conciencia colectiva del destino de un pueblo condenado a la eternidad de las dunas que lo bañan, lo cercan, lo aíslan. El alma de un cuerpo enfermo de desierto, de rabia solar. También es la tribuna perfecta para los planes del padre Javier. Salvemos la casa del Señor se llamará la jornada en la que, bajo una carpa azul y cerveza, los colaboradores del párroco recibirán los donativos de los habitantes de aquel pueblo de putañeros, beatas y contrabandistas. No ha sido fácil convencer al dueño y único locutor de que acceda a un maratón radiofónico para recaudar los fon82
dos. Entre otras cosas, porque Epifanio Villafranca se ha mantenido siempre fiel al juarismo que su abuelo, integrante de la División del Norte, le inculcó desde la infancia. Anticlerical de la vieja guardia, rechaza todo lo que huele a sotana y cirio. La clave, como muchas de las gestas que mueven al mundo, está en el amor. El gran Epi, sobrenombre que él mismo se ha encargado de difundir a través de las ondas hertzianas, ama en secreto a voces desde la adolescencia a María M. Amor no correspondido, callado, anodino, doliente, a distancia, platónico, onanista, beodo, perruno, irreflexivo. Amor a fuego lento, a pesar de los años y divorcios acumulados. El padre Javier no sabe de talón de Aquiles tan vulnerable. El mismo día en que el locutor se negó a colaborar con el proyecto Salvemos la casa del Señor, el sacerdote recibió una inesperada visita. El padre Javier rumiaba la derrota atrincherado en la vicaría, cuando de las sombras de la tarde surgió María M. Al verla entrar en la sobria y oscura oficina, el cura arrojó la mirada en el cajón del escritorio para no delatar las ganas de agarrarla a besos, a achuchones, a inocuas nalgadas. María M. avanzó por la estancia dejando un revuelo de perfumes que cimbraron los votos del sacerdote. –Padre –dijo la mujer y fue un suspiro, una congoja, un aliento que humedeció la habitación–, disculpe que me entrometa, pero es que me enteré que el gran Epi no quería ayudarlo. Así que me atreví a hablar con él y cambió de idea. Siempre sí va a colaborar, usted dice cuándo y se hace. Pues se hace en sábado, a las puertas de la estación. Sobre la acera han instalado una carpa bajo la cual disponen cuatro mesas con sendas alcancías. Las catequistas, encabezadas por María M., cuidan de ellas. El padre Javier, a intervalos, exhorta a través de la radio a colaborar con la causa. El radiotón lo inaugura el Alcalde, quien ha depositado los dos mil dólares de las arcas municipales 83
comprometidos en la cena, más los dos mil a título personal (tiempo después se sabrá que también estos últimos provienen de la hacienda pública). A media mañana, el exitoso empresario Antonio Ferrán dona tres mil dólares más. La gente va acercándose a las alcancías como la gota persistente de una fuga. Y llegan a formarse filas en cada una de las mesas. Y los billetes de a veinte, de a cincuenta, de a cien, de a doscientos, de a quinientos van a dar a las piadosas ánforas que engordan con fervor. El pueblo entero sale a la calle hipnotizado por las encendidas prédicas que lanza el padre Javier. El gran Epi, confiado al fracaso de la operación, a medida que la jornada arrastra gente como una pleamar, comienza arrepentirse de haberse prestado a lo que califica como un engaño bárbaro. María M., consciente de las dudas de su admirador, renueva el compromiso cada cierto tiempo dedicándole cinco minutos de sonrisas, de descuidadas manos que se quedan agazapadas en el antebrazo del locutor un instante de más. Y el padre Javier, ante tanta cercanía, por primera vez en su vida siente una punzada indefinible en la boca del estómago, un latigazo que le corta el aliento, una descarga eléctrica en el corazón. ¡Sangre, Yago, sangre! Aquella noche la vicaría va a permanecer iluminada incluso después de la llegada del alba. Cura, diácono y catequistas cuentan dinero hasta dolerles los dedos y los ojos. La mañana va llevándose a todos poco a poco. Únicamente el padre Javier y María M. se quedan un rato más. Al clarear del todo, se miran asombrados y estallan en una carcajada. Un ejército de billetes arrugados se alinea frente a ellos sumando un total de seiscientos veinticuatro mil pesos. Embriagados por el olor del dinero, saltan de sus sillas y se abrazan como niños. Cuando se sueltan, los labios tiemblan de reprimir tantos besos que quieren darse. María M. sale casi corriendo. El padre Javier comienza a guardar el dinero en una gastada maleta. 84
10. Raquel llora por sus hijos Al darse cuenta Herodes de que aquellos sabios lo habían engañado, se llenó de ira y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo que vivían en Belén y sus alrededores, de acuerdo con el tiempo que le habían dicho los sabios. Así se cumplió lo escrito por el profeta Jeremías: «Se oyó una voz en Ramá, llantos y grandes lamentos. Era Raquel, que lloraba por sus hijos y no quería ser consolada porque ya estaban muertos.» Mateo 2: 16-18
(O de cómo hemos dejado de oír el llanto de Raquel y pedófilos, explotadores de niños y barones de la guerra dejan pequeño a Herodes, conocido como el Grande). 85
U
n día, equis día, llegó Iñaki arrastrando la piel al portal del edificio donde vivía, después de ocho horas de velar una fábrica abandonada, después de servir vinos y tapas en el bar de un amigo, después de haber ofrecido enciclopedias de puerta en puerta. Venía de recoger sillas y hamacas en la playa de la Concha. Acababa de terminar una jornada en la que limpió la mierda a un anciano decrépito cuyos hijos estaban de vacaciones. Lo que es seguro, inciertos lectores, es que entró al portal sin utilizar la llave –la cerradura nunca servía– y al prender la luz, encontró unos ojos asomándose tras una barba de días aciagos y una sonrisa sucia. Había algo de roedor en la calidez de aquel sujeto que trataba de abrazarlo. –¡Iñaki, joder, cuánto tiempo! La memoria suele ser obtusa cuando un desconocido al que quiere conocerse aparece en el portal de tu casa. Y torpe. De cualquier forma, Iñaki se dejó abrazar mientras fantaseaba con la navaja que apuntillaría su pescuezo en cualquier momento. Iñaki pensó que el tipo era un adicto al caballo, un jodido macarra o un descarado bujarrón que lo magrearía bajo las escaleras. Pero ni una cosa ni otra, que se trataba, como ya habrán adivinado, de Koldo: un acto 86
de ilusionismo en medio de un portal con olor a orines y mierda de perro. –¡Coño, Iñaki, ya no me conoces! –¡Hostia, tío, pero si eres Koldo! Me cago en la leche, cómo has cambiado–celebró Iñaki. Desde el día de regatas, no había vuelto a hablar con él. –Tú estás igual. –Qué va, qué va. Pero pasa, pasa, no te quedes ahí. Leches, vaya susto que me has dado. Ascendieron cuatro pisos bajo la penumbra de los vatios que el avaro comité de vecinos racionaba como en tiempos de posguerra. En los rellanos de la escalera, carcomida por el salitre, Iñaki observaba a Koldo idiotizado. Koldo permanecía sereno, sin tirar la sonrisa dura, con los párpados irritados, con ojeras violáceas por mejillas, con el temblor en las manos empachadas de nicotina. En la puerta del interior A del cuarto piso, apareció una mujer con un niño en brazos atraída por el jaleo que los dos amigos derramaban por el edificio. Era una mujer triste. Miró a Koldo con ojos muertos y apenas quisieron increpar la facha de quien podía parecer cualquier cosa menos un amigo. –Te presento a Itziar, mi mujer, y a mi hijo. Se llama Eneko. –¿Se va a quedar? –preguntó ella. –¡Qué cojones importa eso ahora! –dijo Iñaki algo alterado–. Igual sí, igual no, ¿verdad, tío? Itziar dio media vuelta y desapareció en la cocina enana, perfumada de tortilla de patatas con demasiada cebolla. Los dos amigos llegaron hasta la sala, de alguna forma habrá que llamarla, y se dejaron caer en los sillones de plástico verde aceituna. Iba a ser una larga noche, desvelados lectores, una noche de vino Savin con gaseosa y tapas de Txistorra barata. Una noche de balances en los 87
que tratarían de enumerar las batallas perdidas y las ganadas, las apuestas fallidas, los órdago arrojados a la basura, los faroles a destiempo, que no prosperaron. También una noche de whisky dyc, o lo que es lo mismo, una patada en el píloro. Una madrugada en la que los escrúpulos de Iñaki no resistirían la derrota de quien había sido como un hermano. Cuando los gorriones ejercieron su oficio de heraldos de la mañana y un cielo plomizo delineó un horizonte de antenas y una tos infantil, de perro, obligó a Itziar a ir en busca del jarabe y el camión de la basura levantó las bolsas negras y verdes y blancas. Cuando los dos amigos se fueron llenando de silencios porque la modorra se agazapó en la lengua y descubrieron que nada quedaba por decirse, Iñaki, a quien la pregunta no le dejaba en paz y regresaba pelmaza a su mente, y de cuya respuesta dependía la tranquilidad de su conciencia; Iñaki, sintácticos lectores, dijo: –No sólo ha sido por la niña, ¿verdad? Quizá Koldo esperaba la pregunta desde el momento en que relató el episodio a su amigo. Él mismo se la había hecho una y otra vez durante los días que siguieron a la misión en los que permaneció escondido, a salto de mata, de pensión en pensión, con la mirada de soslayo. La misma noche del atentado le había dado esquinazo a Gorka y atravesado el bosque de castaños que se extendía desde Askubia (donde les esperaba el piso franco) hasta la playa francesa de Hendaya con esa idea que no lo dejaba en paz: la parálisis que le había asaltado obedecía a una especie de dictado ético que tenía que ver con un arrepentimiento ecuménico. Mientras bordeaba el acantilado que caía al mar desde los linderos del bosque que lo llevaría al pequeño pueblo pesquero, fue intuyendo al chaval acojonado por el infierno que le pintaron los padres agustinos en los años escolares. Al marinerito que se tragó la primera y única hostia sin 88
morderla, no fuera a salirle sangre. Y ahora, Iñaki, en un intento por calmar los remordimientos, le condicionaba la ayuda de forma tácita a una respuesta que Koldo no deseaba saber, que le asustaba. (Imagino que ustedes también ansían establecer una especie de ley de causalidad que justifique tan repentina contrición, aunque podríamos conformarnos con el hecho consignado y que cada quien saque conclusiones. Pero teniendo en cuenta estos tiempos de televisión y que el bussines of thinking, como dicen los gringos, no está de moda, sirva lo siguiente como exposición de motivos.) No fue solamente la niña cruzando en cámara lenta el campo de visión de Koldo detrás de una pelota escurridiza. La niña con los brazos extendidos persiguiendo un imposible, desobediente de los gritos de su madre. La niña que, sobra decirlo, ninguna vela había tenido en los numerosos y sangrientos entierros de Euskal Herria. La niña que no debió hallarse en la comisaría, cuya madre no debió haber trabajado como afanadora en esa comisaría. La niña que, tal vez, durante una fracción de segundo cruzó su mirada con la de Koldo, agazapado en el Peugeot 205, para descubrirle la inutilidad de sesgar una vida en nombre de ideas tan equívocas como nosotros y ellos. También tuvo que ver la conciencia gestada durante los meses de entrenamiento –de súbito revelada– de que aquella no era su guerra ni la independencia su bandera ni la omisión de lo que no fuera él su historia. Pero no vayan a llamarse a engaño como Iñaki, conmovidos lectores: Koldo no tenía remordimientos. El solo hecho de no haber apretado el botón lo salvaba a sus ojos. Fin de la catarsis. Una jauría de lobos se había lanzado tras los pasos del desertor y debía posponer otras consideraciones éticas para más adelante. Todos sus sentidos estaban concentrados en huir. 89
–No, no fue sólo por la niña –dijo Koldo tratando de ser convincente. –¿Cómo puedo echarte la mano? –le preguntó Iñaki después de un largo silencio. –De saber que estabas casado, no habría venido, colega. Estos hijoputas no se andan con chiquitas. –Tú di y a ver qué puede hacerse, chaval. El whisky se había terminado. También el vino. La mujer de Iñaki trajinaba en la cocina. El crío clamaba por el biberón de la mañana. Koldo luchaba contra el sueño. En setenta y dos horas había dormido diez. –Mira, tío, necesito un lugar para esconderme unos días. Alguien tiene que comprarme un billete de avión a México. Yo no puedo exponerme. Está la bofia, le hemos pegado donde más le duele. Están ellos que me andan buscando como gilipollas. Dinero tengo, entérate de qué vuelos salen a la Ciudad de México desde Burdeos y desde París. Una vez que tengas el billete, me subo al tren en la noche y adiós. Koldo durmió durante tres días con sus noches en un jergón que acomodaron en el cuarto del niño. Apenas se levantó a probar bocado. Mientras tanto, Iñaki siguió las instrucciones al pie de la letra. A las dos de la mañana del cuarto día, Koldo se escondió en el maletero de un coche de alquiler envuelto en una manta. Iñaki condujo hasta la Estación del Norte. A las tres treinta, en el asiento sesenta y cuatro del vagón número cinco del expreso a París, Koldo dejaba San Sebastián para siempre. Iñaki, en cuanto instaló a su amigo en el tren, abandonó la estación y regresó a su hogar. Aproximadamente a las cuatro de la mañana introdujo la llave en la cerradura de la puerta de su casa para descubrir que esta había sido forzada. Al entrar, llamó repetidas veces a su esposa al 90
tiempo que recorría el pequeño pasillo hasta la sala. Cuando prendió la luz, una patada en el estómago hizo que cayera de rodillas. Cerca de treinta segundos permaneció sin aire. Con los ojos empañados por la asfixia, entrevió unas botas militares que se paseaban de arriba abajo. Una mano lo prendió del cabello y lo obligó a levantar la mirada. Frente a él se detuvo un sujeto alto y delgado como un junco. Al fondo, sentada en un sillón, Itziar mecía a Eneko y le cantaba una nana. El alto, sin abrir casi la boca, dio una orden en euskera: Lasai, Pottok, lasai. Iñaki sintió que los dedos de captor se relajaban. –Kaixo, Iñaki, Nola zaude zu? –¿Qué queréis? –Erderaz ez, euskeraz! En ese instante Iñaki reconoció en el tipo de las botas militares a Gorka. Y tuvo miedo. Y supo que él, su esposa y su hijo estaban muertos. –Sabes que no hablo euskera. –Es igual. ¿Dónde está Koldo? –¿Koldo? Hace años que no le he visto. –¡No seas gilipollas! No expongas la vida de tu familia por ese traidor de mierda. –No sé de qué hablas. –¡Me cago en la leche! –Gorka arrancó al niño de los brazos de Itziar y lo tomó por los tobillos. El crío, suspendido en el aire, parecía un muñeco. Rompió en llanto–. ¡Le machaco contra la pared, eh, hijoputa, le machaco! –¡Déjale o te meto dos hostias! –Iñaki trató de incorporarse. El otro sujeto le asestó un golpe en los riñones con la culata de una metralleta. Iñaki rodó hasta detenerse boca arriba, a los pies de Gorka. Su rostro se quedó a escasos centímetros del de su hijo, congestionado por la sangre acumulada en la cabeza. 91
–Habla o se muere. –Hace una hora se subió a un tren, iba a Burdeos. –¿Qué más? –A las doce y media va a coger un avión de Air France, piensa ir a México. –¿A México? ¡Mira qué listo este tío! Gorka caminó un par de pasos y lo hizo: abrió las manos con las que sujetaba los tobillos de Eneko como quien se desprende de un hilo de la solapa. El niño se precipitó en el vacío. El golpe, seco, definitivo, opaco, incrédulo, hizo que Itziar se levantara del sillón con un grito de ánima y se lanzara contra Gorka. En pleno trayecto se desplomó con una bala en la cabeza. Iñaki apenas alcanzó a escuchar el chasquido de la detonación como una advertencia de silencio. Todavía en el suelo trató de reunir algo de dignidad y coraje. No lo logró. Entonces, suplicó por su vida, aun sabiendo que la abyección del ruego transformaría el trámite de matarlo en un acto lúdico. –Pégale un par de tiros en las rodillas para que viva toda su puta vida en una silla de ruedas y no olvide este momento familiar –ordenó Gorka. Y su camarada obedeció, queridos lectores. *** Debía calmarse. Debía impedir que el pánico le sacara la garganta e hiciera de su corazón un animal herido, una cucaracha precipitándose por el desagüe, una rata atrapada en esas trampas gelatinosas, en cuyo centro un pedazo de queso la tienta. Tenía que controlarse. El tren iba perdiendo velocidad en medio de espasmos metálicos y gemidos que rallaban el alba. La frontera se acercaba inexorable con sus policías marrones y adustos, adrenalina en los ojos y en los perros que husmeaban el miedo. Por eso no podía sentir miedo, porque lo in92
tuirían, lo humedecerían con su aliento de taquicardia. El pasaporte oprimía su tetilla izquierda como una certeza. Imposible detectar su falsedad. Era la obra de un amoroso artesano. A Burdeos, tenía que decir, a trabajar, a estudiar, a lo que fuera. El problema no eran los gendarmes franceses que esperaban al fondo del pasillo que corría paralelo al tren del que ya habían descendido todos los pasajeros. Ese hijoputa madero con el odio esculpido en el rostro, ese poli de uniforme color mierda era el que daría la vida por pegarle un tiro en la espalda en homenaje a una añorada ley de fugas o algo parecido. Pero no iba a huir, aunque sintiera la mirada clavarse en su nuca mientras caminaba, así, sin pausa, sin prisa, a la aduana francesa. Monsieur le gendarme revisó rutinario, somnoliento, el pasaporte y dijo passez, passez, también con la cabeza. Regresó al vagón-vientre, al plástico sudado del asiento del expreso a París. Au revoir I’Espagne, à jamais. Y el traqueteo uniforme que adoptó el tren al abandonar Hendaya lo sumergió en un duermevela tenso que nadie vigilaba porque estaba solo en el compartimiento de segunda clase ¿Renunciaba a todo? ¿Podía dejar atrás la mirada tranquila de la niña segundos antes de la explosión? ¿Podía dejar atrás los pactos de sangre y de muerte? ¿Podía vivir arrepentido una existencia que habría de inventar de forma improvisada, sin plan B o C, sin salida de emergencia? México. Sentía un cosquilleo en el escroto que se trasladaba a la próstata y trepaba por la espina dorsal hasta morir en el cerebro, casi como una descarga eléctrica. En San Juan de Luz subió un abuelo de boina y cayado, nariz enrojecida y ojos líquidos. Bonjour, saludó. Después cayó en un extraño sopor. Faltaban cuatro horas para llegar a Burdeos. Le aterraba pensar en la posibilidad de dormir y que le asaltara la cara llena de hoyuelos de la niña corriendo tras la pelota. La noche que siguió al atentado la soñó mutilada, sin piernas y sin brazos. Un tronco y una cabeza que trataban de seguir una pelota. 93
México. No podía dejar de evocar exóticas vaguedades, clichés en blanco y negro. ¿Por qué el país azteca? Una vez conoció a un grupo de viajeros mexicanos en la estación Gran Vía del metro de Madrid. Querían llegar a la Puerta del Sol. Toda esa noche celebró con ellos la promesa que hicieron de conquistarlo. Lo lograron. Sobre todo por esa enorme tristeza con la que ríen los mexicanos. No había otra razón. Necesitaba un país donde esconderse. Allí tal vez sería más fácil olvidar. Pensó en Iñaki. Si descubrían que se había refugiado en su casa era hombre muerto. Otro cadáver con el que tendría que cargar. El tren entró en Parentis-en-Born. La misma estación aseada y austera de la campiña francesa. Ahí bajó el abuelo. Au revoir, musitó. Y envidió intensamente al anciano que esperaba una muerte cercana sin tener que rendir cuentas a nadie, ni siquiera a sí mismo, porque a esas alturas sólo quedaba el perdón. Y él no sabía si podría perdonarse alguna vez o, al menos, aprender a vivir con esas manos que olían demasiado a sangre.
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María M. se confiesa –¡Padre, padre Javier! –... –¡Javier! –¡María! Perdón. ¡Qué sorpresa! –¿Tiene un momento? –Por supuesto. ¿Quieres confesarte? –No. Bueno, sí. –En qué quedamos. –Sí. –Pasa al confesionario. –Aquí estamos bien. –Ave María purísima... –Sinceramente, no es una confesión lo que quiero, sino un consejo, o aclarar algunas dudas que me están comiendo por dentro, que no me dejan ni comer ni dormir ni respirar, padre, ni vivir. Es una congoja que llevo aquí en el estómago, pero que también me brinca aquí abajo y se me prende del pecho... –Una congoja, una congoja por todo el cuerpo...
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–Que en las noches me tiene en vela y durante el día me atonta mucho, demasiado. Ya no soy yo... –Ni mi casa es ya mi casa. –¿Disculpe? –Nada, nada. Decías que ya no eres tú. –No, padre, yo no sé lo que me pasa. –La tentación. –Que me lleva a pensamientos impuros. –Claro, no se puede esperar otra cosa de la tentación. –Y que va a acabar conmigo. –Eso sí que no. –¿No? –No voy a permitirlo. –Pero, ¿qué vamos a hacer? –Lo que se hace en estos casos. –Ah. –Lo que siempre se ha hecho. –Claro. –Lo que haría cualquiera –Sí, sí. –Rezar. –¿Rezar? –Rezar mucho. –No creo. –¿No crees? –Que sea suficiente. –Entonces es grave. –Mucho. –¿No tiene que ver con esas creencias de que inviertes a los hombres? 96
–No, ya lo superé. El amor ha llegado a mí. –¿Y qué tiene de malo? –Mucho. –Pero el amor es Cristo. –Este, no. –¿Viene acompañado de deseo? –Mucho, y de pasión. –¡Está casado! –¿Quién? –Pues el objeto de tu deseo. –Podría decirse que sí. –Aléjate, recházalo, no lo veas. –Tendría que irme del pueblo. –Tanto así. –Más. –¿Es muy fuerte? –Irresistible. –¿Supera tu voluntad? –En su presencia me comporto como una colegiala, su cercanía me hace temblar. –María. –¿Sí? –Estás temblando. –Sí. –Y estás roja como un tomate. –Sí. –Y el corazón te late a mil por hora. –Sí, padre. –Pero... –No me diga que usted no... 97
–¿Yo? –Ajá. –Bueno... –También tiembla. –Es que... –Y está rojo. –No sigas... –... –¡Santo Cristo! –¿Todos los curas besan así de bien? –¡Cállate, desvergonzada! –Lo siento, padre. –No me digas padre. –¿Cómo le digo? –Ni me trates de usted. –¿Entonces? –Dime Javier. –Javier, Javier, Javier. ¡Hazme tuya! –¿Aquí?
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11. La ley del Talión
Si un hombre hiere a su prójimo, según hizo, así se le hará: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; según la lesión que haya hecho a otro, así se le hará... Levítico 24: 19
(O de cómo el mundo, a pesar de lo que digan, considera eso de poner la otra mejilla un signo de debilidad, de falta de carácter, de sumisión y derrota, mientras entroniza a los héroes que llaman justicia a la venganza).
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¿
Por qué no le hice caso a mi olfato? ¿Por qué, si el olor a fraude rondaba la figura del curita como una parvada de zopilotes sobre un indocumentado en el desierto? ¿Fueron los años, el dinero, la seguridad y la calidez que me había dado el pueblo? No tenía ganas de hallar respuestas. Únicamente quería encontrar al apócrifo padre Javier. Encontrarlo y matarlo. No de forma personal. Me acompañaba el dueño del congal donde había trabajado quince años atrás. A él le había pedido que investigara al sacerdote. No existía ningún registro de su condición de religioso. En la diócesis, una vieja secretaria se había acordado de un tal padre Javier que venía recomendado por el obispo de Puebla, que estuvo husmeando aquí y allá. Luego desapareció. Me jodía no haberme equivocado por una vez. Más me jodía no haberlo investigado antes de la colecta. Me querían ver la cara, a mí, que había regresado para limpiar viejas afrentas que nadie recordaba. Iba en el Mercedes Benz hecho un demonio por las calles del pueblo rumbo a la iglesia, con el cantinero de copiloto armado de una escopeta recortada y una .38 especial. Lo peor de todo este asunto es que ni siquiera había disfrutado de la venganza en la que había invertido todo mi odio. 100
Diez minutos después de que Hernández y el Cochi abandonaran el estudio de mi casa con la impresión de que les había clavado una estaca en el culo, sonó el teléfono. Era el cantinero desde la capital: no existía ningún padre Javier. Le pedí que se dejara venir cuanto antes. Justo el día en que había exorcizado los demonios de una infancia prescindible que no me había dejado vivir más que para la redención, regresaba esa sensación de haber sido humillado. De nuevo me sentía como un pelele. Y por más que tratara de asirme a la expresión vacuna que pusieron Hernández y el Cochi cuando les anuncié que estaban arruinados, que lo habían perdido todo, no podía alejar la impresión de estar en un vertiginoso viaje al pasado para encontrarme de nuevo con ese ser viscoso, viejo conocido, a quien habían vejado tantas veces por deporte. El teléfono sonó al momento de destapar una botella de La Veuve de Clicot reservada para la ocasión. Una botella que había acumulado demasiado polvo. Su descorche me pareció la voz de Dios premiándome por mi fidelidad al Talión y sus leyes. No alcancé a servirme una sola copa. Al recibir la noticia estrellé la botella contra la puerta del estudio. Hernández y el Cochi todavía no llegaban a sus casas para anunciar a la caterva de mujeres y niños la ruina en que los había sumido, cuando el padre Javier arruinó la celebración. Y eso que se trataba de la obra cumbre de mi rencor. Desde mi llegada, quince años después de desaparecer con el llanto de mi madre al fondo, había transcurrido año y medio. Para regresar tuve que reabrir una herida purulenta que supuraba en cada reunión celebrada con Hernández y su primo el Cochi. Fueron encuentros casuales en la iglesia. Fueron botellas de Chivas Regal en aniversarios. Fueron borracheras náufragas de recuerdos inmundos, de risas grotescas que rememoraban anécdotas en las que, invariablemente, yo era el hazmerreír. Fueron carnes asadas en 101
el jardín de la casa con pequeños Hernández y Cochitos pululando como garrapatas entre magnolias y tulipanes, ensuciándolo todo, superando en barbarie a sus antecesores. Y fue la confianza ganada a costa de reprimir más de dos veces las ganas de mandarlos asesinar. Y vino finalmente la propuesta. El infalible negocio que los haría ricos. Mi palabra de por medio, la palabra de un amigo, de un buen católico, de un prohombre. El cebo: los cientos de miles de dólares que colgaban de las nubes como una marea verde. Ideé lo siguiente: en ese pueblo fronterizo ignorado por el boom maquilador, iba a asociarme con una empresa gringa para atraer la primera fábrica al lugar. En nombre de la amistad que desde la infancia me unía a ellos, por la probidad de sus vidas y sus actos, les propuse que fueran socios. El negocio era perfecto, redondo, una mina de oro. La maquiladora produciría componentes electrónicos que le iban a romper la madre a los coreanos. Pero el proyecto exigía una fuerte inversión inicial, un mundo de ceros. Hernández y el Cochi sacaron cuentas, consultaron con la tribu –sedienta de estatus y viajes a París– y aceptaron. El primero traspasó su negocio ferretero, vendió un par de terrenos e hipotecó la casa. El segundo lo vendió todo salvo el restaurante, a nombre de su esposa, y se atrevió concederse en calidad de préstamo una buena suma de dinero con cargo al erario. Nunca pudo regresarlo. Tiempo después estaría a punto de ir a la cárcel. Mientras tanto, emparado en las ventajas que otorgan a la libre empresa en Estados Unidos, registré una razón social espuria cuyo único bien era la papelería membretada que me hacía llegar cada cierto tiempo, dando cuenta de los avances del proyecto. El Cochi cedió un terreno –propiedad del ayuntamiento– a la empresa con el objetivo de construir el pabellón que albergaría la maquiladora. Me di el lujo de emplear una modesta compañía constructora que inició con 102
la edificación. Les hice firmar unos ventajosos contratos. Cuando me aseguré de que habían empeñado todos sus bienes en la empresa, los cité a mi estudio y, directo, les hice un gran anuncio: no había maquiladora, todo era una broma. Su dinero había sido pasto de las llamas de una gran pira que redujo a cenizas todo documento comprometedor. En cuanto al terreno que albergaría la fábrica, lo había puesto a nombre del fiel gigantón gracias a un par de oportunos regalos. Nada en absoluto podía inculparme. Nada existía en relación a una maquiladora que iba a inaugurarse, como lo había anunciado el Cochi, dentro de tres meses. Nada. Hernández y su primo sintieron que les faltaba el aire, que todo aquello era absurdo, irreal, que esas cosas no pasaban en el pueblo. Únicamente acertaron a preguntar por qué, y como una recua glacial e insensible, realicé el inventario de cada una de las ofensas, aun de aquellas de las que ni ellos guardaban memoria, tal vez inexistentes. Concluida la enumeración, estuve a punto de perder los estribos y del cajón derecho del escritorio extraje una Colt 45 de colección, hermosa como un cruce de piernas, cuyo cañón fue a dar al entrecejo de Hernández. Me contuve. Luego los invité a desaparecer de mi vida para siempre. Hernández gimoteaba y el Cochi (siempre había sido más entero) apelaba a su investidura para jurarme que las cosas no iban a quedar así. Cuando abandonaron la casa destapé la botella de champaña. Entonces, sonó el teléfono. Nueve horas más tarde, con el fiel gigantón a mi lado, me lancé en busca del hijo de la chingada que había estafado a todo el pueblo. Era noche cuando detuve el Mercedes Benz frente al pórtico de la iglesia. En la vicaría vi una luz prendida y cuatro siluetas moverse como en un teatro de sombras. Hacía frío.
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12. El ángel exterminador vendrá desde las sombras
Y tenían sobre sí al ángel rey del abismo, cuyo nombre hebreo es Abaddon, en griego Apollyon y en latín tiene el nombre del Exterminador. Apocalipsis 9: 11
(O de cómo el apocalipsis no es más que literatura costumbrista, escenas delirantes de la vida cotidiana, y el fin del mundo, un estado perpetuo en el que la dualidad Dios-Diablo nos confunde con sus juegos perversos de niño malcriado, pelín psicópata). 105
D
espués del orgasmo, un orgasmo lento, sincopado, que viene anunciándose en todas las caricias dadas y las no dadas, María M. y el padre Javier no tienen tiempo para ternuras. El frío nocturno de febrero llega a la vicaría desde el desierto con su manojo de filos cortantes. Se visten de forma ágil, casi gimnástica. El padre Javier guarda el alzacuello en la bolsa del pantalón. Ya no lo necesita. A un lado de la cobija sobre la que se han revolcado con el empeño de los castos, con la pasión de los vencidos, una maleta abierta muestra el tumulto de billetes de a cincuenta, cien, doscientos y quinientos pesos. Aunque no tiene tiempo de confesárselo, el clímax llegó justo después de acariciar el sexo de la mujer con el rostro de Sor Juana impreso en verde. Esa misma noche, piensan desaparecer del pueblo en la camioneta de la iglesia. María M. se ha enamorado. Al menos se ha enamorado de esa última oportunidad de sentirse una exclusiva puta. Lo suficiente para olvidar su fracaso matrimonial con un travesti y arrojar al fondo de un confesionario la beatería en la que alguna vez quiso refugiarse. Tan enamorada como para alegrarse de que el padre Javier no sea ni padre ni Javier, sino un Koldo ibérico que hace años deambula por 106
México. Tan caliente que puede perdonarle la mentira y el pasado guerrillero en una guerra de la que nunca ha tenido noticias ni quiere tenerlas. Tan excitada con el nuevo mundo de óbices y tribulaciones que se abre frente a ella, que alcanza a despreciar sus recuerdos incoloros, su pasado mezquino de pueblo inconmovible. Partirán hacia el sur en busca de una playa mosquitera y tropical, lejos de la frontera, con los seiscientos mil pesos de la colecta. Es de noche y no pierden el tiempo. A oscuras, cargan la camioneta estacionada en el patio de la iglesia con las pocas pertenencias que llevan consigo: el dinero, un par de maletas y un Cristo que María M. siempre ha admirado con devoción. Un Cristo sangrante y exacerbado, una obra de arte sacro del siglo xviii olvidada por los jesuitas en aquella misión fundada por el padre Eusebio Francisco Kino. Los susurros se alternan con diligentes silencios. Se mueven con precisión. Koldo carga el cristo en brazos y se extraña de su peso. –Ya es lo último –murmura–.Voy a llevarlo a la camioneta. María M. se queda a solas en la vicaría para poner un orden que retarde lo más posible las sospechas. Koldo comienza a arrepentirse de haberle hecho caso a la mujer. El Cristo pesa endiabladamente y va a convertirse en un estorbo. De todas formas lo acuesta entre las dos maletas y, casi con reverencia, lo cubre con una cobija de lana. Prende el auto. Espera. María M. tarda demasiado. Decide ir en busca de la mujer. Escucha un golpe metálico ecualizado por la bóveda del templo, un tintineo que brinca por las calles en busca de oídos insomnes. ¡Si será tonta!, se dice Koldo y entra a la vicaría al tiempo que invoca a la mujer entre dientes. No obtiene respuesta. Impaciente, alza la voz. Cree escuchar un gemido gutural que le da miedo. Olvida las precauciones y prende la luz. Al fondo de la habitación, junto al ventanal, un hombre alto y delgado como un junco tapa la boca de María M. con una mano 107
enguantada mientras con la otra amartilla una pistola en la sien de la mujer. Otro sujeto ha saltado de detrás de la puerta y lo amaga por la espalda. A pesar de los diez años transcurridos, a Koldo no le cuesta trabajo reconocer al hombre que amordaza a María M. Casi no ha cambiado. El brillo fanático en los ojos ha crecido en intensidad y el rictus encarna apenas un discreto tajo en el rostro. Koldo suspira. El juego ha terminado. Sin dar mucho crédito, había escuchado hablar de la compleja red de refugiados y activistas de eta que se extiende por todo México. Así pues, es cierto. Y por alguna corazonada que surgió desde el momento en que llegó al pueblo usurpando la identidad de un cura español a punto de regresar al viejo continente que había conocido en un restaurante de Puebla, no le extraña encontrar a Gorka en esa olvidada frontera. Lo siente por María M. –No hagas ninguna gilipollez porque sabes muy bien que le mato –dice Gorka y añade–: ¿Es la barba o es que México te ha tratado muy mal? Te veo bastante jodido. El sujeto que tiene encañonado a Koldo se desplaza a la derecha sin dejar de apuntar. Es bajo y ancho, su mirada no tiene brillo. Semeja a la de un ciego, pero más insondable. –Tienes que reconocer que te costó un chingo encontrarme. En el aeropuerto de Burdeos me escapé ante tus narices. Eso jode, ¿no? –¡Mira, Pottok, pero si tiene acento mexicano! Es todo un sudaca el hijoputa. A Koldo le ofende el chiste. Y le recuerda con quién está tratando. –Ahora se supone que debo pedirte que la dejes, que ella no tiene nada que ver con esto, pero como eres un pinche sádico no lo vas a hacer ni porque algún día te salvé la vida. Así que mátanos de una vez y te vas a la mierda. María M., todavía amordazada, abre los ojos desmesuradamente. ¿Estás loco?, dice, pero las palabras se estrellan contra los dedos del 108
captor. El olor a cuero del guante la marea. ¿E-á-o-o?, se alcanza a entender. Gorka tiene la delicadeza de soltarla y empujarla hacia Koldo, que la recibe en sus brazos. –¿Estás loco? –le grita la mujer al tiempo que rechaza su pecho. –Siempre deja en la estacada a la gente que le quiere –ilustra Gorka. –Tú nunca has querido a nadie –se defiende Koldo. –Cojones, mátales porque en cualquier momento llega alguien –interviene al que llaman Pottok, visiblemente nervioso. Entonces, una lluvia de cristales interrumpe la charla en armas. Una tormenta de vidrios se ciñe sobre Gorka que se cubre con los brazos la cabeza. Los amantes tránsfugas buscan el piso helado, losa antigua. Koldo se tira sobre la mujer. El otro, al que llaman Pottok, se parapeta tras un escritorio de la vicaría. Se desata un ciclón de improperios y una balacera cruzada. Desde afuera, el gigantón y Antonio Ferrán echan plomo sin destino a través del ventanal reducido a pedazos de vidrio como guillotinas. Adentro, Koldo y María M. son dos gusanos que se arrastran hacia la puerta que da a la iglesia para ponerse a salvo. Afuera, el exguarura del gatillero, sin pensar en resguardarse, se cree inmortal, tira plomo mientras el hijo de doña Tere, con la .45 en bandolera, rodea la iglesia para caerles por la retaguardia. Gorka, ensangrentados los brazos, usa de trinchera una Virgen de Guadalupe tallada en madera, una pieza de artesanía indígena arrumbada en un rincón, y responde al fuego. Los amantes, todavía pecho a tierra, llegan al púlpito y se esconden tras el Sagrado Corazón. Antonio Ferrán, agachado, recorre el pasillo central y pasa al lado de la Virgen con el niño en brazos, en cuyo rostro cachetón las beatas encontrarán más tarde rastros de lágrimas de sangre. En ese momento, al que le dicen Pottok abandona la sacristía y trata de refugiarse en el confesionario. Gorka ya ha caído con un balazo 109
en la garganta que lo ha dejado sin palabras. Toñito Ferrán no le da oportunidad al otro de alcanzar el oscuro habitáculo donde ancianos, hombres, mujeres y niños practican el rito del mea culpa. Con un tiro en la espalda, lo manda al infierno sin tiempo de limpiar la conciencia. Entonces se hace el silencio. María M. es arrancada de los brazos de Koldo sin oídos para escuchar a Toño, el de doña Tere, que gesticula como los actores de cine mudo. A diferencia de estos, en desquiciante cámara lenta. La mujer va regando de lágrimas el pecho de Antonio Ferrán, de babas nerviosas, de un Padrenuestro que no puede pasar del santificado sea tu nombre. María M. pide a gritos una ambulancia. Koldo sangra profusamente del hombro izquierdo. De repente, la cabeza de la mujer estalla hasta la inconsciencia. Un segundo antes, trata de desasirse del brazo amigo transformado en un cerco. Un segundo antes alcanza a ver a un gorila espantoso cargar a Koldo que intenta pronunciar su nombre: María. En el momento de abrir los ojos, pide perdón a Dios y ruega porque termine el taladro que le agujera el cerebro. Otra vez trata en vano de rezar el Padrenuestro. Le invade una tibia sensación de inmundicia y olor a sangre. Aún con la cabeza en aguijones y el alma hecha un asco, se atreve a recorrer la habitación con la mirada y tentar con las yemas la cama donde descansa. Nada reconoce propio. Las lámparas de ambiente y los muebles de diseño italiano, de simetrías quebradas, le cuentan del estatus del dueño de aquella casa. El silencio le impide pensar. Y actuar. Se queda acostada. Evoca al padre Javier. Rectifica con una sonrisa: a Koldo. Y se le antojan lejanas sus caricias. No siente culpa, al menos, no por el amor que cree profesar por ese hombre instantáneo. Ni se ruboriza al recordar el intento de fuga con el dinero de la colecta. María M. siente que 110
tiene el alma sucia de tanta muerte absurda, de tanta pólvora. Luego prefiere no pensar en nada. O pensar en la sed. En el hambre que le acomete. Quiere un chocolate con almendras y una dona. De momento no pretende levantarse y cruzar el cuarto hasta la puerta, abrirla y averiguar en dónde está. Con quién. Husmea debajo de las sábanas. Se encuentra con su cuerpo en ropa interior. Una tanga breve, negra, y un sostén rojo con encajes. Se los puso para el encuentro con el padre Javier. No puede llamarlo Koldo. Es un nombre extraño que le empalaga cuando lo pronuncia: Koldo. ¿Dónde está? Poco a poco evoca los sucesos de la iglesia. Se imagina al padre Javier muerto y se estremece. Aunque los tipos que se aparecieron en la vicaría buscaban a Koldo, no al padre Javier; le decían Koldo con una familiaridad que le causa cierta repugnancia. Una cosa era el pasado guerrillero de ese hombre, la posibilidad de inventarlo a partir de ciertas abstracciones, y otra esos dos seres que le hablaban a Koldo, no al padre Javier, con esa confianza que salpicaba de mierda todo el cuadro. Y luego aparecía Toñito en medio del caos. Y se dice que no puede ser. Que eso lo soñó. Deja de recrear la balacera porque le cansa y le da por pensar que es un instrumento del cielo para cimbrar los corrompidos cimientos de la iglesia de su pueblo. Un instrumento de Dios, se dice. Una portadora de un ejemplar castigo a los feligreses que han convertido la misa en un congreso para el pavoneo y la ostentación, para la mala leche y la calumnia. Un ángel vengador –al fin que no tiene sexo, se convence– que arrasa con la obra del hombre supuestamente edificada en el nombre de Dios, para volver a empezar desde los escombros. Su espíritu comienza a entrar en calor y la contusión en la nuca nunca deja de punzarle. Los pasos en el corredor regresan a María M. a la realidad urgente de saber quién es el dueño de esa casa y por qué está ahí. Como si de pronto hubiera encarnado en el miedo, en la incertidumbre de 111
la cama y el cuarto. Pero no se trata de eso, se dice, por ahora cree entender que tiene una misión. –Buenos días, María. No responde al saludo. Le desconcierta el semihombre que se acerca a la cama y se sienta en el borde, con las piernas casi colgando, a pesar de las botas entalonadas. El rostro del hijo de doña Tere no refleja ninguna emoción. A María M. le recuerda a una máscara y le entran ganas de darle una cachetada. –¿Qué hicieron con el padre Javier? –pregunta. –¿Padre? A quién quieres engañar –dice Ferrán. –A nadie, imbécil. ¿Qué hicieron con él? –Lo desaparecimos, como a los otros dos. –¿Quienes eran los otros dos? –pregunta la mujer. –Eso tú vas a decírmelo. A Toñito la voz le sale aflautada, insufrible, floreada de tonos que se agotan de certezas. María M. concluye que esa es otra prueba del cielo y que pronto Antonio Ferrán le plantará un beso traidor en los labios, pues el hijo de doña Tere no es otro que un Judas revivido con soga y todo el cuello. –No seas tonta. Ese Javier o como sea que se llame nos engañó a todos. Yo sé que todavía crees en él, pero además de no ser cura, eso sería lo menos, se ve que andaba en cosas muy feas y peligrosas. María, es importante que me digas quién era y por qué llegaron esos sujetos. Nosotros somos tu gente. –¿Nosotros? -interrumpe la mujer–. ¿Quiénes? ¡Es el colmo! Estuviste toda tu vida lejos del pueblo, ni al entierro de tu madre viniste, y ahora te atreves a hablar de nosotros. Pobre idiota, no quisiera estar en tus zapatos. Y ahora devuélveme la ropa, tengo que irme. María M. se calla en espera de que pase algo. Se le ha hecho un nudo en la garganta. Antonio Ferrán se levanta. Se dirige al clóset 112
del fondo. Lo abre. De la única percha cuelga la ropa de María M. con una infinita desolación. La descuelga y se la alcanza a la mujer. Esta se acurruca bajo las sábanas. –Vístete. –Sal. Antonio se limita a darle la espalda, sin moverse. La mujer no encuentra el pudor. Se pone la ropa, camina con resolución hasta la puerta. La abre. Bajo el dintel, una mole impasible, cuya cabeza debe permanecer agachada para no pegar con el marco, le impide el paso. –Ahora resulta que estoy secuestrada por Toñito el enano. El hijo de doña Tere se mantiene inflexible en la sonrisa. –Secuestrada no, eres mi invitada especial –le aclara mientras pasa a su lado, le toma de la mano y le planta un beso de mármol en el rostro. –¿Y el dinero? –quiere saber María M. antes de que su anfitrión cierre la puerta. –Lo doné a la beneficencia.
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13. No habrá juicio final Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Apocalipsis 20: 11-15
(O de cómo el infierno son los otros. Según Sartre, cuando nos damos cuenta de que el otro no es un objeto más sino un existente creador de ordenaciones de mundo, perdemos nuestra posición central y advertimos con sobresalto que no somos el único centro, que hay otro ser que también es punto cero de toda orientación. Y al ordenar el otro en torno suyo las cosas de nuestro entorno, el otro nos roba nuestro mundo).
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A
ntonio Ferrán no quiere dejar morir al padre Javier. El exguarura conoce médicos que por una buena cantidad de dinero pueden salvarle la vida sin que abran la boca. El gigantón conoce todo tipo de gente útil para estos casos. El padre Javier yace en un camastro al fondo del sótano de la casa del hijo de doña Tere. Tiene fiebre, tiembla y delira. Masculla palabras que nadie quiere entender. Su palidez es un reflejo fantasmal en la penumbra del sótano. En efecto, el médico no hace preguntas. Evalúa al herido, calcula las posibilidades y declara que la herida de bala en el hombre no es grave, que únicamente debe extraerla. Luego suelta una cantidad asombrosa de ceros. Lo hace como un niño que pide un juguete imposible para su cumpleaños. Antonio Ferrán acepta y el médico se asombra como un niño al que le conceden su deseo en el cumpleaños. El médico se pone manos a la obra. Parece un mecánico que abre el cofre de un coche y examina su motor. El padre Javier se arquea de dolor cuando siente el corte del bisturí en la piel. Esta se abre con una decencia asombrosa. Antonio Ferrán y el gigantón abandonan el sótano. Antonio Ferrán decide darse una vuelta por el pueblo y deja al exguarura al cargo de la casa. María M. todavía duerme. Recorre 116
en el Mercedes Benz los cuatro kilómetros que separan la casona del primer conglomerado de casas del pueblo. Son las ocho de la mañana. Las calles están invadidas de patrullas de la Policía Judicial del Estado, de la Federal, de la Municipal. Los rumores andan locos de puerta en puerta. Los lugares comunes se dan un festín de hipótesis, alimentado por el ejército de periodistas que llegan de todas partes. El pueblo entero se ha asomado a las ventanas a contemplar un espectáculo que no termina de entender. Antonio Ferrán sonríe a medida que recorre las calles, para adentro, con orgullo. No era parte del plan original, pero contemplar a ese pueblo de mierda sumido en el caos propio de una guerra lo pone feliz. En ese momento se da cuenta de que no sólo quería destruir a Hernández y al Cochi, sino a toda la gente de ese lugar que pare a tipos como Hernández y el Cochi, que los cobija, que los promociona. Decide dirigirse al restaurante del Cochi. Se imagina al alcalde en su oficina desquiciado por el suceso: en un pueblo de la frontera norte hallan dos cadáveres en una iglesia en la que se produjo un tiroteo que destrozó el lugar. Las víctimas no tienen una sola identificación encima. De eso se entera al entrar al restaurante. Está semivacío. El camarero le informa de los rumores. El hijo de doña Tere pide unos huevos estrellados con tocino, un jugo de naranja y un café. También disfruta de la humorada de presentarse a desayunar en el restaurante del tipo al que acaba de arruinar. El mesero, excitado por la sangre, inútil sin gente a la que atender, no deja de dar detalles de lo ocurrido. Como se imaginó desde el principio, los habitantes hablan de narcotráfico, de ajustes de cuentas. ¿No había declarado un obispo no hace mucho que el dinero del narcotráfico se santifica al entrar a las arcas de la iglesia? Pues tome su santo. También se rumora que los asesinos se llevaron al padre Javier. El mesero no menciona nada de María M. Termina de desayunar y pide la cuenta. El mozo tarda 117
demasiado en regresar. Antonio Ferrán se desespera. Quiere volver a la casona cuanto antes. El mesero por fin aparece. Ha perdido la amabilidad. Su expresión es fúnebre. Sin mirarle a los ojos le comunica que el desayuno va por cuenta de la casa pero que, por favor, ya no es bienvenido en el lugar. Que ya no vuelva más. Al principio, el hijo de doña Tere quiere protestar, pedir explicaciones, armar un escándalo. Decide mejor aceptar la invitación. Tampoco se trata de estirar la cuerda hasta que se rompa, se convence. Deja una buena propina y abandona el restaurante. Las calles del pueblo parecen un funeral colectivo. María M. no sabe de qué manera la rutina se ha instalado en esos días sin tiempo. Se sabe secuestrada, presa en la casa de Toñito, el de doña Tere, sin embargo, no se plantea la posibilidad de escapar. No es fácil, pero ni siquiera lo intenta. Sigue instalada en la habitación donde despertó después del tiroteo en la iglesia. No entiende cómo la repetición de los actos le ha dado una sensación de confort a la que se aferra. No se siente amenazada. Además, tiene una misión. Esa misma tarde del primer día desciende al sótano escoltada por Antonio y la mole de sujeto a la que ya se ha acostumbrado. Es como tener dos sombras o tres. Ve al padre Javier acostado en el catre. Duerme con una paz aniñada. En la cabecera hay un tripié del que cuelga una bolsa de suero. De esta desciende un tubo insertado por una aguja en el antebrazo del sacerdote. En esa casa todos lo siguen viendo como un sacerdote. El hombro vendado dibuja una pequeña mancha de sangre en el lugar donde debe estar la herida. –¿Sabes de estas cosas? –le pregunta Antonio. –¿De qué cosas? –De cuidar enfermos. Necesitamos que le cambies el vendaje cada doce horas.
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María M. se encoge de hombros y recorre el sótano con la vista. Sobre una mesa encuentra lo necesario. Vendas, tijeras, agua oxigenada y analgésicos. Se pone manos a la obra. Con delicadeza, despierta al padre Javier. Lo hace acariciándole la frente. No tiene fiebre, no hay infección, piensa sin estar muy segura de nada. Al abrir los ojos, el padre Javier la observa como quien contempla un amanecer en el mar. Luego dice su nombre: María. La mujer sonríe y le insta a que calle. Lo invita a incorporarse con una sutil caricia en el brazo sano. Es más que todo un jalón tierno. El herido obedece sin dejar de verla. No sonríe, pero parece feliz. Antonio Ferrán ha desaparecido. Al pie de las escaleras que dan a la planta baja, el exguarura hace guardia con esa parsimonia que los guardaespaldas poseen. La simplicidad de la tarea le da un aspecto algo idiota. Cuando María M. termina de vendar al herido, le da un beso en la frente y un poco de agua. El padre Javier la retiene a su lado tomándola de la muñeca. No hay violencia, es un ruego. La mujer busca los ojos del guardia. Este asiente con la cabeza. María M. se sienta al borde del camastro. Es incómodo. El padre Javier sigue sujetando la muñeca de la mujer como si hubiera olvidado que lo hace. Habla con esfuerzo, menos de lo que cualquiera hubiese creído. –Hay una niña. –No hables. –Hay una niña... –Cállate. María M. dice esto con un punto de exasperación en la voz. Es la mujer que le abrió las piernas la que ha hablado. Luego recuerda que tiene una misión oscura: atravesar los túneles de la muerte en los que hay una niña. –Tan hermosa. Hay una niña hermosa que corre tras una pelota. No se olvidan esas cosas. No se olvidan esas cosas. Yo pensé... 119
–Nadie que sea humano puede olvidar esas cosas –le consuela la mujer. No sabe muy bien de dónde vienen esas palabras. No le interesan los detalles. –Creí que podía. Creí que abandonarlo todo era suficiente. Todo este tiempo pensé que había cerrado los ojos antes de la explosión. Pero no. Los tenía abiertos. Lo vi todo. El padre Javier pronuncia ese todo como si abarcara el universo entero. No se puede ver todo sin salir derrotado. –Creo que incluso así Dios perdona si te arrepientes. –No seas tonta, mujer. Que no hay Dios ni nada que se le parezca. Somos lo que somos. Matamos y punto. Todo lo que tenemos es la culpa. –Por algo se empieza. –Quieres inventarme un Dios que me perdone. Pero tú, ¿me perdonas? –Sí, sí te perdono. María M., para poder afirmar esto, ha tenido que borrar la imagen de la niña hecha pedazos por una explosión. Una imagen que no se corresponde con la que tiene el padre Javier. Al hacerlo se siente una farsante. ¿No tiene una misión entonces? El padre Javier ha vuelto a dormirse. La primera cachetada no es premeditada. A María M. se le dispara el brazo como si tuviera una voluntad, no propia, sino teledirigida. Al principio se asusta y retrocede unos pasos. Están en el salón de la casona. La rutina de la última semana comprende una cena diaria con candelabros, vino, champán en los postres, a veces caviar, otras, langosta. Aves, carnes rojas, pescados variados. A María M. le parecen grotescas las veladas y Antonio Ferrán cada día le da más lástima. Es un pueblerino acomplejado en medio de un salón descomunal, piensa, con muebles Bosch y Ferratti, vajilla Arcuisine 120
y adornos Blender. Todo comprado en catálogos de Sears. Durante los primeros días, Antonio Ferrán ha mantenido esa actitud sarcástica de vuelta de todo y la cena ha sido un pretexto para interrogarla sobre el padre Javier. Después, la mujer se ha dado cuenta de que es al revés. Esa noche, María M. menciona a doña Tere. –Es la mujer mas buena que conocí –dice. Antonio Ferrán, por primera vez, abandona la máscara de porcelana, crispa los labios, se levanta de la mesa, camina hacia la mujer y le espeta algo así como que todas las mujeres son unas putas. Algo así o peor o igual. María M., a su vez, se incorpora (no arroja la servilleta, la mantiene en su mano izquierda), encara a Toñito y le cruza la cara de una cachetada. Luego se asusta y retrocede un par de pasos. El hombre, que le llega al mentón, la observa sin mover un músculo. Es desconcertante. María M. estudia su rostro aniñado como los perros analizan la cara del amo para saber si está enojado o contento. Algo en el iris de Antonio, como una pequeña eclosión húmeda y de colores, la invita a propinarle un segundo tortazo. Este es más sonoro todavía. El hijo de doña Tere cae de rodillas, se abraza de los muslos de María M. y comienza a llorar. La mujer, como en una letanía, como en la oración monótona de las mujeres musulmanas, enumera una larga lista de insultos: mezquino, poco hombre, rencoroso, cobarde, desagradecido, egoísta, ruin, cruel, acomplejado. Al terminar, se desprende del abrazo de Antonio y se dirige a su habitación. El exguarura la ve pasar con reverencia. Antonio Ferrán queda de rodillas, en medio de la sala, como un Cristo en el huerto de los olivos. O algo así. Al día siguiente, después de cambiar el vendaje del padre Javier (esta vez guardan silencio durante la operación), el gigantón le pide a María M. que lo acompañe al estudio donde le espera Antonio Ferrán. Como el resto de la casa, es ridículamente lujoso, impostado. 121
Un estudio inútil montado para convocar a Hernández y el Cochi y anunciarles la ruina. Toñito le pide que tome asiento en el mismo lugar en el que se sentó Hernández días antes. –Háblame sobre mi madre –dice. María M. lo observa arqueando las cejas. Antonio Ferrán tiene una dulce mirada de desamparo. Trata de evocar a doña Tere, una mujer como un juguete, arrugada, silenciosa, que acudía casi todos los días a misa. Le cuenta que en invierno repartía cobijas entre los más necesitados. Que organizaba colectas de juguetes en Navidad para los niños pobres. Tal vez sea cierto, tal vez no. Quizá lo hizo alguna vez. María M. entiende que esos detalles no le importan a Toñito. María M. la recuerda en una colecta y multiplica las colectas anteponiendo el verbo soler: solía esto, solía aquello. Remata el recuento con que era una mujer triste y silenciosa, infinitamente buena. Entonces, Antonio Ferrán abre un cajón, extrae una cinta de cuero estrecha, con un mango en un extremo y un ramillete de tiras en el otro, se levanta, se dirige al centro del estudio, se despoja de la camisa y se arrodilla. Acércate, le dice a la mujer mientras le tiende la fusta, porque es una fusta. María M. obedece. Se incorpora de la silla, toma la fusta y se queda a un lado de Toñito, mirando la espalda enclenque y blanquecina, la espalda de un chiquillo, piensa. Hazlo, ordena el hijo de doña Tere. El primer fuetazo es débil, condescendiente. Toñito apenas se sacude. Más fuerte, exige. María M. descarga con contundencia el segundo golpe. Antonio Ferrán deja escapar un gemido, un aliento gutural parecido al suspiro de un orgasmo. El tercer latigazo la mujer lo suelta con una furia desconocida. La propia María M. se asusta de la violencia con la que ha descargado el golpe. Una pálida marca roja aparece en el omoplato izquierdo del hombre que poco a poco irá encarnando en una laceración escandalosa. María M. termina exhausta al llegar al décimo 122
fuetazo. La espalda de Antonio Ferrán es un mapa de carreteras interminables. María M., jadeando, se sienta a un lado del hijo de doña Tere, cruza las piernas como una flor de Loto, le tiende los brazos y lo atrae hacia su regazo. Antonio Ferrán se abraza de la cintura de la mujer y pide perdón. No sabe a quién ni por qué. Sólo pide perdón. María M. sigue con el dedo anular las rutas violáceas de la espalda del hijo de doña Tere. Se han cumplido tres semanas de encierro. Antonio Ferrán se aparece en el pueblo de vez en cuando a recabar noticias: las autoridades han abierto varias líneas de investigación y han declarado al padre Javier desaparecido. De María M. se rumora que se fue a la capital en busca de su marido travesti. María M. se aplica a su rutina de enfermera y algunas noches, tortura al hijo de doña Tere. A veces inventa anécdotas de doña Tere. Termina siempre abrazándolo, meciendo sus cabellos y susurrándole ciertas palabras que tal vez no vienen al caso: mi conejo, le dice, mi arroyuelo, le dice, mi mezquite, le dice. Se han cumplido tres semanas. María M. desciende al sótano acompañada del gigantón. Eso no ha cambiado. Le quita la venda al padre Javier que acostumbra a mirar por una claraboya abierta en lo alto del muro que da al exterior. Sólo alcanza a apreciarse el césped del jardín. Revisa la herida. Ha cerrado completamente. Ya sanó, le dice. El padre Javier, con sus dos manos, toma la mano derecha de la mujer. Es un gesto sacerdotal que anuncia el fin del deseo. María M. así lo entiende. Todo este tiempo aquí me ha servido para darme cuenta de que estoy muerto, le confiesa el padre Javier. Morí aquella mañana, junto a la niña. No puedo perdonarme, le dice, no quiero la redención, no quiero el olvido. María M. se siente derrotada, exhausta, y quiere que ese hombre se marche ya de la casa. Cada día, dos veces al día, mientras le cura la herida, ha escuchado su con123
fesión. Ya sabe del árabe desnucado, del empresario al que secuestraron que terminó con un disparo en la nuca porque no pagaron el rescate. Y la niña, siempre la niña. Otra vez la niña que cruza el sótano tras la pelota roja. El padre Javier ha recordado que era roja la pelota. Vivaz, ligera, impulsada por el viento de esa madrugada. También ha recordado cada rasgo de la niña, de piel aceitunada y ojos de cervatillo. María M. desea que el padre Javier se largue. Esa misma tarde le pide a Antonio Ferrán que deje ir al padre Javier. No puedo, le contesta. Te lo pido por favor, le insiste. No hará nada, no dirá nada. Ha jurado regresar a su país. Le promete que lo va a pensar. La manera en que se hablan se parece a la de un matrimonio viejo capaz de intuir cada desaliento del otro. A la hora de la cena, el padre Javier, por primera vez, se sienta a la mesa con Antonio Ferrán y María M. El silencio es espeso, dulzón, empalagoso. Antonio Ferrán lo disfruta de alguna manera. El padre Javier simplemente se limita a juguetear con un T-Bon descomunal. María M. ha perdido el apetito. Sabe que el hijo de doña Tere ha preparado algo. Intuye que se acerca el final del marasmo en el que han estado sumergidos. ¿Y la misión?, se pregunta. ¿De esto se trataba? El vacío la impulsa a beber de la copa de vino con cierta avidez disimulada. En los postres, Antonio Ferrán le pide al gigantón que traiga algo. Es una maleta y un sobre. –En la maleta hay algo de ropa, lo necesario. En el sobre, cincuenta mil pesos, de la colecta –Toñito sonríe y a María M. le exaspera la sonrisa. Es una exasperación de esposa harta–. La condición es que desaparezca de este pueblo y no vuelva más. El padre Javier susurra gracias y recibe de la mano gigante del gigantón el sobre. La maleta descansa a su lado. –Él te va a llevar hasta la capital. Allá, tú sabrás lo que haces.
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Antonio Ferrán se levanta de la mesa y observa a María M. sin decir palabra. La mujer mira a uno y otro hombre. Por fin se pone de pie y se acerca al hijo de doña Tere. Este le extiende el brazo del que se cuelga la mujer y juntos abandonan la sala. María M., antes de salir de la habitación, ve por última vez al padre Javier. El sacerdote observa a través del ventanal la noche del desierto, por la que pasa una estrella fugaz que se cae en algún punto del cielo.
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Un camello en el ojo de la aguja, se terminó de imprimir en septiembre de 2017, en Talleres Naranjo, en la colonia Santa María la Ribera, Ciudad de México. El tiraje constó de 2000 ejemplares.