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Una tarde de diciembre Juan Pablo Rojas Texon Último día de trabajo y yo pensando en ella. No sé si es por las fechas, por el olor a pino, los foquitos parpadeantes, las carteras repletas de aguinaldo o el ambiente festivo, pero justo hoy que debo de estar contento, relajado, por fin libre de horarios y rutina, Laura se me aparece en la mente como un holograma, un fantasma venido de ultratumba para inquietarme. Tal vez sea porque escucho los planes familiares de otros con los amigos, con sus parejas, sí, sus parejas, y yo me siento, me descubro, me sé solo, sin perro que me ladre ni mujer en que caerme muerto. No me despierto así esta mañana, con este sentimiento nauseabundo, pesimista, abúlico, ni con el alma rota, mutilada. Me despierto como se despierta uno siempre, de espaldas a lo sorpresivo, cierto de que todo será normal, incluso optimista, con espíritu decembrino; hasta un saco me pongo, el único que tengo, color añil, el cual ajusto y desajusto según mi peso. Sólo tengo que ir a la universidad a recoger mi talón de pago y listo, estoy suelto durante quince días, igual que gato nocheriego. Llego en punto de las dos. Me dirijo hacia la caja. Hay pocas personas en la fila: unas hablan de la cena, de los viajes que harán, los regalos, y otras, silentes como yo, miran a todos lados, esperando pasar. Unos dibujos blancos de aerosol –arbolitos, muñecos de nieve, bastones, botas– adornan las ventanas de las oficinas. Fue en ese momento, traído por una ráfaga del viento de otoño, la estación que más le gusta a Laura, que su recuerdo me reverbera el pensamiento, y digo bien, reverbera, porque viene a azotarme con fuerza desmedida una y otra vez, como un látigo, sin tregua. Entonces empiezo a sentirme inquieto, ansioso, nostálgico, o sea, adolorido por no poder regresar a ella. Firmo la hoja de acuse; don Elías me entrega mi recibo. Felicidades, dice de modo mecánico, con gesto afable. Es un saludo que repetirá toda la tarde no sé a cuantos empleados universitarios. Veo la cantidad en el recibo. Apenas alcanza para el pago del predial, las contribuciones, el gas, la luz, y claro, para un buen libro y una botella. Cómo hubiera podido mantener a Laura con este sueldo. El sol empieza a picar, me estorba el saco, pero no me lo quito, no quiero ir por la calle empuñándolo ni echármelo al hombro, así que me lo aguanto con estoicismo las cinco cuadras que me separan de la cantina en que veré a Héctor y Alfonso. Héctor me ha man-
dado ya un mensaje, están afuera esperándome. Los estudiantes que vagabundean por la facultad estos días, arreglando algún trámite de último minuto, son escasos. Al salir me topo con Maricela, me saluda amablemente, un beso en la mejilla, deseándome feliz navidad; un encanto, y qué ojos, no como los de mi Laura, brillantes constelaciones, enormes, el universo entero cabía en ellos con sus estrellas y galaxias, pero su saludo me reanima un momento, a causa de lo cual camino triunfal, gallardo, pletórico. Héctor y Alfonso platican riendo sobre la acera; aquel encorbatado, este con la camisa arremangada. Nos saludamos con un abrazo. Te esperamos aquí porque allá abajo no hay señal. La cantina está en un sótano. Las meseras vestidas de Santaclós, con minifalda y gorrito de terciopelo, unas en color rojo, otras azules, también hay verdes. El lugar lleno. Apenas alcanzamos mesa. Acomodo mi saco en el respaldo de la silla. Mis axilas huelen. Nos atiende una santa azul, amable, coqueta, guapa. Primera ronda: dos equis ámbar, indio, negra modelo. Luego de las botellas la santa acomoda un tazón con totopos en el centro de la mesa. Se hace la plática, semestre pesado, merecidas vacaciones de fin de año, salud. Segunda ronda: tacos de cabeza. Pongamos un bar, sugiere Héctor en tono solemne: La guarida. Reímos. Brindamos nuevamente. El choque de las botellas se reproduce de mesa en mesa, asomándose entre el bullicio de la cantina. Tercera ronda: caldo de camarón. Alfonso propone organizar un curso para profesores el año entrante. Otro brindis. Cuarta ronda: mojarra frita. No puedo más, estoy sin estar, mi cuerpo sí, mis risas sí, pero no mi mente, anclada en Laura. En la rocola de la esquina se oye la voz del príncipe, dulce y potente, barítona, inconfundible. Qué triste todos dicen que soy, que siempre estoy hablando de ti. Varios clientes corean la canción, entre ellos Héctor, con botella en mano, meciéndola en el aire como un director de orquesta. Lo que ninguno sabe es que pensando en Laura yo sí me voy ayudando a vivir. La extraño: su mirar medusino, petrificante, esa sonrisa al estilo Keira Knightley, su voz alijada, su cuerpo pequeñito, santuario de mi fe, cabello de sirena. La extraño completa: de arriba abajo, de un lado a otro, de frente, por detrás, quiero verla. Saco el celular del bolso interior de mi saco, busco en el directorio su foto, la encuentro tan guapa como siempre, radiante sin mí, siento un golpe en el pecho, rotundo, un nocaut; me dan ganas de escribirle, ensayo algunos saludos, ciertas frases, pero ninguna me convence. No hallo la
palabra fulminante, la chispa de incendio y borro una a una las letras que tecleo. Me falta valor. Pierdo por default. Pagamos la cuenta. Salimos del sótano. Son las seis. El calor se ha ido. La tarde está fresca. Me pongo el saco. Caminamos sobre Sayago. Intercambiamos las últimas guasas. En la esquina con Betancourt nos despedimos. Héctor y Alfonso todavía van por un desempance. Prefiero un café, les digo, y sigo sobre Sayago. Elijo esta calle transitada pensando en Laura; podría encontrarla casualmente haciendo sus compras navideñas, sola, perdida entre la multitud, buscándome. Me engaño. El caso es que cruzo Clavijero, entronco con Poeta, doblo a la derecha, desciendo por la calle de Lucio. Me detengo un momento sobre el puente Xallitic para admirar la ciudad. Por un momento me da por calcular la distancia a la que se encuentra la gente pequeñita allá abajo; si me lanzara desde el barandal reventaría mi cerebro contra el piso y desparramaría mi recuerdo de ella. Pero no tengo el valor ni quiero borrarla. Tampoco es para tanto. Continúo mi camino. El centro está saturado de gente, autos, algunos con pinos amarrados sobre el toldo; los comercios a reventar: series de luces por doquier, de colores, blancas, musicales, esferas de cristal, de unicel, escarcha; en los puestos, fruta para el ponche, pascle, lama, borreguitos de yeso, piñatas. Hay de todo. Voy rasgándome la cara contra el viento cada vez más frío, buscando aquí, allá, consumiéndome en deseos por hallarla, pero Laura no se ve, tan sólo una masa de rostros anónimos, absortos, desesperantes. Doblo a la izquierda. Avanzo sobre Juárez en sentido contrario al de los autos. Dejo atrás el bullicio y, con él, la posibilidad de encontrarla. Me cuelo por una calle empedrada, solitaria, que da a las librerías. Entro en una. Me reconforto. Pilas de libros en los estantes del recibidor. Husmeo como animal de caza confiando en mi olfato: cuentos completos de Carver, seiscientos pesos; Carrère casi llega a los setecientos; una historia del cristianismo cerca de los mil con moño incluido. Cambio de estante: ahí está Ishiguro reviviéndomela, acercándome el momento en que Laura me regaló una novela suya antes de que le concedieran el Nobel. Me aparto. Busco otro estante, la mesa de novedades, pero ya no me concentro. Sólo alcanzo a ver una antología de cuentos sobre la Navidad: en la portada un paisaje níveo en blanco y negro. La compro. Tal vez encuentre una historia que sosiegue mi ser afligido. Camino de noche sobre Xalapeños Ilustres rumbo al callejón del diamante, solo con mis pensamientos. Voy por un café y a hojear mi libro, un libro barato y bonito. Me aco-
modo en una de las mesas de afuera, la única disponible. Pido un lechero. Observo el transitar de la gente por el piso empedrado: unas bajan, otras suben, muchas entretenidas en los puestos de bisutería. Ninguna es Laura. Ansioso quito al libro el retractilado. No sé qué tiene este mes pero disfruto la lectura de otro modo, me produce mayor placer, tal vez porque hay vacaciones y leo lo que quiero, no lo que debo. El primer cuento me hace reír por su fina ironía sexual, pese a ello estoy con un ojo en la página y con otro en el andar de las personas, no vaya a ser que Laura pase fugitiva y no la vea o no me reconozca. Me sirven la leche en un vaso de vidrio y el café en un recipiente metálico. Gracias. Los mezclo. Doy un sorbo sin descuidar el panorama: lo examino. Nada. Siento un sabor cremoso en la boca. Vuelvo a clavar mi vista en la lectura y ahí está la huella de Laura, en el segundo cuento, escrito para mí. Entre sorbo y sorbo, entre ojeada y ojeada me abro paso entre las frases, adentrándome en la historia que es mi historia, en la melancolía del personaje que es la mía, en su pérdida que es mi pérdida. Termino el café casi a la par del cuento. Me siento satisfecho de haberme visto reflejado. No soy el único sufriente en este mundo. Aunque también siento un boquete invisible en el pecho. Entonces me dan ganas de robarme una bicicleta y, al igual que el personaje del cuento, lanzarme en busca de Laura, pedaleando a morir por Enríquez, Ávila Camacho y Avenida Xalapa, enfebrecido, disparatado, loco de esperanza, dispuesto a todo con todo lo que soy y lo que tengo sólo para decirle que la quiero, siempre la he querido. No importa que en el intento me atropellen o que termine rasponeado, con el pantalón y el saco rotos. Pero no veo a nadie en bicicleta y, de robarme una, temo que iría a parar a la fiscalía local. Reviso ingenuamente una vez más mi celular, tal vez tenga un mensaje de Laura, pero sólo tengo uno de Héctor: me pide que los alcance. Lo ignoro. Mejor pago la cuenta. Tomo mi libro. Me levanto. Salgo a la calle para tomar un taxi. Hay mucha gente esperando. La ciudad iluminada. El frío aumenta. Necesito una bufanda; desdoblo las solapas de mi saco para cubrirme el pecho, mi pecho taladrado. De vuelta a casa hago un último intento, una última mirada panorámica. Me parece ver a Laura en el local de enfrente. No estoy seguro. El taxista conduce rápido. Quizás sólo sea que la veo en todas partes, en todos los rostros, en todas las personas. Dónde estará ahora, con quién. Me siento derrotado, vencido por su ausencia. Quisiera darle al taxista lo que traigo en la cartera y decirle: conduce hasta donde alcance,
sin rumbo, cuando se acabe me bajo. Para mi mala suerte sólo traigo tres billetes que se irán en la carrera del taxi y la botella que quiero comprar. Salgo de la vinatería con una Wyborowa de litro y tres latas de agua tónica envueltas en una bolsa de papel reciclado. Miro el cielo; la luna está preciosa. No tengo monedas para otro taxi. Mañana sábado tendré que pasar al cajero; nunca calculo el gasto del día, siempre incompleto. Camino por unos callejones desiertos, sin prisa, apretando la botella contra mi cuerpo como si fuera un niño Dios. Dicen que en estas fechas debemos dejar que Jesús renazca en nosotros, pero hoy, justo hoy que comienzan las posadas lo único que renace es mi añoranza por Laura, por sus ojos de cristal, sus labios de papel, su pelo alborotado; con gusto haría de mi corazón el pesebre de su vida, su fuente nutricia, para que se alimentara de mi carne y de mi sangre, de mis huesos, mi espíritu, mi totalidad. Aunque así como me siento ahora seguro se intoxica. Giro la llave de la puerta del cuarto que rento. A mis espaldas la peregrinación del barrio. Los vecinos pasean al niño mientras cantan desafinados: Vamos, pastores, vamos, vamos a Belén. Llevan velitas encendidas y bengalas. Cierro la puerta. Activo el interruptor de la luz. Pongo mi libro sobre la mesita que está frente a la puerta. Aviento mi saco contra el viejo sofá. Mis axilas ya no huelen, debieron ventilarse con la frialdad de la noche. Voy directo a la cocina. Me preparo una bebida: dos hielos, un chorro de vodka, agua tónica, cáscara de limón. Mezclo. Disfruto el aroma; doy un trago. Sensación querúbica. Miro la mancha de humedad en la pared; así debo de estar por dentro: lamoso. A lo lejos se oye el tronido de unos cuetes. Regreso al sofá; me acomodo con la copa en la mano. Bebo. Mi mente sigue dando palos de ciego, pensando en retroceder el tiempo como en una videocasetera para poder decirle de una buena vez: aquí me tienes, Laura, dispuesto a acomodarme en un rinconcito de tu vida. Tal vez debería tirar la toalla, buscar a alguien más, a Maricela por ejemplo, y no andar mendigando. Pero la caridad de una palabra suya es tan reconfortante que estoy aquí sin ella, agrietado, desfallecido, falto de cimientos, pensándola, bebiendo, esperando que venga; aunque tarde la eternidad, que venga. La espero.