El canto de la salamandra Antolog铆a de la literatura brev铆sima mexicana
Rogelio Guedea selecci贸n y pr贸logo
Miembro fundador de la Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes (aemi) @AlianzaAEMI
Realizado con el apoyo del estímulo a la producción de libros del Conaculta-INBA.
© Genaro Estrada, Mariano Silva y Aceves, Carlos Díaz Dufoo hijo, Alfonso Reyes, Julio Torri, Max Aub, Nelly Campobello, Francisco Tario, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Otto-Raúl González, Salvador Elizondo, René Avilés Fabila, Felipe Garrido, Guillermo Samperio, Mónica Lavín, Óscar de la Borbolla, Marcial Fernández, Jaime Muñoz Vargas, Cecilia Eudave, Alberto Chimal, Rogelio Guedea, Édgar Omar Avilés,Víctor Hugo Araiza. © Rogelio Guedea, selección y prólogo. © 2013 Arlequín Editorial y Servicios, S.A. de C.V. Morelos 1742, Col. Americana, 44160, Guadalajara, Jalisco. Tel. (52 33) 3657 3786 y 3657 5045 arlequin@arlequin.mx www.arlequin.mx isbn 978-607-9046-64-4 Impreso y hecho en México
Prólogo en diez fragmentos Rogelio Guedea
I Los críticos y teóricos de la literatura brevísima no se ponen de acuerdo sobre la exactitud del término: ¿llamarla minificción, microrrelato, microficción, microcuento, etcétera? Cada término tendría que aplicarse a casos particulares, no de autores o conjunto de obras, sino de textos concretos, porque incluso un mismo microtexto puede ofrecer elementos de disímil procedencia que lo insertaría, de forma natural, en una u otra categoría. O en todas. Para esta antología he utilizado en el título la acepción «literatura brevísima» para englobarlos a todos y no participar, así, de ninguna tendencia, pues no se pretende confundir a críticos o teóricos ni mucho menos irritarlos. Se quiere, eso sí, que los textos cumplan con su objetivo esencial: dar goce a sus lectores.
II La discusión sobre el origen de la literatura brevísima es necesaria, siempre y cuando no se llegue a posturas maniqueas. En México podría remontarse a algunos pasajes enclavados en las obras de los cronistas españoles, principalmente Sahagún y Díaz del Castillo. De esos pasajes, que habría que subrayar con tinta indeleble para identificarlos de todo el tapiz textual al que pertenecen, se derivan formas
escriturales que empezarán a configurar lo que hoy clasificamos como literatura brevísima, la cual no va más allá de página y media. Sin embargo, habría que citar a Gabriel Zaid, quien, en su ensayo «Citas y aforismos», escribe: Los textos fragmentarios no son modernos. Aparecieron en la prehistoria, aunque es común ignorarlo, porque la atención está centrada en los clásicos como origen —los grandes textos leídos a través de los siglos—, no en el origen de los clásicos —las brevedades memorables, anónimas, orales, que todavía siguen creándose—. La ignorancia de esta realidad —prehistórica y actual— invierte la perspectiva y distorsiona los hechos. Parece que los microtextos son fragmentos desprendidos de los grandes textos, no obras por sí mismas.
Como si para encontrar los rasgos de nuestra modernidad tuviéramos que bucear en nuestra prehistoria. O como si el ayer fuera también hoy y viceversa. Ya hablaré un poco más delante de esto cuando me refiera a lo marginal y lo central.
III Los crítico-teóricos mexicanos que han estudiado con más profusión la narrativa brevísima son Lauro Zavala y Javier Perucho. Con ellos debatí —sin que, en realidad, se dieran cuenta— sobre los autores mexicanos que debían formar parte imprescindible de toda antología sobre el género; como siempre, las listas tuvieron puntos de coincidencia y de divergencia. Intenté recuperar sus propias coincidencias, aunque yo no participara de ellas, y luego las mías, con uno y con otro. De los autores más jóvenes —del sesenta a la fecha— soy el único responsable. Aunque parezca que
Zavala y Perucho no tienen puntos de convergencia en cuanto a sus formulaciones teóricas —a Zavala se le acusa de ser más heterodoxo y locuaz, por ejemplo—, ambos coinciden en cuanto a la definición y delimitación de lo que es la literatura brevísima. Creo, eso sí, y espero con esto no conculcar enemistades, que Zavala se aproxima más al ser mismo de los microtextos mexicanos —de ahí que utilice una teoría híbrida, aglutinante, heterogénea—. Esto es: ataca el objeto de estudio con sus mismas armas; por esto mismo, Zavala prefiere llamarle minificción, ya que se trata de un animal elástico y anfibio que cambia de hábitat a la menor provocación. No olvidemos, además, que una de las acepciones de la ficción es la de invención. En el caso de Perucho, y quizá por esto pueda simpatizar más con los crítico-teóricos españoles, es más «convencional», a la manera de otro gran estudioso del género: David Lagmanovich, quien en El microrrelato. Teoría e historia limpió un poco el desorden histórico ligado a la evolución de la literatura brevísima en Hispanoamérica, tal como, para el caso mexicano, lo hizo Perucho en su minucioso Dinosaurios de papel: el cuento brevísimo en México. El que quiera conocer más la naturaleza intrínseca de lo que es la literatura brevísima en México no podrá pasar indiferente a los estudios de Lauro Zavala; uno de sus imprescindibles: La minificción bajo el microscopio. Perucho y Zavala coinciden, eso sí, en sus características generales: textos anfibios —como las salamandras—, que pueden verse contaminados por otras especies —aforismo, viñeta, poema en prosa, cuento— y breves —de no más de 200 palabras—, que apelan tanto a la pulsión epifánica, a los contrapuntos inter y metatextuales, así como también al recuerdo, la ironía o la metáfora.
IV Como lo atisbé antes, la literatura brevísima mexicana se movió de la periferia al centro. Trayectoria que, curiosamente, ha definido incluso un fragmento de nuestra posmodernidad. Hubo casos excepcionales: Carlos Díaz Dufoo, hijo, cuyos Epigramas fueron publicados en París en 1927. Epigramas fue su único libro, confluencia de todos los hoy nanogéneros. Hasta donde se sabe, esta rareza literaria estuvo al cuidado de Alfonso Reyes, quien —desde mi punto de vista— fue la presencia solar bajo la cual crecieron, evolucionaron y se consolidaron las prosodias de la época. Reyes fue síntesis del siglo x i x y preanuncio del x x , tamizado en la obra de un, digamos, Octavio Paz, de quien podría decirse lo mismo para el siglo x x y x x i . Si bien, por la fecha de aparición de su libro Ensayos y poemas (1917), Julio Torri es considerado, al menos para México, el fundador de la literatura brevísima, sospecho que la influencia en la práctica del microtexto le pertenece a Alfonso Reyes, quien había publicado —y tal vez conversando: recordemos la estrecha relación que tenía con Torri, más que con ningún otro ateneísta— microtextos en publicaciones periódicas, que después integraba en libros. Bien valdría, en un futuro no remoto, desvelar los entretelones de esta génesis.
V Es Lauro Zavala quien ha hablado de los autores canónicos del género, e incluso, propuso el paradigma a t m (Arreola, Torri, Monterroso) para delimitar a los grandes referentes. En esto (casi) coincido con Zavala y Perucho, pero yo propongo un nuevo paradigma. El mío es rest —del inglés, sin malinchismos, descanso, soporte— y en
el cual estarían cuatro autores: (R)eyes, (E)strada, (S) ilva y (T)orri. Estos autores son los cuatro cimientos del edificio sobre el que descansa la tradición de lo ultrabreve en México. Después se colocarían cuatro vigas (Campobello y Tario, Arreola y Monterroso) reforzando las cuatro columnas de las esquinas, conformadas por Salvador Elizondo, Felipe Garrido, Guillermo Samperio y René Avilés Fabila. Sobre esta estructura se colocarían —independientemente de su fecha de nacimiento— el resto de los escritores: algunos reforzando los cimientos (como Aub), otros las vigas (como González) y otros las columnas (como De la Borbolla). La literatura brevísima mexicana es, pues, una casa —o un cuerpo— y deja de serlo apenas movemos alguno de sus componentes. Los nuevos escritores (Fernández, Eudave, Muñoz Vargas, Chimal, Avilés) se van integrando, así, a la estructura que más se identifique con la consistencia de su obra, y pueden llegar a ser cimientos, vigas, columnas: o nada.
VI En México las variantes de lo ultracorto son difícilmente apreciables, como florecieron en una época —finales del siglo x i x y principios del x x — en que la cultura grecolatina estigmatizaba los libros de los miembros del Ateneo de la Juventud (Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Julio Torri, Mariano Silva y Aceves, José Vasconcelos, etcétera), poesía, pensamiento y narración estuvieron ligados estrechamente. Se leía a Homero o Sófocles como a Heráclito, Aristóteles y Platón, pero también a Marcial, Propercio y Esopo —y aquí hagamos un guiño con Monterroso y Arreola—. No sólo eso, también entraron en México,
como una tromba, las vanguardias literarias que, mezcladas con la cultura clásica y toda la vertiente nacionalista del siglo x i x , dieron una amalgama de expresiones y voces literarias muy genuinas. Esta fusión de diversas dicciones —poesía que contaba, narración que cantaba, etcétera— creó una impronta también en las manifestaciones literarias del grupo ateneísta, mandamás de la cultura mexicana de aquel tiempo; algunas veces fue periferia (como en el caso del prolijo Alfonso Reyes) y otras, centro, como en Julio Torri. Actualmente, la «visibilidad» de Torri es más notable que la de Reyes, porque lo que antes era marginal (sombras de obras) se convirtió en central. Un lector contemporáneo entrará sin menos estupor —y tal vez con más entusiasmo— en los dos o tres libros de Torri que en los más de veinte volúmenes que conforman la obra de Reyes; quizá Zavala, al darse cuenta de esto —deliberada o inconscientemente—, no tuvo más remedio que darle flexibilidad a las herramientas de análisis con las que pensaba penetrar la literatura brevísima debido a la invención tan diversa (viñeta, aforismo, minicuento, minificción, estampa) que la transfiguraba. Quien pretenda encorsetar la producción microtextual mexicana con un solo término u otro —a menos que lo haga con meros fines metodológicos y siempre que lo enfoque en casos específicos— no estará sino reduciendo a escombros toda la casa.
VII El cáncer que puede acabar con la evolución y desarrollo de la literatura brevísima en México es la confusión entre ironía y chiste.
VIII Para esta antología elegí microtextos que, por sí mismos, defienden una postura estética, no importa que se exilien de los cánones establecidos. He intentado, sí, desplegar una línea genérica: la que los relaciona con la definición de la minificción, que es la más incluyente de todas. Procuré, en pocas palabras, que en los microtextos elegidos apareciera movimiento, personaje o personajes, tiempo y lugar. No todos, como se verá, cumplen con estas características, ni siquiera en un mismo autor. En algunos la constante será fantástica (Tario), en otros hiperrealista (Campobello), en otros cotidiana y anecdótica (Reyes), en otros poética (Torri), en otros filosófica (De la Borbolla), en otros irónica (Samperio), en otros clásica (Monterroso) y, en algunos, todas juntas. Aunque cada microtexto es independiente —como las ventanas, la puerta, los cimientos— para poder ser una casa tiene que verse en conjunto y en relación con el resto de sus microtextos, quienes —lo queramos o no— pertenecen a la misma familia y conservan rasgos de su origen genético. Esto lo sabemos todos aquellos que escribimos ultrabreves, es cierto, pero nos incomoda aceptarlo.
IX Una precisión necesaria: la inclusión de los propios antologadores en las antologías ha generado siempre suspicacias. ¿Cómo ser juez y parte?, es la pregunta que, no sin razón, se alza en estos menesteres. Es cierto, la historia registra muchas tribulaciones así. En mi caso soy más un escritor de literatura brevísima que un teórico o crítico de los mismos. He publicado siete libros de narrativa ultrabreve, todos bajo criterios temáticos y recursos estilísticos precisos y con la intención de formar un universo estético
totalmente autónomo e independiente del resto de mi producción literaria, que incluye novela, poesía y ensayo. No debatiré aquí el acierto de mis aportaciones en términos estéticos, pero sí la conciencia y constancia que he tenido en la práctica del género. Por estas razones —que no son suficientes, lo sé— incluí una muestra mía. De cualquier modo, no hay nada de qué preocuparse: como el tiempo es el único y último juez, él se encargará de dejarme o de excluirme.
X No están todos los autores de literatura brevísima que son, pero sí los que, a mi juicio, son los más significativos. Cada uno ha hecho aportaciones genuinas al género —en términos temáticos, estilísticos, tonales, rítmicos, genéricos— y todos, en su conjunto, dan una visión de unidad de lo que son las variantes y propuestas de lo ultrabreve en esta geografía. Sin ellos el paisaje quedaría incompleto. Elegí diez textos por cada autor independientemente de su extensión, considerando que ésta no repercute en la voluntad final del texto, pues éstos —por breves, brevísimos o brevisísimos que sean— ofrecen una visión completa del mundo. Para evitar herir susceptibilidades, los autores fueron organizados de forma cronológica, aun cuando algunos hayan publicado sus microtextos —en publicaciones periódicas, libros o revistas— antes o después que otros. Nueva Zelanda, 2011/México, 2012
Genaro Estrada [1887-1937] Sus microrrelatos se encuentran en Obras (f c e , 1983).
La caja de cerillas Yo me siento orgulloso con mi caja de cerillas, que guardo celosamente en un bolsillo de mi chaqueta. Cuando saco mi caja de cerillas, siento que soy un minúsculo Jehová, a cuya voluntad se hace la luz en toda mi alcoba, que un minuto antes estaba en tinieblas, como el mismo mundo, hace muchísimos años.
El biombo Ardía la fiesta en la casa del oidor don Francisco de Ceynos. Ya habían llegado el virrey y su consorte, el visitador y la Real Audiencia, y ya doña Leonor Carreto, la virreina, terminaba su segunda contradanza. La hija del oidor estaba encendida con las emociones de aquella noche. Había cambiado con su galán breves palabras que nadie advirtió con el ruido de la fiesta. Apenas iniciado un momento de reposo, la señorita de Ceynos dijo en voz alta a su acompañante: —Os digo que vayáis a aquel aposento a buscar mi abanico. Y como el caballero no regresara al punto, agregó:
—Yo misma iré a buscarlo. —No está aquí el abanico —dijo el caballero en cuanto vio entrar a la dama. Y ella, más encendida todavía, repuso: —En efecto… perdonad… está detrás de ese biombo. Y al punto ambos se dirigieron a aquel sitio. Era un biombo chinesco, en cuyas hojas de seda negra, hilos multicolores habían bordado escenas de la corte de España, con anacrónicos trajes del Asia. Los músicos preludiaban la pieza siguiente cuando la pareja abandonaba la dulce intimidad del aposento. Sin embargo, el abanico había quedado olvidado, de nuevo, detrás del biombo.
Los libros prohibidos Frente a la mesa en donde un velón chisporroteaba con el ruido de un tábano, el fraile agustino abstraído y con las manos en las sienes pasaba lentamente hoja a hoja del libro en cuya lectura había gastado ya más de tres horas. Así fue como no sintió la llegada del padre vigilante, que se entró quedo en la celda y lo miraba con sonriente reproche. —Hermano —le dijo—, parece que no pensáis en dormir esta noche. Hace ya mucho tiempo que la comunidad está recogida. Sin duda vuestros profundos estudios os alejan el sueño y os ocultan la hora… Ya imagino que preparáis un nuevo libro para larga fama vuestra y de la regla de nuestro Santo Padre Agustín. Hermano, ¿y qué leéis esta noche con tal devoción? ¿Acaso ha caído en vuestras manos ese luminar del Sermonario que fray Alonso de la Veracruz acaba de publicar?
Con rápido ademán el fraile cerró el libro y moviendo la cabeza en señal afirmativa, contestó: —En efecto, padre, es el Sermonario de fray Alonso. Tenéis razón, es ya muy tarde y ahora mismo voy a hacer las oraciones de la noche. Y cuando el padre vigilante hubo salido fue a ocultar debajo del duro lecho aquel libro, en cuyo lomo en donde amarilleaba el pergamino había un rótulo que en las letras de Tortis decía: Adagios de Erasmo. Y ya llegaban las primeras luces del alba y todavía el fraile revolvíase en su lecho, sin haber descabezado ni un sueño, fatigado y sudoroso, como si allí debajo tuviera una parrilla que le asara las carnes y le chamuscara los cabellos.
La Virreina Doña Ana de Mendoza, la virreina, había cerrado con precaución la puerta del aposento y corrido la gruesa cortina de felpa, en donde la débil luz de la tarde apenas arrancaba imperceptibles luces al oro desvanecido de una arandela. Allí, recatada en un rincón y debajo de un retrato del grave marqués de Montesclaros, cuyo rostro recordaba sus andanzas con el cruel duque por tierras de Flandes, una preciosa cajonería mostraba la paciente labor de incrustaciones de marfil que enmarcaban escenas de la Pasión alternadas con pequeños espejos cuadrados y tiraderas de plata. Bajo el corpiño que erguía la cabeza de la dama en el eminente engarce de una rígida gola, la virreina delataba su azoramiento con el trémulo palpitar de sus senos, que se diría iban a escaparse en una fuga de palomas medrosas.
De pronto tiró de un cajoncillo secreto, disimulado entre un episodio de la Crucifixión, y en rápido movimiento de hurto, doña Ana extrajo un pliego que leyó rápidamente e hizo desaparecer entre una manga cuyo extremo se desbordaba en orlas de tules. La virreina, ya con más calma, encaminóse hacia la puerta. Arriba de la cajonería el retrato del marqués de Montesclaros era más grave y sus ojos parecían fulgurar de rabia.
El espadero Es espadero es viejo, y cuando se sienta en el banco para limpiar con aceite la hoja del sable que le ha traído el alabardero de Su Excelencia, las puntas de su larga barba rozan el filo y se pasean por la leyenda de la hoja. Cuando frota la badana o cuando afila con el mollejón, el espadero piensa que en toda la ciudad no hay otro que supere su trabajo; sabe que las mejores espadas del reino llevan su sello y sabe también que nadie como él hace una vaina de terciopelo o pone un puño entorchado. Ahora sonríe porque recuerda haber despedido con cajas destempladas a aquel villano que quería que le aceitara un puñal de pelo. ¡A él, que allá en España templó una vez la espada de lujo de Su Majestad! ¡A él, que en Toledo tuvo en sus manos la espada del César! Trabaja alegre desde la mañana hasta la noche, y cuando quiere descansar se pone a decir cuchufletas al mandoble aquel que ha suspendido como muestra de su tienda. Sólo lo vieron triste alguna vez que abrió un baúl, en donde hay una espada herrumbrosa, que nunca ha querido
limpiar y que lo acompañó hace ya tantos años, cuando era mozo y mojaron sus pies las aguas del Golfo de Nápoles.
El cuento Agrupados cerca de la vieja que en un taburete destacaba sus carnes flácidas, los niños se emocionaban de asombro y de miedo, y era aquel como un antiguo cuadro alemán en el que la luz del velón de cobre ponía sabiamente sombras y claridades intermitentes. La vieja relataba un viejo cuento de espantos, mientras que afuera el viento de la tempestad era un salmo funerario cuando barría la calleja miserable y las luces lívidas de los rayos destacaban la silueta aplastada de la iglesia de la Soledad de la Santa Cruz. Refería la extraña historia de un galeón cargado de oro y objetos preciosos, asaltado por los piratas en el mar océano, y la aparición de los muertos sobre las olas, en la ruta de las naves que venían de España. Azorados, los niños estaban codo con codo, o juntaban las piernas, cuando oyeron que los fantasmas de los náufragos perseguían los barcos en la ruta de las Antillas y que sus voces imploraban las oraciones de los creyentes, dominando el ruido de las olas. La vieja mató la luz del velón; pero los niños temblaban en sus camastros y creían que el cuarto era una nave desolada en el océano, mientras que de afuera la tempestad los alucinaba con las rachas frías que se colaban por las junturas de la puerta y tronaba el grito del rayo, que las campanas de la Soledad repercutían.
El paje ¡Ah, el paje, rosado y lánguido, rubio y grácil, como un querubín de los que adornan el arco plateresco del camarín de Nuestra Señora! Sí, lo ha visto de cerca, en la misa de las once, allí estaba como en otros días, con los ojos puestos en la Virgen, toda de azul con estrellas de plata, o bien escuchando, sin pestañear, el sermón del padre Larios, quien habla de la maravillosa peregrinación de los niños en la Santa Cruzada. Lo ha visto envolverse en la capa y dejar la iglesia, para volver a la casa de sus señores; quizá para llevar el quitasol a esa horrible condesa que recorre diariamente, de arriba abajo, la Calle de Millán; para disipar el reuma; quizá para ir al lado de la litera cuando la vieja se dirige a llevar su limosna al beaterio de San Lorenzo. Pero él no ha advertido nada y pasa indiferente ante la beldad de la señorita, quien debajo de su velo de blonda negra de Valencia se ha encendido súbitamente y está a punto de tirarle del balandrán y llevarlo hasta el patiecillo de la sacristía, que ella se sabe, para declararle su amor. ¡Ah, si no fuera la hija del visorrey; si no estuviera comprometida al bergante, ese a quien no conoce y que la espera allá en Sevilla, cargado de oro y de títulos!
El mendigo Un oidor y un clérigo pasaban aquella noche por la acera del Real Palacio, empeñados en debatir los sucesos de Guanajuato. Graves noticias llegaban de la Intendencia acerca de motines y actos violentos contra los españoles. —Y sépase vuesa merced que esas gentes no pueden
nada contra el orden establecido —dijo el oidor doblando la esquina de la Moneda. —Dios protege nuestra santa causa y nos conservará unidos a la Corona por los siglos de los siglos —agregó el clérigo mientras hacía una reverencia al palacio del arzobispo, por cuyo frente atravesaban en aquel instante. Un mendigo les cerró el paso. Era un indio miserable, casi desnudo, de mirada vivaz, que tendía la mano implorando una limosna. —Yo os aseguro —reanudó el clérigo— que Nuestra Señora de los Remedios… —¡Por la Santísima Virgen de Guadalupe, una limosna! —gimió el indio, mientras que los otros le lanzaban una profunda mirada de desprecio. —¡Por la Santísima Virgen de Guadalupe! —volvió a suplicar frente al oidor, quien se estremeció sin causa y le arrojó una moneda. Atrás, en el reloj de la catedral, daban las once.
El insurgente Llegóse con precipitación a la puerta de la Real Audiencia y con evidente nerviosidad preguntó por el fiscal. —¡Pliegos urgentes de la Intendencia de Guanajuato! —gritó al ujier, quien se hizo a un lado para dar paso al que en tal forma requería la entrada. Pero no bien hubo entregado los papeles cuando ya salía para montar el caballo que lanzó rápidamente por el Puente de San Francisco, ante la multitud que se apartaba para dejar pasar aquel extraño personaje de rostro moreno y traje de cuero, que era un centauro sobre la silla galoneada en donde fulgía un largo machete corvo.
—¡Un manifiesto sedicioso! ¡Una hoja impía! —gritó el fiscal, saliendo a los corredores del palacio. Y daba grandes voces de cólera, y agitaba en sus manos una hoja toscamente impresa, y requería a los criados de perseguir sin dilación al mensajero. Pero ya el insurgente había dejado atrás Tacubaya y como una saeta iba por el camino de Toluca, en derechura del Monte de las Cruces.
Las doce In the silence of the night, How we shiver with affright At the melancholy menace of their tone! E . A . P o e
Las doce. Han dado las doce en el monasterio de las capuchinas. Como la letanía de los muertos que cantaran sucesivamente doce monjas; como si doce losas tumbales cayeran, una después de otra, en la cuenca sonora y lúgubre de doce sepulturas en un cementerio abandonado hace muchos siglos; como si doce gritos trágicos desgarraran las sombras pobladas de fantasmas y de presagios; como si la voz lejana de los doce apóstoles le hablara al mundo en esta hora de silencio y de angustia; como si los doce signos del zodiaco cayeran a la tierra en augurio pavoroso. Han dado las doce en el monasterio de las capuchinas. ¡Las doce! La hora en que en los cubículos de la Inquisición se oye arrastrar cadenas; la hora en que en el cementerio del convento de San Francisco aparece una procesión de monjes grises que repasan las cuentas de sus rosarios entre los dedos descarnados; la hora en que la
horca que está en la Plaza despide llamas azules; la hora en que se escuchan palabras de espanto y llamadas de socorro en el quemadero de San Diego, y en el coro de la catedral cantan las letanías las almas de los canónigos impenitentes, y las campanas de la torre de San Pablo tocan solas, y en un rincón de la Calle de la Celada se dibuja la sombra del caballero de Solórzano, y un viento inexplicable apaga las lámparas de aceite de las hornacinas… ¡Dios mío! ¿Qué es esto que me ahoga, que no deja salir de mi garganta el grito horroroso que me sugiere este silencio mortal y lúgubre en que está sumido el mundo después de la última campanada de las doce?…
Índice
Prólogo en diez fragmentos Rogelio Guedea
7
Genaro Estrada La caja de cerillas
17
El cuento
21
El biombo
17
El paje
22
Los libros prohibidos
18
El mendigo
22
La virreina
19
El insurgente
23
El espadero
20
Las doce
24
La holgura del pueblo
27
El rey y su globo
28
La hija del tapicero
27
El rey, los pajaritos y el pato
29
Corral con estrellas
28
El libro de lomo azul
29
Mi tío el armero
28
El componedor de cuentos
29
El relojero
28
El frasco de miel
30
Quiso…
32
Mariano Silva y Aceves
Carlos Díaz Dufoo, hijo Murieron…
31
El Alma…
31
Castigo
32
Después…
31
El mal lector
32
Éste…
31
Él corría hacia…
33
Él prestigio…
32
—¿Por qué…
33
Alfonso Reyes Los senderos de la inteligencia 35
La norma
38
Rancho de prisioneros
35
El origen del peinetón
39
La «cave», o de la nueva…
36
El trueque
39
El buen impresor
36
Mal de libros
40
Diógenes
37
El problema
41
A Circe
43
La humildad premiada
45
¿Cómo se deshace la fama…
43
Literatura
46
Muecas y sonrisas
44
De funerales
46
El profesor leía…
44
Almanaque de las horas
47
El médico arrugó…
45
Xenias
47
Lo maté…
49
Era más inteligente…
51
¿Ustedes no han tenido…
49
Algún día…
51
Esa hormiga…
49
Yo no tengo…
51
¡Yo tenía razón!…
49
Ahí está lo malo…
51
Soy vendedor…
50
Es que ustedes no son…
52
Cuatro soldados sin 30-30
55
El corazón del coronel Bufanda 59
Epifanio
56
Las tripas del general Sobarzo 59
Zafiro y Zequiel
56
Desde una ventana
60
José Antonio tenía trece años
57
El cigarro de Samuel
61
58
Las sandías
62
Julio Torri
Max Aub
Nelly Campobello
Las cinco de la tarde Francisco Tario
64
Sintió pasos…
63
El sueño…
63
Durante la noche…
64
¡Qué deprimente…
63
Hay cosechas…
64
El botón…
64
—Llore usted…
64
Interroga la niña…
65
—¿Y qué tal…
65
Una de dos
67
Navideña
70
Topos
68
Cláusulas
71
Teoría de Dulcínea
68
Flash
71
Armisticio
69
El encuentro
72
El sapo
69
Infierno V
73
El dinosaurio
75
El Zorro es más sabio
77
Vaca
75
El eclipse
78
La Oveja negra
75
El paraíso imperfecto
79
La Rana que quería ser una…
76
La Mosca que soñaba que…
80
Paréntesis
77
Monólogo del bien
80
El cuentista
81
La criada
82
Celoso extremado
81
El guerrillero
83
En el convento
82
Acknowledgements
84
La visita del Señor
82
Sin documentos
85
La pareja
82
La prueba del vacío
85
Colofón
91
La evidencia… Juan José Arreola
Augusto Monterroso
Otto-Raúl González
Salvador Elizondo El grafógrafo
87
Aviso
87
El perfil del estípite
91
El hombre que llora
88
La mariposa…
92
Los hijos de Sánchez
89
El objeto
93
La señora Rodríguez de…
91
Novela conjetural
94
René Avilés Fabila Juramento
97
La verdadera y más completa… 97
La pareja dispareja
97
Corrección literaria
99
Diálogo imposible sobre Poe
98
La herencia romana
99
Sus últimas palabras
98
El dragón tenaz
100
Palabra cumplida
99
El error de Prometeo
100
Felipe Garrido Conjuro
101
Ojos abiertos
103
El capitán
101
Lecturas
103
Sofía
102
Dicen
104
Nocturno
102
Vieja costumbre
105
Relámpago
103
La piel
105
Bodas de fuego
107
Zapatos de tacón rojos…
111
Los pies ocultos
107
Zapatos de tacón verdes
111
Zapatos de tacón grises
108
Mujer con ciruela
113
Humo en sus ojos
109
Fotografía
113
Tiempo de aguas
110
Brillante autobiografía
114
Olvidos/7
115
Dudas/7
118
Laberintos/5
116
Ruedas/5
119
Deseos/2
116
Corazas/2
120
Sospechas/6
117
Ventanas/6
121
Dudas/2
117
Infinitos/2
121
Guillermo Samperio
Óscar de la Borbolla
Mónica Lavín 124
Motivo literario
123
El inmortal
123
Testigo
125
Más tarde
124
Alpinista
125
En memoria de Escher
124
Dos puntos
126
Despistada
127
Carta al enólogo
127
El engaño
129
Insensible
130
Fin de época
129
Hacedor
130
Por ventura
129
Epitafio de Borges
131
Sangre azul
129
De caza
131
El bronce
130
Divina paradoja
131
En estricto sentido
133
Anacronismos
135
Un desgraciado
133
Esperando a Nicole
135
Un profesional
133
Contrabandista de piojos
136
Pesadilla
134
Sabueso de traseros
137
Microrrelato total
135
Materia prima
138
Tabi: el país de lo inestable
139
Malos hábitos
142
Alta costura
140
Martha y su bicéfalo
142
Sirenas mudas
140
Sobre la inspiración a base… 143
Una quimera es una quimera
141
La cura
144
Un buen conocedor
141
El otro sueño de Gregorio…
144
Apego
151
Protesta Marcial Fernández
Jaime Muñoz Vargas
Cecilia Eudave
Alberto Chimal Los primeros ritos
147
Los oficios
147
Humildad
152
Los sistemas
148
Plenitud
153
La verdad
149
Los extraños
153
Valor
150
La memoria
155
Rogelio Guedea Filosofía de la maleza
157
Ars crítica
158
Futbolito
159
El origen de la violencia
162
Padres e hijos
160
Amor y viceversa
163
Supermercados
160
Exilios
164
Mujer portátil i i i
165
El pueblo del puerto
169
Acto final
169
Globalización y baños públicos 161 Édgar Omar Avilés El brujo decapitado
167
La pérdida de la imaginación 167 La ley
168
Universo
169
El juego de las escondidillas
168
La prisión
170
El cuadro
169
El secreto del vuelo
170
Juego de espejos
173
Bidireccionales
175
Suma de vectores
173
La bruja
176
Purista
173
Cotidiano
177
Musicófago
174
Cinceladas
177
Plagio
174
La bala
177
Procedencia de los textos
179
Hugo López Araiza Bravo
El canto de la salamandra. Antología de la literatura brevísima mexicana se imprimió en agosto de 2013 en los talleres de Editorial Pandora Cañas 3657, La Nogalera, Guadalajara, Jalisco. Se imprimieron 1 000 ejemplares más sobrantes. Diseño de cubierta David Pérez Diagramación y cuidado de la edición Jorge Pérez, Elizabeth Alvarado y Felipe Ponce