El hombre higiĂŠnico Gerardo GutiĂŠrrez Cham
Miembro fundador de la Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes (aemi) @AlianzaAEMI
Realizado con el apoyo del estímulo a la producción de libros del Conaculta-INBA
© Gerardo Gutiérrez Cham D.R. © 2013 Arlequín Editorial y Servicios, S.A. de C.V. Morelos 1742, Col. Americana, 44160, Guadalajara, Jalisco. Tel. (52 33) 3657 3786 y 3657 5045 arlequin@arlequin.mx www.arlequin.mx isbn 978-607-9046-57-6 Impreso y hecho en México
Los peligros fabulosos de una promiscuidad pĂştrida y licenciosa. Alain Corbin
Para Andrea, mi luna detenida por un cerezo
Aquella tarde, cuando Modesto Barroso abrió las puertas del Salón de Cabildo, lo primero que hizo fue aspirar una mitad de limón picado con clavos de olor. Como siempre, había entrado sin parpadear, desabotonándose la camisa, decidido a limpiar los asientos del recinto histórico, ya completamente vacío. La última sesión había terminado media hora antes. Cuánto disfrutaba esos momentos. Podía mover un micrófono, levantar un vaso y escuchar perfectamente el sonido ahuecado de sus pasos. Decidió entonces que ese era el momento perfecto para cumplir un deseo inexplicablemente prolongado desde hacía varias semanas. «Manos a la obra». Cerró la puerta de caoba y estuco, dejó la escoba y se subió al estrado. De los nervios dio un trago a un vaso con agua, seguramente abandonado por algún regidor. Levantó su mano derecha y entonces, como si el mundo se hubiera detenido, profirió las siguientes palabras. —Hoy, 26 de febrero, a las seis de la tarde con quince minutos, declaro, ante Dios y el mundo entero, mi deseo libre y voluntario de convertirme en hombre higiénico. Las palabras de Modesto resonaron ahuecadas entre la sillería, los pasamanos de marquetería y los muros solitarios del Salón de Cabildo. Su rostro reflejaba una sonrisa de satisfacción heroica. Desde hacía mucho tiempo había deseado realizar esa declaración, así, a puerta cerrada, bajo la famosa frase pronun-
ciada por Juárez en 1867. Ya no se avergonzaría más. «Al diablo con los demás», pensó mientras comenzaba a silbar el tema inicial de la Quinta sinfonía, de la cual sólo sabía eso, la melodía inicial. Solía repetirlo docenas de veces durante una sola mañana de trabajo. Esa era una razón suficiente para que los otros colegas lo esquivaran como cangrejos asustados. Indudablemente, aquel suceso cambió su vida para siempre. Asumir plenamente la condición de hombre higiénico, en los días que corren, no es cualquier cosa. Pero como ya se sabe, cualquier beneficio en esta vida se hace acompañar de molestias periféricas. Le sucedió a Modesto que, segundos después de haber vivido esa nueva experiencia libertadora, inmediatamente se sintió ofuscado porque debió recordar el otro motivo por el cual había entrado al salón de Cabildo. Debía limpiar cada uno de los asientos, veintidós en total. Ni uno más, ni uno menos, tal y como estaba escrito en su contrato. Vaya que lo recordaba bien. «El C. Modesto Barroso está obligado, entre otros deberes de intendente, a limpiar todas las curules del Honorable Salón de Cabildo…». Once años habían pasado desde que una secretaria le había mostrado aquel contrato. «¿Qué se habrá hecho aquella ramera? ¿Por qué masticaba chicle todo el tiempo?». A Modesto le gustaba hacer pequeños descansos para recordar buenos tiempos, especialmente si se trataba de sus primeros años de trabajo. Pero esos descansos solían prolongarse más de lo esperado, hasta que se daba cuenta de que sólo había limpiado unos cuantos asientos. «Qué importa», decía en voz baja. No tenía prisa, ¿por qué habría de tener prisa? Después de todo, Modesto aplicaba una fórmula muy precisa, concebida y desarrollada por él solo, sin ayuda de nadie. Pensaba que era más provechoso limpiar bien unos cuantos asientos cada día que limpiarlos todos apresuradamente. Su método era simple. Después de haber limpiado
cinco asientos, o a lo sumo siete, hacía una pequeña marca en el último respaldo. Para eso traía siempre consigo, un lápiz Berol de punta chata. Podía ser un punto, una raya o a veces una cruz, con la esperanza de que algún regidor, al verla, sintiera el deber de legislar con la imagen de Cristo en la cabeza y no con la de su billetera. Entonces al día siguiente regresaba directamente a buscar la última señal, donde se había quedado. A partir de ahí seguía limpiando. Bueno, decir que limpiaba es un tanto exagerado. Modesto no era precisamente lo que puede decirse un buen limpiador, a pesar de pertenecer a una estirpe conformada por famosos limpiadores. Podemos mencionar, por ejemplo, a su tío Beltrán, requerido tantas veces para limpiezas quirúrgicas en toda clase de hospitales. También debemos recordar a su pequeña sobrina Leda, que a sus doce años podía presumir de haber limpiado las oficinas personales del Gobernador del Estado. Inés Carrasco, la madre misma de Modesto, había cultivado desde muy niña el arte de paliar obsesiones a golpe de trapo y detergente. Fregaba el piso de rodillas como una sirvienta de claustro. Nadie en casa lograba persuadirla de que aquello terminaría por derrengarla. Ni siquiera se detenía cuando el cielo vomitaba lluvias torrenciales y algún rayo tronaba los cables de la cuadra. Para ella, limpiar cualquier objeto de casa hasta la saciedad era un medio natural que le permitía conservar las canonjías de su poder matriarcal. Así que, fumando, cigarro tras cigarro, nunca dejaba de limpiar. Una vez, mientras partían el pavo de Navidad, había mirado fijamente a su marido y en tono amenazante le dijo que antes de morirse, tenía que llevarle el cajón para sacudirlo ella misma y perfumarlo con puntos de azahar, pues le parecía intolerable la idea de que alguien de su propia casa fuera a ser enterrado en un féretro mugroso. Pero Modesto no heredó esas pulsiones. A ratos pensaba que limpiar, o simplemente afanarse demasiado en cualquier
cosa, era una empresa tan inútil como tediosa. Claro, nunca faltan los espíritus envidiosos. Algunos compañeros de trabajo, especialmente supervisores, solían abordarlo para regañarlo por cosas que supuestamente había dejado de hacer. «¿Por qué no has trapeado el pasillo?». «¿Por qué no has levantado esas colillas de cigarro?». «¿Por qué no sacaste las copias que te pidió el Licenciado?». Por qué esto. Por qué lo otro. Pero él no prestaba demasiada importancia a los regaños de sus compinches. Daba por hecho que se trataba de simples manifestaciones superficiales de neurosis colectiva. «Cuánta pedantería hay en el mundo», pensaba Modesto mientras miraba pasar un grupo de abogados en plena discusión. «Ladrones» masculló entre dientes. Muchos decían que Modesto era un cínico, un hombre vacío de modales. Su jefe inmediato había perdido toda esperanza, pues cada vez que le reclamaba algo, Modesto encogía los hombros, se ponía triste y soltaba una jerigonza de excusas rocambolescas que nadie entendía. Cuando el jefe se desesperaba, le pedía que dejara de hablar. Entonces Modesto empezaba a silbar delicadamente el tema central de la Quinta sinfonía y ahí ya no había nada que hacer, lo que seguía eran ruidos de jungla. Cada supervisor en turno lo tenía claro: después de las dos de la tarde, nada podía ser más fastidioso que aguantar las excusas de Modesto y oírlo silbar a Beethoven. Pero volvamos a la gloriosa tarde en que Modesto decidió arrojar por la borda toda esa tiranía del mundo contaminado. No hace falta decir que, después de haberse declarado abiertamente un hombre higiénico, Modesto se transformó para siempre en un hombre más puntilloso, escrupuloso y por supuesto se volvió lento en todo su proceder. Porque bien sabido es que los seres higiénicos requieren ese grado de fijación meticulosa, imposible de lograr cuando hay prisas de por medio. Así le ocu-
rrió, como una mariposa cuando abandona la crisálida. A partir de ese instante crucial, asumió que bajo ninguna circunstancia volvería a humillarse dando explicaciones tan precisas y puntuales como lo había hecho hasta entonces. Después de todo, estaba convencido de que sus enemigos eran personas amargadas y sin escrúpulos. Gente educada en la obsesiva puntualidad, en el rendimiento neurótico, plano, achacoso, lleno de sospechas, quejas e insidias sostenidas, más por la rivalidad absurda que por la satisfacción de mantener limpios los pasillos de aquel edificio colonial. Por eso, aquella tarde, ni siquiera pudo terminar de limpiar los cinco asientos que solía imponerse de manera disciplinada. Decidió darse por vencido abiertamente, sin dramas ridículos. Sólo fue capaz de limpiar tres respaldos de un modo absolutamente insustancial. Una voz interior le dijo que debía festejar. Así que fue a la bodega, descansó un rato, se vistió despacio con la vista extraviada en un punto fijo y a las seis con treinta minutos salió por la puerta trasera, haciendo valer una verdad asentada en cualquier manual de biología: cuando se abre la vaina de la pupa y se expanden sus alas, la mariposa debe descansar. A veces toda la noche para que sus estructuras se expandan y endurezcan antes de volar. Mientras caminaba entre las calles adoquinadas de una plazoleta bien arbolada, Modesto empezó a darse cuenta de que en efecto, algo había sucedido en su interior. La película del mundo había empezado a disminuir velocidad. Todo parecía diferente. Los colores adquirían de pronto nuevas tonalidades, dando paso a intermitencias de luz que nunca antes había percibido. Literalmente estaba experimentando los efectos de aquella súbita ralentización de su interior. Ahora, los rasgos de las personas con las que se cruzaba le parecían más definidos que antes. Incluso, por primera vez comprobó que si miraba de frente a ciertas personas, era capaz de entablar una cierta
comunicación secreta. Podía decirles directamente a los ojos cualquier ocurrencia sin sufrir las consecuencias de un reclamo. Por ejemplo, a una mujer cincuentona le dijo sin pronunciar palabra: «Eres fea. Me arrepiento de haberte encontrado». A otro señor de traje y corbata que venía mirando el reloj, le soltó a la cara «Mira nada más, cretinillo achacoso. De seguro andas rumiando por ahí en busca de un huesito». Buscó una banca en la plaza. Era tiempo de tomar un pequeño descanso. A esas horas mucha gente salía del trabajo apresuradamente en busca de un autobús disponible. Había vendedores de fritangas, elotes con crema y aguas frescas; todos arremolinados alrededor de un templo franciscano. Esa era una imagen asimilada desde la primera infancia, cuando mamá solía llevarlo cada domingo a confesión con el párroco Domínguez. A unos cuantos metros advirtió la presencia de personas enmarañadas, obcecadas en abordar un autobús. Cuánta gracia le hacía mirar el espectáculo de adultos colgándose desesperadamente del pescante, como si en ello les fuera la vida. Allá va una mujer tratando de subirse con tres niños, uno de ellos apenas bebé. Le grita al conductor: «¡Espérese, no avance, por favor!». Dos, tres veces rugió el motor y por fin la señora subió. A unos cuantos metros, Modesto reparó en esa calamidad. Firme en sus convicciones, decidió no tomar ningún autobús en señal de protesta. «Ya habrá manera de explicarle a mamá». Pero inmediatamente reparó en una simple contradicción: si no tomaba el autobús, no tendría tiempo de llegar temprano a casa para festejar su nueva condición de hombre higiénico. Decidió entonces que lo mejor sería dejarlo a la suerte. En su bolsillo traía una moneda de cinco pesos. Echaría un volado. Si la moneda caía en cara tomaría el autobús y si caía en águila se iría caminando a casa. Nada más necesitaba un testigo, porque ser un hombre higiénico exigía entrenamiento en el arte de
aprender a liberar decisiones. Así que se acercó a un hombre que leía una revista en otra banca de la plaza. —Disculpe, caballero. ¿Sería usted tan amable en ayudarme a tomar una pequeña decisión? —¿De qué se trata, amigo? El buen hombre tuvo que soportar una pequeña tropelía de absurdas explicaciones. Pero accedió, más para quitárselo de encima que otra cosa. La moneda había caído en cara, así que tomó el autobús. Aquí sería pertinente contar cómo es que el chofer se molestó porque Modesto se tardó más de lo ordinario en sacar las monedas del pasaje. De un bolsillo sacó una, de otro sacó otras dos y así, hurgándose por todos lados pudo completar la tarifa. —¡Recórrase ya! —gritó furioso el conductor. Pero Modesto, intuitivamente buscó un punto extraviado en aquel hacinamiento de gente cansada, como si el regaño viniera de un sueño. En vez de apurarse, sacó un dulce del bolsillo y lo puso en la mano del conductor. Instantes después, ya sentado junto a la ventanilla, se preguntaba por qué las personas pierden tan fácilmente la paciencia. «Nada sabemos del mundo», dijo en voz baja, «vivimos atrapados en la jaula de nuestra propia tiranía. Somos basura inmunda». Modesto vivía con su madre, una anciana encorvada, frágil, achacosa y de carácter impredecible. Cuando llegó, esa tarde, igual que siempre, Inés Carrasco abrió desmesuradamente unos ojos verdes y diminutos, como si emergiera de una cueva seca. —Me tenías con pendiente, hijo. Ya pasan de las ocho y media. Nunca llegas tan noche. Hacen falta varias cosas del mandado. —No se apure, mamá. En este país todo se arregla. —Pero ya van a cerrar la tienda. No te acuestes en el mueble. Nos hace falta leche, bolillo. Además necesito calabazas y otras cosas.