Juan Montalvo y Yo Vida alta y profunda
Alejandro Querejeta Barcelรณ
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Juan Montalvo y Yo. Vida alta y profunda® Autor: Alejandro Querejeta Barceló. Sociedades Bíblicas Unidas en Ecuador® Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción parcial o total sin previa autorización.
ISBN: 978-9942-949-09-7
www.sbuecuador.com Impreso en Ecuador, 2016 Fotografías: Varios autores - commons.wikimedia.org - www.angelfire.com - delcampe.net - cisepp.blogspot.com - www.findagrave.com - http://www.ipitimes.com
Dedico este libro a mi esposa, mis hijos y mis nietos, a mis hermanos de la Iglesia Cristo Redentor y de Sociedades BĂblicas Unidas en Ecuador.
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«Qué satisfacción hablar con Dios en la soledad, huido de los hombres, mal calificado por ellos, pero titulado, condecorado por el Soberano de los cielos». El Regenerador
Adriano Montalvo Sevilla, nació en Ambato en 1852. Quedó huérfano de padre a los ocho meses y al igual que su hermano, fue gran confidente de su tío Juan. Se incorporó de abogado en 1877. Fue colaborador del periódico El Espectador dirigido por el ciego Vela. Abogado de vastos conocimientos, llegó a ser juez de la Corte Suprema. Murió en Quito, el 5 de agosto de 1899.
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desde la ventana las cumbres de las montañas. A los Montalvo siempre les gustaron los buenos caballos y debo confesarle que a mí también me seducen su estampa y temperamento. De pronto nos envolvió un fuerte y persistente viento de aire helado. «Vengo a decirle que mi tío Juan ha muerto», me informó Adriano al volverse y casi sin saludar. En silencio le invité a tomar asiento frente a mí. Añadió que la familia se había enterado por una carta recién llegada de París. Que Pancho, su padre, le ordenó venir a darme tan mala noticia. Que Juan había luchado inútilmente contra una enfermedad pulmonar durante varias semanas, que le practicaron una dolorosa operación, tras pasar un período de toses terroríficas y espantosos insomnios. Que la carta, dada su debilidad insuperable, debió dictarla en francés a Augustine Contoux, su compañera de los últimos siete años y madre de un niño al que le dio el nombre de Jean. Que en ese último mensaje les decía que no se preocuparan, pues tanto Dios como los hombres no le habían faltado en ese trance final. Sin lugar a dudas, un hombre religioso respeta el poder del Creador, para en su postrer instante, dar testimonio de sí. Sin embargo, Adriano me contó que cuando le llevaron un confesor, Juan se negó a recibir ese sacramento: «Yo no creo en la confesión. Estoy en paz con mi razón y con mi conciencia; puedo comparecer tranquilo ante Dios», oyeron que le decía, quienes estaban a su alrededor, en esa hora suprema. Y añadió: «Me confesaré con Dios omnipotente y misericordioso…». No pude más que persignarme ante lo que me relataba ese muchacho al que bauticé, confesé y di la primera comunión. Con su manera tan peculiar de hablar de las cosas de Dios, mi entrañable amigo Juan alguna vez le dijo a una
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omo si se tratara de una bestia imantada, me atrajo de inmediato aquel alazán brioso que estaba junto a la puerta de la sacristía, impaciente y sudoroso, bien ensillado, majestuoso, con una notable expresión de calma y generosidad. Mientras me acercaba, me percaté de su disposición irrenunciable de seguir al trote por algún nuevo camino de la serranía, de bajar con propiedad las quebradas que se le presentaran y desafiar las habilidades de su jinete. Es hermoso recordar un caballo así, aunque sea en palabras: su osamenta generosa, sus patas de gran tamaño, sus cascos, el ligamento del cuello, las venas alrededor de la cabeza, sus ojos vivaces y negros, la piel tersa y fina, la pelambre pareja, abundante y bien dispuesta. Un animal consciente de su fuerza y belleza, reflejados en sus relinchos agudos intercalados de breves resoplidos. Era una mañana despejada, con los sembríos de alrededor del pueblo, así como los montes cercanos. El volcán se erguía entre las copas de los árboles, como un gigante que nos vigilara a todos. Junto al animal me esperaba Mauricio, un vecino que me auxiliaba en las tareas de la parroquia, quien al llegar me informó que un joven venido de Ambato me esperaba desde bien temprano, un poco después de que saliera a dar mi acostumbrada caminata. Dijo que el hombre se notaba impaciente, que no había querido sentarse, ni tomar cosa alguna. Era Adriano Montalvo �, quien miraba absorto y en silencio
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célebre escritora española que si hubiera acertado a calificarse a su gusto, «no hubiera hallado expresión más verdadera y expresiva: mi alma está llena de Dios, de inmortalidad, de gloria eterna». No sé cuánto tiempo estuve ensimismado delante de Adriano, busqué en mi memoria cuanto me unió y separó de Juan. Vinieron a mí, como en oleadas los recuerdos de mi buen amigo, de mi constante e infatigable dialogante sobre sus certidumbres respecto al Creador y lo creado, sobre nuestro Señor Jesucristo y tantos misterios que nuestra fe compartida se le resistían. También de sus empeños por transformar este país en el que ambos vimos la luz primera, en el que, es cierto, no guardó prisión ni se vio obligado a realizar trabajos forzados, pero del que se vio precisado a escapar en resguardo de su existencia. Como bien dijera uno de sus tantos sim-
patizantes, la vida de Montalvo, la verdadera vida, los detalles, nos son casi desconocidos y una vegetación de leyendas empieza a florecer. Montalvo no blasfemaba: todo lo respetable obtuvo de él respeto y veneró todo lo santo. Reviví la imagen de Juan en Ipiales, junto a su maleta de cuero donde atesoraba un gran cuaderno de pasta negra, donde anotaba pensamientos, giros gramaticales, anécdotas históricas, al que por entonces tuve acceso. Entonces se quejó amargamente de no poder consultar los libros que tuvo a su alcance en Quito y en París, en Italia y en Madrid. Incluso me pidió que le hiciera llegar por algún medio un ejemplar de su libro ya publicado El Cosmopolita, del que no tenía ningún ejemplar consigo. Montalvo vivía pobremente porque era pobre; pero vivía dignamente porque era digno. Era fascinante
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El Palacio de Justicia, la Conciergerie y la Torre del Reloj. París post-1858.
y emocionante oírle hablar con familiaridad de personajes que yo había idolatrado, de sitios a donde nunca había ido y, sobre todo, de asuntos que nunca me hubiera permitido tratar y ni siquiera acercarme. Sin embargo, hablar con Juan era asistir a la fiesta de fe y esperanza. Me parece tenerlo delante todavía joven, de buena presencia, la tez morena, el rostro con las huellas de una temprana viruela; de cabello negro y crespo, de escasa barba, de frente despejada, cuya serenidad turbaban de vez en cuando ligeras contracciones; los ojos brillantes, obscuros, grandes, aunque la mirada vaga e incierta; la nariz recta, larga, los dientes blancos, cuidados siempre con esmero; la boca desdeñosa, nada propensa a la risa; la palabra lenta y monótona. Muy presumido, gustaba siempre de vestir con elegancia y nunca dejó de usar bastón. Vivía como quien supone una secreta forma del tiempo, de laberintos circulares en cuyo centro estaba, sin duda alguna, su Patria. No envolvía sus años en Ecuador con un indiscriminado velo de afecto: recordaba a ciertos personajes con un desagrado sin paliativos y una áspera expresión. Adriano tuvo a bien leerme un fragmento de la última carta de su tío, que había copiado especialmente para mí y que me dejó como de recuerdo. Allí le decía mi buen Juan a su hermano Francisco Javier 2: «Si puedo escapar de este invierno me em2 Francisco Javier Montalvo Fiallos (1819-1899). Fue rector de la Universidad Central, del Convictorio de San Fernando y primer rector del Colegio Bolívar de Ambato (1861). Con Miguel Riofrío fundó el periódico La Razón, y en unión de este escritor y de don Antonio Yerovi, redactó La Democracia. Sirvió tres veces en la Secretaría de la Cámara de los Diputados y fue ministro juez de la Corte Suprema. Fue presidente del Municipio de Ambato y gobernador de Tungurahua en 1869. Sufrió destierros por la causa liberal.
barcaré para América a principio de agosto del año entrante. Lo que es ahora no puedo salir ni de mi cuarto; menos hacer un viaje cualquiera. Vivos son mis deseos de volver a la patria y sueño con el clima de Ambato, en donde me parece se acabarán mis males físicos». Creo que Juan, en sus últimos días, estaba consciente de que los exiliados, como escribió uno de sus autores favoritos, acaban por rechazar la tierra que los ha acogido, por la fuerza que ejercen sobre ellos la nostalgia por los lugares de su infancia. Conservo una copia de una carta, en la que Juan se queja, en su exilio parisino, por no ver «un Cayambe a lo lejos, ni un ejido verde se extiende a mi vista, ni una acequia de agua viene rodando del cerro, ni un árbol en torno mío, ni una flor, ni aire libre, ni sol en invierno, ni sombra en el verano, ni nada oh Dios, ni nada. Venir acá de nuestro espacio y nuestra libertad, y nuestra luz de América, es lo mismo que bajar del mundo al limbo. Se entiende en cuanto a la naturaleza, en cuanto a la vida del alma, en cuanto a las relaciones que existen entre algunos corazones y la calma y el silencio de la tierra. ¿Hay son más grato, suave, misterioso, profundo, conmovedor que el canto de un gallo que rompe la media noche, allá lejos, muy lejos, de manera que apenas llegue a nuestros oídos desvelados cual nota moribunda de esa entonación que sin saber en dónde eleva el genio de las sombras?». Más que una evocación nostálgica de la juventud era un esfuerzo inconsciente para, retornando mediante la memoria y la palabra al apogeo de su vida, recuperar la energía y lucidez que lo estaban abandonando. Era Montalvo un hombre de pasiones ardientes, de voluntad firme y concentrada, receloso, inquieto, enamorado de un ideal imposible. Como alguien muy ilustre dijera al conocerlo, en aquel
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cuerpo de criollo, apacible y al parecer indolente, se encerraba un espíritu audaz, impulsivo, como ahora se dice, hasta la violencia, preparado por su cultura para la lucha intelectual y por la energía de su carácter para las luchas de la vida. En Montalvo no había máscaras, siempre respondía a sus adversarios con libertad y hasta con osadía. Para nadie es un secreto que siempre tuvo proclividad por las medidas drásticas. En él todo era puro como el oro y claro como el cristal. Montalvo no blasfemaba: todo lo respetable obtuvo de él respeto y veneró todo lo santo. Solía encerrarse en su mutismo cuando le era indispensable defenderse de alguien inoportuno. Este violento y desapoderado combatiente era, en el consejo y en la acción directa, hombre de justo medio y razonada largueza, cosa incompatible con la feria de vanidades y falsedades de la política. Paradójicamente, ante extraños era tímido, taciturno, solitario y triste, apenas hablaba, se limitaba a contestar «sí» o «no» a quien se aventuraba a entablar una conversación con él. Con sus amigos íntimos, por el contrario, exhibía una conversación brillante, precisa y amable sembrada, eso sí, de un humor casi siempre cáustico. Adriano sonreía al oírme decir estas cosas de quien fue para él algo así como paradigma moral y no siempre cariñoso corresponsal. Discutió, obró, reprobó, tal vez oró, pronunció palabras duras y, en cada uno de sus actos, fue mi inolvidable amigo consecuente con sus principios. No hay nada como estar convencido de algo, y más si es algo grande, para persuadir a los demás de ello. Por esto hubo de sufrir a lo largo de su vida el frecuente odio y desprecio de no pocos de nuestros compatriotas, que veían en él a un ecuatoriano anómalo y distante. Ese fue el precio que tuvo que
pagar por su rechazo a convicciones y convenciones que consideraba inconvenientes para la república que esperaba contribuir a fundar. Mire usted lo que escribió tempranamente, en su periódico El Cosmopolita, que yo leía contrariando las órdenes de mis preceptores en el seminario: «La armonía del corazón y la palabra es el más embelesante acuerdo, si el corazón suena benigno echando afuera las gratas voces del amor, los graves acentos de la justicia. Indigno sería que hablásemos bien, si obrásemos mal». No sé si antes le he contado que el pobre Juan, en consecuencia, vivió veinte años de su existencia en el pueblito de Ipiales, en Colombia, deambulando solitario, sometido a la tortura de no tener libros, sin dinero, lejos de sus ríos, colinas y valles, de las capulicedas a las orillas de los caminos, los olorosos a frutales, las colmenas de abejas, los maizales saucedales y nopales de las quintas de Ambato, del paisaje del Ulba, con su espléndida cascada, y del río Bazcún, o de donde el Pastaza se abre camino por un cañón formidable de rocas, por donde brotan las aguas hirvientes desde las profundidades del volcán Tungurahua, que llena todo el espacio de la ventana de la sacristía. Una vida la suya siempre doliente por lo suyo entrañable, lo cual la hace mucho más meritoria. Sin fundamentos sólidos, algunos lo calificaban de «impío» y otros de «malvado», no pocos lo consideraron un alma religiosa de pensamiento heterodoxo. Pero, a ciencia cierta, ¿qué conoce la generalidad del carácter y de la vida de Montalvo? Nada, casi nada, bien poco. Es por eso que le escribo estas páginas tan caprichosas y desordenadas. Juan consideraba que «en la mansión helada de la muerte no está Dios; porque Dios es vida, vida alta y profunda, vida eterna». ¿Se imagina usted? ¿Se da cuenta de
la profundidad de sus reflexiones? Tengo la certeza de que para él no habrá dispuesto nuestro Señor ninguna mansión helada. Juzgue usted mismo sus pensamientos, a tenor de lo que alguna vez me escribiera desde Ipiales: «La muerte que le pido, Dios me la ha de dar: muerte de filósofo cristiano, sin duda ni temores… creyendo en Él y no en las patrañas de sus difamadores, alabando sus obras y no maldiciendo las de los hombres». Siempre buscó adentrarse entre las arboledas de Ficoa o en los montes de Ipiales, porque le aportaban la tranquilidad y el tiempo requeridos para una reflexión profunda, y donde los odios y las frustraciones se disipaban entonces. Todas estas cosas las hablé con Adriano, quien interrumpió mis cavilaciones en voz alta y me entregó, con cautela y cerciorándose de que nadie estaba a nuestro alrededor, un no muy grande paquete envuelto en una pañoleta de seda. Supe que era un libro de su tío e imaginé cuál. Entonces me puse de pie y le pedí que me siguiera. Cruzamos de prisa la sacristía y nos fuimos hasta una puerta disimulada por unos altos biombos de madera tallada, en uno de los ángulos más alejados de la casa parroquial a la que accedimos por esa estrecha escalera que usted ve a mi espalda. Abrí con cuidado la vieja cerradura, entramos y lo llevé hasta un baúl muy viejo, del cual sólo yo sabía de su existencia. Levanté su pesada y chirriante tapa y le mostré los libros de su tío alineados en el fondo según
la fecha de su publicación, las cartas que recibí de su puño y letra desde Ipiales, Panamá, Lima, París, Roma y Madrid, así como varios de sus manuscritos cuidadosamente cosidos por mí. Fue entonces cuando Adriano me dijo que el paquete que yo tenía entre mis manos era la edición francesa de los Siete Tratados. «Sé que esto es riesgoso para usted», me advirtió, pues ambos sabíamos que estaba incluido en el Index 3, el catálogo de los libros prohibidos por la Iglesia. Los Siete Tratados, injustamente condenado por el arzobispo José Ignacio Ordóñez 4, antes de que cundiera el satánico prestigio de seducción de tan elegante y arrebozada «herejía». Monseñor Ordóñez, recuerda usted, lo calificó en una pastoral como «nidada de víboras, en cestillo de flores» y a Montalvo como «el escritor que dobla la rodilla ante nuestro adorable Redentor, para
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Lista de las publicaciones que la Iglesia católica catalogó como perniciosas para la fe. Además, establecía las normas de la Iglesia para la censura de libros. Fue promulgado a petición del Concilio de Trento por el papa Pío IV el 24 de marzo de 1564. 4 Monseñor José Ignacio Ordóñez (1882-1893), arzobispo de Quito, célebre por la pastoral, publicada el 19 de febrero de 1884, que condenaba el libro Siete Tratados de Juan Montalvo. 3
Mercurial Eclesiástica. Juan Montalvo. Siglo XIX.
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darle sacrílegas bofetadas». Antes de que cundiera el satánico prestigio de seducción de tan elegante y arrebozada «herejía». Juan no estaba preparado para soportar semejantes improperios y en respuesta escribió Mercurial Eclesiástica, de pasmosa fuerza de improvisación y lleno de ataques violentos contra Ordóñez y la Iglesia, una colección portentosa de denuestos feroces, refutaciones elocuentes y hasta consejos morales, por no decir evangélicos. Montalvo, enfurecido, escribió: «Yo no podría volver a mi patria, ni aun derribado el malhechor Veintemilla, el héroe de Las Catilinarias. Si voy solo y en paz, el obispo me señala a la gente que no lee, la engaña con embustes, le dice que soy enemigo de Dios y que le doy de bofetadas a Jesucristo; la enfurece y me hace pedazos por cien manos ajenas, a despecho de mi buen nombre». Sin embargo, Mercurial Eclesiástica es un librito que repaso cuando creo que me aparto del camino que el Señor ha trazado a quienes nos decimos sus ministros. El arzobispo Ordóñez viajó a Roma con la intención de conseguir del Papa la prohibición de su lectura, y en poco tiempo León XIII 5 incluyó a los Siete Tratados en el Índice. Entre el arzobispo y Juan nunca hubo entendimiento. Eran de naturalezas contrarias. Se conocieron y trataron. Quizás pensando en él, Montalvo escribió en otro de sus libros: «La sabiduría de Dios no sufre contrarresto: ella puso la soberbia como el primero de los pecados capitales». En Mercurial Eclesiástica (¿lo ha leído usted?) mi amigo relata que monseñor Ordóñez fue a su casa en París y que lo recibió muy mal. Ciego de una ira que debemos perdonar y pasar por alto, escribió que en la capital francesa el arzobispo había tenido una aventura galante, cosa de la que me permito dudar, permítame que le advierta.
A la hora de cruzar armas con un adversario, Juan no tenía reparos de tomar cuantas tuviera a la mano. Añadió que en uno de sus viajes de regreso a Ecuador lo hizo en el mismo barco que el prelado, de manera que había podido catar perfectamente la esencia de su conducta y la impertinencia de sus acciones. En su libro Mercurial Eclesiástica dijo no tener nada contra el clero, al que consideraba parte esencial de una sociedad organizada, pero lo que pedía era un clero ilustrado, virtuoso, útil, como ya lo había afirmado en El Cosmopolita. Ataca, en verdad, a los malos ministros de la iglesia, a los que hacen voto de pobreza para hacerse ricos, votos de obediencia para ascender en los peldaños del poder, y de castidad para andar por el mundo del pecado sin ruido y con holgura. Y añadió: «Yo estoy persuadido de que si el clérigo Ordóñez se propone hacer matar a un liberal, lo hace el día que le da la gana. Él echa su pastoral de muerte: los curas suben a los púlpitos; los capuchinos y los de San Diego se tiran a la calle con cristos en las manos; los jesuitas atizan; los devotos y los frailes de capa hacen repartir aguardiente; el pueblo pierde el juicio, y ¡ay del que caiga en su poder!». Juan tenía que ser, aún en exageraciones semejantes, original, individual, mostrar su carácter y dispuesto a atrincherarse en sus ideales propios, incontaminados del error, la mediocridad, la perversidad y la hipocresía. Bien dijo alguna vez que «Dios es uno: la unidad es el infinito del cual nacen todas las cosas; y remontando hacia el origen de ellas, siempre vamos a parar al uno, germen fecundo León XIII (1810-1903), papa cuyo pontificado se desarrolló entre 1878 y 1903 (25 años), uno de los más largos de la historia.
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que llena el universo con su multiplicación infatigable». En el pequeño cajón de mi velador, junto a las Sagradas Escrituras, está escrito, en un papel muy manoseado por mí, este señalamiento suyo: «Dios está tras las llamas devorantes del África: fuego es poder, y Dios todo es fuerza. Dios está sobre la luz del Ecuador: la luz figura la inteligencia, y Dios todo es inteligencia. En la mansión helada de la muerte no está Dios, porque Dios es vida, vida alta y profunda, vida eterna». Ahora los Siete Tratados, prenda segura de liberación, sésamo de vida nueva, estaban a mi alcance por indicación del propio Juan a los suyos, una manera de dejarme algo en herencia. Los ojos se me llenaron de lágrimas, aparté la pañoleta y me temblaron las manos al sostener los Siete Tratados. Adriano comprendió mi emoción inocultable, me puso una mano en uno de mis hombros como para despedirse, pero le invité a que me acompañara en el almuerzo, con el propósito de rememorar ambos pasajes de nuestra relación con su ya célebre tío. Guardé aquel regalo póstumo en el baúl envuelto en la pañoleta de seda, para luego dialogar con sus conceptos con una lectura detenida y minuciosa de sus páginas. Hice preparar un seco de conejo, mi plato favorito, con un pedazo de esa carne que me habían obsequiado esa mañana. Dije a la vieja sirvienta de la parroquia que a la mesa la cubrieran con el mejor de los manteles que hubiera en la iglesia y que, por favor, pidieran en préstamo a algún vecino platos, fuentes y cubiertos dignos, porque los que siempre anduvieron conmigo eran escasos y excesivamente modestos. Adriano Montalvo se merecía lo mejor, quería agasajarlo a la manera como lo hiciera Juan en su modesta casa en París. Debo advertirle que fue
en esa ciudad, en el pequeño piso de la Rue Cardinet, donde la realidad del misterio cristiano me fue manifestada por la gracia de Dios. Temiéndole a la noche, Adriano dio fin a nuestro platicar que parecía no querer terminar nunca. Se levantó de su silla, se me acercó afectuoso, se despidió de mí y de mis sirvientes, tomó su brioso y temperamental cabalgadura y se fue al trote por el sendero por el que había llegado en la mañana. Me quedé parado en la puerta de la sacristía hasta que jinete y caballo se desdibujaron en la lejanía. Otra vez sentí sobre mi rostro y mis hombros el viento helado que se desprende de la serranía. El cielo se había poblado de nubes, entre las cuales se filtraban discretos rayos de sol. Oí el ladrido de los perros del poblado y percibí en el aire el olor de humo de los leños de algún fogón olvidado. Volví a la sacristía y eché mano a mi viejo poncho. Como nunca antes sentí necesidad de su calor y su compañía. Me volvieron los viejos dolores de espalda y desde la cintura hasta los pies, que desde mis tiempos de estudiante en Quito nunca me han dejado. Un malestar que viene acompañado por un entumecimiento lento y abarcador de mis muslos y piernas y de una sensación de debilidad general. En ese entonces, cuando me veía así, Juan se las daba de enfermero, él que parecía vivir para las cosas más elevadas de la existencia. Me hacía caminar por los largos pasillos de seminario sirviéndome de bastón, y me llevaba solícito a tomar el sol del mediodía. Me habría dicho Juan, de venir al caso, en esta etapa última de mi existencia, que hay una vejez majestuosa y otra repugnante; hay una vejez que es, a un tiempo, majestuosa y miserable. Dios ha de querer, en su misericordia, que la mía sea majestuosa, como fue el final de la vida de mi añorado amigo.
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Me consuela una de sus afirmaciones indelebles: «Bien se me alcanza que la pura y limpia virtud, virtud del cielo, está en la ley cristiana, ley de Dios». Hacia el atardecer, en las vísperas, en medio de mis habituales meditaciones elevé una inusual oración pidiendo al Señor perdón y misericordia para Juan Montalvo, mi mejor y único amigo. Lo hice repitiendo una y otra vez un fragmento de uno de los momentos supremos de su obra: «Señor, ¿quién habitará vuestro tabernáculo, y quién reposará sobre vuestra santa montaña?
El que va por el camino de la inocencia y practica la virtud; el que dice la verdad en su corazón y no oculta el artificio en sus palabras: el que no hace mal a su hermano, ni le provoca con injurias: ese cuya presencia confunde a los perversos, y honra al hombre temeroso de Dios; que hace contra el mal un juramento irrevocable, que no da dinero a usura, ni recibe presentes para juzgar con injusticia: ese, ese no irá vacilante por la eternidad». Minutos después, sin que me diera cuenta, me quedé profundamente dormido.
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«En la mansión helada de la muerte no está Dios, porque Dios es vida, vida alta y profunda, vida eterna». Siete Tratados
tiempo que van trotando y tejiendo algodón. También se veían a otras indígenas y cholas cabalgando en sus animales de la misma forma como lo hacen los hombres. Los alrededores de Quito estaban llenos de pueblos, casi todos de indios, que acudían a la ciudad con sus frutas y productos en grano, hortalizas, gallinas, piaras de chanchos, rebaños de ovinos y bovinos, toda clase de fruta, de manera que la Plaza del Mercado es una de las mejores provistas. Nada le faltaba, se vendía de todo y en gran abundancia, ya que los campos y tierras de todos los alrededores son fértiles y con gran abundancia de agua. Llevaban diariamente sus productos a Quito a través de dos caminos, el Camino Viejo que se dirigía por la abertura existente entre el Panecillo y el Pichincha, y la Carretera de Ambato que bordeaba las faldas del Panecillo, llena de casas, pulperías y chicherías. En la ciudad hay otros indios que se ocupan de los más diversos oficios: barberos, barrenderos, cajoneros, aguateros, cargadores, vendedores de hierba o de leña. Lluvioso, frío, a veces muy soleado, en otras épocas del año agobiado de intensas sequías y fuerte vientos de montaña, a Quito la describían como una población rodeada por elevaciones, que daba la impresión de un espacio amurallado por el Pichincha y las lomas del Itchimbía, el Panecillo, San Juan Evangelista. Desde todos esos lugares se podía contemplar la ciudad, con su área central prácticamente llana y sus barrios periféricos ubicados en pendiente y de modo poco concentrado, asemejando un anfiteatro. A las montañas se sumaban las quebradas. Tenían razón quienes sostenían que estas grandes paredes montañosas generan cierta sensación de encierro, de monasterio o de fortaleza. Para otros Quito está más arriba de las nubes. La periferia y
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urante varios días, a partir de la visita de Adriano, repasé con lentitud escenarios, circunstancias y hechos de los que fui testigo durante los trozos de vida que me tocó compartir con El Cosmopolita, como algunos, andando el tiempo, le llamarán en alusión de una de sus obras más conocidas. Cierro los ojos e intento ordenar los pensamientos, lo cual bien merece un poco de coraje. Juan lo aprendió todo o empezó a aprenderlo todo por sí mismo, en el fondo de estas montañas, al pie de las cuales escribo estos torpes recuerdos. Lo aprendía todo y lo aprendía todo bien. Juan y yo nos conocimos en Quito, durante nuestros años de estudio en el Colegio de San Fernando y el Seminario de San Luis, y en esa ciudad nuestras vidas tomaron rumbos diferentes. Juan, por entonces, era un adolescente que discurría con inteligencia sobre cuanto había visto y, sobre todo, leído. Como alguien dijo entonces, un «magro y desorientado» muchacho, que llegaba de una pequeña ciudad con un nombre rebosante de misticismo cristiano: San Juan de Dios de Ambato, también mi terruño, a la que Montalvo aludía en las tertulias estudiantiles con perseverancia y nostalgia visible. El viaje desde Ambato hasta Quito demoraba tres días, con sus noches, bien fuera a caballo o en carruaje. Como escribió algún viajero, el camino hacia Quito atraviesa ricos pastizales y fértiles campos; desde el camino se pueden ver fincas y huertos elegantes, así como las humildes viviendas de los indígenas. Los indios que llevaban cargas o que guiaban a las mulas indicaban al viajero que estaba por llegar a la ciudad. Sorprendía ver a muchas indias llevando no solo una pesada carga a las espaldas, sino también a sus criaturas pequeñas atadas a esa carga, al
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alrededor del centro de la ciudad, es un conjunto de barrios muy extensos y entre barrio y barrio hay otros suburbios más pequeños. Para nosotros, en comparación con nuestra patria chica, era como un extenso océano que debíamos y queríamos explorar. Juan y yo hacíamos nuestras caminatas a paso lento y con renovado deslumbramiento por sus calles estrechas y tortuosas que desembocan en plazas en las que se ubican surtidores de piedra tallada, sobria y desnuda. Nos impresionaban los edificios de cal y canto, otros de adobes de tierra, con buen enmaderamiento cubiertos con teja colorada, junto con las torres de la Catedral, los conventos y la iglesia de la Compañía de Jesús, sus arquerías y campanarios, los artesonados con matices de oro, las columnas talladas y los altares singularísimos en su estilo. Deambulamos absortos en nuestras
pláticas los ejidos y montes, por el frente de las casas con balcones salientes con barandales de hierro, los corredores con arcos de cal y canto. Nos asomamos curiosos a los solares con los zaguanes que les sirven de entrada, los patios empedrados y las huertas caseras con portones en algunos de los cuales se dibujan escudos de armas. Las damas de la alta sociedad quiteña paseaban por las calles, plazas e iglesias en compañía de sus padres o de sus sirvientes. Era común verlas ir a la iglesia junto a una criada, encargada de llevar un reclinatorio o, al menos, una alfombra para que la señora pudiera arrodillarse. Vestían falda, faldellín, blusa, chaleco y una levita más corta que la de los hombres. Una de las prendas de rigor era el «pañolón». Las faldas, usualmente, eran muy anchas, de grandes pliegues y por lo general de terciopelo. En
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Teatro Nacional Sucre. Finales del siglo XIX.
general envolvían sus cabezas, cuello y pecho, con una manta amplia, que les cubría completamente la frente. Si una calle estaba enlodada, uno de los sirvientes indios que las acompañaban las cargaban al cruzarla, de manera que su ama llegara impoluta a su destino. Por lo regular se mantenían en sus casas cosiendo, recibiendo visitas y haciendo novenas en las iglesias. A Montalvo y a mí nos abrumaba una sensación muy fuerte de que existía en la ciudad cierta vida misteriosa y mágica que llevaban las familias y en la que anhelábamos entrar, provincianos al fin, más con ansia que con envidia. Tardé muchos años en saber que era ese misterio lo que creaba lo mágico, que los encantos imaginados desde fuera se desvanecen casi al instante una vez dentro; que, en rigor, lo verdaderamente mágico surge de nuestra propia profundidad. En esos años éramos tributarios de esa gran inocencia de la juventud que cree que el mundo es más sencillo y mejor de lo que es. Montalvo, más que yo, parecía tener la sensación de que en la vida ha de haber entusiasmo, generosidad, nobleza. Que esas virtudes renacen con cada nueva generación, que no se enseñan, sino que, en cierto modo, se heredan. No pasó mucho tiempo para que mi amigo se viera escarnecido y frustrado, y que la ira, el desprecio y la amargura ocuparan su lugar. Pasando por alto mi vocación eclesiástica, un día Montalvo se explayó diciendo que «la suavidad del clima, la transparencia de la atmósfera, la esplendidez del firmamento, la pureza del agua, son sin duda partes para que la quiteña conserve, muchas veces hasta los cuarenta años, el verdor y la frescura marzal de las colinas y los prados que circundan su población elevadísima». Sin detenerse ante mi palidez y rubor, añadió que «para donosa y
elegante la quiteña: con la mirada insinúa, con la sonrisa conquista, con el porte general de su persona pone el yugo debajo del cual pesadumbres son delicias, desdenes incentivos, rigores esperanzas… su pecho es comba sublime: su brazo está desafiando al filósofo y al santo». Luego siguió caminado delante de mí con una sonrisa ancha que le iluminaba el rostro. Por entonces yo concebía mi vida de seminarista como un refugio, un oasis en medio de las tensiones políticas y los conflictos sociales que nos abrumaban a los ecuatorianos. Trataba de practicar los ejercicios espirituales que me prescribían con seriedad, al pie de la letra, como parte de una formación que aspiraba a que fuera lo más sólida posible. Me aficioné a las prácticas piadosas y a hacer examen de conciencia y obtener la absolución de todo lo que consideraba pecaminoso en mi persona y en mi conducta. En mi caso particular estaban en juego decisiones contra las que se estrellaban todos los esfuerzos exteriores (incluidos mis paseos y pláticas con Montalvo), porque aspiraba sinceramente a cambiar radicalmente mi forma de vida. Más de una vez me confesé y al poco tiempo iba de nuevo al confesionario. Montalvo, con el rostro un tanto broncíneo picado de viruelas, abundantes bucles encrespados que le caen en la frente, sensible y poco dado al bullicio, gustaba de una conversación sembrada de largos silencios, en los que se detenía a observar cuanto se movía a su alrededor. A su modo de ver había dejado atrás una infancia en la que solo se tienen ojos para ver la una y mil cosas que componen el mundo moral y físico. Probablemente sentía surgir los brotes del amor prematuro, las premisas de la ambición, los desencantos de las esperanzas fallidas y las torturas
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de la melancolía. A mi amigo lo distinguieron siempre la vivacidad de su inteligencia, lo terminante e ingenioso de sus dichos y su memoria prodigiosa. También una virtud justiciera y altruista que no le dejó nunca. Le impacientaba y enardecía la situación de los indios. Mira, me decía, «los indios son libertos de la ley, pero ¿cómo lo he de negar?, son esclavos del abuso y la costumbre. El indio, como su burro, es cosa mostrenca, pertenece al primer ocupante. Me parece que te lo he dicho otra vez. El soldado le coge, para hacerle barrer el cuartel y arrear las inmundicias; el alcalde le coge, para mandarle con carta a veinte leguas; el cura le coge, para que cargue las andas de los santos en las procesiones; la criada del cura le coge, para que vaya por agua al río; y todo de balde, si no es tal cual palo que le dan, para que se acuerde y vuelva por otra. Y el indio vuelve, porque esta es su condición, que cuando le dan látigo, temblando en el suelo, se levanta agradeciendo a su verdugo: “Diu su lu pagui, amu”, dice: “Dios se lo pague, amo”, al tiempo que se está atando el calzoncillo». Y volviéndose a mí con indignación, añadió: «No, nosotros no hemos hecho este ser humillado, estropeado moralmente, abandonado de Dios y la suerte; los españoles nos lo dejaron hecho y derecho, como es y cómo será por los siglos de los siglos». En este sentido, también por el estilo fue la actitud de Montalvo respecto a la esclavitud de los negros: «Yo vi, siendo muchacho, en una hacienda de Imbabura adonde había ido por recreo, un espectáculo que hubiera hecho de mí un Horacio Mann 6, un Carlos Sumner 7, si la esclavitud no hubiera sido abolida antes que yo fuera hombre. Era un trapiche: entrando a donde molían la caña, quedé aterrado: los negros, medio desnudos, estaban todos con
mordaza. Debí de haberme puesto pálido: pregunté allí qué significaba eso, y vine a oír que era para que no chupasen una caña; una caña de los mares de esa planta que ellos regaban con el sudor de su frente, la sembraban, desherbaban y cosechaban, todo de balde. El estómago vacío y sediento; el pecho encendido con el fuego del clima, la garganta árida, el cuerpo enteco, la naturaleza estaba exigiendo vivamente un bocado de aquel zumo bienhechor; y refrigerio tan abundante, tan fácil, imposible para esos desdichados. ¡Gran Dios! ¿Son hombres, son fieras los ricos?». Montalvo con profunda tristeza y compasión exclamó: «Si mi pluma tuviera don de lágrimas, yo escribiría un libro titulado “El Indio” y haría llorar al mundo... decirle a un negro: eres libre, y seguir vendiéndolo; decirle a un indio; eres libre y seguir oprimiéndole, es burlarse del cielo y de la tierra». Me parece estarlo oyendo cuando exclamó que «para esta infame tiranía, todos se unen; y los blancos no tienen vergüenza de colaborar con los mulatos y los cholos en una misma obra de perversidad y barbarie». Comparto la idea de que Montalvo fue, sin duda alguna, el centro de una colectividad escogida de hombres buenos, virtuosos, firmes, patriotas. A veces íbamos a las tertulias de la casa generosa de Mann Horacio Mann (1796-1859), abogado y legislador norteamericano. Cuando fue electo secretario del recientemente creado Consejo de Educación de Massachusetts en 1837, utilizó su puesto para llevar adelante importantes reformas educativas. Encabezó el Movimiento por la Escuela Pública, luchando para que cada niño recibiera una educación básica sustentada con los impuestos locales. Mann tenía la convicción de que la estabilidad política y la armonía social dependen de la educación. 7 Carlos Sumner (1811-1874), político y estadista estadounidense, profesor universitario y orador de gran alcance, fue el líder de las fuerzas antiesclavistas en Massachusetts y de los republicanos radicales en el Senado de los Estados Unidos durante la Guerra Civil y la Reconstrucción. 6
don Julio Zaldumbide 8, frente a la Iglesia de San Agustín, quien gustaba de airear su sombría filosofía de la vida con el trato de los espíritus más finos de la época. A veces asistían otros practicantes de letras, destinados a convertirse en conocidos escritores: Agustín Yerovi 9, José Modesto Espinosa 10 y Miguel Riofrío 11. Muchos de los contertulios eran gente muy bien posicionada. Eran reuniones vespertinas, pues se comía entonces temprano y a las cinco tomábamos el café, que entona el ánimo, aguza la inteligencia y excita agradablemente a conversar. Se discutía de política y literatura, se tomaba café que, estudiantes de provincia y sin mucho caudal, apreciábamos sobremanera, y alguien se sentaba al piano y nos deleitaba con alguna pieza clásica. Juan, silencioso y retraído, apenas intervenía en las conversaciones mundanas. Tímido y orgulloso, siempre prefirió la soledad en compañía de sus libros. No teníamos el abolengo de nuestros contertulios, ni estábamos acostumbrados al trato con gente de ese medio. En no pocas ocasiones, al atardecer, Montalvo, Zaldumbide y yo nos adentrábamos en los 8 Julio Zaldumbide (1833-1887), fue diputado por Imbabura, plenipotenciario en Colombia, candidato a la presidencia de la República, ministro de Educación Pública. A él se le debe la creación de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. 9 Agustín L. Yerovi (1847-1903), médico, diputado y ministro de Estado. Editó el periódico satírico El Gorrión y colaboró con el periódico liberal La Nueva Era. Gran amigo de Montalvo, algunas de cuyas obras publicó con sus propios recursos. 10 José Modesto Espinosa y Espinosa de los Monteros (1833-1915), político y periodista, fue uno de los fundadores de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y su primer secretario, consejero de Estado, ministro y senador. 11 Miguel Riofrío Sánchez (1822-1879), político, abogado, educador y poeta, autor de una de las primeras novelas ecuatorianas, La Emancipada, escrita en 1846 y publicada a través del diario La Unión en 1863. 12 Quijote Se refiere a su libro Capítulos que se le Olvidaron a Cervantes.
prados silenciosos de los alrededores de Quito o sobre las verdes colinas que circundan la ciudad. Íbamos en silencio comunicativo y unánime. Juan discutía y cambiaba impresiones sobre sus lecturas o sobre lo que había escrito. Zaldumbide y Montalvo eran románticos en el alma, aunque clásicos en el respeto a la cultura y a la lengua. Iban, sin duda, en silencio comunicativo y unánime, les deleitaba embriagarse del ilimitado, siempre sugerente e inabarcable espectáculo del crepúsculo. Alguien me ha dicho que Juan lloró amargamente por la muerte de Julio, nuestro compañero de juventud y de aquellos tiempos de El Cosmopolita, la revista suya que estremeció a la sociedad quiteña, del que circunstancias políticas le distanciaron. Tengo copia de la carta de pésame que le escribió a don Manuel Zaldumbide, su hermano, desde París, en la que le dice que «la ausencia, la distancia han echado tierra sobre las insensatas discusiones que nos separaron, y no quedan en mí sino los afectos que no se borran». Al final, premonitoriamente, se despide con estas palabras: «A poco de andar le alcanzaremos; pero mientras esto sucede, llórale tú como bueno y tierno hermano, que yo lo lloraré como bueno y tierno amigo». Incluso decidió suprimir no pocas páginas de algunos de sus libros en preparación en las que ventilaba sus desacuerdos con su compañero de juventud. Con mucha discreción, su sobrino Adriano me dio a leer el siguiente fragmento de una carta de Juan al respecto, que me permitió luego copiar: «La muerte de Zaldumbide, por otra parte, inutiliza muchos capítulos del Quijote 12; pues ya comprendes que la sátira a la tumba no cabe en un corazón bien formado y una naturaleza como la mía; tanto más cuanto que me ha dolido vivamente la temprana
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desaparición de este antiguo amigo mío, que fue, sin duda, el más querido de mi juventud. Los odios están muertos, las discusiones concluidas: no quiero hacer recuerdos que aflijan a los que lloran, ni que me apoquen a mis propios ojos… Ya ves que este asunto de Zaldumbide ha de ser un secreto entre tú y yo: si hablas de esto, los hombres malos lo desfigurarán, y lo presentarán al revés de la verdad». Juan murió, según me doy cuenta ahora, para mi perplejidad y asombro, apenas un año y cuatro meses después que nuestro amigo. Montalvo repudiaba las bebidas alcohólicas y el tabaco como si se tratara de venenos. En una ocasión me advirtió: «Si me dijeran que consumiendo algo de tabaco me liberaría de las penas eternas, créame que optaría por el infierno. Dientes limpios, aliento casi oloroso, dedos en pulcritud incorrupta, son descuento de muchas ventajas y prendas personales que pueden faltarles a los que huyen de esa corrupción del cuerpo y de la inteligencia». Sin embargo, sostenía que «nada hay más profano que el café, algo hay en él de revolucionario. Café tomamos la gente progresista, café el radical, café el librepensador. Aviva en mí el pensamiento, en medio de tanto desorden físico que me abruma». En nuestro encuentro en Ipiales, en el espartano exilio que se autoimpuso, ante las persecuciones que sufría por Gabriel García Moreno 13 e Ignacio de Veintimilla 14, me confesó, con la promesa de que a nadie se lo repetiría, que a veces solo había tenido para llevarse a la boca unas pocas habas y una taza de café. «El hambre es cosa respetable en todo caso, sagrada muchas ocasiones, santa alguna vez», sentenció. La sensibilidad a flor de piel de Juan también se manifestaba cuando era testigo del maltrato a los
animales. Vea usted lo que escribió en uno de sus libros: «¿Quién no ha visto en nuestros caminos al rústico acemilero lastimar despiadadamente al asno que desfallecido se deja caer en tierra? Abrúmale su carga; la beta, hincada en su piel, le estrecha por todas partes como un torniquete, sangre corre de sus lastimaduras; bregando sin buen éxito, allí se está por tierra, mientras el dueño la enviste con su monstruoso látigo y le tuesta los miembros más sensibles: su ira montaraz se estrella en la cara del pobre animalillo, el cual lo sufre todo con una resignación y una dulzura dignas de servir de ejemplo a los que se crían para santos: sus orejas caen lánguidas a un lado y otro: sus fauces, bañadas en sangre y lodo, se inflan apenas con escaso aliento; sus ojos límpidos y dulces están llenos de lágrimas, y nada dice la triste criatura, mientras el amo irracional redobla el injusto y bárbaro castigo, muchas veces hasta dejarle sin vida allí en el puesto. ¿Y qué le hizo aquel buen animal para enfurecerle tanto? Sobrio y nada exigente, se contenta con un puño de yerba; aseado y pulcro, de ninguna manera le incomoda; manso y humilde, jamás intenta ningún daño: compañero del pobre, todo lo toma sobre sí en los caminos». Montalvo se sintió identificado con la corriente religiosa que exigía llevar vida virtuosa y ascética y poner la salvación en la gracia divina. 13 Gabriel García Moreno (1821-1875), estadista, abogado, político, periodista y escritor, dos veces presidente constitucional de Ecuador. Fue asesinado por un grupo de liberales radicales cuando había sido reelegido para una tercera presidencia. 14 Ignacio de Veintemilla y Villacís (1828-1908), militar y político. En 1878 fue electo presidente de Ecuador. Su intención de perpetuarse en el ejecutivo le llevó a dar un golpe de Estado y autoproclamarse dictador. Como consecuencia estalló una revuelta armada que lo apartó del poder y lo condenó al destierro.
Alguna vez escribió, con indignación, sobre quienes se decían católicos «aun cuando nuestra moral sea ruin, y nuestra corrupción nos pervierta el juicio, en términos que no alcanzamos a distinguir lo bueno de lo malo, lo grande de lo pequeño». Sostenía que al libro Sobre los Deberes, de Cicerón 15 debía San Agustín 16 su conversión, según lo declarara en sus Confesiones. Sin que yo opinara al respecto, un día me miró con sus ojos centellantes y me dijo: «Cicerón hace santos cristianos con sus obras; y nosotros, a nombre de Cristo y de la Iglesia, prohibimos esas obras. Nosotros, no; vosotros, católicos de pocas obligaciones, las habéis prohibido. ¿Con cuántos le castigarán a San Agustín nuestros católicos por haberse dejado seducir y corromper por Cicerón?». Y añadió: «De ser un idiota que pasa el día en la ociosidad metido en la iglesia, y la noche se tira sobre cama de ortigas, dándose a entender que es santo, quiero ser pecador hombre de bien, que a lo menos honra a Dios con el pensamiento y sirve a sus semejantes con el trabajo». Luego se disculpó cuando le contesté que yo era solo un seminarista, un sencillo hombre de fe, y no un filósofo o un teólogo. Mucho tiempo después, ya en el exilio en París, en uno de esos paseos en que cada uno abría el corazón al otro, yendo Juan y yo a solas, me pidió que nos detuviéramos por unos minutos en nuestra caminata habitual. Soplaba un viento muy fuerte y mi sotana se agitaba como una bandera ingoberMarco Tulio Cicerón (106-43 a.C.), jurista, político, filósofo, escritor y orador romano. 16 Agustín de Hipona (354-430 d.C.), doctor de la Iglesia católica, dedicó gran parte de su vida a escribir sobre filosofía y teología. Confesiones y La Ciudad de Dios sus obras más destacadas. 15
nable. Nos sentamos en unas piedras a la orilla del camino y en voz muy baja, casi como en un susurro, me contó sobre la muerte repentina de su hermano Carlos ocurrida años antes en Ambato. No consiguió Carlos, hombre de fuertes convicciones liberales, la confesión, que el párroco le negó; dicen que, sabrá Dios por qué, quizás buscando un pretexto para no darle cristiana sepultura. Es probable que estuviera motivada su actitud por el encono contra el supuesto hereje o la codicia por el cobro de indebidos dispendios. Poseído por una muy justa cólera escribió mi infortunado amigo en su libro Siete Tratados, que ahora repaso en el escondite donde guardo sus obras y papeles, sentado en el baúl que los conserva: «Acaba un mal sacerdote y hombre perverso de negarle la sepultura a un hermano mío, el hijo más inocente y mejor que pudo dar de sí la especie humana: como no tuvo estudios, no les dio en qué merecer a estos fantasmas siniestros, monopolizadores de la gloria eterna y de los bienes del mundo». Es tan difícil amoldar la práctica al precepto como el precepto a la práctica. La mayoría de la gente obra de una manera y predica de otra. La gente obra de acuerdo con sus inclinaciones adopta los principios, estando estos generalmente en pugna con sus inclinaciones, por lo que les son incómodos. Créame que se me estremece el corazón al rememorar esta escena cuyo contenido está reñido con el compromiso que, por mi fe, tengo como norma de vida al servicio del Señor. Sólo alcancé a repetirme a mí mismo: «Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados». Aunque también resonó en mi pecho y en mi conciencia esta otra promesa divina: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues
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ellos serán saciados». Y también vino a mi mente aquellas terribles palabras de Jesús: «No todo el que Me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en Tu nombre, y en Tu nombre echamos fuera demonios, y en Tu nombre hicimos muchos milagros?” Entonces les declararé:
“Jamás los conocí; apártense de mí, los que practican la iniquidad”». Una vez que se cree en la existencia de Dios, no sé por qué se vacila en creer en la resurrección, y una vez admitido lo sobrenatural, no veo por qué se le ponen límites. Lo cierto es que los hombres pueden flaquear, pero las ideas siguen su camino y encuentran al fin su aplicación.
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«Estos cuadros dignos del Todopoderoso, delineados por su Mano, coloreados por sus Ojos, vivos como su Aliento…». El Regenerador
fulgor ilumina todavía la bóveda celeste; en esa hora incierta, umbral terrible que pasa el día para hundirse en la noche, la imaginación menos pintoresca ve palpablemente un sinnúmero de ángeles saltando por esa escalera celeste, al son de esa lejana y confusa música de los astros». Que es un espectáculo digno de no echar en el olvido el que se produce cuando el sol se pone tras el volcán Cumbal, con sus varias fumarolas, coronado de nieve perpetua, de donde los campesinos extraen hielo, y llevan a caballo envuelto en hojas de frailejón para ofrecerlo en el mercado de Ipiales. Que en una quebrada se apiñan por la tarde enormes nubarrones. Que el sol en su descenso los enciende y arden esas nubes figurando una hoguera suspendida en el firmamento. Que no hay poesía superior a la bóveda celeste; los cantos del poema universal están estampados allí en las nubes en forma de jeroglíficos grandiosos: «El sol en el trópico de Cáncer, se pone justamente tras el Cumbal, coronado de nieve perpetua. En una quebrada del monte se apiñan por la tarde enormes nubarrones; el sol en su descenso los hiere de soslayo, los enciende y arden esas nubes figurando una hoguera suspendida en el firmamento; arden vivamente como las entrañas de un volcán, de suerte que esas brasas sin fuego tienen hasta soflama que hace agresión a la vista del filósofo o el poeta observador, apasionado de esos portentos». Yo no podía adivinarlo, sólo Dios lo sabía, pero era la primera etapa de su último y definitivo exilio. Alguien de la familia en la que se hospedaba, me contó del intenso trabajo de Montalvo, especialmente en las noches, y que acostumbraba a dejarse sorprender por las brillantes madrugadas ipialeñas. Lo cierto es que allá escribió sus libros mayores y mejores, a pesar de no contar con una biblioteca,
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l Ipiales al que llegué luego de un penoso viaje desde el seminario de Bogotá era un pueblo blanco, de un blanco intenso, de un blanco mate, con las puertas azules, en medio de un intenso verdor. Luego de dejar mi cabalgadura al cuidado de un albergue para caminantes, de lavarme, cambiarme de ropas y echarme durante unos minutos en un camastro tan estrecho como un ataúd, salí a las calles en busca de Montalvo, mi viejo amigo. No tuve que preguntar a muchas personas, pues su figura pulcra, taciturna, melancólica y altiva era muy conocida. Es más, alguno de los parroquianos me interpeló sobre qué buscaba al indagar por su paradero, pese a mi negra sotana. Sentí que aquellos campesinos, aquella gente sencilla, hacía las veces de guardianes del Cosmopolita, como si acaso supieran del privilegio de tenerle entre ellos. Finalmente di con la casa, cuyos habitantes me acogieron con cierto recelo hasta que me identifiqué y di señas de mi compatriota. Me hicieron tomar asiento, me ofrecieron una jarra de horchata y me dijeron que debía esperar con paciencia pues Don Juan hacía su largo paseo matinal. De Ipiales dijo Montalvo que se trataba de una ciudad de nubes verdes, donde el aire es purísimo, la atmósfera diáfana, la bóveda celeste dilatada y generosa. Que en ninguna parte del mundo las nubes toman lineamientos más extravagantes y grandiosos: «Las nubes repartidas en largas plumas, que se extienden desde el occidente hasta el cenit en forma de abanico apocalíptico o de cola de un pavo real gigantesco. Estas plumas son blancas; el fondo azul celeste y la simetría tan perfecta, que realmente parece obra de un artista sobrehumano. La escala del suelo de Jacob no es ni más grande ni más bella, ni más misteriosa; medio oscura ya la tierra, un suave
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aunque fuera mínima donde encontrar las referencias necesarias y apoyos para su trabajo. Su prodigiosa memoria fue el único recurso del que se sirvió para escribir estos Siete Tratados que guardo con celo en mi baúl, lejos de los ojos de quienes, hasta después de muerto, no se cansan de apostrofar contra Montalvo, en particular desde la alta jerarquía eclesiástica que me ha confinado a este rincón de la serranía desde donde escribo estos recuerdos. «¡Sin libros! ¡Si tenéis entrañas, derretíos en lágrimas!», dijo más tarde sobre la falta de auxilios con los que produjo sus obras en Ipiales. Su biblioteca y la de su hermano Francisco Javier, las que eran consultadas en Quito y Ambato, allá se quedaron. No obstante, debo recordarle que durante nuestros años en el seminario San Luis, Montalvo devoraba los clásicos de la antigüedad, de los españoles, de los Padres de la Iglesia 17 y la Biblia. «La Biblia la sé de memoria», me dijo años después y que de una versión inglesa tradujo al castellano el Salmo 23. «Tracé con el dedo estos versos en la arena húmeda y tersa de un río, y al otro día fui a buscarlos. Allí estaban las palabras del profeta fácilmente legibles. Me las puse en la memoria; y como ni noche ni mañana he dejado de repetirlos desde entonces, a ellos les debo sin duda el pan de siete años de destierro y olvido. Los que quieren estar a salvo del hombre, repitan de corazón los versos de David». Mire usted lo que contó en una de las crónicas de El Regenerador: «Vino a Quito en una ocasión un norteamericano que se las daba de frenólogo y no profería el nombre del doctor Gall 18 sin descubrirse. Reunidos un día unos cuantos truhanes en casa de Zaldumbide, el discípulo de Gall nos fue echando mano a la cabeza… Usted, me dijo a mí, abriga indecible pasión por los hombres grandes. ¡Y digo si dio
en la mueca el adivino! En ese tiempo, simple estudiante de filosofía, habían pasado ya por mis horcas caudinas los paralelos de los varones ilustres de Plutarco 19, las Décadas de Tito Livio 20, los Doce Césares de Suetonio 21, la vida de Alejandro de Arrián 22, la de Marco Tulio Cicerón por Middleton 23, y muchas otras por el estilo». De saber que mi amigo sufría semejante tragedia, desde Bogotá yo le hubiera traído alguna obra que le fuera útil en sus empeños. Cuando emp ezaba a impacientarme y mientras miraba arrobado la espléndida naturaleza del lugar, unos pasos y una voz muy conocida me hicieron volver: era Juan que, sin soltar el bastón que siempre le acompañó, me saludó con el afecto de siempre. Pronto nos fuimos al jardín donde, bajo Grupo de pastores y escritores eclesiásticos de los primeros siglos del cristianismo. Entre estos escritores se cuenta a Clemente de Roma, Ignacio de Antioquía, Papías de Hierápolis y Policarpo de Esmirna, así como Atanasio de Alejandría, Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Ambrosio de Milán, Agustín de Hipona, Jerónimo de Estridón y Gregorio Magno. Para el protestantismo sus escritos son eminentemente testimoniales, corroborativos en la medida en que se sometan a una sólida exégesis de las Escrituras. 18 Franz Joseph Gall (1758-1828), anatomista y fisiólogo alemán, fundador de la frenología, según la cual las funciones mentales residen en áreas específicas del cerebro. La superficie del cráneo, según Gall, refleja el desarrollo de estas zonas. 19 Plutarco (46/50-120 d.C.), historiador, biógrafo y ensayista griego. 20 Tito Livio (59-17 d.C.), historiador romano. Escribió una historia de Roma, desde su fundación hasta la muerte de Nerón en 9 d.C., normalmente conocida como las Décadas. 21 Gayo Suetonio Tranquilo (70-post. 126 d.C.), historiador y biógrafo romano durante los reinados de los emperadores Trajano y Adriano. Autor de Vidas de los Doce Césares, en la que narra las vidas de los gobernantes de Roma desde Julio César hasta Domiciano. Jesús aparece mencionado en repetidas ocasiones en obras de escritores romanos como Tácito, Suetonio, Flavio Josefo y Plinio el Joven. 22 Lucio Flavio Arriano (86-175 d.C.), historiador y filósofo griego. Escribió la Anábasis Alejandrina, donde recogió los viajes de Alejandro Magno, rey de Macedonia. 23 Conyers Middleton (1683-1750) clérigo británico, catedrático y bibliotecario principal de la Universidad de Cambridge. Autor de History of the Life of Marcus Tullius Cicero. 17
la sombra de una amable arboleda, Montalvo había colocado sobre una mesa de trabajo, angosta y larga echa por él mismo con palos y bejucos, según modelos en uso en Ipiales, muy alta, donde descansaba la maleta de cuero negra en la que guardaba sus escritos desde siempre. De ellos se distinguía un gran volumen que siempre llevaba consigo donde anotaba citas históricas y literarias, observaciones filosóficas y teológicas, opiniones sobre sus lecturas, impresiones de viaje, pensamientos, giros gramaticales, anécdotas históricas y estados de ánimo. Los Siete Tratados los fue escribiendo Juan en cuadernillos cosidos por sus propias manos y ese mismo día me contó el plan que abrigaba ejecutar respecto al libro, que iba plasmando poco a poco en un rimero de cuartillas que reposaban sobre la mesa de marras. Montalvo redactaba con prisa e incansablemente, llenando cuartilla tras cuartilla, en letra limpia y clara y deteniéndose solo en lo indispensable para dar la correspondiente musicalidad y pureza a algún párrafo. A la hora de abordar asuntos que consideraba fundamentales, hacia primeramente esbozos y luego redactaba, correctamente, el original definitivo. Usaba pluma y tinta; lápiz, casi nunca. Una porción de libretas plagadas de notas tomadas aquí y allá le servían, de cuando en cuando, de fuente para refrescar la memoria. Esas libretas vinieron a sustituir, ineluctablemente, la biblioteca que le faltaba. Un testigo de su manera de ir construyendo sus libros, en una carta que conservo y guardo en el baúl junto a los libros montalvinos, me contó que en cada caso, «el asunto de la redacción era meditado en el campo, bajo el dombo azul del cielo o en la paz de los bosques o a orillas del río. A la noche escribía, alumbrado por una vela; en medio del silencio universal, hasta la madrugada, Montalvo cita mucho en
sus escritos el canto largo y melodioso de un gallo distante. Es que lo oye siempre, como un compañero del alma, en cada tregua que da a su faena, mientras se levanta del escritorio para abrir una ventana y sumergir los ojos en la negrura de la noche, o en tanto da vueltas en la pieza casi vacía, dando caza a una expresión ceñida y feliz o a un lejano recuerdo. Luego, otra vez, al escritorio». Como de costumbre, salimos a caminar por el poblado y sus alrededores. Montalvo no miraba a nadie en la calle y caminaba con paso regio, claudicando levemente, a causa de una enfermedad de la pierna que en su juventud le tuvo en cama siete meses. Se desplazaba despacio, con gravedad, como quien está seguro de vencer en caso de alguna embestida repentina. Vestía un traje negro, una camisa de cuello y puños muy blancos, corbata y pantalón también negros y sombrero. Su serenidad se veía turbada por momentos por ligeras contracciones, quizás por impulsos de algún recuerdo penoso y sombrío. Me volvió a impresionar, pese a los años transcurridos, oírle de nuevo sus palabras lentas y monótonas, salidas de su boca desdeñosa, nada propensa a la risa. Iba a mi lado con sus ojos brillantes, aunque de mirada vaga e incierta, como si anduviera buscando el camino por donde debíamos andar. De pronto pasó delante de nosotros un estremecido colibrí que se perdió entre la espesura. En Ipiales se respiraba una corriente de simpatía hacia Montalvo, en el que apreciaban al hombre austero y sencillo de costumbres, que no fumaba ni se embriagaba. Les llama la atención verlo siempre muy pulcro y elegante, con su traje negro y su paraguas, su elevada estatura y su andar abstraído. Tiene fama de generoso con los pobres, los mendigos y los criados. Lo ven tan aislado y tan
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infortunado, que no vacilan en aplicarle un diminutivo cariñoso: «Don Juanito… Don Juanito ya pasa; don Juanito, buenos días». Pasaba todo el tiempo casi completamente solo, en particular cuando tardaba demasiado el dinero que le hacía llegar su hermano Francisco Javier o alguno de sus amigos y simpatizantes. Cuando este era el caso, reducía su alimentación a un panecillo y una taza de café negro. El café lo preparaba él mismo, pues había momentos en que sospechaba de todo el mundo, como posible agente de sus enemigos para eliminarlo. En otras ocasiones aumentaba la ración con dos o tres papas cocidas y alguna fruta. Podía morir de hambre, pero sin aceptar «limosnas». No puedo dejar de recordarle lo que dijeron testigos del trato que se le proporcionaba a Montalvo en su propia tierra. En Quito, sus adversarios se
dieron a la tarea, señalan, de gestar una imagen suya monstruosa y e difundirla sin cesar en calificativos y insultos entre la mayoría de la población. Esto hizo que muchos recelaran de él, otros le profesaran desprecio y la gente de menos entendimiento sencillamente le tuviera miedo. Así se llegó a contar que Montalvo paseaba a altas horas de la noche por El Ejido en busca del diablo, con quien entablaba diálogos secretos. Y que cuando se estaba en el patio de la casa donde vivía, resonaban los cascos de una caballería infernal. Cuando alguno de estos fanáticos parroquianos, en particular las beatas, se cruzaba con Montalvo por las calles solían santiguarse. En la pacífica y callada Ipiales nadie habría hecho cosa semejante, Montalvo era considerado como uno más de sus hijos adoptivos. Amó tanto a Ipiales que la llamó «la ciudad de las nubes verdes».
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Plaza de Los Mártires, Ipilaes.
Allá me contaron que una vez en que no tenía ni para café, se vio obligado vender su pluma de oro y su reloj. La pluma fue adquirida inmediatamente. El reloj fue remitido a un hombre más o menos rico del lugar. Este último, conmovido, lo compró de inmediato, enviando a Montalvo una suma de dinero equivalente al cuádruplo de lo que Montalvo fijara como precio. A seguidas le hizo llegar el dinero a Juan, quien tomó el saquillo de plata, sacó una parte y dijo: «Mi reloj no vale más que doce pesos». Y el resto lo devolvió al generoso comprador del reloj. En otra ocasión quiso conceder una propina a la negra, criada de un amigo ipialeño, por algún pequeño servicio. Le dio un real, tal vez lo único que tenía. La mujer no lo aceptó. Insistió Montalvo, y como ella se negara con decisión y rotundidad a tomar la moneda, la mandó a comprar pan. A su regreso, le obsequió uno de los panecillos. Entonces la criada, muy agradecida y dando excusas, solo tomó uno. Hablamos de la primera vez que salió del país desde Guayaquil rumbo a Europa, para ocupar un cargo en la legación ecuatoriana en París. Del derrotero que siguió el buque Paraná para conducirlo a Burdeos y de la diversidad de gentes que estaban a su alrededor: «Aunque me encontraba aislado en medio de esa multitud desconocida, tenía muchas cosas en que gozarme: el mar ya sea en calma y alumbrado por una hermosa luna, ya rugiendo furioso en una noche de tormenta arrebatada. Muchas veces me encontré en alta noche, cuando todos dormían, sobre el puente contemplando ese infinito que causa tantas emociones. Deseaba que el viaje no tuviese término, porque había simpatizado singularmente con el océano». Entre los motivos de ese apego estaban las condensaciones inestables del mar, las turbulencias,
remolinos, racimos de burbujas, algas deshilachadas, el misterio de los galeones hundidos, ruidos de rompientes, peces voladores, graznidos de gaviotas, aguaceros, fosforescencias nocturnas, mareas y resacas, todo lo que se repite, reproduce, crece, decae, despliega, fluye, gira, vibra y bulle. Sin embargo, Montalvo me advirtió que «la expatriación voluntaria tiene espinas muy agudas, y más de una vez se ha arrepentido el viajero de haberse alejado del hogar, dejándose llevar de la curiosidad o del anhelo por ver y conocer otras ciudades y naciones. La nostalgia es una horrible enfermedad, y a ella están sujetos principalmente los hijos de las montañas». Esa enfermedad la padecía mi amigo allá en Ipiales, pese a que las montañas que le rodeaban estaban hermanadas en cordillera con las de su patria. De pronto, mientras atravesábamos un amplio descampado, añadió: «El que no tiene algo de don Quijote, no merece el aprecio ni el cariño de sus semejantes». Deteniéndose, con la mirada fija en el horizonte casi me rogó que no mirara en él al hombre de la política, «la insana política, que tanto cuesta al corazón». Regresamos a la casa y fue entonces cuando Juan se refirió al libro que escribía por esos días. Un libro que terminó asentándose en siete cuadernos, cifra que estaría en el título definitivo. Dada mi condición, me leyó del primero que tuvo a la mano, titulado De la nobleza, su comienzo: «Los que a fuero de creyentes reconocemos un solo origen al género humano, habremos de renunciar al aspecto filosófico que presenta desde luego esta materia. La fe es holganza que vive sin trabajo: la duda la irrita, la investigación la mata. Respetemos los privilegios de esta soberana ciega, y aun puede ser que en su vacío imperio tenga su cuna la verdadera sabiduría». En esas páginas Montalvo defendía, frente a
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quienes sostenían la llamada teoría evolucionista, que «el gran código de cristianos y judíos nos hace descender a todos de unos mismos padres. Sed sabios sobriamente, dice el Apóstol; no lo seáis más de lo preciso». Las palabras de San Pablo 24 le parecieron más de filósofo que de líder religioso: «Conviene en efecto no traslimitar los confines de la inteligencia humana en el peligroso afán de averiguar el principio de las cosas, buscando verdades donde acaso no encontraremos sino errores». Para Montalvo «las luces encontradas de la razón se convierten en tinieblas: anochecimiento lúgubre al cual Dios proporciona feliz alborada, cuando levanta hacia él el corazón y se resigna el hombre a la ignorancia; la ignorancia, mágica bienhechora que así salva de la impiedad como de la vanidad». La sabiduría que portaban sus palabras, me hicieron reconsiderar algunas de las lecturas que secretamente circulaban entre la alta sociedad y hasta en los seminarios y conventos de la Bogotá, Lima y Quito. ¿Cómo era posible que este hombre, tal vez el más culto que yo haya conocido, no se dejara encantar y deslumbrar con las teorías en boga venidas del otro lado del planeta, pero inspiradas, sin embargo, en el examen de la naturaleza avasalladora de nuestro Archipiélago de las Galápagos. Dios mío, la fe de este hombre era inconmovible, de más asentamiento y firmeza que la mía propia. A seguidas se detuvo en la voluntad de servicio al prójimo que era el centro de su trabajo, al sentenciar que el «escritor cuyo fin no sea de provecho para sus semejantes, les hará un bien en tirar la pluma al fuego: provecho moral, universal; no el que proclaman los seudosabios». Sin que nos diéramos cuenta, la familia que le tenía por huésped a Montalvo estaba alrededor nuestro, embelesados por lo que hablábamos am-
bos, o mejor, por lo que él decía y leía. Fue entonces cuando la señora dueña de la casa, nuestra paisana, notó que el pantalón de Juan tenía una feroz desgarradura. «Pero don Juan, le dijo, qué poca confianza la suya; por qué no me lo ha dicho, y en un santiamén estaba compuesto ese pantalón». De la forma más comedida, Montalvo le contestó: «Déjelo, doña Alegría, lo roto significa descuido mientras que lo remendado pobreza». Y sin más, continuó hojeando el cuaderno del que me estuvo leyendo. No sé si los oyentes todos entendían las ideas y principios que contenían esas páginas, pero sí estoy seguro que desde ese momento algo en ellos debió comenzar a cambiar. Pasaron los días y en nuestro último paseo matinal, pues ya se me acercaba la hora de partir, nos sorprendió un mendigo, pidiendo limosna «por amor de Dios». Me metí las manos en los bolsillos, pero no encontré ni un céntimo, pues el dinero del viaje lo había dejado junto al equipaje en el hostal donde pernoctaba. Montalvo conservaba un peso de plata, con el que acaso debía pasar la semana íntegra. Lo sacó del bolsillo, no sin la respetuosa observación que me atrevía a hacerle acerca de lo muy mal que haría en quedarse sin la única moneda. «Amigo mío, ¿qué quiere qué haga?», me dijo. «Darle un céntimo sería provocarle la necesidad a este pobre. Que tenga para comer este día siquiera». Y entregó el peso íntegro al mendigo. Creo que nunca he sentido tanto respeto
24 Pablo de Tarso, originalmente Saulo de Tarso o Saulo Pablo (5/10-58/67 d.C.), conocido como el Apóstol de los gentiles, el Apóstol de las naciones, o simplemente el Apóstol, y constituye una de las personalidades señeras del cristianismo primitivo.
por él, y tanta conmiseración por mí como la que me acongojó esa mañana. Seguimos las rutas habituales de nuestras caminatas y como si nada hubiera ocurrido. Estaba orgulloso de sus Siete Tratados y deseaba publicarlos de la forma más lujosa posible. Cuando fueron publicados, fue reconocido y elogiado por varios críticos europeos, en el ámbito de la cultura hispana o por hispanistas de París. Le aplaudieron sin reservas Gaspar Núñez de Arce 25, Jesús Pando y Valle 26, Marcelino Menéndez Pelayo 27, Manuel del Palacio 28, Juan Valera 29 y Emilia Pardo Bazán 30, además de los italianos Cesare Cantù 31 y Edmundo De Amicis 32. Un poco antes de despedirnos me entregó una hoja manuscrita para que la leyera al llegar a mi habitación. A solas, con la puerta cerrada, sentado sobre un borde de la cama, y casi conteniendo la respiración, leí su contenido en voz alta: «Dios le vio y le amó al hombre justificado: véanos y ámenos a nosotros, cuyo pecado no es sino insuficiencia de razón y
sobra de ignorancia. No saber nada en esos misterios fuera lo más sabio; no decir nada, lo más cuerdo. La imaginación arde y no se quema, como la zarza de Oreb 33, cuando el corazón está girando en la órbita de la inocencia; mas cuando se pone a requerir profundidades llenas de sombra, corre funesta, como el caballo de la leyenda que se llevaba los muertos rompiendo el silencio de la noche con su fantástico galope». Bien decía San Agustín: «Si lo comprendes, no es Dios». Diez años tardaría Montalvo en publicar la obra que mayor fama había de granjearle, los Siete Tratados. De nuevo Montalvo dejaba en mi mente ideas que nadie hasta entonces había sido capaz de transmitirme. Algunos llegaron a decirme que Montalvo era partidario del ideario nacido del Augustinus del holandés Cornelio Jansenio 34, el polémico estudio
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Gaspar Núñez de Arce (1834-1903), poeta y político español. Jesús Pando y Valle (1849-1911), escritor y periodista español, redactor del diario Gaceta de Madrid. 27 Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), escritor, filólogo, crítico literario e historiador de las ideas español. 28 Manuel del Palacio (1831-1906), escritor y poeta español, se destacó por sus escritos satíricos. 29 Juan Valera y Alcalá-Galiano (1824-1905), escritor, diplomático y político español 30 Emilia Pardo Bazán (1851-1921), novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poeta, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante española. Sostuvo una gran amistad y correspondencia con Juan Montalvo 31 Cesare Cantù (1807-1895), historiador y escritor italiano. Su nombre está sobre todo ligado a los treinta y cinco volúmenes de su Historia Universal, publicada entre 1838 y 1846. 32 Edmundo De Amicis (1846-1908) escritor italiano, novelista y autor de libros de viajes. Publicó en 1886 su obra, tal vez la mejor conocida, Corazón. 33 Monte Sinaí o monte Horeb, montaña situada al sur de la península del Sinaí, al nordeste de Egipto, lugar donde, según la Biblia, Dios entregó a Moisés los Diez Mandamientos. 25
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de la doctrina de la gracia formulada por Agustín de Hipona. Jansenio fue acusado de seguir el pensamiento de Calvino 35 y de Bayo 36, pues enfatizaba en la predestinación. En este sentido, permítame, pese a mi condición irrenunciable de sacerdote católico, acercarme a un terreno lindante con lo herético: Montalvo, en virtud de su pensamiento y su interpretación de la fe cristiana, era un predestinado, un escogido del Señor. ¿Acaso no me sobran razones para sentirme orgulloso por haberle conocido? Diga usted… Dando vueltas a cuanto hablamos durante
mis días en Ipiales, hice el largo y fatigoso camino a Quito, donde en las iglesias y seminarios, como en tiempos del asesinado presidente García Moreno, la política se mezclaba sin recato alguno con las cosas que, por su naturaleza, a Dios pertenecían. Por ello me sentí feliz de que se me enviara a esta pequeña parroquia en donde espero el día último, lejos de todos los dogmáticos y arrogantes, petulantes y oportunistas que antes tuve que soportar y padecer. El hombre que en esas condiciones escucha con tolerancia nuestra opinión y nos concede que acaso tenemos razón, es un verdadero amigo.
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Corneille Janssens o Jansen (1585-1638) obispo holandés, padre del movimiento religioso conocido como el jansenismo. Escribió Augustinus, voluminoso tratado sobre la teología de San Agustín. 35 Juan Calvino (1509-1564), teólogo francés, uno de los padres de la Reforma Protestante. Las doctrinas fundamentales de posteriores reformadores se identificarían con él, llamando a estas doctrinas «calvinismo». 36 Miguel Bayo o Miguel du Bay (1513-1589) sacerdote católico y teólogo flamenco. Las ideas de Bayo giran en torno al tema de la gracia divina. 34
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ÂŤLa democracia pura y santa tiene necesidad de JesucristoÂť. Siete Tratados
tamiento y expresión, aunque sobrevivía en él un contraste extraño de odios y de mansedumbre. Que, no obstante, Montalvo parecía querer cambiar de aires, irse a París con los Siete Tratados y los Capítulos que se le Olvidaron a Cervantes, en busca de reconocimiento y gloria. Que le confesó que quería expatriarse para siempre: «Despechado no, pero sí desconsolado y triste me voy. De la tiranía hemos caído en la barbarie, de la sangre en las tinieblas; para el hombre de pundonor y libre, no hay Patria donde reine la servidumbre con todos sus vicios». Es angustiante y angustiada su exclamación: «Dadme un Ecuador libre, ilustrado, digno y soy ecuatoriano; de lo contrario me quedo sin Patria, porque el hombre de bien no la tiene sino donde impera la virtud». Le dijo a mi confidente, además, que «para lo que ha sucedido en Ecuador después de la muerte de García Moreno, yo de buena gana le hubiera dejado con vida al gran tirano». Que fue «un sujeto de grande inteligencia, tirano sabio, jayán de valor y arrojo increíbles; invencionero, ardidoso, rico en arbitrios y expedientes, imaginación socorrida, voluntad fuerte, ímpetu vencedor, ¡qué lástima!». Que García Moreno «hubiera sido el primer hombre de Sudamérica, si sus poderosas facultades no hubieran estado dedicadas a una obra nefanda». Entristecido, Juan casi murmuró cuando compartíamos una taza de café: «Confieso que en siete años de destierro de García Moreno padecí menos que en el destierro de Veintimilla». Siete Tratados es el libro que mayores satisfacciones le dio a Montalvo en vida. También fue el que le acarreó mayores disgustos. Sus grandes batallas políticas, en las que su lenguaje fue el arma más corrosiva y letal, pesaron sobre la valoración de
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tro amigo entrañable de ambos, que luego de mi partida pasó con Montalvo unos días en Ipiales, me contó que con los años, las luchas y las incertidumbres de Montalvo habían minado y adelgazado su cuerpo robusto. Que cuando se encontraron, Juan llevaba un traje y un poncho negros, un sombrero de alas anchas. Que su semblante se había vuelto más oscuro, con sus bigotes ralos, negros y descuidados. Que caminaba erguido, pausado, y que arrastraba a veces los pies, cojeando por momentos. Que lo mismo que en los años de nuestra juventud, buscaba los bosques y la soledad de los senderos que recorría a caballo. Que, como siempre, gustaba de irse por los sitios más apartados en compañía de algún libro o llevando un montón de papeles en las alforjas. Que su vínculo con la naturaleza se acrecentaba, lo que constituía para Montalvo un alimento espiritual irrenunciable. Que las extrañezas de su carácter no habían cambiado. Que seguía sensible, que no se conocía momento en que no se ofendiera y se sintiera herido por alguna impertinencia. Que mucha gente le huía, que otros le temían, que unos pocos le toleraban y le estimaban. Que solo los niños se acercaban libremente a él sin causarle molestias. Que con los niños hablaba y a veces se reía y hasta aceptaba sus obsequios. Que unos le habían traído huevos, otros bizcochos o dibujos y borroneados cuadernos. Que en ocasiones juegan alrededor de su mesa de trabajo y hasta voltean los tinteros y dejan caer alguno de sus cuadernos de apuntes. Que el temible Montalvo, al paso del cual en su tierra algunos se persignaban, el vehemente e irritable insultador, en Ipiales amaba y soportaba a los niños, quizás sus mejores amigos, y que se divertía con ellos. Que las inquinas de antaño iban desapareciendo poco a poco de su compor-
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este conjunto de reflexiones eruditas, rebosantes de sinceridad y hondura. ¿Desde cuándo –me pregunto ahora, tal como lo hacen muchos de los que los han leído sin prejuicios– fueron cobrando forma? Recuerdo que en nuestros días de Ipiales, parte de las noches y las madrugadas eran las horas habituales de trabajo de Juan. Decía que escribir en el patio de la casa entre los árboles o en el silencio de la noche a la luz de las velas, contribuía al fluir incesante de las ideas, a perfeccionar con calma lo ya escrito o a añadir aspectos que en un principio había pasado por alto o no tenido en cuenta. «Si dejas de pensar, el pensamiento se enmohece; úsalo como la llave de tu puerta. ¿Por qué vibran tan claras y penetrantes las campanas? Porque suenan todos los días: cubridlas de una capa de orín y serán roncas y desapacibles», me advirtió ceremoniosamente mi amigo en uno de nuestros paseos por los alrededores de Ipiales. En su habitación tenía algo así como una media resma de papel, de la que todos los días tomaba algunas hojas que, reunidas al cabo de algunas semanas, cosía en forma de cuadernillos. Cada cuadernillo agotaba un tema y poco a poco fueron siete, de ahí el nombre del libro definitivo. Adriano me trajo, para mi fortuna, la lujosa edición encuadernada que hiciera el propio Montalvo en la ciudad francesa de Besanzón. Es la que ahora repaso mientras le escribo. Como le dije, en Ipiales se dan milagros, y uno de ellos es Siete Tratados. Alguien se ha preguntado si acaso algún peregrino desde Bogotá le trajo en las alforjas de su caballo alguna Gramática de Bello 37, las Apuntaciones de Cuervo 38, La Historia de la Caída y Decadencia de Roma de Gibbon 39 o los Diálogos de Platón 40. Le doy fe de que no vi
ninguno de esos tomos, ni siquiera los del propio Montalvo. Sin embargo, ahí en Siete Tratados están aludidos, parafraseados y citados de memoria, así como las Sagradas Escrituras, en particular las epístolas paulinas. Huellas indelebles de lo leído por él en los libros que antes consultó en Quito, en las bibliotecas de sus hermanos, y en París, en Italia y en Madrid se palpan de un párrafo a otro copiosamente. Cuando los escribió tenía cuarenta años, edad de plenitud para un escritor, erudito y pensador. Por ese tiempo se cartea Montalvo con don Rufino José Cuervo, quien lo ha llamado «filósofo y defensor de los derechos humanos». ¿Tenía razón el gran filólogo y humanista colombiano, católico ferviente pero tan libre de prejuicios que tenía a Montalvo entre sus amistades predilectas? En una de sus primeras publicaciones, Montalvo nos había advertido: «Si nos podemos expresar, a lo menos el rigor de la tiranía lo templaremos con la queja, consuelo de tristes, pero al fin consuelo; y en queriendo Dios ayudarnos, hablando nos salvaremos. Él nos dio pensamiento, Dios dijo, oíd esta palabra y pensadla bien, vosotros que la pronunciáis sin comprenderla o la comprendéis sin respetarla; Él nos dio pensamiento para que pensemos. Él nos dio sentimiento para que sintamos, él nos dio voz para 37 Andrés de Jesús María y José Bello López (1781-1865), filósofo, poeta, traductor, filólogo, ensayista, educador, político, diplomático, y jurista venezolano. 38 Rufino José Cuervo Urisarri (1844-1911), filólogo, humanista y erudito colombiano. Iniciador del Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana. 39 Edward Emily Gibbon (1737-1794), historiador británico, considerado como el primer historiador moderno. 40 Platón (427-347 a.C.), filósofo griego seguidor de Sócrates y maestro de Aristóteles.
que hablemos y nos expresemos: dejadnos pues sentir, pensar y hablar, porque estas facultades están enlazadas de manera que al privarnos de una de ellas, privado nos habéis de todas». Se trata de un conjunto de principios que alguien como don Rufino no solo respetaba, sino que admiraba y asumía como suyos. En una nota perdida entre las páginas de los tomos que me trajo Adriano, dirigida no sé a quién, dice Montalvo: «Le mandé a usted un ejemplar de los Siete Tratados con la dedicatoria que requería nuestra amistad. Ojalá en ese libro halle usted algunos instantes de olvido de sus disgustos, y quizá algún consuelo en ciertas páginas donde habla el filósofo hecho y rompiendo las cosas de la vida. Conforte el alma, amigo querido, y bañe usted su corazón con la esperanza». Debo confesarle que quiero creer que originalmente debo de haber sido yo el destinatario. Hay días en que todo gesto me producía la obsesionante impresión de haberlo hecho antes en circunstancias idénticas, de haberme sentado en el mismo rincón, de haber contado la misma historia. Por ahí alguien ha citado una carta que le dirigió a César, otro de sus sobrinos, en la que le cuenta que «hasta hoy habrán ustedes recibido y leído los Siete Tratados, y no sé si les habrá parecido más el ruido que las nueces. Por aquí siguen triunfando, como lo verás en la parte ilustrada de El Correo de Ultramar que te remito, donde consta un bello artículo de un español de mucho nota, quien me pone como superior a Castelar 41, como escritor. Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899), político y escritor español, presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República entre 1873 y 1874.
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Reproduzcan por allá ese artículo en una hoja grande de una sola cara. Si todas estas cosas quedan ignoradas, el juicio de mis compatriotas podría ser extraviado, juzgando por ellos solos». La carta añade los siguientes pormenores: «Exageración ha de haber en eso que me dices de bastar apenas mil ejemplares para los pueblos del interior; pero ya que los desean, van por de pronto en este mismo vapor 300 que La Mota debe dirigírtelos a ti para que tú le pases 200 a Terán, a Quito, y coloques los 100 por allí, según tus listas». Precisa que ha preferido mandarlos a través de manos amigas «a fin de que se expongan menos si hubiese peligro de parte del cabo Ordóñez. Yendo directamente a Quito pudieran ser confiscados. Cien ejemplares fueron al principio para Quito, en caja a propósito para carga de mulas; pero La Mota no hizo caso de las instrucciones. Hubo trampas de un pícaro. Algunos llevan pasta muy hermosa y cara. Si dura el fervor, no pedirás por ejemplar más de seis soles, y precio fijo. Harta necesidad tendré de ese auxilio en el nuevo y largo destierro». El 5 de enero de 1884 le dice en otra carta a Adriano: «¿Llegó a tus manos el ejemplar de los Siete Tratados que te mandé? ¿Qué te parece la impresión, el libro?». Muchos han dicho que los Siete Tratados es un libro para minorías ilustradas y pacientes, sin embargo, supe que la Sociedad de Artesanos Amantes del Progreso de Guayaquil, en gran parte formada por obreros defensores de la doctrina liberal, le pidieron colaboración al «ilustre prosador ecuatoriano, gloria de las letras americanas y autor incomparable de los Siete Tratados». En otras latitudes, huelga abundar en ello, el lector más avezado reconoció en los Siete Tratados el linaje clásico, abundante de citas históricas,
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parábolas y ejemplos, y con la rara condición de obra hecha para durar. Inclusive un país centroamericano llegó a solicitar 400 ejemplares, para distribuir entre todas sus bibliotecas como modelo de buena lectura. Un crítico indicó que su obra polémica había ya extendido su nombre por toda Hispanoamérica y ahora con Siete Tratados se alzaba con su más arduo empeño y comenzaba recibir un aplauso mayoritario rebosante de merecimientos. En verdad, soy de los que comparten la opinión según la cual, de haberse quedado Montalvo en Quito, habría continuado envuelto, expuesto y hasta en el papel de víctima todos los azares de la lucha política de entonces, y a la necesidad de explicar los objetivos y esencia de sus obras a quienes no podían o no querían entenderlas y mucho menos asimilarlas. En aquella tierra de «nubes verdes», de ricos y variados sembradíos, de cosechas abundantes y a la vista del Cumbral halló la tranquilidad y el tiempo requeridos para una reflexión profunda y necesaria. Allí encontramos al Montalvo inconforme, perfeccionista, pensador y polemista por excelencia, pero al que poco a poco se le iban disipando los odios y frustraciones. Un hombre que en El Antropófago, como bien repitió un respetable conciudadano nuestro, dejó en claro su divisa de vida: «Nací libre: al salir al mundo recibí el baño de la libertad, y en mi alma resplandeció una aurora divina, anuncio del favor con que la ley de redención quiso protegerme. Nací libre, por eso lo soy; nací libre, por eso no gimo bajo el yugo de la servidumbre, y mi alma se encumbra por las regiones altas, al paso que mi cuerpo se contonea sin temor de cadenas ni mordaza». Su mente estaba desprovista de cobardía y llena de firmeza.
A seguidas nos dejó una pregunta fundamental: «¿Cuál es el hombre con un rayo de luz en la cabeza, un toque de sensibilidad en el corazón, una llama de vergüenza en la cara; el hombre moral, de buena índole y buenas costumbres, que diga: No quiero ser libre hoy, sino mañana?». Para Montalvo, en definitiva, «la libertad natural la tenemos del Altísimo, la personal de la naturaleza, la política de la sociedad humana». Estas palabras suyas, que le oí en ocasión de mi paso por París, cuando vivía el que sería el último tramo de su vida, se complementan con estas otras: «Uno de los atributos del infinito es la libertad; si Él nos hizo a su imagen y semejanza, ¿no es claro que somos libres?». Por la libertad, a lo largo de su intensa existencia, Montalvo discutió, obró, oró, reprobó, pronunció palabras de alta estirpe y también duras y patéticas, en defensa de la libertad según la entendía rectamente. Sus enemigos le trataron con calificativos como pedigüeño, pagano, estafador, malvado, ingrato, rencoroso, masón, impío, socarrón, tullido, cuadrúpedo, soberbio, burro, clerófobo, orgulloso, empecinado, bribón, feroz, deshonesto, impúdico, interesado, calumniador de profesión, injusto, egoísta, hereje, hipócrita, estafador, amargado, zambo, barbilampiño, cabeza de etíope, cobarde, loco, cabeza de judío… Pero su vileza fue infértil, inútil. En el destierro, Montalvo escribe: «Solo soy yo también. Solo como león en mis orgullos; solo como el águila en mis soberbias; solo como un espíritu en mis arrobamientos; solo como una sombra en mis tristezas; solo como un alma en mis peregrinaciones; solo como un proscrito en mis pesadumbres. El desterrado siempre está solo ¿no lo sabíais? Pero tengo un compañero invisible que me sigue a todas partes; cuando amo, se llama amor;
cuando padezco, se llama dolor; cuando siento un gozo incomprensible se llama alegría; cuando lloro se llama lágrimas; cuando me esfuerzo se llama consuelo. Este amigo es bello, puro, amable: este amigo me lo manda Dios». No sé si usted conoce lo escrito en el último número de El Regenerador, el periódico que Montalvo publicó en Quito y que le produjo tantas simpatías en la juventud progresista y muchos sinsabores de parte de sus enemigos políticos. Se refiere a la muerte de Don Vicente Piedrahita 42, ex colaborador del presidente Gabriel García Moreno, hombre de prestigio a quien los propios liberales consideraban dotado para ocupar altos cargos en el manejo del país, incluyendo la Presidencia de la República. Piedrahita una noche es asesinado de un balazo en su hacienda. El crimen se atribuye al general Veintimilla, el dictador de turno, aunque sin pruebas que avalaran la acusación. Su muerte de Piedrahita produce un gran revuelo en el país y Montalvo, en las antípodas de su pensamiento político, escribe en su periódico un artículo en su homenaje, deplorando su asesinato, porque «donde la justicia flaquea, el crimen se robustece: y donde la cuchilla de la ley está dormida, el puñal anda despierto haciendo temblar al mundo». Aunque no mencionó el tema, por algunos ipialeños con los que intercambié comentarios en torno a la vida de Montalvo allí, supe que mi amigo muchas veces padeció el angustiado implorar y 42 Piedrahita Vicente Piedrahíta Carbo (1833-1878), poeta, orador, estadista, jurisconsulto y diplomático ecuatoriano. 43 Juan Otamendi (1798-1845), militar de origen venezolano. Participó en las batallas por la independencia de Venezuela, Perú y Ecuador. Vinculado estrechamente al general Juan José Flores, primer presidente ecuatoriano.
roer del estómago vacío, ciñéndose el vientre con altivez para ocultar su drama. Que muchas veces no tenía siquiera un pedazo de pan, y que el café era su único consuelo. Que en silencio, mordiéndose los labios tal vez, con la mirada turbia y las entrañas arañadas por el hambre, en ningún momento se le vio implorar o insinuar siquiera su triste condición. A algunos el hambre les nubla el cerebro y les hace desvariar, pero ese nunca fue el caso de El Cosmopolita. Lo imagino queriendo gritar, pero acallando la demanda de su naturaleza con la fuerza de sus convicciones y noble orgullo, silenciosamente reclinado sobre la hierba bajo la sombra de algún árbol al final de sus paseos: «Días hay en que quisiera no ser yo: un mal desconocido me inficiona el alma, la vida es una enfermedad para mí, deseo la muerte y la llamo con cólera: no viene y rompo a quejarme de ella». En un atardecer en Ipiales, mientras nos llegaba el olor dulce de leña seca quemándose en el horno de una panadería cercana y el del pan perfumando todo a nuestros alrededor, Montalvo me confió un último episodio de su estadía en Ambato antes de partir definitivamente. Tenía que ver con un hijo del general Juan Otamendi 43, patriota y prócer de la independencia ecuatoriana, a quien conociera en su niñez por haberse alojado en el hogar paterno a su paso por la pequeña ciudad. El hijo del general andaba desarrapado y mugriento por las calles del pueblo hurtando prendas y objetos al alcance de su mano. Una mañana se presenta en la casa de los Montalvo, donde se le atendió y dio algún bocado. Al salir llevaba escondido debajo de su poncho unas ropas de Juan. Un sirviente se da cuenta y llena la casa con sus voces de alarma. Mi amigo sale precipitadamente, comprueba el hecho
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y tranquiliza a todos: «Yo obsequié a Juan Otamendi ese terno. Déjenlo ustedes». Han pasado los años, vuelvo sobre las páginas de los Siete Tratados, que vi gestarse en parte allá en Ipiales, y me estremece de nuevo, educado como fui en una escolástica primitiva e inconmovible, esta afirmación de Juan: «Bien se me alcanza que la pura y limpia virtud, virtud del cielo, está en la ley cristiana, ley de Dios; mas si los antiguos griegos y romanos practicaron gran parte de ella, ¿diremos que no fue virtud, porque el Redentor no había aún venido al mundo?». Lapidaria es la afirmación de que, en opinión de Montalvo, solo el fanatismo y la torpeza pueden poner un abismo entre la virtud antigua y la moderna, entre la virtud pagana y la cristiana. A sus detractores, quienes lo llamaron he-
reje, anticatólico y anticlerical, Montalvo responde que ni es hereje, ni anticlerical, sino creyente pero denunciador del mal clero mercenario: «El impío el sacerdote que cambia la misericordia en crueldad, la caridad en avaricia, la modestia en soberbia olvidando los ejemplos del Maestro, no pertenece al pueblo». Montalvo individualiza a ciertos miembros del clero: el cura que negó sepultura para el cadáver de su hermano, y el que siguió con látigos a unas pobres mujeres que le pidieron que rebajase alguna parte de los derechos de un entierro: «Pudiera yo honrarme en el silencio respecto de cargo tan gratuito como temerario, de afirmar que soy enemigo de Jesucristo, yo que no puedo oír su nombre sin un delicado y virtuoso estremecimiento de espíritu, que me traslada como por ensalmo al tiempo y a la
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Ambato. Finales del siglo XIX.
vida de ese hombre celestial. Enemigos, no los tiene Jesucristo: los malos cristianos, los católicos de mala fe son los que los tienen». Sus enfrentamientos con la jerarquía eclesiástica Montalvo los llevó adelante con ingenio, pues «el ingenio puede ser modesto, humilde, y hasta bajo: el genio es sublime, siempre sublime; y sublimidad no existe sin grandioso atrevimiento, fuerza incontrastable, ímpetu irresistible. El ingenio es juicioso, tímido muchas veces: su vuelo no traslimita el espacio de una apocada sensatez: el genio se agita en una como demencia celestial, bate las alas impetuosamente y, encendidos los ojos, se dispara». No, la Iglesia de entonces no estaba preparada para oír estas ideas, mucho menos alguien como el obispo Ordóñez. Estaban dispuestos a aceptar que se abordaran, con simpleza y conservadurismo, las preocupaciones del día. Se podía hablar de la búsqueda de la síntesis del oro o el elixir de la vida. También de los fenómenos naturales para hacer manifiesta la gloria de Dios o satisfacer la curiosidad sobre algún fenómeno de los que preocuparon en su día a los pobladores ilustres de Bizancio. O, en el mejor de los casos, admitir el uso de los pocos instrumentos o técnicas llegadas de allende los mares, que procuraban hacer la vida más fácil y entretenida. Veían la resignación como el papel central a desem44 “Subió Moisés de los campos de Moab al monte Nebo, a la cumbre del Pisga, que está enfrente de Jericó; y le mostró Jehová toda la tierra de Galaad hasta Dan, todo Neftalí, y la tierra de Efraín y de Manasés, toda la tierra de Judá hasta el mar occidental; el Neguev, y la llanura, la vega de Jericó, ciudad de las palmeras, hasta Zoar. Y le dijo Jehová: Ésta es la tierra de que juré a Abraham, a Isaac y a Jacob,diciendo: A tu descendencia la daré. Te he permitido verla con tus ojos, mas no pasarás allá. Y murió allí Moisés siervo de Jehová, en la tierra de Moab, conforme al dicho de Jehová.”. Deuteronomio 34:1-5, RVR60.
peñar por sus conciudadanos. La mente filosófica, entrevista en los polvorientos y pocos consultados libros de las bibliotecas de seminarios y conventos, apenas debía quedar anclada en lo expresado ya por los papas en sus encíclicas. Montalvo, a semejanza de Moisés, quien desde la tierra de Moab 44 divisó y no pudo pisar la tierra prometida, su ideal de libertad y plenitud humana no lo vio nunca en su Patria. Pero evadirse de esto, en el mundo que me hubiera tocado en suerte, era tan imposible como tratar de revivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmo o de santidad. En uno de esos días en que nuestros paseos le servían a Montalvo para explayarse en recuerdos íntimos, trajo a la conversación el día en que partió al exilio. Dijo que la noche era oscura, muy fría, de luna macilenta; que el viento sacudía con fuerza los chaparros del patio y en la casa paterna había gran agitación. Los sirvientes cargaban con las maletas y baúles y arreglaban los correajes, mientras las cabalgaduras esperaban con impaciencia a veces sacudiéndose nerviosas o dando coces contra el empedrado. Algunos pocos amigos y familiares estaban allí para despedirse, había en el aire la impresión de que sería el último abrazo y saludo para quien se marchaba. Abraza a sus sobrinos pequeños con ternura, deja advertencia a los mayores, cruza miradas anhelantes con sus hermanos. Uno de sus sobrinos se le acerca y le entrega un pequeño paquete: «Mamá se lo manda», le dice con respeto. Montalvo lo abre y encuentra una bolsa con monedas de oro y exclama: «No las acepto, hijo mío, Dios cuidará de mi viaje. Tu pobre madre necesita más que yo de ese dinero». Enseguida monta a su caballo, el camino que le espera es largo y azaroso. Toma rumbo al norte, a Ipiales.
Úsalo como llave de tu puerta
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«Gigantesco mestizo, con el numen de Cervantes y la maza de Lutero». José Martí ¿45
José Martí, Obras Completas, La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1963, t. V, p. 115. La definición de Martí aparece en un artículo dedicado a reseñar los Estudios Críticos de Rafael M. Merchán publicado en La Estrella de Panamá el 9 de junio de 1887 donde, además, se refiere a «la prosa aventajada, y a veces sublime, de Los Siete Tratados de Montalvo».
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conocimiento de Dios reside en Cristo crucificado, y no en una tradición basada en dogmas fabricados por los hombres según sus circunstancias. Por todo esto sentí que nuestro Señor iluminaba mi camino cuando se me asignó esta iglesia en un pueblito de la cordillera, silencioso, con una plaza muy menguada por donde pasan los burros espantándose las moscas, donde se pueden medir las horas a pasos como un reloj de sombras. Unas pocas casas, con sus techos de tejas o de paja, unas pocas almas que se insultan y le gritan a sus adversarios, bien sean de su casa o ajenos, con una voz que es canto. De una humildad que corre transparente entre las junturas de las piedras como el encaje verde de la yerba. Aquí las calles con viejas piedras redondas, se vuelven cantadoras cuando pasan los caballos al galope y vuelven callar con el paso de los indios descalzos, arropados en sus ponchos de colores. Cerca esta aldea un río de aguas claras, huertos con naranjos, ciruelos y durazneros, rebaños de unas pocas vacas y de ovejas. Junto a las puertas de la iglesia se agolpan los perros flacos y alguna gallina extraviada. Hay pocos mendigos, y esos pocos tienen al templo como refugio contra el frío y la orfandad. Cuando describo a Juan cuanto me rodea, suele decirme que he olvidado que así era el Ambato de nuestra infancia. Desde esa Francia en la que, según él, «ni se come, ni se bebe, ni se duerme, ni se insulta, ni se roba, ni se mata sin pedir permiso», me dijo un día en una carta: «La humildad cristiana, evangélica, con la cual nos postramos ante Dios, es gran virtud que debemos desear para nosotros y nuestros semejantes: esa humildad profana que va arrastrando a los hombres por el suelo, no es la mía. Humilde con
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urante los años que Juan estuvo en París, los que antecedieron a su muerte, sostuvimos una correspondencia regular. Adriano, su sobrino, me hacía llegar sus cartas por diferentes vías y de manera cautelosa, pues era consciente de mi situación respecto a mis superiores. Algunos decían a mis espaldas de mi supuesto liberalismo y no pocos me miraban de reojo, como si vieran en mí al más contumaz de los luteranos. Ni las muchas prácticas piadosas, ni las ocasiones para hacer examen de conciencia y obtener la absolución me parecían suficientes. Coleccionaba, amontonaba y clasificaba experiencias. Me llamaba la atención, desfavorablemente para mis inquietudes más profundas, que muchos sacerdotes de mi congregación decían la misa con rapidez, en un abrir y cerrar de ojos, como si practicasen juegos malabares. Iba rondando solo, haciéndome constantemente estas preguntas: ¿Cuál era el significado de mi vida? ¿Tenía algún objeto o fin? ¿Cómo debía conducirme? ¿A cuál guía podía echar mano? ¿Hay un camino mejor que otro? Y cien más de la misma especie. Mis lecturas se centraron por entonces en la Epístola a los Romanos y en la Epístola a los Gálatas, y de la mano del apóstol Pablo en algo se iba modificando mi concepción teológica del mundo. Comprendí que paulatinamente, en un angustiante diálogo con las ideas con las que fui formado, el conocimiento liberador que significa la misericordia de Dios en Cristo, que la verdad de la teología y del
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el Señor, alto con los altos, me hago pequeño. Para los viles, desprecio; para los malvados, odio; para los criminales, espanto. Si por esto soy un monstruo, monstruo quiero ser, y en tanto que el cielo favorece mis maldades, no ha perdido la esperanza de la gloria». Como si estuviera adivinándome el pensamiento, añadía Montalvo: «Ustedes han querido sentar un principio ocasionando mil sonrojos según alcanzo a columbrar; esto es, que fuera de la Iglesia no puede haber virtud. La humildad en sí misma, ¿es virtud cristina? En San Francisco 46 lo es, en Santa Teresa 47 lo es, ¿y no lo será en Sócrates 48? Si en éste no era virtud, ¿qué era?, ¿vicio o cosa diferente? Estos son los abismos, los ruidos, los preludios a que ustedes nos arrastrarían con sus doctrinas egoístas». Me contó en otra carta que, en una oportunidad, «por rehuir al fastidio o quizás los malos pensamientos, tomamos la pluma y pusimos por escrito en tono cervantino una escena que acababa de ofrecernos el cura del lugar, ignorantón, medio loco y aquijotado; y fue que un día recogió los clérigos de esos contornos y las parroquias vecinas y todos juntos se remontaron a la cresta oriental de los Andes, a horcajadas en sus mulas y machos, en busca de una Purísima que había nacido entre las marañas de la sierra. A la Virgen halláronla en un cepejón 49, con cara, ojos, boca tan patentes que allí luego dieron orden que se erigiese una capilla, y en tanto que llegaban los romeros con la romería, vistiéronse ellos de salvajes con musgos, líquenes, hojas, y en horrendas figuras comparecieron en la plaza del pueblo, todos ellos con máscaras extravagantes, gritando que la Virgen había nacido en el monte. Un matasiete 50 que a la sazón se hallaba en el pueblo con una brigada de soldados, tomando a burla las charreteras
de lechugas de aquellos fantasmas, monta a caballo lanza en ristre, y sin averiguación ninguna arremete de tan buena gana, que los que no se encomiendan los pies caen mal heridos». Quiero creer, de buena fe, que este relato nació no de la realidad, sino de la imaginación de mi buen amigo Juan. Una escritora española célebre, la condesa Emilia Pardo Bazán 51, amiga de Juan y admiradora de su obra, lo consideraba de alma cristiana, pero de pensamiento heterodoxo, siempre en desacuerdo con los principios de la doctrina de la Iglesia Católica, que no seguía sus normas o prácticas tradicionales. Juan, es cierto, desconfiaba del valor de nuestra liturgia y del culto a las imágenes. Quizás sabiéndolo, a la llegada de los primeros ejemplares de los Siete Tratados a Quito, el arzobispo monseñor José Ignacio Ordóñez, antes de que cundiera el satánico prestigio de seducción de tan elegante y arrebozada «herejía», escribió la pastoral del 19 de febrero de 1884, que fue leída en todas las iglesias, contra «el escritor que dobla la rodilla ante nuestro adorable Redentor, para darle sacrílegas bofetadas». 46 Francisco de Asís (1182-1226), italiano, diácono, fundador de la Orden Franciscana bajo la autoridad de la Iglesia católica en la Edad Media. Vivió bajo la más estricta pobreza y observancia de los Evangelios. 47 Teresa de Cepeda y Ahumada, más conocida como Santa Teresa de Jesús o simplemente Teresa de Ávila (1515-1582), religiosa, fundadora de las carmelitas descalzas, mística y escritora española. Junto con San Juan de la Cruz, se la considera cumbre de la mística cristiana. 48 Sócrates de Atenas (470-399 a.C.), filósofo clásico ateniense considerado como uno de los más grandes, tanto de la filosofía occidental como de la universal. Fue maestro de Platón, quien tuvo a Aristóteles como discípulo, siendo estos tres los representantes fundamentales de la filosofía de la Antigua Grecia. 49 Raíz gruesa que se arranca del tronco de un árbol. 50 Hombre fanfarrón que presume de valiente. 51 Emilia Pardo Bazán (1851-1921), noble y aristócrata novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poeta, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante introductora del naturalismo en España.
El arzobispo Ordóñez, dentro de los puntos en que fundamentaba su rechazo, indicaba que «en verdad venerables hermanos y queridos hijos, el autor de los Siete Tratados, ha llenado nuestra alma de amargura y nos ha causado profunda tristeza, porque se manifiesta muy a las claras enemigo, no solamente del clero, sino de la Iglesia Católica Apostólica y Romana». Montalvo, ante la afirmación de la pastoral, respondió tajante: «Todo el que lea mi retrato de Jesús, si es persona inteligente y de conciencia dirá: ¿Dónde están las bofetadas? Todo es amor, todo es respeto y basta contemplar “esa mirada casi infinita donde la inmortalidad está yendo y viniendo en ondas de gloria; esa boca por la cual se asoma a cada paso el Verbo divino; ese porte majestuoso; esa mansedumbre grave, ese amor que experimenta e infunde como afecto superior a lo humano…” Basta ver esto, digo, para que cualquier lector de buena fe exclame: ese obispo trata de difamar, oculta la verdad y falta infamemente a ella. Pudiera yo honrarme con el silencio, respecto del cargo tan gratuito como de afirmar que yo soy enemigo de Jesucristo; yo que no puedo oír su nombre sin un delicado y virtuoso estremecimiento de espíritu que me traslada como por ensalmo al tiempo y a la vida de ese hombre celestial». El arzobispo condenó esta obra, «porque en Convención Convención Nacional Constituyente que redactó la Constitución de 1869. 53 «Carta Negra» En 1869 se promulga la octava Constitución de Ecuador, conocida con el nombre de «Carta Negra». fue elaborada y propuesta por Gabriel García Moreno. Contenía trece títulos, además de disposiciones transitorias, que comprendían un total de 117 artículos, entre ellos uno que reafirmaba a la religión católica como exclusiva en el país negando la libertad de culto. 52
ella el escritor acusa de error a la Iglesia Católica, y reprueba el culto a las sagradas imágenes» y «de la eternidad de las penas del infierno de una manera tal, que da a entender muy a las claras que no cree en ese dogma, o hace como si lo creyese». En consecuencia, según su punto de vista, «la lectura de ella no puede menos que causar grave daño en la honestidad de las costumbres». Añadía que «ha llegado la ocasión de levantar enérgicamente nuestra voz para condenar un escrito, que merece la reprobación de todo buen católico, de todo el que ame de veras a la Iglesia». No era posible que, envuelto en la intolerancia y abogado de un conservadurismo intransigente, quien fuera brazo derecho del presidente Gabriel García Moreno en sus acciones religiosas y políticas, entendiera la voz profética de Montalvo. ¿Alcanzaba con esa carga extraña a acercarse a su vigorosa palabra que, como escribió un compatriota, tenía la fuerza de freno y de lamentación, altura lírica y acento dramático, la sapiencia del grito y la ética de renunciamiento? Monseñor Ordóñez fue delegado de García Moreno ante El Vaticano, para negociar y suscribir el concordato y presidente de la Convención 52 que aprobó la oprobiosa carta política; conocida como «Carta Negra» 53 y que además lo reeligió para un nuevo y más prolongado período de gobierno. Montalvo era mal visto del obispo Ordóñez, quien lo culpaba, por la tenaz y altiva lucha que mantuvo contra García Moreno, de su asesinato. La animadversión creció y con los de Siete Tratados, el temerario clérigo consideró llegada la hora de la vindicta. Viajó a Roma con el objetivo de que el Papa prohibiera la lectura de los Siete Tratados. En un tiempo relativamente breve, León
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XIII lo incluyó en el Índice de libros prohibidos, encabezando una lista en que le sigue los Estudios de historia religiosa de Ernesto Renán 54. ¿Cómo olvidar que también Roma condenó la independencia americana, el liberalismo, el naturalismo y el principio de soberanía nacional? El cura liberal Joaquín Chiriboga 55, expulsado del país por García Moreno, en su libro La luz del pueblo, recordó que «en el Ecuador, donde el gobierno está íntimamente ligado con el clero, los sacerdotes sirven de instrumento al tiranuelo». «¿Abjurar yo? ¿Qué he de adjurar? ¿Mi hombría de bien, mi temor de Dios, las profundas convicciones que me animan respecto de la divinidad?», dijo al enterarse del contenido de la pastoral del arzobispo Ordóñez. «La máxima de Solón56, aplicada a la sociedad civil es siempre verdadera: hombres sin buenas costumbres no pueden gobernar, clérigo de malas costumbres no puede predicar; obispo de negros antecedentes no puede condenar a los que siendo virtuosos, aman y respetan las virtudes. Yo las amo y las respeto en los que la practican, en el secular como en el eclesiástico, en el fraile como en el soldado. No enemigo de individuos, ni de clases sociales; donde está la corrupción allí está mi enemigo; donde están reinando las tinieblas, allá me tiro sin miedo», escribió en su Mercurial Eclesiástica, junto a denuestos feroces, refutaciones elocuentes y hasta consejos morales, por no decir evangélicos, según el criterio de uno de sus lectores. Montalvo le respondió a Ordóñez con ese libro tan controvertido, escrito con pasmosa fuerza de improvisación y con violentos ataques contra Ordóñez y la Iglesia católica. Tildado de plagiario, de hereje y otros graves cargos por los que debería ser acusado como criminal, ripostó de esta manera: «El
arzobispo de Quito ha condenado mi obra titulada Siete Tratados y ha prohibido su lectura por herética, dice, inmoral y blasfema. Ha estado esperando ese desaventurado que mi libro, merezca la aprobación de esos que no lloran ni se afligen sino comprenden; ha estado esperando que entidades morales de gran peso como gobiernos y academias, honren de mil maneras a su autor, para salir él, este infeliz sin inteligencia ni virtud, a llamarle mentiroso, impío y blasfemo. Pues yo me atengo a los que han visto en ese libro pura moral y profunda filosofía, antes que al que no ha hallado en él sino impiedades y perversidades. El sabio me consuela, el virtuoso, me alienta… César Cantú, grande y verdadero cristiano, me salva; Ignacio Ordóñez, impío por ignorancia, temerario por corrupción, me condena. ¿Cuál de estas dos substancias vale? Este obispo que está blandiendo una quijada de asno, que él tiene por cayado, no es mi hermano, es Caín, hace seis mil años que este negro personaje está repudiado de los hombres. Caín es huérfano, solitario: no tiene padre, no tiene madre, no tiene hermano. Pero que consuelo para él, tiene hijos, tiene descendientes». Cantú, como historiador, celebra el americanismo de Montalvo y le dice: «Los que como vos 54 Joseph Ernest Renán (1823-1892), escritor, filólogo, filósofo e historiador francés. Desde el racionalismo, siguió la corriente de la Escuela Liberal y contribuyó a la búsqueda del Jesús histórico con su obra La Vie de Jésus (París, 1863). Esta publicación le valió ser expulsado del Collège de France y el epíteto de “blasfemo europeo” por parte del papa Pío IX. 55 Joaquín Chiriboga (1822-¿1879?), recibió el orden sacerdotal de manos del primer obispo de Guayaquil, Francisco Javier de Garaicoa. Años más tarde abandonaría los hábitos sacerdotales, escribiendo un libro contra la Iglesia católica, La luz del pueblo. Ocupó la cátedra de filosofía en Lima, Concepción, Ayacucho y Mendoza. 56 Solón (638-558 a.C.), poeta, reformador, legislador y estadista ateniense, uno de los siete sabios de Grecia.
conocen la América, y tienen amor por ella, están obligados a hacerla conocer cada día más y más». Le dice, además, que los Siete Tratados se conocían en Italia, y que «El Buscapié», una de sus partes, fue traducido a la lengua italiana. Y sobre la historia de América, y su tema principal, el de los héroes de la emancipación de América, le reconoce su autoridad, diciéndole que en su tratado «se puede beber como en fuente de gran caudal y que abundan en él hechos y conceptos pertenecientes a los últimos sucesos de América». Finalmente, el célebre historiador asegura que Montalvo «honra a la patria y al género humano». Desde Milán el renombrado novelista Edmundo De Amicis recalca «la rareza y valía de la prosa y las ideas de Montalvo» y considera que el ejemplar de los Siete Tratados que llegó a sus manos de «espléndido regalo» y le dice que «su admiración es grande», y habla de «la belleza de su forma» y de «lo elevado del propósito». Volviendo al encontronazo con el obispo Ordóñez, precisó Montalvo que solo pedía un «clero ilustrado, recto, virtuoso, útil; no ignorante, torcido, lleno de vicios, perjudicial: este clero es una peste por el poder que tiene sobre pueblos que andan muy atrás de las naciones civilizadas, en los que les creen a ojo cerrado, no es sino un trapo». Para algunos, «ese anticristo, escándalo de sacristanes y beatas, era en realidad un alma profundamente religiosa», que arremetió contra la corrupción y el relajamiento de los frailes con el mismo ímpetu que, en su día, lo hiciera el propio García Moreno. Como ha ocurrido siempre, Montalvo se arriesgaba a que sus insultos se confundieran con la grosería, con la majadería que no pasa de la palabra, y que molesta a quienes tomaban en serio sus inten-
tos de ofensa. Pero los insultos de Juan eran mucho más grandes y se sustentaban en un trabajo estético donde importaba más cómo se decían. Partían los suyos, como todo insulto, del intento de acabar con el oponente usando un arma rápida y letal. Con ira incontenible, calificó al prelado, entonces mi superior, de «mal hombre y peor sacerdote; clérigo semibárbaro; ente infeliz sin inteligencia ni virtud; impío por ignorancia, temerario por corrupción; burro de oro; clérigo de hacha y machete, y clérigo lobo», entre otros denuestos contundentes. El ingenio que alimenta el insulto parte de la ironía y ésta le abre nuevas puertas al insultador. Sus palabras eran poderosas, sobrepasaban algo trivial como una posible insinuación. Sus Siete Tratados no merecían aquella terrible pastoral, a la que siguió la amenaza de excomunión por supuestas máximas escandalosas, a lo que Montalvo respondió: «¿Máximas escandalosas? ¿Las podría citar el señor obispo? Si soy yo quien le ha corrompido, yo quiero ser el que le convierta. Para este fin me parecen adecuadas las máximas siguientes: Cuando hagas un cargo grave, cita el hecho: de otro modo puedes pasar por malicioso inventor de cosas que no existen; si hablas como pastor, sé manso e indulgente… no olvidar que la suavidad y el amor son caminos del corazón; el amor, hijo mío, lo acomoda todo, enseña y salva, y si amas a tus hermanos, no los maldigas». Como evidencian algunas de sus páginas inolvidables, Montalvo fue un gran admirador de Pablo de Tarso, y a propósito de la polémica con el obispo Ordóñez escribió: «San Pablo fue severo, nunca grosero; elocuente, no gritón, difamador; virtuoso, no hipócrita; Los gentiles al oírle se pusieron a despedazar las estatuas de los dioses. Haz que tus
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hermanos, esos a quienes llamas herejes y blasfemos, rompan las estatuas de sus falsas divinidades y serás otro San Pablo. Pero si con tus discursos no consigues sino que te rompan la cabeza, ¿qué eres sino insensato, indigno de esa mitra 57 que te ha ensoberbecido? ¿Seguro estás que el señor obispo tenga por buenas estas máximas? Le han de parecer escandalosas y ha de condenar esta obra mía, a causa de estas máximas». Quien dude de la autenticidad del pensamiento religioso de Juan Montalvo debería prestar atención a sus artículos «El sermón del padre Juan», «El padre Yerovi» o «El cura de Santa Engracia». Aquí, casi escondido en la cripta de mi modesta iglesia, desde una de las laderas de los Andes orientales, leo de nuevo las cartas de Juan. En una de ellas me dice que «su templo es el universo y sus altares están más cerca del Todopoderoso, cuando contempla la soledad de los océanos y las cumbres de los montes». En otra añade algo que unos pocos católicos de cuantos le conocimos aceptarían: «Mi religión es más elevada y digna de la divinidad y de la criatura humana: en vez de adorar un pedazo de madera, ¿no sería mejor adorar una virtud y mandar tras ella el corazón a Dios?». ¿Qué dirán algunos de esos políticos que citan palabras de Montalvo en sus discursos, si supieran que él consideraba que «la democracia pura y santa tiene necesidad de Jesucristo»? O con esta otra: «Uno de los encargos de Jesucristo fue la fundación de la libertad». O esta: «La democracia camina a mal andar; si algún día prevalece el espíritu del Evangelio, ella será la luz de las naciones». Para él, desgraciadamente, «la patria va de Veintemilla a Ordóñez, como signo de mala suerte». Permítame copiarle esta otra reflexión de
Juan Montalvo: «Nunca es tarde para el bien, amigos, y siempre es tiempo oportuno para recomendarnos a nuestros semejantes con acciones dignas de memoria. Ni el exceso de la austeridad sincera, filosófica presta para la felicidad de las naciones; de la hipocresía, ¿qué diremos? ¡Qué de impiedades atrás de la falsa devoción! ¡Qué de mentiras en el seno de la verdad simulada! ¡Qué de pecados, qué de delitos, qué de crímenes debajo del sórdido manto de las virtudes fingidas! ¿Cuál es el peor enemigo de los pueblos? El fanatismo. ¿Cuál es el peor de los tiranos? El que vive con el demonio, y a nombre de Dios sirve a la mesa del infierno. ¿Cuál es la más desgraciada de las naciones? No la que no puede, sino la que no desea libertarse. Dije que ni el exceso de la austeridad sincera, filosófica, prestaba mucho para la felicidad de la república y lo sostengo». Tiempo después de la muerte de Montalvo, un amigo de ambos, Miguel de Unamuno 58, me hizo llegar sus puntos de vista sobre su conflicto con la Iglesia católica y los gobiernos dictatoriales que hemos padecido. Identificó a Montalvo con Don Quijote, el héroe cervantino, afirmando que fue «loco, como Jesús, fue llamado por su familia. Como Jesús, según el cuarto Evangelio, fue crucificado como 57 La mitra, tocado con el que cubren su cabeza durante los oficios litúrgicos aquellas personas con dignidad episcopal. 58 Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936), escritor y filósofo español perteneciente a la generación del 98. En su obra cultivó gran variedad de géneros literarios como novela, ensayo, teatro y poesía. Entre otras cosas más, escribió sobre los insultos de ambateño: «Cogí Las Catilinarias de Montalvo, por lo excesivamente literario del título ciceroniano, ya que el término se ha hecho vulgar desprendiéndose de su etimología, y empecé a devorarlas. Iba saltando líneas, iba desechando literatura erudita; iba esquivando artificio retórico. Iba buscando los insultos tajantes y sangrantes. Los insultos, ¡sí!, los insultos; los que llevan el alma ardorosa y generosa de Montalvo».
antipatriota. Loco, igualmente como Don Quijote, al que se le acusó de las desgracias de su patria. Y como ellos murió Montalvo, cristiano quijotesco, pobre, solo y proscrito». Hay quien consideró a Montalvo un militante liberal, con un gran sentido de la justi-
cia, con desbordante temperamento de luchador, a la vez laico y cristiano, en cierto modo erasmista 59, dedicado a una lucha sin cuartel contra el oscurantismo clerical y contra los intereses materiales de la dominación eclesiástica en Ecuador.
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59 Corriente ideológica y estética centrada en las ideas del holandés Erasmo (1466-1536). Propugnaba un compromiso entre el protestantismo y el papado. Criticaba la corrupción del clero, especialmente la del clero regular, la piedad supersticiosa y los aspectos más exteriores de la religiosidad católica (culto a los santos, reliquias).
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«¡Rompe esa cadena de blasfemias, pon aquí tu mano y muéstranos la verdad!». El Cosmopolita
60 Luis Alfredo Martínez Holguín (1869-1909), escritor, pintor y político ecuatoriano, liberal y amigo del presidente Eloy Alfaro. En lo literario, fue el iniciador del realismo en el país, y en la pintura, un romántico.
ignorantes del mensaje esencial de los Evangelios, en el mejor de los casos, y que reducían la fe a un ritualismo hecho de vaciedades. Una enfermedad agravada, como me comentó un escritor ambateño en una oportunidad, por nuestras costumbres, nuestro cielo triste, nuestro paisaje agreste. Debido a esa idiosincrasia, toda innovación se consideraba como un peligro, toda ambición de mejora social, política o religiosa, peligrosa, y toda expansión, criminal. Lo que se admitía era que cada uno debía ser religioso, profundamente religioso, intransigente con todo lo que no estuviera amoldado a las prácticas más severas, Nunca se aceptaba alguna vacilación o una ligera duda en asuntos de fe. Sin embargo, era habitual descender a los infiernos del chisme, de la traición, de la ignominia. Tenía razón Luis Alfredo Martínez 60, cuando ocasionalmente pasaba por mi iglesia en la serranía cargando en una mula su caballete y sus pinceles y óleos. Recordaba con acierto que el Quito de nuestros años de estudiantes, que lo era también de Montalvo, era una ciudad absolutamente católica. Nadie, a lo menos muy pocos de sus vecinos, dejaba de oír misa diaria en sus muchos templos, siempre desbordados de multitud de fieles. También le asistía la razón al señalar que todo el año había ya en una iglesia, ya en otra, ejercicios espirituales o jubileos. Hombres y mujeres, niños y viejos, pertenecían a las cofradías y congregaciones y que era raro el ejemplo de alguien de posición social más o menos acomodada, que dejara de seguir al pie de la letra todos los preceptos religiosos señalados prolijamente por los clérigos, porque luego se le tachaba de masón y hereje, como sucedió con Montalvo, en su caso por los escritos que daba a conocer en tertulias e impresos.
La filosofía del cortazón es la verdadera
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ás de una vez tuve que experimentar los dardos montalvinos por no contestar a tiempo sus cartas. No se daba cuenta mi amigo de que muchos de los contenidos de sus misivas, para responderlos o someterlos a examen, requerían| tiempo de reflexión. Además, entre sus observaciones filosóficas, éticas principalmente, venían conceptos que me sobresaltaban y llegaban hasta acudir a la oración y la penitencia. En su hermoso artículo «El Padre Lachaise», como para que se moviera el suelo que pisaba yo entonces, mire usted lo que escribió: «El hombre que por filosofía permaneciese en perpetuo silencio, temiendo el uso de la palabra sería un loco; el que en ningún caso llora, temiendo el uso de las lágrimas, es un ateo; no cree en la naturaleza, ni en el amor, ni en el dolor, en nada; y no cree en nada, porque nada siente: su corazón es insonoro, su alma es turbia, su pecho un terruño improductivo. ¿Este se llama filósofo? No, la filosofía del corazón, ésa, es la verdadera: esa filosofía es húmeda, esa filosofía es fragante, esa filosofía es suave, porque empapa en llanto; y es también armoniosa, porque los suspiros vienen sonando en ella. Privar al género humano de su parte más noble, quitándole la sensibilidad, so pretexto de filosofía, es mutilar la obra de Dios». Aquí vivíamos por entonces en un exagerado ambiente religioso, de un fanatismo elevado al último extremo, aumentado por la herencia que nos dejaran generaciones dominadas por sacerdotes
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«Cuando la piedad es extremada; cuando la religión es una máscara fúnebre para disfrazar el vicio y el crimen, cuánto lodo asqueroso, cuánta podredumbre, cuánta porquería se ocultan en los rincones de las sacristías y conventos. ¡Cuánta miseria, hambre y lágrimas en medio de los cánticos de las procesiones paganas y el incienso oloroso de las pompas sacras! A nadie se le permitía, en apariencia, la más leve e inocente transgresión de lo dispuesto en ese complicado y absurdo código llamado moral católica», discurseaba Martínez mientras compartíamos un oloroso queso manchego y unas copas de vino. Conveníamos en que esas fueron las sombras que persiguieron a Montalvo a lo largo de toda su vida, a veces hasta procurando, por fortuna sin éxito, su muerte violenta. Sobre esa atmósfera de fanatismo es conocido este relato de Montalvo que incluyera en Las Catilinarias, una verdadera y corrosiva hipérbole, pero que de alguna manera revela su actitud ante el problema: «Hase visto en Quito un cabrón de Méndez subir al púlpito, quemarse las manos en un mechero, meter en la boca una vela encendida, y probando con esto que la virtud de Dios obraba en él, gritar que en ese instante el diablo estaba andando suelto por la iglesia, y formar remolinos espantosos de plebe engañada y escarnecida. Y no ha habido policía que baje a ese pícaro del pescuezo y le imponga un fuerte castigo corporal, ni gobierno que le mande con grilletes a Guayaquil, a embarcarle en el primer buque ballenero que parezca. Al mismo penitente se le había visto, cuando el terremoto de Imbabura, salir azotándose por las calles de Quito, y gritando que por las maldades y falta de devoción de la gente había ocurrido esa desgracia. Levantada ahí al punto una armazón de madera en la plaza de la Catedral
de Quito, subió allá el arlequín, y, desnudo por delante seis dedos abajo el ombligo, forrada la espalda con un cuero de vaca debajo de un tul negro, se dio cinco mil azotes, burlándose así de las cosas santas, del pueblo congregado, del siglo decimonono, del Gobierno, y hasta de Sancho Panza, quien, al fin y al cabo, se dio siquiera cinco buenos y pasaderos. En Bogotá, Caracas, Santiago, Lima, Buenos Aires, parecerán imposibles estas escenas de nefanda barbarie, que se han visto repetir mil veces en Quito en las mayores aflicciones públicas. Terremotos, lluvias de ceniza, cóleras furibundas de los volcanes, allí están los frailes gachupines a quemarse las manos en el púlpito, a morder cabos de vela, a ver el diablo con sus ojos, y decir que todo lo provocan y lo hacen los liberales». A veces tenía depresiones o cambios de humor. Durante el tiempo que estuvo en Quito, a raíz del asesinato de García Moreno, el hijo de un ministro 61 del presidente Borrero 62 que le sucedió, al que Montalvo había atacado duramente en su periódico El Regenerador, le enfrenta durante uno de sus paseos habituales por La Alameda. Lleva un revólver en mano y le trata de «zambo miserable, malagradecido e ingrato». Cuentan que Montalvo levantó su bastón y le gritó a su vez que le disparara, cosa que su adversario hizo. A seguidas, en legítima defensa, sacó Montalvo su revólver y le ripostó: «Si vuelves a disparar te mato». Ante el escándalo, otros paseantes Manuel Gómez de la Torre (¿?), político de larga trayectoria, fue candidato a la presidencia de Ecuador y luego ministro del Interior del presidente Antonio Borrero. En 1852 vivió en su casa de Quito el entonces estudiante Juan Montalvo. 62 Antonio María Vicente Narciso Borrero y Cortázar (1827-1911), presidente del Ecuador desde el 9 de diciembre de 1875 hasta el 18 de diciembre de 1876. 61
se detienen y algunos amigos de Montalvo acuden a la escena y evitan el desenlace probablemente fatal. En una carta a Roberto Andrade, relata el propio Juan: «Ya tendrán ustedes noticias del balazo carnal de Joaquín Gómez. Erró el canalla y yo salí bien, porque teniéndole como le tuve bajo el cañón de mi revólver, le di tiempo y aun le autoricé a disparar de nuevo. Las ocurrencias posteriores han sido dignas de tal agresor: piden misericordia por adormecer el juicio y la imprenta, y abre guerras de mentiras e imposturas». Otro familiar del ministro depuesto le reta a duelo, pero Montalvo no acepta y da la siguiente excusa en su periódico: «La edad, la posición social de los combatientes han de guardar asimismo ciertas razonables proporciones, de suerte que el nombre, la importancia, la gloria quizás de uno de ellos no sufra menoscabo con la pequeñez del otro. ¿Cuáles serían los fueros de los años, el estudio, el talento, la consideración pública, si un mozalbete cualquiera, ansioso de fama prematura, henchido de vanidad, fuese libre de levantarse a la cumbre adonde han llegado a fuerza de trabajo, audacia y valor, los hombres provectos que ni han temido a los tiranos, ni han rehuido los peligros, devorando como buenos y fuertes las desazones y amarguras que las luchas políticas y sociales suelen hacer en su ingrato seno?». Montalvo no quería darse cuenta de que la libertad que se había permitido distaba de ser absoluta, porque no había bebido lo suficiente del ácido de los abismos de la intolerancia. 63 Juan León Mera Martínez (1832-894), ensayista, novelista, político, y pintor. Entre sus obras más destacadas se encuentra la letra del Himno Nacional del Ecuador y la novela Cumandá (1879).
En torno a Montalvo se fue creando un vacío, algunos supuestos amigos lo evitan, otros temen hasta saludarle en público. El ambiente de oposición que le rodeaba era asfixiante, pero no ceja en su lucha y no renuncia a la crítica y el señalamiento de problemas y corruptelas en la conducción de la cosa pública en sus escritos. En Quito la hostilidad hacia Montalvo era cosa de cada día. Me comentaron que en una ocasión algunos oficiales le insultaron y trataron de cerrarle el paso. Montalvo continuó su camino erguido y pausado sin volver la cabeza. En el segundo número de El Regenerador habla de estos comentarios y se queja de la conducta del Ejército y desmiente lo que se hablaba en torno al desafío. No se oye una mosca a su paso, la soledad que lo envuelve es absoluta, estremece. Tal vez hastiado de tanta insensatez e incomprensión, decide tomarse un descanso en Baños: «Voy a tomar un baño de poesía, a darme un toque de silencio y olvido en el seno de la naturaleza, a la puerta de las selvas orientales, y procuraré salir león a donde voy a entrar tigre cebado», escribió con inocultable ironía en el último número de El Regenerador que tengo entre mis manos. Sin embargo, Ambato fue escenario de otro encontronazo de Montalvo con sus detractores. En efecto, se habló que de que un día en que paseaba por las orillas del río homónimo, se encuentra con Juan León Mera 63, uno de los más incondicionales partidarios de García Moreno. Notoria era la enemistad entre ambos y hay quien sostiene que Montalvo le provocó y que, como su contrincante era igual de altanero, emprende una acometida a garrotazos. Pareciera que Montalvo fue obligado a retirarse, porque en el lugar dejó su bastón y su sombrero. Horas más tarde un campesino de Atocha se
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personó en su casa con el encargo de devolverle las prendas. Menos rencoroso tal vez, años más tarde Mera escribirá: «Montalvo, hombre de buen talento y hábil escritor, no porque nos caigan en gracia sus errores y locuras, ni porque seamos partidarios de su escuela literaria». Las cosas siguieron complicadas para Montalvo, a quien sus amigos y cercanos colaboradores instan a exiliarse en Ipiales. Pronto comienza a gestionar el viaje y les pide la más absoluta reserva, puesto que «Don Ignacio (Veintimilla) es hombre que me puso un malvado atrás cuando me desterró a Panamá; sin los avisos secretos y las precauciones de mis amigos, no sé lo que hubiera sucedido. Tomó el pícaro su pasaje para Panamá, pero le botaron en Esmeraldas, amenazándole con entregarle a la justicia en Tumaco. Ya ven ustedes cuál debe ser la reserva; ahora más que nunca tienen ustedes que velar por mí». Y agrega: «no quiero ir oculto como de fuga, sino como quien quiere ver a sus amigos de Ipiales». El 10 de septiembre de 1879 le escribe a Andrade desde la pequeña ciudad colombiana: «He llegado y estoy a salvo». Entrecerrando un poco los ojos en esta hora en la que el sol de la serranía andina los ciega, permítame repasar algunas de las páginas de los Siete Tratados, en particular las de «Réplica a un sofista seudocatólico». En opinión de Montalvo, solo el fanatismo y la torpeza pueden poner un abismo entre la virtud antigua y la moderna, entre la virtud pagana y la cristiana: «Bien se me alcanza que la pura y limpia virtud, virtud del cielo, está en la ley cristiana, ley de Dios; mas si los antiguos griegos y romanos practicaron gran parte de ella, ¿diremos que no fue virtud, porque el Redentor no había aún venido al mundo?». En lo que yo voy pensando al
elaborar para usted este relato, es en lo mismo: que uno se siente fuera del mundo, abandonado a su suerte por sus semejantes, tal como debió sentirse Montalvo ante la hostilidad de muchos sus compatriotas, paradójicamente aquellos por los que todo lo sacrificó. Cómo dejar pasar por alto entonces la siguiente declaración de mi amigo: «Si yo hubiera vivido en los tiempos de Cristo, lo habría seguido, habría sido uno de sus discípulos, y no el que le jugó la corta herencia, sino uno de los fieles, de los buenos… Tan real, tan profundo es el amor que siento por Él, me embelesa tanto su historia, que la sigo todos los años, desde Belén hasta el Calvario». Alguien que conoció bien lo sucedido, me contó que en una ocasión, junto a la Iglesia de la Merced, en Quito, un mendicante con una imagen de lata en la mano se la da a besar a cambio de una peseta. Montalvo lo rechaza y el indignado pordiosero da la voz de «hereje». La gente se arremolina alrededor de ambos y entre ellos surgen expresiones violentas en su contra. El asunto iba calentándose al extremo de que tuvo que buscar refugio en una casa vecina. Decepcionado, escribe: «O soy o mis compatriotas son los trogloditas del nuevo mundo. Para no serlo verdaderamente, me voy a un monte, hasta que me sea dado irme en destierro voluntario, y para siempre». En Ipiales, en los tiempos de su exilio, los vecinos detuvieron a una gitana que preguntaba por Montalvo y tenía actitudes sospechosas. Le hicieron preguntas y la zarandearon un poco y se enteraron que había sido comisionada para envenenarlo. El arte del envenenamiento era bien conocido en Quito, pues su víctima más notoria fue el obispo José Ignacio Checa y Barba64, sacerdote ilustrado y de criterios
liberales. El Viernes Santo de 1877 celebraba misa en la Catedral y después de probar el vino del cáliz de consagrar ordenó que guardaran ese vino, pues consideraba que estaba mezclado con cascarilla y con él no podía celebrar. Concluida la ceremonia pasó al Palacio a almorzar y le empezaron náuseas, convulsiones, contracciones y dolores muy agudos. Cuentan que exclamó: «Me han envenenado» y pidió a un cura que estaba a su lado que lo absolviera y le aflojara el cilicio que llevaba puesto. Cuando llegaron los médicos les dijo: «Estoy envenenado, he tomado en el cáliz un vino más amargo que la quina y siento que algo espantoso me abraza las entrañas». Enseguida gritó: «Hijos míos, auxílieme… ¡Me ahogo, me ahogo, me muero!». Minutos después era cadáver. En la autopsia se encontraron ocho gramos de estricnina en sus vísceras. Razones tuvo Juan Montalvo para creer al pie de la letra lo que le decían sus vecinos que había confesado aquella singular mujer. Tiempo después se dio otro incidente con un sujeto de apellido Casanova. Repare usted en lo que cuenta Roberto Andrade 65, fiel colaborador y amigo muy cercano de Juan: «Yo conocí a Casanova en 1879; residía yo en San Vicente, hacienda en 64 Barba José Ignacio Checa y Barba (1829-1877), arzobispo católico de Quito, su ciudad natal. El 22 de julio de 1877, una hoja volante Montalvo fustiga a los asesinos del arzobispo Checa y Barba, bajo el título de «Los envenenadores del Arzobispo 65 Andrade Roberto Andrade Rodríguez (1850-1938), escritor, historiador y revolucionario liberal. Integró el grupo acusado de conspirar contra García Moreno, cuyo asesinato consumó Faustino Rayo el 6 de agosto de 1875. Se cuenta que después del ajusticiamiento recorrió las calles de Quito gritando: «La Patria es libre, murió el tirano». Su libro Montalvo y García Moreno contiene hechos históricos de los que fue testigo, en particular sobre el célebre ambateño. 66 Portilla Rafael Portilla (¿?), político liberal, diputado a la Asamblea Constituyente de 1883, amigo y confidente de Montalvo.
las márgenes del Chota, camino de Tulcán. Varios transeúntes se alojaban en dicha hacienda. Un día se hospedó un desconocido, de treinta a cuarenta años de edad, de estatura regular, barba y cabellos negros y poblados. Venía de Quito, durmió y siguió a Colombia. En la tarde recibí carta urgente de Quito, escrita por Don Rafael Portilla 66, en que me decía: “Avise inmediatamente a Don Juan Montalvo en Ipiales, que va un asesino, en pos de él, llamado Casanova, enviado por los terroristas” [Así designaban a los conservadores garcianos]. Añadía la filiación del individuo, la misma del que había partido en la mañana». Andrade le aconseja procurarse la compañía de uno de sus sobrinos y hasta le ofrece enviarle a uno de sus hermanos, ante tanto peligro que se cernía sobre su persona. Montalvo le contestó: «Antes del aviso de usted, diez o doce cartas habían venido ya, y no solamente para mí sino también para varias personas de este lugar. Algunas de ellas parecen ser de mujeres. No hay duda de que veinte mil criminales y viciosos cavilan en mi muerte; mas yo no creo que el asesino sea de allá; y cabalmente en esto está el peligro. No tengo el sobrino que usted dice para que me custodie; no son adecuados los míos ni pudieran venir. Tampoco es necesario ningún hermano de usted. De un asesinato aleve nadie lo defiende a uno. Ni yo ni el compañero podríamos, por otra parte, aguantar el suplicio de no separarnos un instante. El Custodio invisible es el eficaz: mi Genio con nombre de ángel de la guarda, es el que me ha de salvar, pues no me desampara, y la Providencia no deja de advertirme que no tema». La tentativa de inferirle daño fue real, pero afortunadamente no se plasmó a la postre: «El proyecto de asesinato parece fundado: quizás descubierto como está y denunciado por la
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imprenta, se contenga. Pero yo estoy bajo el ala de la Providencia». Montalvo insistía en que se usara el correo en su correspondencia, sino que, por seguridad, se emplearan las diligencias y portadores particulares: «Un hombre a caballo infunde sospechas; lo mismo que un mozo de a pie que va solo. Es indispensable que usted mande un arriero con su respectiva acémila, y la carta bien metida en la carga», le previene a Roberto Andrade y le advierte: «Usted, Roberto, está corriendo inminente peligro: el Mudo [Veintimilla] ha dicho que usted está comprometido con Alfaro y conmigo para matarlo a él. Comunique usted a sus padres que su salida es indispensable, y véngase como para quedarse: si por sorpresa lo cogen, es cosa de muerte, nada menos». Luego, un poco más tranquilo quizás, le pide a Andrade que, de venir, le traiga nogada de Ibarra, una salsa de nueces y especias para guisar ciertos pescados: «Y si quiere usted ser mi amigo, júreme por la empuñadura de su espada no pensar ni en artículo mortis en mandarme alfeñiques 67». Otro día le escribe: «Si no quiere venirse, por ningún caso duerma en su casa y aun de día estese con mucha vigilancia». En una carta muy confidencial que tengo en mi poder, informa de lo siguiente: «Lo que ha llegado a saberse por testimonios ajenos es que en efecto aquel vagabundo sospechoso entró un día, de pronto, casi en sigilo, a hablar con la cocinera de Montalvo, y que este alcanzó a sorprenderle casualmente. Su primer impulso fue el de gritarle: “¡Casanova!”, seguro de que se trataba de éste. Y entonces la respuesta única del intruso fue volverse rápidamente, echar una mirada esquiva a quien así le había llamado, y salir con prisa, apenas saludando. La mujer no se
resistió a dar la voz de alarma, tras la indicación vehemente de su patrón, y pronto algunos vecinos se empeñaron en perseguir a Casanova. Pero este había encontrado la manera de ocultarse y escapar». El amor de sí mismo es el impulso de toda acción humana, es la esencia del carácter y es lógico suponer que es necesario para la conservación. Sin embargo, aquí pudiera añadirse algo que figura en sus polémicos Siete Tratados: «Bien se me alcanza que la pura y limpia virtud, virtud del cielo, está en la ley cristiana, ley de Dios». En ese libro, y repasando los avatares que a lo largo de su existencia Montalvo tuvo que afrontar y padecer, lo esencial de la nobleza es un tema de examen y objeto de una reflexión que se proyecta al futuro. Quien fuera acosado por su origen, al abordar la nobleza, afirma que «puesto en controversia el origen único de la especie humana, no habría cosa que dificultar en orden a la desigualdad de las clases, y la nobleza de la sangre vendría a ser prerrogativa natural y esencial en las que la reclamasen y poseyesen a justo título. Si admitimos empero una sola cuna para todos los mortales, el principio de la nobleza lo hemos de buscar en otra parte». Ante el hecho de que la nobleza a veces se fundamenta en la riqueza, a Montalvo no le tiembla la mano al escribir que «en nuestros tiempos las riquezas son el fundamento de la nobleza: el mundo ha pasado por la cola de un cometa y ha perdido la vista: ahora no vemos como veían los antiguos, esos patriarcas venerables que cabalgaban en asnos y andaban el pie desnudo». 67 Pasta de azúcar estirada en barras delgadas y retorcidas y cocida en aceite de almendras.
De regreso de Roma, al final de mis estudios en la Universidad Pontificia, traté de que la ruta de vuelta a Ecuador pasara por París, con el fin secreto de encontrarme una vez más con Juan, al que encontré en casa, número 26 de la calle Cardinet. Me abrió la puerta su compañera Agustine, con la que conversé largamente, pues Juan aún no regresaba de su caminata acostumbrada diaria. Un esplendoroso otoño se anunciaba, se acortaban los largos días y asoleados y se doraban los follajes de los árboles. Tomamos un café a la manera de la Sierra ecuatoriana. No tardó mucho en aparecer Juan, con su sombrero de alta copa, sobriamente vestido, con una bufanda gris y su sempiterno bastón. Peinaba canas y su rostro algo pálido dejaba ver las huellas de la intensidad de todo lo vivido. Nos abrazamos con el mismo cariño de siempre y noté que respiraba con
algo de dificultad. ¿Cómo podía yo adivinar que en su pecho ya se expandía la enfermedad que lo llevó años después a la muerte? Pronto iniciamos una larga conversación que nos consumió el resto de la tarde. A Adriano, su sobrino, es a la única persona a quien se la relaté antes que a usted. Al concluir un largo y enjundioso rodeo, Montalvo me confesó casi como en susurro que tarde había comprendido que en vano bregó por cambiar el rumbo de las cosas en nuestra tierra. Que las ambiciones, los deseos de mando, los anhelos de honores y riquezas pronto corrompen a los hombres y que a quienes en algún momento consideró coidearios y patriotas no eran una excepción. Que acaso la posteridad algún día pondrá en su sitio el valor de sus esfuerzos y aquilataría las intenciones últimas de sus escritos. Que hasta el presente solo había cosechado
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Quito, obra del pintor Rafael Salas a mediados del siglo XIX.
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ingratitudes e incomprensiones. Que decepcionado, trataría desde allí de continuar con sus enseñanzas, con su tarea de abrir cauces a un pensamiento de libertad y justicia. Que ya no le importaba que le llamaran loco o hereje, que al país que amaba, por encima de todas las cosas, lo había puesto, desde hacía mucho tiempo, en manos de la Providencia. Al despedirnos, bien entrada la madrugada, puso en mis manos un viejo ejemplar de El Cosmopolita, del que sobresalía un marcador en una página que leí, luego de llegar a mi hotel, y que dejó en mí un hondo pesar. Juzgue usted: «Ay de mí; si es necesario morir porque digo la verdad, aquí estoy: las amenazas no bastan, deben verificarse; ¿acaso es amable la vida cuando se la vive tan odiosa? Odiosa es la que se lleva adelante en las tinieblas de la barbarie, respirando el hálito pestilente de la esclavitud, oyendo los alaridos de
la corrupción. Hablar del bien, predicar la moral, clamar por la libertad, propagar la ilustración, no a lo grande, sino como puedo, son crímenes que me deben castigar de muerte mis compatriotas, mis hermanos. Jesucristo, también murió y murió en la cruz y fue azotado: ¿Qué maravilla que un triste mortal, una pobre criatura acabe en las garras de un tropel furioso? A pesar de los malos, el bueno se apiadara, y en vez de precipitarme a los infiernos, me extenderá la mano, y yo, cogido de ella, subiré blanco y ligero, y sabré que es inmortalidad y gloria. Y como todo lo que hay inicuo en mi naturaleza se quedara en el mundo, y como lo que en ella hay avieso quedara cernido, no iré rencoroso a pedir venganza, sino humilde ante el señor pediré por todos, amigos y enemigos. Ah, la muerte es la operación más sabia de la vida; el sepulcro es la cátedra donde se enseña y se aprende a perdonar y olvidar, y el que se rinde el aliento es ya otro diferente del que respira todavía».
C A P Í T U L O
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«Porque donde habitan los buenos habita el Señor, porque donde respiran los buenos respira el Señor». El Cosmopolita
Fray Vicente Solano (1791-1865), teólogo, sociólogo, historiador, periodista, su obra fue recopilada en cuatro volúmenes por el expresidente del Ecuador, Antonio Borrero Cortázar. 69 Federico González Suárez (1844-1917), eclesiástico, historiador y arqueólogo ecuatoriano. De gran talento y habilidad, alcanzó las más altas posiciones dentro de la Iglesia y ejerció poderosa influencia en la política y el Estado. 68
casi todo a la disolución, a la embriaguez y a los demás vicios, es imposible». Le dijo, además, sentirse «cansado de ver alentados por la impunidad y por la negligencia de las autoridades eclesiásticas, los escandalosos crímenes que los eclesiásticos comenten diariamente contra la moral y el orden público». Los desencuentros de García Moreno con los sacerdotes de este tipo fueron frecuentes, incluso con los enviados de El Vaticano, de uno de los cuales recibió quejas por haberlo sumido en el «mayor ridículo y humillación». Un sacerdote de prestigio por entonces, el padre Vicente Solano, 68 dio testimonio de que «los clérigos y los frailes van por el carril de la perdición», algo que recientemente y nada menos que el obispo Federico González Suárez69 atribuyó a una tradición que viene desde tiempos coloniales: «Antes de la emancipación, los frailes españoles gozaban de grandes privilegios, dentro y fuera de las órdenes, Eran seres aparte, regalados, solicitados, encumbrados por la sociedad y por el pueblo, sobre todo por las mujeres». Montalvo calificó a ciertos frailes y monjas de «chorros de pus» y «mangas de fantasmas tenebrosos». Bien criticó con fuerza, argumentos y hechos la idea de una Iglesia perfecta hasta en el más mínimo detalle y autorizada a sancionar cualquier tipo de crítica; sin embargo, sostuvo que «el clero es uno de los elementos esenciales de la sociedad humana, y lo ha sido desde sus orígenes, sin que hubiera estado de más en ninguna época de la historia». Pensaba yo que quizás peregrinando a algún lugar santo podría iluminar la confusión que me abrumaba. Tenía la sensación de no estar nunca a la altura; de no ser lo suficientemente bueno, competente o capaz; de ser un impostor, un fraude. En
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rataba de no pensar, tan solo de soportar los desafíos de aquellos largos y monótonos días. La travesía hacia Ecuador esta vez se me hizo muy penosa. Volvía cargado de incertidumbre sobre mi vocación, luego de tantos años de haber sido ordenado, y sobre los fundamentos que hasta entonces sostuvieron mi catolicismo. La fe, la fe, la fe, me repetía constantemente. ¿De qué valía mi fe íntima y solitaria? No podía culpar a Montalvo por provocar en mí tantas dudas, pero tampoco apartar de mi mente el contenido profundo de nuestras conversaciones. Existen formas de causa y efecto que las más de las veces no acertamos a comprender y aparentamos que no existen. Yo coleccionaba, amontonaba y clasificaba experiencias. Me preguntaba cuándo había alcanzado la humildad; la había alcanzado y no era vergonzoso, no comportaba desgaste del orgullo verdadero. Me decía a mí mismo, perdida la mirada en el horizonte del inmenso océano, que en tanto supiera guardarme de la intolerancia y de la ira, era mejor creer en demasiadas cosas que en demasiado pocas. El obispo Ordóñez, que tan acre e injustamente condenó los Siete Tratados, tuvo que bajar la cabeza ante la llamada de atención que hizo nada menos que el presidente García Moreno, de cuyo fervor católico lindante con el fanatismo nadie duda, sobre la corrupción que minaba a la Iglesia, en estos términos: «La reforma del clero regular, entregado
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Roma pernocté en una celda de un monasterio de mercedarios, en cuya capilla consumí horas de oración y penitencia. Antes de viajar a París, mi última sesión en el lugar, un viento afilado se coló repentinamente en la nave central y apagó las llamas de los candelabros. Sentí que algo me tomaba por los hombros y me sacudía abruptamente y que al fondo, entre las sombras, una amenaza ineludible iba a abalanzarse sobre mí, a la manera de una borrasca de tinieblas. Me puse en pie y a grandes zancadas salí del pequeño templo, al aire libre, bajo los árboles del patio del monasterio donde por fin pude respirar. Sufría la abrumadora tentación de la tristeza por miedo a mis pecados. Esa misma tarde hice los preparativos necesarios, concluí con asuntos que me habían encomendado las autoridades eclesiásticas
de Quito, me despedí de los amables mercedarios y tomé el primer tren hacia la frontera con Francia. Tuve la convicción de que nunca volvería a la Ciudad Eterna. Con ese estado de ánimo llegué a la casa de Montalvo. Su conversación siempre esencial y profunda, no me sacaba de mi abatimiento. Entonces, dándose cuenta de mi situación, me invitó a caminar por alguno de los bulevares cercanos. Anduvimos por los alrededores de la iglesia de Saint-Garmaindes-Pres, una de las más antiguas de París, en lo que comenzaba a dejar de ser el centro de la ciudad. Nos fuimos a un café que solía frecuentar mi amigo, entre corrientes de aire y olores dudosos. Sobre las mesas de mármol, entre las consumiciones, aquí y allá se veían tinteros a disposición de quien quisiera emplear su tiempo en escribir alguna cosa que le
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apeteciera. En ese café uno se sentaba en sillas que no pertenecían a nadie, ante mesas que tampoco eran de nadie, según la opinión del ambateño. Allí estuvimos como espectadores de lo ajeno, como consumidores de lo insólito, cual enamorados de la diferencia. Como si me adivinara el pensamiento, luego de pedir sendas tazas de café y mirándome fijamente, dijo: «La tolerancia que se funda en la virtud, amigo mío, es otra virtud; mas esa otra tolerancia basada en el interés, esa tolerancia que por aquí nos aconsejan, es cosa reprobada por la religión, la moral, la filosofía, por todo. Tenemos que vivir entre los hombres, sufrámosles, oigo en torno mío. ¡Por Cristo santo! ¿Aun a los tiranos?, ¿aun a los pillos?, ¿aun a los infames? Pues yo digo que esa tolerancia es inmoral y baja, y que si se la llevase delante de todo en todo, la asociación civil no sería un conjunto civilizado y cristiano». Estuvimos un rato en silencio, cada uno lidiando consigo mismo. Montalvo insistió entonces en que continuáramos nuestro andar y desandar por París. Un poco después nos dirigimos al mercado de las Halles, frente la iglesia de San Eustaquio, en el corazón de la ciudad, enmarcada bajo esa avenida de hierro colado. Las Halles, todo un espectáculo para un cura acostumbrado a las aldeas perdidas en el paisaje andino; las Halles, con sus pabellones con el techo y paredes de cristal y unas columnas de hierro, El cometa Halley es grande y brillante, orbita alrededor del Sol cada 76 años en promedio, aunque su período orbital puede oscilar entre 74 y 79 años. Es el único que es visible a simple vista desde la Tierra, y también el único que quizás aparece dos veces en una vida humana, por lo que existen muchas referencias de sus apariciones. 71 Sus padres fueron don Marcos Montalvo y la señora Josefa Fiallos. 70
donde van a almacenarse todas las mercancías que llegan diariamente a París, con sus indescriptibles colores y sordo bullicio. Fuimos a seguidas su lugar favorito: los Jardines de Luxemburgo, con su encanto melancólico, uno de los rincones más hermosos y frecuentados de la ciudad, repleto de plantas y árboles bajo los que cobijarse. Al ritmo de nuestros pasos, Juan fue desgranando conmovedores recuerdos de su infancia. Me preguntó si cuando era niño me asustó tanto como a él la posible aparición del cometa Halley,70 cosa que a nuestros padres llenaba de pavor. Calificó a los cometas, haciendo alarde de su inagotable imaginación, como «monstruos vagos que andan errantes por el universo. Salen de lo infinito y se van al infinito. Un cometa no tiene vida, es un cadáver gigantesco, no parece que anda por el cielo, sino que se va arrastrando con prodigiosa rapidez. El cometa no tiene luz ni fuego; es un vapor funesto que desconcierta al sabio y aterra al ignorante». Esbozando una sonrisa, ese fue el preámbulo de su relato al respecto: «¡La Edad Media! Yo no soy hijo de la Edad Media, ni lo fueron mis padres, 71 ni lo son mis compatriotas, y todos hemos temblado en presencia de un cometa. Cuando, apagado el sol, a las seis de la tarde, empezaba a dibujarse en el occidente, corríamos a refugiarnos bajo el ala materna a la voz de: “¡El gigante!”. Mi padre, hombre sin miedo, para tranquilizarnos decía: “No es nada, eso no es nada; es un cometa”. Pero la astronomía, que no se estudia en Francia, que no la saben ni los sabios, ¿la había de saber un buen señor, patriota de la América española? Pasaba él a su aposento, y mi madre decía: “Recemos”. No hay gigante que pueda contra la Virgen: el cometa no hizo las atrocidades que todos estábamos
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esperando y temiendo. Si tuvo algún propósito indebido, nuestro padre San José y Nuestra Señora de las Mercedes le contaminaron las malas intenciones, a pesar de que todos los días predicaban que no iba a quedar piedra sobre piedra, que el sol no volvería a salir, y que íbamos a vernos sepultados en eterna, fría noche. Cuando despuntaba el alba, nos bebíamos sus blancos rayos con los ojos, cogiéndolos en las rendijas de las puertas, y mi madre volvía a decir: “Hijos, recemos; demos gracias a Dios”. Nos hincábamos por el suelo y, saludando a la aurora, dábamos gracias a Dios de haber amanecido un día más. ¡Y hay pícaros que me llaman hereje!». No pude menos que reír con las ocurrencias de Juan quien, ahora con seriedad, continuó su exposición recordándome que no como el de 1797, 72 pero el terremoto que asoló a Imbabura fue formidable, «la casualidad suele ser cómplice de la ignorancia; triunfó el cura. El cometa no se fue sin hacernos una y buena». Montalvo describió esa provincia como «joya incrustada en el corazón de los Andes, bañada por lagunas que reflejan la mirada de Dios». Abelardo Moncayo,73 quien en su día viajó a Ipiales a conocer a El Cosmopolita, cuyos escritos leí con vivo interés, describió así el terremoto que asoló a Imbabura: «A un estampido infernal como de cien truenos en el interior de nuestro globo, a un tormentoso hervidero de su superficie, como el mar en borrasca, los montes se desgarran y precipitan en pedazos, los ríos paran su corriente, las poblaciones se hunden en impensado abismo, zarandeada, sacudida la tierra hasta sus más hondos senos, se trueca una inmensa zona en campo de indescriptible desolación. En menos de diez segundos, cuántas innumerables víctimas que del sueño fugitivo de la noche pasan al profundo de la eternidad, cuántos
debajo de los escombros, en pugna cruel entre la muerte y la vida; y cuántos, si bien escapados por prodigio, atónitos ante lo insólito de su infortunio». Montalvo me contó que en Ambato un cerro que estaba frente a su casa paterna, pelado y flojo, mientras se sucedían las sacudidas por el sismo se vino abajo «en un torrente de piedras por su derrumbadero, el patio, que era un terraplén muy alto; estalló, fracasó y se abrió en una enorme grieta; la casa era una loca frenética que iba y venía; los perros daban aullidos temerosos; los bueyes, a lo lejos, estaban mugiendo de modo lamentable; y los indios conciertos, los peones empezaban a llegar aterrados, como si su amo hubiera tenido el poder de ampararlos de ese cataclismo». Escribió al célebre novelista y poeta francés Víctor Hugo 74 un texto altamente poético sobre la tragedia: «Un vasto nubarrón envuelve la comarca donde las tinieblas se agitan como enfurecidas, queriendo acarrear al caos el universo; mugidos profundos salen de las entrañas de la tierra atormentada por una tempestad subterránea en que estallan mil rayos en todas las direcciones. Las estrellas se apagaron en el firmamento con un chirrío temeroso: el Cataclismo sísmico en el centro de la sierra ecuatoriana, que destruyó a Riobamba. Fue el 4 de febrero de 1797, a las 07:30, con 8,4 grados Richter. Se reportaron pérdidas humanas y materiales en Quito, Latacunga, Ambato, Guaranda, Saquisilí y Baños; se percibió hasta en Cusco, Perú. En 1868 se produce el terremoto en la provincia de Imbabura, donde son destruidas las ciudades de Otavalo, Atuntaqui e Ibarra. 73 Abelardo Moncayo Jijón (1847-1917), escritor, educador y político. Influenciado por las lecturas de Montalvo y de varios escritores franceses, se identificó con la doctrina liberal. Fue uno de los principales inspiradores del atentado que acabó con la vida del presidente García Moreno. 74 Hugo Víctor Hugo (1802-1885), poeta, dramaturgo y novelista, uno de los más importantes en lengua francesa. También fue un político e intelectual comprometido e influyente en la historia de Francia y de la literatura del siglo XIX. 72
incendio nace y crece como gigante en medio de los escombros, iluminando ese teatro, donde la muerte, repleta y abominable, salta de alegría. Entre las sombras se oyen intensos ayes: los muertos se quejan en las sepulturas, los vivos piden la muerte; los animales en alocado vaivén corren dando aullidos al siniestro centellar de los meteoros que serpentean en los retintos horizontales». En una carta a la cual he tenido acceso, escrita a uno de sus corresponsales al padre mercedario fray Juan Francisco Iturralde Gómez, se transcribe otra de Montalvo en la que se refiere al terremoto que asoló a Ibarra como una «dolorosa agonía de tan ilustre ciudad que no merecía la suerte de recibir ese castigo porque sus habitantes son hijos de la nobleza y el decoro». Fray Iturralde, comendador del convento de Santa Catalina, es admirador secreto de Montalvo, algo que en el ámbito eclesiástico, como usted podrá imaginar, es impensable por el odio que le dispensan algunos jerarcas de la Iglesia católica. Ninguno de nosotros puede tener la osadía de expresar su respeto por el pensamiento del «zambo Montalvo» y menos aún divulgarlo. El padre Iturralde comparte sus observaciones con fray Luis Nepomuceno Arias, otro cura admirador de Montalvo. Lo hacen de manera inteligente, en clave, con el fin de evitar ser delatados, puesto que toda correspondencia es revisada por nuestros superiores, razón por la que los dos religiosos se escribían en clave. De esta manera el 15 de octubre de 1869, Iturralde comentó con su hermano de comunidad sobre el destierro de Montalvo a Ipiales el 15 de enero del mismo año. Le dice: «Hecho atroz la malhadada decisión del hombre [se refiere a García Moreno] que no sabe lo que hace y no busca sino su propia
vanidad y por ello corre al letrado [Juan Montalvo] hacia una patria ajena [Colombia], sometiéndole a la tortura del ostracismo. He tenido la suerte de enterarme de algunos pensamientos que no van contra la doctrina, sino contra la inmoralidad y abuso de ciertos mal llamados cristianos que a nombre de la justicia cometen toda clase de atropellos. He aquí, hermano, que el lobo no es aquel sino el porfiado que en nombre de la justicia comete actos que van contra la razón y la caridad solamente por el hecho de hablar con altura y reciedumbre». El 20 de diciembre de 1869 le informa que la señora Mercedes de la Torre, esposa de don Benjamín Rosales Prieto, «propia y natural de Ibarra cuya ciudad ha sufrido la más grave y espantosa tragedia del terremoto de año pasado [1868] me cuenta que el letrado [Juan Montalvo] tuvo la bondad de alojarse en su pobre casa por dos noches debido a que seguía un largo camino al país de las lágrimas, arrojado por el arrogante mancebo. Esa distinción se debió a que el oficial de la guardia que lo acompañaba se indispuso de salud por lo que se acogió a la posada de su buen amigo. Que en su corta estadía el hombre había escrito varias páginas sobre la gravísima situación de la ciudad y que ella tenía los originales, puesto que el dueño de la pluma se llevó dos copias de sus pensamientos sobre tan triste hecho... ha ofrecido la señora Mercedes remitirme con el posta de la próxima semana los papeles para que yo los guarde, ya que es peligroso para ella tenerlos en su incómoda residencia debido a problemas con los espías del alma que podían comprometerla a ella y a su esposo… Espero con ansias cumpla con su palabra, pues ya sabe que los pensamientos de tan brillante gema servirán para tener una mayor reflexión sobre la doctrina moral de todos nosotros».
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Le ofrece, además, con la prudencia del caso, hacerle llegar una copia. El 14 de febrero de 1870, el padre Luis le escribe a Iturralde diciéndole que recibió papeles enviados por doña Mercedes, envueltos en un fino mantelillo, junto con una caja de dulces de guayaba. En ellos Montalvo tiene expresiones muy delicadas y consternadas sobre el terremoto de Ibarra y le ofrece, con la prudencia del caso, hacerle llegar una copia de esos documentos. Seis años después, de regreso de Ipiales, a su paso por Ibarra, Montalvo volvió a detenerse en la casa de Rosales. Doña Mercedes de la Torre, en carta del 11 de abril de 1877, comenta con el padre que Montalvo «dejó en manos de su esposo un precioso manualito que escribió en su abandono sobre Ibarra y sus regiones. Es una verdadera joya que le remitiré en valija en los próximos días para que lo conserve de mejor manera, ya que en nuestro medio todo trabajo del señor que sabemos es un peligro debido a la gestión de los mirones, aunque no todos los tonsurados comparten con las ideas de evitar leer sus sabios trabajos». Me han llegado noticias de que en el archivo del Convento Máximo de la Merced de Quito, según personas de confianza, hay una sección que tiene el carácter de reservada donde están los libros prohibidos de Montalvo. Sus lectores, por lo que le cuento, no han sido pocos en los seminarios y conventos, todos con la debida sensatez y cautela. No fue solo a mí, dentro de la curia, a quien estremecieron las ideas y señalamientos de Montalvo. ¡Cuánto hubiera dado por tener estas informaciones para transmitirlas a Juan durante nuestro paseo por los Jardines de Luxemburgo! En un alto a la sombra de un frondoso árbol, entre las estatuas de antiguas reinas francesas
que se empinan en los parterres del Jardín, mi buen amigo, volviendo al asunto que nos ocupó en la sala de su casa y poniéndome una mano sobre uno de mis hombros, queriendo apartar de mi dudas y desasosiegos, sentenció: «Sacerdote prevaricador, esbirro de la sacristía que prefiere la opresión con los opresores a la libertad con los pueblos, el crimen y el vicio con los malvados, a la justicia, a la pureza con los apóstoles, no es padre de la Iglesia. Los padres de la Iglesia deben alcanzar a vivir por lo menos en la sombra de la altura moral de Jesucristo, viviendo su vida en ejemplo, ya que la causa de Dios es la moral, la virtud, la causa de Dios es la conciencia, la paz, la causa de Dios es honra en el mundo, gloria en el cielo. No hemos sabido estimar en su grande precio la sangre de Jesucristo, la derramó para redimirnos de la esclavitud». A seguidas nos sobrevino a los dos un afán de silencio, un deseo de mirarnos un poco por dentro. Sentado a su lado sobre el césped del parque, comprendí que si no se es humilde se es incapaz de mejorar. Me sentía sanamente incómodo ante la humildad de aquel hombre sabio, lúcido y agudo en sus observaciones. La humildad de los demás, me dije, nos hace ver nuestra propia insuficiencia. De pronto Montalvo hizo un esfuerzo pronunciado para tomar aire, como si sus pulmones no acopiaran el suficiente para permitirle hablar. Casi como murmurando dijo, como a manera de conclusión de nuestro extenso diálogo y expresión de lo que consideraba un estado de felicidad: «La naturaleza: una montaña, un bosque, un río, son mis amigos socorridos, adorados. Romper el sueño con la aurora, tomar la flor de la luz aspirándola con el alma sobre una verde colina, entregar la cabellera a
las travesuras de la brisa matinal; descender el cauce de un torrente y sorprender medio desnudas a las ninfas en sus grutas; averiguar los secretos de los insectos en las profundidades de la hierba; tener el oído puesto en la música del silencio». El extraordinario intelecto de Montalvo le conducía en sus reflexiones y convicciones religiosas mucho más allá de la teología de nuestra iglesia. Su lectura a fondo de los textos bíblicos y su estudio de la filosofía antigua, en particular la griega, le condujeron por una senda insospechada para un cura de pueblo como siempre he sido. Nadie como él ha plasmado en sus conversaciones y en sus escritos la grandeza y trascendencia de los Evangelios para la vida temporal y eterna. A los estamentos eclesiásticos de entonces Montalvo los atacó con argumentos y con una sátira corrosiva. Sin embargo, nunca pude separarme del todo de su disciplina, sus preceptos y su manera de llevar la vida religiosa. Nunca pude adherirme sin reservas a sus principios, aunque sé que en ellos está la esencia del verdadero mensaje del Señor para la humanidad. Todavía hoy siguen siendo grandes cuestiones por dilucidar la institución del pontificado, los ideales monásticos y la salvación, pese a que sabemos de la trascendencia del sacrificio de Cristo en la cruz. Ante mis dudas, mi amigo se encogió de hombros y mirándome fijamente sentenció: «La imaginación bien dirigida, obrando bajo el peso santificador de buenos pensamientos, es la más brillante de las facultades del hombre. Las grandes ideas necesitan mucho tiempo para madurar; los grandes proyectos son primero grandes utopías; las grandes obras pasan por grandes noviciados, si cabe la expresión, y después de las pruebas a que las
sujeta el egoísmo, la imposibilidad o la ignorancia, vienen a ser grandes realidades en manos de los sabios y de los gobiernos filantrópicos e ilustrados, Quien no quiere variar nunca, que no tenga pretensiones. Nada es más difícil que ser siempre el mismo hombre… No hay dicha ni desgracias perpetuas; la vida es un vaivén. El liberalismo, mi buen y paciente amigo, anda soplando por el mundo en forma de viento fresco y oloroso; de cuando en cuando cobra proporciones de huracán, y se precipita sobre los pueblos echando por tierra furiosamente los alcázares del fanatismo y la tiranía». Las ideas de Montalvo para muchos como yo nos eran desconocidas. Había visto aspectos de la vida que ignorábamos y sus experiencias eran impresionantes. Cada vez descubría la solidez de su carácter, su fina sensibilidad y su mente ponderada. El aire era puro y limpio y resonante, de manera que el coche que tomamos hacía resonar repentinamente toda la calle y el enfático trote del caballo lo hacía también con largos repiqueteos. A mi modo de ver las casas permanecían tranquilas, salvo los agujeros de sus numerosas ventanas. En su letargo se alineaban a lo largo del pavimento. Habrían perdido todo su significado sin el rumor de las voces humanas y el precipitado paso de los transeúntes circulando de un lado a otro. Los ríos todos van al mar, y el mar no se llena; al lugar de donde los ríos vinieron, como sucede con la existencia humana, allí vuelven para correr de nuevo, me dije al despedirme de mi amigo en la estación Saint-Lazare. Los pitos de los ferroviarios y el ruido de las locomotoras hacían imposible cualquier intercambio de impresiones. Nos abrazamos a manera de despedida. No supe que sería la última vez que vería a Montalvo.
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ÂŤMas para ser malo, mejor es no infestar su casa, ni penetrar sus misterios, ni manosear sus sĂmbolos. El mal sacerdote de Dios es buen sacerdote del demonioÂť. El Cosmopolita
José María Yerovi Pintado (1819-1867), arzobispo de Quito, de ascendencia vasca. Ordenado sacerdote en 1845, profesó como franciscano en 1854. Fue sucesivamente vicario general de Guayaquil, administrador apostólico de Ibarra (1865), obispo de Sidonia y auxiliar de Quito (1866), siendo elevado al año siguiente a la silla arzobispal. 76 Voltaire François-Marie Arouet (1694-1778), más conocido como Voltaire, escritor, historiador, filósofo y abogado francés, uno de los principales representantes de la Ilustración, un período que enfatizó el poder de la razón humana, de la ciencia y el respeto hacia la humanidad. 75
conmoviera en su día. En consecuencia, me parece útil que le cuente cuanto pude compilar de la vida de Yerovi y lo que Juan escribió sobre él. Quienes le trataron en su juventud, contaban que leía obras de Voltaire 76, tocaba la vihuela, pero dejo de hacerlo por creerlo un instrumento profano, pero la música era una de sus distracciones predilectas. Sus padres poseían casa en Quito y una hacienda en el Valle de Atocha, en Tungurahua, con prados y rondas de majestuosa belleza. Allí aprendió a amar al supremo hacedor del universo. A pesar de que era alegre y regocijado, en ocasiones lo embargaba la melancolía. Un hecho de trascendencia vivió Yerovi, hasta entonces una vida un tanto disipada de paseos, bailes y licores, en una excursión con sus amigos al lago Cuicocha, en Imbabura. En dos balsas, una vieja y otra nueva, se dispusieron a atravesar el lago hasta una islita que hay en su centro. A Yerovi, quien no sabía nadar, le tocó en suerte la más vieja de las balsas. Para su infortunio cayó al agua y tuvo una visión muy especial, según sus biógrafos: «Vio las aguas teñidas de rojo por los rayos de sol del ocaso y, creyéndose en el infierno, se espanta y tiembla, no pudiendo volver a la balsa por más esfuerzos que realizó, hasta que lo rescataban aterrado con el rostro desencajado y sin poder articular palabra». La casualidad quiso que se pusiera a salvo y regresó a Quito «decidido a abrazar el estado religioso para salvar su alma». En su escrito, Montalvo cuenta que un día Yerovi se acercó a su padre y le dijo: «Padre mío, Dios me llama; quiero ser su servidor: la Iglesia es mi refugio, porque un día pasado en su morada vale más que mil días. Este niño era humilde de corazón. El padre vio que había verdad y virtud en su hijo; pero como poseía la sabiduría de la experiencia, vio que
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iré por sobre el mar y me di cuenta de cuán solo me encontraba. El mar es hermoso, pero puede ser cruel, algunos lo llaman espejo del mundo que resume los mecanismos de la vida y la muerte. El mar es el irrefrenable fantasma de la vida: esa es la clave de todo. Lo disfrutaba cuando el barco detenía los motores y los marineros izaban las velas para aprovechar algún viento favorable. La embarcación surcaba las aguas apaciblemente, con un sonido armonioso y sostenido. El rumor cadencioso del océano, la brisa de un espléndido verano, ese silencio hirviendo que me envolvía, me hacían repasar mucho de lo vivido, como ahora lo hago en la sacristía de mi pequeña iglesia serrana mientras escribo estas memorias de mi amistad con Juan Montalvo. En los largos días en que anduve sobre el ancho lomo del mar, como decían los antiguos, de eché afuera la melancolía y comencé a ver las cosas de manera diferente. Me gustaba ver a la tripulación acudir a la cubierta y sumergirse en las más disímiles tareas, cada uno en su puesto, mientras las velas se hinchaban con el viento. En ese ambiente recordé lo que escribiera Juan sobre el padre Yerovi 75, ese singular personaje, casi un santo vivo, que a los ecuatorianos tanto nos
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podía ser errado ese camino, y temió y quiso esperar y observar. El tiempo es testigo de las verdaderas inclinaciones del hombre; la prudencia trae consigo el buen éxito de las cosas: el padre, conmovido, estrechó al hijo en su seno, y vertió lágrimas, y respondió: Si Dios te llama, hijo mío, mejor para nosotros; mas nunca fue tarde para seguir las vías del Señor, al paso que si el mundo te atrae y te cautiva, ya no puedes volver a él, cuando entras por ministro de la religión. Joven eres; sigue una carrera que te mantenga apto para todo: si andando los años permanece este apego a lo eclesiástico, recibe las órdenes y sirve a Dios; si las pasiones mundanas se te despiertan a su tiempo, busca esposa, y sé buen padre, y sirve al Señor. No sólo el sacerdote va por su senda; el buen marido, el buen padre de familia es también un sacerdote, y el mundo, el templo del Altísimo: todo consiste en la virtud; sé virtuoso, y siempre le servirás. Mas para ser malo, mejor es no infestar su casa, ni penetrar sus misterios, ni manosear sus símbolos. El mal sacerdote de Dios es buen sacerdote del demonio». Añade Montalvo que «el abogado, el literato distinguido, el joven brillante dio un paso del mundo afuera, y, sacerdote del Señor, comenzó a servirle; y le sirvió de veras, porque era humilde de corazón». Luego de su ordenación ocupó diversos ministerios y sus superiores le calificaban como «eclesiástico digno de toda confianza por su saber y notorias virtudes, muy conocido por su moderación, tino y circunspección en el manejo del servicio de la Iglesia». Pero dicen que no se sentía en paz consigo mismo, pues aspiraba a un retiro espiritual más acorde con «su vocación al silencio». Por obediencia viajó a Guayaquil, donde actuó como vicario con mucho tino por algunos meses y enfermó por lo insalubre de su clima.
Demasiado humilde y falto de carácter, al reponerse de sus dolencias, y sin despedirse de nadie, huyó silenciosamente del puerto. Para Montalvo hubo una razón: «Como era humilde de corazón, no pudo contemporizar con las costumbres que reinaban en esas ciudades: y como tampoco pudo acrisolarlas, vio que era inferior, y que en la lucha sería vencido». Precisa Montalvo: «¿Cuáles son los enemigos más terribles sino aquellos que procuramos defender? Ilustrar al ignorante es defenderle, reformar al perdido es defenderle, traer al camino el descarriado es defenderle. El Vicario apostólico no pudo salir con su empeño, a pesar de su conato, porqué los otros estaban bien hallados consigo mismo, e hicieron pie contra el Vicario, y alzaron el brazo, y con el cuello erguido dijeron: ¡No queremos! Y no quisieron, y el Vicario no pudo constreñirles a cumplir sus deberes, porque para ello había menester la fuerza: la fuerza no era de su carácter, ni su carácter podía prestarse a aquellos duros actos que son indispensables para arrancar del sumidero de los vicios al vicioso pertinaz, para reformar las malas costumbres, para sujetar al estudio la pereza. Y el apóstol del Señor sintió un profundo disgusto dentro de sí; y como no estaba en su mano obrar el bien quiso huir del mal, y de la noche a la mañana desapareció, sin que nadie supiese qué rumbo había tomado». Algunos aseguran que Yerovi se alejó por barco a Tumaco o Buenaventura. Luego se fue a pie a Pasto y se hospedó en el Oratorio de San Felipe Neri por cuatro meses y en calidad de huésped. Su meta era la de aprender «el arte de la predicación apostólica, no encaminada a agradar sino a transformar e ilustrar las almas». Allí se entregó a la lectura y estudio de las Sagradas Escrituras y a martirizarse con silicio y disciplinas de hierro. Relata Montalvo
que «el Vicario apostólico había desaparecido de la noche a la mañana de la ciudad a él encomendada; y como si él fuera el culpable, como si él fuera el pecador, hele allí entregado a la más austera regla, privado voluntariamente del sueño y del alimento, clamando y pidiendo misericordia al Juez terrible, allí en la casa de la virtud, en ese pueblo de los Andes, el silvoso, frío Pasto». Tiempo después se marchó al Colegio Misionero de San Joaquín de Cali 77, donde pidió asilo, pues no le agradaba que en Pasto la gente le tuviera por santo. Montalvo explica así la conducta de Yerovi: «Dios está en todas partes, su espíritu llena el aire, los mares y la tierra; ¿por qué ir a buscarle entre las paredes de un edificio? Porque el mundo se interpone entre él y los ojos del que le busca: la atmósfera de las ciudades es infecta, el aliento de Dios es puro, no se le puede respirar al mismo tiempo: si nos llama, no le oímos; si nos mira, no le vemos: el placer, la avaricia, la soberbia son nuestros cómplices nos ayudan a desconocerle y desoírle. Justo, huye de las ciudades, retírate a una montaña o a un triste monasterio». En 1757 el franciscano quiteño Fray Fernando de Jesús Larrea (17001773) fundó el Colegio de Misiones de San Joaquín de Cali, hoy conocido como el Convento de San Francisco. 78 El desierto de la Tebaida, lugar de retiro de numerosos ermitaños cristianos. Esta vida eremítica fue introducida en la Tebaida Inferior por Antonio Abad en el siglo III. 79 Persona que vive voluntariamente aislada y apartada de la gente. 80 Bernardo de Claraval (1090-1153), monje cisterciense francés y abad de la Claraval. Con él, la orden del Císter se expandió por toda Europa y ocupó el primer plano de la influencia religiosa. 81 Orden Cisterciense de la Estricta Observancia, conocida como Orden de la Trapa, cuyos miembros son popularmente conocidos como trapenses. Su principio fundamental es ora et labora, es decir, oración y trabajo. 82 Una cartuja o monasterio cartujo es un monasterio de la orden religiosa de los cartujos. La palabra cartuja proviene del nombre de la Chartreuse, un macizo situado en Francia, al norte de Grenoble, donde San Bruno fundó la primera casa Cartuja. 83 Ingenua, incauta, que se deja engañar con facilidad. 77
Lo dicho le induce a Montalvo la siguiente reflexión: «La Tebaida 78 sabe mil secretos, habidos entre el hombre y su Creador: allí se despoja de la carne, y, espíritu bienaventurado, el hombre se salva de antemano, penetrando desde la tierra las glorias del cielo con su larga y pura vista. ¿Quién tiene su asiento a la diestra del Señor? ¿Qué voz resuena distinguida en los coros de los ángeles? Es la del humilde cenobita 79 que pasó sus días contemplando su infinidad, adorando su divinidad, huido de los hombres y el pecado en un riscoso monte. El San Bernardo 80 está más cerca del cielo, su cumbre se encuentra con el firmamento: la Trapa 81 tiene puertas que dan al Paraíso: la Cartuja 82 es una parada a la entrada de la gloria. Caridad, sabiduría, penitencia, he ahí los habitantes de esas melancólicas pero tranquilas y felices moradas. ¿Por qué el arrepentimiento se refugia en ellas? ¿Por qué el remordimiento siente alivio en ellas? Porque donde habitan los buenos habita el Señor, porque donde respiran los buenos respira el Señor. La virtud puede ser sociable, cierto; mas un pecho herido de los flechazos del mundo, una alma pringada 83 por el fuego del mundo, pensamiento enloquecido por los delirios del mundo, no se cura sino en la soledad, entre las cuatro paredes de una austera casa, donde no puso los pies la concupiscencia con su horrible comitiva de desgracias». Casi de inmediato, en el Colegio Misionero de San Joaquín recibió Yerovi el hábito de novicio franciscano, pero sucedió que el gobierno inició la persecución de sacerdotes y debió salir de Colombia con destino a Lima. Enfermo y aquejado de calenturas intermitentes, viajando parte a pie y parte en barco como pasajero de tercera. Montalvo recuerda: «Siete años ha vivido en penitencia: orar, confesar, mirar por la virtud ajena y por la propia,
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ésta es su ocupación dulce e instructiva; el que ve a Dios presencia el espectáculo más grande y placentero; el que vive con Dios tiene la vida más feliz y prolongada. Y aquel vicario humilde habla con Dios, y le ve, y vive con él; ¿no es esto ser feliz y vivir largo? En un oscuro claustro de otra ciudad lejana camina un fraile por la noche con su lámpara en la mano: entra a la capilla del convento, se postra ante un crucifijo y permanece inmóvil, agachado, cruzados los brazos. ¿Cuándo vio Cali persona más humilde? ¿Cuándo vio Cali monje más piadoso? ¿Cuándo vio Cali cristiano más caritativo? Caritativo, piadoso, humilde, todo lo fue aquel fraile, y como ninguno de estos tiempos. Por el ayuno, el insomnio y la devoción San Jerónimo 84 le hubiera envidiado, y viviendo en un desierto, los ángeles hubieran bajado a servirle».
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La admiración de Montalvo por el padre Yerovi es inocultable. Mas hay un hecho que subraya la fuerte pertenencia bíblica de su fe cristiana. Su regular lectura de los Salmos, hay que recordarlo, le llevó a Montalvo, incluso, a traducir del inglés el Salmo 23. Como lo tengo a la mano, permítame interrumpir el relato sobre Yerovi, para dárselo a conocer: «Mi pastor es mi Dios, en Él confío. / Nada me falta si de Dios me fío. / Las posturas más suaves me señala. / Con el agua más pura me regala. / La vida me conserva: su sendero/ con la mano me muestra, y voy ligero. / Al lugar más profundo yo bajara, / si mi Padre y Señor me acompañara. / Donde voy, Él está. Vengo a su lado, / de báculo me sirve su cayado. / Su anhelo por mi dicha es tan activo, / que rebosando en sus riquezas vivo. / Llena el Señor mi copa siempre tiene/ y cual para un banquete me previene. / Y, aunque dones mayores no imagino, / espero el colmo del favor divino». En octubre de 1836 Yerovi ingresó al Colegio de María de los Ángeles de Lima donde hizo su profesión de votos simples en la Orden Franciscana y recibió varias comisiones para practicar visitas. En 1864 se enteró que había cesado la persecución religiosa y acompañado de varios padres decidió volver a Cali para restablecer el convento; pero los avatares 85 de las revoluciones de entonces lo obligaron a retornar a Lima, expulsado por segunda vez de Colombia: «Hete allí preso al humilde sacerdote: Jerónimo de Estridón (340-420), llamado san Jerónimo por los católicos y ortodoxos, tradujo la Biblia del griego y el hebreo al latín. Es considerado uno de los cuatro grandes Padres Latinos. 85 ¿Colombia sufrió nueve guerras civiles de alcance nacional, además de otras catorce de carácter regional e innumerables revueltas. Dicen los historiadores que entre sus causas se destaca la intemperancia de los mismos dirigentes al debatir sus diferencias políticas o ideológico-religiosas. 84
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los soldados le han tomado, los soldados le llevan, el pueblo gime y va tras él. ¿Van a matarle? No; pero le mandan en destierro, le echan a empellones de la ciudad que purifica con su aliento, que santifica con su ejemplo. Un hombre virtuoso es el resguardo de un pueblo; uno santo, su corona; ¿cómo echarle? La revolución es cierta: arremete con todos, y moviendo cien brazos, alcanza y hiere a sus amigos y sus enemigos. La revolución es un incendio que todo lo consume: la vil madera se va en humo y queda en cenizas; el oro, allí se queda cuajado y purificado. La revolución no es mala cuando es justa: destruye, pero crea: abate, pero levanta; es ciega, pero engendra luz. Los golpes que recibe el inocente, sírvanle de penitencia; el fanatismo, la barbarie, la tiranía caigan, mueran, perezcan». García Moreno fue su amigo personal, de manera que cuando le eligieron presidente de Ecuador, hizo que la Asamblea Nacional lo designase administrador apostólico de Ibarra. Pero Yerovi siguió en Lima hasta 1865, cuando fue nombrado obispo auxiliar de Quito: «El venerable sacerdote obedece, y sólo por obediencia acepta cargo tan supremo. El rayo estalla en los sitios más erguidos, el viento anda furioso por los montes, cuando el valle permanece en calma: así el orgullo en los hombres suele soplar por las altas jerarquías. Con el orgullo viene la soberbia, y la soberbia y el orgullo son ministros del espíritu malo. El franciscano sabía esto, y tembló cuando fue tan enaltecido por el Padre Santo, y se postró, y suplicó le dejaran en su desconocido y triste lugar, sirviendo a Dios sin orgullo ni soberbia». Fue entonces cuando decidió regresar al Ecuador. Primero estuvo en Guayaquil, donde permaneció en el barco que le había traído bien entrada la noche, para evitar cualquier manifestación social
a su favor. Al siguiente embarcó a Babahoyo y luego siguió a pie a Quito de incógnito, alojándose en el Convento de San Diego. Durante el viaje pidió caridad para alimentarse y se acostaba en el suelo, en humildes y precarias chozas, solo arropado con su manto franciscano. Cuenta Montalvo: «En un arenal tostado por el calor de la zona tórrida, se sienta en una piedra debajo de un cabuyo un pobre caminante. Encendida la tierra, le abrasa los pies descalzos; el grosero jergón que viste pesa en él y le sofoca. Por todo avío no se ve a su lado sino un bordón nudoso por toda comodidad, el fardel que trae a cuestas: un perro jadeante descansa a sus pies, he ahí su compañía; el caballo no se inventó para el que se dirige al cielo por el camino de la penitencia. Ya le habéis conocido: es el obispo de Sidonia que se dirija a su diócesis, el buen fraile de Cali, el confesor y servidor de la Penitenciaria de Lima, que ha sido elevado por su humildad a la categoría de pastor de los fieles, con derecho a la sucesión de un arzobispado. Ese obispo era como Job, ojos del ciego, pies del cojo, pan del hambriento, sabía que para Dios son justos, no los que escuchan la ley, sino los que la practican». También da los siguientes pormenores del viaje de Yerovi a Quito, muy comentados en esos días: «Sigue adelante su camino: en la oquedad de un barranco encuentra un ciego limosnero, que al más ligero ruido alza la voz y pide por la Virgen el pan de cada día. El obispo se le llega, baja el fardel de las espaldas, y divide con el ciego sus tristes provisiones. Hijo mío, le dice, mientras haya uno que nada tiene, nadie es dueño sino de la mitad de su hacienda: toma y da gracias al Señor: nudos son los días del pobre, pero el corazón alegre es un festín perpetuo. Y le dio su bendición, y siguió adelante el religioso. No a mucho andar topó con un infeliz privado del
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uso de una pierna: andaba a duras penas apoyado en una débil caña que poco le servía, y pronto iba a quedarse por ahí falto de fuerzas. El obispo se llegó a él y le dio su bordón 86 nudoso: Hijo mío, le dijo, yo puedo caminar sin este bordón; tú lo necesitas más que yo; sírvete de él y da gracias al Señor. Y siguió adelante su camino, y llegó de noche y en silencio a la capital de su diócesis, y fue consagrado al otro día, con modestia, siempre con modestia, porque era humilde de corazón». Yerovi finalmente fue preconizado obispo de Sidonia 87 y coadjutor del Arzobispado de Quito en solemne ceremonia realizada en la Catedral. Sin embargo, sucedió que el arzobispo José María Riofrío presentó su renuncia dada la intromisión del presidente en los asuntos de la iglesia y por sus abusos. Entonces García Moreno pidió para Yerovi el título de arzobispo encargado, por renuncia y ausencia del titular. Apunta Montalvo: «Así en lo civil como en lo eclesiástico la autoridad se da y se recibe en provecho de los a ella sometidos: los que no entienden este principio son pésimos magistrados. El buen fraile era no solamente bueno, pero también muy entendido en la ciencia del derecho y en todo linaje de materias: un hombre sabio y bueno ¿qué no hará? Mucho, mucho hizo el franciscano, y por su voluntad hubiera obrado mucho más». En la sociedad quiteña «el orgullo se estremece en presencia de su modestia; la soberbia se confunde en presencia de su humildad; la lujuria pierde el color en presencia de su castidad: los vicios todos van viniendo a su palacio, y no saben dónde meterse al resplandor de la virtud de ese buen padre. Mas no temen tanto su poder cuanto su mansedumbre: amonesta, no reprende; suplica, no castiga, da ejemplos, no se vale de la fuerza. Y las costumbres
corrompidas, y la ignorancia arraigada, y la ley no obedecida, objeto son de sus predicciones. Mañana me arrepentiré, dice el perverso; nunca fue tarde para hacerse perdonar de Dios». Yerovi, en virtud de sus principios, comienza a poner la casa en orden: «Un hombre sucio y beodo va tambaleando por la calle: la barba le ha crecido, la cabellera revuelta le cae en las sienes, sus vestidos están hechos jirones. Este desgraciado es sacerdote, lo indican la sotana y el manteo. El obispo manda por él, y no echa en prisiones ni le impone castigos de ninguna clase: lávale, vístele, y le hace sentar a su lado como a su predilecto; y come y bebe con él, y le abre los ojos y le hace palpar su vergüenza, y le obliga con mansedumbre a cumplir sus deberes. Y ese mal sacerdote, ese ebrio de profesión no echa menos sus diversiones infamantes, porque está contento con las costumbres de su prelado y protector. El privilegio de la virtud es el respeto aun de sus enemigos; la virtud echa de si un ambiente que deleita aun a los malos». Se sabe, además, que un día «a la puerta del palacio está temblando un cura que acaba de llegar de su parroquia: la conciencia le intimida, la justicia hace brillar su espada y le deslumbra. Sale su prelado, no severo, no terrible como esperaba el delincuente, sino manso y risueño. Hermano, le dice, hermano en Jesucristo, venid acá. Y le echa los brazos, y le aplica un ósculo de paz en la mejilla, y le introduce Bastón con punta de hierro y de mayor altura que la de un hombre. Es tradición de la Iglesia, a partir de la conquista musulmana de los más antiguos pueblos católicos, el nombrar obispo de una diócesis in partibus infidelibus, vale decir en territorios de infieles, a un sacerdote que no tiene diócesis propia, por ser auxiliar o coadjutor de otro que es el titular. (Nota proporcionada al autor por el historiador Carlos Freile, profesor de la Universidad San Francisco de Quito).
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en su aposento. El clérigo está confuso, pero ya no teme: la barragana que mantiene en el convento, los hijos mal habidos que perturban con sus voces la iglesia vecina, las francachelas a que se entrega por costumbre, todo lo tiene por delante. Nada ignora su prelado, mas huye de aludir a esos delitos: trae en memoria la santidad de su ministerio, presenta a Dios irritado por la corrupción, habla de las virtudes, hace gustar de ellas por su elocuencia, enternece con sus lágrimas, y el hermano en Jesucristo jura reformarse y vivir como lo manda Dios, porque abre los ojos, y ve que vale más vivir humilde en su morada, que soberbio en casa del pecador». Sin embargo, hace poco recibí una carta de un amigo historiador donde me dice lo siguiente: «Como dato curioso anotaremos que el doctor Yerovi, de Obispo Auxiliar era inflexible en lo que uno de sus biógrafos llama “su deber”, por lo que sabiendo en cierta ocasión que había fallecido un Ministro protestante extranjero acreditado en Quito y que estaba siendo conducido su cadáver al cementerio católico de la ciudad, corrió a oponerse y plantó al cortejo recordándoles con frases “cortadas e imperantes” que no tenían permiso para inhumar en sagrado dicho cadáver: Grande fue la discusión y algunos quisieron trenzarse a golpes con el prelado; pero, a la postre, este triunfó y el cortejo fúnebre se disolvió. ¿Y el difunto?». Quizás Yerovi no pudo sustraerse de la intolerancia que reinaba y tampoco supo cómo concretar la idea de la misericordia que proclaman las Sagradas Escrituras, a las que tanto
tiempo de estudio y meditación dedicó durante su existencia. El 20 de junio de 1867 concluyó su existencia José María Yerovi y Pintado, conocido en como Fray José María de Jesús, de la Orden Franciscana. Su fallecimiento, aunque todos lo esperaban, causó enorme sensación, pues meses antes, el propio Yerovi lo había predicho: «Moriré antes de la toma de posesión del Arzobispado. Dios me llama y me enterrarán con el Palio». Y se realizó la profecía. Con un estremecimiento no disimulado, Montalvo escribió: «El pueblo está reunido a las puertas del palacio arzobispal: una gran muchedumbre llena patios y corredores: viejos y niños, hombres y mujeres, ricos y pobres, todos se apiñan, todos quieren penetrar en un cuarto que ya no cabe de gente. Las campanas de la ciudad doblan a un tiempo en treinta iglesias, los habitantes andan agitados, y un vasto gemido que se levanta del palacio se difunde por la población entera. Siguen los dobles de las campanas, sigue el llanto del pueblo, no hay corazón que no esté opreso: ¿qué ha sucedido? Murió el santo, se apagó la llama, se consumó el sacrificio: el sacrificio, porque el santo murió en la cruz. Hambre, sed, llagas vivas, todo le atormenta, y todo lo sufre el mártir, porque hace penitencia. Mas ¿de qué se arrepentía? nunca obró el mal; ¿por qué se martirizaba? no tuvo pecados. Empero tenía presente y repetía de continuo esta horrible queja: “Miserable de mí, ¿qué diré entonces? ¿De qué patrón me colgaré, yo pecador, cuando apenas saldrá bien el varón justo?”»
Para seguir las vías del Señor
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«¿No sabéis que Dios no quiere la muerte del pecador, sino su vida, y allá le está esperando con la salud eterna? Justicia, misericordia y fe, esta es la ley, dice el Señor». Siete Tratados
ponía de este poncho grueso y la bufanda, que ahora me abrigan mientras le escribo este cuaderno de memorias. Hice mis oraciones matinales y, luego de asearme como pude y cambiarme de ropa interior, me dispuse a leer las Sagradas Escrituras, según el calendario litúrgico de la fecha. Un poco después se asomó mi colega y me dio indicaciones para concelebrar la misa. Era un hombre pequeño, con un rostro redondo como la luna, rojo y afeitado, la nariz abultada como un pimiento, los dientes disparejos y manchados, el pelo cortado al rape, las manos regordetas, las piernas y los brazos también regordetes y cortos. Su sotana parecía muy gastada por el uso y en el cuello y los puños clamaban por una lavada a fondo. Hablamos lo necesario y luego de la eucaristía, a la que asistieron un par de hombres y algunas mujeres, todos bien embozados, me mostró el libro de bautismos y el de defunciones, así como los documentos eclesiales básicos y las cartas pastorales. El nuestro fue un desayuno excesivamente frugal, acompañado de un diálogo muy parco. El mismo arriero que me trajo vino por él. En verdad eran pocas sus pertenencias. Tuvo que hacer un esfuerzo para montar en el caballo que le acercó el arriero. En ese momento fue cuando me informó de un matrimonio que vivía a unos pocos pies, en una de las calles aledañas a la plaza donde se ubicaba la iglesia, que habitualmente le ayudaban con los quehaceres diarios. Nadie le despidió, excepto yo, y me dio la impresión de que de nadie quiso despedirse. Solo cuando le vi desparecer por el horizonte, me fui a las habitaciones que me había desocupado y que a partir de ese momento serían mi hogar por mucho tiempo. Desempaqué mis cosas, dejando en el baúl las obras y papeles de Juan, y me di a la limpieza del
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quí las calles siguen siendo estrechas, largas, tortuosas y las recorre un viento helado. Cuando vine, en mi mente me dibujaba un ambiente más amable, pero enseguida me di cuenta de que esto formaba parte de las acciones de represalia desde el Arzobispado dispuestas contra los «curas liberales», a los que había que alejar de donde pudieran contaminar con sus ideas. Había solo dos casas de dos plantas y el resto de las casas eran de adobe, con contraventanas de madera, sumidas en un ambiente neblinoso o húmedo. La iglesia, en lo alto de una pequeña colina, parecía estar en ruinas, azotada por el paso de los años y las inclemencias del tiempo. Al fondo de la estrecha nave central había un tosco crucifijo de gran tamaño y casi sobre el altar había una virgen de yeso con los ojos fijos y las mejillas pintadas. A cada lado vi candelabros y jarrones conteniendo flores de papel. El atrio estaba sucio y fangoso. El que hasta mi llegada había sido el cura del pueblo por casi veinte años, me recibió con amabilidad, pero con un mal disimulado alborozo por su inminente partida. Me describió su vida allí y sus maneras de llevar las cosas de la iglesia, muy concurrida los domingos, según me advirtió con gestos un tanto exagerados, por lo que sembró en mí más dudas que certidumbre sobre la realidad en la que me encontraba y que debía afrontar. El arriero que me trajo, de pocas palabras y taciturno, cauteloso y lento, a retazos me dijo que era un pueblo de población mayormente indígena, de extensos sembríos a su alrededor y con la cría de ganado como principal sustento. Esa noche dormí en la sacristía, en espera de que mi compañero abandonara la casa parroquial al día siguiente. El frío era intenso y las maneras de paliarlo escasas. Solo dis-
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lugar con lo poco que encontré para esos menesteres. Desde el primer momento supe que mi permanencia en aquel pueblo sería muy larga, quizás hasta el día en que el Señor me llamara a su presencia. Al rato se me presentó la pareja de la que me había hablado el viejo cura. Él con un poncho negro muy largo, en sandalias muy gastadas, no muy alto y delgado. Ella con una falda negra, también sandalias, con un grueso rebozo, bajita y sonriente. Ambos tomaron las escobas y se aplicaron en limpiar a conciencia la sacristía y el templo. Con el tiempo supe que se sostenían del cultivo de la huerta aledaña a su casa. Que de sus hijos dos había muerto en alguna de las tantas revueltas que han asolado al país, que otros tres con sus mujeres y sus hijos vivían a cuatro o seis leguas del pueblo y que pocas veces venían a visitarles. Que el dolor que más le pesaba en el alma era su única hija, que un buen día se fue con una tropa de tratantes de ganado y de la que no volvieron a saber jamás. Que por eso se dieron a ayudar en las cosas de la iglesia, esperando que el día menos pensado se les diera el milagro de verla de nuevo. Que esa era su esperanza, lo único que les alentaba en la vida. Que por lo demás, en ese pueblo pasaban pocas cosas, a no ser las que podría depararles el taita a cuya orilla vivían, dijeron señalando en dirección al volcán. Cuando dieron por terminada su labor y se marcharon, me dispuse a ordenar mis cosas empezando por las de Montalvo. Tapado de densas nubes, el volcán nevado me negó su rostro por varios días, hasta que al fin una mañana se me mostró en toda su magnificencia. El día estaba un poco más templado y decidí recorrer el pueblo para darme a conocer a los vecinos. Recibí expresiones de extrañeza, de timidez y hasta de re-
chazo de algunos, y otros se mostraron más comunicativos. Me interné por un páramo cercano, estuve a punto de desorientarme completamente y no saber cómo regresar. La tierra se me hizo inabarcable y el cosmos como algo que iba más allá de mi entendimiento. Vinieron a mí imágenes de mis caminatas con Montalvo en Quito y en París y de páginas de sus libros donde, de una u otra manera, está la Palabra de Dios. Esa noche, hojeando sus escritos, me encontré con el siguiente párrafo: «El dragón del Apocalipsis barre con su cola la mitad de las estrellas del firmamento; ¿por qué el mar, este dragón más poderoso, no ha de barrer un continente con la suya? El mar lo pudiera, pero Dios no lo quiere: “De aquí no pasarás”, le dijo. Los más ardientes defensores de la Biblia muestran no creer en ella: ¡impíos! Yo quisiera que Voltaire nunca tuviera razón; pero sus contrarios, ocupados en injuriarle, le dejan el brazo sano, y este Encélado 88 golpea como si estuviera forjando en el monte Etna 89 las armas con que se propone derribar a los dioses». De pronto tuve entre mis manos una copia de la última carta de Montalvo a su hermano Pancho, que Adriano había tenido la bondad de obsequiarme. Ahora creo oportuno transcribirla, para su conocimiento. Está fechada en París el 22 de agosto de 1888, y dice: «Mi querido Pancho: Recibí la carta que me has escrito, sabedor de mi enfermedad. La esperaba En la mitología griega, Encélado era uno de los gigantes de cien brazos, hijo de Urano: brotó de su sangre cuando fue castrado por Crono. 89 El Etna es un volcán activo en la costa este de Sicilia, entre las provincias de Mesina y Catania. Tiene alrededor de 3.322 metros de altura, aunque ésta varía debido a las constantes erupciones. 88
y la he leído con enternecimiento. Mi salud no ha sido mala durante siete años en París: sino al contrario, buena y cabal. Pero el último invierno fue tan excepcional y terrible, que he pagado todo junto. Después de seis meses de grandes padecimientos todavía estoy en manos de médico. Durante este largo período de dolor, ni Dios, ni los hombres me han faltado. Si puedo escapar de este invierno me embarcaré para América a principio de agosto del año entrante. Lo que es ahora no puedo salir ni de mi cuarto; menos hacer un viaje cualquiera. Vivos son mis deseos de volver a la patria y sueño con el clima de Ambato, en donde me parece se acabarán mis males físicos. Pero dudo que pueda verificar el viaje por falta de recursos. Por dicha, una admirable mujer me ha salvado la vida con sus desvelos y su vigilancia. Tan débil estoy, que apenas puedo dictar estas cuatro líneas. Tres meses de calentura y anonadamiento habrían sobrado para acabar conmigo sin la asistencia de este ángel de mi guarda. Después de seis años que vivo en familia, me ha salvado tres veces la vida por su amor por mí y me ha dado a Juanito de dos años. Juan». Al final, en francés, está la siguiente postdata: «Monsieur Montalvo: Lo que yo hago por él es natural, porque como mi pobre amigo le dice, él es el padre de mi hijo Jean y le amo; por consiguiente, no tengo ningún mérito de hacerlo. Él está tan enfermo que a pesar de todos los cuidados de que está rodeado, temo mucho no poder curarle… Los médicos que le atienden no me dan ninguna esperanza y temen mucho una pleuresía purulenta. Augustine Contoux». Yo fui testigo de esa devoción y de ese amor que, sin preguntarles, tuve a bien bendecir. También conocí al pequeño hijo, fruto de esa relación venturosa en más de un sentido para mi buen amigo.
Vinieron a mi mente unas palabras de Montalvo, motivadas por lo que llamaría una «santa indignación»: «Pudiera yo honrarme con el silencio respecto de cargo tan gratuito como temerario, de afirmar que soy enemigo de Jesucristo, yo que no puedo oír su nombre sin un delicado y virtuoso estremecimiento de espíritu, que me traslada como por ensalmo al tiempo y a la vida de ese hombre celestial. Enemigos, no los tiene Jesucristo: los malos cristianos, los católicos de mala fe son los que los tienen. Los oráculos de la gentilidad misma declararon que Jesús era hombre puro, ser extraordinario comparecido en el mundo para fines secretos de la Providencia; pero que los cristianos, por fatalidad eterna, desmerecían de Él». Jesucristo, ¿qué significó en la vida espiritual de Montalvo? En opinión suya, «tuvo quien le defienda Jesucristo, partidarios tuvo sin cuento, ejércitos hubiera tenido, y no hemos visto que se haya valido de la fuerza. ¿Peleó con los judíos? ¿Peleó con los romanos? Al contrario, improbó la única acción sanguinaria que se cometió por él, volviendo a su lugar la oreja derribada por la espada de uno de sus discípulos. Esto no es instituir la guerra, esto es reprobarla; y ¿ha reprobado Jesucristo ninguna de las leyes naturales? La democracia pura y santa tiene necesidad de Jesucristo. Uno de los encargos de Jesucristo fue la fundación de la libertad, y que con la cruz por delante han ido siempre los benefactores del género humano. La filosofía verdadera, la cual no es sino amor de Dios por el conocimiento de las cosas y la práctica de las virtudes. Señor, ¿quién habitará vuestro tabernáculo, y quién reposará sobre vuestra santa montaña? El que va por el camino de la inocencia y practica la virtud; el que dice la verdad en su corazón y no oculta el artificio en sus palabras:
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el que no hace mal a su hermano, ni le provoca con injurias: ese cuya presencia confunde a los perversos, y honra al hombre temeroso de Dios; que hace contra el mal un juramento irrevocable, que no da dinero a usura, ni recibe presentes para juzgar con injusticia: ese, ese no irá vacilante por la eternidad». Las autoridades eclesiásticas nuestras, ¿cómo iban a admitir la siguiente afirmación de Montalvo? «Todo lo que Jesucristo predicó después, Sócrates lo practicó antes; casi todo lo que Sócrates practicó antes, Jesucristo lo enseñó después. Si Sócrates viviera en tiempo de Jesús, hubiera sido el primero de sus discípulos, él le hubiera bautizado en el Jordán. Sócrates es uno como profeta, precursor del Mesías, en cierto modo, a quien han venerado los siglos como honra casi divina del género humano. Filósofo sin par, hombre inferior tan solamente a Jesús, alma sublime Sócrates, ¿no eres tú el mundo, y con mirada firme rasga el espeso manto que envolvía el mundo, y con mirada clara distingue allá un solo Dios eterno? ¿No eres tú el que pone escuela de grandeza de alma y bondad de corazón? ¿No eres tú el que muere por la sabiduría? El Salvador se hallaba aún lejos de acometer su grande obra, y ya en la tierra había un hombre que le anunciaba con las suyas: éste era Sócrates. Y porque no tuvo el nombre de cristiano, ni lo pudo tener, ¿hemos de llevar a mal se le proponga como ejemplo de moral y sabiduría?». ¿Podrían ahora mismo y en los años por venir, soportar esta comparación? «Jesús murió por la redención del género humano; Sócrates no murió por la vanidad. No hay sino una diferencia entre los dos maestros, pero grande, infinita, la que va del cielo a la tierra. Si deseamos imitar a Sócrates, no echamos en olvido a Jesucristo: el punto fincará en la naturaleza de las obras que meditemos y demos a
luz: si tienen por fundamento la educación filosófica, y los autores ponen la mira en el aprendizaje de las humanas sociedades y el paso común de la vida; dando por bien averiguado y admitido ya lo perteneciente a la religión, nadie les quita que se valgan de los filósofos y grandes hombres de lo antiguo. ¿Está uno hablando de Atenas y de Roma, y ha de salir con Santo Tomé 90 y Santo Toribio 91? Tened conciencia, fariseos; y tener también cuidado: si empezáis ahora a echar piedras a Sócrates, podéis correr la suerte de Anito y Melito 92, quienes pagaron con el odio universal, con el horror de los buenos y los malos, el haber acusado al maestro». Para Montalvo grande es la altura moral del Salvador: «La modestia de Jesús no tuvo límites en cuanto a humillaciones personales y padecimientos físicos: en yendo de su autoridad divina, siempre manifestó en su continente y sus palabras, y aun en sus obras, exaltación y fuerza que hicieron temblar a esbirros y señores. Herido por el criado del pontífice, con rostro sereno se vuelve y le pregunta: “Si he errado en lo que he dicho, demuéstrame el error; si he dicho la verdad, ¿por qué me maltratas?”. Mas ponedle a Jesús delante de Anás 93 que le echa en cara la arrogancia y el desvanecimiento de llamarse hijo de Dios, y veréis cómo ese hombre divino sostiene 90 Santo Tomé, una adaptación familiar del nombre Tomás. Alude al apóstol Tomás. 91 Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606), arzobispo de Lima y patrono del Episcopado Latinoamericano. 92 Principales acusadores de Sócrates. Melito representa a los poetas y Anito a los políticos. 93 Anás, sumo sacerdote entre los años 6 y 15 d.C. por el romano Quirinius, hasta que el procurador romano Valerius Gratus (el que después dejaría su cargo a manos de Poncio Pilato) le quitó su puesto para concedérselo a Caifás (año 18). Anás actuó junto a Caifás en la captura y crucifixión de Jesucristo y en la posterior persecución de sus discípulos.
lo que ha dicho, resplandeciendo en su mirada el fuego eterno del Empíreo. ¿Y es humilde por ventura cuando entra al templo y echa de él a latigazos a los traficantes que están profanando la morada de su Padre? Viendo afluir tras él de nuevo la muchedumbre que le había dejado casi solo, se vuelve hacia ella, y con acrimonia la apostrofa: “Me buscáis, no por el milagro, sino por el pan de que estáis ahítos”. Paz y serenidad fueron los caracteres morales de Jesucristo: llorar, muchas veces lloró; reír, no rio jamás, porque la alegría del mundo no fue suya. Cólera, santa cólera, afecto súbito, y necesario muchas veces, sí le animó de cuando en cuando. La Escritura Sagrada hace mención a cada paso de la ira de Dios: esta no es soberbia; no lo fue en Jesucristo, porque no cabe semejante pasión en la Divinidad». ¿Hubieran acomodado su existencia a la altura ética que proclama Montalvo? «“Verdad a este lado de los Pirineos”, error al otro lado», he aquí el principio de los falsos cristianos, esos que pagan el diezmo del mijo y el centeno y omiten la esencia de los preceptos del Señor. ¿Pero no saben que él ha maldecido, tanto a los que pagan el diezmo y no cumplen los preceptos, como a los que ayunan de manjares, y no de aborrecimiento, egoísmo y difamación? “¡Malditos seáis!”, está gritando en la cumbre del Hebal: luego pasa a la del Gazirin 94, y grita de nuevo: “Venid a mí, ¡oh vosotros que profesáis mi ley y la cumplís! Mi ley es verdad, mi ley es fe: benditos seáis a nombre de mi Padre”. Si con el corazón puro alargas los brazos al cielo, y te rehúsas a lo inicuo, y no vives en el pecado; entonces levantarás la frente Cumbres del Hebal y del Gazirin, elevaciones montañosas de Palestina.
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sin mancilla, olvidarás tu miseria, y, no te acordarás de tus males sino como de aguas que han pasado. Y tu gloria resplandecerá como el sol del mediodía, y cuanto te juzgues consumido, renacerás como la estrella matutina». Por ello se decide llamarlos «hipócritas, hijos menores de Satanás. Tenéis fe, no en la doctrina de Jesús, que es amor, compasión y fraternidad, sino en la vuestra, que es odio, fiereza y persecución. ¿No sabéis que Dios no quiere la muerte del pecador, sino su vida, y allá le está esperando con la salud eterna? Justicia, misericordia y fe, esta es la ley, dice el Señor. Doctores de la ley, vosotros la ignoráis; digo más, la ocultáis: más aún la violáis a sabiendas, vuestro sacrilegio va puesto a la cuenta de la sabiduría divina, y así os vais llegando y alargando la mano a la recompensa que a los buenos ha sido prometida; pero allí está uno que os sale al paso diciendo: “Retiraos, impuros; ¡idos lejos! vuestro camino es la hoya ahogada en sombras que estáis viendo allá negra y profunda”». Y a seguidas cita la Carta a los Romanos de Pablo: «Tribulación y angustia para el alma de todo hombre que practica el mal; del judío desde luego, después del gentil; pero honra, gloria y paz eterna a todo el que practica el bien, al judío y al gentil, pues Dios no hace distinción de personas». Su interpretación de la Palabra le hace añadir: «¿Lo habéis oído? Si Dios no excluye a los buenos, que sean judíos, que sean gentiles, nosotros no podemos huir de ellos bien como de gente maldecida. Virtud es la virtud en todo tiempo y lugar; de ella hay ricas fuentes en esas tierras que vosotros cubrís de tinieblas y condenación. El Señor es magnánimo, el Señor es misericordioso: Hay muchas moradas en la casa de mi Padre, dice Él mismo; y vosotros trabajáis por volver esa casa estrecha y mezquina, donde no
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haya espacio sino para vuestros elegidos, y no para los elegidos del Señor: casa inhospitalaria, palacio del egoísmo, semejante al de los impíos donde no hallan entrada sino riquezas soberbias, vanidades, impudicias, guías, ataviadas de púrpura y pedrería fina de la cabeza a los pies: casa de profanos, de tiranos, en cuyo frontispicio está grabada esta inscripción en caracteres de sangre: “Aquí no entran esos mendigos que se llaman virtudes”». «No le pedimos al Señor sino dos cosas, como el Sabio; le pedimos nos aleje de la vanidad y la mentira, y no nos abrume ni con la pobreza extremada ni con la riqueza excesiva: Dadnos, Señor, decimos, lo necesario, no sea que caigamos en la desesperación o la soberbia. San Pablo afirma que el amor a las riquezas ha hecho perder la fe a muchos cristianos; el benedictino cuyo voto de pobreza le había producido dos millones y medio de reales por año, había perdido la fe en Jesucristo. Tesoros no hacen gloria: la pobreza aceptada, saboreada, aprovechada, esa es riqueza; y aprovechar la pobreza es hallar uno los bienes de fortuna en el estudio de la moral y el ejercicio de las virtudes. Riquezas adquiridas con el sudor de la frente, sin ayuda de la avaricia, ¿por qué no? Poseídas con indiferencia, empleadas con discernimiento, lejos de ser peligro para su dueño, pueden ser camino de salvación. Nadie más que el rico se halla en aptitud de ser útil a sus semejantes, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, vistiendo al desnudo y enseñando al que no sabe. Si el cielo no está lleno de ricos y potentados, es porque el demonio abre la boca sobre ellos, y les echa su aliento pútrido, y los enajena con su magia, y los atrae como la serpiente a ciertos pájaros, y se los traga, y corre a vomitarlos en las tinieblas del infierno».
Truenos oirían muchos de mis superiores si se atrevieran a leer la Mercurial Eclesiástica, el libro con el que respondió Montalvo a la condena de sus Siete Tratados. A la luz de un par de velas, que ya se consumen, le he transcrito cuando me pareció pertinente para que usted entienda la profundidad del cristianismo de Juan, la altura de su fe, sus convicciones inamovibles. «Leo con asombro en vuestro escrito: “¿Iremos a la antigua Grecia o a la antigua Roma en busca de la moral ni la virtud? Ellas son hijas de nuestra religión”. Y leo asimismo, y me consuela este pasaje de Bossuet 95: Poco más o menos por el mismo tiempo Tales mileciano 96 fundó la secta jónica, de la cual salieron esos grandes filósofos Heráclito 97, Demócrito 98, Empédocles 99, Parménides 100; Anaxágoras 101, quien hizo ver que el mundo era obra de un espíritu eterno: Sócrates, que algo después indujo al género humano a la observancia de las buenas costumbres, y fue el padre de la filosofía moral. Si antes del nacimiento de la religión cristiana no pudo haber virtud, como lo afirmáis, venís por vuestros pasos, vendados los ojos, a poneros al borde de un abismo más tenebroso que ese que yo 95 Jacques Bénigne Bossuet (1627 -1704), clérigo, predicador e intelectual francés. 96 Tales de Mileto (625/624-547/546 a.C.), filósofo, matemático, geómetra, físico y legislador griego. 97 Heráclito de Éfeso, conocido también como «El Oscuro de Éfeso», fue un filósofo griego. Nació hacia el año 535 a.C. y falleció hacia el 484 a.C. 98 Demócrito (460-370 a.C.), filósofo griego presocrático y matemático. Se le llama también «el filósofo que ríe». 99 Empédocles de Agrigento (495/490-435/430 a.C.), filósofo y político griego. 100 Parménides Parménides de Elea, filósofo griego. Nació entre el 530515 a.C. en la ciudad de Elea, colonia griega del sur de Magna Grecia (Italia). 101 Anaxágoras (500-428 a.C.), filósofo presocrático que introdujo la noción de nous (mente o pensamiento) como elemento fundamental de su concepción física.
os he querido cavar: Moisés 102, Aarón 103, Josué 104, y tú, gran Melquisedec 105, no conocisteis la moral; David 106, Jonatás 107, y tú, Ratzías 108 venerable, no tuvisteis idea de la virtud; Ezequías 109, Jeremías 110, y tú, sublime Isaías 111, no cultivasteis la sabiduría. Y con todo, no solamente estabais viendo a Jesucristo, sino también erais su imagen y representabais sus misterios. Eliseo 112, preso y maniatado; Ezequiel 113, ahogado en un mar de zozobras y pesadumbres; Elías 114, la soga al cuello; Zacarías 115, muerto a pedradas; Isaías, burla y escarnio del pueblo; Daniel 116, echado a los leones; todos fueron la prefiguración de Jesucristo, enviados por el Padre que anunciasen al Hijo para dos mil años adelante. Conocedores de la verdad, la descubren a los hombres; dueños de la doctrina, la predican; devotos de la justicia, padecen por ella; Moisés, figura importante para el judaísmo, el cristianismo, el islam y el bahaísmo; profeta, legislador y líder espiritual. 103 Aarón, hermano mayor de Moisés, primer Sumo Sacerdote de Israel. 104 Josué, sucesor de Moisés. Conquistó la mayor parte del territorio de la «tierra prometida» y la distribuyó entre las doce Tribus de Israel 105 Melquisedec, rey y sacerdote, prefiguración de Jesús. 106 David, rey israelita, sucesor del rey Saúl y el segundo monarca del Reino de Israel, padre del rey Salomón 107 Jonatán, príncipe del reino de Israel en la época en la que su padre Saúl era rey 108 ¿Abadías? No he logrado ubicar este personaje en los textos bíblicos consultados. 109 Ezequías, decimotercer rey del reino independiente de Judá, uno de los reyes mencionados en la genealogía de Jesús. 110 Jeremías (650-585 a.C.), profeta hebreo. 111 Isaías, uno de los mayores profetas de Israel, cuyo ministerio tuvo lugar durante el siglo VIII a.C. 112 Eliseo, profeta hebreo que vivió en Israel entre 850-800 a.C., sucesor del profeta Elías. 113 Ezequiel, sacerdote y profeta hebreo entre 595-570 a.C., durante el cautiverio judío en Babilonia. 114 Elías, profeta hebreo del siglo IX a.C. 115 Zacarías, uno de los profetas menores, a quien se atribuye el libro que lleva su nombre. 116 Daniel Daniel, profeta, autor y protagonista principal del Libro de Daniel, de excepcional sabiduría y rectitud. 102
profetas inspirados, sabiduría es su naturaleza; santos de nacimiento, su vida es conjunto de virtudes. Y no obstante, como antes de la religión cristiana no pudo haber moral ni virtud, esos precursores del Salvador ni la practicaron, ni la conocieron. He aquí los inventos de la ignorancia aguzada por el egoísmo y aconsejada por la malicia». Abrumador es el silencio de los hombres y las cosas. Por hoy no tengo nada más que decirle, espero que este cuaderno le ayude a entender a Juan Montalvo, la grandeza de sus ideales y sus profundas convicciones espirituales. En tanto, yo seguiré en este pequeña iglesia de la serranía, a la sombra de ese volcán aún dormido y rodeado de tanta gente sencilla que, como en tiempos de Jesús, labra la tierra, cuida de su ganado y practica una inocente y limpia religiosidad en cuyo centro yo procuro que está más viva cada día la fe en nuestro Salvador. El cielo es bajo, pesado, amanece y el frío es más intenso, no obstante abro la ventana para respirar un poco de aire fresco. Aquí y allá se oye el canto de los gallos y hay un olor a yerba húmeda. Los pájaros prorrumpieron desde temprano con su algarabía. Bebo a sorbos un jarro de café caliente y me asomo a la ventana para contemplarlo, pero el volcán se ha envuelto en su espeso poncho de nubes.
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«Ante Dios la conciencia, ante la opinión la fama; cuando habla la conciencia, Dios habla; y cuando se calla Dios, se calla la conciencia». El Cosmopolita
voz y el brazo contra la tiranía —dijo refiriéndose a Quito—, fue verdaderamente mucho en ellos. Esta corona de los Andes, esta ciudad de las colinas, niña Roma, tiene la gloria de esa sublime iniciativa, y por mucha que sea su desgracia, nadie puede arrancarle esa joya de la frente. Una idea, un principio podrá servir de bandera a un partido; un hombre, jamás sino a los pobres de espíritu». Pocos entendieron y asumieron en su cotidianidad las ideas de Montalvo, por más que en público dijeran ser sus seguidores y sustentadores. No me cabe dudas de que ante declaraciones como las suyas, que llaman a la entrega y el sacrificio, no fueran muchos los dispuestos a seguirle sinceramente: «Patria, libertad, honra, he aquí mis caudillos; fuera de ellos, no tengo bandera. La libertad que se gana sin sangre es más amable y pura. Nuestro escudo es la ley, nuestras armas la palabra y el patriótico diligenciar del ciudadano». El hombre es a veces el mismo en diferentes edades y situarlo en su pasado puede ser también situarlo en su presente. Eso ocurre con los pueblos. Con igual entereza, Montalvo se enfrentó a las ideas contrarias a la fe: «Sed sabios sobriamente, dice el Apóstol; no lo seáis más de lo preciso. San Pablo no habla como sacerdote, sino como filósofo. Conviene en efecto no traslimitar los confines de la inteligencia humana en el peligroso afán de averiguar el principio de las cosas, buscando verdades donde acaso no encontraremos sino errores. Aspiremos a mejorar, no a empeorar; a subir, no a descender». En los tantos años que vivo en este pueblo serrano tan olvidado, he comprobado otra de las verdades proclamadas por mi amigo: «El campesino en medio de su familia, sin ambición, sin codicia, ignorante de los goces prohibidos o inmodestos,
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ifíciles han sido los tiempos que le han tocado a esta infortunada república después de la muerte de Montalvo. Nadie quiso prestar atención a sus advertencias y ríos de sangre han corrido desde entonces con el nombre de revoluciones. No pocos de sus coidearios de entonces hoy practican un liberalismo solo de nombre. Algunos aceptan que se les endiose o se endiosan a sí mismos al calor del aplauso de sus conmilitones. Bien me señalaba mi gran amigo, más de una vez, que «los siglos y las razas van pasando: todo acaba, todo cambia: solo Dios es el mismo, solo Dios existe eternamente. Los dioses se fueron, no hay más que un Ente infinito y soberano legislador de cielos y tierra». Ante la traición y la desvergüenza de aquello supuestos liberales, de las que fue testigo Montalvo más de una vez, solía advertirnos: «¡Guárdenos Dios del encono y la venganza!». En el Ecuador, como dijera sobre los españoles, «los malos gobiernos han estragado su carácter público; los vicios de la política han pasado, andando el tiempo, a la conducta privada». La gente «bastardea, se estraga cada día: el honor se pierde antes que el valor, y a la vista del mundo acaban de parecer, ni honrados, ni valientes. El despotismo y la superstición son los más crueles enemigos de los hombres». Bien nos cuadran estas palabras suyas: «Hijos ingratos y desconocidos, fuera poco; hijos bastardeados, hijos viles, hijos esclavos, esto es lo que nos cuadra. Esa sangre preciosa se ha corrompido en nuestras venas, ese ardor celestial ha dejado nuestro cuerpo: ellos fueron grandes, y se alzaron contra tiranos grandes; nosotros hemos gemido al arbitrio de ruines tiranuelos: ¡qué degeneración! ¡Qué vergüenza! ¡Qué desgracia! Ser los primeros en el vasto circuito de la América española en alzar la
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se acerca más a la felicidad». Sin embargo, hay una religiosidad popular afincada en el supuesto valor de reliquias, imágenes y peregrinaciones que, lejos de perder terreno, con los años se ha impuesto en su mente y su corazón. «Guárdeme Dios de los que se hacen cruces en la boca si bostezan, ofrecen velas a los santos, llaman “hija” a su mujer, y se descubren cuando pasan por delante de una iglesia», exclamó Montalvo. ¿Qué harían quienes estimulan esa conducta si supieran que Montalvo consideraba que «Dios es uno: la unidad es el infinito del cual nacen todas las cosas; y remontando hacia el origen de ellas, siempre vamos a parar al uno, germen fecundo que llena el universo con su multiplicación infatigable»? Cuando regresaba de Burdeos y luego de atravesar un océano Atlántico que nos dio su cara más amable, con un sol cuya luz rebrillaba en todas las olas, encandilando por la espuma y la burbuja, quemante en descubierto, intolerable para las manos que buscaban un descanso en las bordas, al paso por las Antillas, nos sorprendió una borrasca. El capitán del buque decidió pernoctar en la Guadalupe, en el puerto de Pointe à Pitre, Point-à-Pitre, a la que antaño algunos consideraron «la ciudad más rica de América», de la Basse-Terre, a la vista del volcán de La Soufrière, a 600 kilómetros de las costas de Sudamérica. La mayoría de los pasajeros y la marinería bajó a tierra y solo unos pocos permanecimos en la embarcación. Los que fueron al puerto pronto se vieron envueltos en el humo las frituras, entre jarras de jugos y garapiñas, y paladeando el ron clarín, muy tempranamente bebido. Había grandes lagunas de semanas y semanas en la crónica de mi propio existir; temporadas que no me dejaban un recuerdo válido, la huella de
una sensación excepcional, una emoción duradera. Era como si estuviera cumpliendo la atroz condena de andar por una eternidad ante un gran calendario, que podía ser el de mi existencia, dentro de una prisa que solo servía para devolverme, cada mañana, al punto de partida de la víspera. Otra vez sobre mí el gran sol redondo y cercano, pero ahora se mueve lentamente hacia mis piernas. «“—¿Cómo se siente?” —me preguntan detrás de mí. “—Bien. Muy bien”, —digo sin volverme». Y es el capitán que se coloca frente a mí con una botella de vino y dos copas. Las llena y me ofrece una, que acepto en silencio. «“Esas no respetan nada” —me dice, señalando a las mujeres que deambulan por el muelle. “—¡Cómo van a respetar nada, si no tienen religión ni fundamento!”». Silencio es palabra de mi vocabulario. Si yo dijera algo, si hablara a solas, como a menudo hago, me asustaría a mí mismo. Vivo el silencio; un silencio venido de tan lejos, espeso por tantos silencios. Debemos buscar el comienzo de todo, de seguro, en la nube que reventó en lluvia aquella tarde, con tan inesperada violencia que sus truenos parecían truenos de otra latitud. Fue un encuentro trivial, en cierto modo, como son, aparentemente todos los encuentros cuyo verdadero significado solo se revelará más tarde, en el tejido de sus implicaciones. Se acomodó en una silla a mi lado y me preguntó cuál era mi destino al llegar al puerto de Colón en Panamá. Le contesto que atravesaré el Istmo, pues me dirijo al Ecuador. Entonces me preguntó si conocía a un compatriota mío del que había leído artículos de lenguaje atrevido y de contenidos fulminantes en el diario Estrella de Panamá. Le pregunté por el nombre. El hombre se sacó la gorra con una mano y con la otra se rascó levemente la cabeza. «Montalvo, creo que un tal Juan Montalvo», dijo con
algo de duda en el acento. Solo Dios conoce cuál es el plan que tiene para cada uno de nosotros, pero nuestros destinos están ligados ante inimaginables contingencias. No me quedó más remedio que contestarle que sí, que le conocía. Me dijo a seguidas que le parecía que era un hombre que cargaba sobre sus hombros mucho sufrimiento. Le dije que sí, que así era, que Montalvo había vivido muchos años fuera de su tierra, perseguido por sus enemigos políticos. De momento tuve delante de mí la imagen de Montalvo en sus peores días de acoso, aislamiento, abandono y pobreza. Me di cuenta de que el sufrimiento tal vez mejore el carácter, pero el sufrimiento deprime la vitalidad. Porque era vitalidad lo que no encontré en mi amigo durante nuestro último encuentro en el Parque de Luxemburgo, cuando vi que se ahogaba,
que se obligaba a llevar más aire a sus pulmones con algo de desasosiego. Es cierto que a veces el sufrimiento enseña a ser paciente y que la paciencia edifica. Pero la paciencia es un medio hacia un fin, y no creía que Juan hubiera podido alcanzar sus objetivos en más de un sentido. Zarpamos al amanecer del día siguiente rumbo a Panamá. De pie en la proa, tenía ante mí como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra, por sobre un océano asombrosamente sosegado. El agua era clareada, a veces, por un brillo de escamas o el paso de alguna errante corona de sargazos. La nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaban con nosotros. En la noche me daba la impresión de que el tiempo se detenía entre la Estrella Polar, la Osa Mayor y la
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Construcción Canal de Panamá. The Gaillard Cut. 1885.
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Cruz del Sur, si es que tales eran las constelaciones. La brisa olía a tierra, humus, estiércol, espigas, resinas. En Colón había llovido fuera de estación, las aguas no terminaban de descender hacia su más bajo nivel y en las riberas se pintaba una franja de tierra húmeda. De pronto bulle el agua y surge un cardumen de peces que saltan, chocan, se atropellan, Cuando me despedía del capitán en el puerto, no quise aclararle que Montalvo, el tal Montalvo de quien había leído alguna vez un artículo, era mi mejor amigo. El oficial se empeñó en acompañarme hasta la estación de ferrocarril y me hizo prometerle que mi próximo viaje a Europa lo haría en su barco. No pude más que sentir dolor cuando, ya en el pueblo, me di a leer algunas de las copias de la obra en preparación que Montalvo me obsequiara en París: «Por dicha, armados de armas defensivas impenetrables, como la verdad, que es cota de malla; la serenidad, que sirve de loriga 117; la ausencia de miedo, que es morrión grandioso; con nuestra espada al hombro, hemos pasado por entre la muchedumbre enemiga, derribando a un lado y a otro malos caballeros, malandrines y follones. Virtud es el perdón: perdón para los enemigos; crímenes, desvergüenzas, ingratitudes, maldades, al verdugo. Ahórquelas en cuerpo fantástico; mas sepa el delincuente que está ahorcado. Ya es mansedumbre que parte límites con la beatitud no haber transmitido a la posteridad los nombres de los que con sus acciones han incurrido en esta pena. Atributo de Dios es el perdón; Dios perdona, pero envía el ángel exterminador al campo de sus enemigos, y ¡ay de los malvados!». No, Montalvo aún tenía mucho por hacer. Un día vinieron a verme, para mi sorpresa, Adriano y César 118, los dos sobrinos de Juan a los que tanto él quería. Trajeron algo de comer y de beber y
nos adentramos en una larga charla sobre Juan. Recordamos su manera de ser y proceder, sus ocurrencias tan singulares, pasajes de su vida en familia y en la compleja sociedad en que tuvo que insertarse y luchar. En un momento que para mí más tarde me resultó difícil de explicar en sus fundamentos, ambos me preguntaron si su tío era católico. Medité mucho la respuesta, creo que hasta verlos impacientes. Me eché hacia atrás en mi sillón, respiré profundo y tuve la primera manifestación pública de lo que mis superiores tal vez vieran como una herejía. Les dije que era mejor tener a Juan simplemente como cristiano. «Sí, les dije, profundamente cristiano». No sé si me entendieron, pero de momento vi alivio en sus semblantes. No añadí algún apellido al término «cristiano». Ellos tampoco quisieron hacerlo. En mi mente se dibujó este pensamiento de su tío: «Yo sé muy bien que Jesucristo es el modelo de la vida: su Imitación, uno de los mejores libros que han salido del corazón del hombre». Detrás quedó aquél que hasta entonces yo había sido, cuyas angustias e indecisiones me eran remotos, como remoto me era el ser doliente y postrado que yo hubiera sido antes de que Alguien me sacudiera el corazón y el entendimiento. Esa noche me senté ante esta mesa y comencé a escribir este cuaderno que le dedico a usted. He querido que conozca a un espíritu valiente, el de Montalvo, que luchó con arrojo contra las circunstancias, aun saArmadura de cuero utilizada en la antigua Roma. César Montalvo Avendaño, hijo de Francisco Javier Montalvo Fiallos, fue acaso el sobrino a quien más distinguía Montalvo. Nació en 1855. Alfaro le nombró su secretario privado, y luego le envió a Italia como secretario de la Legación del Ecuador. Sufrió en Lima y en Ipiales, las penalidades del proscrito. Falleció trágicamente en París hacia 1899. 117
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biendo que su lucha era desigual. Pienso que tenía como principio que la derrota podía ser inevitable en su caso, pero que era doble derrota si la aceptaba. Aun cuando las cadenas que atan a un hombre no puedan ser rotas, que permanezca, sin embargo, rebelde. La resignación se torna en apatía en ciertos hombres, pero no en uno grande en espíritu como Montalvo. ¿Quién se acordará con los años del obispo Ordóñez? Tal vez los eruditos, los historiadores muy duchos, pero a Montalvo lo tendrán como uno de sus pilares morales muchas generaciones. Para contribuir a esta noble tarea es que escribo, luchando con mi mano temblorosa y fatigada, esta semblanza de Juan. Le sobraba razón a Montalvo cuando escribió que «la imaginación es la memoria, la memoria tergiversada de tal modo, que no se conoce ella misma: imaginación es memoria cuyos mil eslabones rotos y dispersos va tomando
la inteligencia y acomodándolos de manera de formar con ellos imágenes nunca vistas, las cuales son anagramas de las vistas y conocidas. No hay figura que no sea un recuerdo o un conjunto de recuerdos: de muchas reminiscencias, la imaginación pergeña un cuadro hermoso y nuevo». Bregando, forcejando, gritando, aleteando cual águila, vivió Montalvo su vida de suplicio. Aun cuando soportaba el frío y el hambre, la enfermedad y la pobreza, la falta de unos amigos y la traición de otros; aun cuando sabía que el camino era rudo y abrupto y que hubiera noches en que quizás no vería la mañana; aun cuando no tuviera fuerzas para continuar la lucha, menguadas las esperanzas, en el fondo de su corazón Montalvo siempre mantuvo encendida la llama de la libertad. Desvanecida la impostura, purificado el juicio, se verá en él, no al ateo, no al criminal, sino al poeta, al gran poeta, y nada más.
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1832
Nace en Ambato, Ecuador, el 13 de abril de 1832. Su padre fue Don Marcos Montalvo, hijo de un inmigrante andaluz, se dedicaba a los negocios ambulantes. En Quinchicoto, cerca de Ambato, conoció a doña Isabel Villacreses de Fiallos, con quien se casó el 20 de enero de 1811. Tuvo siete hermanos: Francisco, Francisco Xavier, Mariano, Alegría, Rosa, Juana e Isabel.
1836
A los siete años fue a la escuela, una humilde casa de aldea, pobremente administrada y sostenida del maestro Romero. Allí conoció al presidente Rocafuerte que estaba de paso a Guayaquil.
Cronología
Su niñez transcurrió no solo en su casa, sino también en la cercana quinta de Ficoa. Sufrió de viruelas y quedó con el rostro marcado.
1843
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1838
Su hermano Francisco, de ideas liberales, es desterrado por el general Flores a Perú. A su paso por Ambato, Juan presencia los malos tratos que le dan a Francisco los soldados que lo llevan detenido. Según su biógrafo Galo René Pérez, el destierro de su hermano le «dejó una lesión moral de la que no se recuperó jamás», llevándolo a odiar a las dictaduras.
1845
Derrocado Flores, su hermano Francisco vuelve de su destierro y es nombrado director de Crédito Público. Lleva a Juan consigo a Quito a continuar sus estudios en el colegio San Fernando. Sus dos hermanos mayores, Francisco y Francisco Javier, le orientaban e influenciaban en su gusto por las letras, aparte de haberle creado, cada uno con su prestigio, un ambiente favorable.
1846-1848
Estudia gramática latina en el colegio San Fernando, posteriormente filosofía en el seminario San Luis, donde recibió el grado de Maestro. Ingresó a la Universidad Central para estudiar Derecho. Se empeña en la lectura a profundidad de autores clásicos griegos y romanos y de autores franceses de la época. En
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Quito se hizo amigo del poeta y político liberal Julio Zaldumbide. A su casa asistía un grupo de amigos que luego se convertirían en conocidos escritores: Agustín Yerovi, José Modesto Espinosa y Miguel Riofrío.
1852
Muere su hermano Francisco el 19 de noviembre.
Cronología
1853-54
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El presidente Urbina decretó la libertad de estudios en colegios y universidades. Montalvo se vio privado de su cargo de secretario en el colegio San Fernando y abandonó su carrera de Derecho tras haber aprobado el segundo curso. Regresa a Ambato y se concentra en su formación de autodidacta. Estudia gramática española y tratados de idiomas. Toma notas de sus lecturas en cuadernos que aún se conservan. Publica el poema «En un álbum», en el periódico La Democracia, que ha comenzado a editar su segundo hermano, el doctor Francisco Javier.
1857
El 17 de febrero, en el gobierno de Francisco Robles, Montalvo es nombrado adjunto civil a la legación ecuatoriana en Roma, gracias a las diligencias de su hermano, el doctor Francisco Xavier Montalvo. A mediados de julio llega a París, Francia, donde permanece durante seis meses. Pedro Moncayo, diplomático ecuatoriano, le presenta a Lamartine y Proudhon.
1858
En enero se halla en Roma, Italia. Visita Roma, Florencia, Nápoles, Sorrento, Pompeya y Venecia. Hasta agosto, mantiene correspondencia con el semanario quiteño La Democracia. Se desplaza a España y recorre Andalucía, Granada y Córdoba. De Granada regresó a París, atravesando La Mancha. Permanece en París tres años. Se dedica a sus estudios, escribe, conoce personalidades de la cultura francesa y se dedica brevemente a tareas de oficina.
1859
Enfermo, casi paralítico por el reumatismo, regresa a Ecuador. Los efectos de esta enfermedad le acompa-
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ñaron durante el resto de su vida. El país era gobernado por el presidente Gabriel García Moreno. Montalvo le escribió una larga carta cargada de admoniciones y señalamientos.
1861
A finales de este año colabora con la revista literaria El Iris de Quito. Escribe algunos ensayos que aparecen más tarde en El Cosmopolita, como «La juventud se va».
1862
Se formaliza el matrimonio con María Adelaida Guzmán, de la que tuvo dos hijos. Escribe otros ensayos que publicará, sucesivamente, en varios de los cuadernos de El Cosmopolita.
Cronología
Años de estudios y meditación, de amor apasionado y conflictivo con María Adelaida Guzmán.
1866
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1865
El 3 de enero de 1866, después del primer período presidencial de García Moreno, en Quito publicó El Cosmopolita, revista de carácter político-literario de 40 páginas. Cada nuevo cuaderno es esperado por los jóvenes liberales y desata la furia de García Moreno y de los conservadores. Sostiene una acalorada polémica con el escritor y político José Modesto Espinosa, quien salió al paso de las ideas expresadas en su revista.
1867
Edita El Precursor del Cosmopolita.
1868
Polemiza con Juan León Mera, contra quien escribe dos folletos: El Masonismo Negro y Bailar Sobre las Ruinas.
1869
Publica el noveno número de El Cosmopolita. García Moreno desata una ola de persecuciones e impulsa la «Carta Negra». Se refugia en la embajada de Colombia y parte la mañana del 17 de enero rumbo a Ipiales.
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Recibe la primera carta de Eloy Alfaro desde Panamá, invitándolo a acompañarlo. Alfaro le instala cómodamente; le compra pasaje para Francia, le da una suma de dinero para las primeras semanas de permanencia en aquel país.
1870
Cronología
Viaja por Alemania; fija su residencia en Niza, Italia. Regresa a Panamá y luego viaja a Lima donde se entrevista con el general Urbina. A fines de este año está nuevamente en Ipiales. Vive de las remesas que le envía uno de sus hermanos. Allí escribe Siete Tratados, varios dramas y ensayos.
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1871
Comienza a escribir Los capítulos que se le Olvidaron a Cervantes.
1872
Fallece su hijo Carlos Alfonso, de cinco años y ocho meses; se le comunicó la noticia desde Ambato. Publica Del orgullo y de la Mendicidad, Fortuna y Felicidad y El Antropófago. Escribe, además, Jara (un drama de pasión y venganza), La Leprosa (sobre la lepra que se inmiscuye en la vida de un hogar y va destruyendo su felicidad) y por último Granja (representación del típico marido celoso, dudoso de la felicidad de su esposa).
1873
Escribe El Dictador, donde un tirano desprovisto de sensibilidad, escrúpulos y principios, mata a su esposa para contraer nupcias con otra que le ofrece mejores intereses. Concluye otro drama con el título de El Descomulgado (Mauricio es el descomulgado, pues el ser amado por sus hermanas y sus actos incestuosos, le dan tal condición)
1874
En octubre, mediante diligencia personal de Alfaro, publica su libelo La Dictadura Perpetua, que no comenzó a circular en Ecuador antes de mayo de 1875.
1875
Asesinato de Gabriel García Moreno el 6 de agosto. Al enterarse de la noticia afirmó: «No ha sido el machete
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de Rayo, sino mi pluma quien lo ha matado». Da a la imprenta el ensayo El Último de los Tiranos.
1876
En mayo regresa a Ecuador. En Quito publica el folleto Del Ministro de Estado que ocasionó la renuncia de Manuel Gómez de la Torre, ministro de Gobierno del presidente Antonio Borrero. El 22 de junio aparece la revista El Regenerador, cuyo número se publicó el 26 de agosto de 1878. El 9 de julio organizó la Sociedad Republicana. Activa correspondencia con dirigentes liberales. Exige la convocatoria a nueva Convención. Respalda candidatura de Antonio Borrero para la presidencia de la República.
Electo diputado por la provincia de Esmeralda, no asistió nunca a la cámara. Parte hacia Ipiales y en poco más de un mes viaja a Panamá, con la intención de publicar Las Catilinarias, un conjunto de doce ensayos publicados finalmente en esa ciudad entre 1880 y 1882.
Cronología
1877-1879
1881
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De nuevo Ipiales, el 30 de julio está en Barbacoas (Nariño), antes de encaminarse a Tumaco y de ahí a Panamá. Viaja a París con el deseo de editar sus Siete Tratados.
1882
El 23 de octubre fallece su esposa María Adelaida. Montalvo inicia una relación sentimental con la francesa Augustine-Catherine Contoux, que mantuvo hasta sus últimos días. Los Siete Tratados se publicaron en París, el tomo I en 1882 y el II en 1883.
1883
Llega a Madrid el 2 de junio. Se relaciona con Gaspar Núñez de Arce, Jesús Pando y Valle, Marcelino Menéndez Pelayo y Manuel del Palacio, además de Juan Valera, Emilia Pardo Bazán, Leopoldo García Ramón y Carlos Gutiérrez, y los italianos Cesare Cantú y Edmundo De Amicis.
1884
El 19 de febrero el arzobispo José Ignacio Ordóñez reprobó y condenó los Siete Tratados por medio de una
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carta pastoral. Montalvo respondió al clérigo con su libro Mercurial Eclesiástica. Ordóñez viajó a Roma y consiguió del Papa León XIII incluyera a los Siete Tratados en el índice de los libros prohibidos.
1885
Encargado de la revista bimensual Europa y América.
Cronología
1886
112
De Augustine-Catherine Contoux le nace un hijo. Montalvo empieza la publicación de El Espectador, libro compuesto de tres volúmenes, cada uno de los cuales contenía diecisiete, diecinueve y nueve ensayos respectivamente.
1888
En París, entre el 8 y 10 de marzo, su salud se deteriora de manera brusca.
1889
Muere en París, Francia, 17 de enero de 1889, a causa de una pleuresía.
1894
El Cosmopolita se publica por primera vez en dos volúmenes en Imbabura.
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1895
Se publicó de manera póstuma en Francia Capítulos que se le Olvidaron a Cervantes.
1902
Aparece publicada su Geometría Moral.
1935
1936
Se publican en La Habana sus Páginas Desconocidas, también a cargo de Roberto Agramonte.
1969
Aparecen en Pueblas, México, Páginas Inéditas de Juan Montalvo.
1982
Se publican por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 362 cartas íntimas sobre asuntos públicos y literarios entre Juan Montalvo y personalidades de Ecuador, América, España y Europa, bajo el título Montalvo en su Epistolario, a cargo de Roberto Agramonte.
Cronología
La Leprosa, Jara, Granja, El Descomulgado y El Dictador fueron publicados bajo el título de El Libro de las Pasiones, en La Habana, por el profesor cubano Roberto Agramonte.
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Lara, Galo René Pérez, Alfonso y Oswaldo Barrera, Leopoldo Benites Vinueza, Antonio Sacoto, Jorge Jácome Clavijo, Rodolfo Pérez Esquivel, Pablo Balarezo Moncayo, Alfonso y Lupe Rumazo, Plutarco Naranjo, Hernán Rodríguez Castelo, Enrique Ojeda, Susana Cordero de Espinosa, Julio Pazos, Alicia Yánez Cossío, Juan Valdano, Mario Lazcano, Iván Carvajal, César Augusto Alarcón, Elías Muñoz Vicuña, Raúl Vallejo, Juan Carlos Grijalba, Franklin Barriga López, Eugenio Lloret Orellana y Ruth Cobo Caicedo. Fragmentos de sus textos respectivos y citas de Montalvo debidas a sus investigaciones, biográficos, reseñas, análisis, artículos y ensayos aparecen en Juan Montalvo y yo, cuyo objetivo no es otro que el de acercar al lector, cualquiera que sea, una suerte de retrato íntimo de este hombre extraordinario. Por tanto, a ellos, en primer término, está destinado este modesto esfuerzo a manera de homenaje y reconocimiento. Y mi pedido de perdón por tanto atrevimiento, por los desatinos y torpezas que pudieran advertir en estas páginas. Y por tomar prestado lo que a ellos se debe, en esta suerte de rompecabezas para dar cuerpo a esta última y tal vez improbable confidencia de Juan Montalvo a un supuesto sacerdote católico y amigo.
Alejandro Querejeta Barceló Quito, agosto-noviembre de 2015
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ebo dejar constancia de que este libro se inspiró en las páginas que sobre Juan Montalvo, o sobre el mundo que le tocó vivir y padecer, escribieron los españoles Emilia Pardo Bazán, Juan Valera, Miguel de Unamuno, Pedro Laín Entralgo, José Luis Aranguren y Fernando Savater; el venezolano Rufino Blanco-Fombona; el uruguayo José Enrique Rodó; a los dominicanos Pero y Max Henríquez Ureña; el nicaragüense Rubén Darío; los colombianos Rufino José Cuervo, Germán Arciniegas y Fernando Vallejo; los mexicanos Amado Nervo, Alfonso Reyes, Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes y Enrique Krauze; los argentinos Domingo Faustino Sarmiento, Arturo Andrés Roig, Jorge Luis Borges, Enrique Anderson Imbert y Tomás Eloy Martínez; los cubanos José Martí, Julián del Casal, Rubén Martínez Villena, Roberto Agramonte, Alejo Carpentier y Carilda Oliver Labra; el portugués Eça de Queirós; los chilenos Pablo Neruda y Marcela Ochoa-Shivapour; los ingleses W. Somerset Maugham, Philip Hoare y Robert Graves; los alemanes Johann Wolfgang von Goethe, Bertolt Brecht y Hanns Lilje; los franceses Guy de Maupassant, Julio Verne, François Mauriac y Noël Salomon; los guatemaltecos Enrique Gómez Carrillo, Miguel Ángel Asturias y Mario Monteforte Toledo; el griego Constantin Cavafis; los norteamericanos Henry James, Ernest Hemingway, Iván Schulman, Martin Luther King y Thomas Merton y el canadiense Wolfred Nelson. Sobre Montalvo, sus empeños, obra y circunstancias vitales, los ecuatorianos Agustín Yerovi, Gonzalo Zaldumbide, Roberto y Raúl Andrade, Isaac Barrera Valverde, Manuel Elicio Flor, Benjamín Carrión, Gustavo Vásconez Hurtado, Jorge Carrera Andrade, Julio Enrique Moreno, Darío y Claude
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Alejandro Querejeta Barceló Holguín, Cuba, 1947 Escritor, periodista, editor y profesor universitario. Profesor del Colegio de Comunicación de la Universidad San Francisco de Quito y Subdirector del Diario La Hora. Fue profesor del Instituto Superior de Arte (Universidad de las Artes) en Holguín, Cuba, del Centro Cristiano de Comunicación (CCC) de la radio mundial HCJB, Editor Asociado del Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI) e investigador del Centro Cultural Benjamín Carrión. Ha colaborado con la Agencia Latinoamericana de Comunicación (ALC) con sede en Lima, Perú, y con la Agencia Luterana de Noticias, con sede en Ginebra, Suiza. Ha publicado Los términos de la tierra. [Novela], 1985; Arena negra. [Poesía], 1989; Cuaderno griego. [Poesía], 1991; Mitología aborigen de Cuba. Deidades y personajes. 1992 [coautor]: Crónicas infieles. [Periodismo], 1992: Cartas interrumpidas. [Poesía], 1993: Los cemíes olvidados. Leyendas aruacas, 1993 [coautor]; Amerindia. Un mural de Voroshilov Bazante, 1994 [coautor]; Álbum para Cuba, [Poesía], 1998; Círculo de dos, [Poesía], 2006; Periodismo de Investigación, 2011, y Yo, Juan Montalvo, 2014. Ha colaborado, entre otras, con las siguientes publicaciones: La Gaceta de Cuba, Casa de las Américas, Unión, Letras Cubanas, Revolución y Cultura, El Caimán Barbudo y Literatura Cubana, todas de Cuba; en la revista Plural (Ciudad México) y Armas y Letras (Monterrey); en Cormorán y Delfín (Buenos Aires); Diners, Ser Familia, Caspicara, Chasqui, Signos de vida cristiana, Nuevo Siglo, Cultura, País Secreto y Re/Incidencias (Quito, Ecuador) y en Novedades de Moscú (Moscú). Textos suyos aparecen en una veintena de antologías de Cuba, España, Ecuador, Chile, Estados Unidos, Venezuela y Argentina de los géneros de poesía, cuento y periodismo.