Semanario Arquidiocesano 488

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Del 27 de Octubre al 3 de Noviembre 2014 / No. 488 EN EL NOMBRE DEL SEÑOR Acabamos de vivir un momento de gran significación para la Iglesia: la beatificación del Papa Pablo VI. Pienso que ni aún ahora, con la perspectiva de los años, logramos valorar suficientemente la grandeza de su testimonio, de su enseñanza y de su servicio a la Iglesia. Fue un hombre de gran inteligencia, de cultura amplia y moderna, de exquisita formación humana y eclesiástica, de profunda vida interior. Condujo una existencia fecunda en reconocida fidelidad al Evangelio y en entrega generosa al apostolado, desde sus primeros años de ministerio. Recuerdo que cuando murió algún editorialista lo exaltó admirablemente diciendo: “Ha sido uno de los sacerdotes más grandes que ha tenido la Iglesia”. Durante quince años, cumplió el encargo de suceder a Pedro. Fue éste un Pontificado abnegado, difícil, no comprendido por muchos, espléndido, que él realizó, según el lema de su episcopado, “en el nombre del Señor”. Podría pensarse que, dado que le tocaría guiar a la Iglesia en uno de sus momentos más complejos, Dios lo había preparado del mejor modo para ese ministerio apostólico con la personalidad recia pero bondadosa que tenía, con los padres que le dio, con la maduración humana y cristiana que logró en su juventud, con los largos años de trabajo en la Curia Romana y con una rica experiencia pastoral como arzobispo de la gran Arquidiócesis de Milán. Fue un Papa muy amado, también criticado dolorosa e injustamente, a quien le tocó sacar adelante el Concilio Vaticano II y comenzar su aplicación, dándole a la Iglesia la organización, los instrumentos y el rostro que allí se trazaron. Por eso, la figura, la doctrina y la obra de Pablo VI conservan gran actualidad. Para comprender lo que hoy nos pide el Espíritu y para discernir la misión de la Iglesia en el mundo, no es posible ignorar el patrimonio espiritual, teológico y pastoral que nos dejó Dios en este gran Papa, cuya santidad de vida ahora ha sido reconocida. Podríamos recordar tantos rasgos de él y tantas enseñanzas de su vida. Quisiera subrayar hoy, ante todo, su afán por conservar la fe en medio de muchos sufrimientos. Este fue el esfuerzo continuo del Papa Montini, como lo señalaba en su última

homilía el 29 de junio de 1978: “He ahí, hermanos e hijos, el propósito incansable, vigilante, agobiador que nos ha movido durante estos quince años de pontificado. “Fidem servavi”, podemos decir hoy, con la humilde y firme conciencia de no haber traicionado nunca la santa verdad”. Eran momentos muy difíciles en los que empezaba a surgir el secularismo y el mundo occidental buscaba separarse de la tradición cristiana que lo había forjado. La Iglesia, por su parte, vivía situaciones dolorosas y complejas que hacían peligrar la fe de los sencillos. Y en segundo lugar, resalto su profundo amor a la Iglesia a la que servía con una entrega generosa y con una impresionante lucidez sobre su misión y su futuro. Algunos no entendieron su obra de gobierno, que él sabía mantener con gran entereza de espíritu. A la Iglesia dedicó sus mejores catequesis y en una de sus últimas meditaciones decía: “Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final… en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad”. En vísperas de su partida escribía: “Ruego al Señor hacer de mi próxima muerte un don de amor a la Iglesia. Podría decir que la he amado siempre”. Su testimonio y su ministerio deben animarnos para vivir, también nosotros, con renovada fidelidad, con verdadera caridad y con alegre esperanza la tarea que hemos recibido en este momento de la Iglesia y del mundo. Que el Beato Pablo VI interceda para que todos podamos caminar “en el nombre del Señor”.









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