El gran Gatsby © 2022 Panamericana Editorial

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F. Scott Fitzgerald

El

gran TRADUCCIÓN DE

JUAN FERNANDO HINCAPIÉ



I

Cuando era más joven y vulnerable mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces. «Siempre que te sientas inclinado a criticar a alguien —me dijo—, recuerda que no todo el mundo ha tenido tus mismas ventajas.» Eso fue todo cuanto salió de su boca, pero nosotros siempre hemos sido extrañamente comunicativos de una manera reservada, y entonces entendí que quería decir mucho más de lo que dijo. En consecuencia, estoy predispuesto a reservarme toda opinión, un hábito que me ha acercado a varias naturalezas curiosas y que también me ha convertido en víctima de no pocos pelmazos profesionales. La mente anormal es rápida para detectar y adherirse a esta característica cuando asoma en una persona normal; así, durante mis años universitarios, se me acusó injustamente de actuar como un político porque conocía las penas ocultas de hombres


salvajes y desconocidos. No pedí ninguna de las revelaciones que se me hicieron; con frecuencia simulaba que estaba dormido o preocupado, o mostraba una leve hostilidad cuando me daba cuenta, gracias a una inconfundible señal, de que alguna revelación íntima despuntaba en el horizonte. Las revelaciones íntimas de los hombres jóvenes, o al menos los términos en que las expresan, suelen ser de naturaleza plagiaria y vienen estropeadas por evidentes omisiones. Reservarse las opiniones es un asunto de inagotable esperanza. Aun hoy temo perderme de algo si olvido que, tal y como lo sugirió mi padre con cierto esnobismo, y como yo lo repito de la misma manera, un sentido de decencia fundamental se reparte desigualmente al momento de nacer. Y, después de presumir así mi tolerancia, admito que tiene un límite. Es posible que la conducta se fundamente en la sólida piedra o en los húmedos pantanales, pero, luego de un punto, no me importa en qué halle su fundamento. Cuando volví del Este el último otoño, sentí que, por los años que me quedaban, quería un mundo uniformado, que se mantuviese en posición moral de firmes para siempre; no quería participar de más excursiones desenfrenadas con vistazos privilegiados al corazón humano. Únicamente Gatsby, el hombre que la da su apellido a este libro, estaba exento de esta reacción; Gatsby, que representaba todo aquello por lo que yo sentía un sincero desdén. Si la personalidad

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es una serie no interrumpida de gestos afortunados, ciertamente había algo espléndido en él, una elevada sensibilidad hacia las promesas de la vida, como si él mismo estuviera relacionado con una de esas complicadas máquinas que registran los terremotos a miles de kilómetros de distancia. Esta receptividad poco tenía que ver con la blandengue impresionabilidad que logra dignificarse bajo el nombre de «temperamento creativo»; era más un don extraordinario para la esperanza, una disposición romántica que pocas veces he encontrado en persona alguna y que no creo que vuelva a ver. No: Gatsby probó ser una persona íntegra; es aquello que acechaba a Gatsby, aquella polvareda turbia que flotaba en la estela de sus sueños, lo que de manera temporal clausuró mi interés por las penas malogradas y las euforias de poco alcance de los hombres.

Desde hace tres generaciones mi familia ha estado compuesta por personas distinguidas y adineradas de una ciudad del Midwest. Los Carraway somos algo así como un clan, y sostenemos la tradición de que descendemos de los duques de Buccleuch, pero el auténtico fundador de nuestro linaje fue el hermano de mi abuelo, quien llegó aquí en 1851, envió un sustituto a la guerra civil e inició el negocio de ferretería al por mayor que mi padre dirige actualmente.

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No conocí a ese tío abuelo, pero se supone que me parezco a él; la referencia puede hallarse en la pintura más bien curtida que cuelga de la oficina de mi papá. Me gradué de New Haven en 1915, justo un cuarto de siglo después de mi padre, y más tarde participé en aquella postrera migración teutónica conocida como la Gran Guerra. Disfruté tanto de la contraofensiva, que regresé al país aún en estado de agitación. En lugar de ser el centro afectuoso del mundo, el Midwest me parecía ahora el extremo harapiento del universo, así que decidí ir al Este para aprender el negocio de los bonos. Todas las personas que conocía formaban parte de este negocio, así que supuse que podría mantener a un soltero más. Mis tíos y tías hablaban de este como si me estuvieran eligiendo un colegio, y finalmente sentenciaron «Bueno, sí, por qué no» con rostros graves y llenos de duda. Mi padre accedió a mantenerme durante un año y, luego de varias demoras, pude llegar al Este —permanentemente, según pensaba yo— en la primavera de 1922. Lo más práctico habría sido buscar alojamiento en la ciudad, pero comenzaba a hacer calor y yo acababa de dejar un sitio de amplios jardines y agradables árboles, así que cuando un compañero de oficina sugirió que alquiláramos una casa en una zona suburbana, me pareció una gran idea. Él se encargó de encontrar la casa —pequeña y de un solo piso, con paredes que parecían de cartón y muy maltratada por las inclemencias

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del clima—, cuyo alquiler ascendía a ochenta dólares al mes; a último minuto, no obstante, la compañía lo trasladó a Washington y yo me fui solo para el campo. En ese entonces tenía un perro —o al menos lo tuve por algunos días, hasta que huyó—, un viejo Dodge y una mucama finlandesa que me tendía la cama y me preparaba el desayuno mientras murmuraba para sí misma apotegmas en su idioma al lado de la estufa eléctrica. Por algunos días me sentí solo hasta que, una mañana, un hombre aún más recién llegado que yo me detuvo en la carretera. —¿Cómo se llega al pueblo de West Egg? —preguntó con aire de desamparo. Se lo dije, y cuando continué mi caminata dejé de sentirme solo. Yo era un guía, un explorador, un colono original. De manera casual, este hombre me había conferido la tranquilidad de pertenecer al vecindario. Y así, con los rayos de sol y los grandes brotes de hojas que crecen en los árboles con la misma velocidad con que lo hacen las cosas en las películas, tuve la convicción de que la vida comenzaba de nuevo con la llegada del verano. Había muchísimo por leer, y tanta buena salud como pudiera sonsacársele a aquel aire tan joven y vigorizante. Compré media docena de volúmenes sobre bancos, créditos e inversión en valores, que pasaron a adornar mi biblioteca en rojo y oro cual dinero recién

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impreso de la casa de la moneda; prometían develar los relucientes secretos conocidos únicamente por Midas, Morgan y Mecenas. Además, yo tenía la elevada intención de leer muchos otros libros. En la universidad me aficioné por la literatura —durante un tiempo escribí editoriales bastante solemnes y obvios para el Yale News— y ahora iba a reincorporar todas aquellas cosas a mi vida y me iba a convertir en el más limitado de todos los especialistas: «un hombre cultivado». No me interesa únicamente el sentido epigramático de estas palabras; después de todo, la vida se puede mirar con mucho más éxito desde una sola ventana. Fue cuestión de suerte que yo hubiera alquilado una casita en una de las comunidades más extrañas de Norteamérica. Aquella revoltosa y esbelta isla que se extiende al oeste de Nueva York cobija, entre otras curiosidades naturales, dos formaciones inusuales de tierra. A unos treinta kilómetros de la ciudad, un par de enormes huevos, idénticos en contorno y separados únicamente por una pequeña extensión de agua a la que con misericordia llaman «bahía», sobresalen del más domesticado cuerpo de agua salada del hemisferio occidental, el enorme corral húmedo llamado estrecho de Long Island. No se trata de óvalos perfectos —como el huevo de Colón, ambos están aplastados en el extremo de contacto—, pero su semejanza física ha de ser una fuente de asombro perpetuo para las gaviotas que los sobrevuelan. Para aquellos que no tenemos alas,

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un fenómeno aún más interesante es su disparidad en todos los particulares, salvo en la forma y el tamaño. Yo vivía en West Egg… tengo que decirlo, el menos glamuroso de los dos, pese a que esta etiqueta es de lo más superficial para expresar el estrafalario y no poco siniestro contraste entre ambos. Mi casa estaba en el extremo mismo del huevo, apenas a unos cincuenta metros del estrecho, y se encontraba apretujada por dos propiedades inmensas que se alquilaban por doce o quince mil dólares la temporada. La de mi derecha era una construcción colosal desde cualquier punto de vista; se trataba de una imitación fáctica de algún ayuntamiento de Normandía, con una torre en uno de sus costados que resplandecía de nueva bajo una ligera sombra de hiedra joven, una piscina de mármol y más de cuarenta acres de césped y jardín. Era la mansión de Gatsby. O, mejor, y teniendo en cuenta que aún no lo conocía, era una mansión habitada por un caballero que llevaba ese apellido. Mi propia casa era una monstruosidad, pero una muy pequeña y, por eso mismo, ignorada, de manera que yo tenía vista al mar, podía ver una parte del césped de mi vecino y tenía la reconfortante proximidad de millonarios… todo por ochenta dólares al mes. Del otro lado de la diminuta bahía los blancos palacios del refinado East Egg resplandecían contra el agua, y la historia de aquel verano realmente comienza la tarde en que conduje hasta ese lugar para cenar

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Pero no todo es alegría, al otro lado del estrecho vive el gran amor de Gatsby, un amor nacido en la melancolía y destinado a la tragedia.

Y así seguimos nuestro camino: botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.

F. Scott Fitzgerald

EL GRAN GATSBY

Nick Carraway, un chico del Midwest, llega a la exuberante Nueva York de la era del jazz, para vivir su sueño de ganar dinero y vivir los felices años veinte; allí se hará vecino del multimillonario Jay Gatsby, dueño de una fortuna de oscura procedencia, pero que nadie duda en disfrutar durante las fiestas apoteósicas en su mansión, a las que asisten personas de la farándula y todo aquel que pueda llegar a ese rincón del paraíso en la tierra.

TRADUCCIÓN DE

J. F. HINCAPIÉ

El

gran F. Scott Fitzgerald

www.panamericanaeditorial.com ISBN 978-958-30-6506-4

gran gatsby tapa.indd 2-3

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