El mago de la niebla

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En homenaje a Juan Félix Sánchez.



El mago de la niebla Eduardo Planchart Licea



La cofradía del Sagrado Corazón de Jesús Tras una larga caminata al fin llegábamos a conocer al Hombre del Tisure. Cuando hablábamos de él, en los pasillos de la Universidad de Los Andes, su vida parecía estar más allá de la realidad. Discutíamos tanto sobre sus ocurrencias que ellas eran parte de nuestra cotidianidad. Recordábamos su desplante al presidente, o las bromas hechas a los recién llegados a El Potrero, su hogar de piedra y humo en el misterioso páramo de La Ventana.

Nuestro encuentro con Juan Félix fue significativo, gracias a que nuestro nono había sido su amigo. Cuando el nono Daniel nos hablaba de Juan algo lo conmocionaba y quedaba alterado por semanas murmurando sus recuerdos. No entendíamos por qué siempre terminaba esas conversas intentando golpearnos con su bastón,


mientras con su carrasposa voz pedía que dejáramos al pasado y a él tranquilo.

Una de las últimas veces que conversamos sobre el Hombre del Tisure, el nono Daniel nos habló de la Sociedad del Corazón de Jesús, fundada por el cura de San Rafael de Mucuchíes José Paredes, en esa cofradía se conocieron. Los jóvenes del pueblo y de caseríos cercanos se reunían en la casa del cura a planear la celebración del Santo Corazón de Jesús, que tenía lugar un viernes de cada mes de junio. Ese día amanecían en misa uniformados de blancos sayales y entre sus manos mantenían en alto el estandarte con la imagen de Cristo con un corazón sangrante devorado por el fuego y rodeado por una corona de espinas, y con iconos bordados sobre ligeras telas, salían en procesión con estas imágenes sacras por las callejuelas de tierra y piedra del pueblo, tras haberse confesado y ser renovados los votos al Sagrado Corazón de Jesús.

El padre Paredes era muy curioso y no sólo le preocupaban las historias de Jesús sino la de santos, ermitaños y demonios. Por eso, además de leerles de


manera apasionada páginas de la vida de Jesús de Renán, también les daba a conocer curiosas historias y leyendas. Así conocieron los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, la vida y mística de Santa Teresa cuando fue herida por el santo arrobamiento, los inquietantes evangelios de María Magdalena, la palabra como poder divino y los insondables secretos del gnosticismo. El más interesado en estos temas era Juan Félix con su insaciable curiosidad, no le daba descanso al padre al finalizar las lecturas y conversar sobre estos temas. En más de una ocasión hizo que las reuniones de la cofradía se extendieran hasta la medianoche y sólo acababan debido a los bostezos de sus compañeros, quienes ignoraban que no hacía estas preguntas por malcriadez, sino porque sentía que estos relatos ahondaban los abismos que se abrían en su alma y buscaba respuestas que acallaran sus inquietudes. Las palabras del padre, cuando hablaba de los caminos para llegar a Dios, eran fisuras de luz en el mundo de tinieblas en que vivía ahogado y le permitían vislumbrar un camino de esperanza al robustecer su fe. Él vivía sin centro que le sirviera de anclaje a su vida y, por esta razón, se encontraba a la búsqueda de revelaciones que adormecieran la angustia que lo devoraba cuando


hurgaba dentro sí buscando respuestas a las dudas que hacían escapar su sosiego.

Su vida, hasta los cuarenta años, había sido una atormentada errancia. Las historias de los santos como las de San Antonio, entre estáticas desgarraduras y desértica soledad, emponzoñada por demoníacas tentaciones entre hirientes granos de arena y silbantes corrientes de viento, le enseñaron cómo la fe puede mover montañas. Se enfrentaba en estas narraciones a misterios que le hablaban de un sentido que no poseía y que deseaba tener. Cuando reflexionaba sobre el martirio de Cristo muchas dudas se agolpaban en su mente, ¿qué pensaría Cristo cuando caminaba hacia el martirio?, ¿qué dudas lo dominaban?, ¿sentía su vida desmoronada en ese último recorrido?… En silencio meditó sobre estas dudas por años. En ocasiones, las evadía a través de diversiones que lo llevaban a un feliz olvido de sí; una de ellas era escapar en secreto a los bailes de los caseríos cercanos, pues le encantaba sentir la emoción de la libertad ganada al huir de casa por la pequeña ventana de su cuarto y dirigirse a cantar y bailar. Pero ¡ay, si el Taita llegara a saberlo! Todos los vecinos, a sabiendas del mal humor de Benigno, eran sus cómplices en esas divertidas escapadas.


El ritual familiar lo ahogaba, pues no tenía raigambre en él, era como si estuviera desligado de ese mundo. Muchas veces deseó sentir la seguridad y fe que mostraban sus padres. Vicenta, su madre, era devota de la Virgen de Coromoto. Benigno era menos piadoso de la Virgen debido a su carácter extrovertido, pero era supersticiosamente creyente del poder de San Rafael y de San Judas Tadeo.

La religiosidad que se transpiraba en su hogar le provocaba inquietud, pues ni la comprendía ni la sentía; a pesar de esto acostumbraba a entrar a hurtadillas a mirar el viejo altar de madera colgado en la pared de tapia del cuarto de sus padres; buscaba respuestas a sus dudas en las escenas del retablo, pero no las encontraba. Intentaba leer los gestos y expresiones de las imágenes, pero no le transmitían ninguna emoción, ni siquiera los ángeles que cuidaban el pesebre donde María abraza a su divino hijo lloraban, no pestañeaban ni sonreían, sus regordetes rostros eran inexpresivos, parecían seres artificiales, no emanaban poder ni vitalidad. La escena del nacimiento del Niño Jesús estaba junto a la del Mesías parado sobre la cumbre de una rocosa montaña con el pelo de color trigo y los ojos del color de las hojas de frailejón, rodeado


de multitudes. Le costaba creer en alguien que no tenía la piel cobriza y los ojos terrosos como él. Las imágenes del retablo estaban cubiertas de ocres y negros debido al humo de las velas y velones que hacía arder su madre a los santos del altar; dentro del sagrario había un Jesús de yeso crucificado que no coincidía con la manera como Juan se imaginaba al Cristo en ese momento. A uno de sus lados se hallaba una estampa de papel gastada por el tiempo, colgada de la pared y enmarcada en un resquebrajado vidrio que representaba a la Virgen María sosteniendo el inerte cuerpo de su hijo; del otro lado había un San Rafael tallado en cedro por un famoso rezandero de Mérida, el cuerpo era desproporcionado pero se veía pleno de vitalidad. El taita Benigno llevaba siempre una imagen de San Benito del Monte Tabor y de San Judas en el escapulario que colgaba de su cuello para protegerse del mal.

Vicenta oraba varias veces al día. En los momentos menos esperados se encerraba a rezar arrodillada frente al altar. Juan acostumbraba a seguirla en eso sin que se diera cuenta, fisgoneándola a través de la cerradura del cuarto. Veía el rostro de su madre gastado y surcado por la dura vida que llevaba. Cuando rezaba, su piel se veía sacudida


por pequeños espasmos, su boca sonreía y su mirada brillaba. ¿Por qué se transformaba Vicenta de esa manera?, ¿cómo lograba la paz interior que emanaba de su rostro?, se preguntaba una y otra vez: ¿cómo haría él para tomar los torbellinos de la vida como Vicenta? Pareciera que para su madre la realidad estaba apoyada en otra realidad que él no percibía, sólo pudo comprender ese rostro de la realidad muchos años después. La vida de Vicenta era dura, llena de trabajo y temores. Benigno era un hombre rudo y siempre presto a la cólera. Tanto, que sus arranques de furia aún son recordados en San Rafael de Mucuchíes.

Por las tardes, la peonada acostumbraba a reunirse a tomar guarapo de caña fermentado en la pulpería de don Erasmo; tras largas jornadas de trabajo, entre trago y trago, siempre reían al recordar los últimos arranques de mano Benigno junto las tacañerías de los Bracavillas, que llegaron al colmo de esconder y criar gallinas debajo de las camas para que nadie supiera que las poseían y seguir pasando como la familia más pobre del pueblo. Todos conocían la verdad, pero simulaban ignorar lo que ocurría con esos curiosos árabes.


Vicenta comprendía a su esposo y sabía que, tras aquella máscara de rudeza, palpitaba un bondadoso corazón. Por eso no hacía caso a las habladurías de la gente y nunca le respondió de mala manera a pesar de sus arranques de mal humor. Cuando empezaba a mal hablar, se callaba a la espera de que la furia desatada se disipara, lo cual ocurría con cualquier gesto cariñoso que le tuviera.

Por encima de todo trataba de ser ecuánime con mano Benigno porque conocía el gran esfuerzo que hacía por el bienestar de su familia y del pueblo. El amor al prójimo no era una frase gastada para ella, lo trataba de vivir cada día de su vida. Era común encontrarla entre la peonada preocupada por la salud de todos y, ante cualquier problema, siempre estaba dispuesta a ayudar sin esperar un Dios se lo pague.

Desde pequeña supo sacarle provecho a todas las circunstancias al transformar cualquier revés en una vía de poner a prueba su fe. Una de las enseñanzas que dio a Juan fue la de ser capaz de hacer de la tranquilidad y la ecuanimidad una forma de vida, pues, al fin y al cabo, decía Vicenta:


— Todo está en manos de Dios y de la voluntad de cada quien… Todas las noches oía Juan los devotos rezos de sus progenitores, que lograban traspasar los gruesos tapiales; oraban juntos el Santo Rosario antes de dormir. A Florentino, su hermano mayor, que dormía en el cuarto vecino, parecían preocuparle poco esos rezos y, como aquietaban el carácter de su madre, Juan sí anhelaba saber cómo podría lograr el sosiego en que vivía su madre. Sólo se atrevió a preguntarle cómo conseguirlo mientras ella moría... Las últimas palabras dichas por doña Vicenta en su lecho transformaron la vida de Juan Félix Sánchez.


8 de septiembre de 1913 En su niñez conoció a su maestro Ramón Zapata, quien con el tiempo supo comprender la paradójica personalidad que se estaba gestando. Era fácil darse cuenta de ello por la forma como aprendía; para él, conocer parecía una necesidad vital, y el universo que comenzaba a abrírsele con la palabra fue una revelación.

El maestro ignoraba el tierno motivo por el que nacía en el niño Sánchez esa actitud. La razón era simple y se encontraba muy arraigada en él. Cerca del altar de Vicenta, debajo del sagrario, había uno viejo libro forrado en cuero repujado que su madre leía con frecuencia. De él extraía las lecturas para sus hijos en las fechas santas y Juan deseaba leer ese Promptuario de teología moral de la Universidad de Pamplona del año de 1777, que servía de silencioso consejero a la vida de Vicenta. Sólo deseaba adentrarse en las fuentes que parecían ser el centro de la vida de su madre; ignoraba que Vicenta leía con dificultad, al igual que Benigno. Y en lugar de leer, escudriñaban


entre las sagradas páginas alguna palabra o imagen que reconocían y le sirvieran de inspiración a sus meditaciones, casi todas las oraciones y pasajes bíblicos que conocían los habían aprendido de memoria al oírlos en la misa.

La visión que Juan tuvo un 8 de septiembre de 1913, mientras fisgoneaba a su madre a través del ojo de la cerradura, no la pudo apartar de sí hasta que descubrió el mensaje que ocultaba. Esa neblinosa y húmeda mañana presentía que algún misterio estaba por revelársele, el corazón le latía aceleradamente y gotas de frío sudor corrían por su rostro. Vicenta parecía leer en voz alta algunos trozos del Promptuario, sus ojos estaban cerrados y el rostro pálido como si estuviera muriendo. Al terminar de leer, de su boca comenzaron a brotar oraciones en latín, su voz le era desconocida y creaba sublimes imágenes en su imaginación; mientras se dejaba llevar por ellas, la estampa de la Virgen comenzó a resplandecer.

No sabía qué pensar, sólo deseaba huir, pero no pudo separarse de esa perturbadora revelación. — ¿No querías ver?, bueno, ¡ve!, ¿quién te mandó a meterte donde no te llaman?, —se decía Juan.


El hermoso rostro de la Virgen expandió su esplendor hasta convertirse en un precioso filo de montaña abrazado de niebla y frailejón. El sosiego comenzó a invadirlo. ¿Qué manos serían capaces de tallar un rostro tan pleno de inocencia?, se preguntaba Juan. Desde ese momento deseó hacer una talla de esa Virgen que nunca más pudo volver a ver sino en sueños, hasta que la creó con sus propias manos, tallada en madera de quitasol.

Por más que intentaba pensar sobre esa visión no podía racionalizarla. En clases don Ramón les había hablado de las causas de los espejismos; eran imágenes nacidas del engaño a los sentidos al traspasar los rayos de luz capas de aire de distintas densidades, así se reflejaban objetos o paisajes lejanos invertidos sobre el mar, el desierto o el aire. Pero en esa ocasión también les recordó cómo las ilusiones también podían ser creadas por los deseos de cada quien al proyectarlos sobre la realidad y así veíamos lo que deseábamos ver; en la lejana India esa ilusión era llamada la Maya de Vishnú... Esas palabras volvían a su mente como lejanos ecos, pues se negaba a aceptar la realidad de lo que había visto.

Con el tiempo creyó encontrar la respuesta a esa perturbadora aparición. Pensó que había sido creada por un espejismo nacido del vaho y el humo despedido por los


velones de cera virgen al mezclarse con el incienso de frailejón y proyectar sobre el aire el páramo que se veía por el tragaluz del altar. En esa visión destacaba un paisaje, en el filo de un páramo, que coincidía con aquel donde se relataba en los llanos la aparición de la Virgen a los indios. Por años se convenció a sí mismo de que todo había sido un espejismo. Esto lo creyó hasta años después, cuando pasó por el Filo del Tisure un día del mes de septiembre de 1952, mientras caminaba entre frailejones, sin rumbo alguno.

Iba siguiendo el cauce de un riachuelo y fue a parar al filo de una montaña. En ese lugar se acostumbraba a tocar la guarura cuando pasaba algún suceso importante. Entre esos páramos cada familia tenía su punto, que daba a su guarura un sonido que permitía identificarlo. Al oírlo se sabía, tan rápido como el viento, quién pedía ayuda.

Mientras Juan orinaba de cara a un profundo precipicio, miraba cómo su orina se transformaba en gotas transparentes y caía con furioso ímpetu al vacío; sonreía para sí al pensar en los parameros que abajo daban sal al ganado, confundirían su meada con gotas de lluvia. Al levantar el rostro y ver el horizonte estuvo a punto de caer a ese abismo, mientras se cerraba la bragueta de los pantalones; de golpe había reconocido en el Filo del


Tisure la visión que tuvo en su niñez y empezó a gritar fuera de sí: — ¡Existe! ¡Existe!, ese bendito paisaje ¡existe!... Volvieron a él sin desearlo las imágenes de su querida madre, orando arrodillada ante la Virgen. Sintió un lacerante dolor. Tanto tiempo había pasado desde su muerte y aún se sentía herido. Empezaba a sospechar el porqué de la revelación que había visto en el cuarto de Vicente. Desde ese momento tomó la costumbre de ir al Filo del Tisure a contemplar la belleza del lugar y a ver qué se le ocurría. En una de ésas, entre las piedras, encontró una cueva oculta que agrandó con gran esfuerzo. Se veían alrededor de ella pisadas y cagadas de conejos. Este hueco sólo es la gruta de unos conejos —pensó Juan Félix. Pero aun así siguió cavando. Pasó toda una tarde en eso.

En El Potrero se preocupaban por él, como cada vez que se desaparecía entre páramos y, quiénes estaban de paso se preguntaban qué nueva locura se le habría ocurrido a ese inquieto paramero. Junto a ellos, Epifania se convirtió en madre y amiga del Hombre del Tisure desde que decidió abandonar San Rafael del Páramo para internarse a esa soledad.


Entre gotas de sudor que nublaban su vista, Juan fue extrayendo pesadas piedras hasta que hizo un hoyo por el que cabía. Al vencer su temor sacó de su bolsillo una vela de sebo gastada por el trajín, la prendió y entró a la gruta. Cuando penetró a ella su desilusión fue total, pero a pesar de ello siguió excavando y empezaron las ensoñaciones a dominar su imaginación y, con ellas, la fuerza de sus palpitaciones aumentaron. — ¿Quizás haya unas morocotas o un viejo ídolo de oro puro? —pensaba emocionado. Al llegar al fondo de la cueva encontró algunos muñecos medianos de barro, recubiertos de onoto y petróleo. El tiempo había borrado las facciones y los colores de los atuendos de los antiguos muñecos. A su alrededor había varios envoltorios de algodón cubiertos de cenizas en el fondo de recipientes de barro, junto a restos de hojas de frailejón y semillas de cacao. Eran ofrendas de los mojanes a los antiguos dioses, dueños de esas montañas, de quienes conocía poco y lo que sabía lo conocía por una sarta de historias sobre ellos contadas alrededor de los fogones. En ocasiones, Benigno se las contaba cuando llevaban el ganado a pastar.

Mientras veía esfumarse sus ilusiones de haberse topado con un cofre de morocotas y, en lugar de ellas, estar ante muñecos de barro sin ningún valor, vino a su mente una querida historia de su padre sobre el origen de la nieve de


los riscos, que recordaba a Caribay, la Eva de los marripuyes: >> Eran aquellos los días de Caribay, genio de los bosques aromáticos, primera mujer entre los indios marripuyes, habitantes del Ande empinado. Era hija del ardiente Zuhé y la pálida Chía, y remedaba el canto de los pájaros, corría ligera sobre el césped como el agua cristalina y jugaba como el viento con las flores de los árboles. Caribay vio volar por el cielo las enormes águilas blancas, cuyas plumas brillaban a la luz del sol, como láminas de plata, y quiso adornar su coraza con tan raro y espléndido plumaje. Corrió sin descanso tras las sombras que las aves errantes dibujaban en el suelo; salvó los profundos valles, subió a un monte y a otro monte; llegó, al fin, fatigada a la cumbre solitaria de las montañas andinas. Las pampas lejanas e inmensas se divisaban por un lado; y por el otro, una escala ciclópea jaspeada de gris y esmeralda, la escala que forman los montes iba por la onda azul del Coquivacoa. Las águilas blancas se levantaron perpendicularmente sobre aquella altura hasta perderse en el espacio. No se dibujaron más sus sombras sobre la tierra. Entonces Caribay pasó de un risco a otro risco por las escarpadas sierras, regando el suelo con sus lágrimas. Invocó a Zuhé,


el astro rey, y el viento se llevó sus voces. Las águilas se habían perdido de vista y el sol se hundía ya en el ocaso. Aterida de frío, volvió sus ojos al oriente e invocó a Chía, la pálida luna, y al punto se detuvo la luna para hacer silencio. Brillaron las estrellas y un vago resplandor en forma de semicírculo se dibujó en el horizonte. Caribay rompió el augusto silencio de los páramos con un grito de admiración. La luna había aparecido y en torno de ella volaban las cinco águilas blancas refulgentes y fantásticas. Y en tanto que las águilas descendían majestuosamente, el genio de los bosques aromáticos, la india mitológica de los Andes, moduló dulcemente sobre la altura su selvático cantar. Las misteriosas aves revoloteaban por encima de las crestas desnudas de la cordillera y se sentaron al fin, cada una sobre un risco, clavando sus garras en la viva roca; y se quedaron inmóviles, silenciosas, con las cabezas vueltas hacia el norte, extendidas las gigantescas alas en actitud de remontarse nuevamente al firmamento azul. Caribay quería adornar su corona con aquel plumaje raro y espléndido y corrió hacia ellas para arrancarles las codiciadas plumas, pero un frío glacial entumeció sus manos: las águilas estaban petrificadas, convertidas en cinco masas enormes de hielo. Caribay da un grito de


espanto y huye despavorida. Las águilas blancas eran un misterio, pero no un misterio pavoroso. La luna se oscurece de pronto, golpea el huracán con siniestro ruido los desnudos peñascos y las águilas blancas despiertan. Erízanse furiosas y, a medida que sacuden sus monstruosas alas, el suelo se cubre de copos de nieve y la montaña toda se engalana con el plumaje blanco. <<

Esta historia siempre lo acompañó y la contó muchas veces a otros; al cumplir quince años conoció a un viejo indio llamado don Asunción Maraco, quien a veces hablaba en olvidadas lenguas de olvidados dioses. Los habitantes del pueblo recurrían a él cuando enfermaban para que buscara las hierbas que les devolviera la salud y cuando las buscaba se le veía hablar con las plantas de su huerto hasta encontrar la que necesitaba. Sólo en situaciones extremas le llevaban al enfermo para que lo soplara o se riera de él, decía que así provocaba la huida de los señores de la muerte que luchaban por adueñarse del alma del enfermo. Lo buscaban también cuando las tierras se hacían estériles y él las fertilizaba con piedras sagradas sobre las que dibuja extraños símbolos para enterrarlas en los sitios donde las cosechas eran pobres. Los relatos de sus curaciones milagrosas habían pasado de boca en boca.


Muchos cuentos que aún se cuentan en el páramo se habían tejido alrededor de Maraco y sus poderes.

Antes de iniciar cualquier curación tomaba sus ídolos en altares similares a los que Juan Félix había encontrado. Cuando iniciaba sus curaciones cubría al enfermo con hojas de frailejón y le colgaba collares de barro consagrados, mientras Víctor, su hermano, quemaba hierbas y maderas aromáticas para ahuyentar los malos vientos. En las aldeas y caseríos cercanos lo llamaban el Moján de San Rafael. En el pueblo simplemente lo llamaban Maraco. El padre de Mucuchíes era su enemigo, cada vez que llegaba a sus oídos que Maraco había curado a alguien, les recordaba en el sermón de la misa matutina que no trataran con los demonios ni con sus ídolos y, menos aún, con sus representantes terrenales, pues Satán, no en vano, salvaba la vida de alguien.

Benigno, en ocasiones, le habló a Juan del viejo Maraco antes de conocerlo, entre humo de fogón y vapor de guarapo. Y no podían faltar en esas conversas relatos de sus muñecos; el viejo decía que hacían huir las enfermedades y los malos espíritus. Al recordar aquellas palabras de Benigno, veía esas antiguas esculturas de barro con temor, le recordaban a Maraco el Moján de San


Rafael del Páramo. Deseó destruirlas, pero el temor pudo más que el rencor.

Al meditar sobre lo hecho sintió que había profanado algún santuario y si destruía esos muñecos podrían vengarse de él, de su familia y de Epifania. ¡Desgraciada esa vaca descarriada que lo había hecho llegar hasta ese sitio!

Con estos pensamientos entre ceja y ceja comenzó a tapar con piedras y tierra la cueva. Al terminar se dio cuenta de que los envoltorios de algodón, cacao y tabaco encontrados en la gruta eran recientes.

Eso significaba que los parameros del pueblo habían hecho esas ofrendas. Tras preguntar a varios de sus amigos en El Potrero le confesaron que los envoltorios eran ofrendas a los espíritus y duendes del páramo para que los protegieran del mal tiempo. Con una mirada relampagueante y el ceño fruncido, les respondió Juan: — Ésas son cosas del demonio ¿saben? Y todos le devolvieron una mirada de reprobación…


Algunos de los muñecos eran antiguos, representaban a ancestrales dioses; pocos recordaban sus nombres y alrededor de ellos se tejían leyendas y creencias. Ante la fuerte persecución de los misioneros, de todo lo que recordara a esos dioses sólo les quedó a los aborígenes esconderlos en cuevas y escondrijos recónditos. Varios siglos atrás, durante un tiempo de fanatismo religioso, uno que otro Moján fue flagelado en la plaza de Mérida. Pero, a pesar de la Iglesia y los dominicos, no pudieron destruir esas antiguas tradiciones que con el tiempo se abrazaron con la religión de los conquistadores.

Cuando Juan estaba a punto de terminar de tapar la cueva recordó una historia, contada por su padre, sobre la persecución a un moján juzgado porque decían que tenía poderes para detener las crecidas de ríos y lagunas, devolver la fertilidad a la tierra y curar los hechizos.

Uno de estos mojanes vivió algún tiempo cerca de la laguna de Urao, porque uno de sus muñecos le dijo que ésta se transformaría en una gigantesca culebra. Para evitarlo realizó un ritual en una explanada, rodeado de cuatro gigantescas huacas entre las cuales invocó a los espíritus lunares para que evitaran tan terrible transformación. Al acabar el hechizo, el moján cayó exhausto sobre la explanada cubierta de frailejones por el


esfuerzo que había realizado para dominar a esas misteriosas y oscuras fuerzas; durmió durante varios días seguidos entre niebla y rocío, hasta que una mañana finalmente despertó de su profundo sueño; para su sorpresa, se encontró amordazado y con un pesado cepo rodeándole el cuello, y junto a él sólo encontró torvas miradas de varios dominicos que lo llevaron, sin darle ninguna explicación, hasta la plaza de Mérida, donde lo flagelaron y lo soltaron al ver que no gritó por las torturas a las que lo sometían…

El pueblo había olvidado aquellas persecuciones, que fueron pocas, pues la Santa Inquisición en Venezuela no tuvo mucha presencia y las misiones hicieron poco para erradicar las antiguas creencias; por eso los parameros seguían ofrendando frailejones, cacao, comidas y tabaco a sus antiguas deidades en lagunas, montañas, cuevas y huacas. La preocupación de Juan se acentuó cuando tomó conciencia de lo que había hecho al desenterrar los muñecos de barro. Pensó llevar al cura de San Rafael al sitio para que lo bendijera con agua santa y expulsara a esos antiguos espíritus. Pero cambió de parecer y simplemente esperó que el tiempo decidiera. Él había oído a los parameros hablar de la existencia de maléficos duendes que vivían dentro de ciertas rocas. Por las mañanas, mientras se calentaban los peones en el fogón, era común ese tipo de conversa en la que cada quien daba


su versión sobre el origen de mágicas piedras. Desde niño estaba oyéndolas. Cuando iba con la peonada a cuidar el ganado, se dio cuenta de que ciertos lugares eran evitados y que en otros se paraban a tirar piedras que llevaban consigo; con el tiempo se creaban montículos de piedras.

Cuando los caminos se hacían largos, Juan Félix se distraía adivinando sus formas, pero cuando volvía a pasar por el mismo sitio e intentaba reconocerlas no podía, pues habían cambiado completamente.

Una tarde, mientras caminaba con la peonada cerca de El Castillo, el clima comenzó a cambiar de manera repentina. El sol radiante se ocultó y una espesa niebla, acompañada de fuertes ventiscas, cubrió todo. El grupo que lo acompañaba se detuvo pues no se atrevían a caminar en esas condiciones. Así tuvo la oportunidad de conocer una vieja costumbre. Los parameros sacaron chimó de los bolsillos mientras se santiguaban, lo envolvieron con hojas de frailejón y lo pusieron arriba de un mojón cercano. Sólo después de esto se atrevieron a caminar a través de la niebla y de la garúa a una cueva cercana. Al llegar a El Potrero, curioso por lo que vio, preguntó a Teófilo, un robusto peón, por qué habían hecho eso, pero


éste se hizo el que no oía. Juan le gritó reclamándole una explicación. Ante esto, simplemente le dio la espalda y se fue con su guarapo caliente entre las manos. Por la noche, cuando Benigno se recostó, volvió Teófilo y se sentó junto a Juan, cuando se calentaba en el fogón, con una taza de guarapo vacía. Estaban sentados en un banco de madera tratando de secarse las cobijas y las botas; Juan se encontraba sumergido en sus pensamientos. Por eso se sorprendió cuando alguien le habló susurrándole. Al voltear, se dio cuenta de que era Teófilo. — Ahora, ¿qué mosca le picó a usted? Pensé que había perdido el habla. — Perdone Juan por asustarlo, ¿no ha oído, joven Sánchez, en ocasiones, extrañas voces entre los páramos? Algunos dicen que son el susurro del viento al acariciar las piedras y matorrales. Nosotros sabemos que son las voces de los duendes del páramo que intentan encontrar quien los escuche. Cuando vuelva a escucharlos, no siga caminando o montando. A pesar de esto, si desea arriesgarse, párese y oiga con atención. Si está atento escuchará palabras que podrían transformarse en fuente de su desgracia, seguramente lo hechizarán. Y le podría suceder lo que a Aquilino, quien en vez de seguir su camino cuando oyó estos lamentos, prefirió pararse a ver si escuchaba algo. Ese hombre era recio y vivía con mucha calma. Cuando lo cogía la noche por ahí no temía a nada


ni a nadie, se arrimaba a cualquier peñón cercano para recostarse y pegaba el ojo en un parpadear. Siempre que venía por estos caminos se la pasaba componiéndolo, como si no tuviera otra cosa que hacer, quitaba las piedras rodadas por las lluvias y el trajinar de las bestias y las ponía otra vez en su sitio. — Aquilino era un hombre tan tranquilo —continuó hablando Teófilo— que el tiempo no contaba para él. Imagínese que se iba a buscar pescado seco para la Semana Santa, partía más o menos en febrero, mucho antes de la resurrección del Señor, y volvía tranquilamente después de las fiestas. Se iba a Barinitas en busca de pescado salado, haciendo la travesía por el camino que pasaba por el río de los Muñecos y seguía por el filo de la montaña a San Benito, al caserío de los Negros, a San Antonio y, por último, llegaba a Barinitas. — ¡Oiga Juan!, era ése un hombre con tal calma, que cada paso que daba en su vida lo ponderaba. Otra de sus curiosidades era cuando subía a San Rafael después de haber ido a San Benito con sus bestias a buscar alimentos de las tierras calientes, ¿sabe usted que no vendía la mercancía? No, él se paraba de cada casa en casa, como siempre, con la cobija deshilachada y las cotizas a punto de romperse y preguntaba: — ¿Tiene ahí una vasija para que me la dé?


Si a quien preguntaba sacaba la vasija cuando se lo pedía, se la llenaba de café, maíz, aguacate, plátano, casabe... A él no le gustaba vender para nada. Así, caminando, se iba hasta Peraza. De regreso volvía a pasar por las casas y de cada una salía alguien con una vasija para darle algo en trueque. Juan, era tal la calma de Aquilino, que un día nos fuimos por la cascada de Leñatal pa’bajo por aquí por El Potrero. Po’ allá a ver que se veía, y él se fue alante machete en mano, íbamos varios amigos acompañándolo. En un punto donde se encontraba una peña bastante alta, nos pusimos a mirar pa’ ver cómo bajarnos. Él estaba mirando pa’ otro sitio, cuando lo empujamos y cayó pa’ bajo. Cuando llegó entre vuelta y vuelta hasta el fondo del zangón, sólo dijo sonriendo: — Ya, bajé con unos cuantos magullones de más, ahora Teófilo, ¿a ver cómo bajas sin que nadie te empuje? Ese mismo hombre, un día se atrevió a oír el murmullo de los duendes del páramo, sólo algunas palabras nos llegó a contar de lo que le sucedió.

Esa tarde de noviembre había visto entre la niebla unos hombrecitos montados sobre las piedras, cabalgándolas mientras cantaban, y comenzaron a giran alrededor de él hasta que cayó dormido. Sólo le diré que, sin saber cómo ni cuándo, apareció en otro páramo a varias jornadas de


camino. Al despertarse no pudo reconocer el sitio donde se encontraba, ¿cómo iba a hacerlo si estaba en un lugar que nunca parameó? Cuando pudo dominar la angustia, se orientó por el sol y así pudo saber que estaba en las cercanías del llano de Mucubají. Tras varios días de caminar sin agua ni comida el tiempo comenzó a cambiar, los días se hicieron fríos, húmedos y neblinosos; el sol se ocultó al igual que las esperanzas de salir con vida de ese percance, había aceptado ya su muerte. Si no hubiera sido por una cuadrilla de baqueanos que buscaban reses perdidas por esos páramos, nadie hubiera oído sus lamentos; al oírlos comenzaron a buscarlo, nunca más su familia lo hubiera vuelto a ver si no lo hubieran encontrado. Lo que vieron al encontrar al desdichado Aquilino fue terrible, estaba rodeado de hombrecitos espectrales que le impedían ver el camino. Se salvó gracias a que uno de los baquianos tuvo el suficiente valor de lanzarse encima de él antes de que se cayera a un precipicio. Los despojos de su ropa estaban hechos jirones, el cabello había encanecido, la baba fluía de su boca a borbotones y durante algún tiempo estuvo sin poder articular palabra alguna. La cobija que lo cubría contra el frío había casi desaparecido y bajo ella estaba en camisa y calzones. Oiga esto, Juan, de lo ocurrido poco quiso contar; cuando se atrevió a hablar envalentonado por el miche, amaneció maltrecho y maldiciendo la bebida. Esa noche se acusó a


sí mismo de soberbio por no haber tirado las piedras bendecidas con agua santa y no haberse santiguado ante las huacas del Camino Real. Decía una y otra vez que por eso los duendes y espíritus malignos del páramo lo molestaron. Se recriminaba también por haber escuchado las voces de los duendes, quienes burlándose de él, lo durmieron, llevándolo a un sitio lejano para que, al morirse entre los páramos, sin sepultura, se transformara en uno más de ellos.

Cada vez que Juan se encontraba con uno de esos montículos dispersos en el páramo, lo relacionaba a esas antiguas creencias y llegó a tomarles aversión. Con el tiempo encontraría la manera de que esas espinas de piedra, nacidas de antiguas creencias, recordaran a los parameros a Cristo y la Santísima Virgen.


Alejandro y Diógenes Las noches en que Juan escapaba a los bailes de los alrededores, conoció a muchos amigos y llegó a intimar con algunos. Entre ellos, el nono Daniel fue célebre por su buena puntería, en el pueblo se decía que donde ponía el cañón hundía el plomo; acostumbraban a cazar venados y conejos en la seca, hasta que conoció a Dolores Espíritu Santo, de quien ambos quedaron perdidamente enamorados; la amistad que los unía tuvo que pasar la prueba del amor. Cupido flechó a Daniel y a Dolores una noche entre sorbos de ponche, mientras reían al recordar la cara del cura cuando, en plena misa, se abalanzó doña María tras sus cochinos en el momento en que, con el rostro rojo de ira, criticaba desde el púlpito a los feligreses que pecaban por gula y describía las cochinadas que hacían cuando comían; justo en ese momento aparecieron en la puerta de la iglesia, como expulsados del infierno, la manta de malolientes cochinos, como parábola viviente al sermón que escuchaban. Esa noche Juan estaba vestido de blanco. Cuando se servía por segunda vez el embriagante ponche en una taza de barro marrón vio a Dolores; al entrar llamó la atención de todos por sus ojos negros como la noche,


su pelo ondulado y su espigada figura. Daniel se adelantó a Juan sacándola a bailar en el acto. Desde ese momento, Daniel no tuvo tiempo para sus amigos.

La gente de los alrededores no podía comprender cómo Juan, hijo de un padre tan severo y de una devota madre, tenía una vida tan desenfrenada. La razón era simple: a Juan le gustaba bailar y chancearse con quien se topara. A las primeras fiestas a las que asistió fue acompañado de Benigno, pues su padre era buen violinista y por esto era invitado a todos los bailes de la zona; en ocasiones, hasta llegaron a cantar juntos, pero la voz recia y profunda de Benigno opacaba a la de su hijo. El padre intentó enseñar al hijo a tocar el violín pero, por más paciencia que tuvo, más pudo la falta de oído musical de su hijo que su tesón por enseñarlo. Juan, como revancha por no poder aprender a tocarlo, se convirtió en un buen hacedor de violines. En Apartaderos, cerca de la bomba de gasolina, sobreviven algunos de los violines hechos por él para sus amigos.

El bailar, cantar y crear aligeraban su vida, lo encerraban en su propio mundo y le hacían olvidar la extraña visión que vio en el cuarto de su madre. Sólo podía huir de ella a ratos y en sueños continuamente recreaba esa imagen. En uno de los sueños más inquietantes que tuvo, la Virgen se


le mostró en el filo de una montaña abierta al infinito, le pedía que le hiciera una capilla en ese sitio. Se sentía acosado por esos sueños en su vida diaria, hasta el punto de ponerlo de mal humor. Cuando esto ocurría, luchaba con esos ecos nocturnos en voz alta; cuando Benigno notaba a su hijo dominado por esas rarezas, lo volvía a la realidad con su recia voz: — Bueno Juan, ¡hasta cuándo vas a estar hablando con las sombras! Los peones te están esperando desde hace tiempo; lo que te pasa es que eres un ocioso pensador

Benigno sospechaba lo que ocurría a su hijo. Estaba huyendo de su destino y se negaba a encontrar su vocación, por rebeldía. Sí, la rebeldía fue uno de los rasgos principales de su carácter. Eso lo sabía su maestro Ramón Zapata desde que lo vio por vez primera. En los ratos libres, en lugar de comer la arepa recién hecha con guarapo, salía con un grupo de compañeros al patio a hacer juguetes con los que se divertían durante horas, olvidándose a veces de la clase y de su maestro.

Entre sus compañeros de clase apreciaba mucho a Lino, hijo de Isidro Pérez y Antonia Rivas. La madre de Lino se hizo célebre en San Rafael del Páramo por el ingenio


usado para que Isidro y sus hijos le cortaran leña o la ayudaran en los quehaceres de las casa. Así, cuando Antonia veía que no amanecía la leña en su sitio hacía las arepas y la bebida y, al estar todo listo, les gritaba: — Vengan a desayunarse. — Vamos muchachos —respondía Isidro— a comer. Para su sorpresa, al llegar a la mesa, encontraban todo sin terminar, la arepa de trigo cruda y el guarapo en panela frío. Ante esto, sólo le quedaba a Isidro y sus hijos pararse en silencio de la mesa a enjalmar las bestias y traer leña para el fogón.

Con Lino y Ramón Malpica hizo Juan, entre juegos, sus primeras creaciones; con admiración veía su maestro la pasión que los dominaba, se daba cuenta de que esas labores eran tan importantes como las clases, por eso los dejaba aprender jugando. Cuando no podía retrasar más el inicio de las clases, veía en el rostro del niño Sánchez una profunda incomodidad por separarse de sus ingeniosos juguetes. Entre ellos, destacaba una serie de molinos movidos por el agua del riachuelo que cruzaba el patio de la escuela, hechos de ramas, troncos y pabilo. Algunos fueron un fracaso, ni siquiera lograban mover las


ruedas con las paletas que deberían girar con la caída de agua, pero con empeño logró perfeccionar los molinos. La perseverancia fue uno de los rasgos de Juan a lo largo de toda su vida. Don Ramón llegó a admirar al inquieto niño por el tesón que ponía cuando se proponía hacer algo; no existían obstáculos que lo descorazonaran.

En la escuela habían sido tantos los fracasos construyendo molinos que nadie les prestaba atención. Hasta que un día, durante el receso, don Ramón oyó los gritos de alegría de los muchachos y entre la algarabía sobresalía la voz de Juan que gritaba: ¡Miren cómo se mueve el molino! Al oírlo, el maestro abandonó las cuartillas de los exámenes que corregía y fue a ver emocionado lo que ocurría; era tan rutinaria la enseñanza que cualquier hecho fuera de lo normal se transformaba en un acontecimiento. Al llegar al lugar del tumulto se sorprendió por el ingenio de su alumno, que había construido un pequeño molino de agua para moler granos.

Llamó la atención de don Ramón los materiales usados para su construcción: parecía un rompecabezas integrado por troncos que ensamblaban sus formas a presión, sin clavos ni amarres. Los mecanismos, además de ser curiosos, ocultaban entre sus asperezas una belleza


salvaje. Mucho le dolió al maestro la decisión de Benigno de llevarse a Juan de la escuela. Como siempre, Benigno no quiso escuchar razones fuera de las que él había juzgado convenientes. Para el niño Sánchez, ése había sido un episodio tormentoso de su vida, pues sus sentimientos hacia la escuela eran encontrados.

Por un lado, le agradaban los recreos y los juegos con que se divertía hasta oír la fatal campana. Señalaba cada día la vuelta a clases pero, por otro lado, le fastidiaba la rutina escolar, donde había que memorizar hasta el color de pelo de Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno junto a sus historias; como la que decía que el joven conquistador, cubierto por una manta púrpura amarrada por una abeja de oro, no supo qué hacer ante Diógenes al encontrarlo desnudo, cubierto por costras de suciedad, sentado frente a él, mientras sostenía una lámpara de aceite prendida en pleno día; a su espalda estaba el maloliente tonel de vino en que vivía. El hijo de Felipe II de Macedonia y Olimpia, discípulo de Aristóteles desde los 13 años, había oído de la negativa de Diógenes a regirse por las costumbres de la sociedad griega, negándolas en cada una de sus palabras y actos. Decía que la humanidad se había olvidado de vivir según la naturaleza y, por eso, no había hombres amantes de la verdad en la Magna Grecia.


Pasaba días recorriendo polvorientas calles, con su lámpara encendida en una mano y en otra su bastón seguido de un perro, mientras buscaba hombres íntegros; al acercársele algunos desprevenidos les caía a bastonazos, gritándoles que había llamado a hombres y no a mojones caminantes y, ante tales desplantes, Aristóteles le puso el apodo de Sócrates rabioso, porque se comportaba como un perro al criticar sus silogismos entre carcajadas. Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno, estuvo a punto de pisotear a Diógenes de Sinope, mientras el conquistador lo observaba en silencio, hasta que el viejo se molestó porque le tapaba el sol con que se desentumecía sus articulaciones tras una fría noche. Furioso, le dijo: — Tú y ese caballo blanco, ¿qué se han creído para envolverme entre sombras y frío? Al oír aquellos gritos la cabalgadura de Alejandro se encabritó; con dificultad logró dominarlo, pero Bucéfalo rompió a pedazos, con sus cascos, una de las cazuelas del filósofo. Se bajó del caballo para disculparse y ver de cerca de Diógenes. Le dijo Alejandro, con una sonrisa entre labios:


— Padre de la sabiduría, pide lo que desees y te será dado. Alejandro El Grande te asegura que lo tendrás. Diógenes lo miró de arriba a abajo y, tras un rato, le respondió: — No sé por qué te llaman El Grande porque eres medio enano pero, como deseas hacer algo por mí, sigue tu camino que me estás ocultando el sol y me duelen los huesos. Alejandro, sorprendido ante tal respuesta, sólo pudo balbucear entre frases entrecortadas: — De volver a nacer, quisiera ser Diógenes y no Alejandro Magno. Así, tuvo la certeza de que todo lo que se decía del desaliñado filósofo era sólo una sombra de la verdad. Entre las historias que sobrevivieron del mundo helénico sobre los saqueos e incendios a la biblioteca de Alejandría, fundada a comienzos del siglo III a. C. por Ptolomeo I, fue ser incendiada por una chusma de fanáticos guiados por Cirilo, futuro patriarca de la Iglesia de Alejandría, y despedazar y quemar sin ninguna piedad a su directora, la bella filósofa Hipatia, en el siglo IV d. C.


En unos de los pergaminos sobrevivientes se dice que cierto día fue invitado a un banquete y en su puesto había un plato de oro con huesos cubiertos de grasa, al verlo entrar todos se rieron de él, mientras el sucio filósofo, al ver su plato con parsimonia y seriedad, se montó sobre la mesa y dijo: — Saben, no soy un Dios, para que me ofrenden huesos y grasa, pero sí un perro rabioso y, sin más, empezó a imitar a los comensales orinando en cada uno de sus platos, mientras decía: — Si me tratan como perro, perro seré. Al calmarse los ánimos le pidieron que les hablara sobre la felicidad; pronto sus palabras aburrieron a todos los comensales y, cuando se dio cuenta, comenzó a gorgojear como un pájaro y pedorrearse; así logró que todos comenzaran a prestarle atención y se apretujaran a su alrededor. Con enfado vomitó en sus rostros y les dijo: — Se aburren de cosas serías, pero ríen al escuchar bufonadas.

A pesar de esas historias, el joven Sánchez sospechaba que la vida podría enseñarle algo de mayor interés. Y así fue. En el interior de Venezuela apenas llegaban los ecos


de los acontecimientos que hicieron temblar las primeras décadas del siglo.

De la Primera Guerra Mundial y de los alzamientos a lo largo del país, poco supo. Para San Rafael del Páramo fue afortunado ser un olvidado pueblo del continente. De la guerra de trincheras y gases venenosos, y de las masacres masivas entre aceradas púas y zanjones de sangre en una Europa fragmentada por el ardor bélico, se llegó a saber poco, y lo que llegó a ese apartado páramo sonaba como eco de una legendaria epopeya. Las guerras, con sus hirientes huellas, sólo pasaron como una lejana brisa por San Rafael. Mientras en Europa las trincheras se encontraban anegadas de sangre y fetidez, en San Rafael del Páramo Vicenta seguía palmeando la harina de trigo para lanzarla sobre el budare caliente, sentada en cuclillas alrededor del fogón, a la espera de que la olla del agua hirviera para que se derritiera la panela, para dar el desayuno a su familia y a la peonada.

La tragedia que se vivía por temporadas en San Rafael del Páramo era el hambre. Las hambrunas llegaban con las malas cosechas de trigo y papa. En esos años, ante el portón de la casa de los Sánchez, amanecían familias pidiendo harina y granos. Algunas veces, cuando se lo permitía la cosecha, repartían el sobrante o lo vendían a


un precio irrisorio pero, en otros momentos, se iba la gente del pueblo con las manos vacías.

A Epifanía Gil, como a otras de sus amigas, le tocó vivir aconchabada parte de su vida. Su madre tejía y hacía cobijas en el telar de dos lisos durante casi toda la noche, de día se ocupa de la familia pero, aun así, vivían con gran estrechez. Ella no pudo ir a la escuela sino de vez en cuando, pues su trabajo era arduo. Sin embargo, aprendió a leer, ¿qué tiempo podía tener para aprender si debía ir de casa en casa limpiando, cocinando o recogiendo las cosechas? Tenía poco tiempo para juegos. Sus anhelos y ensoñaciones se los tuvo que guardar. La pobreza de su familia le impedía hacer otra cosa. Llegó un momento en que tuvo que irse de San Rafael. Era 1920. El hambre en su familia atenazaba. Con ese desprendimiento que la caracterizó, una noche en que se encontraban todos reunidos en el fogón, dijo a su madre: — Me voy pa’ Mérida, quizás allá encuentre algo de dinero pa´ que podamos vivir.

Llena de ilusiones, partió. Pero éstas se fueron rápido y sólo le quedó la Virgen como compañera. Epifanía se sintió confundida en Mérida, había sido maltratada en los


hogares merideños. Fracasada, volvió a su pueblo natal con las manos vacías y un hueco en el ser.

Conoció Epifania grandes frustraciones y obstáculos que el joven Sánchez desconoció por la buena situación de su familia. Había algo en ella que la hacía capaz de sobreponerse a esos obstáculos. Intuía que detrás de toda aquella opresión existía un sentido.

¿Acaso no fue una y otra vez eso lo que nos mostró Cristo con su vida?, se decía. Nunca olvidó sus días escolares. Dejaron en ella una huella imborrable. Pero fueron pocos, pues durante semanas en su casa faltó la harina para hacer las arepas de trigo, a pesar de que su madre trabajaba casi todo el día y gran parte de la noche hilando y tejiendo, y su padre trabajaba la tierra como peón, no había suficiente comida para su familia. Por las noches era común oír el trajín de su madre en el telar, cuando movía para arriba y para abajo los peines del telar y entre la urdimbre pasaba la lanzadera, mientras la hija meditaba el porqué de tantas privaciones y se preguntaba continuamente qué podía hacer por su familia. Llegó un momento en que iba a la escuela angustiada por esa situación.


No podía concentrarse y, menos aún, poner atención a las clases. Para acabar con esa situación decidió dejar de ir. Pero no por eso iba una a ser una ignorante —se decía. Comenzó a trabajar en las casas del pueblo y cuando tenía algún rato libre se asomaba por la ventana de la escuela a seguir aprendiendo. Don Ramón se daba cuenta de esto y le guiñaba el ojo como signo de simpatía por su anhelo de aprender. Cuando esto ocurría, sonreía y su voluntad se robustecía.


Nevado y Tinjacá La recia voz de Benigno sobresalía de las demás en las oraciones familiares; acostumbraban antes de cada comida rezar ante el altar de la sala. Mientras comían, un manto de silencio y soledad envolvía al patriarca de la familia; comía apartado de todos, tal como era la costumbre. Juan y su hermano siempre estaban a la espera de que Benigno se levantara intempestivamente del sillón y fuera al patio o a cualquier otro sitio, donde encontraría a algún peón para descargar su mal humor o alguna idea que le estuviera rondando por la cabeza. Eso era lo mejor que podía ocurrir, pero pobre del desafortunado sobre el que descargaría su última ocurrencia. Cuando Benigno planeaba algo se le veía encerrado en sí mismo por días; creaba un clima de tensión a su alrededor, reflejo de lo que acontecía en su interior. En esas ausencias, ante cualquier interrupción, respondía con dureza pues no deseaba que interrumpieran sus meditaciones. Cuando esto ocurría, todos a su alrededor sabían que la tormenta se acercaba;


no sólo los Sánchez se preocupaban, sino también la gente del pueblo que ayudaba en los trabajos de campo a cambio de papa y trigo de las cosechas. Así ocurrió cuando Mano Benigno decidió agrandar la casa. En esos días se encontraba ensimismado y alejado de todos y todo, hasta que, una mañana, detuvo a los peones cuando se preparaban para ir a los terrenos de cultivo a recoger la cosecha de papa y les dijo: — Hoy no vamos a recoger la cosecha. Vamos a empezar a reparar y hacer nuevos tapiales, para ampliar la casa. Al oír aquello la peonada perdió el ánimo; conocían el trabajo que significaba aquello, pero sospechaban que había alguna razón oculta para esa decisión.

Benigno era un hombre que penetraba intuitivamente en lo que sentían sus peones. Tenía una especie de sexto sentido dado por el trato con peonadas por años; sabía cuándo hacer las cosas y cuándo dejarlas pasar. En aquel año de 1912 la hambruna en San Rafael del Páramo arreciaba y hacer tapiales era un trabajo que exigía una gran actividad y los convites para celebrar el fin de cada una de las etapas de la construcción, esto le daría al


pueblo en ese mal año un ambiente festivo que le haría olvidar las preocupaciones que diariamente los atenazaba.

Vicenta la pasaba atareada cuando esto ocurría, no le quedaba otra cosa más que rezar, rogar y pedir a los santos que alejaran de la mente de su esposo los proyectos que incubaba como huevos de gallina en su cerebro. Una de las últimas locuras que se le ocurrió a Mano Benigno, antes de apaciguarse, fue la remodelación y la reparación de los cimientos de la casa de El Potrero en el páramo de La Ventana.

Ésta era una idea que el padre de Benigno —llamado Juan Félix Sánchez igual que su nieto— había tenido, pero nunca pudo llevarla cabo, pues ése era un buen páramo para la cría de ganado debido al abundante pasto que había. Vicenta siempre había intentado que su marido se olvidara de esas tierras sobre las que había tantas leyendas, además, ni siquiera eran todas de él, sino de una sucesión familiar. Entre la gente de San Rafael se decía que quien pasara mucho tiempo entre páramos quedaría hechizado y difícilmente se podría separar de ellos. Doña Vicenta temía que eso le fuera a pasar a su


esposo y mandara la familia a vivir a un páramo tan alejado de cualquier poblado. Afortunadamente para la matrona, el cabeza de la familia Sánchez había olvidado por un tiempo esos deseos debido a los ruegos de su esposa. Pero el hecho de que su padre se le hubiera aparecido en sueños pidiéndole que cumpliera sus últimos deseos, no podía significar otra cosa que refundar aquel lejano potrero. Para él y su familia ese páramo tenían una significación más allá de lo material; sí había buenos pastos, lagunas, el río de Leñatal con su caídas de agua, y tierras para la siembra, pero también había razones sentimentales que lo unían a esas tierras de niebla y frailejones; en esos solitarios parajes veía la continuidad en el esfuerzos de los Sánchez por habitar ese páramo.

Días antes de morir el abuelo de Juan Félix, mientras hablaba de la historia de San Rafael del Páramo, le recordaba a la familia el primer nombre del pueblo: Llano de Trigo. Lo habían llamado así porque era un páramo sin reses, sólo trigo sembraron en él sus pobladores. Primero existió un vecindario sobre ese pequeño llano que perteneció casi todo a los Giles y los Arismendi, quienes donaron los terrenos para hacer la iglesia y la plaza. El nono de Juan Félix Sánchez siempre repetía a Benigno:


— No te olvides ni abandones El Potrero, porque tengo la corazonada de que nuestra memoria perdurará por esas tierras. Nunca olvides eso, sé que ese sitio es lejano y solitario, pero para nosotros es más lejano Mérida, Maracaibo o Caracas; y terminaba diciendo: — Mira Benigno, no son chocheras mías, el tiempo me dará la razón.

Antes de morir le hizo prometer a Benigno que no dejaría en el olvido esas tierras. El hijo había desatendido ese anhelo paterno, mas no podía seguir huyendo de él; últimamente, para colmo, se le había aparecido su padre en sueños, con el rostro colérico recriminándole no haber cumplido su palabra. Por esto decidió reconstruir los cimientos de la casa de El Potrero que había hecho su padre, edificando ahí una pequeña casa de piedras y techo de paja a dos aguas que le sirviera a él y a la peonada de refugio cuando fueran a salar el ganado. Doña Vicenta no estaba muy de acuerdo pero ya estaba cansada de oponerse a esa idea. Por eso, cuando supo lo que planeaba, sólo dijo:


— ¡Qué hombre, cuando se le ocurre algo, no importa nada, tarde o temprano lo llevará a cabo!

A El Potrero le agrandaron la pieza para comer y dormir haciéndole mejores cimientos. Benigno hizo aquello para quedar en paz con su conciencia. De todas formas, muy a su pesar, tuvo que seguir yendo a El Potrero con la peonada, tras reconstruir la casa.

Algo ocurría en él cada vez que volvía a ese misterioso valle entre montañas, cobijado por la niebla y la soledad. Pozos y caídas de agua surcaban esas tierras que lo hechizaban. Entre esos paisajes bañados de frías y transparentes aguas rodeadas de frailejones comenzó a comprender las palabras de su padre. En La Ventana, al llenar sus pulmones, respiraba aire pleno de vida y frescura; al vivir por temporadas rodeado de esa vitalidad, el vigor dormido de su cuerpo volvía a correr nuevamente por sus venas naciendo en él ideas abandonadas con el tiempo. Cuando ese páramo se enredó en su alma deseó terminar sus días rodeado de él, donde podía dialogar consigo mismo sin recriminaciones ni culpas y lograba percibir su existencia con una tranquilizante lejanía.


Juan Félix entre tanto seguía creciendo. A Benigno le inquietaba la mirada que empezaba a nacer en el rostro de su hijo, le recordaba las inquietudes que habían palpitado en él. Ese profundo anhelo de vivir intensa y profundamente que aquel empedrado pueblo le impidió realizar, le hacía tejer en sus ensoñaciones aventuras que nunca llevó a cabo e ideas que nunca realizó. Las idas frecuentes de Benigno a El Potrero lo llenaban de sosiego haciéndole olvidar tanto trabajo. Para adormecer esa punzante energía decidió ampliar la casa de San Rafael del Páramo; sería un trabajo agotador que sepultaría por un tiempo ese constante fantasear que lo devoraba. Una de las causas por las cuales el padre evadía al hijo era la identificación que sentía con esa alma gemela. Temía que el continuo contacto con él desbocara lo que había frenado por tanto tiempo; Vicenta comprendía esto y sobreprotegía a Juan Félix de los desplantes de su padre. Así se transformó en el consentido de la matrona quien, con su amor, también le transmitió su devoción por la Virgen.

Desde su infancia Juan vio a Vicenta postrada ante su altar rezando a la Virgen y a un Cristo de bulto desconchado


cuyas facciones no concordaban con lo que su madre le había contado de la vida de Jesús. No veía en ese rostro dolor, ni los sentimientos que se suponía debía expresar la imagen de alguien que había sido abandonado por todos, incluso por los que, días antes, lo recibieron con hosannas y palmas en sus manos y, días después, lo crucificaron sin el menor remordimiento. — La verdad es más fuerte que la mentira, Juan, no lo olvides. Vivir en la mentira es morir en vida. Jesús aceptó sin pestañear la muerte para demostrar la fuerza del amor y borrar nuestros pecados —le repetía una y otra vez Vicenta.

Continuamente Juan pensaba en lo que debió haber sentido Jesús, en las profundidades de su alma, ante el desamparo, cuando fue negado hasta por sus queridos discípulos. Al observar el rostro de yeso al cual su madre rezaba, nada venía a su mente de esos sagrados acontecimientos. Por ello, desde temprana edad, le tomó aversión a las imágenes de bulto de Cristo. Así comenzó a crecer en él el deseo de representar ese drama con sus propias manos.


Juan no compartía todas las creencias de su familia y llegó a tener una visión muy personal de la vida de Cristo, del amor al prójimo y de la devoción. Para él, el amor a Dios y a sus criaturas debía ser concreto y palpable; no comprendía un amor basado en un ritual sino en el hacer. Le costaba entender cómo se adoraba a Dios en las iglesias y no se veía su huella en cada ser sufriente, en cada ser viviente, en cada piedra, en cada árbol, en cada hoja, en cada riachuelo, en cada montaña, en cada nube, en cada noche tormentosa, en cada amanecer…

Benigno intentó enseñar a sus hijos a leer y a escribir a través de lecturas bíblicas que Vicenta les leía con regularidad; Juan las conocía al dedillo. Una tarde, mientras Benigno enseñaba a sus hijos, Juan se dio cuenta de que su padre se había equivocado en la lectura porque conocía esos textos de memoria e ingenuamente le preguntó por la línea saltada y algunas dudas sobre lo leído. Al hacerlo desató la furia de Benigno que se sintió menospreciado.

Juan, con la inocencia propia de un niño, le preguntó:


— Taita, ¿por qué Jesús para demostrar su amor tuvo que dejarse matar? No se le ocurra imitarlo, ¡sabe! lo queremos mucho.

Esto fue para Benigno el empujón de algo que había estado evadiendo y comprendió todo lo que podía crecer en su hijo si no se corregía a tiempo; esas cándidas dudas se podían convertir con el tiempo en tormentosas angustias tal como a él le había ocurrido.

Por esta razón lo envió a la escuela a los siete años. Era 1907. Juan siempre pensó que esa decisión había sido provocada por algún incidente, pero nunca logró acertar a saber cuál había provocado tal reacción. Uno de ellos había ocurrido días antes, cuando Benigno explicaba a Florentino, su hermano mayor, cómo pronunciar ciertas palabras en las que tenía dificultad y Juan quiso ayudarlo. Ante esta interrupción Benigno estalló con uno de sus típicos arranques, pero sólo fue una excusa para salir del aprieto en el que se había metido al prometer a Vicenta enseñar a los muchachos a leer, tal como había hecho su padre con él.


Juan interpretaba todo con ingenuidad, por ello no comprendía lo que pasaba con su padre.

Afortunadamente, Benigno tenía buenas referencias de Ramón Zapata. Seguramente —pensó Benigno— en la escuela sabrían enseñar a leer bien y dar disciplina a Juan. Al darle a conocer aquella decisión, Juan sintió temor. Entre los niños de San Rafael del Páramo el maestro era temido por los castigos a los que sometía a sus alumnos cuando menos lo esperaban. Por ello, sintió temor cuando conoció a don Ramón; en su rostro era fácil notar la severidad que lo caracterizaba y pudo darse cuenta después de que no sólo era apariencia.

Cuando fue presentado al maestro del pueblo en el llamado Llano de Trigo, un leve temblor atravesó su cuerpo de la cabeza a los dedos de sus pies. Su hermano mayor lo percibió, pero a Florentino no le preocupaba aquello, le era indiferente lo que ocurriese, siempre fue tranquilo y poco asustadizo.


Ramón se percató de lo que le sucedía al niño de los Sánchez. Aprovechó la primera impresión para intimidarlo y conseguir que se acogiera sin pestañar a la disciplina.

La escuela estaba en una casa alquilada que tenía las tapias más viejas del pueblo, sin ventana que diese a las empedradas calles para que no se colara el frío. El salón de clases estaba pintado con agua y cal, en las paredes colgaban mapas junto a imágenes de héroes de la Independencia y personajes célebres de la historia. Siempre recordó Juan la historia de Nevado, escrita sobre una de las paredes laterales del salón, en una cartelera de fondo verde; el perro le había sido regalado a El Libertador por don Vicente Pino, vecino de Mucuchíes; era una de las historias queridas por don Ramón para enseñar a leer a sus estudiantes. Mucha alegría sintió Juan cuando conoció, años después, la versión que Tulio Febres Cordero hizo de ese episodio de la historia de la independencia de Venezuela, en la que encontró plasmada la sensación que lo invadía cada vez que se adentraba en el páramo:


Al día siguiente, emprendieron la gran ascensión al páramo de Timotes. Pronto pasaron el límite de las últimas viviendas humanas y entraron en la temible soledad, donde la marcha es lenta y silenciosa, ora cortando la falda de un cerro, ora subiendo por un plano rápidamente inclinado, con harta fatiga de las bestias de silla. Ya hemos dicho que el silencio es allí completo y absoluta la desnudez del suelo. Hasta la menuda gramínea y la reluciente espelia, que constituyen la única vegetación de estas elevadas regiones, desaparecen en aquella espantosa soledad de varias leguas. Los caracteres más alegres y festivos allí se apocan y entristecen. Una fuerza oculta nos obliga a callar, rindiendo así culto al dios fabuloso, que según los aborígenes vivía de pie sobre el risco más empinado de los Andes, con la frente inclinada sobre el pecho y el dedo índice apoyado en los labios: era el Dios de la meditación y el silencio.

Al leer a Tulio Febres Cordero tuvo una profunda empatía con él, ambos vivían en mundos diferentes pero amaban los solitarios parajes de esos páramos. Muchas versiones se conocían sobre Nevado y Tinjacá, Ramón les hizo


conocer varias. Pero la de don Tulio era la más querida por Juan: >> Era una hermosa tarde de junio del año de 1813, se detuvo una escolta de caballería frente a la casa de Moconoque, sitio distante a una legua de la villa de Mucuchíes, para entonces el lugar más elevado de Venezuela. La casa parecía desierta, pero apenas habrían dado dos, tres toques en la puerta, cuando instintivamente los caballos que estaban más cerca retrocedieron espantados. Un enorme perro saltó a la mitad del camino dando furiosos aullidos. Era un animal corpulento y lanudo como un carnero, de la raza especial de los páramos andinos, que en nada cede a la muy afamada de los perros del monte de San Bernardo. Ante la actitud resuelta y amenazadora del perro, brillaron de súbito diez o doce lanzas enristradas contra él, pero en el mismo instante se oyó a espaldas de los dragones una voz de mando que en el acto fue obedecida: — ¡No hagáis daño a ese animal! ¡Oh, es uno de los perros más hermosos que he conocido! Era la voz del brigadier Simón Bolívar, que cruzaba los ventisqueros de los Andes con un reducido ejército. Por algunos momentos estuvo admirando al perro, que


parecía dispuesto a defender por sí solo el paso contra toda la escolta de caballería, hasta que el dueño de la casa, don Vicente Pino, salió a la puerta y lo llamó con insistencia. — ¡Nevado! ¿Qué es eso? El fiel animal obedeció en el acto y se volvió para el patio de la casa, gruñendo sordamente. Su pinta era extremo rara y a ella debía el nombre de Nevado, porque siendo negro como un azabache, tenía las orejas, el lomo y la cola blancos, muy blancos, como los copos de nieve. Era una viva representación de la cresta nevada de sus nativos montes. El señor Pino, que era un respetable propietario, se puso inmediatamente a las órdenes de Bolívar y de sus oficiales, y obtenidos de él los informes que necesitaban referentes a la marcha que hacían, la continuaron hasta Mucuchíes, donde iban a pernoctar. Bolívar miró por última vez a Nevado con ojos de admiración y profunda simpatía, y al despedirse, preguntó al señor Pino si sería fácil conseguir un cachorro de aquella raza. — Muy fácil me parece —le contestó—, y desde luego me permito ofrecer a S.E., que esta misma tarde lo recibirá en


Mucuchíes, como un recuerdo de su paso por estas alturas. Media hora después de haber llegado el brigadier a la citada villa, le avisaron que un niño preguntaba por él en la puerta de su alojamiento. Era un chico de once a doce años, hijo del señor Pino, que iba de parte de éste con el perro ofrecido. — ¡El mismo perro Nevado —exclamó Bolívar—. ¿Es ése el cachorro que me envía su padre? — Sí, señor; este mismo que es todavía un cachorro y puede acompañarle por mucho tiempo. —! Oh, es una preciosa adquisición! Dígale al señor Pino que agradezco en lo que vale su generoso sacrificio, porque debe ser un verdadero sacrificio desprenderse de un perro tan hermoso. Bolívar quedó contentísimo con el espléndido regalo, y no cesaba de acariciar a Nevado, que por su parte no tardó en corresponderle las caricias, haciéndolo en ocasiones con tanta brusquedad, que más de una vez hizo tambalear al Libertador al echársele encima para ponerle las patas en el pecho. Averiguando con varios señores de Mucuchíes, si habría en la tropa algún recluta del lugar conocedor del perro, para


confiarle su cuidado y vigilancia, se le informó que en el destacamento que comandaba Campo Elías había un indio que era vaquero de la finca del señor Pino y, de consiguiente conocedor del perro y de sus costumbres. No fue menester más. Inmediatamente despachó Bolívar una orden a Campo Elías, que estaba acampado fuera del pueblo, para que le mandase al consabido indio llamado Tinjacá. Era éste un indígena de raza pura, como de treinta años, leal servidor y de carácter muy sencillo. La orden despachada a secas sin ninguna explicación, fue militarmente obedecida. El indio se encomendó a Dios, confuso y aterrado, al verse sacado de las filas, desarmado y conducido a Mucuchíes con la mayor seguridad y sin dilación ninguna el pobre creyó que lo iban a fusilar. Era de noche y Bolívar, envuelto en su capa por el frío intenso del lugar revisaba, el campamento acompañado de algunos oficiales, cuando se le presentaron con el recluta. — ¿Eres tú el indio Tinjacá? — Sí, señor. — ¿Conoces el perro Nevado del señor Pino? — Sí, señor; se ha criado conmigo.


— ¿Estás seguro de que te seguirá adonde quiera que vayas sin necesidad de cadena? — Sí, señor. Siempre me ha seguido. Contestó el indio volviendo en sí del estupor. — Pues te tomo a mi servicio, con el único encargo de cuidar el perro. <<

El episodio que más le impresionó a Juan de este relato fue el reencuentro de Bolívar y Nevado tras la peregrinación que los unió nuevamente; en él, Tinjacá y el perro Mucuchíes debieron escapar de Boves, ocultos por la noche, esconderse entre los páramos a la espera de la llegada de El Libertador. Juan Félix hizo una preciosa talla de madera recordando esa afición de adolescente, décadas después.

Cuando leía y escuchaba estas historias se imaginaba los esfuerzos hechos por esos heroicos hombres por independizar a Venezuela. Al pensar en aquella gesta se percibía insignificante, como grano de arena golpeado por el oleaje de la historia. Estas legendarias hazañas lo impulsaban a desear hacer algo glorioso. Pero, ¿qué heroica hazaña podía hacer él en un olvidado pueblo


como San Rafael del Páramo?, ¿cómo seguir las imborrables huellas de Miranda o Bolívar en un horizonte donde sólo divisaba verdor y neblina? Con estas interrogantes, labradas con el cincel de su imaginación, volvió a la realidad, al aula poco iluminada donde recibía clases rodeada de viejas tapias, tocadas por los ecos de tiempo.

Si algo caracterizó a Juan fue el buscar siempre la aplicación práctica de todo lo aprendido. Así, cuando su maestro les hablaba de la electricidad y a todos les parecía algo lejano y mágico, deseaba conocerla y manipularla; cuando don Ramón les habló de los antiguos experimentos de Otón de Gericke, quien hacia 1663, al frotar ámbar con bolas de azufre, logró hacer girar una rueda, casi lo obligó a repetir el experimento. Con estas inquietudes, a veces le hacía insoportable las clases a su maestro; sus preguntas eran prácticas y don Ramón era un teórico con pocos conocimientos de la técnica y de la ciencia y, al igual que muchos de sus alumnos, veía los avances tecnológicos como misterios inexplicables.


El escritorio de don Ramón era de caoba labrada en sus bordes sobre su pulida superficie, se veía siempre la vara de sinigüis con que golpeaba a sus alumnos cuando los veía distraídos en clase. El colegio de San Rafael del Páramo era un asunto de niños, en él las niñas no eran bien vistas, por no decir inexistentes. Esto contribuía a la creación de grupos de amigos que se reunían desde niños a jugar y que con el tiempo se transformarían en solidarios grupos de parranda; el de Juan estaba formado por Ramón Malpica y Lino Gil. Ellos fueron los primeros integrantes de su círculo de amistades.

Por las mañanas las clases comenzaban con lecturas en voz alta. Juan tuvo que aprender a deletrear bien antes de poder leer con fluidez, su maestro en ocasiones lo escogía para leer extractos de textos de historia de Venezuela; sus primeros intentos fueron sobre la vida de El Libertador y su dolorosa niñez, y don Ramón les decía que esa lectura debía servirles de ejemplo, pues el dolor, el sufrimiento y la voluntad demostrada por el joven Bolívar fueron una preparación para el futuro.


Cuando don Ramón les hablaba de estos temas las palabras se le agolpaban en la boca, la emoción lo invadía y la transmitía a sus alumnos. — ¿Acaso no se dan cuenta? Bolívar llegó a ser El Libertador debido a su rebeldía, a esa inconformidad que lo caracterizó desde niño y lo obligó a pensar y actuar. No se conformen nunca con la injusticia y con la mentira, luchen por la verdad aunque sea difícil de encontrar— les repetía su maestro continuamente.

Esas frases fueron el preámbulo para la primera lectura completa de Juan; entre tartamudeos leyó a sus compañeros: — Bolívar fue educado por dos grandes maestros: Andrés Bello y Simón Rodríguez. Al igual que Alejandro Magno, el más grande conquistador conocido desde la antigüedad, fue instruido por otro gran maestro, el filósofo Aristóteles, alumno de Platón en Grecia.

Juan sentía el sudor brotar de sus manos mientras leía; don Ramón pudo ver su frente surcada por gotas de sudor que delataban la emoción que lo invadía. Por esta razón le dijo:


— Juan, lo has hecho bien, estás aprendiendo rápidamente. A Juan le provocó tirar el libro al aire y gritar por su triunfo. Podía leer con facilidad a los diez años. Era 1910. Al fin podría abrir los libros de su madre y comprender lo que decían.

Esa tarde, Juan Félix fue a abrir las páginas del Promptuario, el Resumen theológico de Vicenta que le serviría de guía durante su madurez. Pues en su juventud sólo la curiosidad lo hacía abrir sus páginas ilustradas con imágenes de famosos grabadores como Durero. Al morirse Vicenta, recordó las palabras sobre el pecado leídas una neblinosa tarde de 1910 que le harían cambiar su vida: >> El pecado mortal nos priva de la Gracia de Dios, de los Dones del Espíritu Santo y de todas las virtudes sobrenaturales, exceptuando la fe, y la esperanza que éstas quedan con el pecado. Para el Pecado Vicioso se requieren muchos pecados y en que puede un alma estar juntamente en gracia y con hábito vicioso grave: v.g. tiene un hábito vicioso engendrado de doscientos pecados mortales de lascivia y deseando enmendarse hace un acto


de contrici贸n o se confiesa bien: en este caso se pondr谩 en Gracia pero no se quita el acto vicioso hasta que haga actos de virtud, con los que venza aquella facilidad adquirida para pecar. <<


Las Tres Gracias En clase don Ramón Zapata tocaba diversos temas. Juan se aislaba de la realidad y se dejaba guiar por sus palabras, que lo llevaban a sitios insospechados en los cuales recreaba el verbo de su maestro en su imaginación; de aquellos temas uno de lo que más le impresionó fue el las historias de Roma. Sus compañeros veían con extrañeza esa afición por la historia universal. Al principio, confundió a su maestro, que interpretó su retraimiento como señal de aburrimiento. Por esta razón, la primera vez que lo vio ausente tomó una dura y flexible vara de sinigüis entre sus manos y se dirigió a la silla donde se encontraba Juan Félix. Ramón Malpica y Lino Gil sintieron piedad por lo que a Juan le iba a ocurrir; el maestro se le acercó sigilosamente y, al encontrarse casi rozando con su cuerpo, le habló en un tono cínico: — ¿Nos podrías decir, Juan Félix, de qué estamos hablando? Juan saltó aturdido e intentó expresar las ideas que recreaba en su imaginación, pero se esfumaron de su mente como nubes en un asoleado y ventoso día. Ante


esto, el maestro se había erigido en juez, ni corto ni perezoso, con una recóndita satisfacción de poner sus manos encima de ese niño rico y mimado. Le pegó varias veces con fuerza en las manos con la vara que aferraba entre sus manos. Los brazos de Juan quedaron acalambrados por el dolor tras la sorpresiva golpiza.

No entendía lo ocurrido, le parecía una pesadilla y el dolor era insoportable; pero no era el dolor físico lo que le resultaba intolerable, sino la vergüenza de sentirse humillado y vejado de manera injusta. Pensó en esos momentos en Cristo y en su martirio, porque él estaba siendo martirizado injustamente al igual que el Mesías. Recordó la voz de Vicenta relatándole el Evangelio de Mateo, donde la verdad, la vida y el amor eran mancillados por la mentira, la muerte y el odio.

La ira de Ramón Zapata lo expulsó de sus cavilaciones. Iracundo, le siguió hablando: — ¡Responde, responde!, ¿quién fue Claudio emperador?, ¿quién fue Constantino?, ¡responde!

el

La rebeldía de Juan se había encendido y la vergüenza fue sustituida por orgullo; a pesar de saber las respuestas se negaba a contestar o a pedir disculpas por su aparente


retraimiento; ante esto, una nueva tanda de golpes se hizo sentir, sobre sus muslos.

No gritaba, no lloraba, ni intentaba huir, soportaba el dolor con orgullo. Esta actitud de Juan provocó que el maestro se sintiera abochornado y, ante ese comportamiento tan inesperado, la rabia de don Ramón no cedió sino que aumentó. — Voy a hacer que don Benigno te muela a golpes, esa miradita de mártir subiendo al Gólgota me molesta.

Bien sabía don Ramón que debía demostrar la culpa del niño ante su padre y, pensando en eso, le dio un papel y un lápiz para que hiciera una composición sobre las lecciones de historia dadas esas semanas, sobre la muerte que dio Bruto a César y sobre la extraña personalidad de Claudio. Con esa composición iría a casa de Benigno Sánchez para justificar el castigo dado a su hijo. Al comienzo, indignado, Juan se negó a escribir. Al transcurrir algunos minutos pudo dominar su rebeldía y empezar a escribir sobre el papel que le habían puesto sobre su pupitre. Para sorpresa del siniestro verdugo en que se había convertido su maestro, comenzó a escribir:


Cuando Julio César, emperador romano, salió del Senado, vino a abrazarlo Bruto Albino, sacando un puñal de su manto asesinó al emperador. ¡Qué mejor manera de demostrar que no se debe dar de comer a cuervos! Estas palabras eran textuales, pues ése era el estilo de su maestro, usar la historia como una moraleja. Claudio fue uno de los emperadores más justos de Roma, porque nunca deseó el poder. ¿Quién mejor que él para ejercerlo? Todo lo dicho por el maestro había sido memorizado por Juan; al comenzar a leer aquellas líneas don Ramón se sintió avergonzado. Había cometido un vil atropello contra un niño que sólo se encontraba ensoñado con sus palabras, ¿cómo perdonarse ese error? Al salir Juan del salón, su maestro fue incapaz de levantar el rostro de la vergüenza que le corroía. ¡Ese niño me ha dado una lección que nunca olvidaré! — se dijo. Al llegar a su hogar, Juan no dijo nada de lo ocurrido a Benigno, Florentino tampoco mencionó nada. Por eso fue grande la sorpresa de todos cuando oyeron tocar el portón de la casa de los Sánchez de manera insistente a


altas horas de la noche; al hacer girar la cerradura y abrir la puerta Juan se encontró cara a cara con don Ramón. No podía imaginarse la causa de esa inesperada visita, sentía oleadas de temor. Se imaginaba molido a palos por su padre, quien no creería en lo que él dijera sobre lo sucedido ese día en clase y confiaría a ciegas en la palabra de Malpica: ¡Ese maldito maestro!

Al entrar en la casa, para su sorpresa, don Ramón fue cariñoso. Mientras le acariciaba el cabello con su delicada mano, comenzó a hablar con Benigno: — Don, hoy cometí un abuso, espero me disculpe. Al oír esas palabras Juan comenzó a inquietarse por lo que pidió a su padre permiso para retirarse. — Será mejor vaya a buscar a Vicenta —se dijo— antes de que estalle papá. Pero más pudo la curiosidad que su temor y se quedó escondido entre la oscuridad del patio, oyendo la charla: — He cometido una torpeza imperdonable contra su hijo. Benigno no entendía nada de lo que ocurría, su rostro comenzaba a enrojecerse, pues empezaba a molestarse. Ante esto, dijo don Ramón:


— Cálmese, don Benigno, escuche. La transparencia de sus emociones avergonzó a Benigno; sacando fuerzas de donde no tenía, hizo un esfuerzo por calmarse. — Castigué a su hijo injustamente. Creía que no estaba atendiendo a clase y sin pensarlo me enfurecí y lo castigué sin dejarlo reaccionar siquiera. Asustado por mi conducta, no pudo responder las preguntas que le hacía y para demostrarle a usted la falta de atención de Juan, le mandé hacer una composición sobre las clases de historia; para mi sorpresa, la hizo a la perfección, demostrando mi equivocación. Estoy aquí a estas horas de la noche para ofrecerle disculpas y felicitarlo por la inteligencia de su hijo. Mucho me costó decidir a venir, ¿sabe?

Antes de retirarse a su casa, don Ramón extrajo del bolsillo de su saco el papel donde Juan había respondido las preguntas que le hiciera su maestro y lo entregó a don Benigno que, con un gesto lleno de orgullo, tomó la hoja y la guardó entre unos papeles que llevaba en una de sus manos. No se había equivocado con Juancito, repetía entre labios.


Mientras esto ocurría, se fue Juan a su cuarto sorprendido por lo que oyó decir a su maestro. Desde ese momento entre don Ramón y su alumno se crearon vínculos de respeto y comprensión que el tiempo no pudo borrar. Pero siempre el maestro vio con preocupación la predilección de Juan por ciertos temas. Si él hubiese sido un amante del saber, hubiera comprendido y encauzado la curiosidad del Juan.

Uno de sus temas predilectos era la geometría, porque le permitía comprender mejor el espacio. Cuando Zapata daba las lecciones de geometría, Juan Félix se le adelantaba en los razonamientos matemáticos y, con igual pasión, absorbía todo lo relacionado con la religión. Difícilmente perdía una oportunidad de preguntar sobre esos temas en las lecciones de historia.

Ante las constantes preguntas de Juan, las evasivas de don Ramón se repetían una y otra vez. Entre todas ellas su predilecta era decirle: — Recuerden, muchachos, éstas no son clases de historia, de religión y menos de teología. Cuando venga al pueblo mi hermano, lo traeré para que les hable de esos delicados temas.


Tenía el don una peculiar manera de enseñar la historia; lo hacía escondiendo en sus narraciones el nombre del personaje central del relato narrado para que los muchachos lo adivinaran e investigarán. Ese estilo del maestro los motivaba y todos se deleitaban mientras aprendían jugando. En el primero de esos episodios les hizo un relato para que identificaran el personaje: >> Fue un hombre muy rico pero se desposó con la pobreza, pocos lo comprendieron, por eso tuvo que comenzar a hablar con las criaturas del Señor. De haber vivido entre nosotros, seguramente se hubiera refugiado en nuestros páramos. Le hablaba al sol, a la luna, a las piedras, lo amaba todo. Pero despreciaba profundamente la hipocresía y la opulencia, por ello lo persiguieron. << Mucho les costó averiguar que ese relato era sobre San Francisco de Asís. Durante varias clases nadie daba con su nombre y su historia pues el maestro escondía las cronologías a través de juegos matemáticos que les tocaba desentrañar. Cada día iba agregando algo a lo dicho, hasta que descubrían de quién se trataba. En una ocasión, todos en la clase llegaron al borde de la desesperación por esos juegos; fue debido a un relato sobre la vida de Simón Bolívar; don Ramón les mostró los


lados oscuros y las leyendas que sobre él y Manuelita Sáenz se tejían. Después de descifrar esa historia, Juan nunca pudo olvidarla: >> Ahí estaba su figura, se veía a lo lejos, parecía una escultura de piedra cubierta por una ligera capa de rocío y granizo. Su rostro oteaba el horizonte, buscaba las alturas. Sí, se encontraba en la cordillera nevada, donde el aire era difícil de respirar, pero le hacía sentir una sensación de tranquilidad y sosiego. Los soldados cuidaban de su oficial, al verla con su mirada al cielo, se les mostraba en su elemento y en esos momentos se sentían protegidos. Algunos decían que sólo un ser divino puede resistir esas largas caminatas, junto a esos molestos baúles con papeles en su interior; no sabían que esos viejos cofres eran las memorias de sus gestas y de la vida de su guía. En una empinada caminata por las cordilleras nevadas varios hombres habían caído por el esfuerzo, esas alturas para algunos resultaban insoportables; pero la Coronela seguía adelante, junto a sus inseparables negras, quienes la seguían con paso firme cuchicheando entre ellas… Los soldados las llamaban las Tres Gracias; al frente iba la fuerza, la voluntad, la única mujer que comprendió al que sería traicionado. Las cumbres le hacían olvidar todos los sinsabores y angustias pasados. Ese eterno silencio, solamente


interrumpido por el señor de los Andes ¡el cóndor!, la transportaba a otros sitios. Rayos de luz se filtraban sobre la blanca nieve produciéndole extrañas sensaciones; sentía que nada la separaba de las heladas cumbres. Sobre todo sentía a El Libertador, era el rayo que traspasaba las tinieblas de la ignorancia, de la ambición... Mientras se debatía en esas meditaciones, se le acercó uno de los doce lanceros que la custodiaban: — ¡Coronela!, ¡Coronela! Las cartas de uno de los baúles se esparcen por la cordillera… << Antes de irse a El Potrero a los cuarenta años, Ramón Zapata le contó otra historia en un encuentro casual; era 1940 y, a pesar del tiempo, seguía molestándolo con sus ocurrencias. Fue sobre José Gregorio Hernández el relato que lo confundió por toda una tarde; la leyenda del santo popular todavía no era muy conocida en Venezuela, pero en Trujillo corría de boca en boca y mostraba semejanzas con algunos episodios de la vida de San Francisco de Asís.

Como de costumbre, ocultó los nombres y enredó las fechas; trataba la narración sobre una broma que Roberto hizo a su amigo José Gregorio, que le había pedido que lo visitara con urgencia en su hogar pues estaba muy enfermo. Y su amigo había engañado al doctor y, muy


lejos de estar enfermo, había invitado a unas amigas a su casa para que se le insinuaran al beato doctor. >> Al llegar a la casa de Roberto grande fue su perturbación, en lugar de encontrar a su amigo encontró dos bellas mujeres. Magdalena y María le dijeron que su primo había salido a comprar unas medicinas, pero les había encomendado lo entretuvieran allí hasta su regreso. El pícaro amigo se encontraba detrás de una puerta oyéndolo y viendo lo que ocurría; al ver la cara del doctor casi se mea de risa cuando sus amigas comenzaron a piropear al doctor, con esas mentiras no tan piadosas usadas por las mujeres para poner a los hombres a sus pies. El doctor se encontraba sumamente azorado, sudaba y tartamudeaba. Roberto estaba a la espera de que José Gregorio en algún momento saliera corriendo. Pero no corrió. Repentinamente logró dominarse y comenzó a hablarles dulcemente sobre el pecado de lujuria; desde su escondite el amigo llegó a escuchar lo que decía: — Ese pecado se remonta a los orígenes, cuando Jehová, colérico, expulsó al hombre y a la mujer del Edén por verse con ojos de lujuria. Repentinamente sintieron que habían llevado demasiado lejos el juego y la culpa las invadió y se


arrepintieron. Mientras las jóvenes se debatían entre estos pensamientos, el doctor, les dijo: — No vaya ocurrir lo mismo con ustedes. Al empezar a hablarles del amor al prójimo y del volver la mejilla como un santo a los enemigos, comenzaron a llorar y a arrepentirse de sus vidas. Terminaron pidiéndole consejo y él las abrazó fraternalmente y les dijo: — Arrepiéntanse desde el fondo de su corazón, las llevaré a la iglesia para su confesión. El amigo observó incrédulo, no podía creer lo que vio, sus amigas salían tomadas de las manos con el doctor José Gregorio. Para averiguar lo ocurrido decidió unirse al grupo. Al verlo, José le dijo a su amigo: — Te perdono lo que hiciste, vayamos a la iglesia a rezar por todos los enfermos y sufrientes del país y por los ociosos que gastan su tiempo en tramar diabluras. <<

Este relato lo conocían Juan y Lino pero, al cambiar ciertos trajes, acontecimientos y al ocultar las fechas clave para ubicarlos en el tiempo, lo confundieron con San Francisco, a quien una vez lo pusieron en un trance similar.


Cuando dejó la escuela había aprendido a callar y a evitar llamar la atención con su curiosidad y sus tremenduras. Intentaba calmar sus dudas y angustias con el tipo de vida que llevaba. Buscaba el espíritu festivo, ausente en su casa, en las fiestas con sus amigos.

Mientras Juan crecía, fue creando una religiosidad que comenzó al preguntarse por el origen del mal.

— Si el Señor es omnisciente —se decía—, ¿por qué creo el mal y las tentaciones? Y, por más que le daba vueltas al problema, no encontraba ninguna respuesta que acallara su curiosidad; hasta que vio en el mal la mano del Señor. Pocas personas lograban penetrar su hermetismo. En el pueblo se percataban de que algo ocurría con el hijo de los Sánchez, sus excentricidades lo delataban. Vicenta sabía que tarde o temprano se cernería una crisis espiritual sobre su hijo, esperaba ese momento con paciencia. Ocurrió, pero no de la forma ni en el momento que hubiera deseado. Mucho rezó doña Vicenta a la Virgen Santísima por Juan, le preocupaba la inquietud que observaba en él.


— ¿Ese muchacho no se podrá quedar tranquilo?, ¿tiene que estar dando saltos e inventando algo siempre? —se decía, mientras se persignaba. Lo comprendía, porque ella en su juventud también sintió el palpitar de esa inquietud, deseó conocer y hacer, pero por ser mujer no podía dar rienda suelta a sus anhelos. No tenía escape. Su madre debió amansarla a palo limpio ya que se negaba a llevar una vida de enclaustramiento y devoción, valores para los cuales se le educó. Muchas veces pensó en escapar, pero el problema era a dónde ir. Toda su rebeldía y su energía tuvo que encauzarla a través del fantasear que hace del preso rey y, por más osada que fuera su imaginación, nadie podía sospechar nada. Sus amigas conocían ese extraño don de encerrarse en sí misma y por eso le pusieron el mote de la dormilona, pues pasaba la mayor parte del tiempo ensoñada, razón por la cual siempre estaba cometiendo errores y horrores. Dañando los quehaceres que le encomendaban.

Feliciana, su madre, molesta le gritaba en esos momentos: — ¡Ni aconchabada podrías vivir Vicenta, ni siquiera así! Cuando Vicenta hacía el guarapo era de esperarse cualquier cosa. Esos días, los peones y sus hermanos evitaban tomarlo, invitando a desayunar a cualquier desprevenido transeúnte con tal de agotar esa amarga


bebida antes de que les tocara tomarlo. Repentinamente todo cambió, sus padres nunca supieron la causa de ese cambio.

Ocurrió un Jueves Santo a finales de 1890, en la vieja iglesia de Mucuchíes; esa mañana, cuando el padre comenzó a vociferar fuera de sí un sermón que parecía estar dedicado a ella, fue tal la impresión de Vicenta que, a pesar de que no pudo recordar nunca con exactitud aquellas duras palabras, le dieron un sentido a su vida logrando reconciliarla consigo misma y con la Virgen. Esa mañana neblinosa el padre habló del ocio como la fuente de la tentación y como culpable del pecado original. — ¿Por qué Eva hizo caso a la serpiente? Porque no tenía otra cosa que hacer más que andar en cueros. ¡Sin ningún oficio! Por esa razón prestó atención al seductor Satán, quien le habló a través de la serpiente. Al terminar de pronunciar esa frase el cura elevó el tono de voz y fijó su mirada hacia las engalanadas señoritas que acompañaban a Vicenta y, tras una breve pausa, continuó su sermón: — Las señoritas sin oficio arderán en el infierno por prestar atención al monstruo primigenio, arderán por la eternidad. Y antes de terminar, señaló hacia Vicenta, diciendo:


— La única forma de escapar a las redes de Satán es encomendarse a la Santísima Virgen y al redentor. Vicenta, desde el inicio del sermón, se había sentido afectada por las delirantes palabras del sacerdote. Mientras oía aterrada, en varias ocasiones sintió que todo comenzaba a girar a su alrededor; cuando la mirada del cura se clavó en ella cayó al piso desvanecida, esas hirientes palabras resonaban en su ser como ecos entre montañas. Al desmayarse, la feligresía se olvidó de la misa y se arremolinó a su alrededor; ésa fue la primera vez que Benigno Sánchez le prestó atención.

Todos en San Rafael del Páramo conocían alguna de las anécdotas de la primera visita que le hizo Benigno a Vicenta; él vivía en La Culebra en Llano Alto y Vicenta vivía en un viejo caserón en El Cambote. Un domingo, al terminar la misa, iba Benigno trajeado de punta en blanco para visitarla de manera formal, pero para llegar a casa de Vicenta había una trocha que caía de manera abrupta, frente a la casa de Omar Monsalve. En ese lugar existía un puente donde acababa la pendiente; sin darse cuenta se resbaló e impulsado por la caída terminó encima de una plasta de bosta de ganado como plátano maduro sobre ella. Desde el trasero hasta la coronilla se llenó de mierda. Ante este percance, debió volver a su casa para


cambiarse. Cada vez que intentaba visitar a Vicenta algo le pasaba al desafortunado Benigno; por eso, cuando al fin se casaron, le dijo al pueblo en la celebración, entre afinados violines: — Espero que al fin la pava se acabe para mí, porque estoy cansado de enmierdarme los pantalones yendo a visitar a Vicenta a El Cambote. Al menos ahora espero no tener que seguir pasando por eso.


La muerte de Vicenta, 16 de mayo de 1940 Vicenta esperaba el momento en que su hijo sufriera una tormenta interior, pero ésta no llegaba y crecía por ello su preocupación. Nunca la pudo ver porque la crisis espiritual de Juan llegó con su muerte. Sólo a partir de ese momento buscaría un nuevo sentido a su vida. La inquietud que se apoderó de su alma por ese golpe no la pudo imaginar su madre: transformó a su hijo. Con dificultad hubiera pensado que su muerte iba ser la causa que alejaría a Juan de su querido pueblo y lo acercaría, entre la soledad del páramo, a Dios.

Sí, la muerte de Vicenta fue una de las razones que lo hicieron dudar de todo lo que hasta ese momento había sido su vida. El acercarse a la fugacidad le hizo buscar nuevas formas de anclarse en la vida para escapar a las heridas del tiempo. Deseaba dejar una huella permanente para derrotar a la muerte.


Cuando conoció la trágica nueva trabajaba en la huerta familiar, mientras discutía con el padre de San Rafael de Mucuchíes, quien le pedía su ayuda para la reconstrucción de la iglesia del pueblo. El viejo cura tenía tiempo tratando de enrolar a la juventud del pueblo en esa labor, pero sus intentos hasta ese momento habían sido vanos. Había apelado hasta a la piedad cristiana de los jóvenes parameros, pero le respondían con indiferencia: — No se puede, debemos trabajar. Con Juan Félix era más insistente ya que Vicenta le había prometido costear la reconstrucción como pago de promesa a un favor recibido por la Virgen, pero su hijo era ingenioso en encontrar excusas para posponer el inicio de la ampliación. Insistía tanto el cura porque conocía la habilidad de Juan para levantar tapiales y había dado misa en varias capillas construidas por él.

Ese día, antes de desistir, conversaba con el hijo de Vicenta sobre la necesidad de un templo digno para los hijos de Dios y cómo eso haría bien a todos, un lugar donde podrían reunirse, meditar, orar, sentirse cerca de la divinidad, en lugar de perder el tiempo entre juegos y miche en la plaza. Esa tarde le recordó que estaba obligado a ello por el voto dado a la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús y el juramento de hermandad hecho


ante Cristo, y ¿qué mejor oportunidad tenía de cumplirlo que reconstruir la casa del Señor, que estaba en ruinas, al igual que el alma de los jóvenes del pueblo?

La sonrisa en el rostro de Juan y la forma amanerada como se acariciaba el bigote al oír sus palabras lo desilusionaba, parecía estar ante alguien sin piedad. Al sentir esto, comenzó a llenarse de ira por la desidia de los jóvenes de San Rafael. Juan, por su parte, estaba a punto de darle la espalda para continuar dirigiendo la peonada que se disponía a recoger la cosecha de trigo cuando de repente oyó lamentos llorosos que venían de su casa. Los angustiosos gritos le golpearon el corazón cuando vio correr hacia él una multitud; sospechó lo que había ocurrido y sus latidos parecían querérsele salir del pecho como los cascos de un caballo encabritado.

El padre se encontraba a su lado y se alteró al ver el rostro de las hijas de Vicenta junto a la peonada bañados en lágrimas. Comprendió que algo inusual y terrible sucedía. Juan se sintió tambalear por momentos; sintió que caía al suelo, pero pudo sobreponerse y con aplomo dijo: — ¿Qué ocurre? Respondieron entre gemidos sus hermanas:


— Mamá Vicenta está malita, algo le pasa, le cuesta hablar y lo único que se le entiende es: ¡busquen a Juan!, ¡búsquenlo! Era el 16 de marzo de 1940. Juan se dirigió sin perder tiempo al cuarto de su madre, en el cual vivía desde que Benigno, en 1936, había muerto a causa de una caída cuando subía el portón de la casa. En ese momento recordó de golpe la muerte de su padre. Lo único que pudo hacer, al verlo devastado en el suelo, fue levantarlo y colocarlo en una carretilla para llevarlo a casa. Había hecho todo lo posible para que se recuperara. Hasta fue a Mucuchíes a ver a Antonio Flores, quien le dio un frasco de agua de Cañanga para masajear a Benigno; tal fue la desesperación por el deterioro de su padre, que Juan cayó enfermo y Vicenta debió atenderlos a los dos.

La última imagen guardada por Juan Félix en su memoria de la enfermedad de su padre, fue la de una mañana neblinosa cuando, entre sueños, se despertó al oír cantar unos maitines de Gracia, mientras Vicenta lo ayudaba a levantarse de la cama para llevarlo al velorio. — No llores, Juan —le decía su madre cariñosamente. Volver a pasar por lo mismo le revolvía el alma; desde ese momento Juan Félix Sánchez no fue el mismo y todos se


preguntaban por qué. De ahí en adelante comenzó a sentir la presencia de la muerte, que más de una vez le quitó el sueño. Cuando murió su padre se había encerrado en sí mismo para huir del dolor.

Tras la muerte de Vicenta no sólo sintió la muerte como destino, había quedado desnudo, expuesto, frágil, sin ningún sustento ni apoyo. Necesitaba un nuevo centro para su vida. Encontrar un sentido a algo que no parecía tenerlo: el vivir. Desde ese momento empezó a crecer en Juan el anhelo de retirarse a El Potrero.

Entre sus caminatas por las empedradas calles de San Rafael, cuando la neblina lo envolvía, comparaba la vida con ese húmedo manto que oculta los páramos: piedras, montañas, arbustos… y convierte un soleado día en una caprichosa noche porque nos ciega y desorienta. Ante eso, más de una vez se preguntó: ¿será la muerte como la niebla?, ¿cuál sería nuestro destino tras la muerte? Sabía que solamente un acercamiento a Dios podía darle respuesta a sus preguntas. Como una manera de acallar sus temores comenzó a trabajar con el padre Ángel Sánchez rehaciendo la iglesia. El pisotear el barro al construir los tapiales, cortar y ordenar la caña amarga, cocer las tejas, le producía


sosiego. Sentía que así como rehacía la capilla de San Rafael del Páramo, reconstruía su alma desmoronada. Cuando mezclaba la piedra, el barro y la paja, al rellenar los encofrados que darían forma a los tapiales, sentía estar en contacto con los huesos y carne de la tierra. Se preguntaba en voz alta qué habría en esos materiales que le causaba tal bienestar.

Con el tiempo descubrió la razón. La roca, con su dureza, le recordaba la fe de Vicenta, su tranquilidad. Ella, como las rocas del páramo, no perdía nunca el equilibrio, pues era su propio centro. Seguiría los pasos de Vicenta, deseaba hacer suya la fe que percibió en su madre y, como al orar, se deslastraba del cuerpo para convertirse en alma. Por momentos logró adentrarse en ese estado de profunda quietud interior, similar al silencio, como la naturaleza anuncia la llegada de un fuerte chaparrón, y atesoró esos instantes para sí como las cuentas de un rosario inmaterial. En San Rafael compartía el tiempo entre la reconstrucción de la capilla y haciéndose cargo de los sembradíos de trigo y papa. Cada piedra que encontraba al limpiar los terrenos para la siembra le transmitía su energía, su historia, eran inertes sobrevivientes de tiempos remotos que comenzaron a formar parte de su vida.


Cada roca que le llamaba la atención era la excusa para meditar y hundirse en esas agrestes formas: ¿acaso no eran obra del Señor? —se preguntaba— y les buscaba usos que no fueran los tradicionales, no como las ofrendas para invocar a los espíritus de los páramos, como hacían los peones, sino crear con ellas formas que le vinieran en gracia y buscar, a través de esta creación, la salvación de su alma. Quizás la Santísima Virgen vería con gracia su curiosidad. Las primeras rocas las labró a martillo y cincel para hacer cristos y vírgenes para el cementerio del pueblo. Con el tiempo se negó a devastarlas para buscar lo que ocultaban tras su pétrea piel y empezó a querer sus formas tal cual las encontraba.

Con perseverancia y amor reconstruyó la iglesia del pueblo; el padre sospechaba la causa del cambio de Juan, aunque nunca había conversado sobre ello. Una de las razones que lo movieron a reconstruir la capilla era su deseo de que en el pueblo existiera un sitio digno donde pudiera rezarle a su madre. Un templo abandonado era signo de un pueblo sin alma. A él, más que nada, le preocupaba su propia salvación, se sentía como un vergonzoso pecador, y su madre había sido una santa que convertía cada acto de su vida en una devoción.


Poco a poco nació en él la idea de crear algo prodigioso ante los ojos de Dios y la Virgen, que les hiciera sentir a los parameros el alma del páramo. Así la roca y la madera agreste se convertirían en una oración. Su vida y su inventiva serían el instrumento que usaría para acercarse a la creación.


Wecelao Moreno, el Henoch del páramo El camino que cruza San Rafael de Mucuchíes de extremo a extremo era mudo testigo del continuo trajinar de mulas cargadas de trigo y papa; en el siglo xv fue recorrido por el lento y ambicioso paso de los conquistadores. Allí se enfrentaron a los indígenas mucuchíes, quienes al no poder vencer con su valor y sus macanas al templado acero, se refugiaron páramo adentro; dos siglos después pasó El Libertador con el ejército independentista. Desde él se ve el río Chama y el sol en su diario peregrinar muta ese trajinado camino de tierra y piedra, hoy cubierto de asfalto, en un tapiz de cambiantes tonos.

Una mañana de 1912, cuando el cielo relumbraba de un enceguecedor azul y la espesa niebla empezaba a bajar del páramo, salió mano Wecelao de su casa; su peregrino deambular se transformaba en un acontecimiento que conmocionaba al pueblo pues rara vez salía de las tejas y tapiales que lo aislaban. Se enclaustraba durante semanas rezando y murmurando oraciones tirado en el suelo abrazado a la tierra y cuando despertaba de su trance


tenía la mirada perdida, el rostro desencajado; en su hogar evitaban ver sus relampagueantes ojos, lo trataban como si fuera una errante sombra. A Juan le resultaba odioso pasar frente a los tapiales donde vivía el profeta del pueblo porque no lograba silenciar sus rezos. Pocos se imaginaban que ese jueves de resurrección saliera a profetizar el Henoch de San Rafael. Hacía meses que callaba, sólo se dejaba ver entre los sembradíos e iba de un lado a otro como enloquecido, hiriendo con su flameante mirada a quien se encontrara en su camino. Al llegar a la plaza se devolvía corriendo a su caserón, mientras iba persignándose con gestos nerviosos.

El temor dominaba a quienes veían al poseído con su rostro enrojecido, sus ojos en esos momentos eran la ventana a su alma atormentada y se preguntaban qué estaría viendo Wecelao Moreno. Cuando se enconchaba dentro de sí, veía paisajes, guerras y destrucción. De sus visiones la que más le aterraba era la de unos morrocoyes gigantes que escupían fuego, sembrando la tierra con muerte y desolación dejando a su paso huellas sangrantes. No comprendía el significado de esas visiones que le robaban el sueño, ¡sólo muerte y dolor!..., sólo sangrientas guerras de la humanidad contra la humanidad.


Al meditar sobre ellas, recordaba el Apocalipsis de San Juan y los bíblicos signos que señalarían el juicio del Señor; cuando encontraba coincidencias entre sus alucinaciones y la Biblia se le oía gritar: — ¡Perdónanos Señor!, ¡aléjanos del mal! Surgían en él las dudas que devoraban a Cristo antes de la crucifixión, mientras sus discípulos dormían de manera desenfadada en el jardín de los olivos y él oraba para que alejara de su Dios ese doloroso cáliz.

Para exorcizar esas visiones que lo aguijoneaban se enclaustraba a rezar durante días en su casa, rogándole a Cristo piedad por la humanidad. Cuando las oraciones dejaban de brotar de su reseca boca empezaba a llorar. Nadie en su hogar ni en el pueblo podía ocultar su temor ante los ataques de locura profética del viejo. En los días santos, como ese Jueves Santo de 1912, salió con el sol de su caserón; murmuraba fragmentos del Apocalipsis de San Juan: Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo en el cielo un profundo silencio. Vi a los siete ángeles que están en la presencia de Dios: Se les dieron siete trompetas. Otro ángel vino y se puso delante del altar, con un incensario de oro con muchos perfumes, para que los ofreciera con las


oraciones de todos los santos... El humo de los perfumes subió, con la oración de los santos... Después el ángel tomó el incensario, lo llenó del fuego del altar y lo lanzó sobre la tierra. Y hubo truenos, voces, relámpagos y un terremoto. Y los siete ángeles que tenían las siete trompetas se prepararon para tocarlas… Mientras más releía el Apocalipsis su desesperación aumentaba, veía sellos rotos y alados ángeles tocando flamígeras trompetas por donde pisaban sus cotizas: ese Jueves Santo en la plaza frente a la iglesia los mucuchienses jugaban con un trompo de la suerte que tenía labrados números en sus lados y lo usaban para divertirse y apostar vasos de miche recién salido del alambique del Cambote: esa mañana, cuando estaban todos haciendo sus apuestas, apareció el viejo barbado y causó una incómoda sensación, subía lentamente a la plaza, iba en búsqueda del ombligo del pueblo. Su barba, poblada por blancas hebras, flotaba como ceniza por la fuerte brisa, un traje negro cubría su flaca y desgarbada figura con una raída cobija que dejaba ver el cuello de una sucia camisa que tiempo atrás fue blanca. Entre las manos asía con fuerza un báculo. Lo había tallado de un tronco de cedro, pues había leído en el Viejo Testamento que los profetas tenían uno desde tiempos de Moisés, y él se veía a sí mismo como un profeta a la búsqueda de la inspiración divina. Nadie imaginaba qué nuevo toque de locura le habría dado; a su paso oía como lo llamaban:


— ¿Cuáles son las nuevas del pueblo, para echarnos a perder este Jueves Santo? Al sentir su cercanía y ver su alucinada mirada, los reunidos en la plaza se dispersaron y dejaron al trompo de la suerte girando para dejarlo pasar, pero el trompo, al chocar con los pies del profeta, hizo que casi se cayera y esto lo enfureció más. En esos momentos de furia profética les recordaba a Ezequiel y sus desesperados gestos cuando la ira del Señor atenazaba su boca. El cura del pueblo hablaba mucho de él en sus sermones. El domingo anterior a la aparición de Wecelao, había mencionado en la homilía a Ezequiel; parado en el púlpito, con la sotana negra surcada de arrugas y manchas de chimó, hablaba esa mañana de los profetas que traían escondida en su ser la palabra de Dios. Recordó que Jesús fue un profeta y había traído una Buena Nueva que todos debían conocer y, como sabía lo olvidadizos que eran, les recordó algunos fragmentos de los Evangelios Apócrifos de Tomás, que a los campesinos y sus familias les parecían incomprensibles trabalenguas en lugar de santas palabras: Jesús vio a unos pequeños que mamaban. Dijo a sus discípulos: estos pequeños que maman son parecidos a los que entran en el Reino. Ellos le dijeron: entonces volviéndonos pequeños, ¿entraremos en el Reino? Jesús les dijo: cuando hagáis de dos uno y cuando hagáis lo que


está dentro como lo que está afuera y lo que está fuera como lo que está dentro, y lo que está arriba como lo que está abajo, y cuando hagáis el macho con la hembra una sola cosa, de modo que el macho no sea macho y la hembra no sea hembra, cuando hagáis ojos en vez de un ojo entonces entraréis al Reino. Ante estas palabras, que aspiraba el párroco fueran una guía para entrar al reino celestial, todos se descorazonaban. Pero al ver a Wecelao, se arremolinaban a su alrededor porque sus palabras sí les llegaban al corazón y deseaban que rompiera su silencio. Esa mañana al llegar a la plaza no se sentó en el banco que acostumbraba sino que se mantuvo parado y se montó encima de él. Sin que nadie lo esperara, con profunda y tronante voz, las palabras brotaron de su boca: Llegará un tiempo en que morirá la inocencia. No habrá para los padres hijos buenos, ni para los hijos padres buenos. Mientras estamos aquí sentados perezosamente la impiedad domina. Se preparan las huestes del Leviatán, gozará al asesinar y devorar a naciones enteras; la tierra por soberbia será ahogada en sangre, se pecará contra el gusano, el ave, la madre y el niño. Crearán máquinas infernales que rodarán vomitando fuego, y volarán como gigantescos águilas, desgarrando lo


que encuentren y causarán heridas mortales, entre nauseabundos y pestilentes olores, la muerte nacerá entre oscuras trincheras. Las voces de la muerte no serán sepultadas por la distancia, llegarán a todos los rincones de la tierra, gemirán en cajones parlantes. Llegará la hora en que habrá mucha plata y nada que comprar. Solamente la gente que huyera hacia montes estériles, a comer conchas de palo, gozará de felicidad. Lo único que le hubiera faltado a Wecelao Moreno para ser un profeta bíblico era haber nacido en Galilea y decir: — ¡Éstas son palabras del Señor! Pero a pesar de ello, con el tiempo, la gente de San Rafael comenzó a verlo como un profeta; cuando eso ocurrió Juan acababa de cumplir dieciocho años y habían comenzado a llegar a ese apartado pueblo gente de diferentes regiones de Venezuela para conocer, de su propia boca, las profecías del Henoch andino. De ahí en adelante Wecelao, a diferencia de Ezequiel, el divino amordazado, tomó la costumbre de romper su silencio en cualquier parte y escogía los momentos menos esperados. Para Juan era un farsante, un devorador de revistas y folletines, pensaba que en ellos encontraba


inspiración para sus flamígeras palabras. Pero la verdad era que Wecelao no tenía ningún contacto con el mundo exterior, sólo leía el Apocalipsis de San Juan y el Viejo Testamento. El libro santo se lo había regalado su madre y era famosa por ser del tamaño de la enjalma de una bestia.

Juan, a diferencia de Wecelao, sí había tenido noticias de lo que ocurría más allá de su neblinoso pueblo, donde inventaban máquinas que causaban admiración. Recibía constantemente en casa de su padre visitas de familiares de Maracaibo que, a sabiendas de su afición por las revistas, periódicos y cajas de fósforos, le traían siempre algunos de esos objetos que coleccionaba. En su cuarto tenía montones de revistas, periódicos de diversos estados y países colgados en la pared ensartados en afilados ganchos que le había regalado a su padre un carnicero de Mucuchíes; las cajas de fósforos las tenía ordenadas en unas repisas de madera hechas por él.

Durante días soñaba con las imágenes impresas en esas cajas, entre sus predilectas estaba la serie de globos dirigibles para navegar, en forma de peras, envueltos en coloridas redes que sostenían curiosas barquillas de las que pendían, como lágrimas, sacos de arena y anclas. Era una serie de cajas de fósforos francesas que tenía impresa


estampas en homenaje a los hermanos Montgolfier, cuando el 2 de junio de 1782, sin proponérselo, vieron sorprendidos elevarse varios sacos de harina de trigo que se encontraban colgados encima de una fogata; esa experiencia fue la chispa que un noviembre de 1783 los llevó a navegar los cielos por seis horas y a más de setecientos metros de altura en vistosos globos aerostáticos.

Cerca de esta serie de cajas de fósforos había otra de aviones de la Primera Guerra Mundial que cambiarían la historia de la humanidad. En su imaginación creaba un caleidoscópico futuro en el que sus inquietudes se entremezclaban algunas de las novelas de Julio Verne, ilustradas con grabados de los inventos imaginarios que enfebrecieron a este escritor, las cuales había pegado, con clavos para herrar, en una de las paredes de su cuarto que daba al río Chama. Destacaba entre las ilustraciones el submarino Nautilos, atrapado entre los tentáculos de un descomunal pulpo, uno de los personajes de Veinte mil leguas de viaje submarino. A su lado estaba colgada la nave espacial en forma de gigantesca bala, de la obra De la tierra a la luna. Estas lecturas lo impulsaron por la senda de la invención. Él, como muchos venezolanos de su generación, debido al aislamiento y a la falta de comunicación que había en ese entonces en Venezuela, tuvo que empezar muchas veces


desde cero, tal como ocurrió con don Luis Zambrano, querido amigo de él que vivía en Bailadores, quien redescubrió entre juegos las leyes de la física. Deseaba ser inventor de máquinas productoras de energía para transformar su poder en luz, calor y movimiento, como lo hizo.

Para Juan, Wecelao era un farsante conocedor de las invenciones del siglo y se las daba de profeta. Lo que no podía negarle era que su vida transcurría en una constante búsqueda de santidad. Cuando lo oía hablar, sus palabras lo herían como el fuego, pero al olvidarlas las sentía falsas; sospechaba que era un impostor.

Lo que incomodaba a Juan del Henoch de San Rafael era que inquietaba a todos llenándoles la cabeza de lunas sangrantes y jinetes alados con relucientes espadas entre sus manos revoloteando como buitres sobre sus cabezas. Todo lo que fuera progreso y tecnología, para el profeta eran artes satánicas. Las profecías de Wecelao desdibujaban el futuro, atemorizando a todos.

Sin saberlo Juan se reconocía en Wecelao, de ahí su resistencia a él y el porqué ocultaba las visiones que lo dominaron a sus compañeros. Aun despierto comenzaba


a ver extraños y misteriosos paisajes de páramos cubiertos de frailejones, abiertos al verdor de bosques y pastizales, surcando el cielo veía gigantescos cóndores. El mar, otra de las imágenes fijas en Juan, se le mostraba, noche tras noche, en sueños y ensoñaciones. Se veía dentro de un barco azul similar a un trirreme con una gorgona en la proa, surcando la mar transparente y profunda: deseaba transformar esas visiones en realidad. Cuando estas ensoñaciones lo invadían de día se sentía confundido, le costaba distinguir entre la realidad y la irrealidad. Por eso decidió pintar sus fantasías en una de las paredes de su cuarto, sentía que sólo de esa manera podía cristalizar sus visiones y enfrentarlas a la realidad. Así, sin más, comenzó a dibujar en su cuaderno el mural que planeaba pintar; al intentar pasar las imágenes a la pared, el blanco lo inhibía a rellenarlo con sus trazos y colores. Para escapar a esa angustia, tomó la decisión de hacer en lugar de pensar, y el primer paso de ese hacer fue ir a la pulpería a comprar almagre y añil.

Anhelaba trabajar en el mural sin interrupciones y debía poner una cerradura en su puerta que le permitiera echar llave a su cuarto, pero antes debía convencer a Vicenta, y no sería nada fácil, pues a su madre le gustaba entrar de manera sorpresiva para acariciarle la cabellera o contarle algunos de los cuentos que corrían de boca en boca en el pueblo. Cuando pidió a Vicenta unos reales para comprar


los pigmentos, ésta, para su sorpresa, no puso ninguna objeción y aprovechó para mandarlo con urgencia a la pulpería a comprar varias panelas de papelón.

Al transitar por el empedrado camino las tapias de la calle mostraban sus rugosidades creadas por el viento y la lluvia de otras décadas, disfrutaba al sentir su tacto y jugaba a intentar encontrar las formas que se escondían entre las corroídas texturas de esos tapiales, mudos testigos del paso del tiempo. El caminar por el pueblo se transformaba en una experiencia, mientras su mente creaba otros mundos.

Ese día, entre desmembrados muros, imaginó el mar que reflejaba el cielo como un espejo sin ondulaciones, surcado por una maltrecha goleta cubierta por algas que ocultaban su nombre: La Hispania; tenía el velamen deshilachado, el timón era guiado por un pirata con una pata de palo y, al deslizarse, no dejaba la quilla ninguna huella sobre la superficie de océano. Era una imagen que le recordaba a las descritas por su maestro al comentarle La isla del tesoro de Stevenson; en esta visión los despiadados piratas se confundían con los recuerdos y oía la voz de don Ramón hablándoles de una isla llamada La Tortuga donde se anidan piratas, filibusteros y bucaneros, era un lejano pedazo de tierra en medio del mar. Rodeada


de inquietas aguas, esta isla, en juegos de historia, acostumbraba el maestro a mezclarla con del relato que retuvo a Ulises el mañero cuando iba de regreso a Ítaca tras lograr traspasar las murallas de Troya, con quien se identificaba, pues era ingenioso y hacedor tal como anhelaba ser.

Sonreía al recordar la jugarreta inventada por Ulises para burlar las impugnables murallas de Troya, construidas por Apolo y Poseidón; había logrado entrar a la ciudad junto a su tropa en un gigantesco caballo de madera en el que se escondía el aguijón de la destrucción de la divina ciudad; por la noche, cuando todos dormían, salieron del vientre del caballo, abriendo las puertas de Troya; tras el triunfo Ulises se dirigió a su amada Ítaca en búsqueda de su esposa, la fiel Penélope, y de su hijo Telémaco; antes de reunirse con ellos debía cruzar el tempestuoso océano. Al molestar al Dios del mar, tuvo que enfrentarse a su cambiante carácter. ¡Cómo hubiera querido Juan acompañarlo en su travesía! Habría visto a las sirenas y enloquecido al escuchar su mágico canto.


La piedra filosofal del páramo Pasó Juan la pulpería sin darse cuenta, no deseaba apartarse de sus ensoñaciones. ¡Sí! —se decía— pintaré en el cuarto un paisaje marino con un barco de vela, montañas, cochinos y fieras, para recordar los viajes y aventuras de Ulises, ¡quizás algún día también surque la mar como él!, quizás no pueda ir a Ítaca, pero sí podré navegar por Cubagua, la isla de las perlas, una y otra vez atacada por los piratas del siglo xvi para saquear la riqueza nacida de un grano de arena dentro de una ostra. Ese bello exudado de dolor era extraído del fondo del mar por los nativos que casi desparecieron en esa costa con los pulmones reventados por tantas inmersiones en esas transparentes y quietas aguas del Caribe, sólo para adornar los blancos cuellos de las damas de las cortes del viejo mundo. Las perlas eran comerciadas en la isla de Margarita y Coro, capital de la Provincia de Venezuela, hasta que ésta no pudo soportar tantos ataques de piratas ingleses y holandeses y se trasladó a un lugar no tan expuesto a las costas como Caracas.


Juan, risueño por su decisión de crear aquel mural de ensueños, enterró sus manos en los bolsillos, gesto común en él cuando se sentía satisfecho. De no ser por esto no se hubiera tocado las monedas que le había dado Vicenta para la compra de papelón. La frialdad y dureza del metal lo hizo retornar a la realidad. Para su desgracia —se decía— no estaba en Ítaca ni en Cubagua sino entre los empedrados caminos de San Rafael de Mucuchíes. Al volver a poner su atención sobre el camino se encontró perdido, no lo reconocía, estaba en las afueras del pueblo pero no sabía con certeza dónde y tampoco recordaba el mandado de su madre, casi había llegada a la Mucuchaché. Tuvo que devolverse para llegar a la pulpería. Había dirigido sus pasos hacia donde lo llevó su instinto hasta que se dio cuenta y tuvo que dar una larga corrida para llegar a la pulpería de don Epifanio; llegó con el corazón palpitando y gotas de sudor resbalando por el cuerpo. Estaba recostado sobre el mesón de entrada cuando don Epifanio le dijo: — Al fin apareces por aquí. Doña Vicenta, tu madre, envió a buscarte ¿sabes? Te mandó a comprar panela para el guarapo de la madrugada y no apareciste, cree que te ocurrió algo. Sólo se me ocurrió recordarle que tienes tu tiempo. Gracias a la Virgen estás bien.


Juan se intimidó con tales noticias; doña Adelina Rangel, al escuchar las palabras de su esposo, le respondió: — Epifanio, por qué siempre eres tan regañón y amargado, vas hacer que Juan se orine de terror sólo de imaginarse al furioso Benigno llamándolo para encuerarlo con cualquier pedazo de cuero que tenga a mano. Al oírla, Juan no pudo hacer otra cosa que reírse. Doña Adelina fue muy oportuna porque empezaba a imaginarse aquella escena. Finalmente, el tacaño de Epifanio también terminó sonriendo. — Entra de una vez por todas —le dijo don Epifanio—, que vas a tumbar el mesón de las verduras, veremos qué le inventamos a tu madre. A Juan le agradaba ese antiguo y desconchado caserón, sospechaba que ocultaba misteriosos secretos. Para la calle carecía de ventanales y tenía grandes aleros de los que colgaban cuerdas, vestidos, camisas, sombreros, cobijas y racimos de plátano verde. En los cuartos y patios parecía un laberinto más que un caserón y pulpería; convivían viejos cachivaches, muebles junto a objetos de formas y usos inimaginables, en el pueblo llamaban a esa pulpería el bazar del Arcángel San Rafael. En esa casa era posible encontrar desde el cuerno de un narval clavado en una bacinilla usada como maceta de frailejones morados,


hasta cascabeles de serpientes colgados de las paredes. Todo se encontraba desordenado a lo largo de los pasillos y cuartos que se habían convertido, con el tiempo, en depósitos.

Epifanio era un apasionado coleccionista de armas de fuego y puñales; estos belicosos instrumentos estaban colgados en las paredes de la sala principal junto a gigantescas trenzas de ajo guindadas con alas de murciélagos disecadas en sus extremos. En este lugar también estaba la nutrida biblioteca del pulpero y, a sabiendas de la afición de Juan por la lectura, era su proveedor de libros, periódicos y revistas que le regalaba o trocaba por algún favor.

Epifanio esa mañana se dirigió a su sillón, que era de madera oscura, y la sentadera de cuero olía a humo de fogón; se sentó lentamente. Había un toque de ritualidad en sus gestos, en la manera cariñosa como apoyaba sus manos sobre las abrazaderas. Al sentirse cómodo en el sillón, llamó a su ayudante para pedirle el favor de que fuera a atender la pulpería y estuviera bien despierto para que no se robaran nada; sentenció, antes de dejarlo ir:


— Pobre de usted si algo desaparece, ponga bien el ojo, no me venga después con que los duendes del páramo bajaron a robar plátanos y fósforos… Al pulpero le gustaba hablar de sus lecturas, especialmente de lo que leía en su colección de revistas y periódicos; sus comentarios a veces asustaban a la gente del pueblo pero, a pesar de todo, las informaciones que divulgaba eran de tiempo atrás, pues la prensa tardaba años en llegar a San Rafael del Mucuchíes. — Mira Juan —comenzó diciendo Epifanio—, mientras tú y yo estamos aquí sentados hablando, cruzando el océano se vive una de las peores guerras conocidas por la humanidad. ¿Verdad que el mundo es extraño? Cuadrillas de aviones lanzan miles de bombas sobre ciudades, pueblos y aldeas arrasando calles, casas, vidas de gente atrapada completamente inocente; quién se pudiera imaginar que más allá de este muro de silencio y niebla cubierto de piedras, frailejones y trigo hay explosiones de granadas, nubes venenosas sembrando muerte entre el metálico traqueteo de ametralladoras; el mundo es extraño. Sabes, Juan, a veces desconfío de que eso sea cierto, pues de serlo, cómo soportar esta vida. A veces llego a dudar de los periódicos y pienso si sus palabras, unas igual a otras, acompañadas de imágenes en blanco y negro, sólo son una sarta de mentiras para tenernos aquí asustados y agazapados; a lo que Juan respondió:


— Sobre eso estaba hablando en la plaza días atrás Wecelao Moreno, la gente lloraba de miedo al oírlo y terminaba diciendo: ¡El profeta habló! Describía máquinas voladoras con hombres dentro de ellas lanzando muerte desde el cielo. — ¡Sabe!, a mí me parece, perdone usted don Epifanio, que Wecelao es un grandísimo charlatán. A lo que respondió el pulpero: — ¿Cómo se te ocurre decir eso, Juancito? Cuidado con tus palabras, no vayan a oírte en el pueblo, la gente de San Rafael te empezaría a ver con malos ojos y no sólo se pondrían en contra de tuya, ¿sabes?, eso sería lo de menos, pues nada se atreverían hacer contra ti, pero te van a enfermar de mal de ojo, recuerda antes de irte que te dé unos escapularios de San Benito y San Judas Tadeo para que te protejan. Wecelao es un hombre santo, aunque acostumbre andar de aquí para allá. Juancito, recuerda que la santidad es vivir buscando la divinidad en cada momento de la vida y eso no es una locura, sus profecías son inspiradas por ese deseo y sus visiones, y trata de imitar a los profetas, sobre todo a Ezequiel; hace unos años se amarró durante meses un enjalma a su espalda y dejó de hablar, llegó hasta a dejar de dormir en su casa para acompañar al ganado, si no fuera por su hermana, que lo perseguía para darle comida, capaz que termina comiendo pasto.


Mientras Epifanio le hablaba, Juan estaba sentado al lado de la colección de armas colgadas de la pared. Al verlas parecían tener vida propia, esos cañones de negro metal y culatas pulidas por el sudor de manos furiosas y violentas vomitaron fuego y plomo regalando muerte, ahora estaban ahí colgadas inertes.

El pulpero, al darse cuenta de la atención con la que Juan miraba su colección, le dijo: — Ahora sí estamos arreglados contigo, ¿por qué ves con tanto deseo esas armas? — Las estoy viendo porque están ahí. No se moleste, no se las voy a gastar ni a empavar porque más malditas de lo que están sería difícil imaginarlo, a pesar de todos esos collares de ajo. Si no quiere que las vean escóndalas y no las tenga colgadas en la pared, guárdelas en un baúl bajo llave. — Tú no cambias. Nunca te guardas nada, como buitre todo lo regurgitas. Pero eso sí, cuando estás frente a tu padre no abres la boca para nada, pareces ánima en purgatorio. A lo que le respondió Juan:


— Dígame una cosa, ¿para qué tiene don Epifanio, el pulpero de San Rafael, esas armas ahí? — Para qué va a ser, muchacho, sino para poder recordar cuando salía a cazar venados, subía al páramo por días y como gato escalaba entre resbaladizas trochas que se convertían con las lluvias en riachuelos, había que gatear agarrado de cada tronco de quitasol o rocas firmes para no ser arrastrado por las caídas de agua, cada paso dado parecía ser el último. La única manera de llegar a un refugio era olvidar lo largo del camino y seguir adelante paso a paso, pero cuando escampaba, Juan, el cielo se despejaba y la luna estaba ahí al final del camino, sólo esperaba que dieras el último paso para llegar a ella. — Cómo podrás ver ahora, con el paso de los años el peso de la ley de gravedad no me permite ir por esos páramos en busca de esos animales encantados. ¡Cómo extraño el gusto salobre de su sangre tibia cuando aún el corazón palpita! No hay mejor remedio para los achaques de la vejez, pero llegar a cazarlos no es tan fácil como parece; yo sólo deseaba herirlos para perseguirlos antes de hundirles el último plomo entre ojo y ojo, pues cuando se sienten débiles por la sangre derramada van a la búsqueda del díctamo real, con él se recuperan de las heridas…


— ¿Sabes?, ¡sólo después de veinte años pude encontrar unas cuantas plantas de díctamo real y no de dictamito! ¡Juan!, ése fue uno de los días más felices de mi vida. Todavía guardo restos del mágico arbusto, están resecos por el paso del tiempo dentro de una botella en alcohol de miche; esa milagrosa planta es capaz de curar cualquier herida o enfermedad y de robar la vida a la muerte. ¿Te imaginas qué edad tengo? Paso de los ciento diez años y todo se lo debo a ese dichoso día de enero, cuando una tarde parameando vi a un venado tomando agua de una laguna, más allá del pantanal que lleva a los llanos. Ese veintinueve de enero llevaba esa escopeta que tienes frente a tus narices, la de la culata rota, pero esa mira está muy bien graduada, es un arma noble que pesa poco y es de gatillo suave, me la dio un alemán que llevé a cazar al páramo de La Ventana, tenía buena puntería y era buen caminante. Se llevó varias pieles de oso y cabezas de venados que preparó y disecó en esta casa para llevárselos a Europa como trofeos. Más de la mitad de esos rifles que están ahí me los dio; al irse, antes de partir, me llamó y me dijo: — Mira, Epifanio, que Dios se lo pague, llevo más de quince años recorriendo Suramérica cazando, pero se acabó, vuelvo a mi hogar, ahí le dejo en esa caja todas las armas y municiones que tengo, no deseo volver a sentir el olor de la pólvora y el deslizar de la bala tras apretar el gatillo, eso se acabó para mí.


Al decir esto, Epifanio se levantó, tomó entre sus manos el rifle de la culata rota y, acariciándola cariñosamente, le susurró una oración y con un tono grave, continuó hablando: — Con esta escopeta pude herir a un ágil venado que me llevó al díctamo real. Tómale el peso y verás lo liviana que es. Toda arma, Juan, guarda un secreto y ésta tiene muchos. Vi al venado tomando agua en la laguna arriba de El Potrero, en las tierras de tu padre, cuyo tatarabuelo fue uno de los primeros encomenderos de Mucuchíes y llevaba tu nombre. Al ver aquel precioso animal — continuó Epifanio— le apunté con paciencia y rogué a la Virgen para no errar. Le herí en una pata y, justo en ese momento, la luna llena oculta por las nubes mostró su rostro; tuve suerte porque su luz me permitió seguir con facilidad las huellas de sangre del animal durante varias horas de la noche, hasta que llegó a la orilla de un pequeño pozo. Al acercarme vi unos arbustos pequeños plateados escondidos detrás de un tronco. Para evitar ser olido por el venado, me puse contra la brisa, detrás de unas piedras. La euforia comenzó a dominarme, estaba exhausto, la persecución no había sido fácil. — ¡Qué insensatos somos! —exclamó Epifanio— ése no era el momento para dejar de perseguir al venado y regocijarme. Debía actuar. Cuando triunfes, muchacho, no aflojes; debes luchar más, si te descuidas en ese instante


el fracaso golpeará tu vida y sólo te quedará el arrepentimiento. Eso fue lo que me pasó, esos segundos malgastados fueron mi pérdida. Cuando reaccioné sólo quedaban unas cuantas matas de díctamo real, el venado había empezado a masticarlas; logré acercarme silenciosamente entre verdes frailejones y peñas, para ponerme a tiro, apunté y accioné el frío gatillo de la escopeta. El disparo fue certero, ¿sabes? A nadie le he contado esto, porque me hubieran desmantelado la casa sólo para buscar unas ramas de díctamo real. Sin perder tiempo, al caer desfallecido el venado, lo colgué en un tronco seco, le abrí con un filoso cuchillo la vena del cuello para tomar su sangre tibia. Lo abrí de punta a punta sin perder tiempo para sacarle el buche y extraer el díctamo real que había digerido, luego comencé a desollarlo, tajarlo y salarlo, no podía llevar conmigo tanta carne, por eso encontré en un lugar donde esconderla. Al revisar con cuidado el buche encontré algunas plantas, aún no había empezado a digerirlas, apenas logró arrancarlas de la tierra y tragarlas. El animal sentía que lo venía siguiendo. Juan, existen muchas historias sobre el origen del díctamo real, pero con el tiempo las he ido olvidado y en el presente mi memoria sólo logra recordar una: Hubo un tiempo en que reinaba entre los indios de los Andes una mujer por extremo hermosa, que ejercía un poder inmenso sobre las tribus. Los mancebos más arrogantes y valerosos la cargaban en un palanquín de oro


por los floridos campos y las márgenes de los ríos, al son de los instrumentos de música. Las doradas espigas del maíz y los lirios silvestres se inclinaban ante ella y volaban gozosas las avecillas para endulzar sus oídos con la melodía de los cantos. — Bueno, don Epifanio, ¿me va contar la historia del díctamo o la de una cacica que gobernaba a los primeros habitantes de los páramos?, mejor sería un relato sobre las amazonas, como a las que se enfrentó Aquiles en Troya y sólo tenían un seno para usar el arco montadas a caballo. ¿No se recuerda cómo hace unos meses leímos unas páginas de esa leyenda?, o podríamos hablar también, como contaba don Ramón, de cómo los conquistadores y buscadores de El Dorado se enfrentaron a las amazonas en las selvas del sur. — No seas tan impaciente, en la cordillera andina los ancestros de los mucuchíes rendían culto a diosas y la mujer era la imagen terrestre de Chía la luna, como aún ocurre entre los kogi en la Sierra de Santa Marta. Por favor escucha, ¿sí?, en lugar de estar interrumpiéndome. >> Tan prendados estaban los indios de su reina, que miraban como calamidad pública el más leve quebranto de salud que la afligiese. No se consideraban felices sino bajo el suave influjo de sus gracias y la sabiduría de su gobierno. <<


— Esto parece un sermón, apúrese don, en la casa me están esperando para darme un regaño y usted, como buen palabrero que es, no sabe cuándo callarse. — Deja la grosería y respeta a los mayores —le respondió don Epifanio—, escucha. >> Pero sucedió que un velo de tristeza empezó a cubrir el semblante de la hija del sol, y poco a poco fue apoderándose de ella una enfermedad desconocida que la consumía sin dolor. Las danzas y la música sólo le producían lágrimas. Sus salidas cada vez eran más raras, tristes y silenciosas como un cortejo fúnebre. La comarca entera se conmovió profundamente y por todas partes se hacían demostraciones públicas para aplacar la cólera de los Ches. Entre ellas estaba la danza de los flagelantes, donde una procesión de danzantes flagelaba la carne hasta hacerla sangrar, mientras con la otra mano tocaban la tradicional maraca, todo dentro de una algarabía en la que se mezclaban el ingrato sonido de aquel instrumento musical, las declamaciones de dolor y los gritos salvajes. En las selvas sagradas, en los adoratorios y en las riberas de las lagunas andinas, los piaches hacían ceremonias singulares a los ídolos, pero la reina continuaba enferma. Día a día se adelgazaban más sus formas bajo la vistosa


manta de algodón y perdían sus mejillas aquel color de nieve y rosas que les daba el aire puro de los Andes. Mistajá era una graciosa doncella, favorita de la reina. Penas y alegrías, todo era común entre ellas, de suerte que la joven india, en la enfermedad de su amiga y soberana, vivía con el corazón traspasado de dolor, velando día y noche al lado de su regia e infortunada compañera. — Mistajá, amiga mía —le dijo un día la reina—, la muerte se acerca y yo no quiero morir. ¿Sabes tú si los piaches han agotado todo remedio? — No, no es posible —le contestó la doncella bañada en llanto. — Dime la verdad. ¿Sabes tú qué les ha contestado el Ches sobre mi mal? — Ciertamente nada sé, porque han guardado silencio profundo. — Pues mira, Mistajá, mi única esperanza está aquí —le dijo la reina mostrándole una joya de oro maciza configura de águila. —Cuando mi padre ya moribundo la colocó sobre mi pecho, me dijo estas palabras:


— Esta águila es la mensajera de los favores con que el Ches nos ha elevado sobre los demás... Si las pierdes, arruinarás tu estirpe. Yo, Mistajá, antes que el poder prefiero la vida, y por ello estoy dispuesta a confiarte el águila de oro para que subas en secreto al páramo de los sacrificios y des las ofrendas al Ches. Mistajá perdió el color y tembló de pies a cabeza. Era cosa muy grave lo que ordenaba la reina, pues solamente los piaches y los ancianos subían a aquella altura desconocida para el pueblo, teatro de horribles misterios. — ¿Tiemblas, Mistajá? Yo iría en persona si tuviese fuerzas, pero no puedo levantarme siquiera y sólo confío en ti, pues ni los piaches ni los guerreros consentirían jamás en este sacrificio por su desgraciada reina. En la madrugada debes partir para que al rayar el sol estés en el círculo de piedras que debe existir en la cumbre solitaria. Allí cavarás un hoyo en el centro y, después de invocar al Ches con tres gritos agudos que se oigan lejos, enterrarás el águila de oro y esparcirás por todo el círculo un puñado de mis cabellos ¡Ay, Mistajá!, que así lo hagas y que observes con gran atención si en el cielo, en el aire o en la tierra aparece alguna señal favorable. Aquella noche Mistajá no pudo conciliar el sueño. Cuando llegó la hora de partir, la reina la invistió con sus propias armas y le entregó, junto con su preciosa joya, un hermoso


gajo de su abundante cabello. La doncella lo miraba todo en silencio, sin poder articular ninguna palabra. Dos horas de fatigosa marcha había desde la choza real hasta lo alto del páramo de los sacrificios. Mistajá caminaba aprisa, ora por el borde de algún barranco sombrío, ora subiendo por ásperas cuestas, sin volver jamás la espalda, dominada por el miedo y espantándose a cada momento con el ruido de sus propios pasos. No tenía más rumbo que el vago perfil que dibujaba el misterioso cerro sobre el cielo estrellado. Cuando hubo llegado a la altura, una aparición bastante extraña le hizo detener de súbito. Quedó enclavada, lela de espanto a la vista de unos fantasmas que blanqueaban entre las sombras. Instintivamente se dejó caer en tierra, sin atreverse siquiera a respirar. Una larga fila de indios cubiertos de pies a cabeza con mantas blancas le cortaba el paso. Estaban rígidos, como petrificados, por el frío glacial de los páramos. Largo rato permaneció Mistajá sobrecogida de terror hasta que comenzaron a asomar los claros del día por el remoto confín. Entonces sus ojos fueron penetrando más en las tinieblas y la fantástica aparición tomó lentamente la forma de una hilera enorme de piedras blancas clavadas de punta sobre la planicie que remataba el cerro sagrado. Recordó al instante el círculo del que le había


hablado la reina y continuó su marcha hasta descubrir una entrada por oriente.

Era aquel un campo cerrado, una plaza circular de bastante extensión y simétricamente deslindada. Mistajá buscó el centro y con el dardo más fuerte que halló en su alforja, se puso a excavar en la tierra húmeda por el rocío. Luego se irguió al oriente y lanzó con toda el alma tres gritos que resonaron por los cerros vecinos. Con mano trémula enterró el águila de oro y esparció después por todo el círculo los cabellos de la reina en momentos en que la aurora teñía de púrpura el lejano horizonte. Como le estaba ordenado, quiso fijarse en el cielo, en el aire y en la tierra, pero un sueño profundo tumbó sus párpados y se dejó caer rendida, como presa de un poderoso narcótico. Era el instante supremo de manifestarse el Ches sobre la empinada cumbre. El paso de la cierva le despertó sobresaltada… Un olor fragante se difundió bajo sus pies; todo el círculo, antes yermo y triste, apareció a sus ojos cubierto de una yerba fresca y lozana que la cierva devoraba con delicia. Todo el espanto y los sufrimientos de los que había sido víctima se tornaron como por encanto en un gozo inmenso, en una alegría inefable.


Tomó algunos manojos de aquella prodigiosa yerba, descendió rápidamente del páramo de los sacrificios para presentarse a la soberana de los Andes, que recibió la aromática planta como una medicina del cielo; y volvió el calor a sus mejillas, el brillo a sus ojos y la alegría a su corazón. Desde entonces existe en los páramos de los Andes el oloroso díctamo, nacido de los cabellos de la hija del sol, o la yerba de cierva quien primero comió de ella a la hora en que el sol bañaba con tinte de rosas los escarpados riscos; pero el precioso díctamo desaparecerá como por encanto el día en que alguien desentierre el águila de oro ofrendada al ches en la misteriosa cumbre. << Al terminar Epifanio de contar la antigua leyenda, Juan estaba impresionado. En un principio se había fastidiado pero, a medida que avanzaba el relato, se fue dejando atrapar por él. Aprovechando su desconcierto, Epifanio le dijo: — Espérame aquí; mientras, acostúmbrate a esa vieja escopeta, no hay ningún peligro, no te preocupes, está descargada. Juan la tomó con orgullo y se imaginó parameando en búsqueda del venado que lo guiaría al díctamo real. Entre


tanto, el viejo se dirigió a su habitación; al rato apareció con un toque de picardía en el rostro, se sentó y le dijo: — ¡Acércate, muchacho! Al aproximarse, Epifanio sacó del bolsillo una pequeña botella de cristal que en su interior tenía una mata de verde resplandeciente. — Esto que ves aquí, Juan Félix, en mis manos, son algunas de las yerbas que me quedan, sólo unos manojos pude salvar antes de que el venado herido se las comiera; comí de las que tenía en el buche el venado y nunca he tocado éstas; como sabrás, no tengo hijos y mis familiares sólo pensarían en venderla como van hacer con este caserón habitado por recuerdos, por eso te la doy. — Escucha con atención: una noche de enero, con luna llena, debes internarte entre páramos y tomarte la yerba junto al miche que la conserva, mientras la luna muestra su rostro. Dime ¿lo harás? —preguntó súbitamente Epifanio, mientras asía su camisa con fuerza. Un poco asustado, pero sin perder el aplomo, Juan le respondió: — ¡Sí, lo haré! Antes de lo que usted cree.


— Y no olvides, en el Páramo de La Ventana, cerca de las lagunas crece el díctamo real, recuerda su origen cuando vayas en su búsqueda, te dará las claves para encontrarlo. Mientras hablaba don Epifanio a Juan se le ocurrió otro motivo para dibujar en las paredes de su cuarto: un joven hiriendo a un venado para encontrar la misteriosa yerba del páramo. Se imaginó caminando entre ocultos senderos, develados por la luna, agazapado con el bolso de cazador colgando del hombro y la ligera escopeta aferrada entre las sudorosas manos. Sintió una mezcla de orgullo y vergüenza al imaginar aquello, cazar a un animal tan hermoso no le parecía ninguna hazaña. Pero recordaría esas imaginarias aventuras que algún día llevaría a cabo, tal como las había imaginado. Don Epifanio lo sacó de sus ensoñaciones, al decirle: — Tenemos otro asunto pendiente. Hace rato, cuando Vicenta mandó a buscarte con tu hermana, le inventé una mentira piadosa para evitarte un disgusto; le dije que no habías vuelto a casa porque te habías entretenido ahuyentando un ganado que estaba destruyendo el sembradío que tengo a la entrada del pueblo. Ya lo sabes, no me vayas a hacer parecer un viejo mentiroso, sólo eso me faltaría a la edad que tengo. ¿Quién lo iba decir? Tú y yo compartimos un secreto. Para eso son los amigos ¡Vete a tu casa que no deseo tener problemas con tu familia!


— Espérese un momento —dijo Juan—, deseo pedirle algo antes de que se me olvide; necesito almagre, añil y unos pinceles para pintar unos dibujos en mi cuarto. Sin mediar ninguna palabra, el viejo le dio la espalda y se fue a uno de los depósitos, al volver le extendió los brazos para darle los polvos en dos pequeños frascos. — Sólo te puedo dar azul añil y rojo almagre, el negro hazlo de carbón molido mezclado con yemas de huevos y algo de almidón, puedes lograr diversos colores mezclándolos. — Sí, pero ¿qué pasó con el pincel? — Lo siento, no encontré ninguno, pero puedes hacer uno con pelos de res o de caballo y los atas a una rama de cedro. Al terminar de hablar, tomó los hombros de Juan entre sus manos y se quedó observando el ovalado rostro, las pupilas terrosas y la piel blanca que empezaba a broncearse. — Tantas historias han dejado de vivir entre estos solitarios páramos sin pena ni gloria ¡Esta gente sin futuro vive para desgastarse con el tiempo y el trabajo! —se decía al observar a Juan Félix Sánchez.


Epifanio sabía que Juan no se conformaría con ser un paramero más. ¿A dónde llegaría? Sólo el tiempo lo diría. Al joven Sánchez comenzaba a incomodarle la aguda mirada de don Epifanio, con titubeante voz le dijo: — ¿Tiene algo que decirme? — Sí, me gustaría preguntarte qué nueva vaina estás planeando, cuando tengas una idea llévala a cabo aunque parezca imposible. Comiénzala, ella irá tomando forma poco a poco. Recuerda, no somos dioses ni héroes como el ingenioso Ulises o el torpe Hércules, sólo somos seres débiles, la fragilidad siempre nos acecha, pero tenemos un don milagroso que debemos aprender a cultivar: voluntad. Perdona el sermón, seguro estarás pensando que soy un viejo fastidioso con vocación de sacerdote. Y si lo haces, tienes razón ¿sabes? Juan lo miró cariñosamente con el respeto que inspiran las personas aradas por el tiempo. — Será mejor que me vaya, porque esto como que va pa’ rato —pensó Juan. Empezó a caminar con el paso acelerado. Estaba inquieto por llegar a su casa y extraer la botella con el díctamo real


que le había dado don Epifanio; aún no lo podía creer, tenía entre sus manos la panacea de los Andes. En antiguas leyendas la llamaban la piedra filosofal de los páramos. El cura del pueblo gustaba de este tipo de libros, le encantaba hurgar en lo oculto. Juan disfrutaba de esa curiosidad, por él llegó a conocer muchas historias sobre los poderes milagrosos de esa planta y de la enfebrecida búsqueda de monjes, sabios y carboneros por transformar un metal innoble como el plomo en oro, sin comprender el significado espiritual del proceso de transformación del metal. Sólo faltaban unos meses para seguir los consejos del viejo pulpero y quizás tuviera razón.

Cuando Vicenta envió a Juan a buscar el papelón para el guarapo estaba apurada, Benigno tenía que irse con los peones para comenzar a recoger la cosecha de papa. Era octubre. No sabía realmente qué hacer porque Juancito se tardaba mucho, se encontraba en un aprieto. Mientras pensaba en sus temores, se acercó Benigno al fogón, silenciosamente se sentó en su silla a orar y al terminar le dijo: — Vicenta, no veo el guarapo para echar el café, sólo hay agua hirviendo en el fogón ¿Es que acaso se te ha olvidado?, ¿acaso nos quieres amargar la mañana?


Fueron momentos tensos para Vicenta. Aun siendo Benigno su esposo durante tanto tiempo, nunca se podía prever cómo respondería en algunas situaciones. No sabía qué responderle, no podía salir del paso contestándole que Juan había ido a buscar la panela y por la tardanza, lo que le esperaba sería muy doloroso. Menos mal que Vicentica pronto regresaría de la casa del pulpero, la había enviado a ver qué había ocurrido con su hermano. Pero la tardanza de Juan no justificaría el haber perdido la llave del candado de la caja donde guardaba las panelas ¡Ese muchacho!, ¿por qué se tardaba tanto? Benigno se acercó a Vicenta. Al sentir la tensión que la dominaba, para su sorpresa con dulzura le dijo: — ¿Qué pasa, Vicenta? ¿Qué te preocupa tanto? — Perdí la llave de la despensa donde guardo la panela. — ¿Sí?, ¿la perdiste? Eso no tiene importancia. Vicenta quedó sorprendida. Al decir estas palabras Benigno se le acercó y la miró amorosamente. Esta Vicenta —se decía—, siempre tan arregladita, sin una arruga en la falda, ¿cómo hará? El vestido que la cubría era azul celeste, su color predilecto, la caída de la tela de la falda resaltaba su


espigado y fuerte cuerpo. El pelo, como de costumbre, lo tenía recogido con un moño hacia atrás, nunca había querido usar perfumes ni joyas; a pesar de que en algunas ocasiones le había traído de regalo anillos y cadenas de oro, ella lo reprendía cariñosamente por el gasto. Lo que ocurría en realidad era que a Vicenta le daba vergüenza ponerse esas prendas tan caras mientras en el pueblo había tanta miseria ¿Sabría Vicenta —pensaba Benigno—, que ella era el mayor tesoro que le había dado la vida? Algún día se lo diría. Mientras seguía los laberintos de sus pensamientos, un haz de luz se coló por el techo abrazando a Vicenta. Al verla rodeada del resplandor se le acercó, susurrándole al oído: — Vicenta, te amo. Para Benigno hacer brotar estas palabras de su corazón debió romper un muro interno. — ¡Cómo ha pasado el tiempo! —continuó susurrándole— parece que nos hubiéramos conocido ayer.


Olió amorosamente su piel mientras la acariciaba con el filo de su nariz, su aroma era penetrante como el frailejón, la besó instintivamente en sus delgados labios. — No te preocupes más por esa llave; en la caja donde guardas la harina, en el fondo del lado derecho, escondí varias panelas, y debajo de las camisas en el cuarto hay otra llave del candado, ¡cambia esa cara de afligida! Así era Benigno, impredecible, nunca se podía tener certeza de cómo actuaría. A veces, por menos, era capaz de armar un zafarrancho. En varias ocasiones cuando Juan era niño, fue víctima del mal humor de su padre; la última vez fue por causa de un dolor de muelas; preocupado y asustado por los gritos de su padre, fue a llevarle una infusión de árnica que le había hecho Vicenta. Cuando se la daba, una punzada atravesó la boca de Benigno, quien al no poder soportar manoteó en el aire con todas sus fuerzas y lo golpeó, tumbando la jarra de metal. Sobre el pobre Juan cayó ese pesado cántaro derramando su tibio líquido sobre él… Absorto por su dolor, Benigno no le prestó mucha atención a este hecho y, sin disculparse, se fue al solar a seguir quejándose. Ante tal dolor no se le ocurrió otra cosa que salir a casa de Salomón Villareal, en Apartaderos, quien era el mejor sacamuelas de la zona. El viejo era muy atendido y en su casa había siempre mucha gente. Al ver Salomón a Benigno, le dijo:


— Venga, mano Benigno, pa’ sacale la muela, aquí mismo tengo la herramienta, porque no habrá venido pa’ que le eche un cuento, ¿no?, y apenas la semana pasada le corté el pelo. Al llegar a su casa encontró Benigno a Juan llorando escondido detrás de unas cajas de madera, mojado y oliendo a árnica. Al verlo, lo montó sobre sus piernas: — Juancito, hijo —le dijo Benigno—, no vaya a creer que su padre le tiró esa jarra a propósito, lo que pasa es que el dolor de muelas es salvaje y da rabia porque es un dolor muy fiero. Y cuando la gente le habla a uno le da furia y cuando no también. Perdone a su padre, no se ponga lloroso; encontré en casa de Salomón Villa-real un trompo para ver si jugando se le pasa el mal rato que le di.


El duende del páramo Antes de volver a su casa, Juan pasó por la piedra de Misteque, cerca de donde vivía Asunción Maraco, un viejo indio mucuchíes. Pocas personas entendían lo que hablaba. Vivía en un rancho de bahareque detrás de la gigantesca roca, lugar al cual había ido con Vicenta cuando necesitaba de alguna yerba medicinal. El viejo moján vivía con su hermano Víctor, que tenía la costumbre de ponerse siempre sobre su cabeza un pañuelo rojo.

Nadie sabía a ciencia cierta si Asunción hablaba español porque, cuando alguien charlaba con él, respondía en lengua antigua, se decía que era la de los primeros habitantes de los páramos y mezclaba el español con una que otra palabra criolla.

El viejo chamán fue recordado por mucho tiempo en San Rafael de Mucuchíes porque aplacaba los fuertes aguaceros, hablaba con las piedras sagradas, con los dueños del páramo y las diosas de las lagunas; su casa se


apoyaba en la roca de Misteque y sobre ella, la gente del pueblo intentó construir una capilla varias veces, pero siempre, por una u otra causa, se caía. La última vez que lo intentaron lograron terminarla pero, justo cuando iba a bendecirla el cura del pueblo, fuertes ventiscas y granizadas la destruyeron, hasta que decidieron buscar a Maraco para pedirle que hablara con los espíritus de la piedra para hacerlos huir. Ese día Asunción, con su cobija oscura y descalzo, se acercó a la roca, comenzó a danzar burlonamente en torno a ella riendo y provocando la hilaridad de todos con sus extraños movimientos. Su cuerpo parecía transfigurarse en serpiente, parecía un antiguo chamán... Era de baja estatura y muy escurridizo, por eso en el pueblo le habían puesto el mote de El duende de la niebla. Esa tarde, mientras danzaba como reptil y reía, su sombra creció hasta perderse en la lejanía. Repentinamente tembló y se oyeron quejumbrosos gemidos alejándose. Sólo en ese momento paro de reír y comenzó a cantar y a repetir frases que aún hoy se dicen de boca en boca en el pueblo: — Anda ke mi changangili mitibuy. Había logrado exorcizar a los espíritus que vivían en la piedra y se pudo construir la capilla. Esas palabras las aprendieron muchos en el pueblo, pues las repetía con sus danzas serpentinas para aplacar las lluvias, ventiscas y granizadas.


Juan decidió esa mañana ir a saludar a Asunción Maraco. Tomó una senda cubierta por el monte que era una trocha para llegar a su casa. Al ver la gigantesca piedra coronada por una capilla, algo o alguien saltó cerca de él; el susto lo paralizó y lo hizo gritar, y pronto comprendió que era una de las bromas de Asunción. Estaba echado en el suelo con ataques de risa por el susto que había dado al joven Sánchez; sin pensarlo, Juan se lanzó furiosamente sobre el viejo para golpearlo con una vara de quitasol que llevaba entre sus manos, pero fue inútil. A pesar de la edad era ágil y pudo escurrirse como alimaña evadiendo los silbidos de la rama al herir el aire. Los gestos del viejo y las incompresibles palabras lo hicieron enfurecer más. Víctor, al ver la cólera del recién asustado, salió corriendo para decirle: — ¡Cálmate!, es sólo un viejo. Ahora le ha dado por asustar a la gente del pueblo que se acerca por el camino y reírse de ellos; dice que así logra ver el alma de las personas por el brillo que emanan al salirse del cuerpo y tenía tiempo deseando ver el color de la tuya, ¿verdad? Qué brillo podría ver ese viejo si no ve bien de cerca, terminó sentenciando Víctor. Juan, tras desahogarse, amainó su furia. Al acercársele Asunción, Juan se abalanzó otra vez intentando atraparlo entre sus brazos. Justamente cuando pensaba que había logrado atraparlo, cayó de sus bolsillos el frasco en el que


guardaba el díctamo real. Víctor y Asunción se paralizaron al ver lo que había caído sobre el pasto, que evitó que se rompiera. La angustia se leyó en el rostro del viejo; para su sorpresa oyó hablar al viejo, algo que nunca antes se hubiera imaginado: — ¡Tienes la yerba del páramo! No te imaginas lo que pudo haber pasado si hubieras liberado su poder. La mirada desencajada de Asunción Maraco le infundió temor y con las manos realizó varios círculos dirigidos al cielo mientras recitaba inteligibles frases; al terminar se arrodilló para tocar con la frente la tierra. Víctor también parecía haber enloquecido, se había quitado su pañuelo rojo de la cabeza y con voz temblorosa decía: — ¡Chía y la Santísima nos protejan!, mientras se persignaba. Sentía Juan que el mundo estaba cercano a su fin; sin perder tiempo, tomó el frasco en sus manos y lo escondió dentro de una bolsa con los frascos de almagre y añil que guardaba en uno de sus bolsillos. Esto tranquilizó a Maraco y a Víctor. Ahora, quien estaba algo alterado era Juan, no entendía qué les había pasado a aquellos dos y por qué el sol se había nublado justo en el momento en que el frasco cayó sobre el pasto. ¿Habría cometido un error al aceptar el regalo de don Epifanio?, ¿lo habría


engañado ese tacaño pulpero para librarse de una maldición? Víctor interrumpió las dudas que se agolpaban en su imaginación: — Juancito, debes tener más cuidado con el díctamo, si lo hubieras destruido estarías maldito por siempre al igual que nosotros y la tierra sobre la que cayó, su espíritu protector se vengaría por haberlo liberado con el sol mañanero, pues sería su muerte y no podría volver a ser un poder más del páramo. — Ese condenado Epifanio, en vez de hacerme un bien ¡me envainó! Sin prestarle atención a lo dicho, continuó Víctor: — Sólo hay una forma de liberarte de esa maldición y convertirla en una bendición. Sí, porque ¿sabes?, a veces los venenos más potentes pueden convertirse en pócimas milagrosas, como los indios de la selva que exprimen el veneno de la yuca amarga; primero la rallan y luego meten esa harina en los sebucanes para trenzarlos y extraer el veneno, pero no lo botan sino que lo hierven para convertirlo en un sabroso condimento. Eso pasa con el díctamo. Para ahuyentar su maldición debes liberarlo del frasco el mismo día y luna del año en que fue separado de la tierra. Así, la señora de la luna y el ave


solar aplacarán su espíritu y podrás hacer uso de sus poderes, y el espíritu del díctamo retornará al páramo. Sólo en ese momento puedes comerlo y tomar ese miche que lo protegía sin temor. Al principio su sabor será amargo como las amarguras de la vida, pero luego irá cambiando su sabor y nunca volverás a saborear algo tan dulce. El díctamo real es como la sabiduría ganada con el vivir, nos hace más llevadera la vida. Su espíritu — continuó Víctor— será desde ese momento tu protector, te dará fuerza y longevidad, pero nunca llegarás a conocer todos sus poderes, pues cada espíritu protector del páramo es diferente de otro. Si no sigues estos consejos, te aseguro que la pasarás mal. Al terminar de hablar Víctor, Juan esbozó una sonrisa de incredulidad en su rostro, pero no sabía qué pensar en realidad. — Vamos a hacer un garapito de yerbas para calentarnos —dijo Víctor. Con paso decidido se dirigió a la casa y abrió la puerta que estaba cubierta de raíces de sábila en forma de círculo; al entrar tuvo que irse acostumbrando a la semioscuridad, pues el interior del caserón estaba alumbrado por vasijas coponas con aceite de estragón y por el resplandor del fogón. Las dos ventanas estaban cerradas por lo fuerte del viento matutino; en una de las paredes, sobre una tabla


cubierta con una cobija, había varios muñecos de barro en forma de macizas mujeres con las cabezas alargadas y los cuerpos dibujados con espirales y círculos; sus rasgos se veían desgatados por el tiempo. A su lado, corazones de frailejón se quemaban con lentitud dentro de una vasija cónica decorada con rombos de la que emanaba un oloroso incienso.

Al sentarse en el taburete más cercano frente a él había un viejo escaparate con los vidrios rotos y sucios; en sus peldaños se veían diversas tipos de ramas amarradas. En la parte inferior estaban las gavetas semiabiertas llenas hasta el tope de hojas, flores, raíces y semillas. Víctor, antes de darle el guarapo a Juan, se acercó a una de ellas para tomar unas hojas y flores que lanzó en una olla de barro con agua. Al rato se arrodilló acercando su rostro al fogón para soplar con cuidado sobre las brasas. Así se avivaron las llamas del fogón para que el agua hirviera y poder tomar el bebedizo; mientras soplaba, el rostro de Víctor reflejaba las llamas de fuego al consumir las aromáticas ramas. Al hervir el agua por unos minutos, le dieron un tazón con la infusión y, al sorberla, sintió en su paladar un refrescante sabor mentolado endulzado con panela.


Al volver a sorber la infusión, Maraco vio una sonrisa que delataba su satisfacción; al verlo con detenimiento se dio cuenta de cómo había crecido, sus manos eran grandes y fuertes, a través de la cobija se notaba su ancha espalda; lo que más destacaba en él era una mirada cristalina e inteligente que acostumbraba acompañar con una pícara sonrisa que siempre estaba retenida esperando asomarse en cualquier momento.

Al terminar el último trago de la infusión, Juan le dijo a Víctor Montes: — ¡Qué Dios se lo pague! A lo que él respondió: — Amén. Asunción había estado dibujando una serie de figuras en la tierra apisonada, mientras oraba silenciosamente; Juan estaba cansado de tantas tonterías y deseaba irse. Sacudió su cobija y comenzó a pararse del taburete donde estaba sentado; tras despedirse, salió y tomó el camino que lo conducía a su casa. Cuando llegó, Vicenta estaba en la cocina. Al entrar le pidió la bendición. Al verlo, su madre lo abrazó mientras decía:


— ¡Ay Juancito, Juancito!, si hubieras oído a Benigno cuando preguntó por ti. Te quería llevar con la peonada. Si no hubiera llegado tu hermana con el recado de Epifanio te hubiera buscado donde estuvieras para molerte a palo limpio. Me imagino, Juancito, que ese paquete será el papelón que te mandé a buscar —dijo Vicenta con un toque cínico y burlón. Un sudor frío recorrió el cuerpo de Juan mientras su madre estiraba la mano hacia la bolsa que acaba de sacar de uno de sus bolsillos. Sin poder evitarlo su madre se la quitó. En ese momento le provocó salir corriendo, pues recordó que antes de salir de la casa de Maraco había guardado el díctamo en la bolsa. Al abrirla, Vicenta puso un grito en el cielo: — No pensarás… —antes de terminar la frase, su madre calló por unos segundos y en ese momento se sintió como un reo en espera de la sentencia; al continuar, le dijo que su padre endulzaría el café con almagre y añil. —Juan Félix, ¿qué te pasa? A lo que respondió: — ¿No recuerdas?, hace rato te dije que deseaba hacer unas pinturas en el cuarto.


— ¡Ésa es la última, Juan. Ahora vas a salir pintor! —Perdóneme, pero con el trajín el papelón se me olvidó, estaba emocionado por empezar a pintar las paredes del cuarto, ¿sabe?, en el cuaderno dibujé frailejones, montañas y tigres. Ocurrió lo de siempre, Juan con su sinceridad desarmaba a su madre; cuando se escudaba en la verdad, aunque fuera a medias, Vicenta le tomaba más respeto. Le gustaba que dijera las cosas con naturalidad y se alejara de la mentira. Al meditar sobre ello, rogó a la Virgen que cuidara ese don de su hijo y que cada día aumentara su amor por la santa verdad. Mientras acariciaba el pelo lacio de su hijo, le dijo: — Vamos a tu cuarto a ver los dibujos que has comenzado a hacer en la pared. Solo había tenues trazos hechos con lápiz y carboncillo; en un ex-tremo se distinguía flotando sobre el mar un barco de vela y, entre las montañas, en la orilla, se veían animales domésticos y salvajes. Todo estaba dibujado con gracia. Vicenta se sintió conmovida ante lo que veía. — Está muy bonitico. Sin perder la oportunidad, Juan le respondió:


— ¿Entonces, ¿puedo seguir pintándolo? — ¡Claro!, pero no le digas nada a Benigno, espera mejor que se lo cuente. Vamos a ponerle también llave a tu cuarto, a ver si así nadie te molesta. Pero debes prometerme algo: después pintaras el zócalo de las paredes de la casa ¿sí? — No faltaba más. Al quedarse solo en el cuarto se acordó del almagre y el añil; buscó con cierta angustia en la bolsa pero no halló la botella con el díctamo. Menos mal que no estaba ahí, porque ¡ay, si Vicenta lo hubiera encontrado! Entonces, ¿dónde estaba el frasco? — Seguramente el zorro de Maraco me lo quitó. Pero, ¿cuándo? Es imposible, recuerdo que lo metí dentro de la bolsa. Pobre de él si me lo robó. Molesto, se llevó las manos a los bolsillos traseros del pantalón y grande fue su sorpresa cuando, en uno de ellos, sintió el frasco que guardaba el díctamo real, ¿Cómo era posible eso? Ahora sí comprendió la burlona risa de Asunción cuando se despidió malhumorado de él.


El saber de las cosas Esa tarde se dedicó a pintar con un improvisado pincel una de las paredes del cuarto, coloreó las montañas azules salpicadas de matorrales morados con flores negras. Cuando se cansaba volvía a su escritorio a trabajar en un pequeño cuaderno donde escribía adivinanzas que recordaba y otras que inventaba. Cuando el fastidio lo invadía, salía a divertirse con sus amigos, a retarlos a resolver esos enigmas. En la portada del cuaderno se leía: Para pensar Librito digno de saberse Poco en mucho por Juan Félix Sánchez Es propiedad de J. F. Sánchez 30 de marzo de 1919 Comenzaban las primeras páginas del cuadernillo de amarillentas y gastadas páginas con portada de caja de cartón, con una tanda de adivinanzas: 1) ¿Cuál es el primero del principio?


2) ¿Qué es lo que se dice una vez por minuto y dos veces en un momento? 3) ¿Qué fue lo que Dios no pudo hacer? 4) ¿Por qué entra el perro a la iglesia? 5) ¿En qué se parece un perro a un oficial carpintero? 6) ¿Cuántos lados tiene un pastel bien redondo? 7) ¿En qué se parecen los que tienen el mismo oficio a los ciegos? 8) ¿Qué es lo que huele mal en una botica? 9) ¿Qué vio un pastor en su rebaño, lo que un rey nunca en su silla, ni el padre santo de Roma, ni Dios en toda su vida? 10) ¿Cuál es el ave que no tiene pluma? 11) ¿Por el aire va volando sin plumas ni corazón, al vivo le da sustento y al muerto consolación? Al día siguiente volvió a casa de Asunción, pero no estaba; Víctor le dijo que había ido a Chachopito a buscar yerbas


que acababan de brotar y, si deseaba encontrarlo, debía ir para allá. — Antes del amanecer se fue ese viejo mañoso, a veces se olvida de que ya no es un muchacho —comentó Víctor-. Al salir Juan de la casa la neblina comenzó a disiparse. La luz del sol al caer sobre los frailejones les transmitía un extraño resplandor, le recordaban el agua de los pozos cuando reflejaban la luz matutina. No acostumbraba adentrarse solo en el páramo cuando la neblina dominaba, ni siquiera por las calles del pueblo que comúnmente se encontraban cubiertas de frío y gotas de bruma. Ese temor se debía a las leyendas que relataba la gente. Decían que eran los momentos predilectos de los duendes y enanos que vivían en esos parajes. Como no les gustaba ser vistos, aprovechaban la nubosidad para dedicarse, con alegría, a hacer travesuras a los parameros.

Algunas lagunas de los páramos tenían sus leyendas; la de Santo Domingo y Mucubají se decía que habían nacido de un hombre y una mujer gigantescos con dos cántaros a cuestas, que en larga peregrinación por la cordillera de los Andes fueron dejando algunas gotas de agua por un agujero; así se originaron algunas lagunas pero, al llegar a Lagunillas, sitio para fundar su raza, el cántaro se rompió y desaparecieron dejando una gran laguna como huella de


su paso. Juan nunca había creído esas leyendas, hasta que el viejo indio le demostró lo contrario. Mientras caminaba veía con curiosidad al ganado pastar y el agua fluir entre los bordes del camino. Recorrió un largo trecho sin encontrar rastro alguno de Maraco. Estaba cansado cuando a lo lejos lo vio, viejo, cubierto de yerbas y ramas de distintos colores y tamaños, parecía un matorral viviente. Oía su canto en la extraña lengua con que acostumbraba a hablar; aceleró el paso para intentar alcanzarlo, pero mientras más corría, más se distanciaba el viejo. ¿Cómo era posible eso? Mientras se debatía en esos pensamientos, por detrás, escuchó la voz de Maraco que le decía: — ¿A quién buscas, Juan Félix Sánchez? — A quién va ser, a usted, pero ¿cómo va a estar detrás de mí, si lo vi adelante? — Ocurre, Juan, que no sabes ver y menos oír. Tus ojos y oídos te jugaron una mala pasada. Mira, descuidado, apártate —continuó Maraco mientras lo empujaba suavemente. —¿No te das cuenta? Estás pisando una peligrosa yerba que tiene un fuerte espíritu protector. Ésa es la sabiduría de los antiguos, conocían el corazón de las cosas, más allá de su caparazón.


— Pero, ¿cómo es eso? Me está hablando otra vez y le entiendo. ¿No que no sabes hablar bien? — ¿Yo? No estoy hablando contigo. Estás loco. ¿Comprendes ahora?, ¿quién te va a creer si dices que hablaste con Maraco? Nadie en el pueblo te creería. Entretanto, el viejo con sus delgadas piernas hacía unos extraños movimientos como si estuviera danzando al son de una música que él no podía oír. Alzó las manos repentinamente, dando varias vueltas alrededor de Juan, mientras le decía: — ¿No la oyes, no la oyes? Es la música de los páramos, en ella se unen los susurros de los animales, insectos, plantas, piedras, manantiales y montañas. Si la supieras oír, sabrías cuándo se acerca un peligro, el murmullo del páramo se acalla en esos momentos. Hasta las piedras y los troncos caídos tienen vida, por eso debes tratarlos con cuidado. Algún día podrías llegar a ser tan ignorante como yo, pero por ahora tienes que aprender a escuchar y sentir al silencio vibrar en tu piel. — Viejo fanfarrón, ¿qué música? Yo no la oigo y si no la oigo, no existe. — No existirá para ti porque eres un sordo!


— Maraco, quiero saber cómo hiciste para poner el díctamo real en el bolsillo. — ¿Ves? ¡Tampoco sabes ver! El viejo chamán se alejó corriendo y a Juan no le quedó otra que perseguirlo, a duras penas pudo verlo, alcanzarlo le fue imposible; se paró en seco y vio cara a cara al sorprendido Juan bañado en sudor. — ¿Cómo que estás cansado? Bueno, con esto creo que dejarás de ser tan desconfiado. Vamos a sentarnos para hablar un rato. Pero no confíes mucho en lo que te va a decir este ignorante. — Yo sólo quiero saber cómo hiciste para engañarme con el frasco. — No sabes mirar, por eso te engañan los ojos. No hay misterio oculto aquí ¿entiendes? Sólo tienes que aprender a ver y a moverte con la música que emana de la tierra, de la piedra, del agua... Cuando te muevas así, tus movimientos serán armónicos y entrarás a otra realidad, por eso los otros no te verán, no saben oír la música que emana del interior de las cosas. Son lentos para observar y oír. Al lado de este mundo existe otro y no sabemos descubrirlo ni sentirlo. Pero si


llegas a conocerlo y aprendes a moverte siguiendo su flujo, nadie verá tus movimientos. — Quiero aprender. — A eso viniste, ¿verdad? Pero sólo soy un viejo indio que poco puede enseñarte. Si quieres aprender de un ignorante, eso es tu riesgo. Es fácil, sólo debes concentrarte y ver con cuidado lo que te rodea. Fíjate en ese tronco caído en el suelo, ¿qué parece? — Qué más me puede parecer, ¡un tronco podrido! — Te equivocas, es más que eso. Sigue mirándolo con atención y olvídate de todo lo que te rodea. Al rato, Asunción le preguntó: — ¿Sigues viendo un tronco? — No sabría decírtelo, pero siento que ese leño quisiera decirme algo. — Claro, él busca mostrarte su música y su corazón. Debes saber oír, ver y sentir. Pero sigue observando. Al rato, le volvió a preguntar lo mismo.


— Ya no estoy seguro de lo que veo y oigo ¡Es imposible! ¡No puede ser! Los troncos no cantan —exclamó Juan alterado. — Te equivocas, nosotros somos los que no deseamos escuchar y ver lo que nos rodea. Esa magia es como la niebla, es capaz de transformar todo. Hasta las solitarias rocas, cuando su manto las cobija, parecen danzar y cantar. Dilo, ¡atrévete! — Ese leño en su canto dice que en lugar de estar pudriéndose quisiera ser útil, desearía terminar convertido en la ceniza de una fogata para que el fuego lo purificara… Asunción, sonriendo, lo vio al rostro, gesto que hasta ese momento no había hecho y gritándole le dijo: — ¿Te das cuenta de cómo puedes oír y ver? Todo fragmento del universo, por más pequeño e insignificante que sea, tiene su corazón y su verdad, pero estamos enconchados en nosotros mismos y no somos capaces de mirar a nuestro alrededor y ver y escuchar las cosas por lo que son sino por lo que deseamos que sean. Si llegas a fluir con la música del cosmos, al moverte solamente los que sepan ver y sentir como tú verán el final del movimiento. Eso hice con el frasco donde tenías el


díctamo, oí su canto y dancé a su ritmo, por esa razón no viste mis movimientos. Eso fue todo lo que pasó. — Deseo aprender a oír y ver. — Con calma, muchacho. La impaciencia es el primer obstáculo para que adquieras ese saber de las cosas y puedas verlas y oírlas tal como son y no como parecen ser. Cuando camines por el páramo, oye el susurro del viento y déjate llevar por su fluir, sin gran esfuerzo atravesarás grandes distancias. Cuando desees cargar una piedra pesada, obsérvala con atención, te enseñará el sitio de su cuerpo donde no opondrá resistencia. Las piedras las puedes acariciar mirándolas, muchas fueron hombres en los primeros tiempos. Juan, estos antiguos saberes tienen sus responsabilidades con las cosas y el uso que hagas de tu conocimiento nunca debe ser movido por los malos sentimientos, pues las cosas se rebelarían contra ti. Nunca más logró Juan sacar una palabra de la boca de Asunción Maraco. Cuando le hablaba respondía con alocados gestos o simplemente reía y aplaudía. Todos lo tomaban por un viejo tocado por la divina locura. Mucho tiempo le costó a Juan llevar a la práctica las enseñanzas de Asunción. Pero poco a poco fue aprendiendo ese arte que llamamos magia pero que para él era algo natural.


Su vida siguió transcurriendo con tranquilidad. La creación de los murales de su cuarto se convirtió en una obsesión. Le costaba separarse de ellos para realizar las actividades cotidianas, como ayudar a la peonada a cuidar el ganado. Así conoció a Legorio, un peón de su misma edad que se hizo amigo de él y de su familia.

Legorio era uno de sus compañeros cuando iba a cazar venados al páramo de La Ventana. En sus correrías le pusieron nombre a muchos sitios por los que acostumbraban pasar; así, en una de esas largas caminatas se sentaron hambrientos en la cercanía de una cueva a comer sardinas y desde ese momento el sitio se llamó La Sardina. La forma de hablar del amigo era peculiar, a Juan siempre le costaba comprender lo que decía; hablaba muy rápido, parecía atragantarse con las palabras.

Mientras pasaba el tiempo, sin pensar ni hacer lo que le había pedido Epifanio, continuó trabajando en los murales de su cuarto. Avanzaban lentamente. En la pared ubicada frente a su cama de madera y cuero, hecha por su padre, dibujó un cazador y un venado. Del lado izquierdo pintó paisajes montañosos y marinas. En el respaldar de su cama había creado un ángel azul con las alas extendidas que entre sus manos llevaba una corona de laurel. Frente


al ángel creó una cruz roja sobre una base azul rodeada de hojas de sauce; en el extremo apuntando al cielo había una estrella plateada de cinco puntas.

Pasó mucho tiempo para que esas viejas pinturas volvieran a ser vistas por Juan Félix. No fue sino hasta 1988, cuando llegó a San Rafael de su retiro en el páramo para celebrar el día de la aparición de la Virgen de Coromoto en Guanare, costumbre que repetía anualmente en el mes de septiembre hasta que la muerte se lo impidió. Al verlas, Juan sostenía en una de sus callosas manos un nudoso bastón con el mango en forma de semiluna; dijo sobre esos símbolos que lo trasportaban al pasado: — Ese ángel me coronaba y santificaba por las noches. Los sueños son el lenguaje de Dios, deseaba tener lejos la sombra del innombrable. La cruz está en el sitio al cual dirigía mi vista al despertarme todas las mañanas. Mi primer pensamiento era para Cristo y la salvación, debajo de la cruz se encuentra la ventana por donde me escapaba por las noches a bailar por ahí; así el Señor me protegía en las noches de farra. Acercándose a una de las paredes, dijo:


— Aquí estaban los libros de historias, la Biblia entre algunos libros de aventuras y ensoñaciones tecnológicas.


El mago de la niebla Juan, dominado por las dudas, empezó a seguir los consejos de Asunción; aprendió cómo hacer aparecer y desaparecer, a ojos de los demás, pequeñas piedras y animales. Comenzó practicando con cajas de fósforos; tenía por ellas una gran afición que Benigno alimentaba regalándole algunas siempre que tenía ocasión; luego continuó sus juegos de magia con objetos cada vez más grandes. No se atrevió por un tiempo a hablar o mostrar su habilidad, que había enriquecido con la lectura de libros sobre hipnosis. Sabía que debía andar con cuidado, la gente del pueblo era supersticiosa y seguramente, al conocer lo que hacía, pensarían que había pactado con el mismo demonio. En el San Rafael de ese entonces se estaba en contra de todo lo que rompiera con sus ritmos de vida, acontecimiento fuera de lo normal era visto con malos ojos. Al único al que le estaban permitidas sus excentricidades hasta ese momento era a Wecelao, quien con su cenicienta barba y su verborrea sobre extrañas máquinas, hacía que todos quedaran asustados; pero no se atrevían a reclamarle nada pues vivían atemorizados por las inquietas noticias que llegaban y veían que parecían confirmar las profecías del Henoch de San


Rafael; algunos se decían que cómo era posible que Wecelao supiera esas cosas, ¿será que en lugar de ser inspirado por el Señor es el diablo quien lo engaña? Pero el viejo los tranquilizaba con sus rezos y santurronerías, tras cada ataque de locura profética.

En una neblinosa tarde de 1920, Juan se encontraba cansado de practicar sus trucos de ilusionismo y fue a la plaza donde Wecelao había ido a dar rienda suelta a las visiones que le robaban el sueño; la hinchazón de sus párpados era mudo testigo de sus largas noches. Por coincidencia, en esa ocasión pasó Benigno con la peonada y al ver a su hijo entre la muchedumbre, que escuchaba atemorizada las flamígeras palabras del Henoch del páramo, lo llamó y le aconsejó que tuviera cuidado no fuera que lo embaucara el profeta.

Esa noche, cuando estaban en la cocina comiendo, Benigno se encontraba aislado en su mesa como era costumbre, hundido en sus pensamientos y con la mano derecha metida entre el cuello de la cobija para reposar su mentón sobre la palma de la mano mientras pensaba en voz alta, gestos que delataban la inquietud que lo dominaba. Inmóvil como una roca, se quedaba hasta hacer irrespirable el aire que lo rodeaba, a su alrededor la


familia estaba a la espera de que saliera de su trance para dar los consejos que tejía en su mente.

Un suceso en esos días era la comidilla de los vecinos de San Rafael y de los Sánchez, que no escapaban a estos chismes. Se comentaba que al alegre hijo de don Luis le gustaba llegar tarde a la casa, no por malicia, sino porque se entretenía charlando con un grupo de amigos. El padre siempre le trancaba la puerta para que durmiera en el portón y, a medianoche, salía para darle una paliza ahí mismo por quedarse holgazaneando hasta esas horas de la noche. Cansado de tal situación, Pedro, que trabajaba como peón de Benigno, tomó la costumbre de dormir en el cementerio para evitar ir a su casa cuando salía de farra; ahí fue creando un grupito que se la pasaba asustando a la gente del pueblo, hasta que una noche fueron descubiertos cuando salieron corriendo del cementerio por el pánico que sintieron al ver un resplandor burbujeante que salía de las tumbas; desde esa ocasión, nunca más volvieron al sitio. Entre cuchicheos, las hermanas de Juan murmuraban sobre esto; sus palabras se confundían con el ruido de los platos y ollas que recogían para llevarlos a lavar a la acequia. Cuando Benigno terminó de meditar, Florentino y Juan lo supieron porque cambió de posición. Colocó las manos sobre la base de la silla de cuero; las patas eran de una


madera dura, ennegrecida y curada por el humo del fogón. Los miró y les dijo: — Hijos, no le den mucha importancia a Wecelao Moreno. ¿Por qué ha de haber algo satánico en los adelantos de los tiempos? No todo lo creado por los hombres debe ser obra del demonio. ¿Acaso no fuimos hechos por Dios todopoderoso? Hablaba pausadamente, sin apasionamiento, como si estuviera sopesando en una balanza cada una de sus palabras. — Les aseguro que el primer día que vean en el pueblo una caja parlante y oigan las voces y la música que surge de ella, en lugar de estar pensando en esas pistoladas apocalípticas, se pondrán a bailar al son de la música. Debemos acostumbrarnos a los cambios. Aquí en estos silenciosos páramos, sentimos el fluir del tiempo sólo por el paso de las lluvias y las sequías, los días y las noches; a veces da la impresión de que nada cambia y de que todo siguiera igual día tras día. Pero cuando salgan del pueblo y vayan a Maracaibo, se darán cuenta de los cambios hasta en la forma de caminar y vestir de la gente. Realmente no sé si esto será para bien o para mal, pero tampoco hay que estar viendo demonios merodeando por todos los rincones. Ustedes dos saben leer y les gusta, lean para que nos hagan saber qué está pasando afuera, que a lo


mejor no es tan funesto como dice nuestro profeta. Eso sí, encomiéndense a Dios y a la Virgen, no vayan a pecar como lo hizo Eva al comer de la manzana del conocimiento. Recuerden que el domingo el cura estuvo hablando de ese pecado y mencionó con claridad que el ingenio y el conocimiento no son malos si son guiados por la mano de Dios, encomendándonos a él, para alejamos del pecado de la soberbia.

Con afán Juan Félix empezó a enseñar a Ramón Malpica lo que había aprendido, pero no puso mucho interés; él sólo deseaba ayudarlo, y practicaron durante días los actos de ilusionismo e hipnosis. Ramón no comprendía cómo Juan lograba hacer lo que hacía y sólo quería ayudarlo en sus actos para que alegrara un poco al pueblo. — Ramón, no hay nada extraño en lo que realizamos, sólo debemos movernos con astucia y rapidez, así la gente no podrá vernos. Eso tampoco lo entendía. Durante meses se escondieron en la trilla de la casa de Juan a practicar los actos. Cada uno aprendía su papel con mucho cuidado, hasta que llegó un momento en el que sus prácticas formaban parte de un ritual personal. Deseaban estar listos para la Semana Santa de 1920. Al acabar las festividades religiosas, con sus tristes procesiones y ayunos, el


siguiente domingo se apareció Juan con Ramón en la plaza trajeados de blanco; entre sus manos tenían un bastón y, sobre sus cabezas, gorros violeta en forma de cono y un cinturón de tela roja; la gente en la plaza estaba ocupada viendo a unos hombres que en esos momentos se liaban a garrotazo limpio; al verlos, se sorprendieron ante tan estrafalaria presencia, pero todos se alegraron. Nadie se podía imaginar nada siniestro del joven Sánchez. Al llegar al centro de la plaza de tierra, Juan se montó sobre una tarima de madera colocada sobre pequeñas rectángulos de piedra que habían hecho con ayuda de los peones de su padre y dijo: — Estamos aquí para pasar un rato agradable, reírnos y alegrarnos para celebrar una fecha sagrada: la resurrección de Cristo, que así nos mostró el destino de todo devoto de Dios. Verán actos de ilusionismo y otras cosas. En ellos no hay nada de misterioso, a veces es posible ver algo que suponemos real y es sólo una ilusión, pues la vista y el oído nos engañan.

Estas palabras le sonaban muy serias a la gente para un personaje tan estrafalario como el que comenzaba a representar Juan. Antes de empezar a hablar se había cambiado el traje blanco por otro más colorido, de camisa azul y pantalones rojos, que le había hecho Vicenta. Su


diseño imitaba al de un bufón medieval. Al salir a la tarima alzó sus manos, en las que tenía varios cohetones fabricados por Lino con las mechas chisporroteando; pronto escaparon de sus manos a las alturas y estallaron sobre un cielo azul de fondo creando gigantescas culebras que ascendían para perderse en las alturas. De su cuello guindaba un collar de pequeñas campanas que sonaban con cada movimiento; en una de las manos tenía guantes blancos con tres dedos, estampados con flores, que terminaban en cabezas de anime de curiosos personajes que acompañaban a títeres que imitaban a personajes de San Rafael y hacían cómicas cabriolas. Eran manejados por Ramón Malpica en un improvisado teatrino. Acostumbraban Juan y Ramón a crear ingeniosos diálogos para sus personajes; ese día no perdieron la oportunidad de realizar una pequeña comedia donde se burlaban de la locura que había cegado al cura del pueblo, quien fue a dar su misa en paños menores a la cantina entre borrachos y mesoneras. El público, al ver y oír aquello, empezó a reír y carcajearse hasta más no poder. — ¡Este Juan sí tiene vainas! Vicenta se las alcahuetea todas —se comentaba entre los asistentes— y nosotros las disfrutamos.


Rápidamente desmantelaron las telas del teatrino y metieron los títeres en un baúl de madera. Al terminar esperaban un palabrerío, pero no, Juan sólo dijo: — Empieza otro acto, silencio. Lo habían planeado durante semanas, Ramón sería el ayudante. La noche anterior hicieron un agujero en el muro, delante del sitio donde celebrarían el evento. Ese boquete estaría oculto por una cortina azul que pintaron con símbolos mágicos como estrellas de cinco puntas entre soles y cóndores. Para su desgracia, Juan había olvidado que en los pueblos las paredes tienen oídos y todos estaban al tanto de lo que pretendía hacer; deseaban burlarse de los payasos del día y participar de esa manera en la diversión. En la madrugada se dirigieron varios parameros a la tarima a revisarla y vieron que tras la cortina había un boquete tapado por una cartón cubierto de barro. Se dieron cuenta de que era parte del acto de ilusionismo que planeaban realizar Juan y Ramón, tapiaron con pesadas piedras y barro, y pusieron otra vez el cartón que imitaba la pared para que no sospechara el joven mago.

Todos en el pueblo, menos Juan y Ramón, estaban al tanto de lo que venía; había mucha expectativa en el


público y, si no fuera por lo ocupados que estaban los actores, hubieran sospechado de las risas con que los recibieron cuando aparecieron sobre la tarima. Cuando notaron la molestia en el rostro del joven mago no querían disgustarlo, no fuera a arrecharse y decidiera irse.

Sin mucha parsimonia, Juan Félix y su amigo comenzaron los actos en los que hacían desaparecer objetos que tenían sobre la mesa y aparecían después en los bolsillos de los desprevenidos espectadores. Sospechaban cómo Juan había hecho el truco. Creían que antes de entrar, el mago los había puesto en sus bolsillos sin que se dieran cuenta. Y no estaban lejos de la verdad. Luego llegó el acto de hipnosis, donde puso a un paramero a imitar a una gallina y a otro a un cochino. Nadie comprendía cómo lo hacía; así, sin querer la cosa, se fue creando un clima de tensión entre el público y, en vez de risas comenzó a notarse inquietud en sus rostros. Pero al despertar los parameros del trance, sólo veían y oían carcajadas a su alrededor; cuando bajaron de la tarima, confundidos y sin saber qué habían hecho con ellos, empezaron a realizar el acto esperado por todos. Tomó Juan a su amigo por el brazo acercándolo a la pared que habían cubierto con la cortina azul. Algunos reían y chanceaban confabulados a la espera de lo que ocurriría. Alzando la voz, dijo Juan Félix:


— Necesito silencio para poder realizar este acto que hará desaparecer a mi amigo. Su vida corre peligro. Si no me dejan concentrar, podría desaparecer para siempre, y ¿saben algo? Yo lo aprecio mucho, aunque algunos de ustedes pareciera que no. Estaban admirados de la verbosidad de Juan; con ella logró apaciguarlos y crear nuevamente un clima de tensión. Tras decir la última frase, se paró sobre un taburete ante el público y murmuró unas palabras que había oído decir a Maraco cuando lo encontró en el páramo; repitió las frases varias veces y, cada vez que lo hacía, resonaban con mayor intensidad, mientras Ramón lentamente se dirigía al interior de la cortina. La niebla bajó del páramo y cubrió la tarima; los aprendices de magos comenzaron a ser vistos como errantes sombras. Al desaparecer la niebla Juan se dirigió a las cortinas y con un gracioso gesto las abrió y comprobó si su amigo había desaparecido como estaba planeado; se sintió satisfecho, el acto había salido bien y Ramón había logrado escapar por el boquete y cubrirlo nuevamente. En ese momento la gente reunida palideció, Ramón había desaparecido realmente y, aprovechando el impacto de su acto, Juan, lleno de orgullo, exclamó: — ¿Dónde estará ¡Seguramente no!

Ramón?

¿Lo

saben

ustedes?


Con estas palabras estaba dando tiempo para que el desaparecido pudiera dar una vuelta a la plaza y regresar. Juan no se imaginaba lo que estaba pasando. Hablaba y hablaba pero su amigo no aparecía por ninguna parte. Comenzaba a sentirse intranquilo cuando alguien salió del público, subió a la tarima y puso una mano sobre su hombro izquierdo mientras con la otra le quitaba el bufonesco sombrero. Era Ramón Malpica. Juan sonreía por el éxito del acto. Al sentir el silencio que lo rodeaba comenzó a sospechar que algo estaba mal, pero no sabía qué era.

La gente del pueblo intercambió miradas de incredulidad, se preguntaban unas a otros: — ¿Cómo logró burlarnos? El temor empezó a dominarlos, hasta que una anciana interrumpió la perplejidad que los dominaba al gritar: — ¡Eso es magia! ¡Magia de la niebla! ¡Perdónalo, Señor! No sabe lo que hace. Después de esas palabras, muchos se retiraron a sus casas apesadumbrados, otros se quedaron silenciosos, meditabundos, entre ellos algunos de sus conocidos. Les costaba pronunciar palabra. Los amigos silenciosamente


se dirigieron a la pared y vieron el boquete bloqueado por piedras. Juan Félix, al verlo se quedó paralizado, sólo atinaba a preguntarse qué había podido pasar, ¿sería el díctamo real de alguna forma responsable de aquello? Esta idea la desechó rápidamente, pues no creía en esos poderes. Él sólo hizo por curiosidad lo que Asunción y Epifanio le dijeron, y no porque tuviera fe en ello; desde ese entonces comenzó a respetar las creencias de los pocos viejos que quedaban en el pueblo.

Repentinamente volvieron a él las imágenes de aquella noche de enero, con la luna llena, en la que se atrevió a adentrarse al páramo. Esa noche guardaba en sus bolsillos el frasco que don Epifanio le había regalado.

La noche era clara. Se dirigió a La Ventana por el camino de La Mucuchaché. Al terminar de subir la cuesta, como siempre, se había quedado sin aire, estaba tenso; creía ver detrás de cada piedra sombras que lo espiaban, no le agradaba la idea de adentrarse en el páramo de noche y, para colmo, solo. Caminaba con cuidado y evitaba hacer ruidos innecesarios. El silencio que percibía lo conmovió ¡Tanta belleza entre tanta soledad! —se decía al ver el páramo. Veía encantado la superficie de las piedras acariciadas por luz lunar, los troncos de los árboles parecían cadáveres a la espera de la resurrección; nada de


esto debería ser despreciado —pensaba—, son los huesos de la tierra. Entre las montañas, como una ilusión, se desdibujaba en el horizonte San Rafael, sólo se veían las titilantes luces que parecían venir de un pueblo fantasmagórico, contrastaban con el páramo, sólido y real, misteriosamente cercano a su alma. Intuyó que algún día su vida se volcaría hacia esas soledades y formaría parte de ellas. Se sintió uno con el nocturno paisaje, sintió su piel áspera como la tierra, su paladar húmedo como el agua..., comenzó en ese momento a amar esos parajes que transformarían su vida. Al acercarse a La Ventana creyó oír unos pasos tras de sí. Al voltearse creyó ver a Asunción, se movía con una rapidez inimaginable, en vez de caminar parecía deslizarse sobre la tierra. Al acercarse a lo que creía era Asunción, le habló para llamar su atención, pero fue inútil cuando la niebla empezó a disiparse por una fuerte corriente de viento. Estuvo sin moverse por un largo tiempo. La eternidad se abrió ante él, abrazándolo en su fugaz regazo.

El espíritu protector del díctamo intentaba recuperar lo perdido; Juan era dominado por el miedo, sus visiones habían sido un juego de la niebla y de las piedras. Pensar eso lo envalentó, olvidando lo que había acabado de sentir. Con paso firme y decidido empezó a bajar el estribo de La Ventana. Subió la última cuesta tan rápido como se lo permitieran sus piernas. Al llegar a la cumbre


vio un paisaje sobrenatural; no había niebla, un plateado resplandor emanaba de la laguna de El Potrero. Esa visión le erizó la piel. Sintió que su alma volaba libremente por el nocturno páramo. Cuánto tiempo estuvo abandonado de sí, nunca lo supo. Al volver en sí estaba cansado y desorientado, decidió sacar el frasco de su bolsillo. La planta empezó a brillar con la luz lunar, se veía fuerte y vigorosa. Por momentos las dudas lo aguijonearon y pensó en deshacerse de ella, pero con decisión llevó el díctamo a su boca a pesar de la repulsión que le producía el miche en que flotaba; al masticarla esperaba saborear algo reseco y mohoso, pero no fue así, sus dientes masticaron pequeñas hojas verdes de distintos sabores. Sin mucho remilgo tragó, carraspeando un poco la garganta, la pulpa de las hojas; tal como suponía no sintió nada, pensó que don Asunción se había burlado de él, lo cual podía ser cierto pues sabía lo supersticiosa que era la gente del pueblo y las leyendas que circulaban alrededor de los poderes mágicos del díctamo real.

Al desvanecerse estas imágenes de su memoria, las piedras amontonadas que se encontraban frente a él tapiando el escape de su amigo lo hicieron volver a la realidad. ¿Qué habría pasado? se preguntaba una y otra vez. De alguna manera el pueblo, que deseaba echarle una broma, salió burlado; sólo tiempo después supo con certeza lo sucedido esa tarde.


Wecelao, el profeta del pueblo, había sido testigo de lo ocurrido. Se encontraba junto a dos o tres jóvenes que no huyeron ante lo sucedido. Sus ojos se veían cenizos, como si la vida que guardaba su cuerpo se hubiera consumido: — Juan Félix, ¿te das cuenta de lo que has hecho? Has roto con la palabra del Señor ¡Sólo Cristo y sus profetas pueden hacer milagros! — Claro, y tú eres uno de ellos, ¿no? —le respondió Juan. — Eres un hablador, te la das de santurrón pero sólo eres un tacaño y un flojo, tienes engañados a todos en el pueblo, que toman tus palabras por visiones milagrosas para poder vivir de tu divina holgazanería. Entre los jóvenes que presenciaron lo que pasaba estaba Daniel, a quien le parecía un sacrilegio el hecho de que Juan Félix se atreviera a responderle al profeta del pueblo. Vio lo sucedido como algo contra las leyes divinas. Por esta razón, Daniel había ocultado aquel acontecimiento a sus nietas. Aunque volvieron a ser amigos, de ahí en adelante Daniel siempre tuvo temor a Juan por lo que había visto aquella neblinosa tarde en San Rafael de Mucuchíes.

Al regresar Zulay y Carmen, sus queridas nietas, de conocer al Mago de la Niebla, como lo llamaban algunos


en el pueblo, comenzó Daniel a recordar aquellos sucesos que había intentado sepultar en el pasado; cuando intentaba acercarse a ellos, lo invadía siempre una sensación de angustia que lo asfixiaba, por eso los dejó en un oculto rincón de su memoria. Daniel se hundió en una vida tradicional que lo hizo feliz y próspero. Años atrás había dejado San Rafael y se fue a vivir a otro páramo. Pero Juan Félix logró ir más allá de las fronteras de las solitarias calles de su pueblo. De vez en cuando Daniel intentaba imaginar en lo que se había transformado el Mago de la Niebla tras abandonar su pueblo natal. Esto lo hería porque él había renunciado a sus sueños y a sus ambiciones desde niño. A diferencia de él, Juan tuvo una familia que le permitió hacer de las suyas; en los cuarenta dejó su tierra para internarse en el solitario páramo. La Segunda Guerra Mundial se percibía en el clima de tensión que se transpiraba en todos los rincones del planeta, pero en esos páramos no llego a sentirse. Mientras gran parte de la humanidad se preparaba para la destrucción, Juan Félix Sánchez se consagraba a la Virgen y a la creación.

El transcurrir del tiempo le permitía a Daniel comprender mejor la vida del amigo. Descubría, a través del relato de sus nietas, cómo Juan dio un sentido a su vida, que tuvo como eco la soledad de los páramos. Entre neblina, montañas, valles y caídas de agua pudo hallar la verdad y


dejar una huella imborrable de su vida. Ese conjunto de capillas de piedra que le mostraba Zulay en fotografías era sublime. ¿Cómo había podido, en esa soledad, hacer algo tan maravilloso como la capilla de piedra dedicada al Siervo de Dios? Parecían actos de magia parecidos a los que le vio hacer en la plaza de San Rafael.

Las tallas del calvario, esculpidas en troncos de quitasol, ubicadas detrás de la capilla, parecían revivir la pasión de Cristo. Las fotos que le mostraban sus nietas le hicieron comprender a Daniel cuál era la verdadera magia del Mago de la Niebla: era su férrea voluntad y su amor por los páramos. Daniel se preguntó ante aquellas imágenes si él hubiera sido capaz de llenar su vida de tantos contrastes como había hecho Juan. Sabía que no, porque prefirió la seguridad y el sosiego de la tradición, si no, no hubiera podido realizar tal sacrificio; renunciar a su hogar era demasiado para él. Amó demasiado a su querida Dolores. Mientras el guarapo se calentaba entre las llamas del fogón, abrió sus manos con la cobija para recibir un poco de calor. Meditaba sobre qué motivos le hubieran llevado a él, hombre profundamente enamorado de su mujer, a retirarse como ermitaño a la soledad del páramo. Sólo encontraba una razón, la pérdida de lo que más amó; él había conocido ese impulso cuando murió su esposa,


sintió desgarrarse su interior, su vida comenzó a naufragar en el vacío hasta que comprendió lo fugaz de la vida. Algo similar debió ocurrirle a Juan y fue la muerte de Vicenta, una herida muy profunda; debió haberle provocado un dolor insoportable en el alma, herida que sólo empezó a cicatrizar cuando se fue al páramo inundado de vida y verdor, donde pudo ahogar su angustia. Recordaba que Juan Félix, a diferencia de él, había sido muy enamoradizo, le encantaba conquistar y cortejar, labor en la que tenía mucho éxito a pesar de que nunca se fijó seriamente en alguien. Su vida se fue concentrando cada vez más en su madre. Vicenta era la única capaz de mantenerlo encerrado en los límites de San Rafael.


Alma en pena Meses antes de la muerte de Vicenta, Daniel tuvo ocasión de volver a ver a Juan. Era 1941. Aún seguía sintiendo cierto temor por lo que le había visto hacer en la plaza del pueblo aquella Semana Santa; tantas vainas que nunca hubieran pasado por su cabeza si no hubiera visto ese acto de magia. Desde entonces el joven Sánchez se convirtió en la comidilla de todo el pueblo. Hasta se llegó a pensar que había pactado con el mismísimo diablo.

No se quedó tranquilo a pesar de lo ocurrido después de aquella desaparición y aparición de Ramón en la plaza, así que continuó por unos años realizando actos de equilibrista sobre cuerda con su inseparable amigo Ramón Malpica y un mono que le habían traído de las tierras calientes. El animal jugueteaba con las campanas de su sombrero mientras se balanceaba sobre un mecate tenso y Ramón lo animaba desde abajo con unas maracas. Lo que no se podía negar era que siempre se armaba la diversión alrededor de esos inseparables amigos. Recordaba la cara de felicidad de Juan, con los ojos brillantes, cuando todos reían con sus payasadas.


A Daniel le resultaba difícil entender ese comportamiento tan extrovertido, porque él era callado y poco hablador, como la mayoría de los habitantes de los páramos, hombres cerrados como sus casas; Juan Félix era todo lo contrario.

Después de más de cuarenta años creía comprenderlo tras ver la obra hecha por Juan a lo largo de su vida. Volviendo la vista a las fotografías que sus nietas habían puesto sobre la mesa, ubicada al lado de su sillón, les dijo: — Todos sabíamos que Juan era diferente, pero no lo entendimos y nos daba temor tanta inquietud por hacer. Al terminar estas palabras Daniel se encerró en sí mismo; sus nietas cariñosamente lo acariciaban. Mientras, el guarapo había comenzado a hervir. — El acto principal de las acrobacias de Juan —dijo Daniel, rompiendo su ensimismamiento— era cargar en sus hombros a Malpica, mientras él caminaba sobre la cuerda, ataviados ambos de colores fuertes y contrastantes. En sus manos sostenía una larga vara que lo ayudaba a mantener el equilibrio. Ese enero de 1921, con gran esfuerzo, los dos trenzaron la cuerda entre el campanario y un gran ventanal, salieron del campanario juntos uno sobre otro caminando sobre la tensa cuerda. Cuando iba


llegando Juan a la mitad, los presentes gritaban emocionados, estaban a más de cuatro metros de altura. Repentinamente Juan perdió el equilibrio y por poco se cae, pero no se inmutó y siguió adelante. Todos estaban realmente sorprendidos con la audacia que demostraba cada día de su vida. Otra de sus locuras fue el haber traído la primera vitrola al pueblo. ¡Cómo han cambiado los tiempos! — ¡Taita, taita! Vea estas fotos, las tomamos en Semana Santa. Estas palabras lo sacaron de sus recuerdos. Pudo ver, a pesar de la tenue luz del fogón; vio en la estancia a un Cristo tallado en madera, tendido sobre la piedra, como dentro de un vientre, a los pies del altar consagrado al Siervo de Dios. — ¿Quién se hubiese imaginado que Juan Félix sería capaz de crear tanta belleza? Después de la muerte de su madre, en 1941, se dejó crecer el cabello durante más de ocho años; en ese entonces los hombres no se cortaban el pelo como pago de una promesa. Él lo hizo, creo, buscando la felicidad eterna de su madre. Todos lo comprendieron así. — Abuelo —le dijo Zulay—, en la laguna de El Potrero vimos una capillita de piedra con una inscripción que


decía Aquí vive una alma en pena, ¿qué nos puede decir de eso? — Bueno, ustedes por lo visto me quieren tener toda la noche aquí al lado de este fogón, que me hace lagrimear, pero las voy a complacer si me sirven otro guarapo. Esa capillita dicen que es sobre el pueblo de San Benito, un caserío más allá de El Potrero, hogar de Juan Félix Sánchez, fundado por un grupo de personas de San Rafael del Páramo cansadas de tanta miseria. Habían oído que camino a Barinitas, por el río de Los Muñecos, se llegaba a buenas tierras; fue a principios de siglo, cuando aún se construía la Transandina. Maximiliano Ramos fue uno de los primeros del grupo. Y estaban en lo cierto, eran tierras prósperas para plantas de tierra caliente; por esta razón se dedicaron a cultivar café, maíz y plátano; cuando creció el pueblo desearon hacer una capilla para San Benito; también necesitaban un punto de encuentro para facilitar el trueque de sal por otras mercancías y El Potrero fue el lugar apropiado. En 1930 se comenzó a celebrar en ese pueblo la fiesta del santo negro con cohetes y voladores hechos por Lino Gil. Todos los habitantes de la zona de Mucuchíes, Apartaderos y Santo Domingo supieron de la fecha por unos volantes que anunciaban las sorpresas que habría ese día. Una de éstas era que habían logrado convencer a un constructor de San Rafael del Páramo para hacer el puente de Los Muñecos y ¿saben quién era? ¡Nada menos que Juan Félix! Este puente facilitó el


trueque que se hacía en San Benito con la gente de los alrededores, otra era que habían terminado los tapiales de la capilla en donde guardarían al santo; la fiesta tenía como fin celebrar la puesta del santo en el altar y en el pueblo de San Benito todo parecía andar bien. Sólo Victorina Ramos estaba en contra del plan. En el caserío la conocían por sus poderes mágicos, que había usado muchas veces para proteger las cosechas. Pero Maximiliano, su hermano, no iba a permitir que le aguaran la celebración, por esto se enfrentó a la hechicera; Rafael, hijo de Victorina, le había pedido con insistencia que no se opusiera al progreso de San Benito, ella sabía que al bendecir la capilla, el temor del pueblo hacia sus poderes disminuiría. Orgullosa, salió esa tarde con sus negros trapos culebreando con la brisa, iba a la plaza donde los del pueblo estaban reunidos en torno a Maximiliano, quien al verla llegar, le dijo: — ¡Ya llegó nuestra hechicera! La que se opone al bautizo del santo de la capilla porque sabe que sería su fin. Al venir el cura para acá, el Señor destruiría su poder. — Eres un mal nacido —replicó Victorina. —Cuando llegamos a estas tierras, los espíritus de las montañas estaban molestos y me buscaron para que los aplacara y protegiera las cosechas, y eso hice. Pero ahora te quieres deshacer de mí. Te diré, ¡no será fácil! quieres dominarlo


todo y quitárnoslo para irte después con nuestras riquezas a Barinitas. — ¡Basta de tonterías, Victorina!, lo que hemos logrado ha sido con nuestro propio esfuerzo y no por tus hechizos. ¿Acaso cuando nuestras mujeres van descalzas por el páramo, con sus cotizas guardadas entre las enaguas para no resbalarse en el camino, con sacos de café sobre sus espaldas, las has ayudado? No, al contrario, siempre las ves con desprecio; también te opones a la construcción del puente de Los Muñecos, pero es necesario para que nuestros hombres y mujeres no tengan que acarrear hasta El Potrero, sobre sus lomos, el café, el maíz y los plátanos ¡Ya varios del pueblo han muerto pasando el endeble puente! Y dime, ¿has hecho algo para evitarlo? Cuando se termine el puente podremos ir con bueyes. Pero tampoco contribuiste para pagarle a Juan Félix Sánchez por el trabajo de los tapiales de la capilla. ¿Hasta cuándo te vas oponer a la prosperidad? No creemos en tus hechizos y artimañas, ¿por qué mejor no te vas? Todos aprobaron lo dicho por Maximiliano. El rostro de Victorina se inflamó de ira y les dijo: — Antes de tres décadas estas tierras serán estériles, ni tú, Maximiliano, ni tu familia o ninguno de ustedes para ese entonces vivirá aquí. Yo, Victorina, los maldigo.


Al terminar la última frase —continuó contando Daniel— se retiró y los del pueblo quedaron temerosos por el futuro. En ese momento entraba el padre Sánchez Alcántara con Juan Félix para inspeccionar la capilla; los parameros al verlos se tranquilizaron, no así Rafael, el hijo de Victorina, quien fue condenado por su madre cuando intentó conjugar la maldición que esa mañana de 1930 lanzara sobre el pueblo. Esa capillita que vieron en la laguna de El Potrero se la hizo la gente de San Benito a Rafael porque su alma está prisionera en ese oscuro pozo de agua a causa de su madre. Con desesperación Rafael decidió hacer una peregrinación a un punto milagroso que hoy es el filo del Tisure. Fue de rodillas. Sufrió mucho, la lluvia hería y atenazaba su espalda descubierta, las piedrecillas del camino se le clavaban como espinas en la piel de sus rodillas, hiriendo no sólo su carne sino también su alma. A través de su expiación deseaba limpiar el alma pecadora de su madre. Tardó días en llegar al Tisure. Besó las piedras con su dolor y, exhausto, cayó en un estado de ensueño en que la Virgen Santísima se le apareció. Sólo podía observar, entre sueños, su sombra y escuchó una preciosa voz: — Rafael, el egoísmo de tu madre ha hecho que su alma se envenene, no podrás purificarla y menos deshacer la maldición lanzada sobre San Benito. Con tu penitencia sólo podrás aligerar el trágico destino de su espíritu. Victorina, por medio de sus artes, pudo saber lo que su


hijo se traía entre manos. Lo despreció profundamente y decidió hechizarlo para que al morir su alma quedara prisionera en esa laguna. Poco tiempo después, Rafael murió ahogado en las fangosas aguas de esa laguna, cerca del pie de La Ventana. Como un recordatorio de estos hechos se encuentra esa capillita ahí.


El despertar del nono Daniel — ¿Estás cansado abuelo? —le preguntaba Carmen, su nieta menor. — ¡Cómo no lo voy a estar! ¡Me tienen desvelado! ¡No ven que hasta la arepa se me cayó al piso y el guarapo se enfrió! Estoy cansado. No lo tomen a mal. Quisiera irme a dormir. Bendijo a las nietas y se paró Daniel, se fue a su cuarto a continuar meditando sobre esa interrogante que fue para él, durante tanto tiempo, Juan Félix Sánchez.

Mientras se dormía siguió pensado sobre lo que sabía de la vida de Juan. Comenzó su retiro en El Potrero acompañado de Epifania Gil. Con dificultad podía comprender cuáles eran las razones de Juan para ir a vivir al Tisure. Estaba adolorido y tenía la suerte de poseer esas tierras que había comprado a un hermano. A principios de siglo no estaban tan desoladas como ahora, lo cual facilitaba irse a vivir allá. Para el Hombre del Tisure aquella fue una decisión que le permitió forjar una parte de sí.


La conciencia de Daniel comenzó a desvanecerse y el sueño empezó a invadirlo, pero continuó hilvanando sus ideas. La primera imagen que vino a él fue la de Juan sentado frente a la vieja casa en el páramo, con el pelo casi hasta los hombros. El filo del Tisure era en ese entonces un simple monte. Juan dibujaba en el suelo el telar de tres peines que proyectaba hacer para hacer cobijas con rombos y triángulos.

Al terminar, salió a roturar la tierra, hiriéndola para sembrar papa. En la siguiente escena de su sueño Juan ya no tenía el pelo largo, la casa de El Potrero había sido ampliada. En su rostro se leían las huellas de la madurez, pero al sonreír surgían en el facciones de niño; mientras trabaja la tierra pensaba en un sueño que había tenido varias veces: en él la Virgen de Coromoto le pedía que le hiciera una capillita en el punto desde donde se ven los llanos, para de ahí comenzar a realizar milagros a los parameros. Al fin pudo comprender la senda de su destino, que se le había mostrado, mientras fisgoneaba a Vicenta cuando oraba arrodillada frente al altar de su cuarto. Al contarle a Epifania su decisión, ésta le respondió: — ¡Juan Félix! Siempre estás palabreando en los momentos menos oportunos. Ahora sí estamos


arreglados, además de tener que cultivar, cuidar el ganado y tejer, vas a tener que estar acarreando piedras para ayudarte a hacer una capilla y voy a tener que terminar ayudándote. Te podrá parecer muy piadoso, pero a mí me parece una locura. Me recuerdas a Wecelao cara e’ bacalao. — Epifania, voy a crear una capilla en un lugar de milagro y tú ahí sin darte cuenta. — ¡Qué milagro y qué milagro! Aquí lo único a punto de ocurrir es que si no me ayudas a acabar rápido el trabajo, lo vamos a perder. — ¡Epifania!, ¡eres como una piedra! ¿No te das cuenta? Tengo que librar mi alma de todos sus pecados. ¿O crees que con ir a San Rafael todos los años a rezarle a la Virgen y vivir piadosamente aquí es suficiente? Te diré, ¡no lo es!, ¡hay que hacer! Con sacrificio y trabajo debemos ganarnos la salvación, ¡haré la capilla, aunque la haga solo! Pero te aseguro, veré arder tu manto y tú sabes dónde. Epifania se reía de esas ocurrencias de Juan. —Muy capaz que el condenado tenga razón —terminó diciéndose. Años después Juan Félix había hecho no sólo una capilla, sino un complejo religioso con ayuda de Cristo, la Virgen y


su voluntad. Lo hizo anhelando que cada uno de nosotros reviviera en sí lo sentido por él al hacer tal obra. Con cada piedra encontrada, cargada, golpeada, fracturada, se liberó de los pecados de su vida y se acercó a la gracia divina, como Cristo se liberó con la crucifixión. Esos monumentos de piedra y vida son semillas que esperan germinar en cada uno de nosotros. Con estas palabras en los labios despertó el nono Daniel.


J. FELIX Orasion Justo pues de Jesucristo hijo de la Virjen María librame por esta noche mañana por todo el día que mí cuerpo no sea preso ni mi sangre sea batida con cuchillo ni puñal ni otras harmas elebosas que contra mí binieren traigan armas de fuego y para mí no rebienten ojos tengan no me vean narises tengan no me huelan mano tengan no me cojan traigan pies no me alcansen con la capa de San Albarez y la de San Juan bautista sea faboresido y con la leche de maría Santisima sea rosiado y así este y tan libre de mis enemigos como estubo el hijo de Dios en el bientre virginal de maría Santisima. Amen



Esta publicación digital puede ser consultada y descargada en formato pdf en los portales web https://issuu.com/artepopulardevenezuela http://www.artesanosdevenezuela.blogspot.com/

También en la sección ARCHIVOS del grupo en Facebook https://www.facebook.com/groups/artepopularyartesani adevenezuela/

Gracias a Eduardo Planchart Licea por obsequiar generosamente la posibilidad de difundir este texto que es un homenaje a la memoria de Juan Félix Sánchez “El mago de la niebla”

L.A. Diciembre de 2015


Créditos de la edición original: DISEÑO GRÁFICO: PEDRO QUINTERO EDITORIAL GRÁFICAS LAUKI 2011 CARACAS, VENEZUELA



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