Pedro Páramo a 60 años

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Artes miércoles 7 de eNERO de 2015

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@ArtesyVida

ENERO

&Vida G SECCIÓN

7

Para recordar

cultura / bienestar / ciencia

a

Editor y diseñador: ignacio torres

página 5

60 años

1924 En Estados Unidos, George Gershwin termina de componer Rhapsody in blue. La obra fue estrenada el 12 de febrero del mismo año en el Aeolian Hall de Nueva York, en un concierto titulado Un experimento en música moderna, dirigido por Paul Whiteman y su banda, con Gershwin al piano. En esta rapsodia la palabra blue se refiere tanto al estilo musical blues (como canción de este típico género musical americano) como al estado de ánimo blue, que significa en inglés “triste o melancólico”

ENRED@DOS Arte, lugares y momentos registrados en la web

anos años

29 Hoy se conmemoran casi tres décadas de la muerte del autor de El llano en llamas y Pedro Páramo

gráfico: basado en una foto tomada de ariamozart.blogspot.com

notimex

México, DF El prolífico escritor Juan Rulfo, a 29 años de su fallecimiento, que hoy se cumplen, es considerado el máximo exponente mexicano del realismo mágico, género desde el que plasmó el paisaje del México rural en obras como El llano en llamas y Pedro Páramo, que este año cumple 60 de su publicación. Bautizado como Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, el famoso autor fue hijo de María Vizcaíno Arias y Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, y nació el 16 de mayo de 1918 en la casa familiar de Apulco, Jalisco, aunque fue registrado en la ciudad de Sayula, ubicada en la misma entidad. A temprana edad, el pequeño Juan vivió acontecimientos que marcaron su vida, como el asesinato de su padre y de su abuelo, así como la incertidumbre social desatada con la Revolución mexicana y posteriormente por la Guerra Cristera. En 1927, cuatro años después del asesinato de su padre, Juan Rulfo perdió a su madre, motivo por el cual tuvo que ser internado en una escuela de Guadalajara, Jalisco. Cuando salió de esa institución dirigida por monjas, Rulfo de trasladó a la Ciudad de México, donde asistió como oyente a los cursos de historia del arte en la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), lo que acrecentó su interés por la cultura autóctona mexicana. Tras no conseguir ingresar a la carrera de Derecho ni a la de Filosofía y Letras, Rulfo trabajó en la oficina de inmigración de la Secretaría de Gobernación y escribió en diversas publicaciones, entre ellas la revista América. Tiempo después trabajó como fotógrafo en una empresa fabricante de neumáticos y a principios de los años 50 renunció, pues obtuvo la primera de dos becas consecutivas que le otorgó el Cen-

infantej compartió en Instagram esta fotografía tomada en el estudio de Frida Kahlo que se encuentra en el interior de la Casa Azul en Coyoacán

sin Rulfo

Como le compartimos el pasado sábado 3 de enero en Artes&Vida, celebraremos 2015 como el Año de Pedro Páramo, a propósito de de los 60 años de la publicación de la novela que dio a Juan Rulfo, su autor, fama mundial. En la página 6G de nuestra edición de hoy le presentamos el primero de los 12 textos que con diferentes estilos nos llevarán a visitar Comala. El que le presentamos es de José Agustín Solórzano, joven poeta y escritor guanajuatense afincado en Morelia quien está próximo a publicar sus libros: Monomanía del autómata, Rompecabezas y Ni las flores del mal ni las flores del bien

tro Mexicano de Escritores, de las cuales derivaron sus más grandes obras, El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955). En esos años, el escritor fue atraído por el cine, y fungió como guionista en películas como Paloma herida y El gallo de oro, esta última es una cinta escrita por Carlos Fuentes, Roberto Gavaldón y Gabriel García Márquez. La publicación de sus dos obras maestras hizo que su prestigio se incrementara de una forma vertiginosa y que se convirtiera en el escritor más reconocido de México, hecho que hizo que escritores como Mario Benedetti, José María Arguedas, Carlos Fuentes y Jorge Luis Borges, entre otros, fueran fervientes admiradores suyos. A lo largo de su carrera, el destacado escritor recibió numerosos galardones, entre los que se encuentran: el Premio Nacional de las Letras 1970, el Xavier Villaurrutia 1956 y el Príncipe de Asturias en 1983. Rulfo dedicó las dos últimas décadas de su vida a su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista de México, donde se encargó de la edición de una de las colecciones más importantes de antropología contemporánea y antigua de México. Murió en el Distrito Federal el 7 de enero de 1986.

No he vivido, salvo esos primeros años de la Cristeada, en una zona agitada, casi se puede decir que los primeros años en que vino la rebelión, todas estas cosas, yo salí de ahí, entonces siempre, más o menos, hubo apaciguamiento en los lugares en los que yo estuve, eran lugares tranquilos, pero el hombre no lo era. El hombre traía una violencia retardada, era de chispa retardada, era un hombre que podía surgirle la violencia en cualquier instante y es que traían todavía los resabios de la Revolución Mexicana, venían con ese impulso y aún querían ellos seguir. Les había gustado, les había gustado el asalto, el allanamiento, la violación, la violencia (…) El proceso de creación que sigo no es tomando la realidad sino es imaginándola. Lo único que hay de real es la ubicación, ubicando el personaje ya le doy cierta realidad

juan rulfo escritor

@oldpicsarchive tuiteó esta imagen panorámica de Chicago captada en 1967

Remodelarán Museo Rodin ap

Filadelfia, EU El Museo Rodin de Filadelfia anunció ayer un cierre temporal para crear nuevas instalaciones de la obra del escultor francés Auguste Rodin. El edificio cerrará de mañana al 7 de febrero, fecha en que los visitantes podrán 30 ver una treintena de piezas días que no se exhiben públicaestará cerrado el mente desde hace años. recinto Las nuevas instalaciones incluirán bustos del novelista 86 Victor Hugo, el músico Gusaños tav Mahler y el magnate de hace que prensa, Joseph Pulitzer. se abrió Filadelfia posee una de el museo las mayores colecciones del escultor francés en Estados Unidos. El museo, inaugurado en 1929, fue fundado por el magnate de las salas cinematográficas Jules Mastbaum. Cerró durante tres años a partir de 2009 para grandes obras de renovación. Desde entonces, la pieza central es la obra maestra de Rodin, Las puertas del infierno.


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MIÉRCOLES 7 DE ENERO DE 2015

VINE A COMALA

60 años

PORQUE ME DIJERON QUE ACÁ VIVÍA MI PADRE, UN TAL PEDRO PÁRAMO I

Era el miedo el coraje el semen que me hizo carne

La piedra: fauna silvestre crecida a golpes de silencio

Vine a Comala a remendar la memoria a recordar aguas y piedras rostros iluminados por el polvo fuegos oscurecidos por la lágrima.

II Comala: región imaginaria que nos recuerda a los fantasmas. A las sombras y a los espejismos hay que alimentarlos de tierra. Porque la muerte crece como árbol afuera de nuestra casa y en ella se columpiarán los hijos que nos esperan tras la ventana y lloran. Ya vendrán a buscar a su padre con la vida como un charco de mezcal cabalgándoles el hombro.

III Comala es una puerta. Tras ella un libro: matadero de árboles y humareda de recuerdos. Crece el viento como una enredadera por la que trepa el polvo que somos para alcanzar lo que fuimos.

sangre nomás endurecida sangre.

VIII En Comala hay mujeres con la boca llena de pájaros. Pero esta tierra no es buena para sembrar voces. No se dan. No crecen más que aguas boca abajo, lenguas entumecidas y secas. Por eso a ellas hay que amputarles las plumas de la boca, extirparles los pájaros antes de que sea imposible desfiebrarlas. Y aún así algunas se niegan. Por el día aplacan a las aves, las duermen con suaves mordisquillos, las arrullan entre sus muelas. Las atarantan y las esconden de los otros. Pero más tarde, ya sin la caricia de los dientes, cuando la quijada se afloja y el fuego negro de la noche escurre como baba bajo la ventana, los pájaros cantan y las mujeres no los detienen, se acaloran nomás y cantan también ellas, con su lenguaje pájaro. Mala enfermedad es ésa. En Comala nada sobrevive al canto: todo se desmorona o se hace agua. Las mujeres que cantan terminan siempre con la cama hecha charco y con los pájaros entumecidos en los dedos de sus manos. Insoportable, el amor. Hace calor y llueve. Una cosa así sólo puede venir del infierno.

IX La piedra: fauna de costumbres apacibles de inquebrantables hábitos cuando encuentra su sitio no lo abandona

El cielo ensucia con su aleteo la cúpula de mi santuario. Pedro se monta sobre Dolores y ella escucha el latido de una roca. La piedra que es el aire cae encima de mis aguas endurecidas.

Quieta, como el silencio camina sólo hacia ella misma hacia dentro donde no es más piedra

IV El libro es una puerta. Un sonido como de golpe. Como de quiebre. Como de hoja seca gruñendo bajo la planta de un pie que huye. El libro es un árbol: una ciudad de hojas que caen. El agua es una puerta: un sonido como de quiebre. Como de piel que embravecida muerde con sus aguas otros sudores y con ellos crea un río. Un hombre es un río y todos los ríos buscan a su padre.

ausente de sí misma y en ella misma hace su rincón de agua y lo lava a lengüetazos con paciencia

V Pedro, acá te buscan ¿quién ha tocado la puerta de mi entierro? la vida es un pájaro que vuelve ¿quién robó mis semillas y se hizo mi carne? no soy tu carne, soy tus aguas tus aguas rendidas y cansadas te buscan ¿vienes a enlodar mi tumba, a convertir en pantano mi cadáver? la vida es un cielo que regresa Pedro, acá te buscan la vida es un regresar venir de vuelta recordar y remendar dos cosas que bien sabía hacer Dolores pero no hay hilos ni recuerdos que cierren la herida de la noche La vida: un desgarre inzurcible inservible insufrible

la piedra: animal de íntimas miradas espejo: piedra yo también quise irme hacia mí mismo pero mi páramo de agua está lejos todavía y ya no tengo lengua ni paciencia

X La muerte puede ser un libro: una puerta: o un árbol: una ventana: la noche vista desde el cielo. O: la muerte puede ser una ciudad, una herida de tierra. También: un espejismo. Puede ser algo la muerte: una mujer o un hombre: una piedra o un río, pero quizá lo mejor es que la muerte siga siendo un desconocido. Un libro cerrado, una puerta clausurada, un árbol que nadie escuchó caer o el ruido de un gato que no está ni muerto ni siete veces vivo. Un páramo. La muerte. Un hombre de polvo que fue hacia sí mismo como una piedra.

XI El agua: flor de ojos profundos sus pétalos lastiman el silencio caen como si escurrieran y bajo el sol se vuelven pájaros invisibles.

VI Comala: algún lugar que se esconde entre papeles y recuerdos. En sus calles habla el aire con su lengua seca. Aves de luz defecan sobre los tejados. El silencio vuela y las puertas cerradas son invitaciones a la soledad. Nadie espera a nadie, pero alguien ha venido a buscarnos y nosotros encendemos la veladora del llanto y lo esperamos. Con los ojos incendiados lo vemos recorrer a ciegas su propio cuerpo mientras las aves siguen cagándolo con iluminada alegría.

VII

XII Vine a Comala porque me dijeron que acá murió mi padre, un tal Pedro Páramo vine porque me dijeron que la tierra tiene un sabor profundo y embriagante estoy aquí porque me dijeron que la soledad es una tumba de pesadas rocas

Crecí, sombra de mi padre sangre, nomás, agua enrojecida

busco al hombre que me inyectó la sangre que me limpió de la muerte con sus blancas aguas

Fui niño y luego hombre siempre sangre, nomás agua crecida a pesar del fuego

vengo a sentarme sobre la piedra de mi padre a esperar a mi padre desde mi padre a comerme la ceniza de mi padre

Vine luego, hombre y niño como vienen todos agarrado de la mano de sus muertos aterrado siempre sangre alborotada agua a borbotones

Vine a Comala para deshojar la flor de mi recuerdo pero me encontré una mujer que tejía con el estambre de la memoria ríos donde beber la muerte como de un espejo. José Agustín Solórzano

ilustración: eduardo ruiz

el agua: fría sombra herida que nos zurce


60 años

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SÁBADO 7 DE FEBRERO DE 2015

POLVAREDAS A mi padre

momento y sigue la plática, considerando que a alguien allá afuera, ahí cerca, acá adentro debe interesarle su desgracia. “A quién, Juan, si tu alma está más sola que tu suelo cuando vino a ti la capitana” resuena una voz que le hace recordar la historia y tener otro tema para hablar: “La Capitana llegó al pueblo por órdenes de mi padre, el que dicen que es mi padre porque llevamos en las venas la misma sangre, pero es lo único Páramo que tengo”. Y ahora sí, al escuchar ese nombre la silueta se hace estatua para que el hombre se sienta comprendido, escuchado por lo más humano de ese pueblo. Ese puño de tierra. “Les dijimos que acá no pueden estar, su caravana no cabía en este pueblo chico, pero son como una plaga que amenaza con invadirlo todo y se escudan en lo que están obligados a hacer. Pero a nosotros quién nos pregunta si estamos de acuerdo. Nadie. Vienen y caminan sobre nuestras tierras y se expropian nuestros animales. Así fue siempre, pero mira ahora, las justificaciones suenan huecas y lo poco que quedaba, se los dimos. Llévense lo que quieran pero váyanse a otro lado, dijo mi madre, quien entonces todavía vivía”. En el recuerdo, el aire llena el tiempo de polvo y envuelve con él a la Capitana, incapaz de echar una mirada hacia atrás, a donde los hombres son de carne y no de hierba seca por el Sol. Recostado, ya sin pensar siquiera en pararse y echar un último vistazo, el hombre no tiene más que esa boca seca; a Dios gracias que todavía le permite conversar, echar para afuera la vida entera convertida en palabras. Para qué, si a un huérfano nadie lo espera ni aquí ni cruzando la línea. Luego del umbral hay otra habitación donde se revuelve la memoria. La silueta se vuelve dispersa nuevamente y él, para aplacarla, para decirle que lo espere tantito, le escupe un discurso que bien podría hablar sobre él en este momento, pero solo dice y no razona: “Dicen, figúrate, que uno no debe remover el pasado, que para eso Dios dispone de lo que es su santa voluntad, pero yo creo que se equivoca a veces y nos

pone cruces más pesadas de lo que podemos cargar. Luego nos acomoda en el lugar equivocado, para que veamos cómo nuestros seres se sorben la vida en un suspiro, se curan las heridas del alma a lengüetazos. “Nadie más que uno sabe cuánto duele ver la tristura en los ojos de alguien que se está muriendo, y yo reflejado en el espejo llenaba los cuartos de nostalgia. Apenas un chamaco y ya me daba cuenta de que algo me dolería más que el clavo enterrado en el pie, de que algo daba más miedo que las ratas aprovechando la oscuridad para treparse al cuerpo y acomodarse en lo caliente de uno, abandonado a las cobijas roídas, a la mugre haciendo costra en el piso que no nos pertenece”. La figura no responde, se mantiene quieta, en silencio. Nada se le puede contestar a un hombre que no siente lo que habla. Él, con las piernas hinchadas y el dolor en los huesos, se repasa la lengua por los labios, intentando exprimir lo poco que le queda de saliva, que ahora sí es tan poca como la lucidez. Ambas se van perdiendo para acompañarlo, instándolo a rendirse y afrontar lo que le espera lejos, en el pueblo que no es de nadie pero es de todos los que, como él, no son eternos. Aprieta sus ropas con ligera fuerza y canta, en su mente canta. Desconoce que la música, en este instante, solo sirve para demostrar que no es quien era, que su madre ha venido. Y entonces con ella el agua y la lengua desértica.

Con su madre las palabras llanas y la melodía implorando que inunde el cuerpo, que lo haga líquido porque el calor hirviente no lo deja pensar de manera clara. “Ven, agüita, ven, déjate caer hasta que te canses, inunda este pueblo seco. Haz que los vivos canten como antes, sácalos de debajo de las piedras. Tráete a los ruiseñores y al caballo de Miguel. Que canten las mujeres y se fundan con la tierra. Ven agüita, ven, que tengo sed y doña Eduviges está más muerta que el llano, no puede darme de beber…”, implora donde no existe Dios, en el sitio que alimenta al polvo; se mira las manos, cuarteadas, viejas, mordidas por la tierra, y por un tiempo, entonces, sabe que la figura de polvo no está, que tal vez nunca ha estado. “¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto? Yo sí, es como oír chillar a las ratas cuando las pateas acostado y van a dar al techo. ¿De veras que no las has escuchado? Es como el ruido de la madera cuando le cae el agua y se esponja. Se hincha tanto que tiene que llorar para curarse de las aguas. Cómo no vas a saber del quejido de los muertos, si es igualito al chillar de los grillos, pero más profundo…”. “Déjalo, Rosalía, es que no todos lloramos a los mismos muertos”. Y apenas, después de tantas preguntas sabe contestar que sí, que lo está sintiendo. Ruega que le ayuden, por el amor de dios, que no lo dejen en el desamparo. O mejor sí, pero que sea ya, sin tanta sed y sin quemarse. El cuerpo le arde como si estuviera en llamas. “Sí escucho al muerto, Rosalía, es como el

polvo, como el polvo aquí a mi lado. Y ya se me fue, por eso lo oigo. Él es el quejido que lleva cargando el viento, Rosita…Rosa”. Presiona las manos contra su pecho y reza, como no lo hace desde que murió su madre. El último aliento del hombre, postrado en la cama. Del que no sabe que no ha realizado ningún viaje y está solo, en el lugar de siempre, porque los animales de hábitos no saben más que permanecer quietos, en la comodidad de lo conocido. Parpadea, y ese ligero movimiento es lo último que logra hacer. Es la señal de retirada.

*

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, mi madre me lo dijo. “Pero ahí está mamacita, ya lo ve usted así, que uno no debe preocuparse de los ausentes, sino de los presentes. Y usted y yo nos vinimos y lo dejamos solo. Ya ve, Doloritas, que como tal padre tal hijo y yo no soporté la ausencia. Cómo no recordar cuando uno está más solo que un perro. Triste, nomás mirando la media Luna, blanca como esa sonrisilla suya, y a la espera de quién sabe qué. Acá estamos mejor, Doloritas, no ve que hasta frío hace…”.

*

Todos somos hijos de Pedro Páramo, pero él no es padre. La escoria no puede reproducirse. La sangre negra del hombre se resume en un moño oscuro colgando de la puerta. Quién necesita una cruz cuando se ha echado tantas ratas muertas a cuestas. Para redimirse no hacen falta clavos ni ríos de agua pura que atraviesen la humanidad de la tierra; basta ver el polvo e imaginar caballos en el calor hirviente. Pedro Páramo es hijo de Comala y está tan muerto como la última polvareda que envuelve el cuerpo del hombre. Berenice Hernández

ilustración: alberto zavala

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre”, repite para sí mientras el rocío le escurre por la frente. Hace calor y no tiene agua cerca; el viaje le llevará poco tiempo pero el lugar al que se dirige es tan remoto y desconocido que lo mejor hubiera sido acercarse algunas provisiones. Así se hacía antes, en otras generaciones, en otras culturas. Cómo iba a saberlo si nunca había salido de ese pueblo. Desde que la memoria le permitía, era consciente de que su lugar era ese, entre la tierra y el calor quemante, con su madre y el mirar de ojos vidriosos, cansados de ver siempre la misma pintura y resignados a observar cómo el polvo se llevaba los pasos antes dados, cómo borraba las huellas de que ahí, en esa pequeña casa perdida en algún lugar del mundo, vivían dos personas que, sin decirlo, se reprochaban su modo de existencia. “Vine porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo, y el eco de su nombre desde antaño no me deja dormir tranquilo. Trajo con su resonar el acecho de la muerte, carcomiendo todo lo que se encontraba alrededor: las tierras, los callos de las manos con que cosechaba mi madre, y la esperanza de un futuro mejor, feliz; de uno en que los días venideros no serían boca de lobo, pero lo fueron”. Habla desde la soledad con la figura de polvo que se posa a su lado, como queriendo escudriñar sus pensamientos o deseando abrir la boca para interpelarlo, decirle que cada vez está más cerca de su destino, pedirle que no se impaciente porque lo mejor está por venir, pero allá, en el lugar que está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Intenta en vano ponerse de pie, el cuerpo no le responde más que para avisarle que está agotado de la faena diaria y de la extenuante paciencia que había tenido para con todas las cosas. “Ya no más, te lo imploro” le dice al hombre, pero él, en su afán de continuar el sendero, le contesta que “otro poquito, ya casi llegamos”, y hace un esfuerzo por levantarse que no da resultados. La figurilla de polvo por momentos se disuelve y luego regresa. Juega a volverse aire, a no estarse quieta para evitar el soliloquio del hombre que se burla de su tragedia, esforzándose por llegar rápido a donde sea. Mientras tanto, continúa la conversación. Nunca ha estado tan lúcido y se da cuenta de ello. Aprovecha el


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SÁBADO 7 DE MARZO DE 2015

Tomar las calles DE COMALA Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Pero no les creí, un padre siempre está muerto. Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saporanias. Era el mes de otro tipo de envenenamiento. Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Tardes que me recordaban una inocencia ya olvidada. Me había quedado en Comala. Para seguir una búsqueda inútil, como es toda búsqueda del pasado.

Tocó nuevamente con el mango del chicote, nada más por insistir, ya que sabía que no abrirían hasta que se le antojara a Pedro Páramo. Al fin los muertos no tienen prisa por comenzar a podrirse.

—Soy Eduviges Dyada. ¿Qué haces aquí? El agua que goteaba de las tejas hacía un agujero en la arena del patio. Y ese agujero era como una bala en la frente del Lector.

—…Mañana, en amaneciendo, te irás conmigo, Chona. A la guerrilla. Ruidos. El Lector sabe que están tocando a su puerta. Vi pasar las carretas. Llenas de cadáveres; directos a las fosas, a desaparecerlos. La madrugada fue apagando mis recuerdos. Pero no sabemos abandonar a nuestros fantasmas. Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad le cierre los caminos. Ese camino cerrado es la memoria y el silencio. Como si hubiera retrocedido el tiempo. Vi el cadáver de un dinosaurio, y su piel tenía la misma aspereza que las carreteras negras que conectan el país; eso somos, un cadáver de millones de años, de millones de moscas.

—Abuela, vengo a ayudarle a desgranar maíz. No el rosario, como usted cree que hace. Por la noche volvió a llover. Y Comala se inundó, como solo se puede inundar el Infierno, de muertos. —Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. Pero así es el amor. “El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas con la determinación de olvidarme y yo con la de quedarme esperando cualquier cosa”. —¿Qué es lo que pasa, doña Eduviges? ¿Doña Eduviges? En el hidrante las gotas caen unas tras otras. Es el ritmo de la metralla. “Hay aire y Sol, hay nubes. Hay cadáveres”. Durante la noche tomó su chocolate como todas las noches. Hasta que una bala alcanzó su taza y su pecho, y cayó muerto. Un caballo pasó al galope donde se cruza la calle real con el camino de Contla. Un caballo amarillo. Había estrellas fugaces. Era una noche que creí libre de funestos presagios, equivocadamente. —Más te vale, hijo. Más te vale aprender a sobrevivir aquí. “Fulgor Sedano, hombre de 54 años, soltero, de oficio administrador, apto para entablar y seguir pleitos, por poder y por mi propio derecho, reclamo lo siguiente… En cumplimiento a lo dispuesto en el artículo 87 de nuestra Carta Magna, protesto guardar y hacer guardar la Constitución y la leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de presidente de la República”. Tocó con el mango del chicote la puerta de la casa de Pedro Páramo. El Lector en suspenso detrás de la puerta. “¿De dónde diablos habrá sacado esas mañas el muchacho? ¿Nos matará a todos?”. Fue muy fácil encampanarse a la Dolores. Lo difícil fue decirle que no. —Ya está perdida y muy de acuerdo. Olvida esa obsoleta idea de justicia.

—Este pueblo está lleno de eco. Este pueblo, y el siguiente; la ciudad y la capital; todo el país. Oí que ladraban los perros, como si yo los hubiera despertado. Pero en Comala no hay perros, ni padres. La noche. Esa hora que nos recuerda la Historia Negra de México, su verdadera historia.

—¿No me oyes? ¡Ya me cansé! Regresé al mediotecho donde dormía aquella mujer y le dije: Despierta, Justicia. El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Su filo era frágil e infinito como la Historia que sangra. —¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado? ¿O fue la desatención del Lector? Al amanecer, gruesas gotas de lluvia cayeron sobre la tierra. Sobre el cementerio, sobre las fosas, sobre todos nosotros. —Allá afuera debe estar variando el tiempo. Es el tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saporanias. Llamaron a su puerta; pero él no contestó. Fue a prepararse un chocolate, como todas las noches. El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Callar es una forma de estar al lado del poder. Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. En la misma tierra; en el mismo país. —¿Eres tú la que ha dicho todo eso, Dorotea? ¿Quién más murmura? Fue Fulgor Sedano quien le dijo: “Ya se les pasará”. Hay pueblos que saben a desdicha. Hay ciudades que lloran por sus desaparecidos. —¿Sabías Fulgor, que ésa es la mujer más

60 años

hermosa que se ha dado sobre la Tierra? Ésa que nos ha dicho que no.

Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia. Todo caerá. Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos. Era el momento de exigir otros sueños. Muchos años antes, cuando ella era una niña, él le había dicho. Pase lo que pase, me encontrarás en Comala. Los vientos siguieron soplando todos esos días. El recuerdo de un hasta aquí. Un hombre al que le decían el Tartamudo llegó a la Media Luna y preguntó por Pedro Páramo. Lo mandaron a buscarlo más al Sur. “Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Mientras las olas afilaban los acantilados de la costa”. Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Delante de la noche, venían las mujeres. —¿Quién crees tú que sea el jefe de estos? Porque parecen no seguir a nadie. —¿Qué es lo que dice, Juan Preciado? ¿Qué lo mataron los rumores? Esa noche volvieron a sucederse los sueños. Eran los sueños donde las apariciones, fantasmas y espectros se confundían con el viento y la lluvia. —¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al Tilcuate? ¿Que lo colgaron de un puente para que todos lo vieran? —Don Pedro, he regresado, pues no estoy satisfecho conmigo mismo. Ahora vengo a matarlo a usted. Faltaba mucho para el amanecer. Éramos un paisaje sin esperanza. —Supe que te habían derrotado, Damasio. La guerrilla. En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad. Las calles siguen ocupadas. —¿Ve usted aquella ventana, doña Fausta, allá en la Media Luna, donde siempre ha estado prendida la luz? Allá se reúnen todos para terminar con el mando del cacique. —Tengo la boca llena de tierra. De tierra roja. —Yo. No hay un yo, es un nosotros. Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas. La ciudad era un gran incendio donde nos volvimos a encontrar. El Tilcuate siguió viniendo: Seguía enamorado. A esa misma hora, la madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle frente a la tienda de su hijo, cuando llegó y, por la ventana entornada, se metió Abundio Martínez. Quien buscaba matar a su padre; no a su hijo, como al final ocurrió. Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Y más allá, el Lector que sale a las calles a buscar algo que nos quieren hacer olvidar. Pierre Herrera

ilustración: lUCÍA CAMPOS


60 años

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un tal pedro páramo...

MARTES 7 DE ABRIL DE 2015

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, fue la respuesta del joven que venía cubierto en polvo, de ese polvillo colorado que se queda pegado a la piel en el tiempo de la canícula de agosto. Él no era de acá. Se le veía en el porte, en la mirada, en el rostro chorreante de tierra y calor por recorrer el camino que baja. Antes de decir que Pedro Páramo era su padre, estaba ahí nomás parado en Los Encuentros, en el cruce de los caminos, como esperando a que alguien se le apareciera. Cuando pasé frente a él, me siguió con paso difícil. Yo arrié a los burros para que apretaran la marcha, pero él nos alcanzó. Preguntó por el pueblo de allá abajo: que cómo se llamaba. Comala, le respondí. Que si estaba seguro. Seguro, contesté. Que por qué estaba tan triste el rumbo… Yo ya sabía que él no era de por acá, se le notaba. Pero la pregunta me lo aseguró. “¿Por qué se ve esto tan triste?”, así la dijo y yo lo miré con un solo ojo porque con el otro iba cuidando a los burros y su carga. Lo que vi en él no me gustó. “Son los tiempos, señor”, le contesté, molesto, porque si el pueblo estaba triste no era por los tiempos. La tristeza venía del pasado que envenenaba el aire, como el olor a podre de las saponarias cocidas en lo más caliente del día. La tristeza venía de otros asuntos y si él no sabía de cuáles, entonces no tenía nada que hacer en Comala. Uno se pregunta: ¿a qué viene alguien de fuera a este pueblo? La curiosidad me ganó y como no queriendo le pregunté, “¿y a qué va usted a Comala?, si se puede saber”. Ahí fue cuando contestó que a ver a su padre. Un tal Pedro Páramo. Los burros levantaron polvareda con las zancadas de las pezuñas flacas, una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío y le dije: “yo también soy hijo de Pedro Páramo”, sin querer acordarme de mi propia madre. Caminó callado un rato como calculando el final de la bajada, allá, en la lejanía. Luego dijo algo del Sol; que acá hacía mucho calor. Pero el calor no es nada en la bajada. Hay que tener calma para aguantar el calor de verdad, el que se desprende del suelo en el mero Comala. Hay quienes dicen que está tan caliente como la entrada al infierno. Algunos hasta lo creemos. Se lo expliqué: “muchos de los que ahí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija”. Y se volvió a quedar en silencio. Luego quiso saber si yo conocía al Pedro Páramo. Me preguntó que quién era. Todos saben quién es, pero la verdad es que nadie lo conoció. Nadie. Ni mi madre, ni la suya, ni todas las demás. Ni Fulgor Sedano, que fue su mano derecha y sus ojos, lo habrá conocido. Porque uno puede saber que las cosas existen, pero puede que no se sepa cómo son en realidad. Uno no sabe qué es la lluvia hasta que el granizo quema las milpas. Uno no sabe qué es la tolvanera hasta que se ahoga con polvo. Solo entonces, cuando nos hieren, es que se entiende cómo son las cosas de verdad. Le contesté lo que yo sabía que era Pedro Páramo: “Un rencor vivo”. Nomás lo dije, me desquité con los burros. Les azoté la paja en las ancas para que apuraran el paso. Con golpes es la única manera en que las bestias entienden y quería pegarle al otro para que comprendiera. Me tragué el coraje y miré cómo se tocaba la bolsa de la camisa sudada. Me enteré, estirando los ojos, de que llevaba

un retrato ahí dentro, de esos que venden los fotógrafos cuando pasan en carreta por el pueblo. No vi de quién era la foto, podría haber sido de su familia. Podría haber sido de su madre. Pero en eso no pensé porque no quería acordarme de mi propia madre. Él quería encontrar a su padre, el mentado Pedro Páramo. Respiré el aire caliente que se hace lodo en la garganta y quise no decir nada. Escupí y al final hablé. “Mire usted”, le dije para que entendiera la seriedad de lo que iba a pronunciar. Con el dedo le enseñé la lomita que tiene forma de vejiga de puerco para que ubicara ese punto perdido en el cielo. “Pues detrasito de ella está La Media Luna”, de ese lado llegó Fulgor Sedano a ayudar a su nuevo patrón, a jodernos a todos los demás. Le mostré los otros bordes de La Media Luna con la mano y con la voz. Él los recorrió con los ojos que no se cansan porque, desde acá, el monte se puede caminar completo con la vista. “Y es de él todo ese terrenal”, le expliqué sin mencionar que también fue dueño de los sembradíos, del hambre y de los sueños que se nos escaparon con el polvo en el viento. “El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar”. Chistoso porque a estas fechas ya sale lo mismo reírse que llorar. Chistoso porque mató de hambre a mi madre, a mi hermano y a los demás. Yo estaba chico, de lo único que me acuerdo es del hambre. Un dolor hueco como mordida de navaja en el estómago y que se queda en la cabeza como las cicatrices que nunca se borran. Yo lloraba sin entender ese suplicio al que nos había condenado. Mi madre también lloraba, no por mí ni por ella, sino por el recién nacido que se le marchitaba entre los brazos por falta de comida. Ella lo quería amamantar pero no tenía con qué. No teníamos con qué comer. Porque Pedro Páramo, sabrá Dios en función de qué capricho, se decidió a matarnos de hambre al dejar morir los campos. Después de enterrar al recién nacido, que no conoció otra cosa más que castigo, murió mi madre. Y entonces ni para lágrimas me alcanzó el dolor. “Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?”. Le solté la pregunta más para prevenirme que para saber. Al pueblo llegaba otro Páramo, los que quedábamos nos teníamos que prevenir. Porque si el hijo era la mitad del padre, el polvo nos iba a tragar a todos. “No me acuerdo”, me contestó con la voz llena de inocencia. Ah, pero por la sangre que le recorría en las venas, esa misma que me hacía latir el corazón a mí, nada de inocente tenían sus palabras. Lo mandé al carajo, porque quería ver a su padre y nosotros lo queríamos olvidar. Que se fueran al carajo los dos. “¿Qué pasó por aquí?”, preguntó cuando un correcaminos se cruzó en nuestro andar. Le expliqué que ese era el nombre del ave, que corre como queriendo huir del calor de Comala. Pero me corrigió. Quería, más bien, saber qué había pasado con el pueblo. Que por qué se veía solo, como si estuviera abandonado. Como si nadie lo habitara. —No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie. —¿Y Pedro Páramo? —Pedro Páramo murió hace años. Víctor Solorio Reyes

ilustración: @pepetzintzun


60 años

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JUEVES 7 DE MAYO DE 2015

EL SILENCIO DE UN NOMBRE

TORR E NACIO GRÁF ICO: IG

Moisés García Hernández

S

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Me vine arrastrando su sangre, la incolora sangre de no haberle conocido. Su voz resuena en mi cráneo con el tono de muerte, de la nada simplona, con un registro en blanco que nadea en su total ausencia, en su libertad de no color y no matices. Veo su rostro en transparencia, en la cristalidad de los que se esfuman sin haber aparecido, como este arriero que me guía, como su presencia es un estar a destiempo, un existir a des-espacio. Ah, su olor a agua de mi padre. Su silueta de viento. El sabor a (…) de su transpiración. La silla de espejismo en la que me sentaba cuando era niño para recortarme los cabellos con sus tijeras de intemperie. Su inteligencia de vacío. Cómo no acordarme de esos consejos suyos hablando de infinitudes, de ausencias espaciales, de lapsus inconscientes, cuando entre un algo y otro algo se cuece un no sabemos qué. Nadie sabe qué. Porque cómo saber lo que quizá nunca nada nunca. Nunca nada qué. Si yo vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Vivía antes quizás; ahora ya no. Un tal Pedro Páramo, donde “tal” significa un cero, o tres puntos entre paréntesis [(…)], con esa cacofonía machacante, como la nada que se repite y repite y repite hasta la nada misma. La Nada que todo lo permea, la nada de un solo nombre que es Pedro Páramo, un nombre que solo existiría escrito porque no lo escucho, digo Pedro Páramo y no lo escucho, y es como si nadie hubiera dicho nada nunca. Nunca nada nunca. Nunca nada qué. ¿A qué dije que vine acá?


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DOMINGO 7 DE JUNIO DE 2015

Camino a

Tierra Caliente Dicen que me han de quitar las veredas por donde ando, las veredas quitarán pero la querencia cuándo Canción Popular

I Los sucesos más extraordinarios suceden en estas tierras. Ayer, por ejemplo, Govea, que estaba por ahí durmiendo la tarde, se despertó con una sensación de soledad en la panza. No era el hambre. Era un vacío como de atrás del estómago, como que venía de la espalda y le reventaba en el ombligo. Se levantó y destapó una cerveza y al primer trago se acordó del mar. De Playa Azul, de cuando fue allá siendo niño y sintió cómo toda esa agua le venía por los ojos. “Tanto pinche mar adentro”, pensó Govea “es como para morirse” y así fue. Por la noche Govea no despertó. Seguía como dormido en su hamaca y la cerveza olvidada en la mesita de la sala se la tomó su hijo al que ya le empezaba a salir el bigote.

II Las almas aquí no tienen cobijo. Uno se las encuentra encueradas, tiradas a los bordes de las cantinas, de los billares y de las tiendas a donde van los amigos a tomarse la cerveza. No hablan mucho tampoco. Cuando abren la boca cuentan su propia muerte en los asesinatos de otros. Ayer vi venir a uno de la Loma Blanca. Traía ganas de hablar y de beber y no sabía qué cosa hacer primero, pero cuando destapó la cerveza supo que su historia ya estaba contada en la botella. “Tuve que matar a mi caballo”, dijo, por no decir que se había muerto él mismo. La otra vez pasaron unos amigos, almas nobles que caminaban al infinito y en el huarache cruzado llevaban la tierra que se les había subido en el camino. Pidieron una caguama y vasos desechables, pero uno se quedó mirando el vaso vacío: la cerveza se la habían servido en la cuenca de sus ojos. Era apenas un niño, pero ya iba uniformado de maldito. Al rato se fueron allá mismo a donde vamos a parar todos, sino es que no extraviamos la vereda y regresamos por caguamas y ciga-

rros porque el Sol está canijo y quién sabe cuándo acabe el mundo de girar y pararse otra vez en su sitio. Aquí las almas así pasan, no tienen olvido y siguen acumulando tardes del polvo que algún día se llevarán consigo.

III Eso del Diablo es asunto viejo. Aquí los hombres temen a otras cosas. Allá en el Cansangue abrieron un billar y no se paraban ni las moscas. Fue el Amigo a tomarse una cerveza porque de plano estaba duro el Sol y las tristezas a veces uno las trae retrasadas. Pero el Amigo vio aquello tan solo, tan de Nadie, que le mostró al dueño cómo traerse clientes. Quién sabe qué le dijo, pero funcionó. Al lugar iban gentes de la Loma Blanca, de Tepeque y hasta de Apatzingán y de La Ruana. Luego al hombre lo mataron los federales y cerraron el billar. Dicen que después llegó aquel Amigo y quiso tomarse otra cerveza en el sitio, pero aquello estaba más muerto que antes. Aquí los hombres le temen a otras cosas como a no tener un lugar donde llenarse el buche cuando la calor es larga y el camino tieso y polvoriento como si ya se hubieran acostumbrado a estas gentes que nomás por aquí pasan.

IV Las bancas en el parque no se encaminan hacia el culo de los paseantes. Eso no pasa. No picotean las migas de pan a las palomas, por más que la venganza aquí pueda vislumbrarse en la sangre que salpica las piedras. Y no hay Sol, aunque el verano escupa su maldición en las semillas que la tierra salva del incendio. Aquí no hay días grises, todo tiene el color de la carne, incluso las almas que pasean por el parque. Y no pasa que las güilotas les disparan a las resorteras o que las iguanas acuden alegres a la olla ardiente de su caldo. Los pinzanes arrojan pinzanes y los mangos saben a lo que Dios dijo que deben de saber los mangos. Aquí todo es real y no hay lágrimas que no pueda secar este aire caliente del que resollamos la vida.

V Un oscuro sabor a tierra sube por la garganta y empuja el salivazo que cruza el camino. Los viajeros llevan a doña Hilaria Reyes la mala nueva de la muerte de Pedro a manos de un desconocido. Allá por la madrugada mataron a su hijo, fue en la boda de Guadalupe y Natividad, al son de la jarana y al calor del chínguere. Pedro y otro se agarraron a machetazos no más por jugar, por ver quién era quién, pero terminaron mal. Acabaron por darse de veras antes de que los que estaban

ahí se dieran cuenta de que el Diablo ya había lamido el filo de los machetes. Pedro vino perdiendo y la fiesta de la boda se siguió fiesta de duelo. Los viajeros regresan ahora con la noticia en ancas de caballo y con una cruz de plata que era del abuelo y que ya llevan a doña Hilaria pa’ que bendiga el recuerdo. A los lejos se ven los viajeros, parecen zopilotes montados en bestias. La tierra que levantan les busca la saliva en las bocas como si el campo no quisiera que dijeran nada y pasaran de largo y se fueran.

VI Es grande la Tierra Caliente. Es grande como la fogata que alumbró la primera noche del tiempo. No tiene fin. Por donde le veas no le miras las orillas. Allá a lo lejos, donde se levanta la sierra, vislumbras cómo se regresan las güilotas, como si más allá estuviera el mar y más acá las estrellas. No hay nada más allá de esta tierra. Aunque los que vienen de lejos digan lo contrario y hablen de otras lluvias y otros polvos y otras tardes y otras huellas. La Tierra Caliente es el mundo. Lo sabían las abuelas y lo sabían los difuntos. Ahora nosotros lo sabemos y salimos de las rancherías a decírselo a los hombres de otros lados: que vivían en la Tierra Caliente sin saberlo.

VII Yo tengo certezas tan profundas que no se les conoce el origen. Caminan conmigo desde un lugar terregoso e incierto. Es el camino por donde algún día pasaron todos mis abuelos. Es el camino del destierro. Yo tengo una soledad tan profunda, que está llena de cuervos. Es la soledad de los recuerdos. Es la soledad de los que no se han muerto. Yo tengo un escondite. Es la pupila del misterio que ve la incertidumbre en todo lo nuevo. Es el viejo camino a Tierra Caliente que está lleno de tormentos. Son las voces que poblaron su desierto. Es el Río Grande que lame los surcos muertos. Yo tengo un recuerdo. Yo vengo de un recuerdo. De la infancia en la que transitan las palabras que me faltan para decir lo que ya no dicen los viejos. Del punto sin retorno. De la cárcel del sortilegio. Yo vengo de lejos. Vengo de la llama que no se apaga, de los cirios de los velorios de los muertos de la vida de Tierra Caliente. De Tepeque, de Carapuato, de la Piedra vengo. Me dijeron que acá vivía mi Padre. Me dijeron mal. Aquí, en la Tierra Caliente, solo está el Amigo que alguna vez lo conoció. Magdiel Torres

ilustración: ángeles cos

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi Padre, un tal Pedro Páramo. Me lo dijo la Tierra Caliente que no se cansa nunca de murmurarme entre sueños, referencias oscuras sobre viejas dinastías que me apegan cada vez más a esa tierra polvorienta, ahora llena de sangre. Tierra de hombres con vergas bífidas que lo mismo engendran santos y malditos, vergas parlantes que seducen con el arpa grande a los espíritus que no se han encaminado hacia el infinito. Hombres que en el verso jocoso lanzan la única verdad entre tanta muerte, sembrada a destajo para que a todos nos alcance y no nos quedemos así: pobres de Muerte en esta tierra que es nuestro único legado.


Artes MARTES 7 de JULIo de 2015

artesyvida@provincia.com.mx

@ArtesyVida

&Vida G Los dos sueños SECCIÓN

cultura / bienestar / ciencia

a

página 5

Editor y diseñador: ignacio torres

60 años

De Dorotea “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Juan Preciado, nomás muerto, va a dar con sus huesos a una tumba que comparte con una mujer desconocida, irredenta y de maternidad estéril. Dorotea, quien ha fallecido sin recibir la salvación, escucha a Preciado contándole que a Comala lo trajo la ilusión de conocer a su padre. Dorotea le responde que fue justo la ilusión lo que a ella le costó vivir más de lo debido. “Y todo fue culpa de un maldito sueño”, el de creer que tenía un hijo que nunca tuvo, de hacer como que lo cargaba por las calles mientras arrullaba un bulto de trapos, de creer que lo sintió vivo alguna vez palpitando dentro de su corazón. Su engaño lo comprendió con otro sueño: “Llegué al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y nada. Todas las caras eran iguales, hechas con el mismo molde. Entonces pregunté. Uno de aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi estómago como si la hubiera hundido en un montón de cera. Al sacarla me enseñó algo así como una cáscara de nuez: ‘Esto prueba lo que te demuestra’”. De la reciente lectura del libro, esta escena es la que más recuerdo. Al seguir leyendo por las calles de Comala, la imagen de Dorotea buscando el rostro de su hijo entre la multitud de ángeles era algo demasiado personal como para que yo dejara de tenerlo en mente. Se asemejaba mucho a una historia que escuché recientemente de labios de alguien que apenas recordaba haber leído el libro. Se parecía tanto, que me pregunté si la propia historia que me contaron no habría estado motivada exactamente por la misma razón que llevó a Juan Rulfo a escribir la suya: hay historias que no son posibles dejar de contar; nos dicen algo; nos seducen por lo que tienen de familiar y se nos quedan por lo que tienen de extraño. Pedro Páramo me ha interesado desde que vine a estudiar a Estados Unidos porque es uno de los tres ‘padres literarios’ que se imputa al mexicano en el extranjero: Octavio Paz, Juan Rulfo o Carlos Fuentes. Pensé que volviendo al libro podría volver a algo esencial que no hay que perder al salir de casa. Sin embargo, no es la primera vez que lo leo buscando algo propio. Me interesó mucho antes, quizás, por la misma razón que le interesa a muchos como yo que crecieron en una ciudad, pero que conocieron a sus familiares de generaciones precedentes. Si Pedro Páramo perfila algo de una identidad, la perfila en un sentido temporal también, pues habla de un mundo que en parte, solo en parte, ya no existe: el campo del principio del siglo, un campo en donde aún se olía la pólvora y el polvo, y se oían caballos y murmullos. Ese fue el mundo de mi bisabuelo, que lo mismo vio a su padre cuando lo llevaron a Valle Nacional y miró Celaya al día siguiente de la derrota de Francisco Villa. También el de mi abuela, su hija, en cuya habitación de niña se agitaban las cortinas y había vientos helados. Solo pudo dormir en paz cuando debajo de su cama, apenas 1 metro bajo el suelo de tierra apisonada, sacaron una osamenta que les pareció tan fresca a los vecinos de su rancho que podría haber sido colocada allí en tiempos de los Cristeros. Ella es la última generación en mi experiencia personal que vivió de primera mano el mundo en el que habitan Dorotea y Juan Preciado. Por ser la primera de su familia directa que hizo vida en la ciudad, tuvo el privilegio extraño de contarnos lo que vio, lo que escuchó, lo que vivió, con la autoridad de quien se sabe el último nexo con un tiempo distinto. Sus historias, como las que leía en algunos libros de mi adolescencia, estaban hechas del mismo material incorruptible con que se hace la literatura. Vieja, siempre vieja, mi abuela las contaba entre un murmullo de sonar de agua entre las piedras que no se detenía, que se mezclaba con las otras voces en la habitación, que

siempre era increíble por distante, incomprensible y creído a pie juntillas. El ansia de escribir me vino tanto de los libros como de escuchar lo que había oído de su boca. Uno de mis sueños fue poder escribir tal como ella me contaba las cosas, un sueño pesaroso como el de una madre estéril que se enfrenta a muchos despertares con una cáscara de nuez entre las manos. A pesar de mis intentos, jamás lo logré. Por esta razón, Pedro Páramo me ha parecido un libro complicado de leer. Hay algo de común en sus historias que me suena cada que lo leo, como si se tratara de una historia que me han contado ya; como si ese mundo que ha dejado de existir traspasara el tiempo y aún viviera en nosotros, que vivimos en un tiempo tan distinto. Hay pasajes enteros del libro que evocan alguna de las historias de mi bisabuelo contada por mi abuela, solo que la voz que cuenta, las voces, son distintas porque provienen de otra perspectiva. En el libro de Rulfo, creo ver el anverso de una historia, una búsqueda o alguna llaga profundamente vinculada al tiempo, a la tierra, a algo que cargué conmigo en un atado más personal que el equipaje y que no me he podido sacudir llegando acá. No puedo porque es mío, aunque no me reconozca personalmente en ello. Y no puedo sacudírmelo, porque lo que me toca de ello está dado desde el revés, en eso otro que no ha quedado escrito, pero que sería la otra forma de contar la misma historia, o al menos, una historia similar, si pudiéramos cambiar algunos personajes, el final, y su posibilidad simbólica. Es decir, si en vez de buscar al hijo que no existió, buscáramos a la madre que sí estuvo entre nosotros; si en lugar de Pedro Páramo, el centro de la historia fuera Dolores Preciado. Es posible que esto que quiero decir no quede claro. Por ello, voy a apelar, como siempre, a una historia. Esto fue lo que me contó mi madre y con su historia me regaló tal vez una forma gozosa de leer un libro profundamente trágico. Es una historia en la que me veo a mí frente a los muertos, y, quizás, también veo lo que escribimos frente a la literatura que nos precedió. Es posible que en dos personajes esté todo lo que no puedo decir con mil palabras. Mi madre tuvo un sueño en el que veía a su madre. La tarde antes de dormir, mi madre estuvo doblando ropa en el vestidor de su cuarto. De entre las prendas sacó un pantalón beige diminuto, del tamaño justo de mi abuela encorvada por la edad, con la longitud del bastón con el que apuntalaba sus últimos pasos en la Tierra. Mi madre lo acarició y lo extendió y lo dobló de nuevo, como si con ese gesto reviviera una caricia que jamás podría dar. Dos años atrás, ella sujetó la mano de su madre cuando ellos llegaron, “Ya llegan”, murmuró mi abuela viendo a la nada, y entonces, después de seis meses en convalecencia y dos en cama, entregó el espíritu, quiero decir que murió. A mi madre le costó trabajo zafarse de esa mano, pero creo que desde entonces acuna en ella una verdad más trascendente que es difícil de apresar con palabras. Esta verdad, la aprendió en su sueño de esa noche. En el sueño, mi madre había encontrado a mi abuela en el vestidor con ese mismo pantalón entre las manos, “Mamá, ¿para qué lo quieres?”, “Quiero estar arreglada, hija, quiero arreglarme”, y lo extendía, lo volvía a doblar, “Mamá, ya no lo necesitas”, le decía mi madre, acercándose con la calma de quien se arriesga a que el coloquio acabe, “Sí, hija, ya pedí a los ángeles que me quiten esto que yo tengo; me quiero seguir arreglando, pero ya no puedo”. Mi madre, en el sueño, se fue empequeñeciendo paso a paso mientras se acercaba hasta mirar a mi abuela agigantada por la irrealidad. La miraba como si de nuevo mi madre fuera una niña y viera el rostro anciano de mi abuela hacia lo alto. La veía hacia arriba y le extendió las manos, las tiró hacia la cara de su madre y le acunó el rostro, “Mamá, mírame. Mírame bien para que no se te olvide mi cara; mírame para que puedas reconocerme entre la multitud de las almas”, para que si Dorotea no encuentra al hijo, esa hija sí encuentre a la madre, para que al final haya alguien en espera de nosotros, para que no vaguemos, como ellos vagan, para que haya patria y casa al otro lado, para que nuestros muertos nos recuerden en su muerte y así nos correspondan el amor de no olvidarlos en la vida. Luis Miguel Estrada


60 años

6G Artes& Vida

VIERNES 7 DE AGOSTO DE 2015

La vuelta Vine a Comala porque acá vino mi padre a buscar a mi abuelo, un tal Pedro Páramo. De eso hace más de veinte años —nunca lo volvimos a ver— y lo único que mi madre decía sobre él era que no regresaba porque no podía o porque no quería. Tan práctica, mi madre. Lo cierto es que no teníamos dinero para buscarlo, solo lo necesario para vivir al día o muchas veces menos. El primer año se nos pasó esperando que en cualquier momento cruzara por la puerta, lleno de polvo y tostado por el Sol. Solía pensar en lo que podía haberle pasado, si se había quedado allá, en Comala, si nunca había llegado a su destino o, quizás de regreso, se había encontrado con asaltantes que lo habían dejado perdido y sin un centavo, en medio de la nada. Tal vez incluso había muerto. Los años siguientes yo, siendo un muchacho, soñaba con escaparme e ir a buscarlo, pero nunca me atreví, así que comencé a trabajar para don Isidro en el mercado. Me guardaba uno o dos centavos y lo demás lo dejaba sobre la mesa para mi madre. Con esas monedas guardadas en el pantalón cada vez que podía, pensaba que en algún momento podría averiguar lo que había pasado con mi padre. Claro que muchas veces, con las deudas, lo que había juntado iba a parar a la canasta en la que mi madre ponía lo que había reunido durante la semana, y a volver a empezar, hasta que comprendí que lo urgente siempre pospondría lo importante. Luego conocí a Juliana, la hija de doña María la del puesto de verduras, quien siempre que les ayudaba me regalaba uno que otro quelite. La señora estaba enferma, y era Juliana quien casi siempre se quedaba a cuidar el puesto; de vez en cuando me acercaba a saludarla y ahí me quedaba un rato, hasta que alguno de los trabajadores de don Isidro me veía y me hacía volver al trabajo.  *** Nació Soledad, siete años después de que mi padre desapareció en busca de las tierras de Pedro Páramo. Doña María alcanzó a tener a su nieta en brazos, pero ese invierno estuvo más crudo que los anteriores, y en primavera ya solo éramos cuatro. Nos quedamos a vivir con mi madre; ella continuó trabajando, yo pude obtener doble turno con don Isidro y Juliana siguió atendiendo el puesto de verduras. Soledad se quedaba con ella, primero en sus brazos, luego en un huacal de fruta, envuelta en cobijas, y más tarde había que estarla cuidando porque no se quedaba quieta. Luego de cinco años le siguió Jacinta, más tranquila que su hermana, pero aun así las niñas se las arreglaban para meterse en problemas, corriendo entre la gente y alborotando a los perros. En los puestos vecinos al de Juliana les tenían aprecio, pero la señora de los pollos aseguraba que ellas habían hecho que uno de los perros se robara las patas que ponía al borde de la mesa. Rosarito llegó en un momento difícil. El puesto se mantenía por Juliana y Soledad, pero mi doble turno ya no era suficiente. Mi madre cuidaba a Jacinta cada que podía, pero usualmente estaban las tres niñas con Juliana en el puesto. Había días que por lo menos veía a una de ellas llorando, con la cara sucia o las rodillas raspadas, con hambre o con desesperación, como cuando hace un par de meses Juliana me dijo que venía otro bebé. Ya no podíamos seguir así, a la escasez que se notaba en el mercado —todo lo mandaban para el otro lado— le siguió la de la gente, que se empezó a ir lejos, a las ciudades; entonces cayó el peso. La preocupación de los tres, la de mi madre, la de Juliana y la mía, no nos dejaba dormir. Finalmente una noche mi madre nos dijo que vendiéramos lo poco que teníamos, hundidos como estábamos, y compráramos lo necesario para trabajar la tierra. —¿Cuál tierra, madre? —La tierra que por derecho es tuya, mijo; allá en Comala, a donde fue tu padre.  *** Nos abandonamos a la suerte, con la única seguridad de que soy la viva imagen de mi padre y llevo el apellido por lo menos en la sangre. Finalmente descubriría qué había sido de él, o al menos quedaría descartada la posibilidad de que se hubiera quedado en Comala; a partir de ahí ya no había nada que hacer, en los senderos los pasos se borran tan fácil que 20 años habrán hecho que el destino de mi padre se haya perdido para siempre. El itacate que me había dado Juliana era para un par de días, pero la realidad es que nadie sabía dónde quedaba Comala; el único recuerdo era la dirección hacia la que partió mi padre y las historias de mi abuela. El sendero dio paso a una carretera descuidada en dirección al norte, decidí tomarla, pero por más que caminaba, no llegaba a ningún poblado y no había nadie más en el camino, que ahora se me hacía eterno. Nunca había andado tan lejos y sin rumbo, las plantas de los pies me ardían, las piedras se metían a mis zapatos, mi garganta estaba seca... el calor era sofocante. Desanimado llegué a un cruce de caminos al tiempo que el Sol dejaba el horizonte y todo se volvía gris y desolado. De pronto oí cascos, amortiguados por la tierra suelta, y un hombre cruzó frente a mí montado a caballo. —¿A dónde? —Comala. ¿Lo conoce? El hombre hizo un gesto con la cabeza, señalando que siguiera hacia el norte. —Gracias, señor... —Juan Pérez —dijo y siguió su camino—. Seguí el mío, después de un buen rato vislumbré la vereda que llevaba al pueblo y que luego se convertía en su calle principal; me dejó justo en la plaza, cuando las campanas de la iglesia debían dar las ocho de la noche.  *** En el pueblo no encontré nada, ni a nadie, parecía que la búsqueda había sido en vano. Pasé la noche recostado contra lo que alguna vez debió haber sido una casa y ahora era solo una pared; aunque no pude dormir, sin importar lo cansado que estuviera, la esperanza de encontrarme con mi pasado se había desvanecido junto con la posibilidad de conseguir un futuro. Al amanecer emprendí el regreso, igual de vacío que el viaje de ida, hasta que llegué a la encrucijada y ahí estaba de nuevo Juan Pérez montado sobre su caballo, pero quieto al borde del camino, esperando algo. —¿Encontró lo que buscaba en Comala? —No. —Nadie encuentra nada ahí, ese es un lugar de desencuentros. ¿Qué esperaba hallar? —A mi padre, pero no hay ni un alma, y las tierras de Pedro Páramo. —De las almas está casi en lo cierto, se han ido evaporando con los años, hace mucho que no hay ante quién

manifestarse; de la Media Luna, propiedad de Pedro Páramo, solo tiene que seguir andando hasta salir del pueblo… Con la descripción que me dio para ir a la Media Luna pude llegar sin contratiempos. Cuando nos despedimos me dijo que le saludara a esa tierra de su parte. Esperaba encontrar todo en ruinas, como en el pueblo, pero una parte de la casa se mantenía en pie, como si se negara a entregarse al tiempo, y la tierra era buena. Podríamos lograrlo, con mucho trabajo, pero podríamos. Vendimos lo que pudimos; con una parte compré el burro que cargamos con provisiones. El trayecto fue difícil, aunque mi madre, Juliana y Soledad aguantaban el paso, Jacinta se cansó pronto y Rosarito lloraba; tuvimos que hacer pausas cada poco tiempo pero llegamos. ***  Con el calor que hace en Comala, conviene sembrar los frutos que se dan en Tierra Caliente. Llevamos varios días en nuestro nuevo hogar y tenemos que ir planeando cómo haremos las parcelas, pero al menos ya regresé un par de veces con el burro a comprar el arado y todo lo necesario para comenzar a trabajar. Nos han quedado algunas deudas, pero ya las iremos pagando con la cosecha. No le estamos buscando completamente a ciegas, trabajar en un mercado se presta para aprender muchas cosas de aquellos que llevan su mercancía para repartir y vender a los puestos; muchos de ellos, agricultores, llegan en sus carretas y cuentan —mientras uno les ayuda a cargar y descargar— cómo va la cosecha, lo que tiene que hacerse durante la sequía o cuando llueve mucho. Todo lo que escuchamos en esos años de trabajo se quedó grabado en nuestra memoria. Pero saber lo que hay que hacer no es lo mismo que hacerlo, y nos vamos dando cuenta de lo duro que es el trabajo en el campo. Cuando todo esto dé fruto ya no solo tendremos sembradíos; traeremos pollos, construiremos un par de corrales e iremos comprando animales de granja, unos cerdos, unas cabras, quizás hasta una vaca, ya veremos. Mientras

tanto sigo trabajando como cargador en el mercado y después de largas jornadas regreso a Comala unos días. Esta vez llegué antes del atardecer al pueblo vacío y casi en sueños es que decido buscar el cementerio.  *** “Algo me hizo salir de mi letargo aquí, en lo profundo de la tierra. Las almas no dormimos, no tenemos cuerpo que descansar, pero dormitaba como toda ánima en espera de que pase el tiempo que nos toma irnos. “Compartía tumba con otro espíritu, pero ella hace ya tiempo que se fue y quedo solo yo en el cementerio, pues fui el último en llegar y por lo tanto el último en partir. Ya no hay murmullos en el suelo, hay tanto silencio que puedo oír a las lombrices removiendo la tierra, a las hormigas recorriendo su camino, y los pasos. “Nunca había escuchado pasos, solo los cascos del caballo de Juan Pérez, una de las almas que todavía no quiere irse; le gusta recorrer parajes solitarios. Pero estos definitivamente son pasos sobre el cementerio, alrededor de las tumbas, buscando probablemente una lápida, y como no somos tantos los pasos se acercan a donde estoy”. —Pues no estás en Comala, padre, ni siquiera en una tumba. No sé qué habrá sido de ti. Si este pueblo no fue tu último destino, puede ser cualquier lugar. “Mi alma tiembla, esa voz que no conozco me está llamando. Solo hace falta un llamado de los vivos para reavivar la imagen del alma, recuperar la movilidad y asomarse a la superficie. Extiendo la imagen transparente de mis brazos, traspasan el techo de mi tumba y me levanto. Frente a mí estoy yo, o alguien que se parece mucho a mí, con la mirada perdida entre las tumbas. No me ve, mi imagen es muy débil, pero yo lo veo claramente. Es Sebastián, mi hijo. “Después de un rato Sebastián suspira y emprende el regreso. Lo sigo, si el viaje es largo o es corto no importa, un alma no se cansa, y como voy despertando, quiero acompañarlo, ver qué ha sido de él. Y de su madre.” Narda Paola ilustración: carlos nieves


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LUNES 7 DE SEPTIEMBRE DE 2015

CRUZ DE TIERRA Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre pero nunca llegué a ese lugar. —¿Dónde estamos Senobio? —Es Cruz de tierra, maestro. El lugar donde viven los muertos. Todos se encuentran sepultados tres metros bajo aire. Aquí no aventamos puñados de tierra para despedir a los difuntos, lanzamos costras. Recuerde la entrada del pueblo. Hay cruces y costras. Mi mamá dijo que allí están las mías. Por eso sé que todos estamos muertos. Acuérdese de Guille, la de sexto año. Se volteó en la camioneta con sus parientes. Ahí, pa’ llá derechito en la curva. Nadie supo cómo fue ni cuántos se mataron. A la semana siguiente ella declamaba en el acto cívico de la escuela, así, nomás así. Le escurría sangre de la falda y los movimientos que hacía dejaban ver sus manos aunque ya no las tuviera. Dijo Don Beto que estuvo fuerte el accidente. Los cargaron hasta el hospital de Cuatro Caminos y no quisieron atenderlos. Uste’ sabe que se ocupa dinero y aquí lo único que nos sobra son alacranes. A Guille se la llevaron hasta Apatzingán. Ve por qué le digo que Cruz de tierra es un lugar de muertos. Uste’ está muerto y yo también. Todos, todos estamos muertos. —Senobio, ¿por qué en clase no hablas como ahora?, siempre estás callado, pareciera que…, no existes. Los ojos de Senobio eran negros. Tenían el negro de la muerte y el hambre del Sol cuando quema. Su mirada quería respuestas que pudieran devorarse. Cargaba una guadaña y un morral lleno de piedras. —Para el hambre maestro, para el hambre. Decía. —Me la paso pensando en los chivos. Fíjese que ayer se escaparon del corral y mi apá me pegó con la pistola en la nuca. Era mi tarea. Se enojó porque el burro pardo le dio una patada al chivo más pequeño. Lo iba a vender para el quinceaños de Mari. Y pues con el golpe me rompió la cabeza. Es que era mi tarea, maestro. Solo sentí el cabello mojado, muy caliente, parecía un comal. Cerré los ojos y mastiqué mi saliva para abrir los párpados y ver a mi mamá otra vez. Ese día me enterraron. Mi abuelo llegó de Poturo. Lo escuché. Peleó con mi papá. El ruido de un machete rasgó mi caja donde estaba tendido y el aire se calentó otro tanto. Imaginaba a mi mamá con su rebozo puesto para taparse las penas y este Sol que muerde. Aquí, maestro, el suelo hierve por la fiebre que les da a los muertos en tiempo de secas. También enterraron a mi abuelo, a mi lado. No tuve mejor compañía. Mi amá nos cobijó con su llanto para que aguantáramos las heladas bajo tierra. Aunque la verdad, no hacía falta. Ya le dije que aquí la fiebre nos pega duro. A ver, antes que se le olvide y siempre lo pregunto, dígame, maestro, ¿por qué los patrones no compran las vacas pintas?, según dicen la carne no está jugosa, pero no les creo. No entiendo a los adultos, se enojan por cualquier detalle y quieren arreglar sus errores con golpes. Le inventan historias a todo. Ah, sí, es por eso que no hablo, maestro. Pienso en las vacas, en los chivos, en los burros y…, en Guille. —Míralo, tan chiquillo y tan volado, mejor vámonos Senobio, ya es tarde. Tenemos que llegar con tu papá para que me dé las llaves de la escuela. Y pues creo que todas las vacas son iguales, son cosas que han de inventar para pagar mucho menos de lo que cuesta una vaca. Espero pasar otro día por aquí y me cuentes otras cosas sobre las cruces. —Que ni lo mande Dios, maestro. Si los muertos vienen a este lugar corren el riesgo de revivir. ¿No le da miedo vivir otra vez? —No, Senobio. No me da miedo. Podría corregir muchas cosas. —A mí, no. ¿Quién les daría de comer a mis chivitos? El rancho donde trabajo se llama Potrero Grande. Pertenece al municipio de Churumuco. Su población se dedica a la pesca. No hay fruta, ni arbustos, solo crecen huizaches, piedras y alacranes. Los potreros son más grandes que el olvido y los animales pierden su cordura gracias al calor. El viento que aquí sopla es el resuello de un muerto borracho.

2 —Sí, maestro. Hay un dineral en esa cueva. Las curanderas del Balsas lo dijeron. Si quiere sacarlo tendrá que ir con muchas personas. En la entrada, dicen que un toro se aparece y que una lumbre verde indica el camino que hay que seguir. Pero mientras ven la luz el toro se echará a algún fulano o a varios, a quien le toque. Los aventará cuesta abajo, a la barranca. Nadie podría reponerse a esa caída, ni el más muerto. Ya que pase eso podrán sacar el dinero. Lo que quieran. Pienso que hay harto. Uta’, pa’ ventar pa’ rriba. Es pues un encanto y así son, siempre te piden almas. Uste’ dirá si vamos. La merita verdad, siento que son puras chaquetas, a la mera hora han de querer que saquemos todo lo que hay y si no podemos, siento que ese mugre animal nos la anda partiendo a todos. Con eso no se juega. ¿No cree?, ahí está pues la cueva, si se anima ahí me la cuenta, si regresa. —Yo paso Don Martimiano. La avaricia podría taparnos los ojos con telarañas y hasta dejarnos ciegos, a parte el dinero no es todo en la vida. —Pero si ya estamos muertos, maestro, es lo que les digo a todos pero cómo alegan. No perdemos nada, nada. —¿Y si perdemos todo?, ¿qué haría si lo volviera a perder a toda su familia, Don Timi? —¿Uste’ cree, maestro?, pues no sé, no hay nada más que puedan quitarme.

ilustración: VÍCTOR SOLORIO

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3 —Si Dios inventó los ángeles tuvo que haberte imaginado, pequeña. —Gracias, papi. Lo bueno que vienes a verme cada ocho días. Por eso duermo bien. Gracias por las flores, me gustan mucho y más, las anaranjadas. Oye, papá ¿por qué dicen que los muertos asustan?, me dan miedo. —No te preocupes hija, lo que pasa que algunas personas al morir dejan asuntos pendientes. Esas deudas se vuelven recuerdos que la tierra se apropia. Los espantos son recuerdos de la tierra. Son huellas que quedaron marcadas y que en momentos vuelven a soplar junto al viento. Pero así como llega el aire, así de pronto se va y se pierde si nadie lo escucha. No hagas caso, pequeña. —¿Y si escucho a mi mamá?, a veces me llama, me dice que vayamos al mercado. Me pregunta cosas. No quiero que el viento se la lleve, papá. No quiero. Mejor pienso cosas alegres como ¡que ya mañana regresas a clases!, puedes saludarme a Senobio, por favor, dile que cuide a los chivitos y que se ponga a estudiar, es que ese niño me cae bien. —Claro que sí hija, le diré. También te saludaré a los chivitos. Pero anda, vete a dormir, es tarde ya y también tienes que madrugar. Descansa en paz, hija.

4 —Es cierto, maestro. Los escorpiones sí existen. Conoce las iguanas, ¡ah pa’ la manteca pues son de ese tamaño!, hay dorados y hasta con pecas amarillas. Matamos ya dos. Una vez colgamos en aquel huizache uno medio vivo. Po’s antes de que se muriera el diantre animal no se nos secó el árbol con la sangre que le escurría. Sí. Mata con la sombra. Para colgarlo usamos palos. Si toca su sombra lo mata luego, luego. En las cuevas abundan. Es venenoso, el mugre. Si quiere matarlo de volada aviéntele un terrón de mierda seca, sí, de vaca, es la mierda más efectiva. Son muy duchos y brincan reteharto. Están rasposos. Fieros, fieros como su madre. En estos rumbos hay onzas y son las que se los comen. ¿Nunca ha visto una? Aquí son las que vienen por las gallinas y hasta a los puercos se andan echando. Son toscas, y tienen la forma de tigres, sí, salvajes, montañosas, mero agrestes. Se chingan a los becerros. Están chicos y no pueden ni siquiera repelar. Uta’, también las mendigas culebras que se les pegan a las chichis de las vacas y les maman leche. Sí, hombre, la purita verdad. Un día véngase conmigo en la noche y vamos a los corrales. Las vacas piensan que son sus becerritos y las alimentan. Y luego las tarántulas, andan de piedra en piedra. Se meten en la ropa doblaba y hasta en los trastes. Les echamos alcohol y les echamos un cerillazo. Aquí lo que sobra no es el hambre, son los animales y todos los espantos que pueda pensar. Todo pasa en un pueblo podrido, maestro. Nos podrimos y no se puede hacer nada. Es la costumbre. Nos gusta vivir así. Pero a veces da risa. Como aquella roca don-

de está un guayacán, ahí pa’ rribita se aparece un borrego con los ojos bizcos. Pide agua. Le dice: vendameeaaaguuaaa. No es broma. Ya le dije, véngase una noche y nos vamos a venadear. Quién quite, maestro y nos encontremos un escorpión. Se pone buena la cacería, nos llevamos unas buenas lámparas y unos tragos de mezcal para aguantar la desvelada. Los venados bajan del cerro y buscan frijol en el lote de don Huicho. Les gusta a los condenados. ¿No ha comido venado? Uta’, viera cómo lo prepara Lorenza, mi vieja, le queda rebueno, sabroso como el ceviche que preparo. Ah, esos son rumores. Una vez traía un ticuiliche. Esos que parecen lagartijos y po’s se lo aventé a Matilde. Creyeron que lo había aparecido así nomás de la manga. Mi abuelo era huesero. Me enseñó a curar torceduras, empacho, mollera caída y hartos males. Por eso creen que soy brujo. Conozco de remedios y he curado a mucha gente. Vienen desde San Jerónimo a verme. Po’s ya les toca venirse en lancha o llegar en burro como uste’. Hasta de Morelia han venido. Y de Uruapan, Nueva Italia, Huacana, Tacámbaro, Pedernales. Mire, cuando le pique un alacrán cómase un diente de ajo. Puede ir metiéndole a un frasco con alcohol muchos alacranes. Sí, vivos. Sin ponzoña, pues. Póngale tantita marihuana. Le servirá para cualquier picadura de alacrán y para los golpes y reumas. Pero lo mejor, es morderle al ajo. Es que le llega directo a la sangre. Hay otra forma de curarse cuando no tiene ajos ni alcohol. Eso lo saben todos y se usa de mera emergencia. La calabaza. No, hombre. Es que no jallo cómo decirle. Miércoles. Me río, pues. Ándele, excremento de uno mismo. No más poquito, lo que alcance la punta de la lengua y con eso, lo juro, se cura de cualquier picadura. Una vez andaba sacando piedra en el cerro grande y me picó una culebra. No la pensé dos veces y ándale, se me quitó la fiebre. No se preocupe por todos los alacranes que ha matado. Ciento veinte son pocos, si contara los que he visto en mi vida entera, llenaría el río Balsas. Aquí las piedras sudan alacranes, maestro. El sudor es hijo de la fiebre. Los alacranes son el quejido de las piedras. Las piedras son los sueños duros que el hambre tiene. Por eso están tan calientes y duras como la morra de uno cuando mero está encamado. No, po’s sí. Algunos ya se fueron del rancho. Están allá arriba. Uno los recuerda cómo eran antes. A veces se les escucha. Los lloras. Hablas con ellos como si te oyeran. El eco es más viejo que el diablo y nos la voltea, nos hace creer. Estoy bien ingrido a la memoria y pues en mayo los vientos del Norte traen consigo mil recuerdos, maestro. Nos llega la nostalgia y uste’ sabe que no hay pueblo donde no crezca. Nos encerramos en las casas a pensar en aquellos que cruzaron el otro lado del río. ¿Por qué no me voy con ellos, pa’ llá? Es que crecí aquí. Tengo mis hijos. No tenemos que pagar por el agua como en la ciudad. Tenemos harta leña. El río nos da pescaditos pa’ comer. El hambre que aquí se tiene

es diferente. Es un hambre seca. Caliente. Y esta solo la padecen los muertos. Mi padre me enseñó que aunque estemos hambrientos y queramos regresar debemos de permanecer aquí entre nosotros. Además, el calor cobija a gusto en el invierno. Qué otra cosa puedo pedirle a la muerte.

5 —¿Entonces estamos vivos, maestro? —Sí, Senobio. Estamos vivos. Lo que pasa que muchas veces creemos estar olvidados y nos alejamos de nosotros mismos. Tenemos hambre de vivir. Pero la mente nos engaña y nos recuerda el vacío y nos sentimos sin nada. Se hace costumbre. —Pero, maestro, por qué no tenemos piel. Miré mis huesos, vea los suyos. ¿Aparte no tira todo el mezcal cuando toma? —Y tú Senobio, ¿no sientes un hueco en el estómago cuando escuchas historias de aquellos que se fueron?, ese hueco es lo mismo a no tener piel o a que los huesos se nos vean. —Pero maestro, ¿y los pescados sin escamas, ni carne, los perros con el cuerpo pelado, chorreándoles sangre del hocico, ellos qué, también saben del hueco que dejan los demás?, ¡estamos muertos, maestro, muertos, escúchelo bien, muertos! —Senobio, dime, ¿quién dice que lo estamos? Solo nosotros, lo repetimos una y otra vez. Lo venimos creyendo desde la infancia, así lo creyeron nuestros padres y sus padres y los padres de nuestros abuelos. ¿Por qué no estar vivos? Senobio cerró los ojos. No sé cuánto tiempo. El tiempo es otra cosa que en tierra caliente no existe. Al menos en Potrero Grande. Junté algunas piedras y lanzándolas al río Balsas miré su anchura, larga como dos cuadras de ciudad. Las garzas cruzaban el cielo y el viento soplaba mientras atardecía o no sé si era el amanecer. Hacía tiempo que dejé de dormir y el día y la noche, me resultaban lo mismo. —¿Maestro, cree que al vivir nos paguen más cuando vendamos la mojarra? Es que aquí dan cualquier cosa. Escucho lo que dice mi amá. Pagan tres pesos por kilo. Mi apá pues siempre se enoja por eso. No pueden venderle a nadie más. Ya ve cómo están las cosas en el rancho. El dinero falta. Sin él, no comemos. Por eso la gente se va y las casas así como nuestros estómagos se quedan vacías. ¡Maestro!, ¿mis chivitos podrán pastar zacate verde allá en el cerro, fresco, bien fresco? —Eso tú lo decidirás Senobio, solo tú. Nadie vendrá a decirnos qué está bien y qué no, esa es nuestra tarea. Senobio se limpió los ojos. Arremangó su pantalón y contemplando el otro lado del río asintió con la cabeza. Tenía una cicatriz grande en la nuca. Pero eso ya no importaba. Nos iríamos. No habría marcha atrás. Era un momento importante, lleno de piedras y alacranes pero eso tampoco importaba. Porque al fin, Senobio comprendió que no estábamos muertos. Armando Salgado


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MIÉRCOLES 7 DE OCTUBRE DE 2015

PADRE ADENTRO Vine a Sanborns porque aquí me dijeron que encontraría un libro, Pedro Páramo, escrito por un tal Juan Rulfo. Mi profesor de narrativa me hizo prometer que lo leería y mi interpretación le haría justicia; pues, aunque no lleve su apellido, yo también soy hijo de Pedro Páramo, como ustedes también lo son, y tarde o temprano tendría que acercarme a él para conocerlo y que sus palabras me violentaran. Llegué a la sucursal Comala a las seis de la tarde, recorrí las estanterías repletas de libros y me topé con varios ejemplares plastificados de la novela. Mi búsqueda no terminaba aquí, este apenas era el primer paso para el cumplimiento de mi promesa. El bullicio imperaba en la tienda, la gente rodeaba las revistas y los ríos de libros tampoco eran fáciles de navegar. No quise comprar Pedro Páramo en ese momento porque no podía retrasarme: en el bar ya me esperaba el personaje que me guiaría en la búsqueda de mi padre tan pronto comenzara a leer el libro. En recepción dije que la mesa estaba a nombre de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo. Nos presentamos y me pidió que tomara asiento, no sin antes preguntarme cuántos pájaros había matado en mi vida. No supe qué contestar. Si Kafka me hubiera lanzado la misma interrogante, pero sustituyendo las aves por insectos, al menos habría podido hacer una estimación aproximada. Tomé asiento en una mecedora de madera con vista panorámica a la ciudad. Durante la conversación, Rulfo y yo brindamos con vinajeras vacías e imaginamos que contenían la esencia del vino de consagrar que con tanto celo guardaba Anita Rentería en el templo de Comala. Hablamos de la violencia inherente en gente, en apariencia pacífica, de la falta de escrúpulos de los poderosos para seguir acrecentando su poder. Ordenamos un plato de pozole jaliscience que no tenía fondo ni granos. Conforme el Sol iba ocultándose, la temperatura en el lugar fue subiendo. Moría de calor, hambre y sed, sentí que comenzaba a hacer contacto con mi sombra por escuchar las historias del tío Celerino. Miré a los demás clientes del bar y debo confesar que la frontera que divide la dimensión entre los vivos y los muertos se había estado difuminando hasta el punto de reconocer a más de un difunto comiendo, otros bailando polka y al que tocaba el acordeón. Mis sentidos se alteraron a tal punto de imaginar el sabor del vino de consagrar y la sazón de la cabeza de cerdo en el plato desfondado. Tan pronto me despedí de Rulfo, volví a los pasillos de la tienda para buscar la novela, pero la perdí de vista. De los seis ejemplares de Pedro Páramo que tres horas atrás había visto, ya no hallé ninguno. El almacén estaba prácticamente vacío, solo quedaban algunos artículos en liquidación que nadie se había querido llevar. Los pasillos y las estanterías habían acumulado polvo, tierra y telarañas de años. Mi reloj

se había detenido en la hora en que acudí a mi cita con Rulfo. Empecé a oír voces de sufrimiento de compradores compulsivos que habían pagado cara su hubris materialista. Algunos clientes estaban colgados en las paredes, con la piel curtida, lista para hacer cinturones con ella. Me pareció reconocer entre los ahorcados a Eduviges Dyada, una conocida de mi madre. Tuve que pedir ayuda al encargado del departamento, un tal Abundio Martínez, que vestía pantalón de vestir negro, zapatos bien boleados y un saco rojo chillante. —Lo sentimos, Pedro Páramo no está aquí en este momento. Se nos terminó —dijo sin haber realizado el menor esfuerzo por buscarlo. Cómo, no podía creer que los libros se hubieran agotado en tan poco tiempo. —¡Dónde están! —confronté retador, quería dejar muy en claro que no estaba tragándome el cuento de aquel arriero de tienda departamental. Para mí la cuestión era clara: durante el lapso de tiempo que estuve en el bar, Abundio Martínez se había dedicado a acarrear lbros, revolverlos y llevarlos de un lugar a otro, para que yo no pudiese encontrarme con mi padre. Abundio me explicó que habían llegado nuevos libros y que tanto él como su compañera, una tal Damiana Cisneros, la enamorada mal correspondida de Pedro Páramo, habían estado hincados por horas reacomodando el inventario. Apenas terminaron de acomodar, anunciaron una hora feliz de descuentos del 70 más 20 por ciento adicional al pagar con tarjeta de la tienda, y 15 mensualidades sin intereses en todo el departamento. El supervisor había autorizado deshacerse de todos los libros. Cuando los clientes del Sanborns se enteraron de aquellas ofertas irresistibles, se acercaron a los muebles y sostuvieron duelos mortales para quedarse con los ejemplares. Apenas ganaban el combate, iban a la caja enseguida y pagaban el precio irrisorio. Estaba poniéndome ansioso de escuchar tantas mentiras del encargado, para mí era muy claro: aquel miserable lo mató y se propuso esconder su cadáver para que nadie jamás encontrara a su padre. Tomé un pedazo de vidrio roto de una vitrina que protegía a los relojes y lo clavé con odio en el cuerpo del empleado varias veces, hasta que se lo dejé adentro. —Si van a clausurar esta tienda, que sea por un asesinato, no por una venta de liquidación ni por competencia desleal. Abundio dio algunos pasos al frente y se desvaneció sobre un charco de sangre. Damiana se llevó las manos a las mejillas, corrió hacia su compañero de falacia y entre gritos histéricos me indicó que esculcara adentro del saco del muerto. Encontré a mi padre lo saqué de aquel bolsillo y arrojé al piso noventa y cuatro pesos en monedas. Víctor López Ortega

ilustración: ángel pahuamba


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DOMINGO 8 DE NOVIEMBRE DE 2015

Vine a Comala Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Nunca escuché a mi madre hablar de él en vida. Aquel día yo nadaba con el olor del cloro quemándome la nariz y el azul claro del agua abrazándome, tenía el corazón agitado mientras trataba de robar un par de segundos a mi tiempo cuando escuché su voz viniendo como olas desde el fondo. Mis brazos que entraban y salían del agua, de pronto eran pesados, el agua fría se entibió como haciéndome un nido en el que me quedé quieto, su voz me hablaba. Cuando abrí los ojos, mi tía Eduviges estaba al borde de la alberca: “Ha pasado ya”. Mi madre murió en el hospital ese jueves. Su despedida estaba anunciada por la naturaleza de la enfermedad que la aquejaba. El mismo día del funeral le pregunté a mi tía Eduviges quién era Pedro Páramo. —¿Tú dónde escuchaste ese maldito nombre?—. —Ella me lo dijo, ¿es mi padre?—. “Tu nombre es Juan Preciado, hijo. Conocer a ese hombre no te hará diferente, Dios quiera no te hará como a su otro hijo, Miguel, como a ese otro pobre desgraciado. Pedro Páramo es un hombre terrible, después de que nos fuimos de la Media Luna él es el dueño de toda esa tierra tan rica. Las cosas allá se fueron poniendo cada vez peor, hasta como están ahora. En todo ese tiempo no hizo por verlos ni una sola vez. Tu nombre es Juan Preciado, olvídate de Pedro Páramo”. Mi tía Eduviges no sabía nada más o no quiso contarme. En las noches que siguieron me di cuenta de que había perdido a mi madre, encontrado el nombre de mi padre y enterado de que tenía un hermano. Por esos mismos días llegó una carta de aceptación a la universidad junto con un lugar en la lista de espera para la beca de la matrícula. La herencia que dejó mi madre fue una casa con media hipoteca y una cuenta de banco casi en cero, su enfermedad se la llevó a ella y a todo lo que tuvimos. De pronto, Pedro Páramo parecía una isla hacia la cual navegar para salir de este océano oscuro en el que escuché por última vez la voz de mi madre. Por eso decidí comprar un boleto de avión a esta tierra olvidada, por eso vine a Comala. Cuando mi madre llegó a Illinois, en el famoso éxodo de los años 30, yo aún no nacía. Desde que tengo memoria Comala, Illinois, ya era la pequeña ciudad que desde siempre he conocido. A veces se escuchaba decir a los fundadores que era una reproducción de la otra vieja Comala que estaba tan lejos de donde todos sus habitantes se trajeron sus vidas, sus pertenencias, sus recuerdos y sus fantasmas. En la escuela nos enseñaron dos idiomas, pero nada de historia del lugar de dónde veníamos, ese se quedó en los cajones de nuestras madres entre fotos de sus esposos, de los hermanos mayores que se quedaron perdidos y piedras aún calientes de aquella tierra. Los ancianos contaban en la plaza que Comala, que la vieja Comala era un lugar tan caliente que los coches se tenían que dejar siempre en techado porque hasta las llantas se hacían chicle en aquel averno, las computadoras y celulares se descomponían a cada rato y por eso la gente vivía como en un pueblo siempre 30 años atrás de la época en curso. El Sol levantaba del piso muchas plantas, rojas amapolas que cubrían extensos campos, los viejos decían que ese empezó a ser el problema, las amapolas rojas y la sangre caliente de todos los hombres que vivían ahí. Este lugar es un desierto, las calles parecen de arena y no se ve ni un alma en todo el pueblo. Fue difícil dar con él hasta en Google Earth, lo que mostraba la página solo eran dunas y

tejados. En la aerolínea me dijeron que viajara a la Ciudad de México y que de ahí buscara un transporte privado porque fuera de eso ya ni los comerciantes tenían ruta para esos estados. Ni que decir de buscarlo a él, no había nada en Google y en Facebook no encontré a ningún Pedro Páramo. Entonces pensé en Miguel. Tecleé: “M-i-g-u-e-l P-á-r-a…” y fue el primero. 3 mil amigos, una especie de celebridad y en su perfil tenía una lápida. Cientos de personas escribían letanías en su muro, imágenes crípticas de un más allá, mensajes conmovedores y de ánimo para la familia Páramo. Entre más buscaba, los mensajes parecían multiplicarse mientras las fechas de publicación daban marcha atrás en una línea que parecía no acabar, llevándome a un pasado cada vez más lejano. Las aguas desde las que escuché la voz de mi madre se escurrieron a mí alrededor, me envolvieron en una ola salada, en un silencio de naufragio. Illinois se desvanecía entre mis recuerdos, con acuarelas se pintaron desiertos, granos de arena que empezaban siendo poros de mi piel y volaban para construir un pueblo frente a mí. Ahí estaba Miguel Páramo, con la misma sonrisa que aparecía en todas sus fotos, estaba montado a caballo.

—¿Quién eres tú?— . —Soy Juan Preciado—. —¿A qué has venido?—. —A buscar a mi padre—. —Otro hijo de Pedro Páramo—. —¿Cómo sabes que Pedro Páramo es mi padre?—. —De otra forma no estarías aquí. Vete, hermano, tu sangre y la mía están malditas. Aquí solo encontrarás fantasmas—. La sal se convirtió en arena, sentí como si le dieran la vuelta a un gran reloj y me fueran sepultando. La computadora se había apagado, no encontré a Miguel de nuevo en el buscador, había desaparecido sin registro en mi historial. Perdí la pista para encontrar mi camino a Comala, lo único que se me ocurrió fue ir a la comisaría para reportar a una persona perdida, a mi padre. La estación de Policía se encontraba del otro lado de Comala, caminé por las calles, me detuve en la plaza. Justo en el centro se encuentra la estatua de una mujer sentada sobre sus piernas cargando una cesta de flores, la escultura no tiene inscripción alguna, nadie conoce el nombre de la mujer y no se habla de porqué se encuentra ahí. Me imagino a la otra Comala, la ciudad hermana de la mía como un reflejo al otro lado del espejo. Pensaba que si encontraba la más mínima señal de dónde podría estar mi padre o de si estaba vivo, tomaría un avión por primera vez en mi vida para atravesar el espejo. Llegué con el oficial y tras un breve saludo comencé mi historia, de repente me sentí en un diván: “Es por eso que busco a mi padre, un hombre llamado Pedro Páramo”, finalicé. Sus ojos me miraban con la tristeza de quien reconoce la búsqueda del otro, en ese momento no me di cuenta, pero ahora que lo pienso así era. —Muchacho, no hay mucho que podamos hacer. Hay más casos como el tuyo, niños que nunca conocieron a sus padres o que apenas los recuerdan. El caso es que se quedaron muchos huérfanos poco antes o durante el éxodo. Aquí solo tenemos registro de los que llegaron, los que se quedaron allá se olvidaron de nosotros y después nosotros de ellos. También mi padre se quedó en Comala—. —¿No lo buscaste?—. —¿Alguna vez escuchaste de Abundio?—.

“Abundio ya era un muchacho de unos 20 años cuando todos llegaron aquí, fue a la Universidad de Chicago para hacerse programador, luego volvió. Se encontró con los jovencitos que de niños habían dejado a sus padres, se encontró con que había muchas personas que se quedaron en el camino, el proceso de éxodo para todos los estados del Centro fue irregular y las bases de datos se desbordaban con tantos ingresos. Inventó la plataforma Abundio, ya se usa en muchos lugares, California, Texas, Florida y en los estados en donde hubo mayor recepción del éxodo. Es un buscador con una base de datos extensísima que unifica los registros del gobierno mexicano, americano y de muchas organizaciones que trabajaron durante ese periodo”. Usé la computadora de la biblioteca, no encontré rastro de vida ni evidencia de muerte de mi padre, pero sí una dirección y una fotografía. Conocí por primera vez en el monitor el rostro de Pedro Páramo. Fue un boleto de avión caro ya que los vuelos para allá no eran muy comerciales, el viaje duró unas cinco horas, la única forma de llegar era soportando una serie de escalas. En el segundo aeropuerto me llegó un sopor al cuerpo y la sensación de mar que acompañaba la voz de mi madre, no escuché nada pero empecé a recordar: “Yo más o menos tenía 5 años, y todo lo que sabía del mundo era que terminaba tres cuadras delante de mi casa y a unos metros antes del bosque que bordeaba el final de la calle. Tengo muchos recuerdos de estar jugando cerca de esa frontera, mirando la espesa oscuridad que se formaba. Ahí fue donde conocí a Susana. A mi madre le perturbaba que tuviera una amiga imaginaria, una niña de ojos bellísimos con la que jugaba de día y soñaba de noche. Yo la miraba a través de un halo iridiscente, ella a veces sonreía, su piel siempre se veía húmeda, su risa era fría y salía a borbotones como un río. Mi madre me gritaba desde la ventana de la casa: ‘Juan Preciado ¿dónde andas?’, y yo salía disparado a su encuentro, dejando a Susanita sola en el bosque. Ya no me acordaba de ella.” Después de un avión y dos camiones seguí el camino a pie hacia Comala. Tal como había llegado a escuchar, todas las personas que llegaron a Illinois se trajeron de Comala sus vidas, sus muertos, sus pertenencias y hasta sus fantasmas, ahora que piso esta tierra me doy cuenta que dejaron sus sombras. Es como Miguel me lo dijo, en estas calles ya no queda nada. Se ven mujeres de arena caminando a lo lejos, nunca lo suficientemente cerca como para que vea su rostro o si es que tienen uno. En medio de Comala hay una estatua. No sé cuánto tiempo hace que la observo, su nombre es Susana. Hubo otro hombre en mi cuerpo, debió ser mi padre, Pedro Páramo. Hace mucho que dejó de pisar este suelo, pero los recuerdos que tengo son suyos, los míos solo sirvieron de acuarela para que se mezclaran. Tuvo un hijo con mi madre, pero la mujer a la que amó era aquella niña que jugaba conmigo en el bosque. —Te ves muy adulta—. —Tú también has crecido, Juan Preciado. ¿Por qué me cuentas todo esto?—. —Porque estoy muy solo y ya no me acuerdo cómo volver—. —¿Ya no te mojas con el agua de aquel océano del que hablas?—. —Solo me empapo cuando escucho a mi madre—. —¿Qué te dice ahora?—. —Desde que entré a este pueblo solo escucho su silencio—. Karen Silva Maldonado


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60 años

una estrella junto a la luna —Soy Juan Rulfo —dijo, mostrándome la mano para que se la estrechara. —Adelante —le respondí sin devolverle el saludo, nomás ladeé la cabeza para dejarle ver mi mirada, que traía bien oculta bajo un sombrero de paja. Le señalé la silla de mimbre. Luego de sentarse, me señaló la pistola que estaba en la mesa. —Bonita, ¿no? —le dije. —Mucho. Una Colt Government calibre veintidós. —Mira nomás. Además de escribir sabes de armas. Sonrió, luego dijo: —A ver, amigo, ¿y cómo está eso del Premio Nacional? Dos días atrás lo telefoneé. Le dije que era un representante del Premio Nacional de Literatura. No me creyó, pero le expliqué que así se estilaba, que según como le fuera en la entrevista podían subir o bajar sus probabilidades de ganar. Algo casi tan privado como un delito, le susurré, pero así son los premios. Y llegó. —¿En verdad lo creíste, Juan? La puritita verdad yo no tengo nada qué ver con eso… Su mirada de por sí dura, se arreció más. Aventó un poco la mesa. Se puso de pie. —¡Vaya puta manera de quitarme el tiempo! —carraspeó. Su coraje no era conmigo, sino con él mismo por creerme todo ese alboroto. Estaba por cruzar la puerta, cuando le dije: —Sé que los mataste a todos, Juan. Con una Colt Government calibre veintidós. El cuerpo se le trabó como si se volviera un árbol seco. —Anda, ven para acá —le dije como regañando a un monaguillo—. Si no tendré que gritarlo y tal vez algún policía esté pasando cerca. Luego de un segundo que duró una hora, volteó hacia mí:

—No sé de qué chingados me hablas… —¡Siéntate! —le ordené, apuntándolo con la pistola. —¿Quién eres? —me preguntó con las manos apoyadas en la mesa. —Alguien que sabe que llegaste a ese pueblo y los mataste uno a uno. Pum, una bala en la nuca. El cerebro regado en el petate, en la almohada, en la hamaca, en el piso de tierra. Llegaste por detrás, cuando estaban dormidos, y los mataste como matan los cobardes. Tomaste las ánimas y con ellas revolcadas creaste tu novela. El pecho se le agitaba como un perro ahogándose. Sus manos temblaban. Sus ojos ensombrecidos de angustia. —Nadie te creerá… —balbuceó. —Mentira que Juan Preciado murió de frío. Lo mataste como a don Pedro y a Miguel Páramo, igual que a doña Dolores, Abundio Martínez, doña Eduviges Dyada, Inés Villalpando, Susana San Juan, Inocencio Osorio, Ana Rentería… A todos los convertiste en tus murmullos… —vi que Rulfo bajó la cabeza—. Pero no me toca quitarte la vida o denunciarte con la Policía. Eso no es lo mío y no tendría caso… Y no solo te robaste las ánimas y las pusiste por siempre a representar tu maldita novela, sino que te robaste cada polvo del pueblo. Todo lo vendiste a Satanás para tener tu gran historia. Te gustó lo del comal y lo llamaste Comala, como un pueblo enverdecido de Colima, nada que ver con el verdadero. Así enterraste tu crimen. —¿Qué quieres por tu silencio…? —escupía las palabras, enredadas en su garganta seca—. Tengo dinero guardado y algunas relaciones… —No, eso no. Vengo a obligarte a que escribas como la mayoría de los escritores: sin robarte ánimas

verdaderas. Así, nomás, inventa que existieron… Mira, Juan, yo vine porque sé que ya planeas escribir otra novela. Una que se llamará El gallo de oro, y ya andas estudiando cómo harás la nueva matanza —me le quedé viendo. Él estaba calladito, intentando hacer memoria de a quién le había contado de sus ganas de escribir de nuevo. —Está bien —dijo mientras meneaba la cabeza de arriba a abajo—. Ya me voy. Pero no le creí. Entonces me quité el sombrero. —¡Rentería! —¡Para ti soy el Padre Rentería, cabrón! —le respondí mostrándole el cuello. Aquella noche, Juan estaba por sorrajarme un balazo en la nuca. Se metió en mi cuarto que también era la sacristía de la Iglesia. Caminaba de puntitas, con el arma cargada y el dedo casi apretando el gatillo. Pero soy de sueño intranquilo y a la luz de una veladora pude ver su reflejo maligno en los ojos de vidrio de una estatua del Arcángel San Miguel. Entonces volteé. Me defendí tanto como pude, pero al final soy viejo y me atinó una bala en el cuello por donde se me fue la vida. —De todos en el pueblo, fui el único que te vio a los ojos. Te reconocí y así di con tu sombra — en ese momento me levanté de la silla. Empecé a caminar. Primero traspasé la mesa, luego a él. Se engarrotó al sentir en su corazón el frío de mi fantasma. —Si no obedeces, le pediré permiso a Dios Nuestro Señor para llevarte con Satanás —le dije, saliendo ya de su cuerpo—. Y todo el que va recomendado por Dios, ahí se queda, aunque hayas pagado con todas esas muertes y con

cada polvo de San Gabriel, Jalisco, como realmente se llamó el pueblo que llamaste Comala. Juan Rulfo temblaba en la silla, sorbiendo el aire que le salía de la boca, deteniéndolo con las manos antes de que se le fuera. Me marché traspasando el muro. Pasaron los meses y los años. Lo vigilé muy de cerca, porque esa fue mi encomienda para pagar mis muchos pecados y entrar al cielo. De vez en vez me le aparecía en el espejo o en los libros para recordarle que aquello no fue una pesadilla. Intentó escribir El gallo de oro, pero como no se apoderó de ánimas para ahí hacerlas vivir, fue una novela del montón. Luego intentó El hijo del desaliento, pero solo escribió un capítulo, y entonces dejó ya los intentos. Muchos le preguntaban por qué había dejado de escribir. Si confesaba lo meterían a la cárcel o al manicomio, así que les dijo a todos algo que sonaba mitad chiste y mitad verdad: que su tío Celerino era quien le platicaba todas las anécdotas, y con la muerte del tío, que coincidió con esos días, se le acabó todo. Entonces se dedicó a la fotografía, a viajar, a ser director del Instituto Indigenista, a la gloria no solo por la novela en cuestión, sino por el Llano en llamas, cuentos en donde usó algunas de las ánimas. Después sí ganó el Premio Nacional de Literatura, y a pocos años de morir hasta le dieron uno más importante llamado Príncipe de Asturias. Dios sabrá qué hizo con su ánima. A lo mejor ahora es “Una estrella junto a la Luna” que es como se llamó el primer borrador de ese crimen que al final tituló Pedro Páramo. Édgar Omar Avilés


Artes JUEVES 7 de enero de 2016

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Desde antes de iniciar la búsqueda intuía que

podría no resultar como esperaba, pero eso no me detuvo. Tenía una promesa en el horizonte y confiaba en verla cumplida. Quería encontrar a Juan Rulfo en Comala pese a que sabía que hoy, hace 30 años, murió a cientos de kilómetros de ese pueblo blanco y caluroso. Comala estaba ahí, esperándome. Se anunciaba como Pueblo Mágico, solo que no aclaraba que la magia que lo envuelve es negra, como el rencor vivo que lo hizo existir y perecer. La voz, un murmullo amable, me pidió que me acercara. “Aquí, ven aquí. Esta ventana te va a mostrar lo que necesites”. Nunca vi su cara, pero la manera en la que hablaba me hizo acercarme a los postigos abiertos, tomar uno con cada mano y hundir el rostro en el cristal sin que este se rompiera ni yo me hiciera daño. En un abrir y cerrar de ojos estuve del otro lado. Sentía mis manos colocadas en los postigos pero a la vez estaba de pie en una calle empedrada bañada por el Sol de las tres de la tarde. “Estás en Comala”, dijo la voz, “¿por qué no caminas? A eso viniste”. El lugar parecía solitario. Avancé algunos pasos y en la esquina, en un adornado letrero de herrería pude leer “Calle Melchor Ocampo. Zona Centro. CP 28450”. “Deja que los pies te guíen, no pienses”, añadió la voz. “¿Madre, eres tú?”, pregunté. Silencio. Di vuelta a la derecha. Busqué el letrero que, coronado por un par de pájaros igual que el anterior, me anunció que me encontraba en la calle Francisco I. Madero. Estaba embobado viendo la delgada letra blanca que lo consignaba cuando la vida se hizo presente y casi me mata. Un automóvil, a toda velocidad, pasó a mi lado. El chofer no se había inmutado por mi presencia casi a mitad de la calle y continuó su camino. El ritmo desbocado de mi corazón fue seguido por mis pies que empezaron a correr y al llegar a la esquina se encontraron de frente con más vida.

Una plaza llena de flores, naranjos y palmeras, con una fuente de cantera en cada esquina y un kiosco al centro, era recorrida por cientos de personas que, en un primer momento, pensé que eran fantasmas. Ahí estaban, familias enteras caminando. Niños corriendo delante de sus padres; jovencitas caminando de la mano de quienes esperaban fueran, algún día, sus esposos; parejas de recién casados comiendo del mismo helado o tomando del mismo vaso de bate; y ancianos acompañándose con las mismas historias de cada tarde. “Parecen vivos, pero están muertos”, pensé. “En Comala solo hay ecos de un pasado que Rulfo registró con sus palabras, pero nada más. Pobrecillos, la muerte los encontró paseando en la plaza”, dije en voz alta sin que nadie se inmutara. Seguí caminando por esa misma calle, pero ya se llamaba de otra forma, “Venustiano Carranza”, decía en el letrero, pero me llamó mucho más la atención otro mensaje que estaba también sobre una pared aunque mucho más alto. Coronando el sencillo frontón circular de una iglesia blanca estaba la escultura de un arcángel armado con una espada que sostenía en alto con la mano derecha. “No entres”, parecía decir y le hice caso. Me acerqué solo un poco a la herrería que delimitaba el atrio de la Parroquia de San Miguel del Espíritu Santo y continué mi caminar. Sabía que los coches y camionetas que circulaban rodeando la plaza eran tan fantasmas como ese niño que corría detrás de unas palomas, pero aun así decidí esperar a que terminaran de pasar para cruzar la calle. Al alcanzar la sombra de los portales reparé en que empezaba a sentir sed. Había decenas de mesas de madera cubiertas por coloridos manteles azules y amarillos ocupadas por más fantasmas que, sonrientes, tenían botellas de cerveza entre las manos o frías coca-colas cuya negrura desaparecía en sus bocas ávidas como tumbas abiertas. Daban y daban tragos entre bocado y bocado de sus platos rebosantes de carne asada y arroz humeante, y entonces me di cuenta de que, además de sed, tenía hambre. “¡Qué calor! ¿No?”, dije en voz alta, mientras esbozaba una sonrisa, a un hombre que vestía jeans y una camiseta con un logotipo bordado que decía “Los Portales”, pero no me respondió. Justo cuando terminé de hablar empezó a sonar un acordeón que daba los primeros acordes de una canción que al parecer casi todos los fantasmas conocían porque varios de ellos gritaron emocionados. Cuatro hombres, fantasmas insistía yo, empezaron a cantar con voces roncas: “Con el atardecer,/ me iré de ti,/ me iré sin ti,/ me alejaré de ti con un dolor dentro de mí…”. Una mujer abrazó al que supuse era su marido y lo besó en el cuello, él sonrió y tomó su cerveza para brindar con ella. Distraído por los músicos vestidos con camisa amarrilla, pantalón café, botines y tejana beige, no me di cuenta cuando el mesero se movió de lugar. “Oiga, disculpe…”, dije a otro que pasó, raudo, junto a mí con un plato de frijoles, pero no me escuchó pedirle un refresco porque justo en ese momento cantantes y público decían al unísono: “Adiós, adiós amor,/ recuerda que te amé,/ que siempre te he de amar./ La barca en que me iré,/ lleva una cruz de olvido,/ lleva un cruz de amor…”. En ese instante me di cuenta de que ser el único vivo en un pueblo lleno de fantasmas te hace inmune a las emociones que ellos aún pueden experimentar. Veía como algo lejano su alegría mientras yo me sumía en el abismo de la sed y el hambre al que el calor me había empujado. Nadie me escuchaba. Las gotas de agua salada que recorrían mi espalda o mis brazos luego de nacer en mis axilas, parecían sincronizadas con las gotas de sudor que bajaban por las heladas botellas de cerveza y de refresco que estaban en las mesas de los comensales, en una danza angustiante que resecaba cada vez más mi boca y horadaba en el boquete del hambre que sentía en el estómago. La canción terminó y volví a abordar a los meseros, pero ninguno me hizo caso. “Es inútil”, dijo la voz y volvió al mutismo. Avancé hasta otro restaurante y pasó lo mismo, los meseros fantasmas no me veían ni me oían. Caminé el resto del portal, ya en silencio, y crucé la calle hacia la plaza. La esquina era una rampa inclinada suavemente, avancé y pronto estuve sobre el adoquín humeante. Rodeé la fuente llena de agua verdosa que no intenté beber y me senté en una nívea banca metálica que no hacía nada por disimular el calor del ambiente. Entre esa y la siguiente había un árbol pequeño cuya sombra parecía burlarse de mí al dejarme fuera de su amparo. “Usted no es de aquí, ¿verdad?”, escuché decir a alguien con un acento peculiar. “No”, respondí sin voltear a ver a quien me hablaba. “¿Qué tiene?”, insistió. “Hambre y sed”, le dije. “Ya se acostumbrará”. Cuando me dijo eso no pude evitar volver la mirada. Era un hombre bajo, de tez blanca y negras cejas. “¿Usted de dónde es?”, pregunté. “Del sur”, dijo, “de donde el rencor vivo tiene cara de mujer y no muere por más balazos que le den”. “¿Qué tan al sur está todo eso?”. “Mucho”, aclaró, “hay que cruzar muchos ríos, muchos cerros y muchos mundos”. “¿Cómo se llama?”. “Jorge Franco”, dijo con su acento cantarín, “y yo también estoy buscando a Juan Rulfo”.

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La

magia negra de

Comala Un recorrido literario, a cargo de Ignacio Torres, a 30 años de la muerte de Juan Rulfo


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Artes& Vida

Viene de la página 5 Las cuatro esquinas de la luna En ese momento lo reconocí. Jorge Franco escribió Rosario Tijeras, Paraíso Travel y El mundo de afuera, entre muchas otras novelas. Él, ganador de premios como el Alfaguara y el Internacional de Novela Dashiell Hammett, también buscaba a Rulfo. La confesión me hizo sentir menos solo, pero hizo que la boca se me secara aún más. Si él, gran escritor, debía buscar a Rulfo, ¿qué esperanza podía tener yo? “En una época año con año hacía una lectura de Pedro Páramo”, dijo con tono tranquilo mientras enormes gotas de sudor salían de sus espesas cejas. “Esa obra de Rulfo es un portento y en cada lectura encontraba elementos diferentes y ahí, en ese libro tan pequeño, estaba todo lo que yo necesitaba aprender como escritor: El manejo del tiempo, que es mágico, magistral, porque rompe con lo tradicional, con los esquemas. El manejo del espacio —vivos conviven con los muertos—; el tono, porque es poético, pero no es meloso y sigue contendiendo todavía elementos muy reales en esa tonalidad. El hecho de ser poético no lo saca de ese entorno rural y real sobre todo, eso me parece que es muy importante sobre todo. En una lectura de ese libro hay mucho aprendizaje”*. “¿Y ya no lo lee?”, pregunté. “No, desde que llegué aquí no he vuelto a leerlo”, respondió, “aquí no se puede. Las palabras se borran del libro y las páginas en blanco terminan por atraparte en ese vacío silencioso e inefable que representan… aquí no se puede leer a Juan Rulfo”, insistió. “¿Por qué?”. “Inténtalo y verás”. “Saca tu libro de Pedro Páramo”, terció la voz. Iba a responder que no tenía uno cuando sentí en el bolsillo trasero del pantalón una forma rectangular que pedía, en un murmullo constante, ser retirada de donde estaba. “Pedro Páramo”, se leía en la portada. “Ábrelo y verás”, dijo Jorge Franco. Lo hice lentamente. La primera página apareció ante mí: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que…”, pero no pude seguir. El libro se calentó y empezó a sudar. Las palabras se convirtieron poco a poco en gotas de tinta negra que empezó a chorrear por el papel que no perdía su blanquísimo tono. “¿Lo ves?”, dijo Franco. “¿Por qué pasa esto?”, pregunté al aventar el tomo al suelo. “Porque estamos en la Comala que no era, pero no te preocupes, no eres el único que se equivocó…”. “¿Qué?”, pregunté sobresaltado, pero Jorge Franco ya no estaba. La banca que le servía de asiento hasta hace un instante ahora pedía a un nuevo ocupante. Se había quedado vacía. “¿Y ahora qué hago?”, dije en voz alta. “¿Por qué no caminas? A eso viniste”, respondió la voz. “¿De verdad me equivoqué de Comala?”, grité, pero ya no hubo respuesta. Mis pies me hicieron levantarme. Caminaba con determinación siguiendo el perímetro de la plaza aunque hubiera querido quedarme donde estaba, el calor, el hambre, la sed y la posibilidad de estar en una Comala que nada tenía para ofrecerme en mi camino hacia Rulfo hacían que la desesperanza me invadiera. Paso a paso avanzaba entre los fantasmas que parecían no darse cuenta de mi presencia, su existencia de ultratumba no reparaba en la mía que, según yo, era la única verdadera. Unos metros más adelante vi a un hombre alto, de tez blanca, barba y rapado que clavó su mirada en la mía. Caminaba con determinación y parecía tener prisa. Sus ojos pequeños y negros y la boca como un tajo estaban al centro de su cara redonda convertida en un manantial de sudor que reflejaba el Sol inclemente. Nos cruzamos, pasó a mi lado sin dejar de mirarme y siguió avanzando velozmente estrellando sus talones sobre el adoquín caliente de la plaza. “Detente”, dijo la voz, “ahora espera. Ten paciencia, todas las respuestas te serán dadas”. Decidí no preguntar nada, ella, la voz, no respondía a preguntas, ¿qué caso tenía hacerlas? Me distraje viendo a los fantasmas que transitaban por la plaza, el más allá parecía sentarles bien, sonreían, se besaban, comían… “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”, escuché con fuerza mientras me sacudían por los hombros. Mi ensimismamiento terminó bruscamente. El hombre alto movía el tajo de su boca de manera imperceptible, pero su voz resonaba como si tuviera un megáfono integrado. “Soy hijo de Pedro Páramo y nieto de Juan Rulfo, porque Juan Rulfo es padre de Pedro y abuelo de Juan Preciado, ¿lo sabías?”. No respondí. Abrió cuanto pudo sus pequeños ojos y me volvió a zarandear. “No, no sabía”, dije, suponiendo que eso esperaba. “Tú también eres hijo de Pedro Páramo”, continúo. Las inflexiones de su voz eran acompañadas por apretones y palmadas en mis hombros. “Todo el que lee a Rulfo está condenado a ser hijo de Pedro Páramo, pero no a venir a Comala. Solo los más necios y los más afortunados o desafortunados, según lo quieras ver, tenemos que venir”. “¿Entonces esta es la Comala correcta?”, indagué. “No hay Comala correcta o incorrecta, solo existe y ya”. “¿Tú quién eres?”, me atreví a preguntar. “Yo escribo”. “Pregunté quién eres, no a qué te dedicas”. “Yo soy cuando escribo, si quieres saber mi nombre es algo diferente. Me llamo Ramón Valdés Elizondo y soy escritor”. Con una nueva zarandeada Ramón Valdés ayudó a que lo reconociera, era el autor de la novela Flor negra. “Soy fanático de Juan Rulfo, no puedo desvincularme de Pedro Páramo, para mí es lo máxima expresión de realismo mágico. Como lo dice Borges, la máxima condensación está en ese librito que cada vez que lo lees es una aventura nueva”*. Me dijo después que fue el deseo de una aventura más lo que lo había traído hasta aquí. “Bienvenido al limbo”. “¿Al qué?”. “Al limbo”, respondió alzando la voz, “aquí no se puede leer ni escribir, solo caminar”. Me soltó y siguió caminando hasta perderse entre los fantasmas que deambulaban por la plaza. Supuse que daría otra vuelta y nos volveríamos a cruzar, pero ya no lo volví a ver.

jueves 7 de enero de 2016

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte”. Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas. Todavía antes me había dicho: —No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro. —Así lo haré, madre. Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala. Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias. El camino subía y bajaba: “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja”. —¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo? —Comala, señor. —¿Está seguro de que ya es Comala? —Seguro, señor. —¿Y por qué se ve esto tan triste? —Son los tiempos, señor. Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver...

fragmento de pedro páramo “Camina”, dijo la voz. No era una sugerencia, como antes, sino una orden. Mis pies reaccionaron instintivamente y me llevaron a la siguiente esquina de la plaza. Otro par de blancas bancas frente a una fuente me estaba aguardando. Me senté, supe que eso tenía que hacer, y esperé. En esa esquina de la plaza había cuatro escalones que la separaban del suelo, uno a uno los subió un hombre blanco de barba castaña y ojos pequeños. Llevaba una chamarra de piel y una gorra igual de negra. La mirada amable tenía un dejo de cansando. Caminó directo a la banca que estaba libre y se sentó. La piel de su chamarra sudaba sin parar mientras él se esforzaba por limpiarla con un pañuelo blanco que tenía bordada con hilo rojo el nombre de Doloritas. “Estoy pagando mi insensatez”, dijo por fin. Sonreía a medias. “Hice lo que hice y ahora estoy aquí en este lugar al que tanto me resistí y que ya no podré abandonar. Tú debes saberlo ya, ¿no? Estamos condenados a permanecer”. “Yo solo vengo de visita”, anuncié, “vine a Comala a buscar a Juan Rulfo, si escribió sobre este pueblo debe estar aquí, ¿cierto? Aunque se haya muerto hace 30 años debe estar aquí”. “Y pensé que el imbécil era yo…”. “¿Cómo dijo?”. Guardó silencio. “Yo tuve una especie de reacción como alérgica, y muy imbécil, hacia Rulfo en la adolescencia”, dijo por fin sin dejar de limpiar el sudor de su chamarra, “porque todo el entorno endiosaba a Rulfo y me quería obligar a leer a Rulfo y a trazar mi comprensión de la literatura a partir de Rulfo porque, desde luego, Rulfo es el gran autor de la narrativa mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Creciendo en Guadalajara la escuela, los talleres, los medios, la academia… todo estaba centrado en torno a Juan Rulfo y yo cometí la excentricidad de ser la única persona que no había leído los libros de Rulfo y ya había publicado libros. Hasta que supongo que tuve el rapto de lucidez de entender que aquello era una estupidez, un prejuicio, y de sentarme a leer a Rulfo y de redescubrir, puesto que había tenido que leer cosas de Rulfo de mala gana, a un autor sensacional. En este momento lo que tengo por Rulfo es una admiración enorme y creciente”*. “¿Usted también es escritor?”, pregunté. “Sí, lo soy. Y tengo un hermano poeta”. “Es el tercer escritor que me encuentro aquí”. “Habemos más”. “¿Cómo se llama usted?”. “Me llamo Antonio Ortuño y soy de Jalisco, pero también de España. Escribo México con jota y admiro a Juan Rulfo, por eso tengo que estar aquí para siempre”. “¿Entonces esta es la verdadera Comala?”, insistí en saber. “No lo sé”, respondió. Iba a preguntarle cómo era que no sabía, pero en ese momento noté que empezaba a borrarse a sí mismo con cada pasada del pañuelo sobre su chamarra. Poco a poco limpió el sudor y gradualmente desapareció con él. “Camina, a eso viniste”, sentenció la voz otra vez. “Ve al centro de la plaza, tienes que ver el kiosco”. Automáticamente me empecé a mover. Un adornado y blanquísimo octágono dominaba el centro de la plaza. En uno de sus lados había una escalinata en la que estaban jugando un par de niñas. Una de ellas tropezó y rodó la mitad de los escalones hasta donde estaba la otra que la detuvo y la ayudó a levantarse. “Gracias”, dijo la primera entre sollozos. “Por nada”, respondió la otra, “me llamo Susana, ¿quieres jugar?”. “Sí, yo me llamo Dolores”. Subieron corriendo al kiosco, se tomaron de las manos y empezaron a girar entre risas. “Avanza”, indicó la voz. Mis pies obedecieron y me llevaron a la esquina opuesta de en la que me encontré con Antonio Ortuño. Otro par de bancas en combo con una fuente de agua verdosa me esperaba. Me senté en una e intenté remojarme los labios, pero solo pude paladear la sed que me arañaba desde la garganta hasta lo más hondo del cuerpo. “Ellos creen tener el poder, pero el verdadero poder está en las palabras”, dijo un hombre moreno de ojos entrecerrados y boca grande que estaba sentado en el brocal de la fuente mientras señalaba el Palacio Municipal de Comala. “Las palabras de Rulfo son las que están llenas de ese poder capaz de crear y destruir hasta la raíz”. “Usted es escritor”, le dije. “Sí, lo soy. Escribí Las venas del Yuma, me llamo Miguel Ángel Pulido Jaramillo”. “¿Qué es el Yuma?”. “Un río colombiano que recorrí en un barco para poder escribir mi novela”. “¿Un río peligroso?”, pregunté. “Comparado con este lugar no es nada. Hubiera preferido nadarlo entero en lugar de estar aquí”. “¿Cómo llegó a Comala?”. “¿Qué es Comala?”, preguntó con el ceño fruncido. “Rulfo es la tierra, la tierra fértil que produce el chile, que produce la patata, que produce

al mexicano, que produce al mexicano en su más esencial expresión”, dijo mientras su labio inferior sudaba profusamente Lo veía lamerlo en un intento de parar el flujo, pero no podía tragar esa agua salada que manaba con cada palabra que decía. “Rulfo logró mostrarnos la esencia pura del México que no se ve y que no se va a ver por un turista, sino el México que vive (…) eso es Rulfo. Logra conmover con unas historias tan simples que traspasan el alma, te golpean el alma… eso es Rulfo”*. “¿Y usted qué es?”, pregunté un instante después. “¿Yo? No sé, desde que llegué aquí no he parado de caminar, estoy cansado… pero debo seguir”, dijo y se levantó, caminó entre los fantasmas de la plaza, cruzó la calle hacia los portales y se quedó viendo a alguien que tomaba una cerveza. Sin que la voz lo ordenara mis pies supieron qué hacer: Caminar. Avanzaron hasta la esquina de la plaza que no había visitado, casi enfrente de la puerta de la iglesia que el ángel me había prohibido visitar. Llegué y ocupé la única banca disponible. La otra, blanca también, estaba ocupada por un hombre de pierna cruzada y mirada perdida en el horizonte. Frente a él estaba un niño con la cara apoyada en la mano izquierda que, al ver que me sentaba con la derecha me hizo una seña para que no hablara. “¡Shhhhh!”, dijo, con el índice sobre su boca. “Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno es mi nombre, no solo Juan Rulfo, como dice en esta placa”, empezó a decir el hombre, “Nací en Apulco que pertenece a San Gabriel que pertenece a Sayula y cuando murieron mi abuelo, mi padre y mi madre estuve en un orfanato en Guadalajara donde aprendí a deprimirme, ahí me aplacaron bastante”**. Guardó silencio mientras encendía un cigarro. “¿De verdad es Juan Rulfo?”, pregunté. “Eso dice en la placa”. “Ya había perdido la esperanza de encontrarlo. Vine a Comala porque me dijeron que acá lo podía encontrar, maestro”. “Te dijeron mal, Comala no existe, por lo tanto no me podías encontrar acá”. “Pero estoy hablando con usted”. “Estás hablando con un Juan Rulfo de bronce, soy yo pero no soy yo”. “Ya no entendí”. “École, de eso se trata. Mi novela Pedro Páramo hay que leerla tres veces para entenderla, también tardarás en entender lo que aquí pasa”. “¿Cuánto tiempo?”, insistí. “No lo sé. Fíjate en mi biografía: Estudié contabilidad, después fui agente de inmigración, recaudador de rentas y vendedor de llantas, fue hasta que tenía casi 40 años de edad que publiqué Pedro Páramo. Todo toma tiempo”. “¿Entonces sí estoy en la Comala correcta? No me importa esperar, solo quiero saber que estoy esperando donde se debe”, dije. “Esto no es Comala”. “¿No? Pero si ahí dice ‘Comala. Pueblo Mágico’”, insistí. “Ese letrero es como esta placa, dice Juan Rulfo, pero yo no soy Juan Rulfo, soy solo un reflejo de Juan Rulfo”. “¿Entonces este pueblo es un reflejo de la Comala de su libro?”. “No, la literatura no es reflejo de la realidad, es otra realidad. Yo recreé las cosas, las inventaba y las hacía nuevas por completo. Nada de lo que escribí existe más allá de la tinta y el papel”. “¿Por qué habla conmigo? A usted no le gustaba mucho hablar”. “Porque solo soy un reflejo de Juan Rulfo, el verdadero murió hoy hace 30 años en la Ciudad de México. El corazón le falló a las ocho de la noche. Estaba solo en su estudio cuando de una copia de Pedro Páramo salió Abundio, cuchillo en mano, y se lo enterró en el pecho. No salió sangre, salió tinta revuelta con tierra”. “¿Qué pasó después?”, pregunté. “A Juan Rulfo lo cremaron y a mí me fundieron para luego traerme aquí”. “¿Por qué no se va?”. “No puedo… tampoco quiero, ya he aprendido a vivir con la soledad”. Repentinamente todo se sumió en una oscuridad ineludible. Estuve parpadeando desesperado, mis ojos parecían peces boqueando fuera del agua intentando no ahogarse por la falta de luz, finalmente los cerré fuertemente y pude ver. La ventana del navegador estaba en negro con un mensaje que decía: “Su sesión de Google Maps se ha cerrado, para volver al Street View de Comala, Colima, presione F5”. El reflejo que me devolvió la pantalla de la computadora era el de mi cara en la que las marcas que dejaron las teclas eran idénticas al patrón del adoquín ardiente de la plaza de Comala. *Estas declaraciones son reales y fueron recogidas en entrevistas ya publicadas o próximas a publicarse por este medio **La conversación de Juan Rulfo está basada en declaraciones que el escritor dio a Joaquín Soler Serrano en la entrevista realizada en 1977 para Televisión Española


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