Omp a la nikkei: la ruta para México

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OMP a la nikkei: la ruta para México 1 OCTUBRE, 2013

Arturo Magaña Duplancher

El proceso de transformación política de los años 90 que experimentó Japón con su fuerte tradición antibélica, se tradujo en nuevas preferencias de política exterior y de defensa que guardan importantes similitudes con lo que podría estar ocurriendo en México desde el 2000. El caso japonés provee una hoja ruta para concretar la participación de México en Operaciones para el Mantenimiento de Paz de Naciones Unidas. INTRODUCCIÓN En el checklist de asuntos pendientes de la política exterior de México, hay un tema de la mayor relevancia para fortalecer y dar credibilidad a la tradición multilateralista que la ha caracterizado por décadas. El debate contemporáneo sobre la participación de México en Operaciones para el Mantenimiento de la Paz de Naciones Unidas se abrió prácticamente con la alternancia política en el 2000. El momento era especialmente propicio no sólo por la exigencia de examinar, luego de prácticamente setenta años de régimen de partido hegemónico, los imperativos de cambio y continuidad en materia de política exterior sino porque coincidió con un proceso de evolución, en el orden mundial de la posguerra fría, de los conceptos de soberanía, universalidad de los derechos humanos, intervención humanitaria y responsabilidad de proteger, por mencionar sólo algunos. Doce años después, el debate parece estar muy lejos de haberse concluido y, a pesar de muchos esfuerzos, no hay evidencia de haberse alcanzado un consenso nacional al respecto. Una compleja combinación de inercias defensivas y autárquicas en coexistencia con impulsos nacionalistas y anti intervencionistas, así como viejas nociones aislacionistas en instituciones clave, han impedido que México consolide lo que, a juzgar por el resto de su política multilateral, es un sólido compromiso con la


paz y la seguridad internacionales. A pesar de ocupar varias veces un asiento no permanente en el Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU), y preciarnos de ser un actor de primera línea en este foro, contamos con una política ambivalente que cada vez se entiende menos en la propia ONU. Peor aún, escudados en un extraño pero profundamente enraizado excepcionalismo, los mexicanos creemos que nuestra situación en el mundo es a tal grado única que no hay ninguna otra experiencia cuyo estudio pueda resultarnos útil. De ahí que este ensayo proponga revisar detenidamente el caso de Japón y su largo proceso de incorporación a las operaciones de paz de la ONU. En escenarios regionales diversos, Japón y México compartían condiciones estructurales equiparables, tanto de política interna como de política exterior, que los convertían hasta hace poco tiempo en dos de los países menos susceptibles a participar de éstas operaciones. Desde hace décadas, ambos mantenían restricciones constitucionales y metaconstitucionales de importancia para entender esta histórica reticencia a ser parte de uno de los mecanismos cruciales de la cooperación multilateral actual en materia de seguridad internacional a la que, sin embargo, han aportado históricamente cuantiosos recursos financieros y diplomáticos. No obstante, contra una serie de obstáculos que parecían infranqueables y a contracorriente de toda predicción, el Parlamento japonés aprobó en 1992 una ley mediante la cual se dotaba al país de un marco normativo para su participación en OMP. Una década después, Japón se convirtió en el país número 26 en la lista de países contribuyentes de tropas para éstas operaciones y había efectuado una transformación notable, tanto en su dimensión doctrinal como administrativa, para institucionalizar esta política. El argumento central que me propongo desarrollar aquí tiene que ver con que esta transformación política responde directamente a una evolución en la doctrina de seguridad nacional de Japón, guiada fundamentalmente por cambios en el contexto internacional, lo cual se tradujo en nuevas preferencias en materia de política exterior. Pero además, este artículo se propone persuadir al lector de que este proceso guarda importantes similitudes con un cambio equiparable como el que podría estar ocurriendo en México. En este contexto, resulta irresistible la comparación y, por tanto, la hipótesis de que el caso japonés puede proveernos de una hoja de ruta, para concretar esta ansiada y largamente esperada transformación. No hay que olvidarnos que más allá del prestigio que busca obtenerse mediante la participación en estas operaciones de lo que se trata es de cumplir con ciertas obligaciones inherentes a un rol relevante en el ámbito internacional. RESTRICCIONES EN LAS DOCTRINAS DE DEFENSA Y POLÍTICA EXTERIOR En un artículo pionero, Jorge I. Domínguez planteó, no hace mucho tiempo, que el pretendido excepcionalismo de la política exterior mexicana tenía que someterse a un examen histórico mucho más riguroso (“¿Es excepcional la política exterior de México?: un análisis de tres épocas”, en Ana Covarrubias (coord.), Temas de Política Exterior, México, El Colegio de México, 2008). En efecto, en


contraste con los paladines del excepcionalismo como Mario Ojeda, Domínguez argumenta que México comparte ciertos rasgos de política exterior con Japón y Canadá en la medida en que los tres han mantenido una relación de dependencia económica así como un alineamiento en materia de seguridad y defensa con los Estados Unidos. Esta estructura determinó en los tres países una política exterior que, “para poder insistir en sus diferencias bilaterales con Estados Unidos, coincidía por lo general con Estados Unidos en los temas de gran envergadura del sistema internacional”. Un factor que según Domínguez, parafraseando a Chalmers Johnson, retrasó por décadas lo que el decano de estudios japoneses en la Universidad de California (Johnson) llamó “la búsqueda de una política exterior normal”, definida como una participación internacional proporcional a sus recursos humanos y económicos, incluyendo la posibilidad de utilizar tropas fuera del país para defender y promover elementos de seguridad internacional de su interés. Este fue el caso, sin duda, del Japón de la posguerra que encontró en la doctrina Yoshida una respuesta para garantizar su reconstrucción, el fortalecimiento de su economía y el mantenimiento del orden y la estabilidad política. En efecto la doctrina Yoshida, llamada así por su creador Yoshida Shigeru, primer ministro durante el primer gobierno de la posguerra, supuso una fórmula para la transformación económica y la estabilidad política. De lo que se trataba era de concentrar todas las energías nacionales en la búsqueda de la recuperación económica y la estabilidad posponiendo de manera prácticamente indefinida el regreso de Japón a los temas duros de la política internacional. El rol del ejército, convertido ya en una organización distinta denominada como fuerzas de autodefensa a partir de su reconfiguración en 1954, se limitó exclusivamente a la defensa de las fronteras nacionales y al uso de la fuerza “necesaria” ante el caso de una agresión directa o indirecta pero con innumerables restricciones constitucionales. De acuerdo con el artículo 9 de la Constitución, Japón renuncia a la guerra y a la amenaza y uso de la fuerza como método para resolver disputas internacionales. Para ello, dispone que “fuerzas armadas de tierra, mar y aire así como otras con potencial bélico, no serán mantenidas”. Esta política, de acuerdo con distintos académicos, condicionó el surgimiento de un consenso antibélico que históricamente ha castigado a los políticos que han tratado de transformarlo, y que a su vez provocó el desarrollo de un patrón de segregación cívico-militar que ayuda a explicar su política exterior y de seguridad nacional. Durante buena parte de la guerra fría, Japón fue quizá el primer ejemplo en la historia contemporánea de un Estado con un inmenso poder económico sin un correspondiente poder militar. Esto fue así, además, porque la necesidad de un ejército formal terminó diluyéndose ante la protección brindada por el Tratado de Seguridad con Estados Unidos firmados en 1951. El Tratado implicaba que Japón obtenía una garantía de seguridad contra cualquier ataque perpetrado por un tercero a cambio de autorizar que Estados Unidos dispusiera del territorio japonés para establecer bases militares.


Luego de su admisión formal a la Organización de Naciones Unidas, en 1956, Japón decidió asumir una política de gran activismo al interior de la misma, pero sin tomar parte de una de sus actividades más relevantes en la búsqueda de la paz y la seguridad internacionales: las operaciones para el mantenimiento de la paz. Para asegurarse de ello, y de contrarrestar los señalamientos de que el ingreso a la ONU podría significar el abandono de los principios constitucionales del artículo 9, el Parlamento japonés aprobó el mismo año la resolución 161 prohibiendo expresamente a las fuerzas de autodefensa salir del territorio nacional enfatizando que su cometido fundamental era la protección de la seguridad nacional. En 1958, por ejemplo, el entonces Secretario General de la ONU Dag Hanmmarskjold invitó a Japón a participar en UNOGIL, una operación de mantenimiento de la paz en Líbano. El Parlamento japonés respondió que ante la necesidad de un despliegue militar en el extranjero, Japón no participaría toda vez que su Constitución se lo impedía. En palabras de la editorial de un influyente diario japonés, el Yomiuri Shimbun, a propósito de la renuncia del Embajador del Japón ante las Naciones Unidas en 1961- quien renunció luego de criticar la política de no participación en operaciones de paz- “Si la Constitución es revisada para que las tropas puedan ser enviadas al exterior, nadie puede asegurar que la derecha japonesa fortalezca su influencia y embarque al país en actos de agresión en lugar de ceñirse a propósitos exclusivamente pacíficos”. No obstante, para demostrar al menos cierto apoyo político a las operaciones de paz de la ONU, Japón pronto comenzó a imaginar otras formas para participar sin violar la Constitución. Por ejemplo, Japón envió personal civil a distintas operaciones como la de Laos en 1971, y existe evidencia suficiente para afirmar que el Ministerio de Asuntos Exteriores (MOFA por sus siglas en inglés), durante las décadas de los años setenta y ochenta, adoptó el enfoque incremental para la participación del país en operaciones para el mantenimiento de la paz. A lo largo de estas dos décadas, Japón participó con personal civil, médico, científico, técnico y policiaco en distintas operaciones y reformuló su criterio inicialmente reticente a toda operación. El official position paper que el gobierno japonés presentó al Parlamento en 1980 distingue entre dos clases de operaciones de mantenimiento de la paz: 1) misiones de supervisión de cese al fuego, de monitoreo de implementación de acuerdos y de reporte al Consejo de Seguridad de cualquier violación al mismo, y 2) misiones que implican tareas de mantenimiento y restablecimiento de la paz así como de prevención del conflicto. El documento dejaba en claro que el gobierno sólo autorizaba eventualmente la participación en el primer grupo de actividades, así como en otras semejantes, toda vez que no involucraban el uso de la fuerza. Para expertos en estos temas como Theodore McNelly, esta postura reflejó también lo que décadas fue un patrón de segregación en las relaciones cívico-militares que subordinaba a las fuerzas de defensa al control civil pero que, más aún, dejaba prácticamente sin voz al Ministerio de la Defensa en decisiones relevantes de política exterior. Se trataba pues de un modelo de relaciones cívico-militares que en


palabras de Arturo Sotomayor implicaba una “doctrina de seguridad nacional orientada hacia el interior” con un bajo nivel de interacción, coordinación y cooperación entre militares y diplomáticos. Variables equiparables pueden encontrarse en el caso mexicano. Una estrecha relación de seguridad con los Estados Unidos fue uno de los rasgos más visibles de la política exterior del México de la posguerra a partir del hecho incontestable de ser vecino directo de la potencia hegemónica y uno altamente dependiente económicamente de ella. La política exterior de México, por tanto, como explicaba Mario Ojeda, se desplegaba siempre ante el dilema de escoger o conciliar entre dos objetivos principales: mantener cierta línea anti intervencionista pero tampoco desautorizar o contravenir demasiado la posición de Estados Unidos. Esta política mantuvo también un alto grado de consistencia toda vez que las fuerzas armadas mexicanas han mantenido históricamente un rol esencialmente consistente en la protección de la seguridad nacional, las costas y las fronteras –pasando también por un reciente involucramiento en tareas de combate al crimen organizado- sin una proyección exterior importante. El modelo cívico-militar, en ese sentido, es muy similar al japonés, pues supone que diplomáticos y militares tienen un alto nivel de segregación de políticas. Mientras los primeros se abstienen de participar en los debates y en el diseño e implementación de la política de defensa nacional, el ejército está completamente al margen en materia de política exterior. La ausencia de enemigos internacionales, y la estrecha relación de seguridad con los Estados Unidos han mantenido este esquema por décadas (Arturo Sotomayor, “Why Some States Participate in UN Peace Missions While Others Do Not: An analysis of civil-military relations and its effects on Latin America’s contributions to peacekeeping operations”, Security Studies, vol. 19, num. 1 (2010), pp. 160-195). En definitiva, como en el caso japonés, la experiencia histórica ha sido un elemento importante en el desarrollo de la política exterior mexicana. Como afirmaba Mario Ojeda, “México ha evitado al máximo, por una parte, comprometerse con problemas internacionales ajenos y por otra parte, cuando se ha visto empujado por las circunstancia a ello, ha evitado adoptar, la mayoría de las ocasiones, una posición que vaya al fondo político del problema” (Mario Ojeda, Alcances y Límites de la Política Exterior de México, México, El Colegio de México, 2001). Es aquí donde los principios y doctrinas de política exterior, aún antes de verse plasmados los primeros en la Constitución, comenzaron a cobrar relevancia. Los principios, que establecen el principio de no intervención en los asuntos internos de otros Estados, han sido aludidos en distintas ocasiones por nuestro país para justificar la política de no participación en operaciones de paz de la ONU. Más aún, de acuerdo con Sotomayor, en el Ejército Mexicano existe una histórica reticencia a participar en estas operaciones toda vez que preocupa la posibilidad de adherirse, sin ninguna regulación nacional de por medio, a una cadena de mando internacional y eventualmente a misiones donde el involucramiento de Estados Unidos levanta la ceja de más de uno de los altos mandos castrenses. Sólo así se entiende que a pesar de la larga tradición de vocación multilateralista de nuestro país y una dilatada historia de cooperación con las Naciones Unidas, México no haya participado más


que en tres ocasiones, con personal estrictamente civil y acaso policiaco, en misiones en Cachemira en 1949, en el Salvador en 1991, y finalmente, en Timor Oriental en 1999. De ahí que de inmediato se perciba un paralelismo con la experiencia japonesa y eventualmente con la salida que aquel país ha venido dando a este conflicto entre principios e intereses, no de intervención y liderazgo internacional, sino de vocación multilateralista y política orientada hacia la seguridad nacional. Más aún, este paralelismo se percibe aún con más claridad a partir del hecho de que, tanto para Japón como para Estados Unidos, los cambios en el sistema internacional a partir de la desintegración del mundo bipolar han terminado por exigirles un protagonismo antes tabú.

EL RECETARIO JAPONÉS El argumento central que me propongo desarrollar aquí tiene que ver con que esta transformación política responde directamente a una evolución en la doctrina de seguridad nacional de Japón, guiada fundamentalmente por cambios en el contexto internacional, lo cual se tradujo en nuevas preferencias en materia de política exterior. Pero además, este artículo se propone persuadir al lector de que este proceso guarda importantes similitudes con un cambio equiparable como el que podría estar ocurriendo en México. En este contexto, resulta irresistible la comparación y, por tanto, la hipótesis de que el caso japonés puede proveernos de una hoja de ruta, para concretar esta ansiada y largamente esperada transformación. De manera coincidente con lo que algunos analistas han venido planteando, el modelo para México, como lo fue para Japón, podría ser el de una participación gradual en operaciones de mantenimiento de la paz haciendo uso de instrumentos legislativos diversos. Durante la Segunda Guerra del Golfo en 1991, Japón comenzó a enfrentar fuertes críticas por una política que claramente no era conmensurable con su preeminencia política y económica ni con sus responsabilidades globales. Se trataba, según los críticos, de una diplomacia de cheques que si bien hacía contribuciones financieras extraordinarias, no pagaba el precio de ser una potencia, con relevancia global. Se trataba, según el entonces Primer Ministro Kaifu Toshiki, de la primera prueba más relevante desde el fin de la guerra para transformar su política exterior y de defensa. Tanto la Dieta como el gobierno mismo comenzaron, a partir de entonces, a discutir con seriedad el tema de la mano de estas críticas pero también de su aspiración de ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad, según se manifestó a principios de la década de los noventa. En campaña abierta por esta posibilidad y, desde luego, por una reforma integral a la Carta de Naciones Unidas, en 1992, Japón obtuvo dos victorias importantes pero altamente comprometedoras de su posición sobre OMP. Por un lado, consiguió un asiento no permanente en el Consejo de Seguridad y, por el otro, encabezar con un


diplomático japonés la autoridad transicional en Camboya en virtud de ser representante especial del Secretario General en ese país durante las pláticas para poner fin a la guerra civil. La misión transicional en Camboya era, paradójicamente, en sí misma, una OMP (UNTAC) y de ahí que el entonces Primer Ministro de Camboya urgió a Japón a participar activamente de la siguiente forma: “Más de 20 naciones han decidido ya desplegar tropas para las operaciones de paz en Camboya. ¿Por qué Japón ha decidido no hacerlo? Es sabido que Japón duda en enviar tropas por ciertos actos en el pasado. Pero tal actitud está descontextualizada. La Guerra Fría se ha terminado y con ella los conflictos ideológicos. Si Japón envía tropas a UNTAC nadie asociaría eso con conceptos del pasado. La vida de algunos integrantes de esas tropas podría estar en peligro, en efecto, pero es similar a la posibilidad de morir en accidentes de tráfico”. En efecto, pocos meses después, los tres partidos más importantes con representación en la Dieta japonesa llegaron a un acuerdo para participar en operaciones de paz siempre y cuando se cumplieran determinadas condiciones para preservar y mantener a salvo las restricciones constitucionales. Se trataba de la Ley para la Cooperación con Operaciones para el mantenimiento de la Paz y otras operaciones que en Junio de 1992 aprobó el Parlamento. La misma se basaba en los denominados cinco principios sólo bajo los cuales las tropas japonesas podrían participar en operaciones de paz de las Naciones Unidas: 1) todas las partes en conflicto hayan establecido un cese al fuego, 2) las partes hayan consentido el despliegue de una OMP así como la participación japonesa, 3) la operación se condujera con completa imparcialidad, 4) el contingente japonés pueda mantener su derecho soberano a retirarse de la misión si los primeros tres principios fueran violados, y 5) se usaran armas solo bajo el principio de autodefensa mínima y exclusivamente para proteger la vida de personal japonés. Si bien estos principios, como se afirmó entonces, podrían no estar en perfecta consonancia con la práctica de Naciones Unidas sobre el particular, la ley abrió la puerta a una participación cada vez más robustecida de Japón en estas operaciones. Esta política de compromiso moderado, como le llamaron algunos analistas, estuvo acompañada de innovaciones institucionales de importancia. La Ley para la Cooperación creó los Cuarteles Generales de Cooperación para la Paz Internacional (IPCH por sus siglas en ingles), una oficina al interior de la oficina del Primer Ministro para coordinar el Plan de Implementación de cada operación en la que Japón decida participar con el aval de la Dieta. Además de esto, los Cuarteles Generales tienen la obligación de emitir Reglas de Operación detalladas ante cada operación en la que el país decida participar y que necesariamente tendría que estar incluida en el catálogo de las que la ley define como misiones de cooperación para la paz internacional. A saber: misiones de monitoreo del cese al fuego, inspección, recolección, almacenamiento y disposición de


armas, supervisión y manejo de elecciones, provisión de servicios médicos, rescate a personas afectadas por conflictos, asesoría en materia administrativa, distribución de alimentos y otra ayuda, instalación de facilidades en áreas dañadas por conflictos, reparación o mantenimiento de facilidades, tareas de comunicación, construcción y reconstrucción, así como otras tareas semejantes. En efecto, se trata de un catálogo, que aunque amplio, restringe la participación de tropas japonesas a aquellas actividades que no implican necesariamente el uso de la fuerza y que Marrack Goulding ha denominado como de implementación de acuerdos en negociación. En consecuencia, Japón comenzó a participar de estas operaciones e inició también un proceso de adaptación que le llevaría, algunos años después, a ampliar ese catálogo. Luego del envío de personal militar a Camboya, Mozambique, Zaire, Tanzania y los altos del Golán, Japón emprendió un análisis crítico sobre la utilidad de la Ley para la Cooperación y algunos problemas relacionados con su implementación. En virtud de las restricciones establecidas en esta ley, los contingentes japoneses tenían que pedir autorización a Tokio prácticamente durante cada actividad considerada en la misión, no podían participar de ciertas actividades que exigían utilizar armas de fuego y peor aún, varios incidentes tuvieron lugar justo porque la ley sólo posibilita a los contingentes japoneses a utilizar armas para protegerse a sí mismos, no a otros ni a la población civil. Peor aún la Dieta determinó no participar en una misión en Serbia y Macedonia llamada UPROFOR, muy a pesar de la opinión pública que parecía estar a favor, toda vez que no existía ahí un cese al fuego. Las críticas vertidas sobre la limitada participación de Japón en estas operaciones, al tiempo que un mayor activismo del país en Naciones Unidas, y concretamente frente a la posibilidad de ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad, llevaron al Gobierno y al Parlamento japonés a reformar la mencionada ley en 1998 para ampliar el espectro de misiones y las actividades que podrían implementar los continentes japoneses en el exterior. En la Ley para la Cooperación revisada de 1998, muchas de estas disposiciones se flexibilizaron, algunas otras se eliminaron –como la que exigía una declaración de cese al fuego- para abrir la posibilidad de participar en misiones humanitarias y se establecieron nuevas reglas para el uso de la fuerza mucho más en consonancia con la práctica de Naciones Unidas. A partir de entonces, y especialmente después del 11 de septiembre -cuando quedó clara la importancia de consolidar un papel de seguridad regional relevante- Japón incrementó notablemente su presencia en operaciones de paz de la ONU. Pero luego de una reforma ulterior a esa ley en cuestión en diciembre de 2001, inspirada en las conclusiones centrales del Informe Brahimi- que eliminó por completo la restricción para usar armas de fuego sólo para fines de autodefensa y que flexibilizó aún más los cinco principios- Japón se convirtió en el país número 44 entre los principales que proveen de personal militar a operaciones de la ONU. Hoy se ubica, de acuerdo con datos oficiales de la Organización de las Naciones Unidas, en el número 38 del ranking mundial de 117


países que participan en operaciones de paz con un involucramiento importante en países que van desde Sudán a Haití y con exitosas experiencias presentes y pasadas en más de 18 países. CONCLUSIONES La política de participación gradual y moderada a partir de legislación similar a japonesa puede ser, en efecto, una ruta para que México reduzca la brecha entre su discurso y la acción en materia multilateral. Si bien la política mexicana de ausencia en estas misiones no puede mantenerse mucho tiempo más, el país tiene derecho a plantear las condiciones y modalidades en las que prefiere participar. Pero se trata también, como muestra el caso japonés, de poner sobre la mesa una iniciativa de ley que tome en cuenta ambas realidades. Los principios de política exterior no pueden seguir siendo esgrimidos como razón fundamental para oponerse a la participación de México en estas operaciones y hace falta asumir el reto de incorporarse plenamente al primer círculo de la política internacional a favor de la paz y la seguridad internacionales. Hay que recordar que existe una tipología muy amplia de operaciones frente a las cuales México tiene el deber moral y el imperativo político de participar. De nada sirve al interés nacional participar en el Consejo de Seguridad, financiar su actividad, discutir el mandato y renovación de estas misiones, sin participar de ellas. La invitación, por lo tanto, es a examinar otras experiencias, como la japonesa, en la búsqueda de alternativas viables para dar solución a esta importante omisión en nuestra actual política exterior. Máxime si lo que se propone es, tal y como se titula el capítulo correspondiente del Primer Informe de Gobierno de la administración actual, un México con responsabilidad global.

ARTURO MAGAÑA DUPLANCHER es y maestro en Relaciones Internacionales por la Universidad de Leiden, Países Bajos. Se desempeña actualmente como Subdirector del Centro de Estudios Internacionales Gilberto Bosques del Senado mexicano y es miembro asociado del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales (COMEXI). Ha colaborado profesionalmente en ambas Cámaras del Congreso Mexicano y en la Corte Internacional de Justicia de la Haya. Sígalo en Twitter en @Duplancher


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