EL LADO ACTIVO DEL INFINITO
Carlos Castaneda
RESUMEN DE LA CITA INEVITABLE Había algo que me molestaba en lo más recóndito del pensamiento: tenía que contestar una carta importantísima que me había llegado y tenía que hacerlo a toda costa. Lo que me frenaba era una mezcla de indolencia y un deseo profundo de complacer. Mi amigo antropólogo, el responsable de que conociera a don Juan Matus, me había escrito una carta hacía dos meses. Quería saber cómo me iba en mis estudios antropológicos, y me animaba a que lo visitara. Compuse tres largas cartas. Al volver a leer cada una las rompí, pues me parecieron obsequiosas y triviales. No podía expresar en ellas la profundidad de mi agradecimiento, la profundidad del sentimiento que tenía para él. Racionalicé mi tardanza en contestar con la resolución genuina de ir a verlo y decirle personalmente lo que estaba haciendo con don Juan Matus, pero seguí atrasando mi inminente viaje porque no estaba seguro de qué estaba haciendo con don Juan. Quería mostrarle algún día a mi amigo verdaderos resultados. Tal como iban las cosas, tenía apenas vagos bosquejos de posibilidades, que a sus ojos exigentes no hubieran podido considerarse de todas maneras trabajo de campo antropológico.
Un día me enteré de que había muerto. Su muerte me trajo uno de esas peligrosas depresiones silenciosas.
No había manera de expresar lo que sentía porque lo que sentía no estaba del todo formulado en mi mente. Era una mezcla de abatimiento, desaliento y odio por mí mismo por no haberle contestado la carta, por no haberlo visitado. Al poco tiempo de lo sucedido, le hice una visita a don Juan. Al llegar a su casa, me senté sobre una de las cajas bajo su ramada, buscando palabras que no sonaran banales para expresar mi sentimiento de abatimiento por la muerte de mi amigo. Por razones incomprensibles para mí, don Juan sabía el origen de mi confusión y la velada razón de mi visita. -Sí -dijo don Juan secamente-. Sé que tu amigo, el antropólogo que te sirvió de guía para que me conocieras, ha muerto. Por la razón que fuera, supe exactamente el momento en que murió. Lo vi. Sus declaraciones me sacudieron hasta los cimientos. -Lo veía venir desde hacía mucho tiempo. Hasta te lo dije. Pero tú no prestaste atención. Estoy seguro de que ni siquiera te acuerdas.
Me acordaba de cada palabra que me había dicho, pero no tenía ninguna importancia para mí en el momento en que las había dicho. Don Juan había declarado que un suceso profundamente relacionado con nuestro encuentro, pero que no formaba parte de ello, era el hecho de que había visto a mi amigo antropólogo moribundo. -Vi la muerte como fuerza externa ya abriendo a tu amigo -me había dicho-. Cada uno de nosotros tiene una apertura energética, una grieta energética debajo del ombligo. Esa grieta que los chamanes llaman el boquete, está cerrada cuando un hombre está en perfecto estado. Dijo que normalmente, lo único discernible al ojo del chamán es un descolorido tenue en el brillo blancuzco de la esfera luminosa. Pero cuando un hombre está por morirse, el boquete está totalmente abierto. -¿Qué significa todo esto, don Juan? -le había preguntado mecánicamente. -La significancia es mortal -había contestado-. El espíritu me estaba dando un augurio de que algo llegaba a su fin. Pensé que era mi vida la que llegaba a su fin y lo acepté tan elegantemente como pude. Me di cuenta, mucho, mucho más tarde, que no era mi vida la que terminaba, sino mi linaje entero.
No sabía de lo que hablaba. ¿Pero cómo hubiera podido tomarlo en serio? En cuanto a mí, en el momento en que lo dijo era, como todo lo demás en mi vida, pura palabrería. -Tu amigo mismo te dijo, en cierto modo, que se estaba muriendo -dijo don Juan-. Tú reconociste lo que te dijo lo mismo que reconociste lo que te decía yo, pero en ambos casos, elegiste pasarlo por alto. No podía hacer ningún comentario. Estaba agobiado por lo que me decía. Quería hundirme en la caja donde estaba sentado, desaparecer, que me tragara la tierra. -No es tu culpa que pases ciertas cosas por alto -siguió-. Es la juventud. Tienes tanto que hacer, tanta gente a tus alrededores. No estás alerta. De todos modos, nunca has aprendido a estar alerta. En la vena de defender el último baluarte de mi ser, mi idea de que sí era vigilante, le hice notar a don Juan que había estado en situaciones de vida o muerte en que se requerían mi ingenio y vigilancia. No es que no tuviera la capacidad de ser vigilante, sino que me faltaba la orientación para crear la lista apropiada de prioridades; en consecuencia, todo me era o importante o no importante. -Estar alerta no significa ser vigilante -dijo don Juan-. Para los chamanes, el estar alerta es estar consciente de la tela del mundo cotidiano que parece extraña a la interacción del momento. En el viaje que hiciste con tu amigo antes de conocerme, te fijaste solamente en los detalles que eran obvios. No te fijaste cómo su muerte lo absorbía, y a la vez, algo en ti lo sabía.
Empecé a protestar, a decirle que eso no era verdad. -No te escondas detrás de banalidades -dijo en tono acusador-. Levántate. Aunque sea sólo durante el momento en que estás conmigo, asume responsabilidad por lo que sabes. No te pierdas en la tela externa del mundo que te rodea, extraño a lo que pasa. Si no hubieras andado tan preocupado contigo y tus problemas, hubieras sabido que era su último viaje. Hubieras notado que estaba cerrando sus cuentas, viendo a la gente que lo había ayudado, despidiéndose de ellos. »Tu amigo antropólogo me habló una vez -siguió don Juan-. Lo recordaba tan claramente que no me sorprendió para nada cuando te trajo a mí en la estación de autobuses. No pude ayudarlo cuando me habló. No era el hombre que buscaba. Pero le deseé lo mejor desde mi vacío de chamán, desde mi silencio de chamán. Por esa razón, supe que en ese último viaje estaba expresando su agradecimiento a todos aquellos que habían tenido relevancia en su vida. Le admití a don Juan que tenía toda la razón, que habían tantos detalles de que estaba consciente, pero que no tenían ningún significado para mí en aquel momento, como por ejemplo el éxtasis de mi amigo en contemplar el paisaje alrededor de nosotros.
Detenía el coche para contemplar durante horas las montañas a la distancia, o el cauce del río, o el desierto. Descarté esto como la sentimentalidad idiota de un hombre de mediana edad. Hasta le hice vagas insinuaciones de que bebía demasiado. Me dijo que en casos extremos una copa le permitía a un hombre un momento de paz y de desapego, un momento para saborear algo irrepetible. -Era, de hecho, un viaje para sus ojos solamente -dijo don Juan-. Los chamanes hacen tales viajes, y en ellos nada importa, excepto lo que puedan absorber sus ojos. Tu amigo estaba desprendiéndose de todo lo superfluo. Le confesé a don Juan que había pasado por alto lo que me había dicho de mi amigo moribundo, porque a un nivel desconocido había sabido que era verdad. -Los chamanes nunca dicen las cosas por decirlas -dijo-. Tengo muchísimo cuidado de lo que te digo a ti o a cualquier otra persona. La diferencia entre tú y yo, es que yo no tengo nada de tiempo, y me comporto conforme a eso. Tú, por otro lado, crees que tienes todo el tiempo del mundo y también te comportas conforme a eso. El resultado final de nuestras dos formas de comportamiento es que yo mido todo lo que digo y hago, y tú no. Tuve que admitir que tenía razón, pero le aseguré que lo que me decía no me aliviaba mi confusión o mi tristeza. Solté entonces, sin dominio alguno, cada matiz de mis confusos sentimientos. Le dije que no venía en busca de consejos. Quería que me recetara una manera chamanística para terminar con mi angustia. Creí estar verdaderamente
interesado en obtener de él algún relajante natural, un Valium orgánico, y se lo dije. Don Juan movió la cabeza, desconcertado. -Eres demasiado -dijo-. En seguida me vas a pedir un medicamento chamanístico para quitarte todo lo que molesta, sin esfuerzo ninguno por tu parte; sólo el esfuerzo de tragar lo que se te dé. Entre peor el sabor, mejor el resultado. Ése es tu lema, el del hombre occidental. Quieres resultados: una pócima y te curas. »Los chamanes se enfrentan a las cosas de manera distinta -continuó don Juan-. Como no tienen tiempo que perder, se entregan totalmente a lo que está enfrente de ellos. Tu confusión es el resultado de tu falta de sobriedad. No tuviste la sobriedad de agradecerle debidamente a tu amigo. Eso nos pasa a todos. Nunca expresamos lo que sentimos, y cuando queremos hacerlo es demasiado tarde porque se nos ha acabado el tiempo. No es sólo a tu amigo al que se le acabó el tiempo. A ti también se te acabó. Le deberías haber dado las gracias profusamente en Arizona. El se tomó la molestia de llevarte a todas partes, y lo comprendas o no, en la estación de autobuses te dio lo mejor que tenía. Pero en el momento en que deberías haberle dado las gracias, estabas enojado con él, lo estabas juzgando, se había portado mal contigo, lo que fuera. Y entonces aplazaste verlo. En realidad, lo que aplazaste fue el darle las gracias. Ahora estás atorado con un fantasma en la cola. Nunca vas a poder pagarle lo que le debes. Comprendí la inmensidad de lo que me decía. Nunca me había enfrentado a mis acciones de tal manera. De hecho,
jamás le había dado las gracias a nadie, nunca. Don Juan metió su dardo aún más adentro. -Tu amigo sabía que se moría -dijo-. Te escribió una última carta para saber qué hacías. Quizás, sin que lo supiera él o tú, fuiste su último pensamiento. El peso de las palabras de don Juan fue demasiado para mis hombros. Me derrumbé. Sentía que necesitaba acostarme. Me daba vueltas la cabeza. Quizás era el ambiente. Había cometido el terrible error de llegar a la casa de don Juan ya entrada la tarde. El poniente parecía asombrosamente dorado, y los reflejos en las montañas peladas al este de la casa de don Juan eran de oro y púrpura. En el cielo no había ni pizca de nube. Nada parecía moverse. Era como si el mundo entero estuviera escondiéndose, pero su presencia era abrumadora. La quietud del desierto de Sonora era como una daga. Me penetró hasta la médula. Quería irme, subir a mi coche y fugarme. Quería estar en la ciudad, perderme en su ruido. -Estás saboreando algo del infinito -dijo don Juan en un tono de grave finalidad-. Lo sé porque he estado en tu lugar. Quieres irte, meterte en algo humano, cálido, contradictorio, estúpido, no importa. Quieres olvidar la muerte de tu amigo. Pero el infinito no te dejará. -Su voz se suavizó-. Te tiene metidas las garras despiadadamente. -¿Qué puedo hacer ahora, don Juan? -le pregunté. -Lo único que puedes hacer es guardar fresca la memoria de tu amigo, mantenerla viva por el resto de tu vida y, quizás, más allá.
Los chamanes expresan de esa manera el agradecimiento al que ya no pueden dar voz. Puedes creer que es una tontería, pero es lo mejor que los chamanes pueden hacer. Era indudablemente mi propia tristeza, la que me hizo creer que el exuberante don Juan estaba tan triste como yo. En seguida abandoné la idea. No podría haber sido posible. -La tristeza para los chamanes no es personal -dijo don Juan, de nuevo entrando en mis pensamientos-. No es en realidad tristeza. Es una ola de energía que llega desde lo profundo del cosmos y golpea a los chamanes cuando están receptivos, cuando son como radios, capaces de atraer las ondas. »Los chamanes de tiempos antiguos, los que nos dieron el formato entero del chamanismo, creían que hay tristeza en el universo, como una fuerza, una condición como la luz, como el intento, y que esa fuerza perenne actúa, sobre todo en los chamanes porque ya no tienen escudos de defensa. Ya no pueden esconderse detrás de sus amigos o de sus estudios. Ya no pueden esconderse detrás del amor o del odio, o la felicidad, o la desgracia. No pueden esconderse detrás de nada. »La condición de los chamanes -siguió don Juan-, es que la tristeza para ellos es abstracta. No viene de codiciar o de necesitar algo o de la importancia personal. No viene del yo. Viene del infinito. La tristeza que sientes por no haberle dado las gracias a tu amigo ya tiende hacia esa dirección. »Mi maestro, el nagual Julián -siguió-, era un actor fabuloso. Había trabajado profesionalmente en el teatro. Tenía un cuento predilecto que le gustaba contar en sus sesiones de teatro. Me
empujaba a estados de terrible angustia con él. Decía que era un cuento para aquellos guerreros que lo tenían todo, y que sin embargo sentían el dardo de la tristeza universal. Yo siempre creía que me lo estaba contando a mí, personalmente. Don Juan entonces hizo paráfrasis de su maestro, diciéndome que el cuento se refería a un hombre que sufría de una profunda melancolía. Acudió a los mejores médicos de su tiempo y cada uno de ellos fracasó al querer aliviarlo. Al fin llegó al despacho de un médico prominente, un curandero del alma. Le sugirió a su paciente, que a lo mejor encontraba consuelo y un fin a su melancolía, en el amor. El hombre respondió que el amor no era ningún problema para él, era amado como nadie más en el mundo. A continuación, el médico sugirió que quizás el paciente debería emprender un viaje y ver otras partes del mundo. El hombre respondió que, sin exagerar, había estado en todos los rincones del mundo. El médico recomendó pasatiempos como las artes, los deportes, etc. El hombre respondió a cada una de sus recomendaciones de igual manera: había hecho eso y no encontraba alivio.
El médico sospechó que el hombre era, posiblemente, un mentiroso sin remedio. No podría haber hecho todas estas cosas, como mantenía. Pero como buen curandero, el médico tuvo una última inspiración. -¡Ah! -exclamó-. Le tengo la perfecta solución. Tiene usted que asistir a la función del mejor cómico de la época. Le va a encantar a tal extremo, que se va a olvidar de todos los vericuetos de su melancolía. ¡Tiene que asistir a la función del Gran Garrick! Don Juan dijo que el hombre contempló al médico con la mirada más triste imaginable y dijo: -Doctor, si eso es lo que me recomienda, estoy perdido. No tengo remedio. Yo soy el Gran Garrick.