Pensar masculinidades críticas. Asamblea Antipatriarcal de Varones de Santiago. Santiago, diciembre de 2017. La Asamblea Antipatriarcal de Varones de Santiago (AAVAS) es un espacio de coordinación y reflexión para las luchas de género y sexuales que se posiciona desde el lugar problemático de la experiencia masculina (ya sea impuesta socialmente o elegida). Desde fines de 2016 ha realizado diversas actividades y talleres apuntados a nutrir la discusión sobre masculinidades y el rol de los varones dentro del combate contra la opresión patriarcal. Contacto: coordinacionavas@gmail.com Facebook: www.facebook.com/AsambleaAntipatriarcal “Asamblea Antipatriarcal de Varones Santiago”
Prólogo 1. Acoso
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Qué asco
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La violencia inherente al ser (humano) hombre
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Alex Lima
Felipe Araya
2. Heteronorma Jorge el curioso
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Puta, gorda, obvia y mestiza
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Mi enfermedad es mi resistencia
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Frente al machoidiota que llevamos dentro, resisto
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Costumbres
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Bastián Besnier Di Biase Luis Enrique García Jiménez Diego Zamora
Benjamin Prati Martínez
César Benavides G. (Matycez)
3. Familia y crianza Para los niños, autitos
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Joven madre, linda esposa
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Criarse como un wacho más
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Taza de leche
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Por nacer con pene
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Alex Guerrero
Natalia Zuñiga
Francisco Richter
Juan Pablo Villalobos Gomez Rodrigo Loyola Espinoza
Fotografías Nosotras (2014) y Alexander y su universo (1992) (fotos de portada y contraportada, respectivamente) Alexander Caballero Díaz (Perú)
Eunuc
14-17
You Will Never Be a Weye
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Carlos Tacuri (Ecuador) Sebastián Calfuqueo
Prólogo Creemos que la siguiente pregunta permite sintetizar las inquietudes que animan la gestación de este fanzine. ¿En qué medida las luchas feministas del Chile reciente nos obligan a repensar los distintos proyectos críticos en torno al problema de las masculinidades? En esta medida, el panorama político en el que nos situamos aparece configurado por una serie de disputas: las movilizaciones a favor del aborto y el derecho sobre los cuerpos, la visibilización de la violencia y el acoso sexual en los distintos espacios (privados y públicos), las iniciativas de ley en torno a la diversidades sexuales e identidades de género, la visibilización mediática y legislativa de las identidades trans, la creciente conciencia de formas patriarcales de explotación económica (trabajo doméstico, migración, precarización de las condiciones laborales), y la articulación de propuestas y demandas en torno a una educación no sexista. A partir de este escenario, se ha vuelto urgente discutir y precisar el lugar político que ocupamos como “varones” e identidades masculinas en dicho contexto, en un proceso que nos permita situarnos activamente en esa conyuntura y aportar desde aquella posición. Creemos necesario actuar a partir de la confluencia de una reflexión crítica de nuestras identidades y las prácticas que las instituyen. A pesar de la urgencia de este contexto, muchos hombres siguen reproduciendo y actuando bajo la lógica patriarcal y neoliberal. Los feminismos que han surgido y se han constituido desde la lucha de las mujeres han logrado reconfigurar la forma de comprender críticamente la realidad de hoy. El problema aparece cuando aquellos a quienes socialmente se nos asigna un rol “masculino” aparecemos como espectadores indiferentes de dichas transformaciones, o, incluso, manteniendo nuestras posiciones de privilegio y buscando cooptar aquellas luchas. El discurso patriarcal en sus múltiples formas ve amenazado su status quo. Inclusive en las mismas organizaciones que se asumen como revolucionarias, dichas prácticas se replican, aunque cada vez de manera menos impune. Al hablar de “múltiples formas”, queremos decir que el concepto de patriarcado ha cambiado en sus dimensiones y formas de manifestación; ya no solo debe ser comprendido como una estructura rígida y ahistórica, sino como una que ha logrado reconfigurarse en formas solapadas, sutiles, progresistas, y “blanqueadas” (en el sentido coloquial y también racista de dicho concepto).
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Por otro lado, ¿qué ocurre con esos “otros” hombres, quienes han decidido iniciar un proceso autocrítica y posicionamiento con respecto al sistema patriarcal del cual provienen?, ¿de qué manera es posible ser “hombre”, reconocer el lugar de poder socialmente asignado, y construir una alternativa crítica–revolucionaria, y que, junto a ello –desde una praxis transforme la relación de jerarquía que se establece entre el binomio hombre/mujer– reconozca e
inaugure nuevas alianzas y relaciones entre las distintas identidades y sexos? Frente a esta pregunta, creemos que se evidencian dos respuestas iniciales que son insuficientes. En primer lugar, identificamos una actitud de victimización de la idea de hombre, la cual reconoce la existencia del patriarcado, pero fijando la atención en las consecuencias “negativas” que este sistema tiene en sus vidas cotidianas en tanto hombres. Creemos que esta lectura es limitada e individualista, porque no reconoce el impacto diferencial que ejerce el sistema de opresiones en las mujeres y en las disidencias sexuales, situando nuevamente al hombre en el primer lugar de las prioridades. En segundo lugar, se produce un cierto autoflagelo masculino, donde se evidencian las consecuencias negativas que ha tenido el patriarcado sobre nosotros, pero sin superar el estadio de inmovilidad o emocionalidad de aquello “que no queremos ser”: no aspira a ser transformador. Creemos que la culpa no transforma nada. Es necesario, por supuesto, analizar críticamente las consecuencias que el patriarcado ha tenido sobre nosotros y nuestra vida cotidiana, pero luego esa “sensación” debe dar paso a una crítica y práctica que modifiquen de manera radical no solo los discursos, sino también las prácticas cotidianas y sistémicas. En esta línea, es pertinente discutir desde dónde nos interesa hablar. Nos reconocemos varones porque creemos necesario descentrar el concepto de “hombre” que históricamente ha uniformado las identidades e instalado jerarquías opresivas entre ellas. En ese contexto, esta violencia estructural se ha traducido en la aparición sistemas de género binarios; la heterosexualidad obligatoria, la subordinación política, económica, y cultural de lo femenino; y la patologización de las identidades otras. Un eje fundamental de estos procesos ha sido la hegemonía de una identidad masculina, burguesa, blanca, occidental, que configura el denominado sistema patriarcal que hoy conocemos. En este se cruzan otros sistemas de opresiones, tales como la raza, la clase, a identidad de género, la religión, el territorio. Por lo tanto, creemos que una mirada crítica de las identidades masculinas debe situarse de manera radical en la lucha contra el patriarcado. Desde ahí asumimos una perspectiva antipatriarcal, que reconoce el entramado de opresiones y busca indagar y problematizar nuestras identidades y procesos. Nos planteamos en solidaridad de las luchas feministas, y queremos aportar a ellas respetando la centralidad y el lugar que han tenido las mujeres; sin embargo, creemos que ello no debe comprenderse como ser espectadores pasivos del trabajo de nuestras compañeras, sino por el contrario, identificar aquellas zonas donde nos compete y es urgente la transformación. Nuestra invitación reside en convocar a todos aquellos que se identifican con las identidades masculinas a materializar una lucha antipatriarcal colectiva como una responsabilidad política, en consonancia y en alianza con las problemáticas que los feminismos de mujeres han relevado, y que han modificado la manera en que percibimos hoy, críticamente la realidad.
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1 Acoso Junto con los femicidios y la educación sexista, una de las expresiones de machismo que más han puesto sobre la mesa las mujeres es el acoso sexual: en el trabajo, en la calle, en el metro, en los espacios educativos; de parte de empleadores, de profesores, de compañeros y de desconocidos. Y, a pesar de que se le eche la culpa al alcohol, a los malentendidos o a las provocaciones, el factor común es la idea machista de que las mujeres son objetos de deseo al servicio de los hombres, lo cual repercute en un uso desigual del espacio público y generar inseguridad sobre las relaciones interpersonales. Además del respeto y la intervención en situaciones de acoso, ¿cuál es el rol que nos cabe a los hombres para la lucha contra el acoso? En “Qué asco”, un narrador observa la ciudad desde la altura de sus privilegios masculinos mientras rememora el relato de una mujer y vivencias propias relacionadas al acoso y la cosificación de las mujeres; nos muestra la naturalización de la violencia, la complicidad entre hombres y un continuo de violencia, dentro de la cual el acoso es apenas una de las formas más explícitas. “La violencia inherente a ser (humano) hombre” hace explícita la desigualdad en el uso del espacio público y pone la voz del narrador en la del lugar que ocupa el hombre en el patriarcado, guste o no; el relato pone en relieve que la masculinidad se construye ante la mirada de otros hombres y pone en cuestión el significado de ser hombre.
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Cuando llegué al departamento me senté en la vieja silla de mimbre que pusimos en el balcón. Luego estiré mis piernas y las apoyé en el barandal, una sobre la otra. En mi mano teníaa una colilla de Moby Dick que dejé en el cenicero de vidrio que compré en el mall chino la semana pasada. A su costado se reflejaba el último rayo de luz que tiraba esa fría tarde otoñal, pero en realidad nada de eso logró importarme. En mi mente se repetía la imagen de la Carola. Tenía su mirada enrabiada. Esos ojos color miel se escondían debajo de unas cejas fruncidas por el verdadero odio que tenía a todos esos hombrecitos de mierda que le daban asco. Era la misma mirada que puso cuando se encontró con esos culeados que están a la vuelta de su pega. Ese grupo de cocodrilos que siempre está ahí mirándola desde lo lejos como esperando que pase por delante para caminar con ella, taparla de besos, acercarse a su oído y decirle “ven putita”. Pero ahora era incluso más. Me contó lo de la semana pasada. Fue cerca de las ocho de la tarde cuando caminó hasta a la estación del metro para devolverse después de clases. Se despidió con un beso en la mejilla de su mejor amiga de la carrera –ahora a disfrutar de la libertad– dijo como tirando la talla. Sin sospechar que en ese camino sabido de memoria su deseo se truncaría por la calentura violenta del huevón que la sometió al manoseo sexual a destajo. Se subió al carro y varios hombres la rodeaban afirmándose de los asientos. Tal vez alguno no dejaba de mirarla. Tal vez otro se le acercó como queriendo rozar su cuerpo, pero si algo sucedía no fallaría el codazo que alguna vez dio en ese mismo recorrido. Hasta que le tocó bajarse y sin darse cuenta alguien de atrás en un sólo movimiento metió la mano por debajo de su falda apretándole la carne con fuerza y metiendo los dedos por entre sus piernas. La Carola me contó de cómo gritó y arañó la cara de ese hombre que forcejeando la dio vuelta y le apretó la cintura contra su pene erecto detrás de esos jeans apretados: ¡te gusta, culeada! –le repetía el huevón mientras casi le metía la punta de sus dedos por debajo del calzón. Pero nadie de la gente que estaba en la estación fue a ayudarla.
Qué asco Alex Lima
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Ni siquiera los guardias se acercaron a este escenario suspendido en esos intensos minutos de terror que vivió la Carola. Quizás el miedo, el desinterés o esa complicidad que tenemos con la violencia del hombre hacia la mujer es lo que acalló a tanto transeúnte que se hizo el loco. Que no quiso detenerse unos minutos para socorrerla y que subió el volumen de los audífonos para no escuchar el grito desesperado en los últimos compases de esa sinfonía dramática. Las manos como tentáculos agarraban desesperadas todo lo que pillaban en su piel de veinteañera. Sintió cómo esos dedos secos entraban por su polera y la fuerza de mil mujeres se posó en la palma de sus manos morenas. Se acordó de todas las veces que la jotearon en la calle. De todas las veces que alguno le agarró el culo sólo porque podía hacerlo y escuchó el llanto de todas las amigas, primas y conocidas que habían sufrido de maltrato. La rabia se apoderó del cuerpo: Apretó las entrañas, fijó la mirada y disparó un golpe certero en todo el costado de la nariz aguileña. La sangre manchó la polera del huevón ahora ciego, pero ella giró para correr a perderse entre la multitud, subir las escaleras y abandonar la estación. Una vez arriba caminó rápido hasta la plaza arreglándose la ropa. Llegó al banco que está al frente de la pileta y se quedó parada unos minutos. Estaba temblando. En shock. Sintió asco y sus piernas se desvanecieron en el aire y caer en el asiento fue como caer en el vacío. Lloró sola la amargura de esta vivencia que tantas veces se había repetido en la historia de sus hermanas. Miré las luces de la ciudad a mis pies. Los autos parecían sacados de una colección de juguete. Busqué el encendedor. Lo tomé entre mis dedos y cuando apreté con el pulgar para accionar la chispa se prendieron tres centímetros de llama que dejaron mis cejas rubias por varios días. Tiré el humo desde lo alto del edificio. Intenté hacer círculos. Dejé el celular sobre la mesita de madera que tenía al lado mientras sonaba la canción Luna Roja que está en el sexto álbum de Soda Stereo. Habían agarrado mejor sonido en los años noventas cuando dejaron de parecerse a The Cure –pensé–. Sonaron mensajes de WhatsApp. Eran los memes que mandaba un grupo de zorrones culeados al chat de la pega. Estaban hueveando con la noticia de la muñeca inflable que le regalaron a Céspedes en la cena anual de su empresa “Asexma”. Mandé fotos levantándoles el dedo. Tal vez lo vea mi jefe. Me salí del grupo y puse la guitarra distorsionada de Cerati de nuevo para darle una última piteada a la hierba.
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¿Puedo ser hombre sin ser machista? ¿Hay algo que salvar de mi masculinidad? ¿A qué le tengo miedo si dejo de ser masculino? ¿En qué me convertiría? ¿Dejaría de ser quién soy realmente? Tengo la imagen de mi papá hace quince años atrás: vestía un overol azul y unas zapatillas Nike blancas, manchadas. Yo tenía doce años y amaba jugar a las peleas con mi hermano en el taller porque con sus cortos siete años era imposible que me ganara. Sonaba un timbre. Era el liceo de la esquina que había terminado su jornada matutina y el viejo salía a fumarse un cigarro. Esa vez lo miraba detrás de la puerta. Podía sentir el miedo de esas pendejas y podía ver como apuraban el paso para
que el viejo no las joteara con su cara de califa cuando pasaban por fuera de la entrada. No reaccioné. Y quizás hoy todavía no reacciono cuando veo que eso mismo sigue pasando en las casas, en las calles o en el metro. ¿Acaso me parece que esa mierda está bien? No. Obvio que no. Pero lo heavy está en traicionar la lealtad que existe entre las masculinidades y su violencia naturalizada. Qué asco. Me vuelvo cómplice por ser alguien que no quiero ser o seguir siendo. La Carola odió a todos los hombres y más precisamente a esa parte de cada uno que se llama hombre porque allí se aloja el sueño turbio del sadismo anhelado en el imaginario de la posesión. Y para algunos será más y para otros será menos, pero pienso que por debajo del mantel social se regocija impune el crimen y la humillación a las mujeres y eso ya no puede seguir siendo. Que se pudran los que las han visto como objeto sexual allá afuera y en el espacio más íntimo, porque es ahí donde se deja ver ese crudo egoísmo que perturba la mirada y pudre el reflejo violáceo de la cristalina lealtad.
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La violencia inherente al ser (humano) hombre Felipe Araya
Hace un tiempo caminaba, después de un día de trabajo, por una calle solitaria y oscura de Chillán que queda camino a casa. A unos 10 metros delante de mí caminaba una mujer. En la medida que me acercaba a ella pude percibir su miedo, por primera vez en mi vida logre darme cuenta que una mujer sentía temor de mi presencia en la calle. Es difícil racionalizar el cúmulo de emociones que me embargaron, pero fácilmente pasaron desde la pena a la rabia. No sabía si acercarme y decirle que no sintiera miedo, enlentecer el paso para que volviera a caminar con tranquilidad o cruzar a la otra vereda. Finalmente opté por acelerar y adelantarla lo más rápido posible. Las cuadras que quedaron hasta llegar a casa y hasta varios días después, no pude sacarme esta imagen de la cabeza. Quise escribir algo hacia ella, aún sin conocerla, donde decirle que no todos los hombres somos agresores y violentos. Recordé un par de textos similares que han circulado por la red, pero nada de esto me convencía, no porque no les crea a quienes los escribieron, ya que efectivamente me siento identificado, sino porque nada de eso va a hacer que ella deje de sentir miedo de un hombre desconocido en una calle solitaria y oscura; porque aunque me acercara y le dijera que no sintiera miedo, y ella lo creyera, tampoco va a eliminar el instinto defensivo de una mujer en la calle; porque por cada hombre capaz de notar ese temor hay miles que ni siquiera lo notan y si lo notan lo echaran pa’ la talla (mina loca, dirían muchos); porque por cada uno de nosotros que trabaja contra la violencia a la mujer hay muchísimos más dispuestos a acosarlas gratuitamente, tocarlas o violarlas y hay muchísimos más que darán vuelta la cabeza, callarán o culpabilizarán a la mujer (que como andaba vestida, que la hora en la que andaba en la calle, que seguramente venía con copete, que agradezca con lo fea que es, etc.).
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Fue terrible darme cuenta (tarde dirán, y con razón) que ese temor hacia mi persona está bien fundado, que no es ni una “alharaca de mina” ni una paranoia, que yo y todos los hombres, somos poseedores de una violencia intrínseca, internaliza-
da en nuestro cuerpo y basada profundamente en la socialización que hemos recibido para llegar a convertirnos en “hombres como corresponde”. Recuerdo cuando preadolescente, caminando con mi hermano y mi padre, a este ultimo silbándole a una mujer para que ella pensara que habíamos sido nosotros, qué más podemos esperar de los jóvenes y adultos socializados en esa clase de crianza. Crecí viendo a mi padre trabajar y a mi madre ser dueña de casa y servir la comida (siempre a mi padre primero). Y aclaro que mi familia fue bastante menos machista que otras que he conocido, es solo para evidenciar lo extremadamente interiorizado que tenemos conductas que fortalecen y perpetúan el machismo, el sexismo, la cosificación de la mujer, la homofobia, etc. es cosa de abrir un poco los ojos y mirar con un poco mas de detención nuestras prácticas y la de nuestros entornos cercanos. Nuestro “ser hombres” está basado en mandatos patriarcales que hace que valoremos la superioridad física, la represión de emociones, la hipersexualización, la valía de ser el proveedor de recursos económicos, protección y seguridad, esa es la construcción que hemos aprendido de la masculinidad, y que nos obliga a ver debilidad e inferioridad, no sólo en lo femenino, sino en todo lo no sea masculino: mujeres, niños y niñas, hombres no heterosexuales, animales, naturaleza. Adivinen lo que pasa cuando esos mandatos que nos ha impuesto la sociedad y que nos hemos auto impuesto no se pueden cumplir (porque son absolutamente incumplibles, excepto que seas Clint Eastwood en algún western de “ficción”)… Ahí aparece el control y la violencia, porque querámoslo o no, nos duelan las entrañas o ni siquiera nos demos cuenta, hay una violencia inherente al ser hombres y esa violencia la conoce muy bien la mujer que caminaba delante de mí en esa calle oscura y solitaria de Chillán.
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2 Heteronorma Entre lo dicho y lo ocultado, entre la aceptación y el rechazo, los textos que conforman esta sección nos conducen al espacio de las normas patriarcales en sus diversas encarnaciones: patrones de conducta; modos de hablar, expresarse o desear; prácticas en el espacio doméstico; expectativas frente al cuerpo y el sexo. De ellos emerge la representación una sociedad que impone sus muchas violencias. La vemos desplegada poéticamente y de modo crítico en las imágenes del macho (como lo muestran Benjamín Patri y César Benavides), o bien en los cuerpos marcados por una sexualidad negada, acosada por los prejuicios y por el temor que sigue asociado a las infecciones de transmisión sexual (en las narraciones y testimonios de Bastián Besnier, Luis Enrique García y Diego Zamora). Cuando aparece, la norma es ruda, cruel, sin consideraciones. Podría decirse: “el machismo es sin llorar”. Pero frente a la escasa flexibilidad que muestran las leyes del patriarcado, los textos ensayan diversas resistencias. Habitan en ellos la ironía y el desacato, voces que parecen dispuestas a confrontar los mandatos dominantes del género y la sexualidad, ya sea desde la ridiculización, o en el combate verbal que afirma a sujetos que han perdido todo interés en mantenerse cómplices. Por el contrario, denuncian y se desmarcan de aquellos actos en los que también los oprimidos se suman al poder, recordándonos que nunca es tarde para intentar escabullirse y buscar otros mundos posibles.
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Jorge Violencio prende un cigarro en el piso 50 del edificio costanera. Fuma acelerado, como arrancando, como viendo una grabación de cuando era pequeño. A sus pies está la ciudad, su ciudad, su línea del metro, su transnacional de supermercados, sus secretarias de senos prominentes. Bustos, tetas, callaguaguas, ricas, se dice a sí mismo, sudando frío, convenciendo al aire. Suena el teléfono. Susana, la secretaria. Recoge el auricular con la mano temblorosa.
Jorge el curioso Bastián Besnier Di Biase
—¿Don Jorge?— preguntan del otro lado. —Ss...ssii— tartamudea. —Llegaron los resultados del examen. Jorge cierra los ojos tratando de olvidar. Anoche, una noche loca, loca, como las de antes con los amigos de la universidad, unas cuantas prostitutas, el sudor de los cuerpos. Jale, Jack Daniels y un poco de sexo apretado. Todo era difuso ¿le habrán echado algo a la falopa? Le sobajea sus senos, la enreda con las manos y baja por su cintura hasta sentir un bulto prominente. CON-CHA-TU-MA-DRE. Silencio. ¿Querí probar? Jorge aprieta los ojos tratando de no recordar. El amiguito Juan Franco, el fútbol los martes, la ducha de los camarines, las primeras erecciones. La auxiliar del estadio gritando, su papá golpeándolo hasta los prejuicios. A lo lejos, Jorgito veía las piernas de los defensas mientras, por las noches, se limpiaba con las sábanas de pókemon. —Don Jorge— volvió a escuchar —salió negativo.
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Puta, gorda, obvia y mestiza Luis García (México)
Desde pequeño me ha gustado la cocina, el arte, la música y “las cosas de chicas”. Mi madre jamás la vio venir, o eso dice; mi padre sí, pero nunca estaba en casa. La verdad es que ni yo mismo entendía muy bien que pasaba y como jamás me ha importado mucho lo que otra gente dijera de mí, simplemente hacía las cosas porque me placían. No fue hasta los 18 años que salí del closet en un brutal golpe de realidad: “¿Que eres gay? Ya todos lo sabíamos, Luis. Tú fuiste el último en enterarte”. Desde entonces, no sé si fue por ya no vivir en un armario, que ni siquiera sabía que existía, o porque me di de bruces y sin poner las manos ante el mundo gay, pero la caja de cristal en la que me encontraba se había roto y hecho añicos. Ignoro si fue por las nuevas amistades, porque me mudé de ciudad para estudiar la licenciatura o simplemente ya lo traía, pero de la noche a la mañana, me había convertido en un “maricón”. La gente me lo preguntaba, cosa que antes no pasaba, me veía, me apuntaba, como si fuera un bicho raro en el escaparate de un circo de fenómenos al cuál no me habían preguntado siquiera si quería participar. Para colmo, me conseguí un novio que me hacía feliz, del que me encantaba tomarle la mano en la plaza, en el parque y darle besos de vez en cuando porque se ponía todo lindo de rojo cuando lo hacía a pesar de que a la gente no le gustase, nos aventase botellas de vidrio por la calle, nos gritara de cosas desde autos en movimiento e incluso a la policía le encantara corretearnos por cometer “actos contra la moral”.
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Uno pensaría que al crecer, se dejarían de vivir dichas atrocidades por no ser un hombre alfa y macho “a pesar” de ser homosexual, que estas cosas solo se dan por la loca heterosexual de tu grupo de licenciatura que te critica por hacer dobles sentidos con tus amigos hombres y heteros, de los cuales aparentemente no puedo ser amigo porque me los quiero coger, o que te corran de la cocina por haberte cortado al abrir la lata del atún por el peligro de “contagiar de VIH a alguien si cae sobre la comida” (mira que yo no sabía que por ser gay uno ya traía el VIH de cajón). Sin embargo, conforme
me he ido desarrollando dentro de la esfera de la comunidad LGBTQ, las cosas han ido de mal en peor. Como dije antes, desde niño siempre he hecho las cosas porque me placen, porque las siento desde la tripa y las digo y las hago y ya; no obstante, en el mundo gay, también caminar de tal o cual manera, ser delicado, no gustar de las actividades deportivas, tener una voz serena y baja, es decir, ser o no ser de acuerdo con un modelo de masculinidad hegemónica tampoco está del todo bien. Pensaba que eso eran cosas de heteros, que si no tomaban alcohol, entonces no podían ser parte del grupo; que si expresaban sus emociones, se les hacía burla y bromas; pero no, eso también nos aplica a los gays, a todos sin excepción. Así que por eso me metí al gimnasio, para ser musculoso y resultar atractivo para otros. Me dejé la barba, controlaba todos mis movimientos, mis pensares, mis hablares, comencé a beber, a tener mucho sexo sin protección y a vivir la vida de lujos, gastos y superficialidad a la que en el mundo gay se aspira. Por unos meses, me convertí en el maniquí a la moda, “masculino”, gallardo, fuerte y viril que todo hombre del rol pasivo podría querer, haciendo de lado mis emociones reales, mis ganas de caminar contoneando la cadera por puro gusto, dejando las “joterías” de lado para poder cumplir con el rol proveedor, protector e infiel que la sociedad gay me imponía por mi rol sexual. Un buen día eso se vino abajo al hacerme una prueba de sangre para donar antes de hacerme un tatuaje, siendo mi sorpresa (aunque ni tanto, porque sabía cómo y con quién) que vivía con VIH desde hacía un tiempo (cumpliendo la profecía de aquella lata de atún). El diagnóstico fue un parte aguas en el que cuestioné absolutamente todo lo que había adherido a mí y pensaba que era mi identidad y, gracias a un proceso terapéutico que aún continúo, comencé a aceptarme como realmente era, como dejé de ser, simplemente por el hecho de ser aceptado y no volver a ser violentado por los heteros, por mi familia y por otros gay. Tal vez por eso actualmente estudio cuestiones de género, en especial el tema de las masculinidades y lo que se le conoce como bufe entre gays. Ya sabes, esa cosa que vino de quién sabe dónde pero que se usa para referirse a compañeros dentro de la misma comunidad LGBTQ de manera peyorativa. Palabras como “pasiva”, “vestida”, “gorda”, “jota”, “pitochico”, “vieja”, “obvia”, “pobra”, “mestiza”, “prieta”, entre otras, se usan de manera misógina, homofóbica, racista, clasista, corporalista y demás aristas de manera normalizada entre hombres homosexuales para insultarse, sobajarse y discriminarse, cosa que los heteros ya de por sí hacían. Estudios con perpetradores hetero ya habían mostrado que dichos actos de crímenes de odio provocaban efectos negativos en la salud mental de las víctimas, al cuestionar sus identidades y estigmatizarlas por no ser parte del mandato hegemónico de masculinidad heterosexual. No obstante, actualmente en la comunidad gay, existe un movimiento social “de clóset” en el que se buscan y promueven las conductas masculinas en donde el más peludo, musculoso, rico, poderoso y de andar simiesco es el gay más deseado para sexo, pareja o ambas cosas.
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En los setenta la lucha era contra el patriarcado heteronormado y su yugo represor hacia lo diferente; ahora, al no estar tan apretado el pescuezo, parece ser que quienes ahorcan son los mismos ahorcados. “Que tu homosexualidad no te quite tu hombría”, “soy hombre y me gustan los hombres”, “solo masculinos discretos” o en inglés “no fats, no fems, no asians” (“no afeminados, no gordos, no asiáticos”) son frases que se leen y escuchan en todas partes donde más de dos gays estén presentes y que día con día permean en el inconsciente colectivo LGBTQ. ¿De qué nos sirvió la lucha por nuestros derechos si al final de cuentas voy a ser menos por ser moreno, pobre o gordo? ¿En qué nos ayuda llamarnos “comunidad” si al homosexual que pasea por la plaza lo agredo de pasiva, obvia y sidosa? Hace mucho que dejé de considerarme parte del grupo que perpetúa formas de violencia patriarcal. Comencé a vivirme como yo mismo de nuevo, a hacer yoga y ballet, dejarme el cabello largo y bailar “como vieja” aunque eso signifique que mis posibilidades de tener una pareja o sexo como activo sean casi nulas. “Para tener un novio más femenino que yo, prefiero que sea mi amiga” me han dicho y yo solo me río, me doy la vuelta y continúo porque dicen que si no puedes con el enemigo, únetele; pero la verdad prefiero vivir y dejar vivir; morir y dejar morir y ayudar a otros hombres que, sin importar orientación sexual, raza, género, peso y altura, tamaño de pene o sin pene, edad o nivel socio económico, quieran salir de la jaula de la “masculinidad” represora en la que se nos ha metido y que, con perdón de las feministas radicales, también los lastima.
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Páginas 14 y 17: Eunuc, por Carlos Tacuri (artista) y Rosalía Vazquez (fotografía). Semidesnudo sobre una camilla antigua y utilizando un espéculo de Nott del siglo XIX, corto la circulación de mis conductos deferentes; durante un instante detengo el flujo que alimenta mi máquina reproductora de roles y relatos de masculinidad hegemónica.
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You Will Never Be a Weye, por Sebastiรกn Calfuqueo (fotogramas de la video-performance). Ver en: www.vimeo.com/165583660
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…cuando ya nadie creía en los políticos, la medicina atrajo, apasionó al género humano con su grandes descubrimientos. Es la religión y la política de nuestra época. Adolfo Bioy Casares.
1 Ser hombre es estar sano. Las mujeres se enferman una vez al mes, los maricas pegan el sida, los locos son enfermos mentales, los niños son débiles frente a las enfermedades, hay que cuidarlos. La juventud es una enfermedad que se pasa con los años, los animales pegan la rabia, los transexuales deben ser revisados por médicos antes de ser, antes de existir. Un hombre que se enferma es otra cosa, no es un hombre. No produce, no trabaja. Un hombre enfermo no es fértil. Un hombre enfermo no puede defender a los suyos, no puede defenderse a sí mismo. No hay hombres enfermos, cuando un hombre se enferma es otra cosa. Ser hombre es estar sano.
Mi enfermedad es mi resistencia Diego Zamora
2 Cuando me diagnosticaron con VIH pensé que mi sangre estaba llena de insectos. Los sentía caminar, millones de hormigas bajo la piel, pensé en el color amarillo, pensé en la perdida, en los dolores. Tenía la sensación de reconocer partes de mi interior que no había sentido jamás. Estaba descompuesto y débil. Recuerdo que me dijeron: tienes que ser hombre para enfrentar estas cosas, ser bien hombrecito. Pero yo no sabía qué significaba ser hombre. Aún sé pocas cosas sobre la palabra hombre. Sé que ser hombre es estar sano y yo era otra cosa. Yo era un enfermo. 3 Los medicamentos me protegen contra el virus, lo atacan, es una guerra química al interior de mi cuerpo, un campo de batalla. Pero qué tiene que ver la enfermedad y la guerra. Cuando un hombre pierde un brazo es devuelto a su hogar, los enfermos no entran al servicio militar, los maricas tampoco. La guerra es la demostración de su sanidad, van con sus cuerpos a demostrar quién es el más fuerte.
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Los medicamentos no hacen la guerra con el VIH, lo que hacen no es una metáfora, mi cuerpo muta con cada pastilla, cambia de color, produce gases y hay pesadillas. No tengo metáforas para el punzante dolor del hígado cuando agrego otro medicamento. No tengo metáforas para el miedo ante un síntoma, ante la posibilidad de infectar, no tengo poesía cuando me redujeron a pensar el sexo con el miedo, cuando me obligaron a pensar que lo erótico era una imagen sin heridas, sin olores, sin humanidad. Toda pornografía es cinematográfica, todas las guerras llegan al cine. Pero mi enfermedad es imposible de fotografiar. El VIH lo llevo como resistencia. Le dejo la guerra a los hombres. 4 Nos gustan los hombres sanos, alegres, atléticos, fuertes, guerreros, poderosos, millonarios, fértiles, masculinos, protectores, colonizadores, violadores, musculosos, limpios, higiénicos, blancos. Eso es lo que deseamos. Pero yo resisto a ese deseo. No quiero ser un hombre, quiero asumir que tengo una infección en mis células. No quiero que vengas a sanar mi piel porque mi piel ha sido y sigue siendo una herida entre el mundo y el interior, como un revés donde no hay adentro ni afuera. Nadie puede colonizar este espacio, soy el vertedero de las capitales, existo en esa mierda, en la frontera, a las afueras de la ciudad y desde acá veo las producciones, el avance, el progreso. Los enfermos afirmamos este momento, el momento que nos permiten antes de morir. El futuro es tan masculino como la guerra y sólo en ellos vive la esperanza. Yo no tengo esperanzas. Sé que tengo VIH y eso ya es saber demasiado sobre mi propio cuerpo. Con esas tres letras me basta para armar una barricada. 5 Tener VIH es tener algo. Eso me dio la vida. Eso me basta para resistir.
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El que orgullosO nos convence que toma mas alcohol que todxs los ahí presentes, El que habla fuerte y no escucha en las asambleas, El que sabe pelear, El que dice la última palabra, El que la tiene mas grande que el resto, El que cree que el uso del lenguaje antipatriarcal es una estupidez, una pérdida de tiempo, El que le encanta hacerle bulling a los amigOs, pero “solo de webeo”, El que no sabe cómo querer, El más caballerO de todOs, el que “respeta a las mujeres” El que habla de la revolución, pero cree que la loza se lava sola, El que cree en la lucha de clases, pero no lucha consigo mismo, El que piensa que no es machista, que no es opresor, que ya está liberadO, El que no se cuestiona cómo ha tenido sexo durante su vida, El que no se preguntó por el amor y la libertad, El que no se cuestiona el número de mujeres en una organización política, El que habla de libertad, pero no cuestiona sus privilegios, El emancipadO que vive en impunidad, El más inteligente que es incuestionable, El que disocia la razón de la emoción, El que no ve al femicidio como el genocidio cotidiano del patriarcado en el mundo entero, El que no ve al abusador como un enemigO de género, El que no quiere ver su yo-tirano, El que no está dispuesto a renunciar a sus privilegios, El que no ve en el humor misógino, homo y transfóbico un acto de violencia solapado y cínico,
Frente al machoidiota que llevamos dentro, resisto Benjamín Prati Martínez
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El que no se cuestiona su condición de machoidiota, En el fondo… …y tristemente… …Con mucha rabia… …Somos casi todOs… Pero en el ejercicio de liberación cotidiano e insistente, no me quedo. Ni me aburro. Me equivoco, Pero, con humildad, resisto. Eso espero…
Costumbres César Benavides G. (Matycez) Escucha la canción aquí: youtu.be/ba4QiKRT-6w
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Seamos capaces de ver lo que acontece de ver lo que se hace hace siglos pese que haya conciencia de clase y muchos se expresen esto sigue replicándose y quizá no cese Es parte de la cultura y la cultura vive en ti y en mi aunque sea una basura te dijeron lo que está bien o mal, y tú valoras todo de acuerdo a esa estructura, bueno Mejor no hablemos de culpas la sociedad entera es la que esta mierda te inculca dependiendo de tu rol en ella serás un caballero o una señorita limpia, casta, culta ¡loca nunca! Las tareas están asignadas las inventó el patrón, el mismo que violaba a todas sus empleadas el jefe del hogar, el que curao llega a maltratar a quien dice que ama
Chorizo en la casa, sumiso en la pega pega más más si esto aquí no más se queda disfruta de tu lugar impune como hidroeléctricas que el río Pilmaiquén destruyen Esta es la crianza, desde la casa avanza un prototipo que a cada persona hacen calzar tú solo debes mantener esa esperanza de ser un macho recio, o una mujer que no se cansa, y aguanta. El piropo en la calle acosos laborales el ser tratada como objeto en tiendas comerciales satisfacer placer ajeno porque el hombre es bueno o tiene dinero pa’ pagar por tus piernas suaves. Aguantar criar críos sin padre aguantar el sapeo, como andas, con quien sales disfrutar sería como ser puta en esta injusta sociedad que educa a favor del hombre, ¿sabes? En lo público y privado hay poder para el hombre, castigo pal afeminado yo no me arranco porque soy hombre y debo revisar costumbres que opriman a la de al lado.
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3 Familia y crianza Mediante la familia, espacio cotidiano por excelencia, se nos inculcan formas de comprender y actuar en la realidad, agenciar nuestras identidades desde el binario hombre/mujer y los roles domésticos que allí operan. En el primer texto, una hablante interpela a la “joven madre, linda esposa”, aquella que experimenta –como tantas mujeres– la crianza y las labores domésticas en soledad, y donde el otro, la figura masculina, deviene ausencia, en una dialéctica sorda y parasitaria de dependencia y subordinación: una mujer que abandona su autonomía por un proyecto de maternidad. Alex Guerrero nos propone a través las décimas una voz crítica: ese hombre/padre que repiensa su responsabilidad en la reproducción del patriarcado. Son las nuevas paternidades críticas, que buscan romper con roles históricamente asumidos. En esa línea, “Criarme como guacho” evidencia la crisis de un sujeto que, habiendo experimentado la ausencia de su padre, enfrenta ahora su propia paternidad con todos los fantasmas y miedos que ello le produjo. Los textos finales dan cuenta de cuerpos cosificados y normados por la institución de la familia: “Por nacer con pene”, desde un lenguaje poético, revela un deseo emancipatorio de las opresiones y cosificaciones propias de esa herencia masculina y totalizante. Lo mismo ocurre en “Taza de leche”, donde un relato íntimo devela la opresión de una infancia normada por la figura castradora del padre machista y heteronormado.
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Para los niños, autitos y muñecas para ellas de rosado se ven bellas de azul los niños machitos, para ellos se encuentra escrito que al futbol deben jugar, y el pelo cortito usar, al oír esto me aflijo Cuando te dicen esto, hijo, Lo mejor es no escuchar. Yo no quiero que tú aprendas a encantar con tus proezas a las rosadas princesas ni que azul vuelvas tus prendas. Que nunca cubran las vendas del discurso dominante tu mirada desafiante y que aprendas solo espero a ser el fiel compañero de quién sea tu acompañante No es verdad el cuento de hadas, el príncipe y la princesa. No existe la realeza, son historias inventadas. La mujer emancipada no se viste de un color, ni se agota en el amor que le puede dar un hombre. Nació libre, no se asombre, Brilla con propio fulgor. No hay mujer tuya ni mía, no es “tu” mina ni “tu” esposa. Por tratarla como cosa no se acrecienta tu hombría. Es clara sabiduría darle el amor que merece como ser libre que crece. Esto tú debes saber no la puedes poseer porque ella se pertenece.
Para los niños, autitos Alex Guerrero
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Joven madre, linda esposa Natalia Zuñiga El texto pertenece al libro La que escribió este libro, de la Editorial Moda y Pueblo. Taller avanzada 2016. Colección: “Lo que se ve no se pregunta”.
Las mejores madres son las que no tienen hijos, las demás están cansadas se merecen una siesta. Sara Hebe
A ti te escribo, joven madre, y empatizo contigo, nunca con tu marido, que claramente tiene un problema con la bebida –pero como es hombre, se le puede aceptar. A ti te hablo, linda esposa, con muchos años menos que yo, pero que tres veces al día de todos los días del año, sin falta, debe prepararle comida a su marido y a su hijo, al que también le cambia el pañal, el cual también es hombre y aprende de su papá, que si usara pañal también tendrías que cambiárselo después de hacer desmadre con sus amigos porque queda cho pico, mientras tú, joven madre, linda esposa, le quitas los chanchitos a la guagua, el pequeño hijo, del joven matrimonio feliz, que de a poco se irá convirtiendo en hombre, y buscará una linda esposa lo más parecida posible a su joven madre para que limpie las botellas que dejará en el patio después de tomar mezcal con sus amigos, incapaz de recogerlas e incapaz de hacer sus deberes de esposo. Joven madre, linda esposa, piensa en tu joven nuera antes de que sea demasiado tarde. Joven madre, linda esposa, no sientas celos porque otras jóvenes mujeres no-madres se emborrachan con tu hombre. Piensa que fue a ti a quien eligió para ser su linda esposa y depositar su líquido viril que embaraza y que te obliga a una vida a su lado, esperando, esperando que cambie alguna de todas esas cosas malas que se le permiten porque él es hombre y no debe dar leche de sus tetitas ni despertar a la mitad de la noche porque el hijo que ambos decidieron traer al mundo tiene maña.
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Te salvas, joven padre y buen esposo, de que el hombrecito que trajiste al mundo no tendrá memoria de esto, pero sí la tendrá de los partidos de fútbol que jueguen juntos y del tercer tiempo, en donde lo incluirás en tu tropa de amigos borrachos que lo impulsaran a sus primeras proezas sexuales, quedarás como un héroe, joven padre, sin siquiera en tu vida haber cambiado un pañal, sin siquiera
haber limpiado la caquita con una toallita húmeda del potito blanco de tu hermoso primer varón. Después vendrá la escuela, la graduación, que te llenará de orgullo, en donde sólo tendrás que aparecer y sonreír para la foto, sin nunca haber buscado una tarea en el Icarito o en la Encarta, solo pagando la mensualidad puntualmente. Joven padre, que aprendiste de tu padre a ser hombre, y lamentablemente a ser padre y buen esposo: rompe con la tradición y aporta al mundo a través de tu joven hijo: ya no necesitamos más machitos como tú. Por eso, joven madre, linda esposa, te escribo a ti y a tu frustración de domingo en la noche, mientras el buen esposo ve fútbol y se prepara para la vida que ocurrirá el lunes, mientras tú piensas en lo que estarías haciendo si no fueras joven madre, sólo joven y nunca madre, a tu sensación de estarte perdiendo el mundo que no alcanzaste a ver a tus veinte años, aunque vives como si tuvieras más, porque tu cansancio de joven madre es como si hubieras parido a todos los hijos del continente. No te culpo, joven madre. Quién soy yo para juzgar las decisiones que tomaste, linda esposa. Me gustaría invitarte una cerveza, a ver si desahogamos las penas. Yo igual espero que los hombres cambien, pero una también tiene que cambiar: te puedo prestar mis apuntes de Judith Butler, el papi-arcada nos ha perjudicado, vamos, yo me saco las chelas, no te preocupes, no importa, camina lento joven madre, no te vayas a equivocar para siempre.
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Criarme como un wacho más Francisco Richter
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Criarme como un wacho más, en este país de wachos, no fue la gran cosa en su momento para mí. Cuando mi viejo se fue pa’ siempre, y mi mami me lo informó, pensé que no había mucha diferencia entre tener un papá que se iba a la pega antes de que yo despertara y llegaba cuando yo estaba durmiendo, en vez de no tener papá. Cuando el tiempo fue pasando, sí fui sintiendo el peso y el cansancio en mi viejita, que tuvo que entregar su vida, soportando muchas cosas que sólo pude comprender después, algunas de adolescente y otras de adulto, trabajando y criando. A varias preguntas mi vieja me respondía con rabia, somos pobres, por eso las cosas son así. Recuerdo latente su imagen llorando desesperada porque se le habían caído 50 lucas, eran las 50 lucas pa’ la comida del mes; significaban mucho en ese tiempo. Yo me crié más o menos solo durante el día desde chiquitito; mi hermano y mi mamá pasaban afuera. Crecí en un barrio cuico viviendo como pobre. En el liceo nunca aprendí nada. En los liceos de barrios cuicos, donde van la mayoría de los pobres que viven en el barrio alto, los raperos son fachos, en el sentido violento de la palabra. Ser hombre era ser violento, en el sentido autoritario de la violencia. De adolescente comencé a sentir una rabia incontrolable contra todos esos oficinistas de corbata que se parecían al jefe de mi vieja. Por todos los abusos que ella había vivido. Por toda la plata que le robaron dándole una porción de lo que ganaban sus compañeros, por todos los acosos que tuvo que aguantar. En realidad comencé a sentir rabia por los hombres. Nunca había visto que un hombre sirviera para algo. Yo ya no quería ser parte de eso, no tenía ni una intención de ser hombre si no más bien quería ser como mi mami; ella era fuerte, sabía karate y le sacó la chucha a un par de abusadores, era potente y a pesar de la esclavitud en la que vivía siempre me trató con amor y honestidad. Me mostró el arte, la ciencia, la filosofía. Me llevaba al Normandie cuando yo tenía 12, y cuando le preguntaban si yo tenía edad suficiente pa’ ver la película ella siempre sabía como sortearse las barreras y guiñarme un ojo. Me enseñó a cuidarme de todo tipo de autoridad. Era mi heroína y yo quería ser así.
Cuando recibí la llamada, y me dijeron que yo iba a ser padre, se me nubló la cabeza y el corazón. No porque no tenía donde caerme muerto, ni tampoco porque la madre era una amiga a la que yo apenas conocía que vivía en una ciudad distinta a la mía, sino por el miedo infinito de que la historia se repitiera de alguna u otra forma. Yo siempre había jurado que jamás iba a dejar a mis hijos solos, pero la situación era más compleja de lo que uno se imagina. Comencé a ver en todos lados hombres que no podían vivir la paternidad por puros dramas con las madres. Miré el cielo, grité fuerte, y tuve suerte. La mamá de mi hijo siempre me abrió las puertas, y me dio el espacio para vivir la paternidad sin condiciones. Me dijo o eri papá o no eri papá, pero no a medias, y yo lo agradecí. Aun así sentía rabia; rabia por no poder ser yo el que viviera con mi hijo, rabia por no vivir el cotidiano con él, rabia por ser la visita de los fines de semana… pa’ mi no era suficiente. Antes de ser papá estaba totalmente desapegado a la idea de ser hombre. En general todo lo que rodeaba esa idea me parecía medio repugnante, y había decidido no pensar más en eso. Pero cuando caché que iba a ser papá de un niño, la necesidad de entender mis masculinidades fue inevitable. ¿Qué era lo que yo quería traspasarle a él? –si odiaba tanto al ser masculino– ¿que le traspasaría como padre? Comencé a replantearme, y a re-construirme; no solo quería evitar criar a un macho, si no que también necesitaba que cosas buenas afloraran de mi ser varón. Al poquito tiempo de criar me di cuenta que la crianza no se ejerce rechazando todo el tiempo lo que está mal, sino más bien mostrando lo maravilloso que es vivir de forma distinta. Mis hijos me enseñaron que el mundo cambia con mi ejemplo y no sólo con mi opinión; y para que ellos capten lo que digo es necesario que lo experimenten, ya sea viéndolo o usando cualquier otro sentido. Esa es una forma que me ha servido también para controlar el ego; porque hablar es re fácil, pero hacer es distinto. Porque al hacer aprendo también que tan certero es lo que digo, y resulta que muchas veces lo que decía no era más que mi ego y no mi esencia. Pero ese es otro tema. Al par de años tuve la suerte de poder comenzar a vivir con mi hijito y criarlo día a día. Al principio éramos una mamá y un papá (ambxs pendejxs) que disfrutaban del cotidiano con su hijo, e intentábamos entendernos como una posible pareja. Al menos como amigxs nos llevábamos bien. Se me vino al cuerpo y a la mente la idea india del matrimonio como el “aprender a amarse”. Ese era el siguiente objetivo, aprender a amar. Aunque la idea heteronormativa de la familia y la sociedad hizo y hace todo más difícil. Siempre en la dicotomía de ser honesto y explicar que la relación que tenemos es algo que ni nosotrxs logramos definir. O ser práctico y dejar a la gente que se imagine la foto de la familia feliz. Pero la verdad es que aprender a amar es un proceso complejo y que se genera en el cotidiano, sin pausa, y es dinámico. No puede tener categorías, ni tampoco evaluaciones, se define por sí mismo, y es distinto en persona, para cada momento y lugar.
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Taza de leche Juan Pablo Villalobos Gómez
La leche se enfriaba mientras Jorge planeaba las formas posibles para eludir esta vez Educación Física. La cocina, enorme, se hacía pequeña cada miércoles, cada semana. Se sentía disminuido, como sí sus doce años fueran apenas siete, y no pudiese hacer nada más que apuntar a las cosas para que alguien las acercara a él. Solo pensar en sudar le apretaba el estómago, un nudo que ni él ni su madre habían podido desatar nunca, y que al hablar con su padre solo parecía apretarse más y más. Su madre había desistido en los intentos de que su hijo bebiera la leche, se conformaba con que al menos se comiera el pan tostado, al que afanosamente llenaba de mantequilla. Laura había hablado con otras madres sobre la reticencia de su hijo a tomar leche durante el desayuno. A él le daba asco, y era claro que no inventaba, muchas veces lo escuchó conteniendo arcadas en el baño, haciendo correr el agua para que ni ella ni su marido se enteraran. Ellas le señalaban que era normal, que había muchos niños intolerantes a la lactosa, que de pronto lo mejor era ser flexible. Así, una de ellas contó que había tomado la decisión de permitir la Coca-Cola o la Fanta en la mañana, otra señaló que le enviaba a su hija una leche individual de chocolate para que la tomara durante el recreo. Una de ellas indicó que además no era para nada normal tomar leche, que el único animal que lo hacía después de destetado es el hombre. Calaron profundo algunos cigarros y se retiraron. Las reuniones de apoderados se habían transformado rápidamente en una especie de confesionario o grupo de autoayuda para ellas y otras apoderadas, que veían como de súbito, su vida, sus conversaciones, su día a día, orbitaba alrededor de sus niños.
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Esa mañana Laura sabía que Jorge no bebería su desayuno. Pero a diferencia de otros días, esta vez no estaban solos, y su marido bajaría en cualquier momento a exigir que el niño se comportara como hombre y se tomara la maldita leche. Salvo el nombre, Jorge, compartía pocas cosas con su hijo, lo que hacía que por una parte la imaginación y por otra las expectativas, llenaran esa gran brecha entre
ambos. Los hechos eran que hace poco más de cinco años había conseguido llegar a trabajar como conductor de camiones a través de un primo. El trabajo le permitía estabilidad económica y estar lejos de casa, pero estar, y en eso consistía ser un buen hombre para su padre, lo que por consiguiente acabó significando lo mismo para él casi sin advertirlo. Jorge había llegado anoche, y cada vez era más distante y extraña su presencia en casa. Paulatinamente empezó a ser una especie de visita, a la que Laura llamaba marido y Jorge, papá. La leche reposaba intacta, totalmente fría. Los dedos del niño sostenían a ratos la taza, a la cual arrojaba su rostro como sumido en aquella inmensidad, tan pequeña para el resto. Laura miró a su hijo con ternura, le preguntó que pasaba. Jorge la miraba con tristeza, confiaba en su madre, en sus pecas, que ambos compartían difuminadas en sus rostros. Pero no sabía por dónde empezar, cómo contarle, porque encontraba todo tan ridículo que de hablar temía echarse a llorar o reír, y no, no quería que nada de eso pasase un día como hoy, un miércoles, antes de Educación Física. No pasa nada mamá, contestó. Pero ya era insostenible aguantar más, mentirse otro día, otro miércoles. Odiaba su cuerpo, tener un par de pechugas donde tendría que haber un pecho plano; ver como a sus compañeras se les asomaban tímidamente sus senos, y como se sentía excitado y asqueado en partes iguales. Mientras ellas exploraban ser mujeres, y sus compañeros ser hombres, él no se sentía explorando nada, o explorándolo todo de forma demasiado abrupta. Odiaba ser el Tetón Reyes, y tener que hablar poco o nada para no llamar la atención, porque eso suponía el riesgo de que alguien gritara su sobrenombre, haciendo explotar las risas de sus compañeros. Odiaba tener que ocupar polerones anchos y odiaba el verano por lo mismo. Pero por sobre todo odiaba los miércoles, el día de Educación Física, porque no tenía cómo escapar de su cuerpo, ni de sentirse raro, distinto a todos sus compañeros, porque le aburría el fútbol y estaba cansado de ser elegido siempre al último, o defensa o arquero. No hallarse entre compañeros o compañeras. No saber dónde estaba su lugar o sí acaso había lugar para él. Temía terminar solo, entre risas autistas, abstraído en el diario o en libros amarillentos y olor a café, como su único amigo, Julián, tal vez quince o veinte años mayor que él, y de quien era prácticamente imposible desprender la idea de una familia o amigos, algo sustancial más allá de los libros y su trabajo en la biblioteca del colegio. Sin saber cómo o por qué, a costa de todos sus intentos se echó a llorar. Sus lágrimas corrían sin cesar aunque intentara infructuosamente contenerlas entre sus pequeñas manos. Se deslizaban hasta la mesa o recorrían sus brazos hasta llegar a sus codos, en los que hacía descansar su cabeza y una historia que ya acumulaba suficiente. Laura lo abrazó fuerte, y los lamentos comenzaron poco a poco a disminuir. Cuando levantaron sus miradas, Jorge, el papá, el marido, ya estaba en la cocina frente a ambos. Su hijo se sorbeteó los mocos y los ojos con las muñecas del polerón, porque sabía lo que Jorge diría, sabía lo que él algún día también le diría a sus hijos. Los hombres no lloran, y no había verdad más sustancial que esa.
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Por nacer con pene Rodrigo Loyola Espinoza
Desde pequeño me enseñaron a tener miedo. Miedo a la risa suelta, a los arabescos en el habla a los abrazos fuertes y sentidos a los llantos públicos y privados a los te quiero a los colores suaves al cuerpo que baila a lo frágil, a lo débil, a la palabra barroca. Miedo a la derrota, a la cobardía, miedo a no exhibir el pene como artefacto elocuente miedo a no penetrar miedo al desorden. Pero por sobre todo, miedo a exhibir el miedo El miedo, como tejido doble, hasta hoy anuda mis miembros Y veo a los hombres mutilados por la tristeza en coitos rutinarios y mustios en el ocaso de la jornada. Y el miedo se transforma en violencia que resuena en los cuerpos y sueños de las mujeres y de otros hombres; y se reproduce hacia la siguiente generacion de hijos infelices y los alita rota lo heredamos en la sangre y en la mirada esquiva y en nuestros cuerpos [ rutilantes.
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Es ese miedo, túmido y silente el que tenemos que remover de nuestra piel desóllandonos y amándonos en sinfonía rabiosa.
Los textos compilados en Pensar masculinidades críticas emergieron como continuación del taller realizado en la Biblioteca de Santiago el 12 de abril de 2017. Se trata de registros escriturales donde se representan diversas interrogantes sobre las masculinidades, en una amplia variedad de formatos: narrativa, ensayo, testimonio, poesía, y fotografía. Desde distintas partes de Chile y Latinoamérica, las colaboraciones a este fanzine buscan problematizar las construcciones genéricas y sexuales que nos impone el patriarcado, a través de temas como el acoso callejero, la sexualidad y el VIH, la heteronormatividad, la familia, y la crianza.