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Literatura
CUENTOS Y LEYENDAS DE BUÑOL Una mujer en la ventana
Rafael Ferrús Iranzo Buñol histórico
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«Una foto, un pueblo, la lejanía, una casa, una ventana. Fíjate en la mujer de la ventana, nunca olvidarás su rostro, nunca... te lo aseguro, amigo.»
Vaya, es increíble lo que nos puede pasar en una tarde cualquiera. Quizás, como decía el poeta árabe Nelio Ormuz, «cuando camines pensando en una sola cosa o problema sólo tienes que aguardar a que otra situación borre esa cosa». Cuánta sabiduría y razón tenía este traductor árabe.
Me dirigía a una conferencia en la calle Miguel de Unamuno, en la ciudad de Salamanca, sobre el mismo nombrado, es decir, sobre Unamuno. La conferencia la daba un tal Karl Hemmel. En el momento que vi el anuncio de esta conferencia sobre el gran escritor del 98 en el hall del hotel donde me alojaba no lo pensé ni dos veces.
Mientras caminaba hacia esta calle miraba en Google el nombre de este conferenciante, pero para mi sorpresa no había nada, y esto me pareció raro. Avancé hacia el bajo donde se iba a dar esta charla. Era un viejo palacete del siglo anterior y nada más entrar nos recibía un cartel del escritor del 98.
No había mucho público, pero el sitio era acogedor. Me senté en la segunda fila de sillas y allí esperé unos minutos hasta que el tal Karl Hemmel apareció. Era un tipo alto y huesudo, atlético, bronceado y con pelo blanco, de ojos azules. La verdad es que imponía. Al acercarse pude comprobar que era mayor, tendría sobre los noventa anos, pero no los aparentaba, eran el cuello y las manos los que me hicieron deducir esta edad. Después pude averiguar que eran más, desgraciadamente.
La conferencia sobre el gran autor salmantino fue muy interesante, pero parecía extrano que de un autor español tan importante diese la charla un alemán. No le dí más importancia y de allí salimos todos con varios interrogantes y dudas. Quizás enfadados con la Diputación
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por dejar que pasase esto, pues más que enfocar el conferenciante las virtudes y obras de Unamuno, fue al revés.
Sin darle más vueltas y pensando que había gente snob y diversa, seguí por la calle paralela. La ciudad estaba disuelta como en oro, una luz dorada cubría desde la Plaza Mayor hasta la Casa de las Conchas. Los estorninos giraban en el cielo como locos y yo caminaba pensativo hasta el Convento de San Esteban, donde iba a pasar la tarde.
Pero mis planes pronto fueron ridículos. Antes de torcer para pasar por la Plaza de Monterrey, al lado del palacete, me llevé una sorpresa.
Sí, allí, en aquel bajo comercial situado en el centro, aquella casa de hidalgos, pues aún se podía ver un viejo escudo de piedra sobre la pared derecha, sí, allí estaba el alemán. Su fuerte tono de voz se escuchaba desde la plaza. Me acerqué. El local era una especie de centro cultural. Un póster indicaba que allí había una exposición de fotos. Intrigado por aquel personaje, el cual se encontraba al final de la estancia hablando con otras personas y señalando una foto en concreto, al acercarme pude ver las grandes dimensiones de aquella postal foto. Estaba en blanco y negro y, mientras caminaba hacia ella y hacia el alemán, notaba algo dentro de mí, como escalofríos y nervios. Algo raro.
Un raro efluvio se apoderó de todo mi ser. Una esencia antes ya notada, pero muy atrás en mi vida, casi en mi infancia, fuerte y mareante. A partir de ese momento todo iba a cambiar. Ya estaba frente a la foto. Ellos se apartaron para dejarme pasar y me observaron.
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Me quedé absorto y pálido a la vez, no podía ser.
–¡Qué casualidad! –dije yo sin darme cuenta.
–¿Qué casualidad qué, joven? Dijo el alemán sonriendo.
–Pues que esa foto, esta foto es una panorámica de mi pueblo. De Buñol, en Valencia.
–Caramba, es usted de Buñol.
–Sí, conozco cada rincón de esta panorámica. Él se quedó serio. Su semblante cambió y su mirada también. Enseguida reaccionó y dijo:
–¡Vaya! –Y sonrió mostrando su dentadura impecable.
Noté que algo no iba bien, era como si no le hubiese gustado que yo viese aquella foto en blanco y negro de mi pueblo, foto por cierto datada en 1962. Se podía leer en un ángulo. También se podía leer Hemmel.
Sin más, me apartó a un lado y me contó lo siguiente:
–Sí, la hice en 1962, años sesenta, qué bien. Yo era empresario, mi negocio estaba en Valencia y pasaba todos los veranos en Jávea, en una urbanización de alemanes, una colonia, mejor dicho. Qué tiempos. Cuando viajaba a Madrid pasaba por su villa y muchas veces visitaba tan singular pueblo. Mire, esta foto es prueba de ello.
Yo le comenté: –Pero, ¿qué hace esta foto en Salamanca?
–Como puede ver, son fotos que he hecho de todos los pueblos bonitos de su país. Mire, aquí está una de Teruel. Y aquí, de Jávea, qué mar tan azul... No me convenció por qué era tan grande la foto de mi ciudad natal, por qué esa mirada al verme frente a ella. Había algo que no me cuadraba, mucho teatro.
Le llamaron y se disculpó, me dio la mano y se marchó hacia la calle. Las otras fotos de su exposición eran muy normales y flojas.
En cambio, la de Bunol tenía como gato encerrado, no sabría explicarlo. En ella se apreciaba todo el pueblo visto desde lo que nosotros los buñoleros llamamos Monte de los Pilaretes, a esa altura. Se veía el castillo y todo el pueblo menos la parte de las Ventas, además del río. Había algo inquietante.
Como fondo, un cielo tormentoso en tonos grises oscuros.
Al día siguiente volví. Era temprano, sobre las nueve, y ya estaba abierto el local. Entré despacio, como para investigar, y di en el clavo. Allí estaba Hemmel, sentado sobre el suelo, mirando la foto de mi villa, y pude observar sin que me descubriese cómo señalaba un punto en la foto varias veces, como un autómata.
Estábamos los dos solos. Me acerqué muy despacio, casi sin respirar, y allí, sin inmutarse, su dedo se ponía en una casa de la imagen. Me acerqué más y pude ver su dedo índice senalar una casa en concreto, una casa de las cientos que había.
Ahora ya lo sabía. Tenía que irme sin que se diese cuenta.
Salí, y ya en la calle, respiré y respiré. Había algo muy raro en esa exposicion y en ese alemán jubilado. Como camuflado, me aposté en el bar de enfrente, para cuando él saliese poder entrar y exa-
minar el punto de la imagen, qué casa en concreto. A ver.
Al final salió con otro, por lo visto también alemán. Pero cual fue mi sorpresa cuando el otro individuo, más joven que Hemmel, le abrazó y después hizo el saludo nazi.
–Vaya –dije–, me lo figuraba, son nazis. Y este Hemmel el que más.
Cuando se alejaron entré a la exposición de fotografías. El mismo aroma reinaba en toda la estancia, un olor fuerte como de rosas y jazmín mezclado con algo más.
Lentamente iba acercándome y mi pulso se aceleraba, pues algo sabía que me iba a sorprender.
Me senté sobre el frío suelo, y acerqué mis ojos al punto que obsesionaba al alemán. ¡Dios mío, Dios, no puede ser, qué fuerte!
Allí estaba, en una ventana de una casa, en esta foto panorámica de mi pueblo querido, una mujer, apoyada en el alfeizar, sí, mirándome. Acerqué mi vista todo lo que pude y claramente la vi. Una cara pálida y blanca, una calavera, me estaba mirando. No tenía ojos y su vestimenta era como de luto. Se veía tan nítida que me aterroricé.
Me levanté como pude, temblando, pero ya era tarde, alguien me cogía por atrás fuertemente mientras se cerraba la puerta del local de un golpe. Mi suerte estaba echada.
–Querido amigo, querido Lucas, sabía que lo descubrirías, pero no tan pronto.
¿Cómo sabía mi nombre, como sabía que volvería? El terror entró en mi ser como un gusano gigante y frío.
–Querido, te llevaré a tu pueblo y conocerás a esa mujer de la ventana muy pronto, sí, muy pronto, muy pronto...
Una carcajada doble y sonora retumbó en todo el local. El perfume se hacía insoportable mientras yo me desmayaba y caía al suelo frente a una panorámica de mi querido pueblo en una exposición de fotografías en Salamanca.
Una hipótesis de la Mafia
Biblioteca Pública Municipal bibliotecaspublicas.es/bunol
No nos acordamos de aquel día en el cual un tal Juan Cotino (cargo notable del PP valenciano y español), al salir de unos juzgados, dijo en un claro y esclarecedor lapsus «puedo haber metido la mano, lo he dicho mil veces, pero nunca la pata…», ni cuando un tal Zaplana nombró «embajador de la comunidad Valenciana en el mundo» (ojo) al cantante Julio Iglesias, por lo cual en limpio y en sucio arreplegó Julio Iglesias unos seis millones de euros que cuando el juez lo reclamó para aclarar algo dijo que sí, que había cobrado, pero que lo hizo «con mucho cariño».
No nos acordamos de la afrenta a la inteligencia, a la cordura, al sentido común que supuso la infamia de Canal 9 ni de un tal Sanz, que durante años manejo los hilos del exabrupto mientras amenazaba a casi toda la plantilla y abusaba sexualmente desde su ámbito de poder a un nutrido grupo de trabajadoras de la entidad. No, no nos acordamos de aquellos 20 años o más en los cuales la estructura mafiosa del P.P. valenciano desestructuró cualquier estructura ética que pudiere haber en Valencia y… deberíamos.
El escritor Ferran Torrent, que en clave literaria ha publicado varias novelas sobre el asunto (lean «Un dinar un dia qualsevol», por ejemplo), decía: «Han pasado tantas cosas aquí y tan increíbles que si quisieras hacer un relato novelado quedaría exagerado. Nadie se lo creería. La realidad valenciana es mucho más brutal que cualquier ficción». Otro escritor, Rafael Chirbes, que también noveló sobre el asunto (lean «Crematorio»), tildó esas décadas «ominosas» como un «suicidio colectivo»
No nos acordamos de un tal Rus que tenía (y quizás en su tremenda cara dura todavía tenga) un Ferrari y puso, a comisión, césped de plástico en todos los campos de futbol y piscinas de valencia entera y cuyos exabruptos y disparates eran aclamados por su público. No nos acordamos de un tal Blasco y su mujer, que desde sus áreas de «inmunidad» metieron infamemente la mano y más en los fondos públicos y en los gustos estéticos y morales como auténticos cuatreros.
No nos acordamos del infinito presidente de la diputación de Castellón con su tremendas gafas napolitanas, la infamia de sus negocios, su aeropuerto sin aviones, sus consuetudinarios boletos de lotería premiados, su caciquismo abochornante, su afición malsonante a la rapiña…
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En fin… la historia es larga, desafortunadamente bien larga y venía a cuento el triste cuento de esta larga historia que vivimos en primera línea (algunos sin poder creerlo) del extraordinario recordatorio que un periodista, Rodrigo Terrasa nos hace en su libro: «La ciudad de la euforia. Una hipótesis de la mafia» donde compendia de manera magnífica una parte del tremendo iceberg que fue y ha sido la corrupción en la vida política valenciana durante esos malogrados años de hegemonía en las instituciones de un partido que en ese momento no tenía nada que envidiar a las manifestaciones clásicas de la mafia italiana.
El escritor Pepe March decía que «si este desfile de impresentables no fuese tan oneroso, doliente y un descredito para la ciudadanía valenciana daría para un esperpento gracioso». Quizás nos vendría bien que alguien se atreviera a retratar en clave de humor, sarcasmo o sátira la melomanía, la dipsomanía y la cleptomanía de los/as individuos/as y estructuras que provocaron esta vergüenza.
Es una pena que todo aquello pasara mientras las gentes íbamos a nuestros trabajos, cuidábamos a nuestras familias, pagábamos nuestros impuestos… intentábamos ser ciudadanas de pro y teníamos al frente de las instituciones verdaderos chorizos de la peor calaña. Es una pena que todo aquello ocurriera sin que la sociedad civil, ni las estructuras democráticas hiciesen nada contundente y eficaz en el momento. Es una pena que la única sociedad civil (o casi) valenciana sean las Fallas, el fútbol y, si apuramos, las bandas de música. ¿Podría haber ocurrido aquello en un contexto socialmente vertebrado y responsable? La verdad es que es difícil de saber porque el ruido de las mascletás que en estas entrañables fiestas josefinas lucen finos es de un estruendo que puede enceguecer al pueblo más templado y si no, que prueben en Estocolmo, a ver como les luce el pelo después de unos 20 días o 20 años de traca y Paquito el chocolatero.
Lean pues «La ciudad de la euforia», de Rodrigo Terrasa o «Grütel & Company», de Alfons Cervera, o «Crematorio», de Rafael Chirbes, o «Un dinar un dia qualsevol, de F. Torrent…
En fin, tengamos memoria: «recuérdalo tú y recuérdalo a otros». Porque estás cosas no sanan solas.
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