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Relatos y fotografías de «Estudio» 12 años de concursos Adanae 2002 - 2013

ADANAE

Edición conmemorativa del 75 aniversario de «Estudio»


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

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Prólogo

Prólogo

H

ace algo más de doce años, una noche lluviosa y desapacible, de esas que invitan a quedarse en casa, de esas en las que el viento desarbola tu paraguas, las farolas lucen sólo intermitentemente, las bolsas de plástico vagan por el cielo, alguna partícula en suspensión se te mete en los ojos y los coches buscan los charcos más profundos con el único objeto de salpicarte, los miembros de la junta directiva de ADANAE estábamos reunidos y decidimos aprovechar el hueco que nos dejaba el premio Planeta, centrándose totalmente en la novela, para crear nuestro propio premio de relatos. Nos pusimos a la tarea con ilusión (hay que tener en cuenta que éramos doce años más jóvenes) aunque nuestra experiencia en estos menesteres – organizar el concurso, redactar las bases…– era escasa (seguíamos siendo doce años más jóvenes). En el caso del que suscribe, únicamente cierta habilidad para no ganar premios de relatos por mucho que intentase cumplir las bases a rajatabla. De cualquier modo la iniciativa tuvo buena acogida y muchos se animaron a escribir y a mostrar lo escrito. Durante todos estos años el concurso ha ido enriqueciéndose con las aportaciones de los jurados y los comentarios de los participantes, y creemos que ha ido mejorando: simplificándose (ya no existe la categoría específica para alumnos, entre otras cosas porque algún alumno ha ganado la categoría absoluta dejando esta separación sin sentido) y ampliándose (ahora existe un premio de poesía, reclamado por algunos textos presentados al concurso de relatos, tan poéticos, que precisaban una valoración diferenciada). Pues bien, tras doce años de andadura del concurso de relatos ADANAE hemos pensando que era el momento de compilar en un libro todas las obras que han obtenido un primer premio o accésit en las pasadas ediciones. 5


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El primer obstáculo que nos encontramos al crear el concurso fue contar con un grupo de jurados experto ligado a «Estudio». Sin embargo este obstáculo desapareció pronto, ya que cuando requerimos la presencia de exalumnos, profesores, padres de alumnos y de cualquier persona ligada al Colegio y al mundo literario, la colaboración fue siempre inmediata. Sin duda tenemos que agradecer a los jurados su desinteresada ayuda sin la cual el premio hubiese sido menos atractivo y completo. Entre ellos se cuentan figuras del mundo literario, académico y aficionados a la lectura; todos aunados por su relación de cariño al Colegio y a la literatura, no necesariamente en este orden. Especial mención quiero hacer a Enriqueta Antolín, que ya no está entre nosotros, y que formó parte de nuestro primer jurado junto con Martín Casariego, Lola Beccaría y Silvia Esteban. Yo he tenido el privilegio de participar como jurado en casi todas las ediciones del premio y tomar parte en discusiones interminables o en unanimidades tempranas, en puntos de vista totalmente opuestos o en coincidencias evidentes, en soluciones de compromiso que aúpan a relatos inesperados o en victorias por aclamación. De compartir tantas conversaciones con los jurados, que se alargaban hasta la entrada la noche, cuando ya cenando llamábamos a los premiados, quienes, aún soñolientos solían tomarnos por unos bromistas poco considerados y sin pizca de gracia, esperaba encontrar el secreto del éxito. Pues bien, ese secreto se me sigue escabullendo; han ganado todo tipo de historias: truculentas y románticas, violentas y líricas, cómicas y trágicas. Sólo puedo asegurar que el ganador siempre nos cogía el teléfono sorprendido y medio dormido (si no había tomado la elemental precaución de irse de juerga, que siempre te pueden conceder un galardón a traición), no como en otros premios que cuando abren la plica en la mesa presidencial de una sala el ganador está en la mesa contigua. Y además estos ganadores sorprendidos se integran en el jurado del año siguiente siendo así, en correcto orden, primero parte y luego juez. A todos los que han formado parte de alguno de los jurados de todos estos años y aparecen reseñados al final de este libro, mis más sinceros agradecimientos. El libro también incluye las fotografías premiadas en los concursos de fotografía Adanae. Separando las historias de los relatos la belleza de las imágenes, que acaso sugieran otras historias aún no contadas, o sean 6


Prólogo

historias perfectamente plasmadas en un instante. Este concurso hermano nos ha descubierto a centenares de talentosos aficionados a la fotografía de los que ya no se podrá decir aquello de: “no movía ni un dedo”. Porque se puede crear belleza con el solo acto de presionar levemente un botón, ya que la belleza también se crea cuando se encuentra. Y los mayores agradecimientos han de ir sin duda para aquellos que hacen posible este concurso, aquellos que se sientan ante la hoja en blanco (está bien, frente a la pantalla del ordenador de molesta luminosidad blanquecina), maniatan sus temores, aplacan su vergüenza y dejan volar a su imaginación, para presentarnos, año tras año, sus obras. A todos ellos mi más sincera felicitación, a los que ganaron y a los que no. Éstos no deben permitirse el desaliento pues todo concurso tiene un fallo, y en algunas ocasiones puede que el nuestro no haya estado exento de él. Os animo a perseverar hasta que los que fallan, acierten. Con la publicación de este libro también queremos unirnos a la conmemoración de los setenta y cinco años de vida del Colegio, la institución que nos une y sigue siendo, después de tantos años, un vínculo importantísimo para muchos de los que habitaron sus aulas. Felicidades «Estudio», afortunado tú que puedes seguir cumpliendo años evitando los achaques de la edad. Y ya no os entretengo más, os dejo con este libro, con docenas de historias esperando alcanzar una nueva vida con un nuevo lector. Que disfrutéis de la lectura y hacedme caso, sed egoístas, no prestéis este libro pues, como dijo Theodor Fontane, los libros tienen su orgullo, cuando se prestan nunca vuelven. Miguel Fortea

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Edita: ADANAE Presidente José Manuel Cajigas Vicepresidente Guillermo Sáenz Escardó Secretario Santos de Paz Alberquilla Tesorero Miguel Fortea Vocales Patricia Conde Royo José Luis Díez Huber Inma Garrido Rafael López Oliver Álvaro Lozano Sanz Paula Pérez Zapico Dolores Secades Álvaro Toledo Gerente Nuria Torregrosa Coordinación Nuria Torregrosa Diseño y maqueta Felipe Pérez-Enciso Fotografías Archivo ADANAE y premiados en el Concurso de Fotografía Impresión Crutomen, S.L. Tirada: 1.000 ejemplares Depósito Legal: M - xxxxxxx © 2014, de los textos, las imágenes y las fotografías, los autores © 2014, de la presente edición, ADANAE ADANAE. Asociación de Antiguos Alumnos de «Estudio» Colegio «Estudio». c/ Jimena Menéndez Pidal, 11 • Aravaca. 28023 Madrid Tel. / fax 91 307 00 78 adanae@adanae.com • www. adanae.com Número de socios: xxxxxx Este libro se ha realizado gracias a las aportaciones de nuestros asociados. 8


Índice

2002 I Concurso Literario 1º Premio: La grieta, por Inés Fernández Arias (promoción 1967) Accésit: Cruce de caminos, por Clara Marías (promoción 2002) Accésit: Dirdam, por Andrés Calvo-Sotelo (promoción 1983)

2003 I Concurso de fotografía 1º Premio: En la terraza, por Carmina Gobernado (profesora de «Estudio») II Concurso Literario 1º Premio: El juego de los barcos, por Andrés Calvo-Sotelo (promoción 1983) Accésit: Sin escrúpulos, por María Sánchez Torregrosa (promoción 2003)

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II Concurso de fotografía 1º Premio: San Pedro por la mañana, por Candela de la Macorra (promoción 2001) III Concurso Literario 1º Premio: Érase una vez en Blandford, por Antonio Ruiz Salvador (promoción 1954) Accésit: Las capas de la cebolla, por Soledad García Prats

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2005 III Concurso de fotografía 1º Premio: Octubre en Cantabria. “Génesis 1.5”, por Roberto Diego (promoción 1972) IV Concurso Literario 1º premio: Nela, por Mónica Varela Uña Accésit: Antananarivo, por Violeta Herrero García Accésit: Esa cosa eterna, por Alicia Pargada

2006 IV Concurso de fotografía 1º Premio: Fuga, por Francisco Pérez Andrés (promoción 1988) V Concurso Literario 1º premio: ¿Me hablarás de Treblinka?, por Antonio Ruiz Salvador (promoción 1954)

2007 V Concurso de fotografía 1º Premio: Leer entre líneas, por Mateo Casariego (promoción 2008) VI Concurso Literario 1º premio: El Cruce, por Adolfo Sanz (promoción 1980) Accésit: 40-04, por Julio Acinas (promoción 2003)

2008 VI Concurso de fotografía 1º Premio: Er genario, por Alejandro Sebastián (promoción 2003) VII Concurso Literario 1º premio: Posos, por Guillermo Mejía (promoción 2006) Accésit: Una niña con coletas, por Eduardo Moratalla (promoción 1998)

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Ìndice

2009 VII Concurso de fotografía 1º Premio: Descubrir el mundo, por Teresa Manero (promoción 2004) VIII Concurso Literario 1º premio: Red skin, por María Luisa de Miguel (promoción 2005) Accésit: Bela y el sabio, por Marta Jiménez (promoción 2008)

2010 VIII Concurso de fotografía 1º Premio: A la espera, por Teresa Manero (promoción 2004) IX Concurso Literario 1º premio: El beso, por Manuel Caso Flórez (promoción 2000)

2011 IX Concurso de fotografía 1º Premio: Mujer en penumbra, por Pablo Strubell (promoción 1992) X Concurso Literario 1º premio: Carver, por José Carlos Castellanos (profesor de «Estudio») Accésit: El plagio, por Carlos Muñoz Viada (promoción 1985)

2012 X Concurso de fotografía 1º Premio: So, sobre, tras, por Marta Lafuente Leira (promoción 2008) XI Concurso Literario 1º premio: Jardines y recetas, por Miguel Albero Suárez (promoción 1985) Accésit: Cuéntanos historias de batallas, por Marina Pérez del Valle

2013 XI Concurso de fotografía 1º Premio: Uno a tres, por Lucía Muñoz Sueiro (promoción 2013) XII Concurso Literario 1º premio: La ventana, por Alejandro Ajenjo Gracia (profesor de «Estudio») Accésit: En un aprieto, por Manuel Mérida Ordás (promoción 2010)

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2002 • I Concurso Literario / La grieta

I Concurso Literario ADANAE Primer Premio

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La grieta Inés Fernández Arias

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Con la compañía de ópera En Almería, dos funciones de Viva la ópera, de Donizetti. Estoy feliz. Aparto la pesadumbre que me produce recordar la obstinada negativa de mi marido a acompañarme en lo que hubiera podido ser un reencuentro antes de su largo viaje. Acepto que la vida es así y que no pasa nada. Todos los músicos somos amigos y estamos siempre juntos. Es domingo por la mañana. Me pongo guapa y decido irme de visita a la alcazaba y al museo. Salgo de la habitación sin despertar a Ángeles que está en la cama de al lado. Desayuno sola en la cafetería. Deben estar todos durmiendo porque no veo a nadie. Salgo del hotel, ¡me encanta que sea lujoso! Fuera hay viento y nubes y sol, ¡hay de todo! Subo y subo por las callejuelas –no pensé que la alcazaba estuviera tan lejos. Pero ya entro en los jardines llenos de flores que embellecen las ruinas y no hay arbusto ni murete que no esconda una 13


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pareja besándose, o lo que sea. Reconociéndolo, venzo el pinchazo de la envidia que me asalta ante la visión de tanta caricia. Desecho la imagen que fantasea con la añoranza de haber vivido cosas así. Ahora ya soy mayor y, bueno, vivo otras cosas. En la alcazaba Miro las flores, los restos del edificio, reconozco el tipo de mampostería utilizado, calculo la época de los diferentes estratos de construcción, observo los datos que me dan las molduras, los capiteles, los materiales utilizados… me da gusto haber estudiado todo eso porque aquellas piedras me dicen cosas que yo entiendo. Hay una pequeña parte reconstruida y techada que es el museo propiamente dicho. Mientras estoy viendo los trozos de esculturas romanas que hay en una vitrina noto que cada vez veo peor. Levanto la vista a ver si es que ha pasado algo con la luz pero no, es que ha oscurecido el cielo una tormenta que tenemos encima. En ese momento cae un rayo que hace saltar los plomos y nos deja, ahora sí, en penumbra. Los que estamos dentro del museo nos ponemos en la puerta a ver la lluvia que arrecia. Más rayos y más truenos. Mientras contemplo cómo salpica el barro por la fuerza con la que caen las gotas, por mi cabeza desfila la imagen de mis zapatos de taconcito. Veo el barrizal que se ha armado y recuerdo las traicioneras piedrecitas de canto que marcan los caminitos de la bajada. En eso un vozarrón anuncia que es la hora de cerrar y que nos tenemos que ir. Protestamos débilmente pero los conserjes, ya vestidos de calle, empiezan a cerrar puertas y hay que salir. No hay ni un porchecito donde guarecerse, ni un teléfono donde avisar un taxi. Comienzo a recorrer de vuelta los jardines de la alcazaba por los senderos de barro. Las parejas jóvenes llevan zapatillas deportivas y se marchan corriendo, agarrados de la mano, entre exclamaciones y risas. Unos extranjeros mayorcitos en quienes confiaba para compartir vicisitudes van del brazo a buen paso y al dar una revuelta desaparecen de mi vista así que en un momento me encuentro sola y haciendo equilibrios para no resbalarme. Cada vez voy más despacio. El agua me escurre por las gafas de tal manera que me las tengo que quitar. Después de dos patinazos recapacito y pienso que lo que me faltaba era torcerme un pie en esa soledad así que hago cálculos y decido que lo peor 14


2002 • I Concurso Literario / La grieta

que me pase sea calarme hasta los huesos. Como es mayo no hace frío así que me resigno a ir pasito a pasito. A veces se me escapa una sonrisa imaginando lo que se van a reír, cuando me vean, los de la compañía que me estarán esperando en el hall del hotel para comer. Procuro ir caminando tranquila y aceptar empaparme sin dramatizar. Ya voy llegando a calles asfaltadas aunque sin coches. En un momento el agua me llega al tobillo y me quito los zapatos porque al levantar el pie para dar un paso tienden a flotar y a escapárseme de los pies en los ‘lagos’ que han formado las torrenteras que bajan por todas partes. Ya veo el hotel. Tengo que cruzar un mar. Un chico que sube en dirección contraria empujando una moto me mira con curiosidad. Por fin llego a la escalinata del hotel. Antes de subir me pongo los zapatos en lo que considero un acto simbólico de corrección y, ya en plan práctico, me retuerzo la melena para escurrirme el agua. Avanzo hacia recepción donde, sonrientes, me alcanzan mi llave antes de que la pida. Los clientes del hotel –todos secos– interrumpen sus conversaciones para mirarme. Me dirijo hacia los ascensores con parsimonia, principalmente para no darme una costalada porque voy dejando un charco en cada paso sobre el suelo de mármol reluciente. El encuentro Cuando las puertas del ascensor empiezan a cerrarse entra un joven. Me pregunta a qué piso voy. Al 14, digo sin mirarle. Cuando levanto la vista el chico me habla con un cierto nerviosismo de las tormentas típicas de Almería, etc. Aunque distraída con lo mío me llama la atención su acento, que es de allí, sin duda. Imagino que ha venido de un pueblo de la provincia y que está en el hotel con sus padres. Él se baja en el piso 13 y yo continúo hasta el 14. Mi compañera de habitación ya no está y no hay ninguna nota suya. Se me hace presente que en el hall tampoco había nadie de mi grupo. Una creciente soledad me enfría y decido llamar a casa –aunque siempre llamo por la noche. Las niñas están bien. Mientras me voy desabrochando la blusa que chorrea, les cuento que estoy empapada porque había una tormenta… no me hacen mucho caso (seguro que están viendo la televisión y eso que por las mañanas se lo tengo prohibido). Llaman a la puerta. Me despido rápidamente, cuelgo, y medio desvestida, abro de par en par 15


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deseosa de contarle la aventura a mi compañera de habitación… y me encuentro con el chico del ascensor: que si quiero tomar una copa con él. Tengo un momento de confusión. Estoy a medio vestir y lo único que pienso es que tengo la puerta abierta y que como me dé un empujón, entra. Le digo que sí a todo pero que me espere abajo, aunque le aclaro, para hacer ver que no estoy sola, que dudo poder tomar nada con él porque me están esperando los de la ópera para comer juntos. Se le ilumina la cara “¿Eres músico?”. Yo digo que sí, sin saber qué es mejor decir. Él, arrebatado de entusiasmo me dice que él también es músico. –“Bueno, abajo hablamos, ahora bajo”. –“Prométemelo” –me dice en el colmo de la osadía. Se lo prometo y cierro la puerta con alivio. Me ducho tranquilamente, me cambio de ropa y bajo: plantado delante de los ascensores está el chico de la copa. –“Ya creí que no venías”. Hablo con él un rato mientras busco con la mirada a alguien conocido que me rescate. Pregunto en recepción si han dejado un recado para mí pero no hay nada. Mi perplejidad e indecisión hacen un silencio y él propone ir a comer. Puntualizo: “A un sitio aquí cerca, que se pueda ir a pie y que cada uno pague lo suyo”. Él asiente a todo. Por el camino, me va contando que es pianista, que tiene una beca para estudiar con Eduardo del Pueyo en Bruselas y que se vuelve allí uno de estos días. Tomamos pizza y cocacola (se ve que lo de ‘tomar una copa’ es una fórmula, porque él tampoco bebe). A los postres me pregunta mi edad –“aunque no tiene importancia”. Yo tengo 39 años. Él, 25. Me confiesa que me siguió por la calle y que se metió en el ascensor para verme de cerca. –“¿Quieres decir que no estás en el hotel?” Me escandalizo y le hago ver que no hubiera salido con él si hubiera sabido eso. Se disculpa, rogándome que le crea por favor y me cuenta que me siguió por la calle pero –me lo jura– que es la primera vez que lo hace (asunto de difícil comprobación y que además no me importa), que le llamó la atención la aceptación con la que me mojaba ¡Y vestida así…! Volvemos al hotel. De mi grupo, ni un alma (y somos treinta personas). 16


2002 • I Concurso Literario / La grieta

Nos instalamos en unos salones estupendos llenos de sofás supercómodos. En un momento en el que vemos que ha parado la lluvia le propongo subir a la terraza que está en el último piso. Él no la conoce. Desde allí se ve toda la ciudad y la imponente torre de la catedral, tan cercana que siento el vértigo del salto que me tienta y la tensión del esfuerzo. Por esos imponderables del hilo musical suena por los altavoces el movimiento más famoso de la V Sinfonía de Tchaikovski. Coreamos la melodía dando vueltas con los brazos abiertos cada uno por su lado antes de quedarnos en un silencio que la música ha llenado de premoniciones. Oigo que suspira. Bajamos porque empieza a llover. De vuelta en el sofá hablamos ya de lo divino y lo humano. Nuestras miradas se cruzan y se detienen un momento mis ojos en los suyos mientras oigo, como si no fuera conmigo, las palabras de amor que hace años que nadie se molesta en pronunciar para mí. Invoco mentalmente la imagen de mis hijas, de mi marido. Quiero traer a la consciencia la realidad de quién soy yo y de las decisiones que he tomado hace tiempo –y que he cumplido– entre las que está la de no entrar en este tipo de juegos por muy halagadores que resulten. La evocación es opaca. Quito importancia a su vehemencia: “Me siento como si fuera tu madre”, le digo para quitar hierro a la situación. Veo que sonríe suavemente, consciente de mi lucha. La función es por la noche, y le prometo conseguirle una entrada. De repente todo me entristece. Nos quedan unas horas más de charleta. Hoy es la última representación y nos vamos al día siguiente. Subo a mi habitación a prepararme para la actuación y él se va a su casa a vestirse. Aparece en el teatro. Se le ve todavía más jovencito (pelo con gomina, camisa blanca esplendorosa –“Me la he planchado yo, no creas que soy un niño mimado”). Desde donde yo toco le veo cómo disfruta y se ríe a carcajadas. Yo también me río en las partes en las que no toco (después de veinticinco funciones todavía me hace gracia la obra). Cenamos juntos con toda la compañía. Conoce al director porque estuvo hablando con él en un concierto que dirigió en Bruselas. Tiene conversación con todo el mundo, y amigos comunes, músicos, que conocemos todos. Me tranquilizo. Los cantantes me explican que han estado en una paellada fuera de la 17


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ciudad, que me estuvieron buscando por la mañana pero que, claro, me dice Luis “como tú eres tan fina, supusimos que te habrías ido a alguna pesadez de tipo cultural…”. Yo me río asintiendo. Después de la cena, el autobús se va con el grueso de los participantes. Yo me quedo esa noche allí porque vuelvo en coche al día siguiente con dos cantantes muy amigos con los que he hecho el viaje de ida. Volvemos paseando al hotel y nos instalamos de nuevo en el sofá. Ya está presente el adiós de mañana. La conversación transcurre melancólica e íntima. Le gustan mis manos. Entrelazadas con las suyas me doy cuenta, quizá por primera vez, de lo marcadas que tienen las mías las venas y los tendones. Las suyas son lisas y tostaditas. Me cuenta que se cruzó conmigo por la calle cuando iba a guardar la moto y que le llamé la atención. Me cuenta lo extraño que se sintió al abandonar la moto en un rincón y seguirme. Me cuenta la vergüenza que sentía y cómo se tranquilizaba diciéndose: “sólo hasta la esquina”, “sólo hasta pasado ese charco”, “sólo hasta la puerta de ese hotel”… y cómo se metió en el ascensor para verme de cerca. Cuando se bajó en la planta 13 subió corriendo las escaleras hasta la 14 a tiempo de ver una puerta que se cerraba y que era la mía. Nos reímos abiertamente. Con la risa nos liberamos también del peso de un cierto azoramiento. –“¿Tú sabes lo que es no poder evitar seguir a una mujer por la calle… lo ridículo que me sentía, y al final encontrarte con que también es músico?”. Me cuenta un recuerdo de cuando era pequeño: su madre le había tejido un jersey blanco. La tormenta que amenazaba había oscurecido la casa. Tras el estallido del rayo empezó a llover con fuerza y él se escapó al jardín y se quedó allí empapándose, no sabe cuánto tiempo, hasta que en su casa se dieron cuenta y le metieron dentro. Llevaba una libreta verde en el bolsillo de la camisa y se mojó de tal manera que destiñó y dejó una mancha en el jersey que ya no se quitó nunca. “Creo que hice aquello para hacer ver lo solo que me sentía… con la esperanza de que alguien viniera a buscarme.” Me mira y ve, comprendiéndome, cómo me resbalan las lágrimas por la cara. 18


2002 • I Concurso Literario / La grieta

Es tardísimo y nos despedimos. Por la mañana, al salir hacia el coche de mis amigos, allí está él para decirme adiós. Me cuenta que viene del banco y que le han hecho el ingreso de la beca de Bruselas así que está muy contento. Veo que él ya está en otra historia. Durante el viaje de vuelta, ausente de la conversación de los que vamos en el coche, me vuelve a la cabeza la sólida seguridad, o ya no sé si la indiferencia, con la que mi marido, el amor de mi vida, ha recibido mi llamada de auxilio, antigua y repetida. Recuerdo el trabajo que me ha costado poner en palabras los extraños sentimientos de vulnerabilidad y desasosiego que he concretado ingenuamente –aunque con expresión retadora, es cierto– buscando una salida a lo que percibo como austeridad innecesaria de nuestras vidas, día a día… los años. Recuerdo cómo le he echado valor a la decisión de plantear mi insatisfacción ante la incomprensible economía de verbo que reina en nuestro hogar… y para hacerle ver cómo temo caer en las garras de cualquier pico de oro que me diga “lo que tú quieras, corazón” y me acompañe de paseo sin hacerme sentir culpable por pararme a ver el escaparate de una tienda (o de dos). Pues ya ha pasado. “Te arrepentirás de no haberte venido conmigo esta noche. Te acordarás de mí”. En la cama del hotel he estado dándole vueltas a la chulería inquietante de esas palabras dichas con la convicción de los que o son muy jóvenes o no tienen nada que perder. En casa Siempre nos contamos todo y pienso hablarle a mi marido del episodio insólito pero ya allí las niñas distraen y él sólo habla de su congreso y de su próximo viaje “detrás del telón de acero”. No está para nada. Se va pronto a la cama “porque está agotado”. Yo veo un poco la televisión pero en realidad estoy pensando en otra cosa. Subo al estudio y siguiendo un impulso poderoso escribo una carta al pianista de la moto. Le digo que sí, que él tenía razón, que le recuerdo y le echo de menos y que siento que en mi casita hay un lugar que siempre será para él. Escondo la carta. Es una tontería, un desahogo romántico típico de mi carácter fantasioso. 19


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La carta Esa tarde se va mi marido. Por la mañana acompaña a las niñas a la parada de la ruta. Yo me apunto también, por ir los cuatro juntos. Es una mañana muy fría y él va muy deprisa. –“Espérame, abrázame”, le digo mimosa, “tengo frío”. La respuesta tiene un tono agrio y un punto de histeria: “¡No te das cuenta de que no llegamos, anda más deprisa y así se te quitará el frío!” Ya de vuelta en casa yo subo al estudio. Saco la carta, la releo, cierro el sobre, escribo la dirección, le pongo un sello y me la guardo en el bolsillo del abrigo. Vamos a una tienda a comprar un chaquetón para que él resista la fría primavera polaca. Yo quiero hacer algo que rompa la enajenación en la que me encuentro: se me corta un instante el aliento cuando pago un traje de chaqueta carísimo que he elegido en cinco minutos. Él me mira extrañado sin decir nada. Pero ni ese dispendio-locura calma la creciente necesidad de enviar la carta. A la salida, me paro en un buzón… y pego una carrerita para alcanzar a mi marido, que ha seguido andando…

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2002 • I Concurso Literario / Cruce de caminos

I Concurso Literario ADANAE Accésit

[ Cruce de caminos ] Clara Marías

“Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar.” Antonio Machado

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os conocimos por casualidad, ¿recuerdas?… Qué rabia me da pensar que ninguno de los dos hizo nada para encontrar al otro, sino que, simplemente, ¡nos encontramos! Como suele ocurrir, llegaste cuando menos te quería, cuando casi había dejado de necesitarte, cuando en breve iba a asumir que la mía sería una larga espera. Pensé que el día iba a ser especial cuando empezó a nevar. Estuvimos recorriendo la sierra toda la mañana, rodeados de amigos, mojados y divertidos. Yo hacía fotos de todo lo que me sorprendía, y así, distraída, os hice reír un par de veces con mis aparatosas caídas. Tú y yo aún no nos habíamos mirado, ni habíamos descubierto nada el uno en el otro. Todavía tendrían que pasar varias horas para que nos viéramos de verdad, por dentro y por fuera. Creo que ninguno hemos descubierto todavía el momento en que ocurrió, ni tampoco el motivo. Tan sólo puedo decirte que encontré algo en 21


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tus ojos que me llenaba de calor y de tranquilidad, y que te sentí cercano y lleno. Al darte mis manos, se las estaba dando a alguien cuyo fondo me pareció conocer, al menos intuir; sin que importara la brevedad del tiempo compartido, sino la intensidad de las miradas y de las palabras. En nuestra conversación se adivinaba más de lo que se decía, bastaba una mirada lenta para entendernos. Dudé un momento si sentiríamos lo mismo, pero como me dirías después: “vamos a la par porque tendemos al infinito”. No llegaremos tan lejos, pero no me importaría intentarlo contigo. A la mañana siguiente, se acortaba el tiempo para agrandar la distancia. Tenías que subirte a un tren y no podías perderlo, mas lo perdiste, tal vez a causa de nuestra despedida, que quedó como algo inútil y sin sentido. Ambos sabemos que no fue adrede, a pesar de las risas de los que nos rodeaban, convencidos de que habíamos esperado tranquilamente entre las vías (sentados en un banco, como nos encontraron) hasta perder de vista el último vagón. Lo cierto es que ni siquiera llegamos a ver el tren, ¿verdad?, y no pudimos dejar de sonreír. Tal vez en ese momento nos dimos cuenta de lo cerca que estábamos, de lo mucho que nos quedaba por delante, del camino que queríamos recorrer… ¡era tanto lo que se hubiera llevado aquel tren!… Y con esa seguridad que nace de la imaginación, nos convencimos de lo inevitable que era estar juntos a pesar de todo. Sabíamos que la distancia sólo había quedado aplazada, pero confiamos en que cuando apareciera, no sería un problema, sino un reto o un inconveniente que afrontar. Desde entonces, todo ha sido, si no fácil, al menos llevadero… los días se han sucedido sin prisa pero sin pausa; y cada uno ha ido dejando huellas que aclaraban el camino y el destino de nuestro viaje. Hablo de un camino y no de dos porque estos casi se han convertido en el mismo, y ya sólo les distingue el ánimo de quienes los recorren. Así, dando un paso detrás de otro, primero con un resquicio de temor, luego de forma automática (como si no hubiéramos hecho nunca más que eso), hemos ido avanzando. Y no sólo hacia delante, sino a la vez hacia dentro. Hemos conseguido desenterrar sentimientos el uno en el otro; y al salir afuera, han traído consigo partes de nosotros mismos que nos hemos entregado. Estas, al mezclarse, nos han abierto y cambiado. ¡Es tanto lo que me das incluso sin darte cuenta! Sin embargo, a veces pierdo la paciencia (esa paciencia que voy adqui22


2002 • I Concurso Literario / Cruce de caminos

riendo de ti) y estoy cerca de acabar con todo antes de que siga creciendo. Me da por pensar que es mayor el daño que conllevo que el amor que te doy… Tú siempre recoges mi tristeza, le das la vuelta, y me recuerdas dónde estás realmente. Me devuelves la confianza y la sonrisa que mereces. Entonces, vuelve a ser resistente ese hilo invisible que –según tú– nos une, el que de un lado sostiene tu tranquilidad, y, del otro, mi ilusión. Al volver la alegría, no consigo sentirme sola cuando lo estoy, porque estás tú rodeándome, en silencio, desde lejos; y me llegan tu voz, y tus recuerdos. Aun sabiendo que nuestro andar va a ser lento, o más de lo que desearíamos, y no demasiado fácil, prefiero seguir adelante; ahora que te he encontrado no podría darme por vencida, ni acabar tan pronto lo que tan tarde ha comenzado. Es cierto que pueden atormentarme las dudas y asaltarme las sospechas, es cierto que de vez en cuando lloro y me desespero; pero hasta ahora, siempre has sabido abrirme los ojos. Al principio, fuimos enseguida de ciudad en ciudad. Todo se hacía más fácil al creer que estaba en nuestras manos reunirnos; ahora hemos aprendido a la fuerza que no, que ojalá dependiera de nosotros, pero que a veces no hay elección. Ahora tenemos que aguantar lo que nos viene, y esperar tiempos mejores porque tienen que llegar. Menos mal que sé que todo va a salir bien… todo va a salir bien. Cuando pienso en nuestros lugares, comprendo que te asuste mi ciudad, que dudes en acercarte y que tiendas a huir. Debe parecer una mezcolanza desordenada de edificios viejos, sucios, nuevos, altos, derrumbados, en construcción… con algunos islotes verdes salpicados entre medias, se extiende sin que la vista abarque una imagen real de su totalidad. Las únicas imágenes comunes deben hallarse en sus calles: gritos, carreras, humo, suciedad, empujones, vehículos atascados o voladores, y miradas perdidas. Pero algún día, cuando tengas más tiempo y menos obligaciones, iremos tú y yo a recorrerla y reconocerla, y encontraremos todo lo que esconde su aparente fealdad. Pasearemos tranquilamente, sonreiremos a los apresurados, nos tumbaremos al sol o a la sombra, subiremos a alguna azotea desierta, conoceremos lugares antiguos llenos de historias, miraremos cuadros y montañas azules, y nos perderemos por callejuelas tortuosas… ¿te parece? Hasta entonces, seré yo la que visite tu ciudad dorada –ya casi mía–, tranquila al sol y ruidosa en la noche, hecha de piedra rojiza y fría de 23


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

madrugada… Cuando el autobús deje atrás toros y encinas, y empiece a rodear la ciudad, miraré una vez más la oscuridad interrumpida por la encendida piedra, sabré que andarás cerca y no sólo dentro de mí, y en nada más podré pensar. Durante días iremos juntos por sus calles estrechas y limpias, hablando con todo el que se cruce en nuestros pasos, bajando al río lento y mirándolo desde el puente romano, esperando en silencio que se haga de noche y volviendo cansados por las cuestas, andando hasta la plaza, y esperando allí las campanadas y su eco en el espacio abierto… Volveremos de nuevo a la catedral partida en sombras y luces, con su torre inclinada (recuerdo de un lejano terremoto) y sus cúpulas llenas de escamas; andaremos por un jardín lleno de flores, donde cuentan se reunían dos amantes imposibles, y desde allí veremos la casa modernista, sus escaleras cruzadas, sus frágiles cristales, y su Venus escondida en el muro. Estaremos juntos, de nuevo, ¿qué más podría desear? En realidad, no sé por qué te he contado esta historia, que conoces tan bien como yo… tal vez sea que no es la misma si la ven tus ojos en calma, que si la veo yo. Y quería enviarte mi mirada para que, si alguna vez la pierdes, siga existiendo cerca de ti, aunque sea quieta en un papel, encerrada en un cajón. De momento, buenas noches. Y gracias por haberte cruzado en mi camino.

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2002 • I Concurso Literario / Dirdam

I Concurso Literario ADANAE Accésit

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Dirdam

Andrés Calvo-Sotelo

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A Eva, mi mujer, porque si no se enfada

M

e cansé de vivir en el pueblo y me fui a la ciudad. Me decían que estaba loco y que, tarde o temprano, volvería, como lo habían hecho los demás, metido en un sencillo ataúd de madera de pino. Sólo había regresado con vida Blasillo y fue porque no tuvo valor para entrar en Dirdam. Perdió la cabeza y se paseaba por el pueblo gritando: “Dios mío, Dios mío por qué me has hecho cobarde”. Era el único que había visto la ciudad (aunque sólo por fuera) y cuando le preguntaban como era respondía con cara y ojos de loco: “Parece el paraíso, parece el paraíso”. A los que vivían en Dirdam la muerte les esperaba en una de sus calles (a cada uno una calle) pero nadie, salvo Don Pedro, la conocía. Sin embargo, todos sabían que la muerte sobrevenía nada más atravesarla. Hacía poco tiempo que tres de mis mejores amigos se habían ido a la ciudad. Uno, Tinín, ya descansaba en el pueblo en un sencillo y bonito ataúd de madera de pino. Parece ser que le pasó lo que le pasó porque en una noche de borrachera se equivocó de itinerario al volver a su casa. Mi madre entendió mi marcha y me regaló un precioso callejero de la ciudad: “Hijo mío, cada vez que lo mires acuérdate de tu madre”. Me despedí de ella con la certeza de que no la volvería a ver. Dirdam era una ciudad celosa y las autoridades te prohibían la vuelta si alguna vez la abandonabas. 25


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

Llegué dispuesto a cumplir escrupulosamente la recomendación de las autoridades de no atravesar más de un tercio de las calles. La mayoría hacía caso de este consejo salvo el grupo de Los Temerarios (así se hacían llamar) que habían recorrido (los que no habían muerto en el intento) más de la mitad. Se dedicaban al comercio y al transporte de bienes y eran los más ricos y poderosos de la ciudad. Don Pedro era el jefe de Los Temerarios. Cuentan que su prometida murió el día de la boda cuando se dirigía a la iglesia y que él loco de amor y de furia se subió a uno de los caballos que empujaban el carruaje nupcial cabalgando fuera de sí por todas las calles de Dirdam. La Providencia quiso que recorriera todas menos una sin encontrar la muerte y que el caballo se encabritase al entrar en la última (las malas lenguas dicen que el novio se arrojó del jamelgo al darse cuenta que era la calle de su muerte). Antes de entrar en Dirdam me recomendaron el mejor camino para llegar a mi destino. Tenía que pasar por siete calles hasta llegar a la habitación que había alquilado. Gracias a Dios y a la estadística ninguna de ellas era la de mi muerte. Las avenidas llevaban el nombre de la última persona que había fallecido en ellas, menos la de la prometida de Don Pedro, cuyo nombre era inamovible por acuerdo unánime de las autoridades. Mi pobre madre rezaba todos los días para que ninguna se llamara nunca Andrés Pérez de Meca. Los primeros días en Dirdam fueron terribles. Me estudié el callejero de memoria y elegí las calles por las que iba a transcurrir mi vida (un tercio del total). Las recorrí aterrorizado pensando al final de cada una que la siguiente sería la de la muerte. Había muy pocos hospitales y cuando alguien se ponía malo los responsables sanitarios comparaban el riesgo de la enfermedad con el riesgo de ir al hospital. Muchas veces se equivocaban en la comparación y el enfermo se moría en casa. Yo, al principio, me paraba a auxiliar a los que de repente caían desplomados en las aceras. El grupo de Los Temerarios se encargaba de retirar los cuerpos de las calles. Tardaban menos de 10 minutos contando desde el momento del óbito y cobraban cantidades astronómicas por sus servicios. Te increpaban si te acercabas a socorrer a las víctimas y te amenazaban 26


2002 • I Concurso Literario / Dirdam

con denunciarte a las autoridades si lo volvías a hacer. Tanto secretismo hacía que nos preguntáramos si en verdad no eran Los Temerarios los responsables de las muertes. Lo primero de lo que hablabas cuando conocías a una chica era de las calles por las que habías pasado. El callejero era la Biblia de Dirdam y marcaba tu vida. Me enamoré de Cecilia, una chica dulce y maravillosa que siempre había vivido en Dirdam y que me preguntaba con curiosidad por mi vida en el pueblo. Cecilia y yo tuvimos mala suerte. Las casas de nuestras calles en común estaban muy solicitadas y sus listas de espera eran interminables. Debíamos esperar años hasta que Don Pedro, que era el que controlaba la oferta y la demanda de habitaciones, nos concediera una. Hacíamos el amor en un hostal cutre de la avenida Luis Bobillo. Era uno de los más solicitados y había que reservar día y hora con mucha antelación. Íbamos al parque (conocido popularmente como la polvera) todas las semanas hasta que las autoridades, presionadas por Don Pedro, y a pesar de lo impopular de la medida, prohibieron fornicar en su interior. El día que decidimos abandonar Dirdam abracé a Cecilia como nunca antes lo había hecho. La amaba y me aterrorizaba la idea de que nuestra marcha le costara la vida. Ella tenía que atravesar tres calles por las que nunca había pasado para abandonar la ciudad. La esperé y la esperé y como no llegaba me fui a buscarla. Cecilia estaba tendida en el suelo. Todavía respiraba: “Mi amor, siento no poder acompañarte, te quiero”. Llegaron Los Temerarios y me separaron bruscamente de ella. Me acordé de mi madre y de don Pedro y eché a correr en busca de mi calle de la muerte.

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

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I Concurso de FotografĂ­a ADANAE Primer Premio

En la terraza Carmina Gobernado

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

II Concurso Literario ADANAE Primer Premio

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El juego de los barcos Andrés Calvo-Sotelo

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A mis tres hijos, Mercedes, Andrés y Eva

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stoy cansado, muy cansado, necesito dormir y no puedo porque estoy aquí, en mi cárcel diurna, en este edificio feo y gris que sabe a la hora a la que llego y la hora a la que me voy. Si tuviera una colchoneta la pondría debajo de mi mesa y me echaría a dormir, con un poco de suerte nadie se daría cuenta y podría soñar con verdes y segados campos, con caminos serpenteantes rodeados de vegetación y de vida, con ser libre y feliz. Voy al trabajo por una autopista ancha, negra y colapsada en la que todos tenemos la misma cara, mezcla de melancolía y de mala leche. Después de 50 minutos llego a un gran aparcamiento al aire libre donde un guardia de seguridad que casi no cabe en su uniforme comprueba que llevo en el salpicadero de mi coche el papel cuadrado, blanco y plastificado donde aparece mi número de empleado (28832) y mi nombre (Víctor Martínez). El aparcamiento está siempre abarrotado de coches, los coches 30


2003 • II Concurso Literario / El juego de los barcos

de los que trabajamos de 8 a 5, de los que a las 5 nos vamos, llueva, truene o granice. Los jefes, los que mandan, tienen su propio garaje debajo del edificio y se van más tarde y ganan más. Ayer soñé que todos mis compañeros de trabajo llevaban una chaqueta metálica y que el edificio feo y gris era un imán que les atraía nada más salir de sus coches. Todos iban en fila india con los brazos extendidos hacia delante y con las manos abiertas. Yo salía del coche y me incorporaba dócilmente a la procesión extendiendo también mis brazos (parecíamos una colección de monstruos) Todos teníamos una sonrisa abúlica y estúpida y algunos incluso babeábamos. ¡Qué horror! Para acceder al edificio tengo que pasar la tarjeta de la empresa por los tornos de la entrada. Me siento como el preso que ficha cuando vuelve de su permiso de nocturnidad. Mi mesa está en una gran sala cuadrada donde trabajamos 100 personas. Cuando llego (siempre el último) la mayoría está hipnotizada con la pantalla del ordenador, tecleando sin mirar el teclado, con una mirada ausente que ni ve ni está ni oye. Por eso casi nadie se entera de mi presencia, todos están de cuerpo presente (como los muertos) y de alma ausente (como los deprimidos) y probablemente sea ésta la manera más inteligente de pasar la interminable y tortuosa jornada laboral. Nos dedicamos a picar datos (nombres, direcciones, números de carné de identidad, importes) en formularios electrónicos. Para que alcancemos lo antes posible ese estado hipnótico la empresa acaba de instalar un hilo musical por el que suenan canciones románticas que se supone deben transportarnos rápidamente a ese mundo en el que ni sientes ni padeces. Tengo la impresión de que la música no está consiguiendo los objetivos deseados; ayer, sin ir más lejos, un compañero se puso a sollozar en su mesa; luego se disculpó y explicó que la canción que acababa de sonar era la que él y su ex mujer ponían cuando hacían el amor. Las mesas de la gran sala tienen forma de L, una cajonera empotrada, un teléfono y un ordenador y están alineadas formando perfectas filas y columnas. Yo, por ejemplo, estoy en la C9 (fila C, columna 9) y así lo confirman las pegatinas que con esa letra y ese número están adheridas a mi mesa, a mi ordenador, a mi teléfono y a mi cajonera. Si alguien de la gran sala te pregunta algo y no sabes la respuesta le remites a otra persona «eso pregúntaselo a E6 o mejor a F8, que E6 está de permiso». 31


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

Cuando el trabajo se hace insoportable jugamos al juego de los barcos. Tenemos impresas unas cuadrículas de 10 x 10 donde las filas son letras y las columnas números y cada casilla es una persona de la gran sala: –María del Río (J5). –Tocada. –Pablo Gómez (B6). –Agua. Las 9 personas que me rodean y yo mismo formamos una Unidad Administrativa. En la gran sala hay 10 Unidades, cada una con un jefe. Llevo 10 años en la empresa y siempre he estado en la misma mesa. A mi izquierda se sienta Rafa, es soltero, tiene 38 años y está más gordo que el guardia de seguridad de la puerta. Es mi amigo y muchas veces quedamos después del trabajo. A mi derecha se sienta Francisco, es buen chico, algo sobón, le faltan dos hervores y según Rafa es gay. –¿Por qué crees que es gay? –le pregunté un día a Rafa. –Mira, un tío con bigote que va al gimnasio todos los días para ponerse cachas o es facha o es maricón. –Pero si éste es facha. –Sí, éste es facha y maricón. –Si tú lo dices. Al lado de Francisco está Roldán. Se afilió desde muy joven al sindicato y hoy lleva todos los asuntos (sindicales) relacionados con los comedores. Es un obseso de los tiempos y siempre lleva un cronómetro encima. Su última gran lucha ha tenido que ver con los 25 minutos del desayuno que se desglosaban de la siguiente manera: 3 minutos para llegar al comedor, que está en los sótanos del edificio, 4 minutos de “self service”, 15 para “la ingesta de alimentos” y 3 para volver al puesto de trabajo. Roldán quiere que se amplíen los tiempos de desplazamiento argumentando que las Unidades más alejadas del comedor tardan más de tres minutos en llegar. Además ha realizado un concienzudo análisis de los tiempos del “self service” (cronómetro en mano) y ha demostrado que éstos son más rápidos a primera y a última hora. Ante la negativa de la empresa a ampliar los tiempos, Roldán ha solicitado que se revisen los horarios colocando a las Unidades de la segunda y 32


2003 • II Concurso Literario / El juego de los barcos

de la tercera planta al principio y al final del desayuno para que así compensen la mayor distancia que les separa del comedor con un menor tiempo de avituallamiento. Nos lo contó henchido de orgullo y Rafa, que no le aguanta, le espetó entre risas «Roldán, por qué no te dejas de gilipolleces y pides que mejoren la mierda de comida que nos dan». Delante, a mi izquierda, está Luisa. Es atractiva, tiene el pelo negro, largo y lacio, los ojos oscuros, una cara angulosa, buen tipo y sobre todo unos pechos turgentes que son la obsesión de muchos hombres y no pocas mujeres de la empresa. Casi siempre va con vaqueros ajustados (¡Hay que joderse, ya va marcando hucha! dice Rafa cada vez que la ve) y quiere tener un hijo a toda costa. Estuve unos meses enrollado con ella; todo empezó un día en el que nos fuimos a tomar unas copas. Rafa (guiñándome el ojo ostensiblemente) se retiró a sus cuarteles de invierno y nos quedamos a solas. Hablamos, hablamos, hablamos y bebimos, bebimos, bebimos y cuando nos quedamos sin palabras nos empezamos a meter mano y a besarnos desenfrenadamente. En el primer respiro me dijo «Siempre me has gustado» y yo sin saber muy bien que balbucear salí del burladero para continuar la faena. Entre un hoy vamos a tu casa y un mañana a la mía empezó a hablarme del futuro y todo se acabó el día que me dijo que quería ser madre. La ruptura fue desagradable. Estuvimos un mes sin hablarnos y éramos la comidilla de la Unidad. Con el tiempo la tensión ha ido disminuyendo y nuestra relación se ha normalizado, ya no hablamos de compromisos ni de hijos y hemos vuelto a quedar, unas veces en mi casa y otras en la suya. Al lado de Luisa se sienta Marisa. Está gorda como un trullo y huele mejor a medida que se acerca el fin de semana. Según Rafa está enrollada con el segurata de la puerta y queda con él los sábados, ya se sabe, sábado sabadete.... –¿Cómo sabes que están enrollados? –le pregunté un día a Rafa. –Simplemente lo sé. –¿Cómo sabes que quedan los sábados? –Por la sonrisa de oreja a oreja de los lunes. –¿De ella o del segurata? –De los dos. Delante, a la derecha, está Pedro. Tiene más de 50 años, es muy buena 33


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

persona, algo pusilánime, vive con su madre y no me cabe la menor duda de que perdió definitivamente la cabeza cuando le impusieron la medalla de plata al cumplir los 25 años de servicios prestados a la empresa. Es muy tranquilo y cuando habla nunca mira a los ojos. Está en permanente estado de hipnosis y según Rafa se volará la tapa de los sesos en cuanto la doble su madre. –¡No digas esas cosas! –le recriminé a Rafa. –¡Joder, digo lo que pienso! Detrás se sienta Mari Carmen, la becaria. Se deja la piel para que le hagan fija y todos abusamos de su situación y le encasquetamos todo tipo de marrones. A mí me recuerda a Marilyn, salvando las distancias. –Las tías exuberantes que parece que no han roto un plato en su vida me ponen como una moto –me dijo un día Rafa de la becaria. –¿Exuberantes?–pregunté sorprendido. –Sí, voluptuosas, que despiertan los sentidos. –Es la primera vez que hablas con cierta delicadeza de una mujer, ¿Rafa, no te estarás enamorando? –le pregunté con recochineo –¡Enamorarme yo, vete a tomar por el culo! Al lado de Mari Carmen, a su derecha, está Luis Alberto, es el tonto de la Unidad y todavía no lo sabe. A los tontos les pasa como a los cornudos que son los últimos en enterarse. Además de tonto es piquito de oro, habla todo seguido y si el diccionario de la lengua tuviera fotografías la suya aparecería en tonto, fatuo y pomposo. Al lado de Luis Alberto está Marisol; es pelirroja, bajita y delgada, lleva gafas redondas de color azul y vive con su novio. Tiene 32 años y ve fachas por todas partes. Pinta muy bien y todos los de la Unidad tenemos un cuadro suyo colgado en casa. Los despachos de los jefes son grandes peceras que rodean la gran sala. A veces tengo la sensación de estar en un gran acuario donde hay 100 peces pequeñitos rodeados de tiburones que de vez en cuando salen de sus guaridas acristaladas para comerse a algún pobre diablo. Eduardo, nuestro jefe, no es mal tío. Tiene 59 años y todas sus aspiraciones profesionales se han cumplido. Es un hombre hecho así mismo, campechanote, que presume de decir lo que piensa y de decirlo a la cara. Todas las Navidades nos invita y como paga de su bolsillo nos lleva a co34


2003 • II Concurso Literario / El juego de los barcos

mer conejo al ajillo a un sitio de mala muerte que está a las afueras de la ciudad. Aprovecha las comidas para hacer balance del año y para repasar “vuestros puntos fuertes y vuestros puntos débiles”. Ayer fue la comida de Navidad de este año. Eduardo presidió la mesa y el resto nos sentamos por riguroso orden de antigüedad: a su derecha Pedro, el más veterano y a su izquierda, Luis Alberto y así hasta llegar a Mari Carmen, la becaria. La velada fue de aurora boreal; al jefe, que nunca bebe (según las malas lenguas fue alcohólico de joven) le dio por tomar vino desde el aperitivo y cuando llegamos al horrible conejo al ajillo estaba ya completamente mamado. A partir de aquí la comida se convirtió en una pesadilla. Y en su repaso habitual no dejó títere con cabeza. Empezó por Pedro, el pusilánime (siempre nos leía la cartilla siguiendo el orden de la mesa) del que dijo que no había tenido cojones para ser jefe de Unidad a pesar de estar perfectamente capacitado para ello (me pareció que Pedro asentía con la cabeza). A Luis Alberto, el tonto le dijo que el trabajo era algo más que hablar todo seguido impostando la voz (para parecer culto) y que la distancia entre lo que era y lo que se creía que era tendía al infinito. Roldán, el sindicalista miraba su reloj cuando le llegó el turno (¡Dios sabría lo que estaba cronometrando!). Le apodó (in situ) “El cronos” y le espetó que con tal de no trabajar era capaz de medir la duración media de las meadas de todos los empleados de la empresa (Roldán apretó un botón de su cronómetro cuando Eduardo acabó con él). A Marisa, la gorda la definió como la gran cotilla de la Unidad y afirmó que su aseo dejaba mucho que desear (Marisa de una manera casi imperceptible levantó el brazo derecho, giró levemente la cabeza y se olfateó la axila). A Francisco, el facha le dijo que dedicaba las mañanas a preparar el gimnasio de las tardes y que su bigote le intranquilizaba (el pobre Francisco no pudo evitar llevarse la mano al mostacho y si hubiera sido postizo se lo hubiera arrancado allí mismo). A Rafa, el gordo le dio una de cal y otra de arena. Le definió como un tío inteligente que llegaría a ser jefe de Unidad si dejara de comportarse como un monito guineano que solo piensa en meneársela, en comer y en dormir (tengo que reconocer que casi me da un ataque de risa al ver la cara que puso Rafa mientras dejaba en el plato un trozo de conejo que estaba 35


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

devorando con las manos). Conmigo no se portó del todo mal, dijo que era un indolente de siete suelas con falsas inquietudes intelectuales que provenía de una familia de provincias venida a menos (he de reconocer que mi descripción me pareció exacta). A Luisa, la soltera le reprochó que empleaba gran parte de su tiempo en gestionar su inestable vida sentimental (ella me miró con una cara de tú eres el único culpable). Marisol, la pintora temblaba cuando le llegó su turno; le soltó que en su casa pintaba mucho pero que en el trabajo no pintaba nada. Mari Carmen, la becaria, empezó a llorar antes de que le tocara. Eduardo se la saltó y sentenció: “Tengo cáncer y los médicos me dan dos meses de vida. Vienen tiempos difíciles en la empresa y al que no curre le pondrán en la puta calle”. Se levantó, nos miró a los ojos y sin decir nada se fue. No volvimos a verle vivo. Y yo he dormido mal, muy mal (la imagen del pobre Eduardo borracho sermoneándonos no se me iba de la cabeza) y ahora estoy que me caigo de sueño, con ganas de tumbarme debajo de la mesa y soñar, soñar con verdes y segados prados, con caminos serpenteantes llenos de vegetación y de vida, con ser libre y feliz. * * * Nos pusieron de jefe (con carácter interino) a López Bobadilla, que era más joven, más tonto y más ambicioso que el pobre Eduardo y estaba que no le cabía un cañamón por el culo ante su nueva responsabilidad. En seguida cogió enchufe a Luis Alberto (de tonto a tonto y tiro porque me toca). Sobre nuestro ex jefe Eduardo todo eran rumores; se decía que se había enfadado con la empresa por la ridícula pensión que le iban a dejar a su mujer. No quería ver a nadie y no se ponía al teléfono. Sabíamos de su salud por la cara de nuestro nuevo jefe; a finales de enero Bobadilla estaba contento, animado, dicharachero y a principios de Febrero murió Eduardo. La noticia nos llegó primero en forma de rumor (oye, parece que vuestro ex jefe la ha espichado) y luego nos la confirmó Bobadilla: “Tengo que daros una mala noticia, Eduardo ha muerto. Yo no he perdido a un compañero, ni siquiera a un amigo, he perdido a un hermano”, nos dijo con cara y 36


2003 • II Concurso Literario / El juego de los barcos

tono compungidos. En ese momento Rafa, que estaba a mi lado, hizo sus ya famosos y casi inaudibles ruidos guturales (los hacía siempre que una situación le parecía cómica con el ánimo de que los demás nos riéramos) y me tuve que morder el labio para no desternillarme de la risa. López Bobadilla terminó su intervención con un categórico “desde hoy soy vuestro jefe con todas las de la ley” acompañado de una sonrisa amenazante. Todos los de la Unidad fuimos al tanatorio a dar el pésame a la mujer de nuestro ex jefe. En la empresa era costumbre asistir a los velatorios cuando la doblaba un compañero o cuando la estiraba el padre o la madre de alguien: “Oye, la ha palmado la madre de B10, vamos al tanatorio y luego nos tomamos un buen chocolate con churros” era la frase que más se estilaba en estas situaciones. Lo del muerto al hoyo y el vivo al bollo es una gran verdad. Sin duda, la muerte cercana te hace disfrutar especialmente de lo cotidiano. Además, todo hecho que interrumpa la jornada laboral es bien venido. Somos como los estudiantes que se ponen a dar botes de alegría cuando les comunican que la clase de Lengua se ha suspendido porque el profesor se ha estampado en coche. Allí estaba Eduardo de cuerpo presente (como nosotros en el trabajo), con la cara hinchada y las manos unidas con las cuentas negras de un rosario. ¡Y nosotros pensando en el chocolate con churros que nos íbamos a meter entre pecho y espalda! Al mes de morir Eduardo, López de Bobadilla (se puso el “de” cómo quien se pone una corbata) nos convocó urgentemente en su despacho. “Nos vamos a fusionar con Pérez and Gamble” nos dijo con tono trascendente y pronunciando Gamble con un acento patético, mitad gallego, mitad americano. Sin dejarnos intervenir continuó con un discurso retórico y pedante que tenía preparado. Le mirábamos (menos Luis Alberto) con cara de “a ver cuando termina este imbécil” y él, creyéndose estar ante la Nación entera, continuaba su disertación apoyando su retahíla de estupideces en una gesticulación ridícula y desacompasada. Sus ojos locoides miraban fijamente a la pared, como si allí hubiera una cámara de televisión que retransmitiera su discurso a toda la Humanidad. A la media hora la escena parecía sacada del más sofisticado de los manicomios: Pedro miraba a la mesa como López de Bobadilla a la pared, Luis Alberto escuchaba con la admiración que los tontos se tienen entre sí, Roldán no le quitaba 37


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

ojo a un precioso reloj de pared que tenía justo enfrente, Marisa, ausente, pensaba en el segurata, Francisco admiraba, con movimientos de cabeza amanerados, la musculatura de sus brazos, Rafa no paraba de hacer sus ruidos guturales para que todos nos descojonáramos, Luisa se tocaba el pelo como si la cámara imaginaria la enfocara de vez en cuando, Marisol se distraía mirando los bodegones de la sala y la pobre becaria tomaba notas creyendo que era importante lo que allí se estaba diciendo. “Y por supuesto –dijo López de Bobadilla mirando a la cámara– en las fusiones las matemáticas no se cumplen y la igualdad irrefutable 1+1=2 se convierte en la paradójica desigualdad 1+1<2”. Terminó su exposición con un “sólo continuarán los mejores, los primeros y puso una sonrisa estúpida y suficiente que le incluía, sin ningún género de dudas, en ese grupo. Salimos de la reunión con cara de preocupación, por primera vez en muchos años nuestros puestos de trabajo peligraban y me acordé de Eduardo (nuestro ex jefe) que generosamente nos había anticipado la llegada de tiempos difíciles. * * * No hay fusión que por bien no venga; nos cambió la vida y nos hizo a todos más felices: López de Bobadilla se convirtió en un valor en alza y al poco tiempo le nombraron jefe de la gran sala. Pedro se prejubiló y cumplió su sueño dorado: vivir con su madre cerca del mar. Luis Alberto se dedicó a escribir los estúpidos, pedantes y frecuentes discursos de Bobadilla al personal de la gran sala. A Marisa la pusieron de patitas en la calle y con el dinero de la indemnización montó un bar con el segurata y de bocata en bocata y de pincho en pincho tuvieron que mover la barra hacia fuera, por problemas de espacio. A Roldán le ofrecieron el puesto del segurata y se dedica a apuntar (motu proprio) las horas de llegada de todos los empleados de la empresa. Francisco montó un gimnasio con Mauricio, su novio y se ha sacado el título de experto en musculación. Rafa se puso las pilas, adelgazó y se casó con la becaria. Hoy es jefe de 38


2003 • II Concurso Literario / El juego de los barcos

Unidad y tiene dos hijos. Luisa se convirtió en la señora de López de Bobadilla y se dedica a su hijo y a su marido. Marisol llegó a un acuerdo con la empresa y hoy sus acuarelas pueblan las paredes y los despachos del edificio feo y gris. Y yo estoy escribiendo una novela y quedo con Luisa, unas veces en su casa, otras en la mía.

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

II Concurso Literario ADANAE Accésit

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Sin escrúpulos María Sánchez Torregrosa

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a vida nos atiborra de decisiones constantes. Centenares de situaciones que resolver cada día. Desde qué zapatos me pongo hoy, hasta con qué panda de ladrones políticos me siento más identificado. Uno, dos, tres, no hay tiempo que perder: decide. El pasado 17 de Marzo hubiera preferido no tener que tomar ninguna decisión, pero ese simple gesto habría supuesto en sí mismo una. Me levanté como lo hago todas las mañanas: con el pie izquierdo. Y me lavé los dientes como lo hago todos los días: con la mano derecha. Tomé una ducha rápida (¿por qué la llamaremos siempre rápida, cuando es igual de larga que el resto de las duchas que tomamos?), me puse la corbata de Hermès de los lunes, y me embutí en el Armani que no vale lo que cuesta. Nada mejor que empezar el día drogándose, de modo que tomé mi dosis habitual de café con mis dos Marlboro lights habituales de la mañana. Miré el reloj: las ocho y media. Llegaba tarde. Absorbí de un trago el café; ya se sabe que el tiempo es oro. Me lo recuerda cada día mi Rolex de 24 quilates. Cogí las llaves de mi nuevo BMW y di un portazo. 40


2003 • II Concurso Literario / Sin escrúpulos

Fuera llovía a cántaros. No me había dado cuenta, de modo que tuve que cubrirme con mi maletín de Vuitton, lo que supongo que no le haría mucha gracia a Louis, pero qué se le va a hacer. A quien no le hizo gracia saber que el coche no arrancaba fue a mí. Sobre todo teniendo en cuenta que el vehículo era nuevo. “¿Te gusta conducir?”. No sé a quien narices se le ocurrió ese eslogan. Subí rápidamente a casa, y cogí el paraguas de Burberrys, ese que tiene cuadraditos beige de lo más hortera, pero que, sin embargo, cuesta un ojo de la cara. Incongruencias de la vida. Bajé de nuevo las escaleras lo más rápido que pude y, al salir de casa, con la corbata descolocada, el poco pelo que tengo, alborotado, y el maletín de Vuitton chorreando, tuve la asombrosa suerte de meter mi zapato de Prada en un barato charco de agua. No me detuve demasiado en esa fastidiosa nimiedad, tenía que correr hacia la parada del autobús y llegar lo antes posible a la agencia. Ya empezaba a rondar por mi cabeza la odiosa frase de mi autoritario jefe: “Señor Martínez, la puntualidad es el primero de los dones de los que usted carece”, y frunciendo el ceño como sólo los jefes saben hacerlo, a mala leche. A pesar de estar centrado en mi molesto pie mojado, en el cada vez más cercano sermón de mi jefe y preguntándome por qué narices me había comprado el paraguas de Burberrys, si me parecía tan hortera, no pude evitar fijarme en una chiquilla morena que corría delante de mí, sorteando los charcos y cubriéndose de la lluvia bajo su carpeta negra de estudiante. Me pareció muy cruel por mi parte no ofrecerle resguardarse bajo mi espantoso paraguas, de modo que no dudé en lanzarle un grito y decirle que si iba a la parada del autobús, yo podía acompañarla. Ella giró la cabeza al oír mi voz masculina, y saltándose la regla de oro de las jovencitas de hacer caso omiso a los extraños, me agradeció mi amabilidad y se resguardó a mi lado. Llevaba un monjil uniforme rojo y gris, que poco tenía que ver con el que luce Britney Spears en alguno de sus videoclips. No pude evitar observar las piernas de la adolescente: delgadas y esbeltas a la vez, cubiertas de unos viejos leotardos grises. No logré articular palabra a lo largo del camino a la parada. Aquella muchacha me ponía bastante nervioso. Al llegar el autobús, ella me agradeció mi gesto con un rápido “gra41


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cias”, y yo me cagué en todo lo que pasó por mi mente (el jefe, el paraguas y el charco...) al descubrir que ése no era el autobús que me llevaba al trabajo. Lo que en el fondo me daba rabia era no volver a ver a la joven de los leotardos desgastados, pero en esos momentos le echas la culpa a lo primero que te viene a la cabeza (el paraguas, el charco o el jefe...) Tardó un largo y eterno cuarto de hora en llegar mi autobús, que casualmente estaba lleno de gente que apestaba a sudor, café y tabaco. Durante todo el viaje me recriminé haber votado al partido que garantizaba en su panfleto político un transporte público eficaz. ¿Cómo habían logrado engañarme? A mí, que precisamente me dedico a mentir... Empezaba a encontrarme realmente mal. Mi estómago me pedía a gritos vomitar el café y el par de tacos que deseaba soltar desde hacía horas. Afortunadamente logré controlarme en el camino a la oficina, pero no cuando vi la cara de mi jefe, que al parecer, también tenía un mal día porque su BMW tampoco arrancó esa mañana (debió ser un error de fábrica). Vomité el café, y no sé cómo, logré controlar los tacos. Increíblemente este desagradable hecho enterneció a mi jefe, que me aconsejó volver a casa ese día para descansar. Al fin una buena noticia en todo el día: descansar. No dudé en llamar a un taxi. Sigo preguntándome cómo no se me ocurrió lo mismo esa mañana, pero supongo que era demasiado pronto para tener buenas ideas. …Y las piernas de esa niña no salían de mi mente. Ahí estaban, taladrándome la cabeza, que me iba a explotar de todo lo que me dolía. No aguanto a la gente feliz. Esa gente a la que nunca le ocurrirían este tipo de cosas, y que siempre parece tenerlo todo controlado. Además la gente feliz no consume, y a mí, que soy publicista, esas cosas me influyen mucho. El taxista era un hombre feliz. Se notaba en sus palabras, en su sonrisa, en su mirada. Y ese día yo estaba especialmente suspicaz, de modo que me estrujé el cerebro maquinando la forma de borrarle esa maldita sonrisa de la cara que tan enfermo me ponía. “Pare aquí, caballero, ésta es mi casa”. El taxista frenó suavemente, como lo hacen los hombres felices, y yo salí corriendo lo más rápido que pude, sin detenerme, sin girar la cabeza, sin pensar qué demonios hacía... y sin pagar. Él salió del taxi 42


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y se puso a gritar como un energúmeno, pero correr detrás de mí habría sido inútil; en eso de correr siempre fui el primero de la clase. Llegué a casa exhausto, y por primera vez en mucho tiempo me planteé dejar de fumar. No tenía ningún tipo de remordimiento debido a la escena que acababa de protagonizar, es más, me sentía satisfecho conmigo mismo y acabé pensando que le hice un favor al taxista ese: tanta furia tras su máscara de hombre feliz no podía ser buena. Vi el sofá blanco, moderno y minimalista del salón y casi lloro por haberlo comprado. Cuando uno está realmente cansado, quiere acostarse en todo menos en algo delicado, y aquél sofá de diseño, lo era. A pesar de todo me tumbé en él y durante al menos cinco segundos logré tener la mente en blanco. Fueron los mejores cinco segundos del día. En seguida recordé el dolor que estrujaba mi cráneo y que cada vez resultaba más intenso y molesto. Era incapaz de pensar en una sola cosa durante más de un segundo: las piernas de la chica, la cara de mi jefe, el taxista a punto de estallar de ira... y Silvia. Tenía que llamarla. Desde la discusión que tuvimos dos meses antes no nos habíamos dirigido la palabra, y pensé que era el momento idóneo para aclarar las cosas. Cogí el teléfono inalámbrico y marqué el número de memoria rápidamente, como para que no me diera tiempo de arrepentirme. Una señal, dos señales, tres... y el maldito contestador con la rasgada voz de Silvia anunciando que no estaba en casa. “Si quieres, puedes dejar un mensaje después de la señal”. Si, si quieres te digo que me acosté con tu mejor amiga porque dejaste de interesarme, y porque en el fondo jamás te quise demasiado. Estuve a punto de hacerlo. Me hubiera encantado ver la expresión de su cara al escucharlo. Pero no lo hice. En el fondo creo que soy un hombre sensible. Me levanté a por un Gelocatil, aunque soy muy proclive a desconfiar de esas cosas porque siempre he pensado que son una especie de placebos, pero cuando sientes que de un momento a otro el cerebro se va a salir de su sitio, te olvidas de tesis antifármacos y te tomas lo primero que se te ocurre. Al lado del envase de Gelocatil, en el armario de medicamentos, estaba el Prozac. Tuve mis escarceos con éste, y una horrorosa tentación de cogerlo, pero entonces recordé las palabras de mi psiquiatra:“Sólo para casos extremos”, y como no estaba seguro de 43


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que éste lo fuera, decidí no tomarlo. Volví al salón y encendí mi televisor, una Beovision Avant, último modelo de Bang & Olufsen, que vale una pasta. Nada de cacharros obsoletos en mi casa. Bonito envoltorio para contener la basura más grande de este falso mundo: la programación. Me río de aquellos que afirman que lo único que vale la pena son los anuncios, es más, en verdad me dan pena. Interrumpo su porquería para que vean la mía, y encima me lo agradecen alabándome y pagándome un televisor como el mío, que ya querrían sus mujeres en casa. En fin, alguna parte buena me tenía que tocar a mí del pastel. Como decía, encendí el televisor y entendí entonces por qué dicen que el futuro no está en buenas manos. Es lógico. Viendo los teletubbies, los niños deben acabar “borderline”, y es que esa nueva corriente didacticomoralizadora lo único que consigue es crearles traumas psicológicos infantiles. Como el Harry Potter ese. El otro día ví al hijo de mi vecino intentando volar con la escoba. Tuve que decirle que se bajara de ahí, que eso de la magia es una patraña que se han inventado los editores para ganar pasta a costa de los niños. Y el pobre se me quedó mirando con una cara rarísima, hasta que estalló en un lloriqueo ruidoso y molesto. Normal, si es que viendo esas cosas no me extraña que les cueste tanto asumir la realidad. Apagué el televisor y me levanté directo a la nevera. En momentos como ése, te alegras de haber comprado chorraditas de helado de nueces de Macadamia o de tarta de queso con arándanos dos días antes en el supermercado. Cogí una tarrina de Hägen Dazs y llené la bañera de agua, sales de baño y espuma. Me desnudé quitándome la ropa como si me despojara así de todos mis problemas. Me miré al espejo y vi una imagen patética: un hombre algo giboso, de 35 años, con canas, entradas, ojeras y cara de tener pocos amigos. Atractivo en esencia, eso sí, pero sólo en esencia. Me metí en la bañera con la tarrina de nueces de Macadamia y una cuchara. Empecé entonces a plantearme cosas demasiado importantes y a hacerme preguntas demasiado existenciales. Y cuando yo empiezo a plantearme cosas demasiado importantes y a hacerme preguntas demasiado existenciales, significa que ése sí es un caso “extremo”. 44


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Salí de la bañera impulsado por una necesidad más grande que las fuerzas para detenerla, y fui corriendo al armario al que me había dirigido minutos antes: el de los medicamentos. Cogí el Prozac y no vacilé un segundo en tomarme una de esas pastillas. Supongo que es la única medicina en que confío que tendrá efecto. Me sequé con la toalla y me puse el pijama de seda que compré en la India. Cada vez que me pongo esa cosa me imagino a los pobres niños indios, con mirada de matar por un mendrugo de pan, fabricando mi pijama y me entran unos remordimientos espantosos. La maldita conciencia social que nos inculcan cada día. Si no la tuviera, probablemente sería un poco más feliz. Empezaron a sonarme las tripas. A lo tonto se habían hecho las tres de la tarde, y yo tenía de todo menos ganas de cocinar. Recordé que hacía tiempo que no comía comida china, y decidí llamar a un restaurante de esos a domicilio. Busqué en las páginas amarillas, la verdad es que es bastante útil el libraco ese. Llamé, y contestó al otro lado una voz chillona un tanto desagradable. Es increíble, todos los chinos tienen la misma voz, igual de estridente y molesta. Pedí todo lo que se me pasaba por la cabeza, es lo bueno de saber que te sobra el dinero. Tallarines y arroz tres delicias, barritas de pollo al limón, tiras de cerdo agridulce, sopa de aleta de tiburón y pato laqueado. Resulta prosaico que nuestra única preocupación en la vida sea satisfacer nuestros apetitos. El chino me dijo que en media hora llegaría la comida a mi casa, de modo que hice tiempo preparando la mesa. Empezaba a resultarme aburrido eso de no trabajar. No es que mi trabajo me apasione, pero estar solo en casa durante más de 5 horas con la cabeza delicada, puede convertirse en algo bastante pesado. De pronto me acordé de la chica del autobús. Me preguntaba cómo se llamaría, en qué casa viviría, cómo sería su familia, cuánto dinero ganaría su padre... empezaba a preocuparme mi materialismo obsesivo. Es un claro ejemplo de defecto profesional. Incluso imaginé cosas extrañas, como que volvía a verla, y nos saludábamos, y quedábamos para tomar algo... y justo en el momento en que me iba a besar sonó el timbre. El maldito chino inoportuno. Normal, si es que son tantos que están por todas partes metiendo la pata. 45


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Abrí la puerta con cara de boxeador derrotado y le solté un billete de 50 euros. Me siento bastante más pobre con eso de los euros. Sonaban mucho mejor las pesetas, como más abundantes. Cerré con un portazo y dejé las bolsas encima de la mesa. Examiné el contenido con un tremendo remilgo. Lo de la comida a domicilio debería estar prohibido por ley. Primero me chafan mi beso con la adolescente y luego encima meten la comida en envases ínfimos y sucios. Hasta ahí vale. Pero la comida fría era ya demasiado. Me cabreó tanto que ni siquiera probé aquella basura. Uno tiene su pequeño orgullo. Estaba asqueado. No sólo pensaba que todo me salía mal, sino que realmente así era. Es el típico momento en que le das vueltas a las cosas y tratas de buscar soluciones rápidas y eficaces, pero entonces te sumerges en un laberinto de calles estrechas y corres alejándote de los problemas, que te persiguen, te pisan los pies, y finalmente te engullen, te taladran y te machacan. Soportaba demasiada presión en mi cerebro, que parecía friccionado por dos fuertes y tensas manos. Entonces empecé a notar el dolor de cabeza aun más intenso, y un pequeño cosquilleo en la nariz. Tenía los ojos húmedos. Veía borroso. Y ahí estaba yo, sentado en una silla del office de la cocina, con doscientos envases de comida china delante, llorando en la más mísera soledad. Llevaba más de tres años sin derramar una sola lágrima. Desde que murió mi padre en las Navidades del 2000 de infarto de miocardio. Aquello sí que fue un golpe fuerte. Cerré los puños tratando de frenar la rabia, la impotencia y la ira que se acumulaban en mi cuerpo. Toda la sangre se me iba a la cabeza. Estaba rojísimo. Me levanté de la silla inopinadamente, y con paso firme y decidido, recuperé la caja de Prozac que había tirado poco antes en el suelo del baño. Cogí un puñado de pastillas y me las metí en la boca. Empecé a tragar esa basura sin parar a pensar en lo que hacía, y llorando histérico, en un estado de enajenación absoluto. Había llegado el momento de acabar con todos los problemas que llevaba arrastrando desde hacía años, de dejar de ser una carga para los que me rodeaban, para toda esa gente a la que yo no aportaba nada. Había llegado el momento de desaparecer de esa vida que yo jamás elegí vivir. Había llegado el momento de morir. 46


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Y es que la vida nos atiborra de decisiones constantes. Centenares de situaciones que resolver cada día. Uno, dos, tres, no hay tiempo que perder: Decide.

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II Concurso de Fotografía ADANAE Primer Premio

San Pedro por la mañana Candela de la Macorra (promoción 2001)

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III Concurso Literario ADANAE Primer Premio

[ Érase una vez, en Blandford ] Antonio Ruiz Salvador

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e vuelto a Blandford, un caserío pegado al mar en un rincón de Nova Scotia, la provincia canadiense que tiene las mayores mareas del mundo y forma de bogavante en los mapas, uno de tantos caseríos en esa costa que, marcada a dentelladas por el Atlántico, es un inmenso cementerio de hombres y de barcos. Aspotogan, Donde dan la vuelta las focas, en la lengua antigua de los Mi’kmaq, es el nombre de una cala muy estrecha donde abetos, hayas y abedules llegan tropezándose los unos con los otros hasta las rocas de la orilla. Aspotogan es también el nombre del caserío que se asoma al balcón de la cala, el del monte que le quita el sol de la tarde, y el de la península que separa Saint Margaret’s Bay de Mahone Bay. En aguas de ésta, mirando a Poniente, está el caserío de Blandford, mordiéndose la cola con mi regreso, como yo vuelvo a mordisquear un lápiz amarillo, bien afilado, con una goma de borrar sin estrenar en la punta, un lápiz inútil, porque ahora, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, estoy sentado delante de un ordenador portátil, gris, mirando las ramas de los abetos, madre, y cómo los menea el aire, 50


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mirando la polifémica pantalla en blanco del Toshiba 460CDT, mirando cómo se mueven las olas, María Dolores, a ritmo de bolero, tamborileando sobre la mesa, buscando esa primera palabra que tendría que tener ya en la punta de la lengua, tío Miguel, pero que no viene, esa palabra que desatrancará la frase, el párrafo, la página que llevo dentro, pero sin dar con ella, como hace años, también en Blandford, estuve buscando en la marejada la palabra justa que abriera aquel poema, en el vuelo en uve de los gansos, en las estelas de los pesqueros que andaban al bogavante. Canadá es un país con demasiada geografía para tan poca historia, dicen que dijo una vez alguien, hace ya tanto tiempo que ni se recuerda su nombre, ni dónde lo dijo, ni si realmente lo llegó a decir, pero como tantas otras frases célebres que se suelen citar hasta el aburrimiento, con la posible excepción de Pobre Canadá, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos, también ésta es falsa, porque no define al país, ni a la provincia, ni al condado de Lunenburg, ni al municipio de Chester, ni al caserío de Blandford. (Caserío, Carole, caserío, como lo oyes, porque para ser pueblo hay que tener plaza, a ser posible con fuente de dos caños, pero, por lo menos, plaza, así que de pueblo, hoy por hoy, y por muy village que se crea, nada). Los canadienses lucharon en las dos grandes guerras del siglo veinte, y en la de España, los Mac-Paps de la Brigada Internacional MackenziePapineau. En el siglo dieciocho, de esta misma tierra en que divago, fueron expulsados en masa los acadienses, por ser franceses, y como hicieron nuestros sefarditas por el ancho mundo, se llevaron todo lo que eran, y ahora nos falta, al sur de los Estados Unidos. Hoy son los Cajuns de Louisiana. Así que no faltan batallas ni diásporas y, sin embargo, a pesar de tanta sangre y tantas lágrimas, el tópico de que Canadá carece de historia tiene para infinidad de canadienses la fuerza de las verdades reveladas. La historia existe, ¿cómo no va a existir?, pero no aquí, y los que así hablan no se cansan de repetir que hay que ir a buscarla a otras partes, a cualquier país del mundo donde se la dejaron al venir aquí, con su billete de ida, su maleta de cartón y su esperanza, los emigrantes. A veces parece como si la historia hubiera constituido un exceso de equipaje, y como tal, para evitarle gastos inútiles a un viajero no demasiado sobrado de medios, no llegó a cruzar el charco. Es un hecho que los canadienses 51


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desconocen su historia, (Sí, ya sé que en todas partes cuecen habas), y también es cierto que por ignorarla, la desprecian, pero lo curioso en estas latitudes es que sus habitantes parecen habérsela negado a sí mismos hasta como posibilidad. Los europeos, que vivimos en el otro extremo de la cuestión con el espinazo doblado por el peso histórico que nos han hecho mamar desde pequeñitos, ¿podemos comprender cómo se puede andar por la vida sin señas de identidad históricas, hechos unos adanes despojados de capacidad histórica, no siendo, en lo que a la historia se refiere? Pues aquí es cosa de todos los días. Vendrá, te digo que la palabra vendrá, tío Miguel, porque tiene que venir, pero antes de que mis dos dedos empiecen a teclear, antes de que la pantalla empiece a llenarse de letras, sílabas, palabras, frases que pronto llenarán párrafos y páginas, abriré la caja de los pretéritos perfectos, esos octanos salvavidas del diálogo, dijo, comentó, explicó, exclamó, repuso, así, en fila india, como entraron los bichos en el arca de Noé, insistió, murmuró, suspiró, susurró, sollozó, pensó, protestó, tartajeó, balbuceó, rezongó, prometió, preguntó, contestó, me apretaré los machos de la voluntad de estilo y, para no salir despedido, me abrocharé el cinturón de sobriedad de maese Pedro, Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala. Ya sólo faltará comprobar que todo está en posición correcta y las tres lucecitas del indicador, encendidas. Para entonces ya habré puesto a todos los personajes en posición de firmes. Tal vez me esté curando en salud, pero tengo leído en algún sitio que las criaturas pueden desmadrársele a uno, a su creador, y que si les da por ahí, hacen lo que les viene en gana, y ya puede el crea­dor andarles recordando que no son más que creaciones suyas, porque lo único que logrará con ello es que le hagan la peseta, mejor dicho, el euro, así que no está de más tomar precauciones, y hasta puede que todas las que se tomen sean pocas. País más que indeciso a la hora de definir su identidad nacional, por no decir reacio, Canadá no sabe lo que quiere ser cuando sea mayorcito. Hoy por hoy, sólo sabe lo que no quiere ser, y con eso parece bastarle y hasta sobrarle. Tan claro tiene que no quiere ser el próximo estado de los Estados Unidos como que tampoco quiere seguir siendo dominio del 52


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Reino Unido. No hay una sola provincia canadiense que quiera ser como Ontario, la todopoderosa provincia del interior del país, y ese no querer ser une a todas las demás contra ella. Algo es algo, pero es sólo un espejismo, porque ni las provincias del Oeste quieren ser como las del Atlántico, ni ninguna de éstas quiere parecerse a las otras tres de su zona marítima. (Ah, con que exagero, ¿eh? Vas a ver). Para mis paisanos de Nova Scotia, ser de New Brunswick, la provincia vecina con quien tanto comparten, no deja de ser una desgracia (anda, niégalo). Y aquí mismo, los de la isla de Cape Breton, esas pinzas del bogavante en los mapas de Nova Scotia, reniegan de los de la península y de la calzada que los une, ¿une? En Blandford ven a Halifax, la capital, como la ve cualquier otro caserío, atascos de tráfico, desmadre de drogas, corrupción política, chupatintas del Estado y otros horribles etcéteras, pero que no nos vengan con que estrechemos lazos de amistad con los del caserío vecino de Bayswater, donde, según los entendidos, la mayoría son primos y tienen seis dedos en cada pie, ni que les digan a los palmípedos de Bayswater que hagan migas con los del caserío de Aspotogan, donde, desde hace un montón de años y en auténtico espíritu de frontera de tensión, coexisten en paz y a palos dos familias, los Backman y los Boutillier. Y por si no fuera bastante con todos estos grupúsculos de taifas, para terminar de arreglar las cosas en este país de las dos grandes soledades oficiales, los habitantes de la provincia de Québec no quieren que se los trague el mundo anglosajón, y los de habla inglesa, como la Vírgen del Pilar, no quieren ser franceses. (Ya estoy oyendo decir a mi mujer que eso pasa en todas partes, en España, sin ir más lejos, y hasta en Suiza, y puede que tenga razón, lo cual no implica que no pase también en Canadá, país invertebrado donde los haya). Todo ese testarudo no querer ser lo que los otros son tiene un precio, y elevado, el de no darse cuenta de lo mucho que comparten con ellos, empezando por una historia, pero no sólo esa historia que se escribió con sangre canadiense entre los cardos de Brunete bajo un sol de plomo, en el barro helado y asfixiante de las trincheras de Verdún, o en las arenas de la Juno Beach, sino la historia del desarraigo. Porque el canadiense es, más que nada, un desarraigado, y si pudiera mirar más allá de sus narices, vería que ni los lentos trámites de la inmigración, con las inter53


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minables colas de rigor en un consulado remoto, ni la espera eterna y angustiada de aquella carta con membrete oficial que no acababa de llegar nunca, ni aun la travesía clandestina en el vientre de un contenedor, fueron pasos únicos de su propio calvario, exclusivamente suyos, sino estaciones de ese acto colectivo, nacional, de desarraigarse que comparte con todos los que han arribado y siguen arribando a estas costas, unas veces por las buenas y otras por las malas. Sólo con que mirara alrededor suyo, un poco más allá de sus raíces, cualquier canadiense de a pie vería que el camino a Canadá, más que una odisea personal e intransferible, fue una misma vía dolorosa para la inmensa mayoría de los canadienses, un via crucis de lágrimas compartidas. Vería también que la arribada no fue menos difícil para el nigeriano que para el irlandés que para el turco que para el libanés, porque las discriminaciones del anfitrión de turno se cebaron en todos ellos como se cebaran antes en él mismo. Y comprobaría que tampoco fue sólo él quien cortó de raíz con un mundo conocido, y no por cruel menos amado, un mundo que al soltarse las amarras del barco que lo llevaba a un futuro incierto, se quedaba allí, donde siempre había estado, para irse convirtiendo, poco a poco pero irremediablemente, en un allá cada vez más lejano y más borroso, un punto de referencia tan indispensable como ya inexistente, apenas recordado, visto en una fotografía, imaginado. (¿Y qué pinta Blandford en todo eso?, preguntaría mi mujer, que a pesar del mucho amor que me profesa, tiene poca cuerda para todo tipo de disquisiciones diuréticas). Pues que Blandford, como el país, es un caserío de gentes que vinieron huidas de muchas partes. Los llamados Leales vinieron de los primeros Estados Unidos de América, bien porque no quisieron dejar de ser súbditos de Su Majestad británica, o porque les pegaron la patada de Charlot, que las independencias tienen esas cosas, pero el caso es que recalaron por estas costas con lo puesto y sus bienes muebles, incluidos los esclavos negros. También fue refugio de clanes escapados de Escocia con sus nieblas y sus gaitas, y de familias alemanas que arribaron con la biblia familiar a cuestas y ese culto fundamentalista tan suyo a las salchichas y al repollo, culto que aún colea en las emblemáticas morcillas de Lunenburg y la sauerkraut de Tankook Island y que, poco a poco, se fueron cambiando el apellido, de Schlagentweit a Slauenwhite, de Gaetz 54


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a Gates, de Eizenaur a Eisenhower, de Berghaus a Barkhouse, de Bubeckhoffer a Publicover, quién sabe si por esnobismo o por prudencia, pero para hacerse pasar por anglosajones. También vinieron noruegos, aquellos lobos de mar de los barcos mercantes, que habían hecho docenas de veces la travesía de Halifax a Southampton, y vuelta, durante la segunda gran guerra del siglo por un mar cruel, infestado de submarinos alemanes. Noruegos que con la paz se quedaron aquí mismo, cazando ballenas en Mahone Bay, y después, cuando acabaron con ellas, apiolando focas en los hielos de Labrador y Terranova, como mi vecino Johannes Viddal, que volvía de la campaña de todas las primaveras con un saco de aletas, y las guisaba siguiendo una receta inmemorial con un canturreo aprendido de su madre, y nos invitaba a comer, casi en silencio, porque el sabor se lo llevaba muy lejos de allí, y sólo volvía de allá donde había estado para decirnos que comiéramos más, porque aquello era cosa fina. Johannes trabajaba en la sala de máquinas del Theron, y en 1955 había estado en la Antártida con la expedición de Sir Edmund Hillary, y con otros de Blandford, Cecil Zinck, Jake Schaffelburg, Knoble Meisner, otro vecino, un pescador con brazos como mazas que reparaba las redes en camiseta en medio de las ventiscas delante de nuestra casa, la casa de entonces, y que ahora, tullido como está, ya sólo ahuma el pescado que le trae de matute su hijo Wilfred. ¿Pero quién sabía eso? En Blandford, todos, claro, porque en los caseríos se sabe todo, y también lo sabrían los vendedores ambulantes sirios que hasta hace unos años recorrían a pie la costa con el barro y la nieve hasta las rodillas, pero los que lo valorábamos como es debido, modestia aparte, éramos los menos, y casi sin excepción, los recién llegados. Media docena de norteamericanos que no quisieron oír el nombre de Vietnam ni en sueños, la esposa holandesa de guerra, el ex prisionero alemán, aquel galés estrafalario que llevaba a la Escuela de Artes y Oficios de Lunenburg un botijo lleno de humo de marihuana para fumárselo en los recreos, por nombrar a unos cuantos, los que, quitando a Greta Van Rickevorsel y Karl Hanke, que llevaban algo más de tiempo, aún no llevábamos ni diez años por estos andurriales. 55


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¿Y quién más lo sabía? Durante el verano, por ser la península de Aspotogan ruta turística, pasaban gentes en coches con matrícula de Massachusetts, Ohio, Maryland, gentes que circulaban sin prisa por la carretera que bordea la costa, admirando el paisaje, aspirando el aire salado y mirándolo todo al pasar, un viejo que estaba escardando en su huerto, otro que estaba abriendo la tapa del buzón, dos hombres, Johannes y yo, que apoyados contra un pozo se estaban bebiendo sendas cervezas a morro. Nos habían visto al pasar, pero no sabían quiénes éramos, ¿y cómo iban a saberlo? Ni que Johannes estuvo en la Antártida con Sir Edmund Hillary, ni que de pequeño, allá en su fiordo noruego, saltaba de un velero a otro, columpiándose en las jarcias como Tarzán de los monos. ¿Cómo iban a saber los turistas que aquel hombre de la camisa de cuadros conocía todos los mares del mundo, y algunos bien de cerca, obsequio de los torpedos de los submarinos alemanes que lo habían hundido cuatro veces en una sola guerra? ¿Cómo podían imaginárselo en cientos de tempestades, rompiendo a hachazos el hielo de la arboladura para que no zozobrara el barco, partiendo en cachos su propio vómito cuando ya se había congelado contra cabos y aparejos? Nadie podía imaginarse la historia de Johannes, ni que Paul, que ahora se pasa el día abriendo el buzón por si le ha escrito alguien, estrechó la mano de Yuri Gagarin una tarde como aquella, aquí mismo, en Upper Blandford, cuando vino hace años invitado por el multimillonario Cyrus Eaton a su casa de verano. Tampoco podían saber que Ernie, el vejete de la azadilla, se pasó los felices años veinte, los de aquella Ley Seca en los Estados Unidos, yendo en una goleta de Lunenburg a las islas francesas de Saint Pierre et Miquelon, al sur de Terranova y, ya con la carga de ron, whisky, champán y un surtido variado de tintos y blancos en la bodega, a dar de beber al sediento con el permiso de las autoridades norteamericanas y si el temporal no les impedía llegar a la cita en el límite jurisdiccional de las doce millas. No, no hay que ir a las novelas en busca de capitanes intrépidos, los tenemos aquí mismo, en Blandford, ¿pero quién se da cuenta de eso al pasar aspirando el salitre de la tarde? Es más, si el viajero era norteamericano, ¿podría imaginar que en un lugar tan diminuto, de cuyo nombre 56


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ni siquiera podría acordarse al llegar al hotel, podía haber hombres de esta naturaleza? Y digo esto porque cuando vivía en los Estados Unidos, de esto hace muchos años, me asombraba esa mala costumbre que tienen sus medios de comunicación de reducir cualquier problema a unos límites geográficos. ¿Qué tendrá que ver con la gravedad de un suceso el tamaño del país donde se ha producido? Ninguna, pero, ¿y el norteamericano medio, puede tomarse en serio algo que haya ocurrido en un país cuyo territorio, según le informan, no supera el del estado de Rhode Island? Relativamente, porque si de entrada le han nadeado el lugar del suceso, se dirá que no es para tanto, y pasará página en busca de países grandes, Rusia, China, Australia, que es donde de verdad pasan las cosas. Creo que esta miopía es propia de países de grandes extensiones, y que les hace caer a sus envanecidos habitantes en una gran equivocación, la de medir horizontalmente a los demás, ignorando su verticalidad, o mejor dicho, su profundidad. Y se me ocurre otra cosa, ¿puede un norteamericano alto y con complejo de alto mirar a uno que no lo sea, ni norteamericano ni alto, de tú a tú? ¿Es capaz de concederle un mínimo de esa grandiosidad que a él le sobra? (Y toda esta palabrería, diría mi mujer, del homicida clan de los Bruce, y si no que se lo pregunten a los del clan MacSweeney que quedan, para decir que mejor nos iría si pensáramos en profundidad, pues de esa manera daría lo mismo dónde hubiera tenido lugar el suceso, porque lo que cuenta es el suceso, y mil muertos son mil muertos en la India y en Albacete. Sí, añadiría un servidor, pero hay más). Yo aprendí en Blandford, gracias a Johannes, a Knoble, a Ernie y a tantos otros vecinos de biografías tan ilustres como invisibles al vistazo fugaz y distraído, que nunca se sabe quién hay detrás de ese hombre que está sentado en ese banco, sí, ese que está mirando el atardecer con cara de papahuevos. Puede que no haya nadie, pero puede que haya un filósofo, un santo, un poeta, un pirata, un genio desconocido, y por si acaso, por si nos pone de rodillas al revelarnos su secreto, debemos respetarlo y asombrarnos de antemano con sus infinitas posibilidades. Desde entonces, cada vez que veo esa ventana que, a pesar de ser ya las tantas, permanece aún encendida en los edificios de pisos de las grandes ciudades, nunca pienso en si será alguien que tiene que tomar un vuelo a Dios sabe dónde antes de la madrugada, o alguien que tiene que tomarse 57


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un bicarbonato, un antibiótico, o esa píldora milagrosa de después del ayuntamiento carnal que, al revés que María Santísima, nos permite pecar sin concebir. Pienso en cosas menos pedestres, como que ahí mismo puede haber alguien a punto de dar con la receta del bálsamo de Fierabrás, o de darnos la fórmula definitiva de la piedra filosofal, alguien que en ese preciso momento puede estar corrigiendo a Galileo, descubriendo la orientación sexual del Cristo histórico, el órgano del cuerpo humano cuya función es el pitorreo, la razón por la que a algunos desgraciados se les caerá siempre la tostada al suelo por el lado de la mermelada, la hipada genética que trajo al mundo centauros, sirenas, gatos con alas y águilas bicéfalas, descifrando la clave del habla enigmática de los jilgueros, reinventando la pólvora, demostrando de una vez por todas la cuadratura del círculo, que la gilipollez es sólo una afección virásica, que hay dos sin tres, que segundas partes pueden ser buenas, que la historia no se repite, que las excepciones no confirman la regla, y todo en silenciosa y humilde soledad, mientras el resto de sus conciudadanos, abrazados a sus señoras, o compañeras sentimentales, a elegir, sueñan con los angelitos. Así veo también a mi tío Miguel. Un señor mayor, bajito, insignificante, a una gabardina grasienta pegado, que arrastra un poco los zapatos, negros, resecos, que se le agrietan por los lados, empujando un carrito costroso de la compra por Guadarrama, mirando de reojo, como un conejo, ese culo que se aleja calle abajo. ¿Qué pensarán de él los chicos que vienen de la escuela? ¿Qué saben de él los que sólo lo conocen de verlo pasear, siempre solo, por el pueblo? Nada, no saben nada, y en el mejor de los casos, a no ser que sea una mirada profunda la que lo contempla, poco más que nada. Un señor mayor, pequeñito, con barbita. Sombrero de fieltro tirando a verdoso. ¿Y eso es todo? ¿Algo más? Nada más, hasta un hombre como él no es nada más. Piénsalo bien, ¿qué somos sin esa mirada profunda, de amor, que nos descubre al inventarnos? Costra, corteza, cáscara, caparazón, perfil de sombra, y para de contar. ¿Lo oyes? ¿Lo has oído, tío Miguel? ¡Pero cómo vas a ser sólo eso, siendo como eres tanto más! ¡Tantísimo más! ¡Sí, todo lo que me está impidiendo empezar a escribir sobre ti! Una vida no cabe en la memoria, escribió don Jorge Guillén, como si hubiera estado pensando en ti. ¿Cómo empiezo, di? Anda, échame una mano. ¿Por dónde coño se empieza esto? ¡Ay, qué 58


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difícil me lo estás poniendo, condenado! Johannes murió hace ya muchos años, en Blandford, a donde llegó una noche con el corazón fulminado días antes en su fiordo noruego, tambaleándose. Pudo haberse quedado allá, cerrando así el círculo, pero volvió, porque quería acompañar a Pauline hasta el caserío donde la había conocido al terminar la guerra, y donde había sido feliz con ella compartiéndola con el mar. Y en Blandford la dejó, como se dejaba antes a la novia en su casa después del baile, y aquí se quedó también él, de cara al mar en el cementerio de Saint Barnabas, mecido por el subir y bajar de las mareas, contemplando dormido la herrumbre de las puestas de sol. Johannes, Joe a secas para aquellos vecinos cuyos orígenes británicos les impedían lidiar con nombres de más de una sílaba, murió al poco de irme yo a Halifax a ver si se vivía mejor solo que acompañado, pero no fui justo con el caserío, porque me divorcié de mi mujer, pero también de Blandford, que no tenía la culpa de nada, y pasaron muchos años sin que volviera por allí ni en el más fugaz de los recuerdos. Estuve en el cementerio cuando lo enterraron aquella mañana heladora y radiante de sol, pero al estrechar a Pauline en un abrazo estremecido, “Viniste, gracias”, el caserío de Blandford se me fue hundiendo silenciosamente en una niebla misericordiosa, sin graznidos de gaviotas ni chapoteo de oleaje ni lamentos de sirena, hasta desaparecer como una bendición en una nada reparadora que creí definitiva. Pero me equivocaba, porque sólo la muerte lo es, o casi, por eso Johannes ya no vuelve por aquí más que de vez en cuando, lo sé por Pauline, y yo volví a quedarme, aunque tardé casi veinte años en hacerlo. Y aquí estoy de nuevo, en Blandford, ahora con Carole, convaleciente de una obstrucción ocasionada por un coágulo que formado en un vaso sanguíneo parece ser que impidió la circulación de la sangre en otro vaso menor, de pronóstico reservado, con dos hijos más y nietas, jubilado, de vuelta al mismo mar de antes, encrespado, enfurruñado, siempre majestuoso, y a la niebla. Ahora contemplo los eternos atardeceres sangrientos, anaranjados, violáceos, que antes sólo contemplaba en el invierno, porque la casa de entonces tenía otra orientación, pero no veo los tatuajes que han dejado los neumáticos de la fiebre etílica de los sábados por la noche en la curva 59


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de la carretera, ni la gasolinera de los hermanos Publicover, el larguirucho An­dreas, que de tanto beber ya no recuerda lo que se propuso olvidar, y Edmond, de biografía tan breve como redimidora, y pública, por mucho que haga por ocultarla corriendo las cortinas. Porque de Mondy se dice que lleva más de treinta años echándole un par de polvos al día a su señora, Wanda Whynott, uno antes y otro después del desayuno, y aunque aquí es fuerte, patatas, huevos y morcilla de Lunenburg, el médico de Chester le ha recomendado que le eche el segundo polvo antes o después de cenar, pero la costumbre es la costumbre, y la gente del caserío, que lo comprende todo, sabe que enseñarle trucos nuevos a un perro viejo no conduce a nada, que sólo son ganas de perder el tiempo. Desde aquí no veo el puerto de los pescadores, ni el muelle del que saltó Gordie una tarde de marea baja y ya no volvió a andar, ni el sendero por donde va Pauline a coger arándanos, unas veces sola y otras con Johannes. Tampoco veo la casa de entonces, ni la de mi vecino Oran Roast, que en paz descanse, un inspector de Hacienda que venía a pasar los veranos con su familia, que hacía todas las comidas sentado en una rama de su castaño, así cayeran chuzos de punta, y que los días de viento no jugaba nunca al golf por miedo a que con una racha se le volara el peluquín que gastaba. Alguien me contó una vez que la señora Roast, Chastity Pearl, que así se llamaba aquel putón desorejado también conocido por Titty, le aguaba la cola con que se lo pegaba, y que lo hacía por venganza, un arreglo de cuentas congénito e impreciso que la había empujado también, aguja en mano, a perforar el condón matrimonial, quién sabe si buscando con premeditación y alevosía el nacimiento de Murray, un gamberro de mucho cuidado que acabó matando a su padre a disgustos por el procedimiento de dosificárselos como si de una pócima se tratara. Desde la casa de ahora no se oye el fragor amarillo del autobús que traía a los niños del colegio, ni la respiración emboscada de Obadiah Lutwick en el teléfono, cuando varios vecinos compartíamos línea, porque el viejo asmático quería enterarse de todo lo que pasaba en la casa del prójimo para irle luego con el cuento al pastor de almas. De mí sólo sacó dos o tres barbaridades que no recuerdo, pero sí que el pastor de entonces, el reverendo Josiah Cornelius, que no dejaba pasar un domingo sin exhortar a sus feligreses a que se arrepintieran ipso facto de sus pecados 60


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para así evitarse las previsibles colas y aglomeraciones a las puertas del Cielo, siempre se quitaba el sombrero cuando me veía en el supermercado de Chester. No se ve la casa del ya fallecido capitán Ira Yeomans, que conoció a la madre de sus trece hijos, Exaudia Emeneau, gracias al anuncio que puso en el periódico de Lunenburg hará ahora más de medio siglo, y que cuando fue concejal por Aspotogan defendió a la juventud del municipio del nefasto aprendizaje del francés con fervor de cruzado y elocuencia demostina. Yo estuve en el Ayuntamiento en aquella sesión histórica, decisiva, y aún le oigo repetir a rugidos y manotazos que mientras él fuera concejal, y ojalá que lo fuera por muchos años (una ovación ensordecedora de casi tres minutos le permitió darle varios tientos más al botellín de ron que llevaba en el bolsillo), en el municipio de Chester no se enseñaría ni francés ni hostias (la traducción, libre, es mía), y que todos los franceses, empezando por el primer ministro RobesPierre Trudeau (eso dijo, textual, soy testigo, y hay otros), ya podían volverse a la Unión Soviética, que era de donde habían venido, escapados, como ratas que abandonan un buque que se hunde. Ya no veo la casa de Knoble Meisner, ni la de Willie Corkum, que había hecho de todo en su vida, hasta tiempo en la cárcel por contrabando de tabaco, y que de sus años como obrero de la construcción en Boston, le había quedado una admiración desorbitada por los norteamericanos, tanta, que llegaba a negar que hubieran alunizado cuando se dijo que habían alunizado por primera vez, y no porque no fueran capaces de hacerlo, que eran capaces de eso y mucho más, sino porque esa noche no había habido luna llena y buenos eran los norteamericanos para andar alunizando en una luna pequeñaja cuando sólo tenían que esperar al plenilunio, que es cuando se alunizaba que era un gusto, pues no se podía fallar el blanco ni con los ojos vendados. Tampoco veo la casa de otros recién llegados, Philip y Anne Thornton, ingleses, aunque prefiero no tener que verla desde que su hijo Paul los mató a balazos. Ya sólo nos falta esa primera palabra que busco en la pantalla inmaculada, en dos focas que nadan por entre las algas heladas de la cala, en esa nieve de bolitas de anís que está cayendo y que no sé qué nombre 61


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tendrá de los doscientos que tiene la nieve en la lengua antigua de los Mi’kmaq. Todavía no he dado con la palabra justa, tío Miguel, pero la siento acercarse. ¿Vendrá en el hueco del viento, muy quedito, o explotará a los acordes grandiosos de la odisea de Stanley Kubrick? No sé cómo será, pero sí que en cuanto nos encuentre será coser y cantar, porque todo lo demás irá saliendo detrás de ella, como las cerezas, no las picotas, las otras, las de rabo.

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2004 • III Concurso Literario / Las capas de la cebolla

III Concurso Literario ADANAE Accésit

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Las capas de la cebolla Soledad García Prats

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M

e sorprendo al final de la tarde pensando que tengo suerte, me sorprendo mucho. Estoy pasando el trapo por la barra, recogiendo platos sucios. Tengo aún que esperar que los de esa última mesa, los que no terminan de irse nunca, todos barbudos, nórdicos, borrachos, todos dentro de jerséis de lana y dando voces, se vayan para cerrar, pero al menos tú no has aparecido. No lo conoces y es mejor así, pero te gustaría este sitio. La entrada es algo oscura, tiene sólo la luz de una bombilla demasiado alta, que más que alumbrar difumina los rincones, dejándolos un poco en penumbra. Yo tengo ya sus límites impresos en las palmas de las manos, tanto empapelar y repasar las paredes. Lo cierto es que quien entra parece desconcertado un momento. Como si hubiese un cubo con agua bajo el suelo al paso siguiente. Antes de llegar a las mesas, un felpudo, y las paredes pintadas de amarillo claro. Un perchero de árbol que quizás reconozcas, el paragüero de metal, algunos carteles. Un zapato junto a una lamparita proyectando la sombra desconocida de su tacón de agu63


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ja. Dentro colgamos los cuadros de los chicos que empiezan, o sus fotos, lo que hagan. No les cobramos. Así no se ve la humedad que cala por todas partes, y vienen sus amigos y beben cerveza sin parar. A veces en agradecimiento nos hacen alguna sustitución y ponen un par de cañas, o traen alguna mesa que se les ha quedado vieja. Encima les gusta, hacen de camareros una noche como si estuvieran dentro de una película, ponen sus discos y blasfeman un poco de lo dura que es la vida. Te gustaría este sitio, no me extrañaría verte aparecer por la puerta un poco asustado un día, sentarte en una mesa, empezar a subir el tono y todavía sin saber que estoy yo aquí –que trabajo aquí, que entro todos los días por la puerta de madera y cristal por la que tú has entrado, la ciudad demasiado grande, y a veces, dirías, o diría yo, a veces tan pequeña–, quejarte de lo malo que ha sido el mundo contigo y no verte dentro de una película en absoluto, aunque una bombilla igual que la de la entrada marque sobre la pared tu sombra precisa y todos se den cuenta, y Marta ( le he pedido que atienda tu mesa, para observarte sin que lo notes): es guapo, qué manos tan grandes. Y sobre la pared la sombra, todos asombrados, sólo tú sin darte cuenta. Se ve –se intuye– todo el espacio desde que se entra, desde que se deja el abrigo y el paraguas y se limpia uno las suelas en el felpudo. Se ven las sombras oscilando sobre las paredes amarillas, sobre los radiadores amarillos al ritmo que imprime al piso el tren subterráneo, las sombras de los brazos que sujetan tazas, se las acercan a la boca o buscan algo en grandes bolsas, cuerpos que se incorporan, sujetan cigarrillos, recogen sus abrigos y se van. En la pared de la derecha hay una vitrina vieja con algunas tazas y cubiertos, algún cuadro que se ha quedado, que no vinieron a recoger o que cedieron en un gesto de desinterés y orgullo, un par de fotos de Marta con la chica que trabajaba aquí antes que yo. Fuera hace frío, llueve. No hay ventanas. La cafetera, visible desde la entrada, con su montón de tazas apiladas encima. Los del fondo empiezan a levantarse, sin parar de exclamar en algún idioma desconocido pidiendo, creo, un pasodoble. Hay que tener cuidado con el absurdo que acecha, y me imagino de pronto bailando pasodobles en el bar cerrado con un montón de nórdicos borrachos. Me abalanzo a apagar la radio. Lo bueno que tiene este trabajo es desper64


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tar sin despertador, o por lo menos eso pensé cuando lo acepté. Ahora me despierto siempre antes de que suene, cuando aún es de noche. Ya hay gente en la calle, que camina tan temprano las aceras, como de incógnito. Lo demás no es demasiado bueno, como todos, supongo. Es trabajo, hay que trabajar. Entro a las ocho de la tarde, y después me quedo hasta que se vacía, hasta que se van los barbudos tropezándose con las sillas. Por las mañanas voy al mercado y estoy con mamá, intento que hable para que no se le pierdan las palabras dentro, tanto ver la tele confundiendo personajes, duquesas con condesas o con primas lejanas de familias reales varias, conoce sus nombres y los de sus antepasados, pero no se acuerda de que ya no tengo novio. Y Mario cómo está, pregunta. Se lo conté ayer la última vez. A partir de ahora le diré que bien, gracias. Últimamente está enfadada. Dice que el profesor saca siempre a bailar a las mismas, que no estará todo preparado, no hay tiempo. Yo le digo cómo que no hay tiempo. Precisamente tiempo tienes, mamá, bailar qué; entonces refunfuña algo así como déjame en paz, coño, pregúntale a Horacio. Horacio es el canario. No sé a qué se refiere en absoluto. Ayer vi dos cosas que me llamaron la atención: Primero una caja de cartón se alzó del suelo sobre dos patitas pequeñas y caminó apenas unos pasos. Luego un hombre mayor levantó del todo la caja, dio la mano al niño vestido de rojo, le peinó un poco y siguieron andando. Al niño le hizo una gracia enorme, y se colgó prácticamente del brazo del hombre. A él también le hacía gracia. A sólo dos calles, la segunda a la derecha, un señor muy viejo con las manos cruzadas a la espalda sujetando una palmera de plástico, mirando a través de la reja del jardín botánico. Un chico que iba andando deprisa paró repentinamente a la altura en que él estaba, el viejo se volvió y saludó afablemente, el chico se disculpó sorprendido, no le conocía, había parado a mirar un escaparate en la acera de enfrente. También el viejo comenzó a andar, con la palmera de plástico en la mano. De un tiempo a esta parte no soy capaz de hacer historias. No hay ninguna razón, sólo pereza. Una pereza grandísima. Dejó de interesarme de pronto lo que le ocurría al señor espía en su despacho tapadera. Le dejé allí, justo en el momento en que empezaba a quedarse calvo. 65


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Esto es duro para cualquier persona, pero más para un espía, desde luego. Pensé si ponerle un sombrero, y le perdí totalmente el respeto. No confiaba en él para que investigara ningún caso. Así que después de aquella visita cerré la puerta acristalada, con su nombre en letras pegadas. Prometí volver pronto. Fuera hacía un frío de perros. En la calle había sólo aceras mojadas y farolas a punto de encenderse. Me fui de allí lo más rápido que pude. Lo que nunca pensé que ocurriría es que al alejarme de los personajes de tinta me alejara también de los de carne. No sé si una cosa fue consecuencia de la otra, pero ocurrió en este orden. Considero una ventaja de mi trabajo que me evite el horario de la mayoría de mis vecinos, el desplazamiento en transporte público. Me cansa la conversación obligada en el ascensor, me hace sentir vacía. Se trata de una especie de reducción espacial en círculos concéntricos. Los demás círculos fueron también desprendiéndose poco después. No fue doloroso. Las capas de la cebolla no albergan nada dentro, es una hortaliza por estratos. Yo no sé si me quedé también vacía, igual que la playa cuando tú corrías espantando gaviotas. Puede parecer que tengo algo en contra de este barrio, que es en esta historia algo así como el corazón de la cebolla. No es así: me gustan los rótulos rojos de los restaurantes chinos, me gusta que dentro tengan peceras. Incluso los porteros absurdos de los bloques de pisos. En el colegio me hicieron leer un libro que entonces no entendí demasiado, había un momento en que el protagonista se iba de putas, creo, y decía me siento como un pianista dentro de un armario. El libro se lo quedó uno de esos amigos que luego dejan de serlo, era El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. Yo me siento un poco así, pero no es desagradable. No quiero guardar el piano para mí sola, pero por alguna razón que no comprendo nadie más puede oírlo. Ayer entraron en el bar un chico y una chica, se sentaron en la mesa de los barbudos y se pusieron a hablar muy animados. Me dio la impresión de que no se conocían demasiado y además no se entendían muy bien, la chica era italiana y hacía gestos al chico después de muchas frases para que las repitiera. Se la veía ilusionada, sonreía todo el rato y a él le hacía gracia, gesticulaba para hacerse entender. Pensé que la ilusión debía ser un objeto que pudiera tratarse con guantes de goma, 66


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de esos de lavar los platos, un objeto resistente. Él se incorporó un poco sobre el taburete y le ordenó el pelo detrás de la oreja. Se quedaron mucho rato y me alegré, sus sombras caían deformadas encima del aparador, tenían pomos y cajones. Y quién sabe qué ocurre cuando se abre el cajón de una sombra. Supongo que nadie que conviva con viejos puede tener prisa. Por eso en mi casa, y no sabría decir en qué se nota exactamente, todo transcurre a un ritmo muy lento, como se desperezaría una caja de música cerrada hace tiempo. Mi padre y mi madre viven desde siempre en ciudades diferentes. Éste era el tipo de cosas que a Mario le encantaba comentar aunque no viniera al caso. Lo importante es que una de las veces que vi a mi padre –mi madre le había invitado a cenar a casa–, dijo: las casas se parecen a los dueños. Tengo la imagen precisa. Mi madre le sonrió orgullosa, como si le hubiera dicho algo bonito. Supongo que en su extraño código se lo había dicho. Mi madre estaba en cada clavo de aquella casa, y lo sabía. Los tres en la mesa de madera, con mantel, mi padre con pajarita, bajo la lámpara de seis brazos de latón pintado, reflejados en el espejo del salón con su horrible marco repujado. Mi padre aún trabaja en la misma fábrica de armazones metálicos para paraguas. Ahora me parece que aquello tiene algún sentido, cuando me veo subiendo las escaleras de mármol, los buzones amontonados, incrustados en la pared. En casa las paredes están empapeladas, según mi madre en los años setenta era la moda. Yo no quería que empapelaran mi cuarto, me daban vueltas en al cabeza antes de dormir los dibujos de la pared. A mi madre le gustaban los espejos de cuerpo entero, las lámparas con flecos y las conversaciones que no se prolongan excesivamente. Nunca antes de los setenta años habló de sus clases de danza, así que no tengo muy claro si son invenciones y prefiero no saberlo. Está sentada delante de la tele hablando del estreno. Y del tal Horacio. Al principio de este empequeñecimiento paulatino del mundo que se llevó a cabo en torno de mí en este tiempo, me daba cuenta de que todas las sensaciones eran repetidas, el olor de alguna tienda, pasar por una calle, detenerme y mirar algo que está más arriba me recordaba sensaciones precisas: los domingos en casa, por la tarde, hacer maletas. Como si el periodo en cuestión no tuviese ningún tipo de entidad pro67


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pia, ningún distintivo. Simplemente cambiaba el escenario de la misma historia. En cierto modo, seguramente sea cierto que depende dónde vivas serás de una forma u otra. De algún modo los habitantes de Varsovia estarían en ruinas, no quiero decir, claro, que habían pasado una guerra, quiero decir que cuando comenzó la reconstrucción de Varsovia quedaban allí unas quince personas. Quince personas y un montón de casas hechas trozos de ladrillo, y polvo. Por qué no se fueron a otra ciudad, a vivir allí, a otro sitio. Levantaron Varsovia de la nada. Dicen ahora las guías de viaje que es una ciudad muy fea. Yo no entiendo por qué cuando se va de viaje se trata sólo de ver ciudades bonitas. Varsovia, la verdad, es muy fea. Hace esfuerzos, pero los trenes subterráneos van por túneles húmedos, y está toda llena de puestos de cosas absurdas. No es el tipo de cosas que hace ilusión tener aunque sean completamente inútiles, postales en blanco y negro de mujeres gordas desnudas, candelabros o juguetes viejos o lámparas. Son jerséis con agujeros, muy finos; son frutas llenas de moscas, tormentas repentinas. Quien vive en una ciudad exclusivamente recién construida, y construida inevitablemente de un modo, con un carácter propio, determinado, tiene forzosamente que participar de algún modo de ese carácter. Me llaman la atención por eso los edificios que sólo tienen fachada. Si las casas, los lugares, conforman o se parecen a quienes viven allí, ¿quién se corresponde con esos edificios que son sólo fachadas, a no ser, cómo explicarlo, las señoras que pasean sus perros minúsculos y los acordeonistas? Podría decirse que ellos se corresponden con las fachadas, quizás. Cuando empecé a trabajar y volví a casa –Mario y yo vivimos juntos unos cuatro meses, no muy lejos de aquí– lo primero que hice fue desempapelar el cuarto, quitar la mampara. No sé si mamá se dio cuenta, por aquel entonces empezó a hacerse vieja aceleradamente. A veces no me reconocía siquiera. Quizás no dijo nada porque pensó que total, nunca entraba ahí. Me sentí mucho más cómoda con las paredes blancas. Quién te va a querer a ti con todo este ruido, dijo poco más tarde sin que viniera demasiado al caso. Pensé que sabía lo del cuarto, y que ella también estaba de acuerdo en que la gente se parece a las casas donde vive. 68


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La casa en la que vivimos Mario y yo era una especie de pecera sobre la ciudad, un octavo piso de ventanales grandes bastante lejos del centro. No pensé que fuera un problema que no te gustaran los techos altos. Por la noche veíamos todos los tejados cubiertos de antenas. Era tan barato porque con tanta ventana entraba sin ningún problema el ruido y el frío. Enfrente estaban construyendo otro edificio, a la hora del desayuno veíamos a los obreros al trasluz instalando las puertas y enyesando las paredes. No lo vimos terminado, claro. Cuando me ofrecieron trabajar en el bar lo tomé como algo provisional. Para pagar la escuela. Por unas cosas y por otras –ninguna de ellas una excusa aceptable– ni siquiera pedí el formulario de matrícula. El material de hacer fotos es caro, por aquel entonces conocí a un fotógrafo de comuniones y bodas del que no quise saber más pasada una semana y cuya vida era lo menos apasionante que podía pensarse de vivir haciendo fotos. A mí me gustaba hacer fotos en la calle, a gente que no conocía, pero me daba vergüenza acercarme demasiado así que no eran fotos demasiado interesantes, parecían más bien paisajes, fotos a la calle, muy parecidas todas. En los álbumes que mamá guardaba las fotos estaban llenas de personas que salían sin darse cuenta, por detrás de un abuelo o primo sonriente, encerrados durante años sin saberlo en aquel armario. Supuse que no les causaría ningún tipo de emoción saberse allí. En mis fotos todo eran secundarios. Quizás no había nada mío en esas fotos, eso decía Mario. Yo pienso que sí lo había, era una nada muy llena. Hice otras fotos: muchas a las manos de Mario, un poste de luz, ropa tendida. Un tren visto desde el interior de otro tren, contraluces de mamá de espaldas, junto a la ventana. Su armario. Mis zapatos puestos en fila. Me gustan los zapatos. No es que me entusiasme el trabajo, no es eso, pero cómo negarlo, se adecúa bien a mi vida. Me viene bien ver tanta gente, tanto actor secundario, contrasta con mi casa. Aquí nunca hay silencio, y a veces tanto silencio no se aguanta y tenía que salir aunque fuese muy tarde y llamarte desde alguna cabina y despertarte, a ti que dormías plácidamente y no entendías el por qué de venir a buscarme y preguntabas pero qué haces en una cabina con zapatillas de casa, y si pisas un charco, pero qué te pasa. No dije que sí, que me quedaba allí poniendo 69


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cañas por eso, pero supongo que necesitaba un sitio por donde cupiera la posibilidad de verte aparecer. Me entristeció de verdad. No sé si fue el no haberme dado cuenta antes o el mismo hecho de los cristales pulidos, esas ventanas de las casas viejas a través de las que no se ve el exterior, se ven sombras difusas, luces, se oye el ruido de la calle, claro, pero no se ve nada. La noche que mamá volvió del hospital abrí la ventana del baño y me di cuenta, el edificio de al lado es un poco más bajo, sólo se ve el tejado y las baldosas verdes y blancas de una esquina de la terracilla, pero el siguiente, el edificio de detrás tenía esas ventanas, es un bloque estrecho, encajado entre otros dos y con esas ventanas infames. Llaman a las tapiadas ventanas ciegas; bien, pues prefiero mil veces una ventana ciega que una de estas ventanas tuertas. Tienen en verdad el color de los ojos falsos. Pasé tanto tiempo en la ventana que cuando me entró frío me di cuenta de que había estado escuchando la película que alguien tenía puesta en un volumen altísimo, y que de hecho me interesaba. Así que fui por una manta y me senté encima del váter hasta que terminó. ¿Qué tipo de gente puede estar sentada comiendo sin hablarse?, preguntaban a lo largo de la película un hombre y una mujer, y se contestaban: la gente casada. Era una peli que yo ya había visto, una peli donde salía Audrey Hepburn. Audrey se enfada, sale del coche, es como si lo viera. Por la ventanilla del conductor, Robert intenta que vuelva y recoja el reloj de esmalte que él le ha regalado, que a ella le gusta, ella entrará al asiento del copiloto si él le dice que la quiere y él se lo dice, te quiero, grita desde dentro, – I love you, dice en verdad, porque mi vecino tiene el canal internacional–, con una mano en el volante, y pensé que tuve suerte, otra vez, tuve suerte de no haberte querido de verdad, de no haberme enamorado de ti –y me volvió a sorprender pensar esto de pronto, allí sentada–, pensé que hubo algo hondo, es cierto, pero de alguna manera ya sabía que a todos nos gusta hacer el amor con calcetines y desayunar en la barra de los bares, a todos nos hace gracia el acento circunflejo, no averigüé nada, ni siquiera por qué me vienes a la cabeza en situaciones tan diversas, volví a pensar, en realidad tengo suerte. Así que bajé a la calle a los pocos días y llamé al timbre, abrió mi madre después de un rato: en qué puedo ayudarla, dijo, entonces le 70


2004 • III Concurso Literario / Las capas de la cebolla

pregunté (y le pregunté en realidad cómo es posible que el olvido tenga nombre) si podía ver su casa, me llamó la atención desde fuera, espero no molestarla.

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

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III Concurso de Fotografía ADANAE Primer Premio

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Roberto Diego (promoción 1972)

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Octubre en Cantabria. “Génesis 1,5”

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IV Concurso Literario ADANAE Primer Premio

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Nela Mónica Varela Uña

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ice que si se va de la aldea, la cólera divina lo arrasará todo y las lluvias torrenciales del año pasado en Alemania serán nada comparadas con lo que pasará aquí. Dice que la Virgen se le apareció –hace ahora veinte años– con el mensaje de que había sido elegida para ser su intermediaria y ayudar al cumplimiento de ciertos designios del Altísimo. Tan importante misión requería muchos cambios en la vida de Nela. La Virgen, que no engaña, la previno de la dureza del camino que le esperaba si aceptaba. Había nacido en la primera posguerra, en un valle diminuto escondido detrás del fin del mundo, donde las nubes huelen a mar cuando vienen del sudoeste cargadas de vida y entrando por el corredor del río toman posesión de cada pliegue del valle. Nela era ligera, nerviosa, diminuta, rubia y bien hecha. Pisaba la iglesia de tanto en vez, cosa por otra parte corriente en un ambiente rural superficialmente cristianizado y cuya dispersión geográfica dificulta la cohesión social, favoreciendo formas extraordinariamente libres de amar a Dios y al prójimo. No era una beata, no, ni su vida 74


2005 • IV Concurso Literario / Nela

hasta entonces se había caracterizado por regirse conforme a las normas de la decencia y la moral al uso dictadas desde el púlpito y la escuela, en coherente y monolítica concordancia con las consignas políticas del momento; así que su experiencia visionaria sorprendió a propios y extraños, llegándose a la conclusión generalizada de que se había chiflado, seguramente debido a las alteraciones propias de la edad. Si, “cosas de la edad”, que siempre se ha sabido que las mujeres se pasan la vida en mala edad. Nela particularmente, no había tenido ninguno de esos periodos tópicamente inestables ni discreto ni tranquilo. La gente no se lo tomaba en serio, pero Nela sí. La misión le llenó la vida de una nueva pasión que impregnó todos sus actos. Se vistió un hábito morado reproduciendo fielmente su visión –coincidente por otra parte con la iconografía de las estatuillas de escayola pintada, que aún se venden en ferias y romerías–. Añadió una gran cruz al pecho, esclavina y bordón con concha de vieira atada arriba; quizá porque su virgen era peregrina, quizá porque el apóstol peregrino es guía del camino del cielo. De esta guisa ataviada comenzó una nueva andadura. Huérfana de madre desde muy niña, quedó junto a su hermano –poco mayor que ella– a cargo de una tía por parte de padre, que se fue a vivir con ellos para echarle una mano al viudo. Dicen en la aldea que es cosa de familia, que todos los de esa casa –hombres y mujeres, jóvenes y viejos– son lúbricos sátiros. De la tía se cuenta que cuando ya era viejísima, si acertaba a pasar un hombre por allí, dejaba lo que estuviera haciendo para ir tras él. Coincidían también los miembros de la familia en tener un genio vivo y el carácter fuerte, lo que eventualmente aderezado con aguardiente dificultaba mucho la convivencia, siendo cosa habitual los gritos, las amenazas y los golpes. Y pasó lo que tenía que pasar: una tarde salió el padre al monte a pegar unos tiros en la procura de algo que echar a la cazuela (que eran malos tiempos y para ellos no lo eran ni más ni menos que para los demás), de vuelta paró en la taberna y una cosa con otra resultó que cuando entraba en la casa ya clareaba. Encontró a la hermana levantada, sorprendido y tambaleante preguntó por decir algo: – ¿Cómo tú tan temprano? A lo que ella contestó: – Dirás más bien ¿cómo tú tan tarde? 75


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– Vuelvo cuando me da la real gana, que no tengo quien me mande, ¡y agradece que vuelvo! – Sí, muy de agradecer, sin cenar quedaron los nenos y, por lo que veo, quedarán sin comer, que gastaste en la taberna lo que no hay. – ¡Métete en tus asuntos, que ni eres mi mujer ni la madre de éstos!, dijo señalando el bulto que formaban los niños acurrucados en un rincón. – Pues como si lo fuera, que bien que me rompo el lomo para sacarlos adelante mientras tú andas por ahí. – Será que tú no andas por ahí y por allá, o ¿es que te crees que me chupo el dedo? ¡Vete a la mierda con tus monsergas, grandísima puta! Y en llegando a este punto se armó la marimorena: ella saltó sobre él iracunda, él la rechazó de un empujón tirándola al suelo mientras trataba de recuperar el equilibrio, ella arremetió contra él con lo que pilló a mano que fue el atizador de la lareira, él paró el golpe con la escopeta que aún llevaba en la mano, forcejearon… No se supo nunca qué pasó. Sonaron dos tiros, cesaron los gritos. Se murió al cabo de horas de agonía. Los tiros le habían destrozado el bajo vientre. De aquella no había carretera, en su estado montarle en una bestia y llevarle hasta la villa era imposible; dijo sereno y solemne que le dejaran en paz. No murió hasta el atardecer, no habló, no se quejó, no rezó. Se limitó a esperar la muerte agarrándose las tripas que pugnaban por salir, aparentemente dotadas de vida propia. Los niños apenas notaron diferencia entre la tragedia y los follones habituales. Sólo más tarde empezaron a calibrar la gravedad de lo ocurrido, cuando llegó la Guardia Civil preguntando a unos y a otros, por ejemplo, o cuando oyeron a la tía, dura como el pedernal, jurar frente al fuego en la soledad de la miserable cocina que no iría presa porque antes se colgaba de un carballo. De ellos no parecía acordarse nadie. Luego sí, para el entierro los lavaron y vistieron de negro de arriba abajo, incluidos los zuecos que tiñeron con grasa con hollín. Las vecinas, mientras les aseaban y repeinaban con brusco cariño, se lamentaban enternecidas de la triste suerte que marcaba ya sus tiernas vidas. Pero ellos, aunque lloraban nombrando quejumbrosos al padre muerto, estaban casi contentos: sentíanse objeto de todas las atenciones y el reflejo de la lástima expresada por las comadres iba produ76


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ciéndoles un sentimiento de pena por ellos mismos embriagador, que les proporcionaba una grata y cálida sensación en la que uno podía instalarse indefinidamente, y a la que recurrirían constantemente a lo largo de su vida adulta. Lo que estaba claro es que nadie sentía lo del difunto. Con sorprendente dureza se murmuraban comentarios tales como “no era bueno”, “él se lo buscó”, “esto tenía que pasar”, etc. Frases semejantes fueron repetidas hasta la saciedad, recorriendo el valle sin sombra de duda acerca de lo justo del sucedido. Tan claro estaba, que un pacto tácito nunca confesado llevó a los vecinos a declarar al unísono en defensa de la mujer, asegurando que se había tratado de un accidente y que la escopeta la tenía el difunto aún en las manos cuando acudieron en su ayuda. La Guardia Civil aceptó la versión de la aldea y no removió más. La versión final fue que el difunto se autolesionó accidentalmente al proceder en estado de ebriedad a manipular su arma para limpiarla. Al entierro acudió todo el valle, fue una muerte sonada. A partir de entonces vivieron mejor. La tía era limpia como una patena y despierta como una ardilla. Cocinaba bien, por lo que con frecuencia le encargaban que se ocupara de los banquetes de bodas y otras fiestas familiares. Nela aprendió de ella todas estas cosas… y también otras. Muerto el padre, la tía dejó a un lado disimulos. Dicen en la aldea que a veces había cola en la puerta de la casa y también que Nela pronto se inició en el arte de recibir visitas, si bien hay que recordar en honor a la verdad que no se supo de nadie que pagara los favores recibidos. Ellas aceptaban regalos y agasajos, –que no hay que ser orgullosa ni hacerle a nadie un desprecio– pero nunca estuvo en duda que se trataba de una afición. Pasaron los años y el muchacho que acariciaba desde niño la idea de hacer las Américas, no bien hubo cumplido los dieciocho se embarcó y cruzó el charco. Trabajó mucho y logró una cómoda posición en algún país caliente y sonriente, en el que sus habilidades y aficiones fáunicas no escandalizaban a nadie, siendo por el contrario compartidas y celebradas. En muchos años no hubo noticias de él. Un día llegó una carta junto con una suma relativamente importante de dinero que Nela empleó en moder77


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nizar y acondicionar la modesta casa familiar. Ella, Nela, creció poco pero bien. Sabía llevar una casa, hacer las tareas del campo, ocuparse de los animales y de la hacienda. También sabía de hombres, lo que no se veía en la aldea con demasiada dureza ni la invalidaba para encontrar marido. Quizá no sería un novio ideal o todo lo bueno que hubiera podido ser, quizá habría que aceptar uno algo viejo, con alguna carga o algún defecto; sin embargo lo del casorio no le importó a Nela ni mucho ni poco hasta muchos años más tarde. Vivió sola desde que murió la tía, viajó a otras regiones, se colocó a servir en una casa en Valencia, pero duró poco. En otra ocasión voló a Fuerteventura donde trabajó de camarera en un hotel. Eran escapadas de temporada, para cambiar de aires. No fue hasta mucho después, ya con casi cuarenta años, cuando le daba de vez en cuando, periódicamente, por decidir que se casaba. Elegía el novio y se ponía a realizar los preparativos con esmero. Curiosamente el único detalle que no contemplaba era la voluntad del elegido. Eso era para ella una nimiedad. Su propia y férrea voluntad llegaba y sobraba para los dos. De manera que pobres sujetos ajenos absolutamente no ya a los planes de ella, sino incluso desconocedores de su existencia, se encontraban de pronto con un asedio en toda regla, que podía incluir el trato con la asombrada suegra y demás familia. El proceso estupefaciente que se sufre cuando se ve uno convertido en objeto al que se priva de toda posibilidad de manifestarse fuera de un guión ajeno y del que todo se ignora, justifica el lapso de tiempo de ambigüedad, caos y dolorosas aclaraciones públicas, de los pobres sujetos elegidos por Nela. Entre el estupor, el pánico y la indignación, al fin se abría paso la conciencia de encontrarse ante una loca de atar, produciéndose en el ínterin situaciones de lo más rocambolescas. En una ocasión Nela llegó a trabajar tres días seguidos en la preparación del convite de su propia boda, habló con el cura y citó a familiares, amigos y vecinos. El elegido no fue capaz de hacerle entender que aquello no era posible, que no era real, que ella había creado una fantasía… El resto del mundo (incluido el cura) lo sabía perfectamente. Cuando se encontró sola frente al banquete, las flores, los adornos y el vestido, cogió una pataleta de resultas de la cual hizo la maletilla de cartón y se gastó los dos duros que le quedaban en un billete de avión para no sé qué islas, donde refugió su despecho unos meses durante los que nadie sabe qué diablos hizo. 78


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La cosa es que luego volvió como si nada. Los vecinos compasivos, (nadie está libre de caer enfermo de la cabeza, ¡vaya por Dios!) no metían el dedo en la llaga y ella cerró el asunto con toda naturalidad. Se ignora qué explicación le daba a los acontecimientos sufridos, ni si se la buscaba siquiera o simplemente los hacía desaparecer de su cabeza. Volvía a su vida normal hasta que otra vez fijaba su atención en un nuevo objeto amoroso… y se repetía el proceso de un modo idéntico en lo que a Nela se refiere. Las variaciones las aportaban ellos, que conforme iba teniendo eco la particular actividad depredadora de maridos, iban estando los mozos de la comarca en guardia; con lo que en alguna ocasión a punto estuvo de ser molida a palos, que sobre todo cuando hay intereses de por medio, la gente se puede poner muy bruta. Y siendo que Nela nunca los elegía ni pobres ni feos, los conflictos proliferaban para sorpresa de ella, que en su delirio psicótico estaba siempre segura de ser apasionadamente correspondida. Cabría aquí mal pensar que los objetos del amor de Nela se aprovechaban del entusiasmo de ésta, pero ella diferenciaba muy bien su papel de “novia formal” del de sus habituales escarceos. Es seguro que al menos hubo un par de “novios” absolutamente ajenos a lo que se les venía encima hasta el último momento. Incluso en una ocasión acabó todo en denuncia formal, con el consiguiente sinnúmero de equívocos y cachondeo general. Poco a poco el personaje público de Nela pasaba de selvática amante por horas a esquizoide intermitente en la procura de una vida que no podía ser la suya, con los consiguientes batacazos solucionados con el alejamiento temporal de la escena y el olvido terapéutico, alternado con razonables dosis de vuelta a la vida licenciosa, despendolándose a ritmo de ranchera en domésticas orgías con cada desengaño. Y es que ella recuperaba a sus propios ojos la condición de doncella cada vez que se enamoraba, que lo cortés no quita lo valiente. Cumplió así los cuarenta y tantos, bien es verdad que no los aparentaba. Quizá fue consciente del paso del tiempo y de la necesidad de un replanteamiento radical de su vida. Pensó en su hermano. Hacía más de diez años que no tenía noticias. De pronto la embargó la intranquilidad y se le despertó un amor profundo y olvidado. Removió Roma con Santiago, escribió a la embajada guiada por amigos informados y que sabían moverse por el 79


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mundo. Al fin supo que estaba ingresado en un centro de caridad, porque había perdido parcialmente sus facultades mentales; lo que explicaba la falta de contacto, (al menos por su parte). No lo dudó un minuto: vendió unos árboles, juntó todo el dinero que pudo, compró un billete y se fue al otro lado del mundo a buscar al hermano enfermo para cuidarle el resto de sus días en la casa familiar. Los médicos le explicaron a Nela que no sabían a ciencia cierta qué había pasado: quizá inicialmente fuera una infección vírica tropical mal tratada. Los síntomas eran confusos; había pasado mucho tiempo desde que él acudió al médico en busca de ayuda porque no podía dormir; entonces había explicado que pasó una gripe mala, con mucha fiebre, delirios y alucinaciones. Lo malo era que superada la supuesta gripe, las visiones obsesivas persis­tían, sobre todo en sueños, y era tal el terror que le producían que evitó dormir, refugiándose en una actividad frenética. Fue internado y sometido a un tratamiento de electrochoque (entonces en periodo experimental), de resultas del cual se quedó medio tonto para siempre. Una vez en casa Nela le llevó al hospital, donde fue cuidadosamente examinado. Actualmente la medicación permanente lo mantiene en un equilibrio inestable que le obliga a constantes reajustes, pero le permite vivir en casa y valerse por sí mismo. Nela comenzó esta dura etapa con todo el entusiasmo que la caracteriza. Quiso volcar en el cuidado del hermano todo su instinto maternal frustrado, a la vez que ensayaba lo que podía ser una vida de pareja dedicada al mimo del cónyuge. Pero él no era un niño manejable, ni un marido que compensara siquiera a ratos el esfuerzo. Veinte años de sacrificio son muchos años y aunque ella incluye este episodio con toda lógica entre las pruebas que la Virgen le manda para que sea digna emisaria suya, lo cierto es que se está hartando y con frecuencia le acusa de agresividad, mala fe, contubernio con vecinos malintencionados y enemigos de la casa… razones todas justificativas de una posible decisión de finalizar la fraternal convivencia e internarle en una residencia. Argumentos de peso retienen sin embargo a Nela en la toma de tal decisión, ya que él goza de una pensión americana, que lógicamente iría a parar a la institución que le acogiera y, aunque ella ha demostrado ser una magnífica administradora, es obvio que no le sobra un céntimo. Así que por el momento sigue atendiéndole en sus necesidades y perturbán80


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dole con sus nervios y arbitrariedades su precario equilibrio químico. De vez en cuando los berridos de ambos recorren la aldea, las gentes recuerdan en silencio cómplice otros gritos del pasado y oscuras premoniciones les hacen estremecer. Así las cosas, con cuarenta y tantos años, una pensión de subsistencia y el hermano idiota a su cargo, Nela tuvo un ataque de claustrofobia vital que la llevó a aceptar un trabajo en la villa vecina como doméstica de un hombre maduro, trabajador bancario, cuya mujer se negó a seguirle en su periplo laboral. No tardó mucho Nela, según propio testimonio, en ocupar el hueco dejado por la legítima en la cama del bancario, quien quizá porque hablaba en sueños o quizá porque infravaloró las entendederas de su eventual confidente, o quizá porque no pudo soportar el peso del secreto que guardaba, el caso es que puso a Nela en la pista de un descomunal desfalco financiero, perpetrado a lo largo de años y años de proba apariencia. A Nela le faltó tiempo para jugar sus cartas: reunió pruebas y datos, ató cabos… Cuando lo tuvo claro habló con el bancario y le dijo que se casara con ella o le delataba. Él no la creyó capaz, minimizó los riesgos y se rió en sus narices (esto fue, sin duda, lo que le causó la ruina). Desconocía la voluntariosa terquedad, la apasionada iracundia de Nela, tan frágil, tan pequeñita, tan pobre, tan sola, ¿cómo podía representar un peligro real? Optó por darle largas y no tomársela en serio. Ella le avisó: no se trataba de ambición personal, no era el interés lo que la movía, tampoco un capricho ni una cabezonada. Fue entonces cuando Nela explicó que respondía a fuerzas superiores, que no era su voluntad sino la de Alguien que era más que ella: contó que la Virgen se le había aparecido y le había indicado lo que tenía que hacer, empezando por llevar al descarriado al buen camino santificando su unión pecaminosa. En cuanto a los dineros la Virgen corroboraba al parecer el refrán popular de que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón, porque nunca indicó que los fondos fueran restituidos a sus legítimos dueños, sino que fueran empleados en socorro de pobres, (Nela concretamente) y a mayor honra Suya y de la Iglesia. No comprendió entonces el bancario, que en efecto intervenían fuerzas paranormales en aquel asunto. Se puso serio y creyó haber acojonado a Nela, cuando lo que hizo fue provocar una explosión de la cólera celeste, en la que Nela adoptaba la figura de radiante arcángel ejecutor. 81


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En el lugar nadie relaciona el escándalo financiero de la sucursal ”X” con Nela, salvo Nela, claro está. El bancario acabó en la cárcel, pero los fondos sustraídos no se pudieron recuperar. Curiosamente Nela dice a quien la quiere oír –que no es nadie porque todo el mundo le tiene cierta prevención– que la Virgen le indicó dónde había un tesoro escondido, que ella llevó allí al señor cura y a unos enviados del señor arzobispo, y en efecto encontraron un dineral, que se empleó en un camarín para la Virgen en la diminuta iglesia parroquial y un manto nuevo de raso. El resto lo guardó el Arzobispo para la Catedral. Este extremo no ha podido ser confirmado, pero lo cierto es que Nela mantiene extraordinarias relaciones con Palacio, como se comprobará siguiendo el curso de los acontecimientos. Desengañada otra vez pero no vencida, triunfante en su papel de mensajera e imbuida de la importancia del mismo, volvió Nela a la aldea y al cuidado del pobre tonto y de la casa como único campo de batalla para el empleo de tanta energía. Sabedora como era de estar destinada a mucho más nobles y brillantes empresas, esperaba impaciente instrucciones precisas, mientras daba ejemplo público de contrición recorriendo la villa ataviada con su hábito, interpretando el papel según el día, ora en tono apocalíptico, ora en clave caritativa. Repartía abrazos y besos por doquier, justificándose ante la extrañeza o el rechazo ocasional de alguna víctima de su efusividad con parlamentos incoherentes acerca de que el Amor no le cabía en el cuerpo y tenía que darle salida. Tanto cavilar y tanta excitación la pusieron en un estado de nervios alarmante. Adelgazaba a ojos vista, la gente empezaba a tenerle miedo. Ella, cargada de razón, cada vez pisaba más fuerte y tenía más autoridad. Pasaba horas en la iglesia parroquial. No tardó en tener problemas con las otras camareras de la Virgen que se resistían a entender su derecho a prevalecer incluso sobre la autoridad del propio cura. Cuando se le hinchaban las narices se ponía como una hidra y afirmaba con rotundidad que todo se le debía, que todo era suyo, que la Virgen era también suya y que eran unos pobres ignorantes. Al final el cura se hartó de líos y peleas y le limitó el acceso a la iglesia y al camarín; Nela no aceptó las condiciones y los mandó a todos a la mierda. Ahora va a la iglesia cuando le parece y suele llevarle a la Virgen ostentosas ofrendas florales mercadas en “Todo a cien”, (uno de sus puntos 82


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fijos de referencia), que deja a Sus pies mientras murmura sapos y culebras contra todos los necios que no saben reconocer su excelencia como embajadora de la Señora. Se desconoce si las indicaciones de la Virgen hacían referencia a un periodo exacto de tiempo en lo que al hábito se refiere, quizá se trataba de una demostración de celo por parte de Nela y la Virgen no había dicho nada al respecto, pero en todo caso ella pronto lo alternó con encantadores modelos llenos de flores y volantes, colorines y lazos. Gustosa siempre de frecuentar a gentes poderosas e influyentes, visitaba periódicamente el ayuntamiento y el cuartel de la Guardia Civil, donde gozaba de especiales simpatías por parte de los asombrados servidores del Estado. En una de estas visitas tropezó con la Trabajadora Social, que le propuso participar en un curso de manualidades patrocinado conjuntamente por el ayuntamiento y una asociación local de disminuidos psíquicos. Era una propuesta arriesgada, porque la susceptibilidad de Nela era extrema en lo que a su cordura se pudiera referir, pero para alivio de los presentes accedió entusiasmada. La clase de “recorto y pego” resultó ser la actividad más fascinante imaginable: tenía una excusa para ir a la villa tres veces por semana y además ¡le pagaban el desplazamiento! Conoció a otras mujeres y se hizo amiga de algunas de ellas. No todas tenían trastornos, pero en todo caso Nela no percibió nada anormal en aquel grupo variopinto de personas. Empezó a frecuentar el trato de tres mujeres de mediana edad, todas solas y todas con vidas complejas y accidentadas. Su preferida fue enseguida una mujerona rubia y grande conocida como “La Loira”. Era tan efusiva como la propia Nela y desinhibida y alegre como sólo lo puede ser alguien inocente. Se hicieron íntimas. Inmediatamente Nela fue incluida en los planes festivos de fin de semana, consistentes en asistir a una conocida sala de fiestas relativamente lejana –la discreción es en estos casos aconsejable– para “divertirse un poco”. Nela tembló de emoción, en un aparte le dijo a la Virgen que aquello era de todo punto inocente, ¿qué mal podía tener salir un poquito de casa, bailar con las amigas y tomar un refresco? Ella nunca había sido aficionada al alcohol y se sentía segura de su virtud reestrenada y fortalecida con la ascesis. Sí, iría el domingo con ellas. La víspera no pegó ojo de la emoción. Se acicaló llegado el momento con discreta elegancia. Se 83


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maquilló ligeramente para ocultar las venillas de la cara. Comprobó que la peluquera había hecho bien su trabajo el día antes y aprobó el resultado final, consciente de no aparentar ni remotamente la edad que creía tener, que desde luego no era la que tenía, pues de tanto camuflarla se había armado un lío. Sinceramente creía seguir en los cuarenta, pero para entonces andaba ya por los cincuenta y cinco. Llegó al punto de encuentro con sus amigas hecha un primor, fina y sencilla, con sus alegres volantitos floreados se sentía la encarnación de la feminidad, y al lado de sus orondas amigas parecía una niña. Entre todas pagaban un taxi hasta la ciudad y allí tomarían uno de los autobuses que cada hora salían con destino a la gran sala de fiestas. Era todo un periplo en el que invertirían casi dos horas, pero su ánimo adolescente estaba dispuesto a arrostrar cualquier dificultad. A Nela le palpitaba el corazón, presentía que aquella aventura le cambiaría la vida. Había consultado con la Virgen y había sido autorizada: sí, debía encontrar un varón que la ayudase a soportar el peso de su misión. Sus amigas, sin saberlo, formaban parte del gran plan de María. A las cinco, con la excitación característica de ciertas concentraciones femeninas previas a las grandes aventuras de caza, en todo semejantes a herbívoros inquietos cuya verdadera y plena realización como seres vivos fuera la de ser devorados, bajaron del autobús en mitad de la nada: una carretera comarcal cuyo arcén se prolongaba ensanchándose en una gran explanada robada al bosque de eucaliptos esmirriados, mal explotado y sucio de maleza y basuras. Al fondo un edificio de apariencia intranquilizadora, a caballo entre un inmenso galpón para almacenar materiales de construcción y un castillo de Disneylandia. Un gran luminoso rosa y verde anunciaba al mundo su nombre, evocador y romántico, como el cometido al que se destinaba. Entre risas, empujones y cuchicheos, de la mano o del brazo las unas de las otras, avanzaron tímidas pero decididas entre otros grupos de mujeres semejantes, lanzando miradas que pretendían ser furtivas a los varones que se aproximaban a la entrada, todavía con las llaves de su coche en la mano, con el gesto altivo y resuelto del vaquero que acaba de atar a su fiel caballo. Al verlas, alguno se paraba en seco para calibrar con mirada experta la calidad y cantidad que ofrecía el ganado antes de que se internaran en la ruidosa penumbra del local. Al examen le seguía alguna 84


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exclamación admirativa, pronunciada entre dientes con cara de “esto no se puede aguantar”. Entonces el regocijo y el nervio llegaban al paroxismo, para repentinamente investirse de altiva dignidad despreciativa y huraña: “hago muy requetebién porque tú no me lo das”… Apenas cinco horas después, Nela salía como en una nube del local: se había enamorado. Esta vez sí que sí. El elegido era un mozo de cuarenta y cinco años, trabajador, guapo, algo lento de mollera, pero que conducía un mercedes. Habían hablado sin parar horas y horas. Mientras bailaban él le contó que vivía con sus padres en un chalet a las afueras de la capital de la provincia, que tenía un buen trabajo, o sea, un buen sueldo y además sus padres cobraban ambos del Estado, y todo esto y mucho más lo ponía a sus pies si ella quería. El mercedes les esperaba. Nela, trémula de felicidad, hizo un mohín compungida y delicada,… y dijo con firmeza que no. Diremos para aclarar jugada tan arriesgada por parte de Nela que en este momento sufría el curioso fenómeno de transmutación semejante al de las huríes del paraíso coránico que, como es sabido, recuperan su condición virginal una y mil veces tras cada asalto amoroso (esto, que cualquier mortal civilizado me atrevo a aventurar consideraría una maldición, en esta tierra tiene aún sus adeptos). Nela, catatónica por el calentón después de horas de roce y ambigüedad, hizo alarde de su modestia y recato, negándose a entrar en el mercedes, por más que le tentaba el gesto de despedirse de sus amigas –las imaginaba pasmadas ante la puerta del local, mientras ella en un gesto muy “leidi Di” agitaba la mano sonriente, dulce y lejana, totalmente ausente del mundo hasta hace unas horas compartido–. Superó pues la tentación y gracias a ello ganó la partida. El hombre quedó atrapado en sus redes, siendo inimaginable el proceso que les llevó en menos de tres meses a casarse, pues ambos miembros del contubernio son absolutamente ajenos a toda lógica. La cosa es que se casaron, esta vez de verdad, por todo lo alto y ni más ni menos que en la catedral. Asistió toda la aldea, las autoridades de la villa, los amigos, la familia, los antiguos amantes; no faltó nadie y la fiesta fue magnífica, de todo lo cual quedan excelentes testimonios gráficos. Todos pensaban que hacían el negocio de sus vidas: los suegros porque habían oído campanas acerca de un tesoro, el novio porque ella era lim85


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pia, trabajadora y cariñosa, y solucionaría los problemas de convivencia creados por su dominante madre, intransigente con las mujeres que había llevado a casa hasta entonces y extremadamente reacia a aceptar sus correrías con las putas locales. Y Nela, porque a la par que cumplía el mandato celeste, le daba gusto al cuerpo dentro de un orden –cosa que por novedosa le resultaba fascinante– y encima lograba una posición respetable y cómoda, saliendo por fin de los submundos a los que le había tocado pertenecer y de los que siempre anheló escapar. Pero ¡Ay Dios mío! sin descanso pones a prueba a los que amas. La misma noche de bodas empezaron los problemas y los desengaños. No se consumó el matrimonio. Ni esa noche, ni la siguiente. Nela pensó que era el cansancio, los nervios y el alcohol de la fiesta (que estaba ella harta de saber que los hombres cuanto más beben más quieren y menos pueden). Pero es que el novio no parecía tener intención alguna de llegar a puerto. Era como un cordero grande, tonto y manso: ni quería, ni podía, por más que ella desplegó toda su sabiduría, llegando incluso a olvidar su recién estrenado recato. Desorientada, Nela empezó a preocuparse. Se agarraba a la ternura que le inspiraba el hombre como a una tabla de salvación, y lo disculpaba con todos los argumentos a su alcance. Oliendo la tragedia habló con la Virgen. Le explicó entre lágrimas que aquello era mucho pedir, que ella había cumplido su parte del trato, que se había esforzado lo indecible, incluso hasta convertirse en una persona nueva, y ¡qué coño! que había que darle al césar lo que es del césar, que Dios ya estaba servido. La Virgen enmudeció. Lágrimas de compasión vio Nela rodar por sus mejillas, mientras ella hipaba y sorbía ríos de impotencia y amargura. Hasta que comprendió que eso es lo que había, se rehizo y se enfrentó a su destino. Una vez más. El novio, que inicialmente había consentido en ir a vivir a la aldea a casa de Nela, negoció el traslado a la casa paterna: le necesitaban, allí había más sitio, tenía más y mejores posibilidades de trabajo y estaba seguro de que ella estaría feliz, porque el clima era mejor, el mar y la playa estaban cerca y el comercio era estupendo. Nela se resistió, pero comprendió que tenía parte de razón y cierto derecho, por otro lado le tentaba la novedad y no era insensible al paraíso descrito: tiendas y sol. Con respecto al hermano pretendía el marido que se quedara en la aldea, 86


2005 • IV Concurso Literario / Nela

es cierto que estaba mucho mejor y los vecinos eran buena gente. De hecho ella le había dejado solo muchas veces en sus escapadas periódicas, pero eso había sido en su vida anterior. Nela se cuadró: su hermano no se quedaría solo, si ella salía para casa del marido, el idiota también. Y se marcharon. Pero el Cielo aún iba a pedir más. La suegra resultó tirana, la casa enorme, las tareas infinitas, el marido ausente, el hermano desubicado empezó a causarle irritación a todo el mundo… hasta que exigieron su repatriación a la aldea. Nela se negó, se ofendió, discutió, lloró, imploró,… y cedió. Conforme pasaba el tiempo y el marido seguía sin cumplir, ella sentía por él más y más ternura: la embargaba un amor infinito. La desatención del hombre la interpretaba como una debilidad infantil digna de compasión. Jamás se le pasó por la cabeza dudar de su propia posición en el conflicto, que aunque neovirgen también era hurí, y en cuanto a la diferencia de edad: se había convertido en algo anecdótico, una curiosidad. Ahora bien, conforme pasaban los días y se hacían meses, la situación se agudizaba y Nela parecía un gato enjaulado en época de celo. Empezó a hacer indagaciones por su cuenta ante el mutismo del hombre, quien se limitaba a pedir paciencia y cariño haciéndose el perrito cojo. En breve logró ser amable y detalladamente informada por una vecina: ¡el marido era un putero de caray! Tenía una mantenida estable, “la portuguesa”, y aparte de eso se veía con cuanta puta se le cruzaba por medio, pero no, el pobre malo no era, lo que pasaba es que le podía el vicio. Nela se sumió en la desesperación. Entró en la casa desmelenada y aullando. Se enfrentó a su suegra hecha una fiera, acusándola de complicidad en el enredo. La vieja negó la mayor, hasta que se le inflaron las narices y entre insultos al mierda de su putero hijo, le dijo a Nela que qué esperaba, que era un arenque seca y vieja como ella misma. Casi llegan a las manos, pero las separaron. Hizo la maleta y esperó al culpable. Le montó una escena de muy señor mío. De la puesta en común sazonada de insultos pasaron a las recriminaciones y luego al llanto. Ella lloraba por la humillación, el desprecio y el desplante público. ¡Todo el mundo lo sabía menos ella! Él lloraba del susto, por la culpa y el vicio, y vaya usted a saber. Reiteraba que la quería, que la había elegido para llevarla al altar y no como a las otras, y alegaba para justificar su incumplimiento marital no ya el exceso de actividad por otros predios, sino el escrúpulo 87


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de mancillar la pureza de Nela con su miembro pecador. Nela se quedó deslumbrada, ¿así que había sido por respeto a su persona por lo que él no la había tocado? Esto sí que no se lo esperaba. De pronto la inundó una paz y una serenidad infinitas: le perdonaba, le quería y le esperaría toda la eternidad si era necesario, pero mientras anduviera metido en líos con todas esas guarras, ella se largaba a su casa. Ya nada es seguro, pero dicen que entre lágrimas, él vio el Cielo abierto: volvió a pedir perdón, volvió a explicar que la demonia portuguesa le tenía atrapado y que no podía hacer nada porque estaba hechizado y le suplicó a Nela que rezara por él. Ella le juró que lo haría, enternecida, triste y digna; recordándole que no sólo ella, también el Cielo le esperaban, le perdonaban y le necesitaban. Hace seis años que Nela volvió a la aldea, todos los días espera que se obre el milagro y poder dar término a su misión, pero las noticias de la provincia limítrofe no son buenas, son confusas. Dicen en la aldea que el marido fue abandonado por la portuguesa, circunstancia que aprovechó para dejarse liar por una jovencita a la que metió en casa de sus padres y con la que tuvo un hijo que ya va a la escuela. A los dos años la chica exigió papeles y ceremonia. Él le mandó a Nela los papeles del divorcio a través de un abogado. A ella le dio un ataque de risa histérica y rabiosa, pero como no quería ser el hazmerreír de la comarca, (que bien sabía ella lo mala que es la gente), se tragó los sapos que se le salían por la boca y lo pagó como siempre el idiota, que para eso está. Ya más tranquila le comentó a un confidente que tiene, previo pacto de silencio, que su marido estaba tonto, porque ellos no estaban casados más que por la Iglesia, sin haber pasado los papeles por el registro civil. Ante la extrañeza de su interlocutor, juró Nela que sólo hubo ceremonia religiosa, porque los curas habían accedido a su ruego de saltarse el concordato con el justificado fin de evitar que ella perdiera su pensión al casarse, que mujer previsora vale por tres, y ella tenía sus resabios. El abogado del novio no daba crédito y sospechando trampa encerrada, decidió ir paso a paso en el proceso de normalización de aquella coyunda incomprensible. Legalizada la unión, llegó la inmediata reclamación de Hacienda por los seis años de pensión cobrados fraudulentamente. Nela amenazó con reclamar su manutención como consorte. Ella no quería descasarse por nada del mundo, ni mucho menos que declararan 88


2005 • IV Concurso Literario / Nela

nula la unión. Intrigó con el juez, que aunque acostumbrado a ver muchas cosas, está completamente atrapado en esta historia, y según ella trató de disuadir al marido en su empeño y de hacerlo volver al redil del sacramento. Al abogado le dijo que no quería problemas con el Palacio arzobispal y que aquel lío era mejor no menearlo. En todo caso, ahora se pelean los intermediarios, porque Nela y su hombre están a partir un piñón. Hace unas semanas él la llamó para decirle que su amante le había abandonado, llevándose al niño y la cartilla de ahorros. Ahora luchaba por recuperar siquiera la mitad de su patrimonio y es de esperar que no apliquen la misma justa y salomónica decisión en lo que al inocente respecta. Mientras tanto Nela ha recuperado la esperanza porque, según cree, es la Virgen la que va apartando a las putas de la vida del marido. Espera terminar de quitarle con paciencia la venda de los ojos, para que por fin se dé cuenta que está destinado a muy alta misión en este mundo en compañía de su mujer. En cuanto a la oscura naturaleza de dicha misión, nadie sabe nada, pero ante la amenaza de que el cielo se desplome sobre nuestras cabezas tampoco nos atrevemos a indagar.

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IV Concurso Literario ADANAE Accésit

[

Antananarivo Violeta Herrero García

]

18 enero

Érase una vez un anciano que gritaba con peines. Cogía los peines sutilmente, y gritaba. De vez en cuando, también escribía prosa y su nombre era Rogelio. Oía el violín en las mañanas de lunes. Lo oía en la televisión y lo oía en la mesa. Repensaba lo que no había pensado. Cuando caía la tarde, hablaba como un anciano iracundo y soberbio. – ¡Decrépitos ácaros maléficos! ¡Traedme el postre ya, malditos imbéciles! Por eso, para escuchar lo que tenía que decir Rogelio, venía Sara cada mañana. Siempre después de los violines. Rogelio sabía que venía Sara por su marcado acento húngaro cuando pisaba los tablones de la escalera. 19 enero

En su diario, que visto desde arriba es rectangular y tiene tapas, reflexionan las letras sobre si habrían de estar las unas con las otras o no. Existen efes en el diario de Rogelio que no se llevan bien con las ues. Cuando las ven acercarse con fuego o enfurecidas, las efes se esconden tras las farolas o simulan que la filogenia entre vocales y consonantes es normal. 90


2005 • IV Concurso Literario / Antananarivo

Rogelio no es un especialista en semiótica, aunque sus gafas podrían delatarlo, pero sabe que si dos letras no se llevan bien, es mejor mantenerlas alejadas. Cuando se despide de Sara, se dice a sí mismo que una mañana le dirá lo guapa que está. Y también le dirá que necesita cartón para construir una muralla como la Muralla China. Pero que su muralla será más humilde, y que aunque no se vea desde la Luna, será suya. Y eso es lo que importa. 24 enero

Telesforo murió ayer. No dijo a nadie que se moría. Nadie sabía que se iba a morir. Salvo Rogelio. Más que nada porque estaba vivo. Y como bien dice Rogelio a Pedro, a Máximo y a Esteban: estar vivo implica que todos vamos a morir, la cuestión es cuándo. Es una pena no tener un funeral de vez en cuando. A mí me gusta que, de vez en cuando, la gente me diga que soy buena persona. 26 enero

El camino que recorre Sara por la casa me perturba. Coge una cosa, la deja. Coge otra cosa, la deja. Y así, etcétera, sucesivamente, ad infinitum, siempre. Sara me regala unas pastillas de colores. Verdes y azules primero, con zumo. Y luego amarillas. Mal sabor. Cuando quiero ir a ver a mi abuelo, llamo a Esteban y subimos al monte. Cogemos el camino de la serrería. No nos gusta serrar, por eso dejamos que lo hagan otros. Mi abuelo, por ejemplo, es un hombre que tiene mucha fuerza. Sus brazos son fuertes y su pelo me saluda cuando me ve. Hace chas chas. Algunos días si llueve, o si lleva boina, se calla. Creo que es cuando está enfadado. El pelo de mi abuelo. Sara no conoce a mi abuelo. Me gustaría que lo conociese. Mañana, si me acuerdo, le hablaré de la serrería y de los brazos de mi abuelo. Le hablaré de Telesforo, cuando estaba vivo. Mañana

No sé que día es hoy. Sé que esta enfermedad me está devorando. Es insoportable. Por más que intento saber qué he de hacer hoy, o cómo se llama 91


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

la chica que viene a limpiar la casa, no soy capaz. Se me está olvidando la cara de Rosa. Es insoportable. 9 febrero

Me he despertado en mitad de la noche y llovía blanco. Es bonito. Sara me ha sonreído como nunca. Y su sonrisa me ha cautivado. Me ha recordado a una chica de mi pueblo de la que estuve enamorado y a la que nunca llegué a decir nada. Pensé en acercarme a ella un día de finales de verano. Cuando me decidí a ir a buscarla a su casa, su tía me dijo que se había marchado con sus padres a la ciudad para siempre. Para no volver. – Sara, tu sonrisa me recuerda… 14 febrero

Ayer salí a la calle. Cogí un albornoz para apoyarme y de camino al armario conocí a las gemelas Katiuskas, unas señoritas de goma. En la calle, toqué a un perro intrínseco. Se acercó a mí, y mi olor a muerte lo ahuyentó. Pobre. Los niños son graciosos. Me gusta verlos, con sus trajes de inocencia y de maldad extrema. Son anarquistas pacíficos. Creo que he de escribir sobre ello. También hablé con el quiosquero. Me dijo que el mundo cada vez está peor. Yo sé que es mentira. Hace ciento cincuenta años los niños en Inglaterra cavaban en minas de carbón y ahora me sonríen y me hablan de cosas incomprensibles. Ayer por la noche encontré una nota en mi abrigo. Reconocí mi letra, le dije Hola, ponía: la anarquía de los niños. – ¡Y que se ría Bakunin en la estantería de mi salón! ¡Y Kropotkin también! ¡Que se rían mientras puedan vivir en lo alto del estante! ¡Que se rían! No debería existir el polvo acumulado. Confiere a los libros un prestigio que sólo unos pocos merecen.

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2005 • IV Concurso Literario / Antananarivo

14 febrero

Aunque sé que hoy ya es mañana y que el día de ayer no es el mismo que el de hoy, para mí sí. Sólo veo las semanas como el paso del tiempo que me queda. Me siento vacío. Siento que no soy capaz de mirar hacia atrás y ver nada de lo que he hecho. Me cuentan mis hijas, cuando por ventura aparecen por aquí, cosas que no recuerdo haber hecho. Les miro a la cara, y no me transmiten nada. Ningún sentimiento. Sé que son mis hijas porque siguen viniendo, pero no asimilo su rostro en mi mente. Me siento aislado de mí mismo. Me paso horas intentando recordar. Cada vez menos. Cada vez peor. Me siento débil. Echo de menos a mi esposa. Hoy se cumplen seis años de su muerte. Eso sí que lo recuerdo. Hizo mucho sol. Pobre Rosa. 29 febrero

Bisiesto es una palabra esperpéntica. Se ríe de mí. Dice que hoy no existe. 37 febrero

Hoy he estado en Funafuti comiendo fresas radiactivas. He estado con mi mujer. Había un pequeño barco que me recordaba a las góndolas venecianas, pero no tenía remo. Un señor me llamaba Adolfo, no sé por qué, la verdad. Yo le decía: ¿Por qué me llama Adolfo? Y él ponía cara de bobo. Así que lo dejé pasar y dimos una vuelta en barco. Cuando atracamos en Antananarivo ayudé a mi esposa a bajarse y le di un beso de tornillo, como en las películas de Gary Cooper. Y así estuvimos mil doscientos seis segundos, como mínimo. Porque como máximo, me convertí en rey de Madagascar y conquisté parte de los mares del sur. Este señor de blanco se parece a Esteban, aunque dice que se llama Tomás. Creo que es una broma de Sara. Yo hago como si no me diese cuenta. También hay a mi lado un señor muy viejo que apenas habla. Debe tener hambre porque echa babas. ¡Y no es un caracol! Antes una chica me dijo que mañana tocaría el violín para mí. Y muy agradecido dije: – Gracias. 93


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

Es simpático el color de los jerséis. Máximo, verde botella. Esteban, verde vaso. Tomás, verde vino. Sara, verde prosopopeya. Antes de que me quedara dormido, Tomás me sacó tubos de dentro y se despidió: – Descansa, Rogelio. – Hasta mañana, Tomás.

Ante el vasto cielo estrellado y el enigma de muchas almas, la noche del abismo incógnito y el caos de no comprender nada. Fernando Pessoa (Libro del desasosiego)

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2005 • IV Concurso Literario / Esa cosa eterna

IV Concurso Literario ADANAE Accésit

[

Esa cosa eterna Alicia Pargada

]

C

uando nos conocimos yo era una sonrisa y unos zapatos de tacón; tú un anzuelo que morder. Nuestra historia no tuvo nunca un desayuno, ni siquiera tuvo un buen final; pero fue una gran historia. Quizá tuvo que ver con mi inocencia. Esa primera noche te dije todo lo que querías saber, incluso lo que no te atrevías a preguntar. Intentaba mentirte, pero no podía disimular: esa noche me habría casado contigo si me lo hubieses pedido. Y eso que se notaba que tú sólo pensabas en arrancarme la camiseta. De pronto me besaste; sin saberlo, tu boca. Tu boca te arrastraba hacia mí. Me hablabas, y tu boca. Bebías, y tu boca. Tu boca no te obedecía, se apretaba nerviosa mientras tú son­reías, se alejaba de ti y de tus palabras, se iba de tu cara. Tu boca. Me perseguía, tu boca. Se abría y ocupaba toda la habitación. Yo me perdía, tú te alejabas, pero tu boca, tu boca en mi cuello, mi cuello en tu boca. Y entonces vinieron muchas más fiestas, algunas tardes de lluvia, una llamada, un concierto de Oasis, un par de cenas, y un montón de noches 95


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

sin dormir. Luego fueron los amigos, Amsterdam, Sevilla, París, y también un montón de ciudades a las que nunca fuimos y de las que hablábamos sin parar. Yo era como una niña pequeña, o incluso más pesada. Me gustaba jugar a las preguntas, algo que tú no soportabas. Ni siquiera te divertía saber que podías mentirme, que tenías licencia para decir cualquier cursilada, te limitabas a suspirar y a decirme la verdad. – Joder, ¿quieres dejar de hacer eso? Yo te miraba, y me daban ganas de ahogarte, seguir ahogándote con millones de preguntas, zambullirme en ese miedo irresistible de perderte. – Podría cansarme de ti mañana, o dentro de un mes, yo qué sé. Podría conocer a otra tía esta misma noche, y mandarte a la mierda. Todo esto me pone enfermo, joder, parece que te gusta vivir con esa angustia constante. – Parece que sí. Me daba rabia que dieras por hecho que serías tú quien me abandonaría. Me daba rabia, pero tenía todo el sentido del mundo. Sin embargo, no se sabe bien por qué, esa noche la pasaste conmigo, y poco a poco, casi sin querer, aquel atardecer en tu coche ahí estabas, sin dejar de mirarme, como si temieses que la luz fuese a llevarme consigo, o como si nunca hubieses visto algo tan hermoso y tan imposible a la vez. Y a lo lejos una canción de los Pretenders o de Sinatra… Daba igual, en todas encontrábamos la parte que hablaba de nosotros. Poco tiempo después te pusiste enfermo. Tenías un aspecto lamentable; tan lamentable que me hiciste prometer que no aparecería por tu casa, pero yo llegué cargada de periódicos, discos, bombones, chicles, infusiones, pañuelos y películas de Woody Allen; al final confundíamos todas con todas, y pasadas las seis de la mañana discutíamos sobre si ella era Diane Keaton o Mia Farrow, y luego te reías, porque yo quería apostar. Tenías los ojos hinchados, y las manos muy frías. Yo me asustaba porque no comías nada, pero cuando te regañaba tú me tosías en la cara, yo te amenazaba con llamar a tu madre, te entraba la risa, y claro, volvías a toser. Aquella semana fue algo parecido a lo que yo imaginaba que sería el matrimonio: una habitación pequeña y un zumo de naranja. Y yo, de repente, en esa edad en la que las mujeres comienzan a engordar, y preguntándome qué estarías haciendo tú mientras yo exprimía las naranjas. 96


2005 • IV Concurso Literario / Esa cosa eterna

Quién sabe, en realidad nunca me quedé a desayunar. Era Audreysin-desayuno, sin diamantes, sin peinar. Te dejaba ahí, tan desnudo y tan callado que daba pena; bajaba corriendo las escaleras y me sentaba en cualquier banco de la Gran Vía a esperar al sol. Las aceras desiertas se iban poblando poco a poco, llenándose de pasos y de papeles. Entonces me ponía a andar, me perdía entre la gente, y me dejaba llevar, pensando que sólo en ese desorden podría sentirme libre. Necesitaba estar sin ti para estar contigo. Necesitaba irme, para que me reconocieras al regresar. Porque estar contigo era como dejar de existir. No podía pensar, no podía siquiera hablar. Los relojes se volvían locos, y tú me absorbías de tal forma que necesitaba aferrarme a algo, un poste, que me alejase del ojo del huracán, o llegaría el día en el que caería sin remedio (y ese día, por supuesto, llegó). Pero a ti todo eso qué podía importarte, tú me empujabas, me empujabas, me empujabas más y más. Así que por las tardes quedábamos. Esos paseos infinitos, sin tocarnos, apenas mirarnos, sólo respirar… despacio, o muy deprisa, dejábamos que el amor se confundiese con nuestra soledad. Y podíamos haberlo escrito, o habérselo contado a alguien, pero dejamos que se hundiera con nosotros, tan hondo que ni siquiera nosotros sabíamos dónde esconderlo. Porque fuiste tú quien me obligó a honrar el silencio, durante todos esos años en los que nada tenía nombre, en los que todo existía mucho antes de ser declarado. Aprendí a dejar de hacer preguntas, dejé de hacértelas del todo, porque ya podía leer tus labios, y los temía, pero en silencio. Estar contigo era como viajar a un mundo invisible, directo y confuso a la vez. Sólo había que estar allí, solos tú y yo, rodeados de un aire caliente que nos abrazaba y nos aislaba del resto. – Sálvame. – Yo no puedo salvarte. El infierno se inventó para la gente como tú, se inventó para los desalmados y para los hipócritas. Y tú eres un hipócrita guapísimo. – ¿Qué quieres decir con eso? – Quiero decir que además de hipócrita, eres guapísimo. – ¿Y eso empeora las cosas? – Las empeora muchísimo, no te haces una idea. Cuánto nos gustaba Cortázar, Tom Wolfe, J. D. Salinger, pero sobre 97


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

todo Lorca: Hoy siento en el corazón un vago temblor de estrellas, pero mi senda se pierde en el alma de la niebla. Entonces no sabíamos que el corazón no se rompe de golpe, sino muy despacio, tan despacio que no se puede gritar. – Tú eres la primera y la última vez que lo intento, así que sécate los ojos. Sólo te diré adiós. Sin palabras, sin mentiras, sólo diré adiós… Y puntos suspensivos. Los puntos suspensivos son eternos: son horas, meses, milenios. Son todos tus gestos, que están en mis gestos; todos tus pensamientos, en todas las frases de todos los libros, de todos los textos. La huella de tus labios, en todos los vasos, y en todas las copas de las barras de todos los bares, los restaurantes, y las cocinas de las casas de todos los amigos, familiares, desconocidos, hasta de los muertos. Y cerrar los ojos, para intentar despegar tu piel de mi piel, y esperar poder respirar algún día un aire limpio de tu olor y de tu tiempo. Una vez me dijiste que llorar era el recurso de las feas, que las mujeres guapas se iban de compras. Entonces me hizo mucha gracia. Hace falta ser cometa, o ser idiota, para pensar que podría echar a volar. Volar, yo, tan fácilmente, ¡pero si no hay aire! En mí ya no existe el tiempo ni el espacio, todo se ha quedado quieto, desapareció, para dar paso a la nada. La nada es una sensación más absoluta que la soledad, más oscura que el dolor, más triste que la propia tristeza. La nada se apodera de todo y es impenetrable. También de la nada llegaste a mis brazos, pero éste es un vacío mucho más sucio que esa nada blanca de antes de conocerte, porque la recuerdo, me recuerdo apenas antes de conocerte, subida a unos zapatos de tacón. Ya estamos en octubre, parece mentira. Ha empezado a llover, justo cuando salía del café. Otra vez he vuelto a perderme entre la gente, como solía, pero esta vez he recordado algo: es un besar azul que recibe la Tierra, el mito primitivo que vuelve a realizarse. El contacto ya frío de cielo y tierra viejos con una mansedumbre de atardecer constante. Es una cosa eterna, también la lluvia.

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2005 • IV Concurso Literario / Esa cosa eterna

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

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2006 • IV Concurso de Fotografía / Fuga

IV Concurso de Fotografía ADANAE Primer Premio

Fuga

Francisco Pérez Andrés (promoción 1988)

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006

[

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

V Concurso Literario ADANAE Primer Premio

[ ¿Me hablarás de Treblinka? ] Antonio Ruiz Salvador (promoción 1954)

E

l último jueves de mes, por ese 15% de descuento que ofrecen en sus compras a los clientes del colectivo geriátrico, el Shoppers Drug Mart está hasta la bandera de ancianos que, luciendo diversos grados de deterioro físico y mental, deambulamos por la gran droguería en busca de pomadas que nos domen los dolores musculares, ungüentos que reduzcan almorranas, pegamento para dentaduras postizas, polvos de talco (¿Y de qué iban a ser los polvos, pobre iluso?), bicarbonato para la úlcera y su falcón cebar, y suplementos vitamínicos, tantos, que podríamos salmodiar con ellos el abecedario completo. Una letanía de reflexiones sobre la vejez venían de bracete conmigo aquella mañana de San Juan mientras iba poniendo en el carrito, con cuidado de que no se me rompieran (No te fuera a pasar lo que al vejete aquel que había intentado agarrar el botellín azul de laxante con una mano temblona y se le había hecho añicos contra el suelo), tarros de esos polvos milagrosos de la Madre Celestina con que intentamos engañar a la erosión implacable que es la tercera edad. Y no por vanidad, sino 102


2006 • V Concurso Literario / ¿Me hablarás de Treblinka?

porque no hay una cuarta. Yo, catedrático jubilado, y los demás. Aquel octogenario larguirucho con pinta de haber sido oculista que contrastaba precios en la sección del papel higiénico. Las dos viudas de funcionario que escarbaban en el estante de los potingues antiarrugas. Hasta aquella anciana encorvada, de paso inseguro y mirada perdida, que se apoyaba en el brazo de una cuarentona recia y le decía que sí con la cabeza a todo lo que le iba preguntando antes de ponerlo en el carrito: una barra de labios, una cajita de colorete, una bolsa de pañales de celulosa, todos buscábamos mejunges que nos ayudaran a cubrir miserias y vergüenzas, a ocultárselas a esa sociedad que, eternamente joven, nos mira con asco, rencor y desprecio desde lo alto de su pedestal. Y es que quisiéramos poder vengarnos de ella, aunque sólo fuera por las muchas perrerías que nos hicieron los hijos, esquivando las tarascadas de la Parca, engañándola, sobreviviendo. En ésas estaba la mañana de aquel jueves de San Juan, ojeando de lejos y con el debido desdén los titulares de prensa: Mata a su padre sin causa justificada, A los veinte años de matrimonio descubre que su marido es un marciano, etc., esperando mi turno para pagar a la cajera, cuando vi venir a la anciana y a la mujerona que la guiaba. Lo que me llamó la atención no fueron los guiños fulgurantes de la bisutería contra las sedas que amortajaban su diminuta osamenta, ni su estado avanzado de decrepitud, denominador común de los allí presentes, sino la cantinela en que hablaban y que no reconocí hasta que al final de lo que me había parecido una frase interminable de una sola palabra, la cuarentona, dirigiéndose a la anciana, dijo: “Wladyslawa” (“¿Kropydlowska-Gorczyk?”, habías preguntado tú hacía años, con dificultad que aún recuerdas, al pasar lista el primer día de clase. Y una señora mayor, menudita, pantalones ajustados de cuero negro, cabello teñido de rubio, que estaba sentada en la primera fila, había contestado con voz dulzona: “Wladyslawa”. Y tú, marchoso, por descongelar un poco el ambiente incómodo de la primera clase con una gracia, le habías preguntado: “¿Señora o señorita?” Pero no hubo ocasión de decirle lo de porque-usted-quiere, que tenías ya preparado por si te contestaba que lo segundo, porque con el mismo tono de voz, pero mirando, desafiante, a los demás estudiantes, había dicho: “Doctora en Ginecología”). Aquella anciana que se había 103


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

puesto a hojear el National Inquirer, con esa mueca que sólo esbozan los que están de vuelta de todo, ¿sería la misma Wladyslawa KropydlowskaGorczyk que conocí en uno de mis cursos de español, el de redacción? ¿Cuánto tiempo haría que no la veía, diez años? (Algo más. Le diste un beso final después del funeral de Marcelle Dastoor, pero no le hablaste. Hacía ya meses que por una ristra de impertinencias que te habían colmado el vaso de la paciencia, precisamente en la casa de campo de los Dastoor, habías jurado no volver a verla). Tenía que ser ella, porque el gesto zumbón con que leía lo del marido marciano era el mismo con que había escuchado mi lectura del texto de Cela que íbamos a usar como modelo. “¿Qué pasa, señora Kropydlowska-Gorczyk? ¿No le gusta?”, le había preguntado yo, contrariado, y no sólo por la empachosa sobredosis de consonantes, y ella se había limitado a mascullar “¡Glopota!” (¡Valiente estupidez!, en polaco, como te explicó después), con el mismo gesto enfurruñado de labios y cejas con que había cerrado el periódico, gesto que no era otro que el que solía emplear en clase cuando algún estudiante decía algo que a ella no le parecía bien, que era casi siempre, seguido de inmediato por un “¡Glupi!” (¡Estúpido!) o “¡Glupia!”, si se trataba de una compañera. Haría un cuarto de siglo que había llegado a mi curso de redacción, avasallando, insultando. Se sentaba muy seria en la primera fila y me escuchaba con devoción ejemplar, y si alguien que no fuera yo tomaba la palabra, lo hacía a sabiendas de que Wladyslawa, como había hecho el primer día de clase con el buenazo de Arnie, le iba a soltar la fresca que volvería a repetir durante años: “Tú te callas, porque yo no he pagado el precio de la matrícula para oír a un mocoso”. Después, en mi despacho, me pidió disculpas, pero no por lo que había dicho, sino por haberlo dicho en inglés en una clase de español. Como es natural, según fue dominando el castellano hasta para la impertinencia de corte más sardónico, no volvió a pedir excusas a nadie. Insultaba y sanseacabó. “Pero, Wladyslawa, ¿a santo de qué viene eso de andar siempre faltando al personal?” Y recuerdo que la primera vez que se lo pregunté me dijo que en Israel, si no tenía uno la lengua tan afilada como los codos, no se iba a ninguna parte. Y cuando le recordé que estábamos en la apacible ciudad de Halifax, se había limitado a encogerse de hombros, y a seguir insultando en clase, aunque sin mayores consecuencias, porque los estu104


2006 • V Concurso Literario / ¿Me hablarás de Treblinka?

diantes la conocían y sus embestidas no cogían a nadie por sorpresa. Sólo quedaban delante de mí tres vejestorios, dos del mismo sexo, por llamarlo de alguna manera, que comentaban la noticia palpitante del momento. Triunfo del No, proclamaba en rojo vivo la portada del Haligonian Herald que hojeaba la anciana mientras esperaba en la cola dos carcamales detrás de mí. Los comercios seguirán cerrando los domingos. Y me dije que si aquella buena señora era Wladyslawa ahora diría glupis, aunque no sabía si la presencia entre dos mujeres de un hombre, por muy chiquitajo que fuera, obligaba a que también en polaco pintara el masculino, como tampoco sabía si el plural polaco consistía en añadir una ese, y es que a Wladyslawa nunca la oí insultar más que en singular, glupi o glupia, según requiriera la ocasión. ¿Habría votado Wladyslawa? (¿Wladyslawa, votar? Seguro que no. Nunca te habló de política, ni de elecciones, ni de votos, porque cagarse en los nazis no era realmente una deposición política, sino consecuencia de una política digna de cagarse en ella). La miré de reojo, y aunque tenía el periódico abierto no lo estaba leyendo. ¿En qué podría estar pensando mientras miraba, sin verla, la página de los resultados del plebiscito por distritos? ¿En nuestra ciudad? Puede. Siempre le gustó Halifax, y no sólo porque aquí tenía a su hijo y a sus nietas. Le gustaban la paz y el orden reinantes, lo previsible, por repetido, del ritmo vital de la ciudad, tan lento, que a veces se confundía con el pulso de un moribundo. “Pero aquí vivo tranquila. En Israel nunca me sentí a gusto”, me dijo un día después de clase, aunque todavía tardaría algún tiempo en darme sus razones: “Tantas almas atormentadas por haber sobrevivido los horrores eran un espejo implacable que me multiplicaba a diario hasta el infinito”. Y se le nublaban los ojos haciéndose la pregunta desgarradora que marcó a tantos (Y que acabaste oyendo en los estertores de aquella sobremesa en su casa): “¿Por qué yo? ¿Y por qué no tantísimos otros, Señor?” Pensando en Halifax me vino a la cabeza su primera redacción. El tema era que cada estudiante recogiera el alma de su ciudad con unas imágenes, siguiendo un modelo de Gabriel Miró (“¿Se trata de un pariente del conocido pintor, profesor?”, te había preguntado, meloso, el pelota oficial. “¡Glupi!”). “¿Que quiere usted que yo escriba sobre Varsovia? ¡Ni hablar!” “Muy bien, señora Kropydlowska-etc., es usted muy dueña de 105


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escribir sobre la ciudad que más le apetezca, pero le advierto que si no le saca el alma, le saco yo a usted la piel a tiras”. Y Wladyslawa, que había llegado un año antes de Israel con su segundo marido, después de un cuarto de siglo en Haifa dedicada a traer niños al mundo, había escrito sobre Halifax: La telaraña de dos puentes colgantes sobre el puerto: el sonido de una sirena espectral entre la niebla: el sonoro son del órgano de San Andrés: música sincopada de bandadas de colombas: risas de mancebicos en los patios de recreo: un matrimonio joben caminando de la mano por un jardín bictoriano: el busto del poeta Robbie Burns con su boina de niebe: un polisía paseando a caballo contra el crepúsculo de una gaita lejana…(“¿Y no nos dijo usted que el castellano era pura fonética?” “Y lo mantengo”. “Pues la doctora sefardí que me daba clases de castellano en Israel decía polisía”. “Pero se escribe con ce”. “Pues ella lo escribía como lo pronunciaba”. “Es usted muy libre de pronunciar la ce como quiera, pero por cada ce que me escriba con ese le quito medio punto”. “¿Y qué pasa con las colombas?” “Que ahora se les llama palomas”. “¿Y por qué me corrige niebe?” “Porque se escribe con ve de vaca, no be de burro”. “Pues usted pronuncia vaca igual que burro, con be de niebe”, etc.). Sin dejar de mirar al suelo por la pronunciada curvatura de la espalda (Llámala por su nombre: Chepa, deformidad física que descubría aquel interior atormentado que antaño encubriera su erecta figurita), mascullando palabras en polaco, Wladyslawa discutía con la cuarentona (De compañía, ¿no fue eso lo que te dijo Basia Truszczynski que era?). Yo había perdido los papeles con frecuencia: “¿Qué dice, que el ceceo le sierra los oídos? Pues sesee usted, no se prive”. “Mire usted, ponga el acento donde sea, que con tal de que se calle de una puñetera vez, prometo no quitarle ni medio punto”. Lo peor que le dije (Y que todavía hoy te escuece), fue al salir de una clase casi tabernaria: “Personas como usted explican el antisemitismo”. Menos mal que mis palabras la dejaron tan fresca, es más, me contestó que de judía sólo tenía la sangre, y que en los veinticinco años que había vivido en Israel, “por culpa del meapilas, ¿se dice así?, de mi segundo marido”, no se había molestado en aprender el hebreo. Y luego, al despedirse, añadió, muy seca, que si alguien quería reivindicar a Hitler que lo hiciera, pero que con ella no iba la cosa. Mea 106


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culpa, pero tanto era lo que llegaron a irritarme sus impertinencias, que casi rezaba por que no volviera a clase. Pero volvía al día siguiente, muy formalita ella, a seguir faltando al prójimo, o a la glupia de turno. Me confieso igualmente culpable de haberme metido donde no me llamaban cuando le devolví su segunda redacción. El tema era que describieran a un tío suyo, un tío pintoresco: Mi tío Pepe vivía en Hollywood, cerca de Miami. Se pasaba el día en The Daiquiri Lounge, un bar cerca de los almasenes que tenía en el puerto. Era muy rico y de garrida presencia. Tenía los ojos mavís, un perro lobo que se llamaba Moisés, caballos de carreras, y un Cadillac blanco. A mi tío Pepe le gustaban las mujeres, y era tanto religioso que dijo cuatro beses el “Sí, quiero”, aunque a cuatro mujeres diferentes. La primera se llamaba Irene y era la mujer más fermosa que he visto en mi vida. La cuarta era una corista de Las Vegas y nunca sabí su nombre. Mi tío Pepe murió después de la llegada inesperada de tres colombianos. (“¿Y qué hay de malo con mavís?” “Que ahora decimos azules”. “Prefiero mavís”. “Pues diga mavís, pero le advierto que ya no se dice”. “Mi profesora lo decía”. “Al grano. Usted no tiene un tío llamado Pepe”. “Es cierto”. “¿Que lo tiene?” “Que no lo tengo”. “Había que escribir sobre un tío verdadero”. “Yo no tengo tíos”. “¿Ni los ha tenido nunca?”, le pregunté, arrepintiéndome nada más decirlo. No me contestó. Se quedó mirando el trasiego de estudiantes por la ventana de mi despacho, tal vez sin verlos, como había mirado la página de los resultados del plebiscito por distritos. Entonces le dije de un tirón que una judía polaca de su edad tenía que tener cosas más interesantes que contar. “No puedo”, dijo al cabo de una eternidad. “¿Y por qué no puede?” “Porque hay cosas que no pueden describirse con palabras”, murmuró, mirándome con ojos húmedos, desconocidos: “Y aunque se pudiera, usted no lo comprendería”). Poco a poco, fue pudiendo. “Tiene usted que describir algo que sucedió en el pasado. Una escena de acciones irrepetibles, usando sólo pretéritos. Y ya sabe, algo verdadero”: Encendió dos belas rojas, apagó las luces y puso la segunda sinfonía de Brahms en el tocadiscos. Bajó el volumen. Fue a su cuarto y cambió sus pantalones por una larga, plateada bata de seda decorada con aves del paraíso. Volvió a la sala, abrió una botella de Chateau Lafitte Rothchild y puso dos copas del 107


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cristal más fino del mundo junto a la botella. Cortó unos pedasos de Camembert y los puso en la mesa, con el vino. Abrió una lata de ostras ahumadas y las puso cerca del queso. Se arregló el cabello y se sentó en la sofá. Encendió un cigarillo. Sonó el teléfono. Lo contestó y habló durante unos segundos. Encendió las luces, apagó las belas y puso el queso y las ostras en el refrigerador. Luego apagó el tocadiscos y empezó a hojear una revista. (“¿Quién es ella?” “¿Ella? ¿Y por qué no él?” “Wladyslawa, tengamos la fiesta en paz. ¿Quién es ella?” “Yo”. “¿Y dónde ocurre esto?” “En Varsovia, cuando al ser liberada de los nazis se hizo soviética”. “¿Y quién le llamó?” “Alguien”. “¡Me lo imagino! ¿Y qué le dijo?” “Si se lo digo se rompe el misterio. ¿No me dijo que escribiera sobre mi pasado? Pues ahí lo tiene”). Con otra redacción, describir cómo era un lugar nauseabundo, siguiendo un modelo de Baroja, Wladyslawa pudo volver a paisajes de su pasado: La escalera de entrada era muy oscura y terminaba en una estansia estrecha que hacía las veces de salón. El salón tenía varios ventanucos que estaban siempre abiertos de par en par, y los ruidos que emitía el exterior entraban por ellos. En el centro del salón había una zona dividida en cuartos para los huéspedes. Los cuartos no tenían ventana ni puerta, y las paredes no llegaban al techo. Esto facilitaba la ventilación y el paso de ruidos y olores de un cuarto a otro. Los cuartos tenían camas de litera con una almohada y una manta tan llenas de pulgas como el almadraque. En la parte posterior del salón estaban la ducha y el inodoro. El agua, siempre fría, se ponía a disposisión de los huéspedes por la mañana. Por la tarde, el inodoro no podía vaciarse. Se hacía la limpieza a diario y, huyendo de la fregona, cucarachas enormes trepaban por las paredes. Como era muy económico, el Hotel Moderno de Haifa siempre estaba lleno. (“Y se supone que se alojó en él”. “Sí, al llegar de Polonia con mi hijo, mi segundo marido y otros judíos errantes”. “¿Cuándo escribirá de lo de antes?”, le pregunté después de una larga pausa. “¿De lo de antes?” “Ya sabe usted a que antes me refiero”. “Ya escribí algo sobre Varsovia, ¿recuerda?” “¿Cuándo escribirá de los años nazis?” Se espesó el silencio. “No podría”, murmuró luego, mirando los flecos de la alfombra como si no existiera otra cosa en el mundo: “No hay palabras para describir aquello, y aunque las hubiera, ¿cómo podría describir 108


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una sinrazón, unos horrores cuyo significado, si es que lo tienen, no comprendo?”). Que yo sepa, Wladyslawa no llegó a escribir nunca de aquello, al menos “de frente”, como decía ella, pero una tarde de diciembre encontré sobre la mesa del despacho un sobre marrón con una nota suya: Quisiera haber podido escribir esto en castellano, pero me faltan las palabras. Tampoco podría haberlo escrito en polaco. Aquellos años que no consigo olvidar se me vienen encima cuando los recuerdo en la misma lengua en que los viví. Por eso se lo he contado en inglés. Es más aséptico, menos cercano. Se lo grabé una mañana de sol, aunque no lo parezca. No lo escuche un día de niebla meona, ¿se dice así? Dentro del sobre había una cinta magnetofónica. “¿Pagará usted en efectivo o con tarjeta?” Era la cajera quien me lo estaba preguntando (Me llamo Debbie, leíste en la pegatina que llevaba en el pecho. ¿Y a ti qué coño más te daba cómo se llamara o dejara de llamarse?), y, por el tono de insistencia, tuve la impresión de que ya me lo había preguntado varias veces. “Tarjeta”, dije, pensando en que si los incendios pueden devorar droguerías, ¿a santo de qué pagar en metálico? Miré hacia atrás con el rabillo del ojo, y vi a Wladyslawa mirando a lo lejos. A nada y a todo. Ahora me conmovía su presencia, y empezó a sorprenderme el que aún no me hubiera reconocido (¿Acaso no la reconociste tú?), aunque también era posible que, siempre vanidosa, lo penoso de su aspecto le estuviera haciendo fingir, o que, poco generosa de por sí a la hora de perdonar al prójimo, no quisiera saber nada de mí (¿Y tú? ¿Acaso la habías saludado tú? Hola, Slawa, ¿cómo estás? ¡Más sencillo no podía ser! Pero, ¿cómo podías hablarle si no te interesaste por la falta de salud del impresentable mesías fruto de su vientre, si no fuiste al funeral de su segundo marido, aquel santo, si habías dejado de verla desde hacía ya más de diez años?). Y sin embargo, aquella anciana decrépita que miraba al vacío me dio algo que ninguno de los que deambulaban por el Shoppers Drug Mart podría empezar a imaginar. ¿O sí? Porque detrás de aquella mirada vacía había alguien que sobrevivió el gueto de Varsovia (¿Y por qué no llamar a las cosas por su nombre?: Judería, ¡tan antiguo y tan cercano, tan castellano!), pero, detrás de tanta cara anodina como allí había, ¿qué otras tragedias se escondían? El mismo chiquitajo de antes 109


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(¿Y si lo dejaras en hombrecito?), ¿no pudo dejarse las ilusiones en una trinchera de cualquier frente europeo? ¿Y acaso no pudieron aquellas dos momias (¡Búscales otro nombre!) haber desembarcado en una playa sangrienta de Normandía, con casco y uniforme de enfermeras militares, al día siguiente del D? La cinta empezaba con el sonido familiar de una cucharita, y, tras una larga pausa, la voz dulzona de Wladyslawa empezó a llenar el despacho: Cuando los nazis entraron en Varsovia tenía veintitrés años. Estaba casada, terminando medicina, y tenía un bebé de diez meses. Mi familia era judía, pero ninguno de nosotros era religioso. Yo era una chica polaca, o así lo creía yo, porque cuando los nazis ordenaron que todos los judíos se fueran al gueto, yo, forzada a ser judía sin serlo, tuve que irme con ellos. Las cifras siempre acaban por convertir el horror en estadística, pero éramos miles, empujándonos los unos a los otros, tirando de carros cargados con nuestras pertenencias. Todavía no lo sabíamos, pero éramos una procesión de condenados a muerte. ¿Lo sabrían los que nos miraban pasar desde las aceras? En silencio. Porque no recuerdo haber oído insultos ni palabras de compasión, sólo un silencio espeso, y el restregar de suelas y el chirriar de ruedas contra el suelo. Aquello fue más que humillante para aquella chica polaca que iba sonámbula dentro de aquel río judío, con mi hijo, mi padre, con todos ellos. Menos con mi marido, que al empezar la guerra se unió a la Resistencia y no volví a verlo. Nos metimos en un cuartucho de aquel gueto abarrotado, y allí vivimos hasta el verano de 1942, rodeados por un muro coronado de alambre de púas y vecinos que no nos aceptaban como iguales. ¡Qué ironía! Estábamos allí por ser judíos, y los ju­díos nos veían como judíos que habíamos dejado de serlo para que la sociedad polaca nos asimilara. Éramos diferentes, no hablábamos su lengua, y sin embargo, yo en el gueto era judía por definición de otros, y hasta llegué a sentirme un poco judía por compartir un destino judío. Cuando el gueto quedó totalmente aislado, los nazis se propusieron matarnos de hambre. Tengo delante de los ojos, y más nítidas si los cierro, imágenes que no olvidaré nunca. Niños pequeñitos, con las barrigas hinchadas por el hambre, que pordioseaban en la calle: “Apiádense de mí, tírenme un poquito de pan”, rogaban, y la gente les tiraba unos mendrugos por la ventana. Y los nazis los mataban a tiros, 110


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como a pichoncitos, y allí quedaban, en medio de la calle, amortajados con periódicos, y luego andábamos por encima de ellos, sin poder hacer nada. Hay otra imagen que recordaré mientras viva, la de un nazi que arrancó a un recién nacido de los brazos de su madre, lo cogió por los pies y lo estrelló contra una pared. Aún oigo el chasquido del cráneo y los gritos de la madre. Aún veo los sesos resbalando por la pared. Yo trabajé en el hospital, en la sección de enfermedades infecciosas. Había una epidemia de disentería y de tifus. No teníamos camas ni medicinas. Aquello era un horror. Nadie salió vivo de allí. Nadie. Como no queríamos dejar a nuestros hijos en casa, los llevábamos al hospital, y los veíamos jugar en el patio en medio de aquel infierno. Un día vinieron unos nazis y mataron a tiros a todos los pacientes mayores de cincuenta años. Y luego bajaron al patio y mataron a todos los niños. Sin más. Mataron a todos los niños. Ese día mi Peter no estaba en el hospital, y poco después logré sacarlo de allí. Tuvo que ser a través de aquella alambrada, pero no le podría decir quién se lo llevó a las monjas que me lo tuvieron escondido hasta que terminaron aquellos horrores. Luego vino la orden de que los judíos se concentraran en la Umschlagplatz para ser transportados por tren, con la excepción de los que trabajábamos en el hospital y en algunos otros lugares. Se les decía que iban a trabajar y a ser libres, pero su destino eran las cámaras de gas de Treblinka, aunque entonces no lo sabíamos. A los que no se daban prisa los llevaban a la fuerza, y hasta les evitaban las molestias del viaje con un disparo a quemarropa. Aquella orden fue el principio del fin. Una noche volví del hospital y no había nadie en casa. Nadie. Como si se hubieran esfumado. Sin familia, habiendo visto viejos y niños asesinados, mujeres del hospital que envenenaban a sus seres queridos para evitarles más sufrimientos, me puse a buscar la manera de escaparme de allí. Logré meterme en un grupo que iba a cortar árboles y un día, aprovechando un descuido del que nos vigilaba, salí corriendo por el bosque, y mientras corría me arranqué el brazalete con la estrella de David que me identificaba. Me escapé a tiempo, porque al poco de irme de allí asesinaron al resto de los pacientes, y de todos los que trabajaban en el hospital sólo se salvó la enfermera que me lo contó en la cárcel de las SS. De allí me sacó una antigua profesora del colegio, que si me conocía no me recordaba, una santa, como hubo tantas, que 111


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garantizó ante las autoridades nazis que yo estaba allí por error, y que ella respondía de que era aria pura. Viví escondida en la zona aria de Varsovia con identidad falsa, y sobreviví varias denuncias, hasta que la de una antigua compañera de colegio, que me reconoció una noche en la calle, me metió en el tren de la muerte… La cinta continuó girando en silencio hasta que el estrépito de un clac la paró en seco. Hacía ya un rato que había pagado, y me había quedado mirando a Wladyslawa desde detrás de unos botellones de agua mineral, recordando con nostalgia aquella tesina heterodoxa que presentó sobre la poesía carcelaria de Miguel Hernández, repitiendo versos sin siquiera comentarlos. (“Le he dicho que no”, había vuelto a repetir, terca como una mula. “¿Cómo que no? Tiene usted que aportar una bibliografía. ¡Como cada quisque!” “¡A mí déjeme de historias! Yo sé de cárceles sin que me lo tenga que explicar un niñato con su articulito”. “Allá usted, pero el comité se la exigirá”. “¡Pues van frescos! ¿Pero tan duro de mollera es usted que todavía no lo comprende? Yo soy aquel Miguel”. “¡Vaya! También Flaubert decía que Madame Bovary era él”. “¿Y qué decía ella?” Risas, de los dos. “Carne sin norte que va en oleada hacia la noche siniestra, baldía… ¿Sabe usted de quién son esos versos?” “De Miguel, ¿no?” “Sí, pero los podría haber escrito yo misma. ¡Bibliografías a mí!”). La tal Debbie me había traído con una sonrisa, y la naturalidad de las acciones repetidas, la bolsa de plástico con las compras que había olvidado recoger. La mujerona estaba pagando, y luego, con las bolsas en la mano y Wladyslawa del brazo, pasó por delante de mí. Pude haberle saludado, dado un beso, pero no lo hice (Y a estas alturas, ¿no podrías haberla llamado ya por teléfono? Si Basia Truszczynski te dijo que seguía viviendo donde siempre, el número no habrá cambiado), porque con Wladyslawa, como le tenía advertido a mi mujer, no había término medio, o se le aguantaban las impertinencias veinticuatro horas al día, “Ocúpese de que su marido no salga mañana de casa sin bufanda”, “¿Cuántas veces le tengo dicho que si el pobre parece un fideo es porque no le da usted de comer?”, etc., o se la borraba del mapa, y yo la había despachado con viento fresco al desván de los olvidos. (Pero no del todo, tocayo, porque te quedaste con la cinta. Y cuando Raj Dastoor se suicidó al mes justo de morir su mujer, y Wladyslawa no fue al funeral, la escuchaste a solas. Y cuando murió su segundo marido, el que 112


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no fue al funeral fuiste tú, pero volviste a escucharla, como cada vez que la muerte de alguien cuya amistad habíais compartido te devolvía su recuerdo. Como hiciste también después de verla en el Shoppers Drug Mart aquella mañana de San Juan, ¿recuerdas?). Volvimos a vernos en clase, esta vez de literatura castellana, en enero, y a la salida le agradecí la cinta. Luego, en mi despacho, hubiera querido comprobar en su gesto que se sentía más a gusto consigo misma (“Sobrevivir no es vivir”, te repetía en la penumbra de las sobremesas cuando se le enturbiaban las cosas: “¿Cómo se puede vivir con el recuerdo de tantos horrores a cuestas?”), pero con aquella grabación, en principio terapéutica, sólo había conseguido que los horrores que la agobiaban la aplastaran aún más. (“Me impresionó”, le contesté a la pregunta que me había hecho con ojos huidizos. “Pues me quedé corta”. “Precisamente de eso quería hablarle”. “Es que aunque me pasara la eternidad contándolo, aquello seguiría sin contarse”. “Inefable, claro”, pontifiqué. “También, y porque sospecho que si hubiera una forma de describir aquello sería de perfil, no de frente, como se lo conté yo”. “O sea, oblicuamente, como dicen los que entienden de estas cosas”, dije yo, en plan catedrático. “Y más”. “¿Más?” “Con la lengua de la mística”. “¿Una lengua metafórica?” “Un silencio”. “¿Y cómo puede el silencio describir aquello?”, le pregunté, algo incómodo en mi papel de discípulo. “No puede. Porque no se puede. Por eso más vale dejar envuelto en silencio lo que las palabras no podrían describir nunca”. “¿Y no se estará usted rindiendo antes de tiempo?” “Sólo para evitarme el sabor de la derrota”. “¡Pues vaya excusa nos hemos buscado para no escribir más redacciones!”, me reí sin ganas. “Con una hoja en blanco basta. Depende del tema. Describa el amor y lo llenará de babas. Mejor callarse. Intente describir aquellos horrores y sólo conseguirá banalizarlos, ¿se dice así?” “¿Lo ha dicho usted en inglés o en español?” “Creo que en español, pero no estoy segura”. “Entonces, babaizarlos, jamás banalizarlos. ¡Pecado venial! ¿Ya no recuerda aquel mandamiento que nos exhorta a no caer en las redes que nos tienden los anglicismos judeo-masónicos?” “¿Y está usted seguro de que banalizar es uno de ellos?” “No”. “¡Glupi!”). Y sin embargo, había quedado un cabo suelto (Ese cabo por atar que te persigue desde hace años, y que volviste a recordar la otra tarde mientras consultabas la guía telefónica), 113


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

porque no era sólo la problemática de la descripción lo que le preocupaba aquella primera mañana de clases. “¿Sabe?”, se había quedado mirando el trasiego nevado de estudiantes por la ventana: “A veces me abruma la certeza de que soy una de las pocas personas que lograron salir con vida de aquello, y a mis años, hasta puede que sea una de las últimas”. “¿Tan vieja es usted?” “Dejémoslo en que podría ser su madre”. “Mi madre murió”. “Dichosa ella, porque hay días en que quisiera morirme, aunque sólo pensarlo me aterra”. “Morir es natural”, sentencié yo. “Lo sé, pero, ¿qué pasará cuando no quede un solo superviviente? Cuando muera el último de los que quedamos, ¿quién sabrá lo que pasó?” Se levantó despacio de la silla y descolgó el chaquetón de la puerta. “No quisiera terminar siendo la única que queda para contarlo”, dijo, sin mirarme, y con un hilillo de voz: “Haber sobrevivido aquello y saber que conmigo se acabaría hasta el recuerdo”. Del otro lado de la puerta entró de golpe la bullanga de varios estudiantes que esperaban su turno para verme. “Wladyslawa”. (¿Marcarás de una vez esos siete números que os separan? ¿A qué coño esperas?). “Hábleme de Treblinka”, casi le grité a la figurita que se abría paso a codazos. (A los pocos días, después de una clase en que habías comentado unos romances viejos, te encontraste con un papelito que alguien te había pasado por debajo de la puerta. Estaba escrito con estilográfica, y el mensaje repetía, con la lucidez cegadora del eco, los dos últimos versos del romance del infante Arnaldos: “Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va”). Recordando las clases de la señorita Cuqui, y el perfil cidiano de la señorita Jimena. También que Basia Truszczynski, polaca, madre de cuatro hijos, a sus cincuenta años no había oído hablar de Treblinka.

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2006 • V Concurso Literario / ¿Me hablarás de Treblinka?

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

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2007 • V Concurso de Fotografía / Leer entre líneas

V Concurso de Fotografía ADANAE Primer Premio

Leer entre líneas Mateo Casariego (promoción 2008)

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

VI Concurso Literario ADANAE Primer Premio

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El cruce Adolfo Sanz (promoción 1980)

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e un salto, inició la carrera hacia la isleta de separación de los dos sentidos de la circulación, con cinco carriles para recorrer, pero el camino más corto antes de la incorporación a la glorieta. Allí, tras un leve descanso, trataría de afrontar el último tramo, otros cinco carriles con un tráfico enloquecido. Cada mañana se jugaban la vida en uno de esos impulsos adolescentes de correr cerca del riesgo un par de pasos adelantados. Sin embargo, la tensión endurecía los músculos y cada movimiento debía ser exacto, pues la acción tenía posibilidades muy remotas, casi nulas, de concluir con éxito. Debían ser muy constantes en los entrenamientos con el único fin de entrar en la élite de los elegidos que dominaban las esquinas de los antiguos pasos de peatones y que por un precio innegociable, ayudaban a cambiar de acera a los que todavía no tenían coche. Se hacían llamar cruzadores, y constituían el único grupo capaz de eludir las embestidas de los vehículos que circulaban por las ciudades. Tampoco las bicicletas o motos tenían cabida, ya que los conductores tampoco mostraban compasión, golpeán118


2007 • VI Concurso Literario / El cruce

dolas, ignorándolas y desapareciendo. Si no se recurría a estos locos, los peatones no salían de ciertas zonas de la ciudad, divididas por las grandes avenidas. Los más osados, tratando de ahorrar, recurrían a la colaboración de principiantes que no garantizaban el destino final al otro lado de la calle. Muchos habían caído en intentos infructuosos, ayudados por grupos incontrolados que cobraban por adelantado un porcentaje pequeño de la operación y dejaban al cliente en medio del asfalto; otros, desesperados al no poder cambiar su situación de dependencia, habían intentado hacerse cruzadores y montar su negocio, a la vez que adquirían la destreza obligada para acudir a sus casas una vez finalizada la tarea. La mayoría desistía de acciones arriesgadas y optaba por lo caro pero seguro en la Avenida del Tratado Sur y la intersección con la Avenida de Cantabria, el punto más importante que dividía la ciudad en cuatro grandes áreas; allí estaba el “Largo”, un tipo de más de 1,90 m. que saltaba entre los coches como si no existieran, con zancadas grandes y paradas mínimas, pero que nadie podía imitar y sin embargo todos admiraban. Pedro tuvo la suerte de verlo actuar en una ocasión, pues salía poco y sólo se mostraba para poner orden o para desarrollar un trabajo muy especial y caro. Una mañana consiguió llegar a una de las esquinas del cruce en el que el “Largo” operaba, y comprobó cómo en un movimiento preciso agarró con el brazo izquierdo a una mujer delgada, de pelo grisáceo y abrigo negro, ajustando su cuerpo al contorno de la espalda. Rodeado de tres de su grupo, colocaron las piernas y los brazos en la posición óptima para cruzar sin problemas. Esos colaboradores eran los escudos, que hacían de muralla frente a los coches que se acercaban más de lo previsto, despistando a su conductor, incluso obligándole a maniobrar de forma brusca, además de advertir o intuir cualquier posible peligro. Los escudos debían manejar con exquisita precaución las fintas que sobresaltasen al conductor, pues a las velocidades que se circulaba en la ciudad, cualquier cambio de dirección no esperado podría suponer una colisión en cadena, la paralización del tráfico y la pérdida del negocio de ese día. Las personas que hacían cola para contratar los servicios del “Largo” suspiraban cada día con un atasco. Para el lado contrario, el negocio sufría un parón, además del riesgo de tropezar, en sucesivas ocasiones, con los restos de chapa o trozos que quedaban en el asfalto, y que tardaban 119


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varios días en desaparecer. Con la mano derecha dio la señal y todos se lanzaron entre carriles a una velocidad terrible. En unos segundos, llegó a la zona media, un bordillo de apenas un metro de ancho. Allí lo sujetaron los escudos. Lo hacían siempre, pues eran los de confianza, los que más dinero se llevaban en la operación y a ellos debía el “Largo” muchos de sus logros, si bien su valentía y destreza habían permitido ganarse el respeto que tenía en la ciudad. Un nuevo gesto, un nuevo salto y la anciana llegó a la otra acera; varias mujeres se abalanzaron para abrazarla, mientras el “Largo” miraba los coches; uno de los escudos le trajo los billetes de su último trabajo. Siempre se cobraba la mitad al principio, antes incluso del día elegido por el cliente para cruzar, y siempre en efectivo; el resto, en el destino, sin perder tiempo y siempre supervisado por varios escudos, que vigilaban los posibles fraudes si alguien salía corriendo sin pagar las cantidades adeudadas. Muchas historias se contaban sobre la eficacia del sistema de cobro o de castigo a los estafadores, aquellos que aprovechaban el momento de la llegada para huir sin abonar el resto pactado; pero muy especialmente, una de ellas relataba como el “Largo” salió corriendo a perseguir a un chico joven que huyó corriendo al llegar a la acera, zafándose de las manos de los escudos. El mecanismo de seguridad se puso en marcha de forma automática. El “Largo” inició la persecución con cuatro de los allegados más veloces, hasta que llegaron a la Avenida 10 de Septiembre, de cuatro carriles por sentido. Allí se paró el estafador y el “Largo”, sin detenerse, elevó con ambos brazos al huido y cruzó los dos primeros carriles, depositándolo sobre la línea discontinua y regresando a la acera en pocas zancadas. El estafador miraba con horror cómo los coches pasaban rozando sus piernas. El “Largo” y su grupo, regresaron al lugar de trabajo. Nunca más volvieron los estafadores a ese cruce. Pedro continuaba mirando asombrado, comprobando cómo el “Largo”, con un giro de cadera y un salto prodigioso, cruzó de nuevo a la esquina de partida. Allí, otros escudos lo rodearon, desapareciendo entre los viandantes. Habían tenido suerte pues no habían aparecido pisadores, los más locos que podían circular en la ciudad, cuyo objetivo finalizaba con el atropello de un cruzador; antiguamente lo hacían con motos y bicicletas en siniestras partidas de bolos, pero en aquellos días ya no cir120


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culaban. No estaba muy claro si era un sistema de apuestas profesionales o un trastorno criminal, pero causaban un efecto aniquilador entre los cruzadores y escudos. Muchos de los jóvenes que tuvieron la ocasión de comprobar la brutalidad de este tipo de conductores, abandonaron los entrenamientos y optaron por cruzar pagando. El “Largo” reunía, además de las cualidades físicas y arrojo necesarios, un instinto sobrenatural para detectar la presencia de pisadores en cualquiera de los trabajos que emprendía. Nunca consiguieron su objetivo. La Avenida 10 de Septiembre era el banco de pruebas para los aprendices a cruzadores, y, por tanto, el lugar más frecuentado por los pisadores. Sin embargo, en la isleta no había cruzadores, ni pisadores, ni escudos. Era el peor lugar para practicar. Los coches circulaban más rápido que en otras zonas, al tratarse de la última glorieta de importancia para acceder a la zona norte de la ciudad y el único sitio de cruce, pues desde ese lugar las manzanas se alargaban mucho, al empezar la zona industrial, y los enrejados metálicos dividían cada parcela, incluso la mediana de la avenida. Nunca había atascos, pero cruzar aquel lugar sería la manera de demostrarle al “Largo” que podía contar con ellos. Si conseguían quedarse con esa esquina, los peatones acortarían el camino para ir a la zona de las torres, el centro administrativo de la ciudad. Además, la mediana era muy ancha y habilitaba la opción de cambiar de estrategia si fuera necesario, o si algún contratiempo obligara a cambiar de cruzador con tal de que el cliente llegara al otro extremo. Ganarían mucho dinero. Esa mañana, como todas las de los lunes anteriores, habían ultimado la preparación previa. Cruzar sin tiempo fijado no era un problema y lo habían estado practicando muchas veces. La siguiente prueba consistiría en cruzar con muñecos en la espalada, incluso a caballo o de cualquier otra forma, con tal de alcanzar la acera. Si lo conseguían, enviarían un emisario al “Largo” para que supiera que La Isleta tenía dueños; tendría que negociar o se quedaría sin clientes. Pedro clavó la vista entre los coches, tratando de encajar un hueco entre carriles para culminar la distancia restante. Estaba preparado. Era el mejor y los demás lo sabían. Una vez en su primer destino, debía colocarse en una nueva posición de salida para afrontar los otros cinco carriles, con la circulación en sen121


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tido contrario, y saltar en cuanto oyera la siguiente señal de Javier al otro lado de la acera, en la que Ramón esperaba para salir. Pedro se entremetió en el tercer carril; unas milésimas de segundo lo mantuvieron quieto, con la pierna derecha preparada para el impulso más difícil, el que permitía sobrepasar los dos últimos. Una vez más, llegó a la isleta sin una sola contusión. Se colocó en el otro extremo, sin mirar hacia atrás, preparado para el siguiente aviso. Al oírlo, saltó y rebotó con el lateral de un coche de color rojo, cayendo al suelo y golpeándose en la muñeca derecha; pasados escasos segundos, Ramón entró en la isleta. Mientras pasaba carriles con destreza y valentía, asistió en primera línea al contratiempo. Pedro se incorporó, dolorido y enfadado por haber fracasado en su intento; permaneció mirando el tráfico con asombro, mientras Ramón se colocaba en la posición de salida del segundo tramo. Le sugirió que tuviera cuidado, que los pisadores podían estar preparados. Se frotaba la muñeca con una mueca de dolor y casi no podía moverla. No comprendía por qué había cometido un error, ni recordaba el instante en que realizó la maniobra el coche rojo, pues había distancia suficiente para pasar. Tal vez aceleró al divisarlo en posición de salto. En la isleta, los pisadores controlaban mejor las dos aceras y podían colocarse en la fila idónea para dominar los carriles sin iniciar un atasco o invadir parte de uno de los carriles si los otros vehículos lo permitían; sin embargo, Pedro no lo había visto; los pisadores que invadían carriles solían ser principiantes y se delataban a sí mismos con los habituales golpes secos y cortos de volante. Ramón tenía ante sí la mejor oportunidad de convertirse en el nuevo organizador del grupo y tener de ese modo el reconocimiento de los demás, sin palabras, sin engaños, únicamente con su agilidad, además de poder llegar a tener el honor de negociar con el “Largo”. Se consideraba perfectamente capacitado, a pesar de tener algo más de peso que Pedro, y menos agilidad en comparación con la forma de moverse de éste, pero con mayor habilidad para localizar los huecos entre vehículos. Javier gritó la tercera señal e inició el primer movimiento cruzando sin contratiempos los dos primeros carriles aprovechando el impulso y su menor peso; a pesar de manejar casi a la perfección los movimientos de 122


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cadera, le faltaba velocidad como para ser el mejor. Ramón, convencido de su dominio y animado por esa posibilidad de reinado de aceras, salió al mismo tiempo con un buen salto, pero por algún motivo desconocido se quedó en el medio de la calzada, inmóvil, con los brazos junto al cuerpo y estirándose al máximo posible para esquivar salientes y retrovisores. Pedro gritaba ¡no te pares, no te pares!, mientras se tapaba la cara, inmerso en una triste premonición. En la otra acera, a la que todavía no había llegado ninguno, empezaban a agolparse curiosos para comprobar si se había formado un nuevo grupo de cruzadores. De pronto, notó que alguien pasaba a gran velocidad a su lado, lanzándose entre los coches a grandes zancadas. Se paró junto a Ramón y con un extraño juego de brazos consiguió colocarlo sobre sus hombros, mientras sorteaba los coches. Pasaba los carriles como si estuviera volando, hasta que dejó a Ramón, boquiabierto y desconcertado, sentado en la acera junto a los curiosos. Sin un solo comentario desapareció entre la gente. En ese momento Javier llegaba junto a Pedro, con los ojos desorbitados y la intención de finalizar el segundo tramo sin pensarlo. Ni siquiera se preocupó por sus dos amigos, a pesar de haber visto lo ocurrido. Simplemente, saltó al primer carril del segundo tramo, muy desequilibrado y desconcentrado. De allí no pudo continuar. Estaba bloqueado y ni tan siquiera escuchaba los gritos de Pedro. Otras dos personas pasaron junto a éste. Aparecieron de repente, saltando entre coches y parando a ambos lados de Javier. Lo agarraron e iniciaron la carrera para llevarlo a la acera. Un pisador que circulaba por el segundo carril reaccionó con rapidez, desplazando con un movimiento corto de volante al coche verde que circulaba paralelo, quedándose en una posición privilegiada frente a Javier y los dos aparecidos; en unos segundos rozó con el paragolpes a uno de ellos, que se soltó mientras el otro arrastraba a Javier entre carriles hasta que consiguió dejarlo en la acera, repleta de curiosos preparados para cruzar aprovechando la posible colisión. Giró la cabeza hacia el asfalto para comprobar lo que ocurría con su compañero, que con gran esfuerzo trataba de esquivar los coches. Pedro se incorporó sin saber lo que estaba pasando, como si hubiera 123


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sucedido algo inexplicable que le hizo recuperar la tranquilidad que había perdido tras caer en la isleta. Miraba al que permanecía tambaleándose en el asfalto. Inició los movimientos con un paso corto y un par de zancadas hasta que consiguió sujetar al accidentado. Colocó su pierna derecha detrás de la rodilla golpeada y comenzó la carrera para cruzar lo que quedaba. Todos miraban asombrados sin entender cómo era capaz de llevar a alguien de lado, el método más peligroso y difícil y por qué no trató de regresar a la isleta. Los curiosos ya no gritaban. Apenas respiraban. A los pocos segundos, Pedro había conseguido sobrepasar un par de carriles más y con un impulso brutal, lleno de rabia, pasó los carriles finales hasta alcanzar la acera. Allí escuchó aplausos, pero buscaba entre la gente a sus amigos para comprobar que estaban bien y para decirles que había decidido olvidarse de ser cruzador. Notó una presión en el hombro que le impedía continuar caminando. Giró la cabeza y se topó de frente con el rostro del “Largo”. Ambos mantuvieron la mirada, serios, sin hablar, hasta que el “Largo” dijo: Mañana empezamos a las ocho. Tenemos mucho trabajo. Nosotros nos encargaremos de que atiendan a tus amigos.

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VI Concurso Literario ADANAE Accésit

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40-04 Julio Acinas (promoción 2003)

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É

xtasis a las once en punto. Corro, hablo por teléfono sin parar, trabajo (sin parar también)… Voy a clase de taichí a la hora de comer, corro, trabajo, cojo un taxi, y al llegar a casa… Vuelvo a hablar por teléfono, ceno una pieza de fruta (pienso en comer dos, pero la pieza es muy grande), me ducho mientras mastico, me hidrato, me maquillo, me convierto en un anuncio con piernas (es decir, me visto con ropa de marca). Cojo las llaves (que tintinean alegremente en la bandeja plateada del recibidor, como forma de agradecerme que las saque de paseo) y noto un escalofrío al oír el portazo… ¡Hoy es viernes! Hoy es el día, pienso. Es el día en el que soy libre, vuelvo a pensar. En ese momento el escalofrío se escapa por mis finos dedos hidratados, y suelto un gritito de intensa felicidad. Son las once en punto. Es el momento en el que no soy consciente de lo mal que lo he pasado desde que corté con Adrián, mi novio de toda la vida. El microsegundo en el que las jovencitas estúpidas como yo logramos creernos la cruel mentira fraguada durante toda la semana con la complicidad de nuestras mejores amigas, y nos deshacemos de 125


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esa pesada losa llamada desamor, para levitar de inmadura felicidad. Adrenalina. Ése es el momento de éxtasis: cuando creemos que lo que realmente estábamos deseando era cambiar al hombre de nuestra vida por una noche loca con nuestras viejas amigas de la adolescencia. Por eso no me explico cómo segundos después me sonrojo al encontrarme por sorpresa con la vecina del segundo en la entreplanta. Bueno, reconozco que estaba llorando. Es el precio de vivir un microsegundo de intensa felicidad cuando no toca. Toda montaña rusa tiene su caída libre, especialmente las emocionales. Con los ojos anegados en lágrimas salgo del portal. –¡Mira que eres tonta, Eva!– me saluda Ana, mi mejor amiga, al verme. Hasta ahí no recuerdo haber pensado en matar a nadie. Tampoco, que no quería dormir en el apartamento de Ana… ¡Joder, si era mi mejor amiga! Vamos al bar de Jorge, bebemos la primera (aunque reconozco que bebí más), luego a una fiesta en el chalet de Elvira de la Moraleja (barra libre…) y finalmente a Upper Class (mi discoteca favorita). Ya voy borracha. A duras penas recuerdo los detalles del trayecto hasta “Upper”. Me pido mi copa de siempre (Absolut Raspberry con zumo de piña) sin pararme a pensar en las consecuencias. ¡Es mi copa de siempre! Alguien a quien pregunto (algún chico guapo, porque si no lo hubiese mirado directamente en mi Hublot) me dice que son las tres. Pero son las cuatro menos cuarto. Luego… A ver, ¡Concéntrate! Luego, la nada más absoluta. No he dejado de pensar en ello desde el mismo minuto en que fui consciente de que ocurrió. Lo había repasado, como ahora, cientos de veces, pero… Mi memoria se fue a dormir justo cuando más la necesitaba. Desde las cuatro hasta las ocho del 29 de mayo. Nunca me había terminado de creer eso de que la gente se emborrachaba tanto que perdía la memoria, además del conocimiento, en muchas ocasiones. Lo peor: no es necesario caer inconsciente para no recordar lo que ha pasado. Puede continuar tu vida, incluso dar un giro fatal e inesperado, sin que puedas recordarlo al día siguiente. En mi caso, no había lugar siquiera para un resumen borroso e incompleto de lo más destacado, que algunos etílicos bendecidos por la fortuna llegaban a obtener preguntando con insistencia a su cabeza y a sus amigos. Me despierto (o eso creo), miro el reloj. Son las ocho en punto. Miro 126


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desconcertada a mí alrededor. Estoy en la calle. En un parque, tumbada en un banco. Me toco la cabeza, que parece que me va estallar. Estoy tiritando, pero apenas hace frío. Intento levantarme y en ese momento me doy cuenta de dos cosas que van a cambiar mi vida: casi no puedo mover las piernas y… Todavía me sobrecoge recordar cómo me sentí en ese momento. Ver manchas de sangre sobre tu ropa y no saber cómo han llegado allí es una experiencia horrible. Algo que definitivamente no deseo a nadie. Además, millones de calambres me recorrían todo el cuerpo y tiritaba levemente. Era como si un rayo me hubiese atravesado. Me dolía la cabeza… Tengo unas náuseas increíbles y vomito con virulencia, todavía en soledad. Tan sólo intuyo a dos personas caminando en la lejanía, pero ni siquiera alcanzo a distinguir sus respectivos sexos. Decido tratar de llegar a mi casa lo antes posible… ¡Nadie puede verme en este estado! Además, sé que mi cuerpo me ha concedido una tregua momentánea y que pronto caeré inconsciente, de cansancio o algo peor. Como no tengo ni idea de dónde me encuentro, me arrastro hasta la salida del parque (lo cual me cuesta una barbaridad) y, tras varios intentos, un taxi (o eso me parece) tiene la amabilidad de pararme. Todo este recorrido aparece borroso, nublado en mi memoria. Creo recordar que aquel tipo con cara de entre asustado y compasivo, que conducía, no me cobró. Lo que hice al llegar no era exactamente dormir. ¡Milagro! Consigo abrir el portal y mi piso. Sin ayuda, sin desfallecer. Voy directamente a la cama. Me despierto por la tarde, con el teléfono de casa taladrándome los oídos y agitando sin compasión el batido de neuronas muertas que es mi cerebro. Sigo con la ropa puesta. Sigue manchada… Me sentía un sucio trapo ensangrentado e inservible. Realmente lo era. Mientras el teléfono sonaba, pude comprobar que, tanto dormida como despierta, vivía la misma pesadilla. Las manchas de hierba, barro y demás mierda, propia de las calles y parques de la ciudad, se confundían con las de sangre en mis oscuras vestimentas, que ya no anunciaban sino una versión kafkiana de Crimen y castigo (alguien ha hecho algo malo y se arrepiente, pero no sabe el qué), de tal forma que era imposible saber dónde acababa el “líquido rojo” y empezaba lo demás. 127


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Mientras el teléfono vuelve a sonar, me desprendo de aquella ropa con olor a crimen y aspecto de pesadilla, y la tiro a la basura. Por un momento albergo la tonta esperanza de deshacerme así de todo el veneno que ha empezado a correr por mis venas. El teléfono deja de sonar, surgiendo, repentino, el silencio. Le doy la bienvenida vomitando de nuevo. No me gusta estar donde estoy. De hecho, lo odio. Odio esperar entre caras largas y preocupadas a mi turno para convertirme en una de ellas. Odio no tener opción, no poder levantarme y escapar. Sentir que una fuerza maligna y superior a mí, me recuerda que no soy yo quién decide acerca de mis posibilidades de ser feliz. Saber que mi vida se la juegan a los dados, como se juegan la vida de los insectos más diminutos. No somos más, pero tenemos la desgracia de no poder asumirlo. Odio que mi vida sea un fracaso desde tan temprano, y no poder (ni haber podido) hacer nada para evitarlo. Decido no llamar a Ana, ni a Gloria, hasta la noche. Tengo que desconectar todos los teléfonos. Descubro que desde las cuatro de la mañana sólo recuerdo la entrada a Upper, mi Absolut, el reloj marcando las ocho en punto, un nervioso trayecto por un parque que no reconocería si volviese, un mareante trayecto hasta mi casa, en un coche que tampoco reconocería (conducido por un conductor del que no podría decir un solo rasgo) y, a trozos, la entrada en mi piso para tirarme en la cama. En verdad, no recuerdo haber entrado, aunque siempre lo repase como si lo hiciera. Sí recuerdo verme temblando en el espejo del recibidor y llorar de pánico durante unos segundos. Luego debí desplomarme en mi cama, pero obviamente eso tampoco lo recuerdo. Mientras el sol cae y mi piso se llena de sombras, cocino algo insano en el microondas. Después de cenar, me entra pánico. Enciendo todas las luces de la casa para calmarme. Después, llamo a mis amigas. Cuando las llamé, ya tenía claro que aquello sería uno de esos secretos que no sabe nadie. Ni las mejores amigas. Esa clase de historias no aptas para la sociedad, ni siquiera para la parte más íntima. –¿Qué pasó ayer, Eva? Te fuiste pronto… ¿Por qué demonios no cogías el teléfono? –Lo siento Ana, me dolía mucho la cabeza… De hecho, todavía me duele– respondo, ronca (aquello no era en absoluto una mentira). 128


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–Gloria me dijo que te vio hablando con Adrián…– Ahora sí. Tengo que mentir. En ese momento, haber estado hablando con mi ex era lo menos importante. Un detalle minúsculo que para mis amigas suponía el fin del mundo (y, seguramente, en otras condiciones, para mí también). Ella finge creerse lo que le cuento, aunque no puede reprimirse del todo y concluye la conversación con un “me preocupas. Ya hablaremos” muy revelador. Despido el día 29 de mayo sudando en la cama. Temblorosa, pálida, desbordada por imágenes llenas de locura. Intento calmarme. Pienso: “tampoco hay tanta sangre como para pensar en cosas tan desagradables…”. Pero es inútil. Estoy envenenada por la amnesia, drogada por la culpabilidad. Prisionera para siempre. Al fin y al cabo, fui yo quien perdió el control. Quien dio pie a que ocurriese… Hasta hace dos días, me creía culpable de no recordar, de la sangre. De verme mendiga y derrotada sobre un banco, en ningún sitio. Los siguientes días paso mucho miedo. No recuerdo casi nada, pero de lo más profundo de mí brota la sospecha de que algo trágico ha ocurrido. Algo… Quizás en el mundo de subconsciencia freudiana que todos tenemos enterrado sí hay algún recuerdo, que envía inquietantes señales perturbadoras que de algún modo recibo. Las pesadillas tampoco ayudan… Cada vez que cierro los ojos, una imagen desasosegante. Parpadeo, y siento una descarga de violencia abstracta, que no puedo identificar. Es muy, muy desagradable. Cada vez tengo más miedo de hablar de ello. Tan sólo lo he hecho una vez, y no creo que lo vuelva a hacer. Al principio fue una medida de urgencia, para tratar de convertirlo en un mal sueño que se esfumase al despertar. Luego un mecanismo de defensa, al sospecharme delincuente (o peor). Ahora soy completamente incapaz de decírselo a nadie. El paso del tiempo ha ido sepultándolo, y ya está demasiado profundo como para que, yo sola, pueda llevarlo hasta la luz. La segunda semana decido averiguar, como sea, lo que pasó. Se convierte en una obsesión. El problema es que la falta de información amenaza con perpetuarla. O peor, transformarla en paranoia, pues cada día falsos datos disfrazados de recuerdos invaden mi cabeza, convirtiéndome 129


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en protagonista de oscuros pasajes. Pero tenía que averiguar qué hacía esa sangre ahí, de quién era, y por qué me desperté sola en un parque. Quizás por haber vivido hasta ese momento en una burbuja, nunca me planteé (hasta antes de ayer) que parte de esa sangre pudiera ser mía. En mi defensa, decir que alguien muy calculador se encargó de contribuir a mi ignorancia. Trato, limitada por la imperiosa necesidad de ser sutil y coherente con mis mentiras, de que mis amigas me informen desde todos los puntos de vista de lo que ocurrió. ¡Nunca tantos espías fueron tan inútiles! Esa noche salí de su radio de influencia de forma inminente. A las cuatro en punto ya nadie sabía por dónde andaba (o reptaba). Viendo que me sirven de poco, dejo de preguntarlas, pues por cada pregunta que hago, ellas me devuelven cuatro (sospechando de mis invenciones) y sin ofrecer claridad alguna a cambio. Además, todo acaba en: “te vi hablando con Adrián…” (Y eso era lo que me faltaba) Esa misma semana hablo mucho con mi madre, y me cuesta especialmente mentirla, cuando le digo que “todo va bien por Madrid. Lloro por que acabo de ver una película de Julia Roberts”. También intento, sin éxito, volver al parque en donde recobré el conocimiento. Parques con césped, hay más de lo que parece en Madrid y alrededores. No avanzar, advertir que nunca lograría obtener un minúsculo detalle más de lo que ocurrió, era el peor de los venenos, e iba camino de sumirme en una mayor locura. En la tercera semana, las horribles pesadillas y los temblores empiezan a remitir, aunque estoy a punto de ir al psiquiatra. Al final no voy. Él tampoco puede saber mi Secreto. Esa semana dejo de esperar que la policía aparezca de pronto en mi casa, para detenerme. En el trabajo me dan diez días de vacaciones y me insinúan que si sigo así, me despedirán. Es lo que tiene dejar de cuidarse, de maquillarse (e hidratarse). El aspecto lo es casi todo en mi vida. Durante días, mis amigas se cansan de repetirme “Hija, pareces una drogadicta”. Cada vez me resultan más molestas, pero ocupan mucho de su tiempo en animarme. Dejo de leer. Me entretengo mirando las caras a mi alrededor. Recuerdo que el otro día vi a una chica con el mismo pelo. Pero estaba acatarrada… Estaba en una sala parecida, pensando en lo mismo… 130


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Se dibujan en la gente tanto caras de angustia como de despreocupación. Casi me dan más pena las despreocupadas. Han pasado más de treinta días (en concreto, treinta y siete) desde aquél 29 de mayo. Una madre habla con su niño por teléfono, intentando evitar que llore. Cerca de mí, una embarazada se muerde las uñas y tose. A su lado, una adolescente se entretiene leyendo el ¡Hola! de hace un año. Es mi turno… –Me temo que está usted embarazada– Siempre pensando en lo mismo. ¡Odio a los ginecólogos! Le tuve que contar mi otro secreto no apto para la sociedad, ni siquiera para la parte más íntima. –Pues yo me temo que eso es imposible, porque soy virgen– Aunque tenga 24 años, lo soy. Los porqués no vienen a cuento. Si acaso se los contaría a un psiquiatra, aunque nunca pagaría por hacerlo. En verdad, tiene toda la pinta. Por un lado, el retraso de diez días, por otro, las náuseas. Pone cara de estar viendo a la mismísima Virgen María. Empieza a amenazarme con hacerme mil exploraciones, y… Creo que me arrepiento de habérselo dicho, aunque eso fue lo que propició que ahora sepa lo que ocurrió durante esas cuatro malditas horas. Estoy convencida de que lo sé. Y a veces, incluso sueño que lo recuerdo. No sé por qué, decido contarle mi otro Secreto total. Un desconocido, sabía en cinco minutos todo sobre mi. Más que mi familia. Mucho más que mis mejores amigas. Tras mucho deliberar, hace una llamada y se marcha. Vuelve al cabo de quince minutos con un colega suyo del Hospital de Madrid. Ambos parecen realmente preocupados. Yo creía que me iban a decir que era un alien raro y que, por eso, aparecía en los análisis como embarazada cuando en realidad no lo estaba… Así que, cuando observé esas caras abalanzarse sobre mí, quise gritar de una forma tan aguda que nadie me oyera. –No sé cómo decirte esto, Eva. No es fácil para nosotros. De vez en cuando pasa, y tú no eres culpable de nada… De nada.– Espero sin escuchar a que se decida de una vez a contarme lo que sea que me va a matar del susto… –Creemos que fuiste drogada con Éxtasis líquido (GHB) o Rohypnol. Son drogas incoloras, inodoras e insípidas. Se utilizan en las discotecas o bares para introducirlas en las copas de la gente… –¿Cómo? ¿Y para qué?– pregunto, ingenua. De ahí las náuseas, no 131


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estoy embarazada… Pienso, más ingenua todavía. Pero estaba embarazada. Me habían violado en un parque. Resulta que esas drogas, son las “drogas de la violación”. Probablemente, bastaron 20 miligramos. Te dejan indefensa y voluntariosa como una muñeca hinchable, amnésica, sin posibilidad de respuesta. Y peor aún, aun cuando los síntomas persisten, ya casi no hay rastro de la droga en tu cuerpo. No queda nada de ellas en tu orina tras 48 horas. Es decir, no hay pruebas de la violación. No existe posibilidad alguna de denunciar a nadie, ni nada. Yo no tuve suerte. A pesar del alcohol que había bebido, no morí. Peor aún, tengo dentro la semilla del diablo. Mi diablo. Llego a casa por la noche, después de pasar tres horas en el hospital, con una crisis nerviosa. Les ordeno que no llamen a nadie. ¡Qué vergüenza! Este sí que es un secreto que nadie puede saber. No sé qué hacer. Me recetan mil cosas y piden cita para un psiquiatra. Resulta que el Rohypnol también sirve para la gente depresiva y con insomnio. Al día siguiente, por la tarde, salgo de casa cinco minutos para despejarme. Descubro, asustada, que no soporto ver a gente a mí alrededor. Me encuentro con una antigua amiga del colegio, que vive cerca. –Te vi el otro día en Upper, agarrada de Adrián. –Ya no salimos juntos– le comento, desganada. –Lo siento muchísimo. La verdad es que fue hace más de un mes. Me acuerdo porque no tuve ocasión de saludaros. Os estabais yendo y tú parecías muy cansada… –¿Cuándo dices que fue? Cierro de un espasmo mi diario. Supongo que no le gustó que cortase con él, después de tantos años sin sexo. Ahora que lo pienso, seguro que me engañaba. El 29 de mayo mi resentido ex novio me robó la vida de la forma más cruel que existe. Por eso no puedo decir que me he vengado. Es imposible la venganza. Me conformo con haber intentado dejar de arder. Calmar la hoguera interior que, alimentada por la injusticia, amenaza con mantenerse viva toda una eternidad. Al final, para mi desgracia, lo sé todo. Pero sin recordar nada. Y prefiero no recurrir a la hipnosis. Porque, qué es peor: cuatro horas vacías, llenas de oscuridad, o cuatro horas rebosantes de abuso y cinismo. Creerse verdugo o saberse víctima. Definitivamente, en lo malo siempre es peor la certeza, y quizás muchos 132


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verdugos sean víctimas primero. Cuarenta días han pasado desde aquel 29 de mayo de 2006. Menos cuatro horas arrebatadas. Cuatro es igual a: una intoxicación, una violación, un embarazo no deseado y una vida acabada. Todo es tan simple, tan irreversible y tan definitivo como una operación matemática. Para que luego digan que el pasado sólo existe en la memoria. No sé qué nacerá de una relación mantenida bajo el influjo de las drogas más destructivas. En cualquier caso se merece vivir. Él sí. Al fin se deciden a hacerme caso en la comisaría… Éxtasis. Ése es el momento de éx­tasis. –Deténgame, he matado a alguien.

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

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VI Concurso de Fotografía ADANAE Primer Premio

Er genario

Alejandro Sebastián, (promoción 2003)

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008

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

VII Concurso Literario ADANAE Primer Premio

[ L

Posos Guillermo Mejías (promoción 2006)

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os posos me provocan rechazo. Feos e informes, destacan sobre el blanco de la taza. Pero, en estos momentos, es lo único que puede tranquilizarme. Posos y ansiolíticos, puestos al mismo nivel. Mi nombre no importa. Pueden escoger el que prefieran. Tengo miedo. A mis veinte años estoy, ya saben, en la flor de la vida. Terrible frase. Reflexiono sobre ella más de lo debido, y acabo paranoico de mis propios pensamientos. No me tomen por loco, aunque quizás les convendría cambiarse de acera cuando me vean. La pócima burbujeante que acecha en la taza se va enfriando conforme pasa el tiempo. Tiempo. El tiempo es mi ventaja y mi maldición. A mi edad, uno ya no es un niño. Sin embargo, aún me estremezco de angustia cuando confirmo que la vida es un único puzzle, y que debo conformarme con hacer fuerza para que encaje cada pieza en una posición que no le corresponde. La angustia empieza por una elección. La elección de la carrera. A 136


2008 • VII Concurso Literario / Posos

pecho descubierto. A primera vista, todo encajaba. Era buen estudiante y me relacionaba como lo hace un chico con un mínimo de sensibilidad, es decir, desastrosamente. Fui pasto de influencias: televisión, homólogos sanguíneos que algunos llaman familia, cine. Cocinaba lentamente un explosivo. Y finalmente explotó. Suspendí varias asignaturas, lo que hizo que me regodease en la tristeza y blandiera la autocompasión a modo de ariete psicológico. Algunos me consideran un cretino. Lo acepto, aunque ellos no entienden que forma parte de una barrera emocional que mantiene mi locura a flote. Yo prefiero calificarme de vago físico: ideas brillantes y muy poca voluntad para llevarlas a cabo. Se van disolviendo. Los posos. Casi podría hacer una metáfora de la vida, observándolos. No lo voy a hacer. Echo de menos las travesuras que hacía de pequeño. La verdadera felicidad, si existiese, consistiría en recuerdos evocadores. Una chica de mi edad se va a sentar cerca de mí. Las tinieblas de la timidez se extienden con rapidez y por mucho que patalee me arrastran sin piedad. Bajo la cabeza cuando ella pasa por mi lado. Voy al cuarto de baño. Nunca estoy contento con mi aspecto y siempre acabo ejecutando una especie de bucle capilar en el aseo: me peino hacia un lado, me lavo la cara, me peino hacia el otro, me lavo otra vez. Al final, todo hacia atrás. Como mi autoestima. Al salir vuelvo a encontrarme con la chica de antes y mi cuerpo se aparta de su camino. Desde pequeño me aterra el rechazo. Además de cretino, tonto. Hay días en los que soy incapaz de salir de mi habitación. Llego a casa y me tumbo en la cama. Intento dormir un poco. No puedo. Leo a Kafka. Resulta bastante contrapro­ducente. La vida es un camino de sentido único. Todavía me queda mucho por vivir y parece lejana la idea de que haya un final. A la semana de estos acontecimientos se desató la catástrofe. En una revisión, el médico me detectó una grave afección en ambos ojos. Irreversible, dijo. Recuerdo cuando me lo describieron. No gesticulé, no lloré, ni siquiera busqué refugio en la mirada de mis padres. Sencillamente, no aceptaba que aquello pudiera suceder. Imagínense lo que supone ser ciego. Todo tu mundo cambia: ya no 137


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

puedes leer el correo electrónico. El hombre no puede volar, ahora tú no puedes ver. Así de sencillo. Casi da risa. No puedo mirar a las chicas por la calle. Por supuesto, la carrera queda descartada. Resuelto el problema de la elección. Ya no tengo anhelos porque no puedo acceder a ellos. Pura lógica. Mis padres casi se infectan los conductos lacrimales de tanto escupir lágrimas. Lloraban ante mi supuesto estado de shock. Ante mí, no obstante, un nuevo mundo se abría. Espantoso, pero nuevo al menos. Hasta las necesidades fisiológicas eran un desafío. Nunca creí que se pudiera llorar y reír a la vez. Se puede. Y durante muchas noches. Vivía el presente. El entorno, al inicio compasivo y caritativo, fue optando por evitarme. No les culpo. Yo hubiera hecho lo mismo. Seré discapacitado pero sigo siendo un cretino, no lo olviden. Uno de los bulos que circulan sobre la ceguera es la perpetua oscuridad total. Es falso. A veces, yo conseguía ver luces, pero no prestaba atención porque era inútil tratar de enfocar: La película estaba velada. O eso pensaba yo. Tres meses después de la pérdida total de visión, vislumbré fugazmente mi primera imagen: algo tan prosaico como una taza de café. No dije nada. Quizás era sólo un producto de mi imaginación. A la desesperada, mi subconsciente bien hubiera podido crear una ilusión con la que torturarme. Guardé mi secreto y esperé. Ese brevísimo instante de tiempo abrió un torrente de emociones que me rebosó por completo. Fui consciente de lo imbécil que había sido al despreciar el día a día en busca de sueños desdibujados. Los detalles son el global y el global son los detalles. Una parte de mí estaba convencida de la futura recuperación. Hasta me permití fantasear sobre momentos dramáticos, por ejemplo, irrumpiendo en el salón de casa pregonando mi cura milagrosa. Pero no recuperé la visión normal. La cosa, sin embargo, ha mejorado. Ahora soy capaz de ver manchas y detectar movimientos. Los colores son leves recuerdos, a los que intento aferrarme como perro rabioso para conservar mi existencia anterior. Ya no estoy deprimido, no me deslizo sobre la vida, camino por ella. Disfruto intentando descifrar los mensajes de la bandeja de entrada en mi orde138


2008 • VII Concurso Literario / Posos

nador. Estoy orgulloso de mis habilidades culinarias. Nunca imaginé que pudiera alegrarme de acudir a la universidad. No se equivoquen. Mi cretinez me impide convertirme en esas personas que dan saltos por la calle agradeciendo seguir vivos. Estoy jodido y soy consciente de ello, pero no soy idiota. He tenido suerte. No lo olvido. Mis viejos pensamientos me asaltan de nuevo. La primera vez que me atreví a considerar en serio mi futuro solté una carcajada tan estridente que asusté a mi madre. A ese hilarante comienzo le siguió una etapa de escalofríos mezclada con resignación en proporción 4:2. Ahora contaba con importantes limitaciones físicas. Pero también disponía de barreras psicológicas para afrontar los reveses. Aunque tus miedos siempre te atrapan. Los días transcurren. No se detienen. Incluso llegué a paladear el amor. En el hospital, recomendaron a mis padres llevarme a terapia con otras personas invidentes. Inmediatamente me negué, por supuesto, pero ni siquiera era capaz de dar un portazo al no saber dónde estaba la puerta, perdonen el sarcasmo. Acabé aceptando. Durante las estancias en aquella orgía de cegatos conocí a Laura, una chica de diecisiete años cuya mayor ocupación era intentar resolver el cubo de Rubik (sí, yo tampoco lo entiendo). Era tan rara que me gustaba estar con ella escuchando sus delirantes estrategias para lograrlo. Cuando huela a flores sabré que lo he terminado, argumentaba. Bendita niña. No contaré nuestro primer beso porque sería una parodia de las películas de Woody Allen. Fuimos novios una temporada, hasta que se marchó con su familia a Barcelona para probar una nueva terapia génica. Su marcha me fulminó. Negación. Ira. Resignación. Depresión. Aceptación. Al final, todo cicatriza, aunque la sigo echando de menos. Ir tomando conciencia de mi nueva y ¿definitiva? situación no era fácil. Disfrutar de lo que se tiene, disfrutar de lo que se tiene, disfrutar 139


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

de lo que se tiene, me repetían y me repetía. La ambición, en gotitas, con cuidado para no empaparse. Me procuré pequeñas metas que, con los meses, se convirtieron en grandes logros. La felicidad como camino, sin un fin concreto, tan sólo disfrutando del placer de recorrerlo. Mezclado con todo, había días en los que la angustia me asfixiaba. Añoraba la luz, su textura, incluso la relacioné con un sabor: amargo y dulzón. Y con la casualidad como fuente de venturas, en pleno desayuno sobrevino la claridad. Entre el segundo y el tercer bocado a mi querida tostada de mermelada y margarina, la volví a ver. Pequeña. Blanca. Sucia por dentro. Con el asa medio rota. Solemne. Miré dentro. No quedaba casi café. Diminutas motas negruzcas abarrotaban el fondo. Parpadeé varios segundos. Solté una lágrima. Parece que la película aún no estaba definitivamente velada. Busqué en mi memoria algún verso para tan delicioso momento pero no regurgité ninguno, de modo que improvisé uno de mi propio estilo: – Caca, culo, pedo, pis– susurré. –¿Qué pasa, hijo?– preguntó mi madre. – Los posos, mamá, los posos. ¿No te parecen perfectos?

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2008 • VII Concurso Literario / Una niña con coletas

VII Concurso Literario ADANAE Segundo Premio

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Una niña con coletas Eduardo Moratalla (promoción 1998)

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U

na niña con coletas miraba por la ventana. Su cara de muñeca de porcelana tenía un gesto serio e inexpresivo, sus pensamientos no volaban entre juegos como los del resto de niñas de su edad. Maria, a sus 10 años, estaba perdida en un lugar de difícil nombre, Ulán Udé. La nieve caía sobre la inmensa estepa siberiana, blanca y vacía, parecía la imagen de un sueño. Una suave línea sobre el horizonte marcaba el contorno de una cordillera de montañas, al otro lado estaba Mongolia. En el interminable manto blanco, veinte hombres trabajaban sin descanso en la construcción del kilómetro 5.640 de la vía férrea del Transiberiano. Cuarenta grados bajo cero; las pieles de renos, ovejas y osos cubrían sus cuerpos de la cabeza a los pies. Sus encallecidas manos quedaban tapadas por guantes de lana que apenas les protegían del contacto con el hielo. Entre aquellos hombres destacaba Pavel, su llamativo gorro negro de marta cibelina rompía la monotonía cromática del lugar, era un recuerdo de su esposa. En cada respiración, sus pulmones parecían quebrar141


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se. Por alguna rendija entre la ropa se escapaba su aliento, que caía al suelo en forma de fina lluvia de cristales helados, allí lo llamaban “el susurro de las estrellas”. Los cuerpos de aquellos hombres se movían como en una perfecta coreografía, no paraban, no podían parar. Ellos eran sólo una pequeña parte de un proyecto faraónico, estaban creando camino, creaban futuro, pero ellos sólo sentían frío. Maria metió otra pieza de leña en la estufa de ladrillo. La madera del suelo crujía a su paso, la austeridad de la casa le recordaba su soledad. Una pequeña cama, una incómoda mesa, un trozo de pan de centeno y un plato vacío esperaban a Pavel. Una cazuela sobre el fuego de leña calentaba la ración diaria que el zar Nicolás II de Rusia entregaba a sus súbditos. Maria removió el guiso como su madre le había enseñado. Antes de morir, había tenido tiempo de educar a Maria en sus obligaciones; lamentablemente, de sus derechos nunca tuvo tiempo de hablarle. El aire sucio y polvoriento que escupía la estufa inundaba la habitación. El ambiente era claustrofóbico y desalentador. La servidumbre se había abolido, pero ella seguía siendo una esclava. No había nada, no tenía nada, nada podía hacer. La niña con coletas seguía mirando por la ventana. Pavel, con sus más de 120 kilos, se movía con dificultad. Agarraba su pesado martillo y golpeaba una y otra vez los clavos de la vía. Su espalda se doblaba, encorvándose hasta el extremo. En cada movimiento parecía consumir su último suspiro. No podía más, estaba exhausto, paró y se sentó sobre la nieve unos segundos, necesitaba un descanso. Levantó la cabeza y vio a su hija en la ventana; sus ojos y su nariz, las únicas partes en contacto con el gélido viento, mostraron una mueca de alegría. Pavel levantó su pesado brazo y saludó efusivamente, Maria correspondió con la mejor de sus falsas sonrisas. * * * Maria tiene ahora 38 años y niega con la cabeza. Su tez es dura, casi acartonada, y sus pómulos anchos. Siente una mano en el hombro, una palma fría y sudada toca su piel desnuda. Ella se gira y enciende la mejor de sus falsas sonrisas a Andrei, un perfecto extraño. El ambiente 142


2008 • VII Concurso Literario / Una niña con coletas

es austero y reconocible, lleva más de tres años en el mismo lugar. Una sala vacía y claustrofóbica, un catre pequeño e incómodo, un pequeño brasero pegado a la pared de piedra les aleja del ambiente exterior, su ropa tirada por el suelo, suciedad. Un fuerte olor a pescado podrido emana de un pequeño cuenco de madera. El ambiente es insoportable, es su hogar. Andrei parece nervioso, como si fuera su primera vez. Está desnudo, sólo unas altas y gruesas botas protegen sus pies del gélido suelo gris, de grises baldosas, que soporta su gris existencia. Su cuerpo es orondo y está totalmente cubierto de pelo, una espesa y negra barba puebla su cara. Sus miradas son esquivas, sus movimientos mecánicos. Al girarse Maria, las manos de Andrei van directamente a sus pequeños pechos, el frío de sus manos hace que sus pezones se ericen, una punzada de dolor le impacta en la sien, la mejor de sus falsas sonrisas intenta ocultarlo. * * * Una niña con coletas miraba el anochecer, apenas eran las cuatro de la tarde, allí el día era corto y las noches interminables. Fuera no quedaba nadie, el frío era inaguantable. Pavel, sentado a la mesa, devoraba un trozo de cordero. Sus manos blanquecinas y entumecidas agarraban la jugosa carne con ansia, la grasa le chorreaba por la barba y el bigote. Bebía con violencia para calmar su sed, el alcohol aceleraba la llegada del alba, le ayudaba a descansar. La imagen de ese hombre primario, sin rumbo, casi un animal, provocaba una gran ternura en Maria. En esos momentos, comprendía por qué su madre le había querido: era por pena. Maria estaba triste, tenía sólo diez años pero ya había aprendido a esconderse en ese inmenso desierto de hielo, la mejor de sus falsas sonrisas era su disfraz. Pero su escondite no le aliviaba el dolor. * * * Cristianos ortodoxos, budistas, musulmanes y tradiciones tribales convivían en Siberia hasta 1917. La Revolución bolchevique rechazó todo tipo de cultos ajenos al partido y a sus dirigentes. En 1922, Stalin 143


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se convierte en Primer Secretario del Partido Comunista. Sus deseos de concentrar todo el poder en torno a su figura le llevan a endurecer la persecución de toda manifestación religiosa. En 1928 comienzan los arrestos masivos a clérigos y monjes, muchos de ellos fueron ejecutados, el resto enviados a campos de trabajo. Las purgas y deportaciones a Siberia fueron de tal magnitud que los lugares de reclusión se quedaron pequeños. De esta manera, las iglesias y templos fueron reutilizados como cárceles para presos comunes. * * * La luz llega tenue y temblorosa desde el largo pasillo. El eco del silencio queda roto por una cama que chirría, sus metales gastados aguantan como pueden los 120 kilos de Andrei echado sobre Maria. Ella reconoce la agobiante sensación de estar aplastada. Su carcelero está dentro de ella. Siente sus pelos oprimiéndole el pecho, le cuesta respirar. Él jadea sonoramente, absorbiendo a cada respiración el tibio y húmedo aire de aquel cuchitril. Su garganta, al inspirar, emite un agudo y extraño sonido. El dolor de Maria va en aumento, pero mantiene la mejor de sus falsas sonrisas encendida. Tiene la mirada perdida y su mente en el final de aquello, lleva tanto tiempo encerrada que duda si nació privada de libertad. Necesita terminar con esa vida, cree que teniendo dentro a ese hombre podrá tener la oportunidad que siempre le han negado. Pensar en sus esperanzas le alivia. Su mirada se centra en el gesto descompuesto, sudoroso, cejijunto y barbudo de ese hombre que se mueve torpe y espasmódicamente dentro de ella. Un extraño sentimiento de gratitud hace que levante su mano para acariciar su prominente calvicie. Él tiene los ojos cerrados, no aprecia la caricia. Todos sus sentidos se concentran en sí mismo, necesita vaciar su soledad. El peso de Andrei cae muerto sobre Maria y un cálido ardor recorre su vientre. Maria queda oprimida por el peso de Andrei y un agudo olor a sudor se incrusta en su paladar. Su infinita repugnancia queda oculta por la mejor de sus falsas sonrisas. Él está exhausto, Maria le mira y le acaricia la espalda. El tacto del sudor sobre unos finos y largos pelos 144


2008 • VII Concurso Literario / Una niña con coletas

le recuerda a su infancia. Sus ojos de negro azabache miran a través de las rejas. * * * Maria abrazaba a Pavel y le acariciaba la espalda, el tacto del sudor sobre esos finos y largos pelos le agradaba. La casa estaba húmeda, la poca ropa que tenían estaba amontonada en una esquina junto a las botas de piel de caballo. La botella de vodka se había terminado. La estufa de ladrillo todavía funcionaba. Se sentía aliviada, ya no sentía dolor. Su padre se subió los pantalones y agarró un pequeño pañuelo que recorrió su pecho borrando los restos de su acción. Maria notó una caricia suave, ya no sentía dolor. Su padre se puso la camisa cubriendo su velludo torso y la entregó un beso cálido y cariñoso que acarició su frente. Tras esto, Pavel se desmoronó en la cama a dormir. Ella se levantó aliviada y se cubrió. Había pasado otra noche. Ya no sentía dolor. Su padre empezó a emitir un sonoro y agudo sonido, roncaba. Al oírlo, Maria se quitó la mejor de sus falsas sonrisas y liberó todas las lágrimas que estaban contenidas en su interior. Por la ventana casi todo era oscuridad, apenas se veían unos pequeños agujeros blancos y temblorosos: las estrellas. Eran la esperanza, el más allá, algo parecido a la libertad. Las sentía demasiado lejos, estaban demasiado lejos. * * * Andrei resopla sonriente, agradecido, orgulloso. La presión sobre el pecho de Maria ha desaparecido, su respiración recupera el aire perdido. Siente frío, las gotas de sudor que ha derramado Andrei se pegan a su piel como fina escarcha. Instintivamente se levanta y se pone su grueso traje a rayas, la tela áspera y acartonada roza como lija contra su dura piel de gallina. Cubrir su pudor la reconforta, ya no siente dolor. La escarcha se va tornando en rocío, la sensación es extrañamente relajante. Entre sus piernas siente un agradable calor que corre lenta y torpemente hacia sus pies. El tibio pero nauseabundo alivio se trunca al ver como la masiva figura se coloca el uniforme. Maria se sobrepone 145


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como siempre ha hecho. –¿Ahora me vas dar la libertad?– pregunta impaciente. La mirada desinteresada de Andrei se centra en ella mientras se ajusta su chaqueta roja con la hoz y el martillo bordados sobre su pecho. –Si el partido me descubriera, me matarían–. Afirma temeroso. * * * Ulán Udé era un pequeño pueblo que se convirtió en nudo de comunicaciones entre Rusia, Mongolia y China tras la construcción del Ferrocarril Transiberiano a comienzos del siglo XX. En esa ciudad, las vías se bifurcaban: una parte continuaba por Siberia hasta Vladivostok, la otra se desviaba cruzando las montañas en dirección a Pekín, tras atravesar Mongolia por Ulan Bator. Cada uno de los destinos contaba con su propio vagón restaurante que servía la comida típica de las regiones por las que transitaba. * * * Tenía veinte años, Maria miraba por la ventana como todos los días. Vestía el delantal blanco propio de las grandes ocasiones; era domingo, ese día pasaba el tren. Frente a ella, una estación de madera con un larguísimo andén, al final del cual había una pequeña caseta. En su puerta estaba Pavel, que lucía orgulloso su gorra de jefe de estación que tanto esfuerzo le había costado conseguir. Movía sus brazos como si bailara, eran las señas al conductor del Transiberiano que estaba llegando. Alrededor del tren se organizó un gran bazar: comerciantes rusos, mongoles y chinos se amontonaban en torno a los vagones restaurante para vender sus productos. En ese mercado espontáneo se cruzaban grandes cestas de carne de reno, pescado seco, especias y licores. Los cocineros, sin bajarse de los vagones, negociaban los productos que compraban a través de las ventanas, mientras los comerciantes se empujaban para llegar hasta ellos. Los cocineros del Transiberiano tenían fama en todo el mundo, eran elegidos entre lo más selecto de cada país tras una dura y larga selección que solía durar más de un año. Su pres146


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tigio era tal, que se había puesto de moda entre la aristocracia subir al Transiberiano exclusivamente para almorzar o cenar. En los vagones de pasajeros también se arremolinaban otros mercaderes que ofrecían todo tipo de productos, desde abrigos de piel de pescado a pieles de tigre de bengala. El caótico y fascinante espectáculo era observado con indiferencia por Maria. Ese día, ella sólo podía pensar en una cosa, miraba pero no veía. Pavel levantó su brazo e hizo sonar su silbato. La máquina aumentó su estridente ruido y comenzó a andar levantando una gran humareda. Su padre, como siempre hacía, se giró hacia la ventana y miró a Maria. Ella estaba impertérrita, pero quiso regalar a Pavel la que pensaba que sería la última de sus falsas sonrisas. * * * Andrei camina para salir de la celda con sus llaves en la mano, Maria se planta frente a él, cortándole el paso. La mano de Andrei se acerca nerviosa hacia su pistola, pero ella la frena, siente como los tensos pero atrofiados músculos de él regañan para llegar a su arma. Maria roza sus labios con los de Andrei, la sensación de sequedad y la náusea por su mal aliento quedan ocultos por la mejor de sus falsas sonrisas. El brazo de Andrei se relaja. –Llevo más de quince años presa y tres en esta iglesia, eres todo lo que tengo. Sé justo conmigo–, clama Maria desesperada. En el gesto de Andrei se deja entrever un halo de ternura que pronto se desvanece, dejando paso a una sonrisa socarrona. –Justicia es que pagues por tus actos. Mataste a tu padre y este es el lugar en el que debes permanecer–, dicta Andrei frío, seguro, cortante. * * * Las viejas tradiciones de supervivencia permitieron a las distintas tribus indígenas de Siberia sobrevivir en las condiciones más adversas. Su ritual más controvertido era la eutanasia, aplicada con el fin de no malgastar alimentos y esfuerzo en seres improductivos. El chamán de 147


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cada tribu, su líder religioso, clavaba un largo cuchillo en forma de media luna en el pecho de viejos y enfermos. Posteriormente, en una gran ceremonia, se cocinaba y comía la carne de los muertos. * * * El plato caliente ya estaba preparado, la estufa de ladrillos funcionaba. Maria esperaba impaciente y caminaba de un lado a otro. Apenas podía dar tres pasos antes de tener que girarse, aquella casa cada vez parecía más pequeña. Era de noche, eran las seis de la tarde. Desde que se había abierto una tasca en el pueblo, Pavel acudía todas las tardes a beber. Maria lo tenía todo preparado, estaba impaciente, la espera se hizo eterna. Un portazo despertó a Maria de sus sueños. Pavel entro tambaleándose y dejó la entrada llena de nieve. Una corriente llevó un filo de viento helado sobre el cuello de Maria, un escalofrío le removió por dentro. Pavel cerró la pesada puerta, sin pausa se quitó las nevadas botas y colgó los abrigos de piel de oveja en un tétrico perchero de astas de reno. Estaba en ropa interior. Maria por fin se iba a revelar. Pavel se sentó en la cama y miró a Maria con su oronda y descompuesta cara de amor. Sus ojos pedían caricias, su cuerpo pedía sexo, Maria pedía venganza. Pavel sonrió dulcemente, mostrando los pocos dientes que le quedaban. Ella comenzó a acercarse lentamente y él se alegró por la cercanía de su adorada hija. Maria llegó a la altura de Pavel y sacó un cuchillo que llevaba bajo el blanco delantal; los sentidos de Pavel no reaccionaron. Toda su rabia estaba en ese filo, en ese segundo, Maria cargó contra el corazón de Pavel, pero algo la frenó. No fue su padre, Pavel seguía inmóvil mirándola fijamente, estaba confuso. Algo empujó a Maria hacia atrás, cayó de espaldas al suelo y soltó el cuchillo. Pavel seguía sentado sin poder reaccionar. El sentimiento de culpa peleaba dentro de la cabeza de Maria. Tenía que hacerlo pero no podía, algo dentro de ella se lo impedía, era su padre, era lo único que tenía, le quería, le odiaba. Pavel se levantó, cogió el cuchillo y se acercó serenamente a Maria. Con la mano extendida intentó acariciarla la cara, ella le esquivó, nunca lo había hecho. Su gesto era serio y frío, haciendo un esfuerzo fue 148


2008 • VII Concurso Literario / Una niña con coletas

incluso capaz de sacar la mejor de sus falsas sonrisas, pero esta vez las lágrimas no se contuvieron. Los ojos de Maria rompieron a llorar con una frialdad aterradora, sentía demasiado dolor. Pavel miró fijamente a Maria, la quería, su hija era el único placer que le hacía seguir vivo, la necesitaba, era su mujer. Pavel no podía entender nada, su pequeña quería matarle, la miró unos segundos e intentó pensar. Las manos de Maria temblaban. Pavel lo vio y comprendió, ella tenía miedo, le tenía miedo. –¿Me temes?– preguntó dubitativo. Maria no reconoció la voz de su padre, casi nunca hablaban, no sabían de qué hablar. –Tienes que acabar con este dolor, no quiero seguir sufriendo, ¡no puedo aguantar más! Sus desgarradas palabras contrastaban con su gesto impasible. Sólo las lágrimas parecían estar acorde con la situación. –Yo te quiero–, dijo Pavel tartamudeando, él nunca había pronunciado esas palabras. Maria, al escucharlo, se sintió confundida, dentro de ella se generó el dolor más intenso que había experimentado en su vida, sangraba en lo más profundo del alma. Estaba rota en mil pedazos como muñeca de porcelana al explotar contra el suelo. Sus labios comenzaron a moverse sin que ella lo ordenase. El corazón era el que mandaba. –Si de verdad me quieres, acaba con esto–, suplicó Maria. Maria agarró la mano en la que su padre tenía el cuchillo y tiró de ella en dirección a su corazón. Los músculos de Pavel se tensaron. El filo se frenó justo cuando la punta tocó su pecho. Pavel contuvo el cuchillo, sintió la temblorosa mano de su hija sobre la suya, una lágrima recorrió difícilmente su rugosa y áspera piel hasta caer en su espesa barba. Miró por última vez aquellos preciosos ojos de negro azabache que tanto quería. –Lo siento, perdóname. Pavel cerró los ojos y tiró del cuchillo tan fuerte como pudo, el filo se introdujo suavemente en su piel, llegando fácilmente hasta su corazón; al llegar allí, descubrió que su corazón ya estaba destrozado. El cuerpo de Pavel cayó pesada y sonoramente. Ella no oyó nada. 149


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

Maria mantenía puesta la mejor de sus falsas sonrisas, sobre la que corría un río de lágrimas. Se acercó a su padre lo más sigilosamente que pudo, por nada del mundo quería que se despertase. Le dio un tierno y largo beso de despedida sobre su frente inerte que aún estaba sudada, sus labios se mojaron, sabor salino, metálico, era nauseabundo, al menos ya no sentía dolor. * * * –Yo no maté a mi padre–, afirma Maria desgarrada. Su gesto se arruga, la mejor de sus falsas sonrisas no oculta las lágrimas de sus ojos. Andrei siente ternura hacia ella. Un beso cálido y cariñoso acaricia la frente de Maria. Los recuerdos quiebran sus rodillas, su energía se desvanece y cae al suelo apoyándose en los barrotes de la puerta. Su cara toca las sucias y gélidas baldosas grises. Desnuda con su traje a rayas siente en la nuca el desprecio. –No importa lo que tú digas, ni lo que yo piense. La verdad es propiedad del partido. Un desagradable chirrido desgarra los tímpanos. Sus manos aferradas a los barrotes tiemblan. Él, erguido y relajado con su uniforme rojo, ya está al otro lado. El corazón herido de Maria tira como tantas veces de su boca para poder hablar. –El partido no es la justicia. Él, con la mejor de sus falsas sonrisas de autocomplacencia, la mira con pena. Andrei agarra fuerte los barrotes y los agita sin poder moverlos, son duros, firmes, inflexibles, separan el mundo. –Esto es la justicia. Orgulloso de su actuación, Andrei se gira lenta y tranquilamente con la seguridad de quien está al otro lado. Sus pies desaparecen sigilosos como si su mórbida masa flotara por un verde prado. Las baldosas grises acarician la cara de Maria, su tez siente el duro ardor que provoca el hielo. Las lágrimas parecen estalactitas, su mirada cruza más allá de los barrotes. Fuera sólo ve una temblorosa luz que le recuerda a las estrellas, el más allá, algo parecido a la libertad.

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2008 • VII Concurso Literario / Una niña con coletas

* * * Andrei fue enviado dos años después a un GULAG, donde murió al poco tiempo. Nunca supo los motivos que le llevaron allí. * * * Maria murió de tuberculosis en esa misma iglesia diez años después. Nunca conoció la libertad.

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

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VII Concurso de Fotograf铆a ADANAE Primer Premio

Descubrir el mundo Teresa Manero (promoci贸n 2004)

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009

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

VIII Concurso Literario ADANAE Primer Premio

[ S

Red Skin María Luisa de Miguel (promoción 2005)

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ubía.

Tras la carrera, me faltaba el aire en aquel minúsculo y largo ascensor enmohecido. En la pared no había nada, sólo manchas de grasa, repugnantes y grises, que bajaban como hilos viscosos al suelo, a la raída moqueta. Pensé en mi sangre. No había fin o al menos no lo parecía, y en la angustia pasaban fotograma a fotograma los últimos segundos antes de iniciar el ascenso. Era una imagen intermitente, la de mis dedos temblorosos buscando el botón del piso más alto. Llevaba ventaja, lo sabía, pero cada vez que pasaba por una de las plantas y se abría la puerta, quedaba al descubierto. Eso era lo peligroso: la exposición. Apenas llevaba cubierto el cuerpo y pensar en ello me horrorizaba. No, no era el momento para que me invadiera el pánico. Si conseguía parar el maldito ascensor podría huir, lástima que mis dedos no respondieran. 154


2009 • VIII Concurso Literario / Red Skin

Abajo sólo me esperaba la muerte, arriba… ¿quién demonios sabía lo que había arriba? De poco me servían las botas macizas o el cuchillo de veinte centímetros con funda militar. Ellos llevaban pistolas, ¿de dónde coño habían sacado los “asquerosos cerdos” aquellas pipas? Tenía que tomar una decisión y aunque el último piso me resultaba tentador no era buena idea. ¿En qué estaba pensando? Los “cerdos” también tenían pies, si las escaleras de esos almacenes aún se sostenían, estarían destrozando los escalones como un ejército, subiendo a la azotea igual que yo. Y me esperarían, vaya que si me esperarían. Stop. Por fin mi mente dio la orden. Sentí un leve bote bajo mis pies pero no oí el pitido que acompañaba el abrir de puertas. Mis oídos estaban taponados. El zumbido también me impidió escuchar las voces de los “asquerosos cerdos” que gritaban “te tenemos, hijo de puta”. Y es que aquellos puercos no chillaban como los del matadero, no. Gruñían, hablaban, vestían como yo. En ese momento, cuando me convertí en su presa, lo entendí todo. El cambio La primera vez que me rapé la cabeza tenía 16 años. Me miré al espejo y me sentí Dios. ¿Dios o más bien el sheriff de mi pueblo? Sí, creía más en lo segundo que en lo primero, pero tanto daba. Mi jodida población de 12.400 habitantes tenía un serio problema: seis tipos tocados del ala que repartían hostias a quien se les ponía en mente. Los chavales los llamábamos “los nazis del pueblo” y ellos decían de sí mismos que eran “españoles”. ¿Qué tenía que ver España con aquello? Los españoles éramos todos, no ellos. Lo mismo daba, eran simplemente cerdos. Todos habían pasado los 24. El Taris –apodo que le venía de “tarao”– era el cabecilla. Había estado en prisión unas cuantas veces, la última, por abrirle la cabeza a un tipo con un gato de coche sólo porque el hombre había cruzado mal la calle. Tres golpes en la cara y… ¡puff!, lo reventó. Le lamían el culo cuatro tíos más: el Rulas, Mafias, Pecos y el Raja, el más pequeño del grupo, aquel que tenía una fea cicatriz que cruzaba su cráneo desde la coronilla hasta la oreja derecha. Era su marca, la fe de 155


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numerosas batallas, palizas, cacerías… La mayoría se había alistado en el Ejército o había estado en la Legión, pero ni allí les aguantaron. Volvieron con varios partes bajo el brazo, suspensos por desacato o peor aún, por comportamiento violento. Y allí estaban, dando por culo en mi pueblo. Los maderos locales no movían ni un dedo. Porque aquellos pelaos, aquellos hijos de puta eran los hijos del carnicero, del panadero, del de la tienda de la esquina. Eran los hijos de los de toda la vida. ¿Y yo? ¿Qué era yo? Un soplagaitas a sus ojos, un niño pijo que vivía a las afueras en el chalet de su papá, que rulaba con la moto de su papá y al que papá mantenía sus caprichos. Un puro ejemplo de la generación ni-ni, ni trabajaba ni estudiaba. Y así, con tanto tiempo libre, vino la transformación. Me convertí en “red skin”. La culpa la tuvo el Che. O más bien una camiseta roja y negra con la famosa foto del revolucionario. La llevaba mi amigo David una tarde mientras me esperaba en la estación de tren. Los cerdos le habían seguido pero él no se dio cuenta. Ni siquiera les oyó venir porque David escuchaba su MP3 a todo volumen. Llegaron por la espalda. Rulas le dio una colleja y cuando mi colega se dio la vuelta, Pecos y Mafias le agarraron por los sobacos. Después le apretaron las muñecas con tal ira que la sangre no corría por las arterias de sus brazos, y las manos empezaron a estar cada vez más y más moradas. Dolor. David sintió un hormigueo intenso en los dedos, como si se los hubieran cortado allí mismo, pero lo peor era la incertidumbre, no saber qué querían aquellos tipos. Además no podía escapar, los cerdos eran como forzudos de circo. Altos, mazados en el gimnasio, como Goliats a punto de vomitar anabolizantes. Mi amigo sintió que la cabeza le daba vueltas y entonces se encontró con la mirada del Taris: «¿Quién te ha dado permiso para vestir así en este pueblo, rojo de mierda?» le chilló. Y David lo comprendió, pero en vez de abrir la boca fue su cuerpo el que respondió. Sus pantalones se humedecieron, el líquido espeso y caliente bajó por sus piernas hasta los tobillos y empezó a oler a miedo. Los pelaos se partían de risa. «No me hagáis nada, por favor», balbuceó mi colega. 156


2009 • VIII Concurso Literario / Red Skin

Demasiado tarde, el puño del Taris entró por su boca como un cañón de pistola y la mandíbula crujió de tal forma que parecía un edificio a punto de derribarse. Cinco dientes cayeron uno a uno a la lengua de David, pero lo primero que saboreó fue la sangre fluyendo desde las encías. Lo encontré 10 minutos después, tirado boca abajo, llorando, con un charco de sangre saliendo de sus labios y varios escupitajos en la cara. «La próxima vez te matamos» le dijeron el Taris y compañía a modo de despedida. Aquello no era una excepción, sino el pan de cada día. A Kami, una colega punk, le cortaron el paso en uno de los parques cuando volvía a casa por la noche. La arrojaron al suelo y le pisaron la espalda. Le obligaron a bajarse los pantalones y sacaron un bate de béisbol… Lo siguiente, no quiero ni recordarlo. Shem corrió una suerte parecida. Y sólo porque ser marroquí era ser escoria para el Taris y compañía. Por tener la tez morena y trabajar en la construcción le arrinconaron a la hora de su bocadillo. Al pobre hombre no le dio tiempo a reaccionar. Sentado en un portal vio venir patada por patada a la cara sin poder levantarse. Su cabeza tocaba contra la pared una y otra vez y Shem, medio inconsciente, sentía su sangre agolpada en la sien. Le reventaron un ojo y estuvo a punto de perderlo. Violaciones, palizas, amenazas… una tras otra. El ayuntamiento cerraba los ojos, negaba lo evidente. La Policía local no hacía nada. Y yo, yo no “pilotaba” de ideología punk, ni sabía situar Marruecos en un mapa. Y del Che, ¡qué decir del Che! Sabía que había sido un libertador. De dónde y por qué era lo de menos, yo sólo quería ser cómo él. Tenía 16 años y un objetivo: cambiar el mundo, hacer justicia. Esa idea me rondaba la cabeza una noche en el “Tres”, el local donde me reunía con mi grupo. Tras unos “cachis” y 4 porros, la vista me hacía aguas. Oía a unos muy bajo y a otros como si tuvieran un amplificador en la boca. Me reía como un loco pero mis neuronas seguían ahí, dándole vueltas a lo de la Justicia, a lo de hacer algo. Y de pronto, la nube del “submarino” se disipó y El Carri, mi mejor colega, salió de la nada, como una aparición, con la respuesta que a mí me hacía falta. La solución era ser “skins antifa”. Darles a aquellos pelaos con su propia medicina. Zurrarles para que supieran que los inmigrantes, los punkis o cualquiera 157


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con estética de “rojo” tenían derecho a pasear por el pueblo. ¿Qué iban a hacernos? Nosotros éramos más, les doblábamos en número. Sólo nos faltaba tiempo y experiencia. Pero eso se podía aprender. Aquello era la guerra y había que lanzarse a las barricadas. La caza Cambiamos el uniforme militar y el fusil por las cazadoras “bombers” y nuestros puños americanos. Encima del polo ajustamos los tirantes y doblamos el bajo de los vaqueros para que asomaran las botas. Las mías eran unas Steals Boots de 15 agujeros con dos cordones rojos. La señal que decía que yo era “antifa”. Sin lugar a dudas, sin equivocación. Así vestía el ejército rojo del siglo XXI: igual que su enemigo, el nazi skin head. Pero había una diferencia, el color de la lazada en sus zapatos. Ellos usaban dos cordones blancos que significaban la superioridad del hombre blanco sobre el negro, ¡menuda gilipollez! Lo que les hacía falta al Taris y compañía era una somanta de palos. Lo bueno de aquella guerra era que no hacía falta mandar largas cartas desde la trinchera. No. Nosotros cantábamos nuestras batallas los lunes en el instituto y todos nos admiraban por ser “los salvadores”. Éramos los únicos que no teníamos miedo. Sí, el miedo era el problema. La gente de mi pueblo vivía acojonada, y por eso no denunciaban. Les daban la razón como a los locos. Cada fin de semana aparecía un chaval apaleado pero, ¡oh!, en mi pueblo no pasaba nada. ¡Qué triste! ¡Qué pena! Empezar una guerra porque no había nada más que pudiera salvarnos. Pero, ¿qué estoy diciendo? Aquello no era una guerra, ni siquiera una batalla como el jodido Stalingrado. ¡Qué va! Lo que había entre nosotros y ellos eran cazas. Sin escopetas, sin balas de perdigón, sin galgos. El olfato de perro lo teníamos nosotros y éramos capaces de saber por dónde se movía nuestro animal preferido: el nazi del pueblo. Y era excitante. Un subidón de adrenalina te recorría el cuerpo cuando les tirabas al suelo y oías crujir sus costillas contra la punta metálica de las botas. Una patada y otra, y otra, y otra, y otra… perdías el control y ¡crack! De pronto, el éxtasis envenenaba tu cuerpo. No podías parar hasta que veías volar un charco de sangre que, a veces, incluso era tuyo. 158


2009 • VIII Concurso Literario / Red Skin

Pero, ¿qué más daba? El objetivo siempre era castigar al “cerdo”. La lucha por la causa, sin importar las consecuencias. Hasta que algo ocurrió. Los skins nunca van solos. Nosotros tampoco, ¡por supuesto! Pero nosotros, los “skins red”, los del otro lado, siempre hemos tenido claro que la “unión hace la fuerza” y de ahí nació el pensamiento obrero, “de la unión del Pueblo”, “del todos a una”… Bueno, si soy sincero, aún no sé muy bien de qué iba el rollo de Marx y todas esas panfletadas izquierdistas pero era una excusa muy buena para hacer piña. Sin embargo, los “cerdos”, ¿qué tenían los “cerdos”? ¡Nada! ¡Eran unos cobardes! Incapaces de salir a la calle de uno en uno. Estaban cagados, y por eso ocurrió lo que ocurrió. Una noche fuimos a buscar a nuestras chicas al bar de copas del pueblo. Algo me revolvía por dentro, una sensación rara, de suma calma. Y aquello me mosqueaba porque mis colegas y yo, unos 10, teníamos la guardia baja. Los nazis no habían dado señales aquel fin de semana. Raro, muy raro. Pero El Carri me había comentado que los habían visto por su guarida retándose a ver quién se daba más navajazos, ¡qué panda de pirados! Con la calma, parecía que estábamos a salvo. ¿Qué había de malo en tomar unos minis sin agobiarse? ¡A ver si se mataban entre sí! Pero después de la calma siempre estalla la tormenta. Y vaya que si estalló. A la salida del bar, El Carri, cinco amigos y yo nos separamos del grupo. No veíamos porque el garrafón nos mareaba. No oíamos porque aún crujía nuestra música Oi!, la música skin, en nuestras orejas. Y, ¡chas! El callejón nos esperaba y caímos en la trampa como ratas. Justo cuando oía que mi amigo Cachis decía: ¡tío, nos hemos equivocado de camino!, me di la vuelta y los vi. En la entrada de la calleja, armados hasta los dientes con puños americanos, bates, etc., aguardaban el Taris, Mafias, Pecos, el Raja y diez tíos más. ¿Quiénes eran los otros pelaos? En aquel momento no me paré a pensarlo pero después me enteré de que habían llamado a los nazis de los pueblos de alrededor. ¡Jodida sierra! ¡Estaba plagada de aquella escoria! Todo fue muy rápido. Casi no lo recuerdo. Los golpes volaron. Sentí 159


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punzadas de dolor donde no sabía que pudieran existir. La cara se me partió en dos literalmente, tras recibir un golpe con un bate. Vomité sangre. Me faltó el aire tras escuchar un crack en mi costado. Quedé medio inconsciente… Y entonces, el Taris me miró, sacó la voz y dijo: «Te lo advertí, niñato». Le sostuve la mirada y volvió a hablar: «Baja los ojos o te mato. Que sea la última vez». Y yo no tuve miedo, pero los bajé. Fue mi primera derrota. La continuación En la capital nada fue diferente. La noche que llegué a casa con dos costillas rotas, una brecha entre ceja y ceja y magulladuras de los pies a la cabeza, mi familia pija se mudó a la ciudad. Mis padres pensaron que esa era la solución, pero a mí “me dolía”. Me dolía el alma y no el cuerpo. Me dolía de rabia, de venganza, de orgullo… estaba envenenado y la gran ciudad era la medicina, un gran caramelo donde poder hacer Justicia. Más nazis, más cazas, más movidas, más modos de reclutar a peña para machacar al Taris y compañía. Al principio me metí en los ultras de un equipo de fútbol y al final me convertí en una institución en la “capi”. Todo “skin” que se preciara me tenía ganas y yo siempre me escapaba. Con los años, maté a muchos pelaos y a otros los mandé al hospital, pero yo siempre quería más y más y más. Porque asesinaban a mis amigos “red skins”, porque no dejaban en paz a los más débiles, porque provocaban, ¡porque eran nazis, joder! Aunque yo no supiera qué era un nazi, sabía que era malo. Lo era. Pero me equivoqué. Sabía lo que eran ellos pero nunca me pregunté: ¿qué soy yo? Me habían comido la cabeza, como en una puta secta. Y la solución vino muy tarde. Justo cuando me convertí en su presa. La presa El suelo del almacén olía a madera podrida. Mi cabeza tocaba de lado con las tablas y casi podía oír a las termitas devorando las entrañas del piso. No podía levantarme. El pie de uno de los cerdos me pisaba el cráneo. Si hubiera intentado reptar, mis mejillas se habrían despellejado con 160


2009 • VIII Concurso Literario / Red Skin

los tacos de las zapatillas. ¡Por Dios! Eran cerdos de palo, unos niñatos que ni siquiera usaban botas de las de verdad. Tocaba esperar, pero no pasaba nada. Estaban decidiendo qué hacer conmigo. En sus caras se dibujaba el pánico. ¡Menudos aficionados! Pero he de reconocer que yo no estaba menos acojonado. Me asustaba la pipa, me asustaba su miedo. Cuando hay miedo, las cosas salen mal. –¿Qué tal si primero jugamos un rato con él y luego lo rematamos?, dijo uno. –Mejor le metemos un tiro. –Joder tío, pero si tú no sabes ni quitar el seguro de la pipa. –¿Qué no? Mi estómago se encogió al oírles. Apreté muy fuerte los ojos y esperé, uno, dos, tres… pero no pasó nada. –Cojones, ¡que así no es! Aquella panda de mamones empezó a forcejear con la pipa. ¡Putos nazis! Analfabetos hasta para usar una pistola. Los otros seis que iban con los primeros miraban como pasmaos, pero parecía que la situación les hacía gracia. –Mira, ¿ves? Ahora oyes el chasquido, ¡clac! Y poco a poco se la acercas a la sien. La boca del cañón cortó el aire y casi al instante la sentí en mi frente. Era fría y hueca. El terror volvió a mi cuerpo, apreté los ojos y esperé, uno, dos, tres y… nada. –Venga, ¿cómo lo hacemos? Este saco de mierda no se merece vivir. Empecé a perder la paciencia. Joder, si aquellos niñatos, pelaos, maricones no me iban a hacer nada había que provocarles, ¿no? Así que forcejeé. Intenté levantarme, pegué patadas al aire. –¡No te revuelvas, cabrón! Entre cinco pegaron mi espalda contra el suelo y me sujetaron. –¡Dadle la vuelta y abridle la boca! Vamos a meterle la pipa. El metal llegó hasta mi garganta y lo paladeé. Sabía como a sal. ¡Puag! A saber dónde lo habían metido antes aquellos taraos. –Vamos a jugar a un juego. Yo pregunto y tú respondes con la cabeza sí o no. Si alguna de las respuestas no me gusta… ¡boom! te vuelo la cabeza. ¿Lo entiendes? 161


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

Asentí. –¿Tienes ganas de rajarnos? Asentí y le clavé la mirada. Les tenía muchas ganas. –¿Has rajado a muchos de los nuestros? Volví a mover la cabeza. –¿A cuántos, hijo de puta, a más de 20? ¡Menuda pregunta! A muchos, claro. Asentí de nuevo. –Y tú, “skin head” de mierda, ¿te atreves a mirarme a los ojos mientras dices que sí? Me quedé de piedra. ¿”Skin head”? Si los “skin head” eran ellos. Espera, ¿o no lo eran? ¿Lo eran o no lo eran? ¿Qué eran ellos? Entonces lo comprendí. –¡Contesta! Intenté señalar mis cordones. Los dos cordones rojos. La señal que decía que yo era “antifa”. Sin lugar a dudas, sin equivocación. –Dispara, Fer. ¡Dispara! Abrí mucho los ojos como diciendo ¡espera! Y uno, dos, tres segundos más tarde… sonó el boom. Entonces, todo, absolutamente todo, se volvió negro. Y lo comprendí, lo comprendí cuando me convertí en la presa.

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2009 • VIII Concurso Literario / Bela y el sabio

VIII Concurso Literario ADANAE Accésit

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Bela y el sabio Marta Jiménez (promoción 2008)

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B

ela tenía unos ocho o nueve años cuando decidió que iba a ser escritora. Fue una dura decisión, ya que la peluquería sin duda le atraía muchísimo –y sus Barbies lo sabían– y hacerse astronauta y ser la primera en visitar Urano también, la verdad. Bela, mirando al techo de su habitación, con sus dos coletas extendidas a diestro y siniestro sobre la cama, deliberaba entre esos tres grandes oficios. Recordó que su madre le había dicho que en el espacio se comen barritas energéticas porque se flota, y, aunque Bela amaba mucho su vocación, no la cambiaba por un plato de espaguetis. La renuncia al mundo de la estética había sido aún más dura pero, pensaba ella, para ser peluquera necesito una peluquería, y a ver de dónde la saco. Pero escritora puedo serlo ya. Ante la fascinante idea de que podía ser escritora de inmediato no pudo evitar caer en la tentación del infinito folio en blanco. Además, pensó que podría escribir un cuento sobre una peluquera que teñía de fucsia a las viejas más distinguidas del barrio, y que un día ganaba un premio por cortar tan bien el pelo y la invitaban a un viaje espacial con todos los gastos pagados. Podía ser tres cosas en una, y no lo dudó más. Saltó de la cama, cogió un cuaderno y un boli y fue entonces, en el pre163


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

ciso instante en el que iba a apoyar la punta azul sobre el papel, cuando se dio cuenta de que no sabía qué escribir. Y mira que sabía cosas: hacerse dos coletas ella sola a la perfección, la tabla de multiplicar, montar en bici y cocinar natillas de chocolate (véase mezcla de una cucharada de leche caliente y kilos y kilos de Cola Cao). Le preguntó a su padre qué hacían los escritores. Su padre, asomándose tras el periódico, le dijo que escribir. Ella, agradeciendo la obviamente necesaria aclaración, insistió: –¿Pero por qué saben lo que tienen que escribir? –Porque son sabios. Sabios. Eso sí que no se lo esperaba. Volvió a considerar la estética escafandrística, la verdad, porque hacerse sabia no lo veía tan sencillo. Se acarició la barbilla en un angustioso gesto de amor propio, pensando que para ser sabia lo primero que necesitaba era una barba blanca. Y a ella le gustaba su barbilla como estaba. Miró sus zapatillas rojas, y luego miró por la ventana. Ya era casi verano, pero ella no iba a ir mucho a la piscina porque no le caían bien los niños de su barrio. Y como era la mayor de sus hermanos, tampoco podía entretenerse mucho con ellos porque, lejos de ser unos admirables hermanos mayores a los que incordiar, eran unos insoportables hermanos pequeños a los que ignorar. El calor penetrante y la falda de flores de su madre anunciaban que iba a estar sin ver a sus dos mejores amigos del colegio, las únicas personas útiles que ella conocía, tres meses. Sus padres también eran útiles, pero sólo a ratos, y desde luego no eran tan constantes como para serlo durante tres meses. Súbitamente, Bela se sintió muy sola por ser la única niña de ocho años que quería ser sabia y que no quería que llegase el verano. * * * –He decidido hacer en mi cuaderno una lista de gente sabia. –¿Para qué? Ambas estaban escondidas detrás de un matorral, nerviosas porque jugaban al escondite y porque el guapo de la clase la ligaba. –Pues para fijarme en cómo son. Se quedaron calladas un momento, escuchando. No venía nadie. 164


2009 • VIII Concurso Literario / Bela y el sabio

–¿Y cómo vas a saber si alguien es sabio o no? –Si saben algo que nadie más sabe, son sabios. –Yo sé algo que nadie más sabe. –¿El qué? –No te lo pienso contar. –Pues entonces no eres sabia. Se oyó un grito, se levantó polvo, asomaron la cabeza y, al acechar el peligro, las dos echaron a correr. Pero despacito, a ver si el guapo las pillaba de una vez. * * * Bela tuvo que indagar muchísimo hasta decidir qué personajes eran sabios. Y se llevó una gran decepción: todos estaban muertos, no podía fijarse en ninguno. En realidad, le había hecho un minucioso cuestionario a su madre, porque ella no tenía ni idea de sabios, y había llegado a la conclusión de que: Wiliam Sheqspir es sabio porque sabía usar las palabras. Pitágoras es un sabio porque se inventó los números. Francisco de Golla era sabio porque pintaba mejor que papá. Wolfran Amadeus Mozar era un sabio porque consiguió dormirla en un viaje de ocho horas a la playa tras mucha llantina tonta. A Bela en realidad su lista no la convencía. Shakespeare sí, porque una vez lo representaron en el colegio y aunque ella odió la obra porque no le tocó hacer de Julieta, siendo la que mejor lo hacía, reconocía que en el fondo se inventó una historia que a nadie se le había ocurrido, y que todo el lío de la muerte y las peleas estaba bastante logrado. A Pitágoras le reconocía el mérito, pero le reprochaba los deberes de matemáticas. Lo de Goya estaba clarísimo. El padre de Bela pintaba, y desde pequeña la retina de Bela ha procesado más cuadros de los que ella se imagina. Un día, en un museo bastante grande, estaban frente a un cuadro de Cristo muerto y clavado en una cruz que a Bela le producía una sensación de angustia. Se extrañó porque, la verdad, su abuela tenía sobre la cama a otro buen hombre igualito, con paños blancos tapando las partes claves, clavos ensangrentados y la cabeza ladeada, tallado en madera. Pero aquél de su abuela nunca le había producido angustia. Éste, en cambio, sí. Y pensó que, 165


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

la verdad, ya que pintas bien, no pintes Cristos muertos. Bela estaba cansada, le dolía la espalda y estaba harta de que su padre intentase que ella comprendiera innatamente lo que él comprendió innatamente. Así que cuando él terminó su explicación sobre la luz del Cristo muerto y le preguntó qué le parecía, ella solo pudo contestar: –Hombre, este pintor sabía pintar señores mucho mejor que tú. Se fueron a casa inmediatamente. La elección de Mozart como cuarto sabio no le gustaba un pelo. Pero su madre le dijo: y Mozart también. Y ella comenzó a escribirlo. –¿Cómo dices? –Wolfgang, con uve doble. Una vez escrito, su madre le dio esa estúpida razón por la cual Mozart era un sabio. Ella iba a tacharlo, pero entonces iba a quedar todo emborronado. Ante la duda, contrastó fuentes. –Papá, ¿tú crees que Mozart era un sabio? –Sí, yo creo que sí. Y Mozart se quedó en la lista. * * * Volviendo del colegio el último día de clase, se sentó en un banco del parque de enfrente de su casa a revisar su lista. A su lado había un abuelo. Bela lo miró de reojo. Luego pensó, mirando fijamente su cuaderno. Después volvió a mirar al viejo. –¿Tú eres sabio? Él la miró sorprendido. –No– contestó sereno. –¿No sabes nada que no sepan los demás? –Yo no sé muchas cosas– dijo él, confundido. –Bueno, pero algunas cosas, ¿tú qué eres de profesión? El hombre se quedó pensativo. Finalmente dijo: –Abuelo. Y tengo un huerto. –¡Ah! No, claro, para eso no se estudia nada ni se aprenden cosas. Se quedaron en un silencio veraniego reflexivo pero calmado. –¿Y qué cosas saben los sabios?– preguntó él, divertido. 166


2009 • VIII Concurso Literario / Bela y el sabio

–Cosas misteriosas. Se quedaron de nuevo en silencio. –Cosas misteriosas– repitió ella– como el tiempo, o las palabras, o por qué suena el viento o algo así. El verano anunciaba pantalones cortos, carreras y piscina. Bela buscaba algo que sólo pudiera saber ese hombre, porque tenía muchas ganas de haber conocido a un sabio. –¿Tú no sabes, por ejemplo, de qué color es el mar? El hombre sonrió con una débil y franca sonrisa, y miró fijamente a Bela, que descubrió unos ojos azules, azules, azules. Pero azul raro, azul extraño, azul indescriptible. Azul, azul. Azul a lo Rubén Darío. Vaya, pero si ahí estaba el mar. Aquel hombre tenía la calma bendita del mar en una tarde de verano bordeando sus pupilas. Por fin, pensó Bela. Por fin un sabio. –¿Cómo te llamas? –¿Yo? –inquirió el viejo, cansado. –Sí. Es para apuntarte en mi lista. –Me llamo Justino. Bela apuntó cuidadosamente: e) Justino. No le convencía mucho, no quedaba elegante. –¿Y no tienes apellidos? –Serrano de la Torre. Ah, eso ya era otra cosa: e) Justino Serrano de la Torre. Aquello sí sonaba a nombre de sabio. Sonaba incluso a marqués. Muy satisfecha, en la segunda página incluyó la descripción del sabio actual. “Tienen las piernas flacas, son altos y casi no tienen pelo blanco. Tienen huertos. La espalda es ancha, como la frente, la sonrisa abierta. Las manos están secas y los mofletes raspan cuando se despiden con un beso. Les cuesta mucho esfuerzo estar sentados. Tienen los ojos azules como el mar, porque son como el mar en un día tranquilo de verano”.

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

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VIII Concurso de Fotograf铆a ADANAE Primer Premio

A la espera

Teresa Manero (promoci贸n 2004)

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

IX Concurso Literario ADANAE Primer Premio

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El beso Manuel Caso Flórez (promoción 2000)

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Ú

ltimamente me paso los días rememorando aquel único beso que una vez compartimos. Lo he recordado una y mil veces, y cada una de ellas lo he sentido de una forma muy distinta. * * *

Recuerdo que nos encontrábamos sobre uno de los puentes de París en una tarde calurosa de aquel singular verano repleto de bicicletas, museos y discusiones absurdas. Nunca supe con certeza si fue sobre le Pont Neuf o sobre le Pont des Arts, pero esa es una cuestión sin apenas relevancia. El caso es que fue un beso profundo e inmenso, plagado de estrelladas constelaciones que flotaban en nuestras dos bocas que se unieron formando una sola y gigantesca constelación de estrellas. Me acuerdo de que estabas preciosa con aquel vestido nuevo del que ya me habías hablado el día anterior, y eso a pesar de que ya han pasado casi cuatro años. Pero 170


2010 • IX Concurso Literario / El beso

también es cierto que se me escapan otros detalles que parecen haber quedado en el olvido. El recuerdo es lejano y a veces creo que incluso equivocado. Puede que el día del vestido fuera otro. Tal vez esté tan confundido que ni siquiera ocurriera allí, en París. Puede que sucediera todo un año antes, en Lisboa, sentados en un banco de piedra maciza del miradouro de Santa Catarina. Sí, creo que fue en ese lugar. Puede que fuera cuando veníamos de tomar un café en ese viejo bar de la Rua São Tomé que tanto te agradaba. No paraste de hablar en toda la tarde y yo no encontraba el momento de besar tu boca. Todavía pienso que si no lo hubiera hecho aún hoy me seguirías hablando de ese maldito libro que por entonces leías y que tanto te estaba gustando. Así que lo hice, te besé para que te callaras. Fue un beso repentino, fue un beso enorme, fue un beso luminoso. Supongo que por entonces debíamos estar en primavera porque yo siempre me enamoro en esa época del año, y yo en esos días me estaba enamorando de ti de verdad. Y digo de verdad porque tú ya me conoces y sabes que muchas veces digo que me he enamorado sin ser del todo cierto. Eso suele ocurrir cuando me enamoro con la cabeza, que va muy por delante de mi corazón, y que a veces miente. Pero como te decía; esa vez era de las de verdad, de las que se te corta la respiración y el corazón te da un vuelco incontrolable, con insomnios y nudos estomacales incluidos. Recuerdo que en ese mismo instante en el que me estaba enamorando y desde ese mismo punto donde estábamos besándonos alcanzamos a contemplar el Tajo y su rojo 25 de Abril, con sus trenes y sus coches cruzándolo, ¿lo recuerdas tú? Si te soy sincero yo vagamente lo consigo hacer. De nuevo mis recuerdos se diluyen. Probablemente sea porque tal vez ahora también esté confundido y no fuera en Lisboa, como creía. * * * Quizá todo sucediera en Madrid, quizá bajo tu portal después de aquella lluviosa noche en la que conocí a todos tus amigos. Sí, allí fue. Ahora estoy convencido; fue en Madrid, hace ahora algo más de dos años. Recuerdo que no se oía nada ni a nadie se veía en las desiertas calles madrileñas, y que tú, guapa como nunca, tenías el pelo mojado. No sé qué hora 171


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

sería, pero sería tarde, muy tarde. Siempre que estoy contigo me sucede lo mismo, lo de no saber en qué hora vivo. Es difícil de explicar, pero es como si el tiempo transcurriera de otra manera, no es ni más rápido ni más lento; sencillamente el tiempo a tu lado corre de forma distinta. Cuando estoy junto a ti el mundo se mueve bajo ritmos diferentes, como a impulsos o empujones, como si no existieran las fracciones que miden el tiempo, como si los minutos no se pudieran contar. No sé si lo entiendes. Pero como te decía, cuando nos besamos debía de ser tarde porque recuerdo que cuando caminaba ya solo hacía mi casa con la sonrisa a cuestas, empezaron a asomar los primeros rayos de sol de la mañana. Los recuerdos se amontonan desordenados. Mientras nos besábamos sonaba algo lejos una música que imaginé que provendría de algún violín no tan lejano. Fue un beso de sentimientos encontrados, fue un beso fugaz, fue un largo beso. Hacía frío y tú ibas sin abrigo. Lo recuerdo porque te tuve que dejar mi chaqueta, y entonces fui yo el que se quedó helado. Luego fue cuando me cogiste de la mano y dejé inmediatamente de sentir frío. Vino lo demás, lo que ya te he contado infinitas veces; el beso ardiente, lo que me dijiste, lo que nos dijimos, lo de tus ojos agrandados y lo de de mi corazón volcado. Fue un beso rojo, fue un beso gris. Como ya te he dicho, mientras me besabas se escuchaba una música a lo lejos; pudiera haberse tratado, o al menos a mí eso me pareció, de alguna sonata de Beethoven, aunque ya sabes que yo no tengo buen oído para la música y pudiera estar perfectamente equivocado. Al igual que confundido me dejó el beso que salió de tu boca; hacía un calor sofocante y sentí fríos tus labios, cerré los ojos y entonces te imaginé esquimal. Fue un beso redondo, fue un beso triangular. Fue un beso apasionado en el que casi nos asfixiamos, fue un beso comedido, casi de desconocidos. Fue un beso robado y a su vez un beso consentido. ¿O es que acaso fueron más de uno? No lo sé. El recuerdo se apaga, es cada vez más débil. Ya no podría ni decirte en qué ciudad o en qué momento sucedió. Lo único de lo que tengo certeza es que no lo soñé. El beso que nunca existió fue un beso real.

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2010 • IX Concurso Literario / El beso

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

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IX Concurso de Fotograf铆a ADANAE Primer Premio

Mujer en penumbra Pablo Strubell (promoci贸n 1992)

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[

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

X Concurso Literario ADANAE Primer Premio

[ C

Carver José Carlos Castellanos (Profesor de «Estudio»)

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arver inclinó la cafetera y se sirvió una taza del líquido negro y aromático. Le sentaba bien desayunar un café muy cargado. Lo tomaba solo, sin azúcar. Después, unas tostadas con mantequilla. Nada de mermelada. Nada de dulces. Para leer, el periódico. En su casa nunca había revistas, ni cómics, ni novelas de ciencia ficción, cuentos fantásticos o historias de aventuras. Le parecían una pérdida de tiempo, igual que la astrología, los ovnis o los reportajes sobre el abominable hombre de las nieves. Nada de todo aquello existía. Se llevó la taza a los labios mientras miraba distraídamente la primera página del diario. Un gran titular hablaba de la guerra. El ejército de su país estaba a punto de entrar en la capital enemiga. Al lado, la noticia del arresto de un juez del tribunal supremo, por presunta participación en una estafa, ocupaba otra buena parte de la página. Más abajo, en un titular más pequeño se hablaba del intento de algunos mé176


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dicos occidentales de curar la nueva epidemia surgida en Asia. Carver suspiró. No había nada interesante. Pasó varias páginas. Se detuvo en las noticias locales. Ojeó los titulares mientras daba otro sorbo al café y cogía una de las tostadas que se había preparado. Aquello estaba mejor. Una huelga de basureros tenía en vilo al barrio antiguo de la ciudad. El dueño de una pajarería había sido denunciado por vender comida en mal estado. Una mujer mayor había muerto sola en su piso, asfixiada por un escape de gas. Carver dejó el periódico sobre la mesa, se terminó la tostada y apuró la taza. Se levantó y miró por el ventanal. Era una bonita mañana. Pudo ver al lechero dejando las botellas de cada día en las puertas de las casas. Una adolescente se dejaba arrastrar casi al trote por su perro, que tiraba de ella con la correa bien tensa. Carver sacó la libreta que llevaba siempre en el bolsillo superior del chaleco, y apuntó las palabras “lechero” y “chica arrastrada por su perro”. Se volvió de nuevo a la mesa, miró el periódico y apuntó debajo “basureros”, “dueño de una pajarería” y “su madre, asfixiada”. Miró lo que había escrito, y sonrió. Lo último había sido ya una idea definida. Sí, de ahí podría salir una buena historia. Una historia de verdad, nada de tonterías de hombres que van a la luna, o de tipos que pelean a espada sobre la cubierta de barcos de vela, o de amantes que se reencuentran a pesar de todas las dificultades y además descubren que siguen amándose después de años sin verse. Dudaba que nada de eso hubiese ocurrido nunca, ni una sola vez. Puso la cafetera en su sitio, dejó la taza en el fregadero, y recogió los restos de las tostadas que habían quedado encima de la mesa. Se acordó de su editor. Le había pedido un libro nuevo para fines de año. Sus libros de relatos siempre habían tenido éxito, pero después del premio, Carver se había convertido en una celebridad. Sus textos se estudiaban en clases de literatura. Sus historias eran analizadas y puestas como ejemplo en los talleres de los aficionados a escribir. Y el público en general estaba ansioso de nuevos cuentos realistas. Carver había cambiado el panorama del relato, había generado una nueva ola. Y además tenía un estilo propio, muy particular. Claro. Directo. Sin florituras. Como él. Pasó al salón. Un sofá de tono apagado cubría la pared. Una mesa y 177


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dos sillas de madera, rectas, sin adornos, ocupaban el centro. No había televisión. Las estanterías cubrían las otras dos paredes que no tenían ventana. Los libros estaban todos forrados con papel de estraza, y los títulos pintados con rotulador negro. Estaban colocados por tamaños, cuidando la simetría. La estantería de la izquierda estaba iluminada por la luz del sol, que entraba por entre las cortinas, de un color claro que no era alegre, sin llegar a resultar triste. Carver se acercó a la estantería iluminada, cogió un diccionario de sinónimos, y entró en su despacho. Allí le esperaba su máquina de escribir, sobre una mesa ancha en la que podía dejar muchos libros, papeles y notas. Luego tenía una silla cómoda. No había ventana, para evitar distracciones, pero tenía un flexo muy potente que siempre dejaba encendido sobre la máquina, aunque no estuviera escribiendo. El brillo de la luz sobre el papel en blanco le hipnotizaba, le atraía y le incitaba a apoyar los dedos sobre las teclas. Se sentó, dejó el diccionario y la libreta sobre la mesa, y se reclinó en la silla, cruzando las manos por detrás de la nuca. Trató de asociar las palabras que había escrito. Dejó volar la mente. Entonces oyó el chirrido de las ruedas de un coche al frenar con brusquedad y, al punto, el sonido de metal abollado y cristales rotos de un choque. Se levantó corriendo de la silla, atravesó al salón, apartó las cortinas y miró por la ventana. A pocos metros calle abajo, un descapotable negro con la parte delantera aplastada se encontraba atravesado en mitad del asfalto. Algo más arriba, sobre la acera, un coche gris cubierto estaba dado la vuelta, con las ruedas mirando al cielo. El coche gris estaba en su lado de la calle; el descapotable debía de haber circulado en sentido opuesto. Las pocas personas que había por la calle se acercaron corriendo. El conductor del descapotable había salido despedido, y estaba a unos metros de su coche. Del automóvil gris empezaron a salir volutas de humo. Era difícil ver el interior con las ventanillas aplastadas, pero estaba claro que el conductor seguía dentro. Carver abrió la ventana para asomarse, y entonces oyó un grito. Era la adolescente del perro, que venía corriendo hacia el coche gris. “¡Papá, papá!”, gritaba. Iba directa hacia el coche, pero el lechero la sujetó, y a Carver le pareció entender que le decía que era peligroso acercarse, que un vecino ya había lla178


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mado a los bomberos. La muchacha se debatía, y seguía gritando. Del coche empezó a salir más y más humo. Unos cuantos hombres que se habían acercado se retiraron, con miedo. La adolescente gritó otra vez. Entonces el perro se abalanzó sobre el lechero, y le dio un mordisco en la pantorrilla. El lechero soltó a la chica, quejándose, y ella no dudó un segundo. Antes de que nadie pudiera detenerla, corrió hacia el coche y se agachó junto a la ventanilla del conductor. Los hombres que habían intentado acercarse antes, al verla, se decidieron. Corrieron hasta el coche, se inclinaron junto a la chica, y empezaron a apartar los cristales de la ventanilla. Carver contuvo el aliento. El humo de la parte delantera del coche era cada vez más denso. La chica gritaba, diciendo a los hombres que se dieran prisa, y le hablaba a su padre, como si éste pudiera oírla, tranquilizándole, diciéndole que iban a sacarle. El perro había soltado al lechero, y ambos se habían acercado al coche. Entonces, una exclamación de triunfo se levantó de entre los que estaban allí agachados. Dos de ellos se levantaron con un hombre maduro entre los brazos; tenía una herida en la cabeza de la que salía mucha sangre. La chica estaba junto a ellos, llorando con algo que a Carver le pareció alegría. Todos se retiraron corriendo del coche, del que ya salía una humareda negra. Entonces se oyeron las sirenas de los bomberos y las ambulancias. En un minuto, habían sofocado el incendio del coche gris y se habían llevado a los conductores. La chica acompañó a su padre. Carver se quedó un rato mirando por la ventana. Llegaron un par de grúas para llevarse los restos de los coches. El alboroto tardó en calmarse. Finalmente, cerró la ventana y volvió a la cocina. Se sirvió un vaso de agua, echó un nuevo vistazo al periódico, y regresó a su despacho. Se sentó otra vez en la silla, miró lo que había escrito en la libreta, y dirigió la mirada al techo, tratando de concentrarse. Pero no podía dejar de pensar en la chica y en su padre. Había perdido la sensación de normalidad que tenía mientras desayunaba. La luz del flexo sobre el papel en blanco no le animaba a poner los dedos en el teclado de la máquina de escribir. Y en su cabeza se agolpaban pensamientos muy poco cotidianos, muy poco realistas, muy poco del tipo que llevaba años y años escribiendo. Una y otra vez volvía a su mente la imagen de 179


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la chica, que se había lanzado al coche ardiendo para sacar a su padre. Carver bajó la mirada hasta el último cajón de la mesa, que estaba cerrado con llave. No lo abría prácticamente nunca. Pero algo le impulsó a hacerlo. Sacó la llave de otro cajón, la metió en la cerradura y la giró. Le costó un poco; debía de llevar años sin mirar lo que tenía allí. El cajón chirrió cuando lo sacó hacia fuera. En su interior, había dos paquetes medio abiertos. El primero tenía dentro una fotografía con marco y cristal. En ella, un Carver mucho más joven sonreía junto a una chica pelirroja, a la que tenía cogida del brazo. Miró la foto detenidamente, como si fuera la primera vez. Luego la dejó sobre la mesa, y abrió el segundo paquete. Contenía un gran mazo de folios escritos. En el primero de ellos, en mayúsculas, se leía: “LOS ARGONAUTAS DEL ESPACIO” POR R. CARVER Carver sonrió levemente. Su editor se quedaría asombrado si supiera que una vez, hacía muchos años, había escrito una novela. Y qué novela. Nada que ver con el Carver que era ahora. Ahora era mucho más sobrio. Mucho más frío. Apartó el mazo de folios. Debajo, había una gran cantidad de cartas. Cartas y más cartas de rechazo, de infinidad de editoriales. Las mismas que ahora publicaban sus relatos realistas. Todas, excepto una. La última era una carta de rechazo, pero no de ninguna editorial. Era de la chica de la fotografía. Carver sostuvo la carta entre sus manos. Abrió el sobre, y tocó la hoja del interior con los dedos. Pero no la sacó. Volvió a cerrar el sobre, dejó la carta junto con las demás, y puso el mazo de folios escritos encima. Cerró el paquete y lo guardó en el cajón. También envolvió de nuevo la fotografía, y la guardó. Cerró el cajón con llave. Entrelazó las manos, juntó los índices, y se los llevó a los labios. Permaneció un rato así. Por fin, su mirada se vio atraída por la hoja en blanco que tenía en la máquina de escribir. Cogió la libreta, y observó lo que había escrito. Tomó un lápiz, y tachó las palabras “lechero” y “chica arrastrada por 180


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su perro”. Leyó las demás: “basureros”, “dueño de una pajarería”, y “su madre, asfixiada”. Dejó la libreta sobre la mesa, y miró la máquina. Sus dedos se posaron sobre las teclas, y empezó a escribir. Dejó volar la imaginación. Pero no demasiado.

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X Concurso Literario ADANAE Accésit

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El plagio Carlos Muñoz Viada (promoción 1985)

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ras terminar de ponerme el smoking alquilado, (que no por carecer del mismo, pues aún conservo el que utilicé el día de mi boda, sino porque los años no perdonan), me miré al espejo, que me devolvió la imagen de un hombre maduro, pero todavía atractivo. Estaba exultante, pues esa iba a ser mi gran noche, aquella en la que, por fin, se me iba a otorgar el reconocimiento del gran público. Pero al mismo tiempo, un conflicto ardía en mi interior. Yo, que había dedicado mi vida a la defensa de los derechos de autor, había sucumbido a la más terrible de sus formas de vulneración: el plagio. Y era eso precisamente lo que iba a darme el Planeta y, por lo tanto, la fama, la gloria y el dinero. Todo había empezado un año atrás, cuando un potencial cliente me llamó, requiriendo mis servicios de abogado especializado en propiedad intelectual. Le ofrecí darle una cita para que acudiera a mí despacho, 182


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pero me rogó encarecidamente que fuese yo el que acudiese a su casa, ya que afirmaba disponer de algo que quería enseñarme y que calificó como increíble. Tras unos momentos de conversación, durante los que no conseguí sonsacarle nada más, acabé por aceptar, y me comprometí a estar allí a última hora de esa misma tarde. Pasadas las ocho y media, llamaba al timbre de una pequeña vivienda unifamiliar situada detrás de la plaza de toros. Nada más llegar comprobé que el hombre se hallaba preso de una tremenda excitación. Habló atropelladamente del trastero de su abuelo recién fallecido, de un arcón lleno de documentos y de cómo, tras dedicar días a estudiarlos, había encontrado lo que en ese momento iba a enseñarme: un grueso manojo de páginas amarilleadas por el tiempo, sujetas con dos argollas por uno de los lados. En la portada sólo había escrito a mano y con letras mayúsculas, un título: “LA BELLA MORELL”. Pasé la primera página y me encontré con el siguiente texto: “Para mi amada Carmen, la musa que ha inspirado estas letras. Espero que esta obra que te he escrito sepa decirte, mejor que yo, lo que siento por ti”. A continuación una firma que no parecía difícil de leer pero, por si pudiera quedar alguna duda, en el siguiente folio se repetía el título y, bajo él, estas cuatro palabras: “Por Benito Pérez Galdós”. ¡Un inédito del autor de Fortunata y Jacinta! ¡Dios! No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Se trataba sin duda de una obra escrita para Carmen Morell, la actriz que durante tantos años fue amante de Galdós, y de cuya existencia, estaba seguro que nadie sabía. Compuse como pude el gesto y me quedé contemplando los rasgos de garduña ávida de mi cliente: farfullaba que algo así tenía que valer millones, que hasta él, un perfecto ignorante –se quedaba corto, pues no era más que un tiparraco repulsivo que se había hecho de oro en oscuros trapicheos inmobiliarios con la colaboración de dos o tres ayuntamientos– sabía que eso valía millones, millones. El hombre hablaba sin parar, con frases inconexas. Apelaba a mi condición de abogado de la Asociación Colegial de Escritores de España y a mi conocimiento del mundo editorial, y deseaba que autentificara 183


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la autoría del texto y que negociara con las más importantes editoriales del mundo el lanzamiento de aquella obra inédita del maestro de la literatura española. Yo le observaba absorto, viendo cómo cada vez hablaba más rápido, se iba poniendo más rojo y gruesas gotas de sudor le caían por el rostro. Comenzó a desvariar, hablando de ganar el Nobel de literatura, y de repente cayó al suelo como un fardo. Lo demás se sucedió como un sueño. La ambulancia que se lleva al infierno esa misma tarde a mi odioso cliente, la total ausencia de familiares y la tentación, la tentación, ese fruto de aroma corrompido que iba a terminar pulverizando todo lo que yo había defendido hasta entonces. Cuando finalmente llegué a mi casa, tomé asiento en mi butaca favorita, dispuesto a devorar aquella obra. La leí de un tirón. El texto era sensacional: una novela de una fuerza y una originalidad como jamás hubiera sospechado que Galdós fuera capaz de escribir. Sólo tuve que cambiar algunas referencias cronológicas y unas cuantas alusiones para hacerla mía, mía del mismo modo que una cuadrilla de cosacos hace suya a una niña escasamente púber, ofrecida e inerme. Y aquí estoy. Rodeado de la crema de las finanzas, la industria, el puterío fino y la sedicente intelectualidad: la fauna presente en el fallo de un premio literario, vamos. Pere Gimferrer está a segundos de rasgar el sobre con mi nombre, con mis datos. El corazón me late desbocadamente: sé que soy yo, se pusieron en contacto conmigo hace un par de días. Hablamos de pasta, no de literatura. A la mierda la literatura. Un director de marketing de traje brilloso se plantó en mi despacho y me enseñó la faja con la que pensaban envolver el tomo. “El nuevo Galdós”, decía. “El mayor descubrimiento literario del siglo XXI”. El corazón me late cada vez más deprisa. Me falta el aire. ¿Por qué se arremolina la gente? ¡Aire, tengo que respirar! ¡Que se retiren esos! ¡Me contemplan como si fuera una cucaracha aplastada en el suelo! Siento una duela de acero que se cierra sobre mi pecho y el dolor, el terrible dolor. El dolor terebrante. Parece que ahora cede un poco, pero se me nubla la vista … y estoy arrugando el smoking alquilado… Miro sus caras compungidas ¿Por qué llorará toda esta gente que 184


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me rodea? Se han debido apagar las luces, pues ya no veo nada. Estoy cansado, me pesa todo el cuerpo. Voy a descansar un rato‌

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X Concurso de Fotograf铆a ADANAE Primer Premio

So, sobre, tras

Marta Lafuente Leira (promoci贸n 2008)

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012

[

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XI Concurso Literario ADANAE Primer Premio

[ E

Jardines y recetas Miguel Albero Suárez (promoción 1985)

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l jardín de la finca de Tupungato era el territorio reservado para los almuerzos, limpio del cielo y cercanos los Andes, los ánimos de todos, dispuestos para celebrar. Y sí, cada almuerzo era en verdad una celebración, una fiesta, domingos sin fin siempre guardados en la memoria, en un espacio temporal infinito que empezaba con el temprano aperitivo y concluía con la inagotable sobremesa, y ésta a su vez con la inoportuna caída del sol. Y era celebración no sólo por el ánimo de quienes acudían a almorzar, sino también por los manjares allí ofrecidos, la Flaca Quiroga conseguía siempre sorprender, cada día era algo nuevo lo que te tocaba probar, y la novedad iba siempre acompañada de la excelencia. Los elementos fijos de esos almuerzos para el recuerdo empezaban por el jardín, que llamaríamos milenario si no fuera porque sólo tenía cien años, un jardín que lindaba con las viñas y éstas con los Andes majestuosos, la cordillera era quien se encargaba de vigilar la comida con 188


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su altura inalcanzable. El jardín era lo que los cronistas definen como el marco incomparable, un jardín frondoso, poblado de álamos, coloreado con buganvillas, rematado en verano por hileras ordenadas de alegrías del hogar, petunias que tomaban el sol sin crema protectora, jazmines con olor de otro mundo, membrillos sin queso, rosas, adelfas, margaritas. La mesa generosa se extendía bajo una pérgola cubierta por un parral, y a su sombra se acudía cuando el sol empezaba a golpear con fuerza y era hora de sentarse a comer. Pero al continente inmutable cuyo decorado sólo cambiaba con las estaciones, lo acompañaba también un contenido estable, la Flaca Quiroga, una andaluza de ojos negros y sonrisa brutal y su marido Pancho, anfitriones siempre sublimes de esas fiestas de la vida. Los demás, en un número nunca inferior a diez y que raras veces excedía los veinte, eran amigos y parientes, conocidos y desconocidos astutamente mezclados, para que así la salsa fuera jugosa, alguien de fuera de paso, la tía María y sus dos hijos sin padre, el Gordo Madero y su voracidad legendaria. Y puestos a variar o a describir las variables, el menú de la Flaca Quiroga era siempre algo distinto, era como hemos dicho, otro motivo de celebración. Y así era porque, lejos de limitarse al tradicional asado argentino, cuyas bondades ya bastarían para que utilizáramos la palabra celebración, la Flaca se despachaba un día con un cordero con salsa de pasas, con unas setas sublimes, con un estofado cuya sola evocación me provoca un apetito sin medida. La liebre a la miel generaba adjetivos que los comensales no habían empleado hasta ese día, las truchas con guarnición provocaban miradas que alguno podría malinterpretar. Y un elemento que nunca faltaba era el rico vino mendocino, allí estaba siempre en la mesa listo para deleitar, lo traían los invitados y era motivo de comentario, pues era del terruño de uno de ellos, o el nuevo vino de la bodega donde otro trabajaba. Y en los postres también la variedad era sinónimo de exquisitez, tartas de todos los gustos, helados de una crema inmensa, fruta sublime, qué decir de esos duraznos tiernos, de esas peras hermosas de Tunuyán, de esas cerezas imposibles de Rodeo de En medio. Y así, con esa fórmula sin tacha, el ya citado marco incomparable, los invitados dispuestos y variados, los anfitriones de lujo y la comida para recordar, los almuerzos de la finca de Tupungato se sucedieron, y con 189


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ellos el tiempo, y con éste los años. Y de su importancia habla que el paso del tiempo no lo marcaba el calendario sino los almuerzos; ¿te acuerdas ese día que vinieron los americanos?, decía uno, eso debió se después de la borrachera llorona del Negro García Williams, contestaba la Flaca, pudo acontecer en cualquier año, lo único seguro era que fue antes o después de tal o cual celebración, siendo ellas los hitos y no los cumpleaños y no los previsibles cambios de estación. Y era tan rico lo que allí se comía, tan buena la compañía, tan felices quienes acudían los domingos, que el Gordo Madero llegó a proclamar un día de forma solemne y con lágrimas en los ojos: Los almuerzos de la Flaca son la vida, es allí donde ésta tiene para mí un sentido, lo que justifica el resto de la semana, lo que le da a mi existencia su razón de ser. Esta declaración de amor bajo los efectos de la comida y el malbec en un día luminoso, sirvió para que el Gordo Madero pasara de ser variable a fijo en los almuerzos, y también para reflejar lo que era un sentir general. Y es que la comida compartida tiene siempre ese efecto benéfico insustituible, junto a una buena mesa se resume lo de bueno que tiene la vida y allí se exalta, hay tanto de lo que disfrutar, tantas son las cosas buenas que nos aportan, que constituyen la parte central de la existencia de muchos, aquello que le otorga sustancia y alegría. Y no sólo es el sabor o su recuerdo, es también el ambiente que ella convoca, la disposición de ánimo en que nos sume. A ello ayudaban en la finca las buenas artes de la Flaca y también ese festival que son las materias primas mendocinas, un Mediterráneo escondido en los Andes, los españoles y lo italianos llegados por otro mar para traernos el suyo. Allí las frutas son delicia, pero qué decir de las verduras, también ellas son manjar, hablar de carne sería comenzar a desgranar las virtudes de un asado, los chinchulines crujientes, las mollejas que parecen crema pastelera, ese matambre macerado en limón que está pidiendo a gritos que alguien se lo coma, la palomita que no quiere volar, la entraña que nos llega al corazón. Con esos mimbres, los almuerzos de Tupungato se repitieron en el tiempo y en la memoria de los asistentes. Pero hubo un día en el que la Flaca Quiroga rizó el rizo, y con ello quebró sin quererlo una regla sagrada no escrita, y condenó a los almuerzos a su fin. La primavera había 190


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irrumpido en Mendoza con la fuerza del granizo, pero esta vez sin hielo y sí con flores, con flores y con olores, con verde de fiesta y colores de domingo, con ese despliegue para los sentidos que tiene la primavera, que en Mendoza recuerda a la Andalucía natal de La Flaca, muchos fueron sus paisanos que emigraron a estas tierras hace ya muchos años. La Flaca había agotado ya todas las recetas posibles, y la explosión de vida que era el jardín de la finca generó la idea que luego sería perdición. Porque ante tanta belleza, la Flaca decidió que ese jardín merecía un homenaje, los almuerzos de los domingos no habrían sido lo mismo sin ese jardín, sin esos testigos mudos pero imponentes que eran sus plantas, bien es verdad que a veces hablaban con sus aromas, con sus olores que se combinaban con lo que allí se comía, no eran sólo el marco incom­parable, eran ya parte misma de la fiesta y como tal debían participar en ella, tener el lugar que se merecían. Encontrado el argumento, la anfitriona se dispuso a rendirle homenaje en cada almuerzo a algún elemento del jardín. Así, un día le dedicaba un ajoblanco a las blancas petunias, y mientras todos lo degustaban, el Gordo Madero observaba con gracia que las petunias contestaban moviéndose, como si hubiera brisa en un día sin viento, y lo atribuía a su imaginación, o de nuevo a la emoción provocada por ese sabor y ese momento. Otro domingo fue la buganvilla la que recibió el tributo, con una sopa de remolacha que evocaba la misma tonalidad de sus flores, roja profunda y espesa, deliciosa, llevando en sus entrañas el aceite de oliva que producían los Argerich en San Martín. También ese día el Gordo Madero advirtió cómo las flores aplaudían moviéndose y los invitados asintieron, aunque todos pensaron que ese bailecito era fruto del malbec y no un movimiento propio. Las verdes hojas del sauce disfrutaron también de su llorón homenaje, en una crema de verduras con cebolla, y hasta el género animal tuvo su premio, pues los petirrojos que acompañaban la tertulia fueron agasajados con una sopa de zanahoria, y ese día se juntaron una veintena dando saltitos alrededor de la mesa, brincando tartamudos por los alrededores, con aire de fiesta y espíritu de diversión. Quizás la Flaca debiera haber prestado atención a este último mensaje, la naturaleza tal vez quería decirle que estaba yendo demasiado lejos, los demás pensaron que los Quiroga habían traído a los pajaritos para hacer 191


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juego con la sopa, pero ellos (los Quiroga) debieran haberse dado cuenta de que algo raro sucedía, pues ellos no habían traído a pájaro alguno, alguien o más bien algo parecía haberlos convocado para una celebración; ¿no se trataba de un homenaje? Porque como si la Flaca hubiera con su idea abierto una puerta que ya no era posible cerrar, la interacción entre jardín y comida ya no tendría fin, ahora tenía vida propia, y no iba a ser sólo la cocinera quien tuviera la sartén por el mango, como si de pronto todos quisieran sumarse a la fiesta aun no habiendo sido convocados, como si, enterada toda la naturaleza en pleno, sus distintos elementos quisieran reclamar su derecho a participar. Pero ella, La Flaca, no contenta con el revuelo de los petirrojos, continuó con sus recetas de jardín, y llegó el otoño y con él un pollo al curry que intentaba rendir homenaje al amarillo imposible de las hojas del plátano, y entonces, de forma gradual pero sostenida, como quiera que el color del curry no llegaba ni de lejos a ese amarillo de las hojas, en el transcurso del almuerzo la salsa cambió su variedad cromática, como si eso fuera una paella y pudiera uno darle vida al arroz añadiendo azafrán. El Gordo Madero calló esta vez, como tampoco dijo nada el día que la Flaca pretendió recordar a las rosas rojas del rosedal, esta vez colocando pétalos como llovidos sobre el blanco mantel, marcando el camino entre platos copas y cubiertos. A las rosas no debió parecerles suficiente, y la carne de cerdo adquirió de pronto un color rojo profundo, como si eso fuera el San Martín del refrán y estuviera el animal sangrado otra vez. La Flaca pensó que algo raro había ocurrido en el proceso de cocinado, revisó su receta, retiró los platos, sacó del horno unas patatas a la importancia que tenía para cena mientras preparaba otra carne. Ya servidas, saludando con su color a los pétalos, las patatas mudaron su color habitual por el de la flor. En esa ocasión ya todos notaron que algo raro pasaba, ya las sonrisas eran forzadas aunque nadie dejó de comerse las patatas, espléndidas eso sí de sabor, pero enrojecidas y no de furia. Pero la alegría desapareció para siempre el día que un rayo fulminó a un álamo, y las costillas demostraron su solidaridad quemándose ellas una vez servidas en el plato, incluso las del Gordo Madero que las pedía siempre poco hechas, ahí todos tuvieron que dejar de comer, cambiar de tema, beber más vino, terminar rápidamente y marcharse a casa con la sensación o ya más 192


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bien la certeza de que en esa casa estaban sucediendo cosas raras. Como los Quiroga eran poco amigos de lo paranormal trataron de quitarle importancia, y la Flaca decidió olvidarse del jardín, sin saber que era ahora el jardín el que no se olvidaba de ellos, y un día las setas tomaban el color de los jazmines, otro el membrillo hacía su aparición dando sabor al café. Ese proceso ya no era sólo de alegría, de cele­bración, empezaron los celos, parecía en efecto que la naturaleza quería estar presente en los almuerzos y no ya exaltarlos o contribuir al general disfrute sino reventarlos si hiciera falta, y todo porque una flor consideraba haber sido preterida, o porque la propia lluvia se enfadaba por no recibir homenaje alguno y decidía irrumpir en el almuerzo en un día en el que el cielo estaba perfectamente despejado. Y claro ya se sabe, en la cocina cada maestrillo tiene su librillo, pero si a la cocinera le empiezan a intervenir las recetas con cambios de sabores no deseados, si hasta el membrillo se permite sin que nadie pregunte darle sabor a un café colombiano que un invitado había traído como obsequio el domingo anterior, entonces es que el asunto empieza a irse claramente de las manos. La Flaca Quiroga supo ese día del membrillo que las jornadas felices de los almuerzos habían llegado a su fin, lo habló con su marido y decidieron dejar de convocar los almuerzos, sin que nadie protestara, algo que hace sólo un año hubiera supuesto para muchos un motivo de amotinamiento. El Gordo Madero debió intuirlo antes, porque ya llevaba tiempo poniendo excusas para no ir, y vagaba durante la semana como un alma en pena. Pero hubo un último intento de salvación, aprovechando un día de invierno sin sol, la única estación en la que se suspendían los almuerzos. La Flaca pensó en trasladar la celebración al comedor y así romper con el mal fario, y convocó a los amigos de siempre. El almuerzo empezó con alegría, como si la lejanía del jardín hubiera tranquilizado los ánimos. El menú era esa vez asado criollo sin más historias, y el vino rico y abundante hizo que las conversaciones brotaran con fluidez. Pero cuando se acercaban los postres, como si las plantas hubieran querido vengarse por su exclusión, la tarta de queso empezó a ponerse verde como los abetos que en invierno no pierden el color, porque tampoco pierden las hojas. Uno de los invitados, un recién llegado acompañante de uno de los habituales, se quedó de pronto mirando el cuadro que presidía el comedor, un 193


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paisaje de la cordillera vista desde la finca. Fijaos, dijo al fin, señalando el cuadro con el dedo, la tarta tiene el mismo color que los abetos, y los demás, demudados, volvieron la vista allí, mientras reían los plátanos, comentaban la jugada las buganvillas tristes, aplaudían contentos por el viento los tilos sin flor. La desolación se apoderó de la casa de los Quiroga, que no sólo dejaron de invitar a nadie, tampoco acudían ellos a asado alguno, como si una maldición bíblica hubiera caído sobre ellos. Tuvieron que pasar varios meses, en los que su tristeza y asilamiento sólo eran compartidas por el Gordo Madero, para que éste, que andaba otra vez como alma en pena de asado en asado intentando recuperar la magia de los domingos, diera con la solución. Fue precisamente un domingo, cuando se presentó en casa de los Quiroga a última hora de la tarde. Era otoño, ese otoño que la canción popular nos dice que no es lo mismo en Mendoza, las hojas de los árboles con sus ocres imposibles, el frío que aún no ha llegado. La Flaca leía en el jardín aprovechando la bonanza del clima y salió a abrir pensando que era su marido que llegaba de ver un campo en San Luis. ¡Tengo la solución, creo que tengo la solución!, le gritó el Gordo al verla, sin decir ni siquiera buenas tardes, cómo estás Flaca, vengo a contarte algo que se me ha ocurrido. Ya sentados en el jardín, con una copa de un malbec que él mismo había llevado como si en verdad acudiera a un asado, y con la presencia del marido de la Flaca, llegado de su viaje también con ganas de tomarse un vinito, el Gordo, más calmado, les contó su teoría. No hay maldición que valga ni fenómenos paranormales, les dijo a sus huéspedes con la convicción de quien ha encontrado una fórmula secreta. Lo que ocurre es que hemos enfadado a la naturaleza, tus homenajes a distintos elementos de ella han despertado los celos de unos y de otros, debemos volver al punto de partida. Y el punto de partida significa volver a los asados de siempre, en el jardín, sin escondernos, sin provocar a nadie, sin homenajes, tus recetas de siempre, vuestro saber recibir legendario, y los Andes como fondo de la postal. Nada más. No pensemos en ello y verás como la naturaleza nos respeta, se suma a la fiesta. Los Quiroga mostraron su escepticismo, pero el entusiasmo del Gordo, su vitalidad, eran tan legendarias como el saber recibir de sus anfitriones. Todo el mundo hablaba 194


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del día en el que superó a Mariano Bustos comiendo empanadas, en una competición improvisada en la que el único premio era el hartazgo. No me voy de aquí sin vuestro compromiso para reanudar los almuerzos del domingo, quedan siete días, yo me encargo de traer a la gente, es importante que venga todo el mundo de buena onda, que nadie hable de colores raros ni de episodios pasados. Ante la amenaza de tener que escuchar sus argumentos durante horas, la Flaca accedió, sin mucha convicción, y con la condición que de ocurrir algo raro no habría más. Y por fin llegó el domingo, el otoño decidió acompañar ese intento de recuperar la dicha mostrando su lado más amable, sus mejores galas, sus colores más dulces. El almuerzo que preparó la Flaca parecía el destinado a cerrar con grandeza la serie, rebuscó las recetas más antiguas, acudió al mercado varias veces, encontró la materia prima exacta que cada plato exigía. Los invitados llegaron con el ánimo dispuesto, nadie mentó el pasado salvo el más remoto de los almuerzos con risas, las borracheras más divertidas, las salidas de tono más ácidas, los guisos más sabrosos. Sentados frente a los Andes comieron primero segundo y postre, y los petirrojos, como si el Gordo los hubiera convocado a un congreso en otra provincia no hicieron acto de presencia, los álamos no se manifestaron de otra forma que exhibiendo su grandeza, las hojas de los árboles se comportaron como la estación imponía, cayéndose algunas, cambiando de color pero sólo de forma imperceptible. Y es que la naturaleza es sabia, dijo muchos años después el Gordo Madero, a uno de sus nietos, y al igual que nosotros prefería los almuerzos a su falta, y dejaron de lado sus disputas, su voluntad de llamar la atención, para disfrutar del espectáculo como tantos años, todos sentados alrededor de una mesa, disfrutando de los mejores manjares, compartiendo la vida. Y a los postres, el Gordo Madero, que debido a la ansiedad había bebido algo más de la cuenta, se levantó para proponer un brindis, pero no habló de la Flaca ni de la naturaleza ni de lo ingerido ese día, simplemente repitió como un conjuro y lágrimas en los ojos sus palabras de otro almuerzo. Los almuerzos de la Flaca son la vida, es allí donde ésta tiene para mí un sentido, lo que justifica el resto de la semana, lo que le da a mi existencia su razón de ser. 195


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

Al terminar, mirando él al infinito, le pareció ver a un pájaro que nunca había visto y que estaba posado sobre un roble viejo, riéndose sin dientes de sus palabras sentidas. Pero sólo él lo vio, y nada pudo decir al respecto, porque al girarse se tropezó en la silla y cayó al suelo para regocijo de la concurrencia, alegría, alegría gritaban algunos, mientras, la Flaca traía más madera de la cocina, los invitados ocupaban de nuevo sus asientos incluido el Gordo, y los almuerzos del jardín con recetas quedaban de nuevo reinstaurados, dispuestos todos a compartir esa delicia por muchos domingos, por tantos años.

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2012 • XI Concurso Literario / Cuéntanos historias de batallas

XI Concurso Literario ADANAE Accésit

[Cuéntanos historias de batallas] Marina Pérez del Valle

E

l sótano de la familia Strauber, a diferencia del mío, era un refugio antiaéreo de profundidad adecuada. Allí, en el número 43, estábamos metidos la mitad de los habitantes de Deckerstraße, Stuttgart. Era algo que todos sabíamos que sucedería desde que comenzó la guerra: las sirenas anti­aéreas sonarían, las puertas se abrirían y pasos asustados se dirigirían al refugio más cercano. Entre restos de sueño, un silencio opresivo y olor a sudor estaban los propietarios del sótano, Frau Amsel, los Reindhardt y sus tres hijos, y la familia Reiniger al completo. Y yo. Sentado en una esquina, yo solo, mirando al suelo, escuchaba las respiraciones de los adultos, oía los llantos de los más pequeños y sentía el miedo de todos. A veces se oía un murmullo, el inicio de una conversación que moría rápidamente. A nadie se le pasó por la cabeza dormir. El humo de mi cigarrillo se unió a la mezcla de olores que había en 197


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

aquel sótano. La ceniza iba cayendo sobre el cemento, gris sobre gris. –¿Herr Fiedler? –escuché que decía una voz tímida–. ¿Herr Fiedler? Me costó un momento darme cuenta de que Herr Fiedler era yo. Mi nombre era Heinrich Fiedler, sí, pero nunca nadie me había llamado Herr Fiedler. Supongo que porque nunca nadie hablaba mucho conmigo. –¿Herr Fiedler? –repitió la voz. Levanté la cabeza y me encontré con una niña de poco más de siete u ocho años. Debía ser una de las Reiniger. –Franzi, ven aquí, anda –escuché que llamaba su madre. La niña no se movió. –Herr Fiedler, ¿es verdad que…? –No molestes a Herr Fiedler, Franzi –cortó su madre. Frau Reiniger me miraba con desconfianza, me di cuenta. No quería que su hija se acercara a mí. –No se preocupe, Frau Reiniger –dije yo–. No pasa nada. Franzi le dirigió a su madre una mirada de triunfo y volvió a empezar. –Herr Fiedler, ¿a que usted peleó contra los malos en la otra guerra? Aquella pregunta inocente me sentó como un jarro de agua fría. Los malos, las cicatrices en mi cuello, el niño muerto. La Gran Guerra era algo que no quería recordar. Me había costado seis años cavar la tumba donde había enterrado esos recuerdos. Sin embargo conseguí asentir, y pese a que fue el movimiento más discreto del mundo, atrajo a dos de los niños Reindhardt. –¿Cómo eran los malos? –preguntó el mayor, de doce. –¿Y cómo eran las peleas? –preguntó su hermano. –Yo leí un libro en el que se peleaban con espadas. –¿Era así? –inquirió el de doce. Los padres vigilaban a sus niños. Mientras, el miedo seguía presente en el ambiente. ¿Cuánto tiempo peleó en la otra guerra? ¿Cuántos buenos había? ¿Y malos? ¿Qué comían? ¿Dónde dormían? ¿Y si atacaban mientras dormían? ¿Y cuándo atacaban? ¿Y cómo? ¿Y usted mandaba mucho? ¿Quién le mandaba a usted? ¿Qué hacían cuándo no peleaban? Las preguntas se superponían unas a otras, no me daba tiempo ni a entenderlas. 198


2012 • XI Concurso Literario / Cuéntanos historias de batallas

–A ver, a ver –dije mientras alzaba las manos, el cigarrillo aún entre los dedos–. Si queréis que os cuente lo que pasó en la otra guerra no podéis hacerme preguntas así, todos a la vez, ¿eh? Todos asintieron, el peligro de las bombas borrado de sus mentes infantiles. ¿Y ahora yo que hacía? La otra guerra, como decían los niños, había sacado lo peor de mí. Lo peor. Pero no podía contarles eso. Ya que les iba a contar una historia, estaba claro quien tenía que ser el héroe: yo. Les conté una historia en la que los buenos eran muy buenos y los malos eran muy malos. Les conté la historia de cómo peleamos contra los franceses, de cómo parecía que nos iban a derrotar, de cómo yo salvé a mis compañeros de una muerte segura, de cómo al final los franceses se rindieron y de la gran fiesta que hicimos para celebrarlo. Los tres niños me escucharon embobados hasta el final, salpicando mi relato con exclamaciones de admiración. Por suerte sus padres no me oyeron contar esa lista de mentiras. Porque eso es lo que eran: mentiras, mentiras y más mentiras; una detrás de otra. La historia real era muy, muy diferente. Completamente distinta. Por supuesto que fuimos nosotros quienes nos rendimos, no los franceses, pero yo ni siquiera llegué a ver eso. Yo deserté. Deserté y tuve una suerte inmensa. Durante todo el tiempo que combatí en la guerra nunca vi un francés vivo de cerca, pero a cambio vi muchos franceses muertos de lejos. Muchos franceses que habían muerto tratando de cruzar la tierra de nadie. Alambradas, sangre y minas, cuerpos destrozados y barro, el fuego enemigo. Era una ofensiva suicida. Sin embargo, yo salí, pasé la alambrada, corrí como si me persiguiera el diablo. Pero mi instinto de supervivencia era más fuerte que yo. Aunque sería más apropiado llamarlo cobardía. Fui un cobarde y di media vuelta. Sin dejar de mirar atrás hice el camino de regreso en la mitad de tiempo, hasta llegar a la alambrada de nuevo. Pensé que iba a morir enredado allí, y llevado por el pánico me retorcí y me retorcí hasta que conseguí liberarme. Las cicatrices que tengo ahora son el precio que pagué por salir de aquellos alambres. 199


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

Eso, sin embargo, no fue lo peor. Al llegar de nuevo a nuestra trinchera me encontré cara a cara con Johann, el centinela de turno. Con Johann, que no debía tener más de catorce o quince años. Con Johann, que me apuntaba con un Mauser 98. “Si ves que alguien da la vuelta, le disparas”. Eso le habían dicho a Johann, y yo no podía arriesgarme a que cumpliese la orden. Así que disparé yo primero. Sí, le metí una bala en el cerebro a un niño. Sí, luego salté por encima de su cuerpo para huir. Y pese a lo que había hecho, tuve suerte. No me encontraron. Todavía no lo han hecho. Pero, ¿cómo iba a contarles aquella historia a tres niños en el sótano del 43, Deckerstraße? ¿A tres niños que me habían pedido historias de la otra guerra? Tres niños me habían pedido historias de batallas. Yo les había contado mentiras.

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

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XI Concurso de Fotografía ADANAE Primer Premio

Uno a tres

Lucía Muñoz Sueiro (promoción 2013)

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RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

XII Concurso Literario ADANAE Primer Premio

[ H

La ventana Alejandro Ajenjo Gracia (profesor de «Estudio»)

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oy retorno a Barcelona, después de treinta años navegando por todos los mares del mundo y por fin me decido a desembarcar. Las dos veces anteriores que atracamos, hace ya siete y diez años, no reuní el valor suficiente. De regreso al barrio del Borne, vuelve a mi cabeza esa maldita melodía, vuelvo al lugar donde la escuche por primera vez hace ya tanto tiempo, y para mi sorpresa el Carreró del Bon Silenci ha dejado de existir y ahora solo es una calle más con salida. El barrio ha cambiado poco, el pavimento sigue irregular: losas de piedra, adoquines y simple tierra con incrustaciones de vegetación de un color verdoso y grisáceo. Calles angostas, cerradas al paso rodado, y siempre llanas. Donde el aire apenas circula y el desorientarte es la cosa más fácil del mundo. Mi memoria me decía que aquel callejón estaba siempre sombrío, como 204


2013 • XII Concurso Literario / La ventana

si el humo pro­cedente de los talleres vecinos impidiera el paso de los rayos del sol. Las aguas enchar­cadas, despiden asimismo, un hedor que no he vuelto a percibir en ningún otro lugar. ¿Cómo fui a parar a aquel callejón? lo recuerdo como si fuera ayer, cómo iba a olvidarlo, si todo aquello ha quedado grabado a fuego en mi mente. Rondaba yo los veintiún años y recién llegado a Barcelona desde mi Orihuela natal con poco más que lo puesto. Mis padres no aprobaban que dejara mis estudios en el seminario para estudiar psicología. Escuché por las tabernas donde me calentaba a base de mal vino y peor pan, que las habitaciones más baratas se encontraban en el Carreró del Bon Silenci. Había vivido en muchos sitios destartalados, desde que partiera de m pueblo, y de los que casi siempre me desahuciaban por no pagar, hasta que me di de bruces con aquel inmueble ruinoso, arrendado por un singular personaje bajito, calvo y rechoncho, que arrastraba de forma peculiar su pierna derecha, Jordi “el cojo”. Era la casa al fondo del callejón y la más alta de todas con diferencia. Los vecinos de aquel lugar producían en mí una extraña sensación. Al principio pensé que era debido a su carácter silencioso y taciturno, pero luego con el tiempo caí en la cuenta de que todos allí eran ancianos. Mi nuevo casero me asignó una habitación en el cuarto piso. Yo era el único huésped en aquella planta, aunque la mayoría de las habitaciones del bloque estaban desocupadas. La noche de mi llegada oí la extraña melodía por primera vez, procedente de la buhardilla que tenía justo encima. A la mañana siguiente pregunte a mi casero por el intérprete de aquella música. Me contó que la persona en cuestión era un viejo pianista francés, que vivía en el edificio antes de llegar él; un hombre mudo y extraño, que respondía al nombre de Pierre Cartier y que según tenía entendido se ganaba la vida tocando el piano por las noches en tabernuchas de la Barceloneta. También me dijo que la afición de Cartier por tocar a la vuelta del trabajo, fue el motivo que le había llevado a instalarse en la última y solitaria habitación abuhardillada del quinto piso, cuya ventana era la única con vistas al mar, desde la que podía divisarse la montaña de Montjuic y su castillo. A partir de entonces todas las noches al acostarme escuchaba la música 205


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

de Cartier, había algo extraño en sus melodías, algo que me turbaba. Sin ser yo un gran entendido en estilos musicales, estaba convencido de que ninguna de sus interpretaciones tenía nada que ver con lo que había oído hasta entonces. Pensé que tenía que tratarse de un compositor de muchísimo talento. Cuanto más escuchaba más me atraía. Decidí al cabo de unos días conocer a mi singular vecino. Una noche seguí a Cartier hasta la taberna donde trabajaba, me senté al fondo del local y pedí un vino de la casa. Las piezas que tocó aquella noche fueron esplendidas pero no provocaron en mí la fascinación de las de la buhardilla. Tras tomar cinco o seis vasos de aquel vino picado y gastarme más de lo debido en invitar al parroquiano de mi lado, conocí de mano de este, la historia de Pierre Cartier. Se sabía que hacía ya muchos años Cartier fue un pianista con cierta fama en Barcelona y Francia. Había compuesto piezas enérgicas, delicadas, cargadas de sensibilidad, tal era su habilidad que logró enamorar, y contraer matrimonio, con la primera bailarina del Ballet Nacional de Francia a su paso por París en una de sus giras. Pero dicen las malas lenguas que Cartier no tenía bastante, quería componer la pieza perfecta para piano, y empezó a viajar y viajar en busca de la inspiración. A su vuelta a París se encerró en su estudio y no dejaba de tocar y tocar, perfeccionado su destreza y sus armonías de un modo obsesivo; su matrimonio acabó en menos de dos años debido a la temprana muerte de su esposa. El hombre me contó ya borracho, que la gente rumoreaba que Cartier, en su afán por conseguir componer la obra perfecta y ser el mejor pianista, vendió su alma y la de su esposa. Ante tal historia no dejó de crecer en mí la curiosidad por hablar personalmente con Cartier. Ya de madrugada y envalentonado por el alcohol, cuando Cartier regresaba del trabajo, lo sorprendí en el rellano de la escalera y le dije que me gustaría escucharle tocar en privado. Era más alto en persona, muy delgado y caminaba algo encorvado, su ropa estaba desgastada, sus ojos eran grises, tenía una expresión satírica, y era prácticamente calvo. Su reacción ante mis primeras palabras fue violenta a la vez que temerosa. Con todo, mis amistosas maneras acabaron por serenarle, y a regañadientes, me hizo señas con la barbilla para que lo siguiera por la oscura, agrietada y desvencijada escalera que llevaba a la buhardilla. 206


2013 • XII Concurso Literario / La ventana

Su habitación, una de las dos que había en aquella buhardilla, de techo inclinado, estaba orientada al este, hacia el mar. Era mucho más grande que la mía, y aun parecía mayor por la total desnudez y abandono en que se encontraba. Por mobiliario tenía una pequeña cama metálica, un deslustrado lavabo, una mesita, un atril y dos anticuadas sillas. Amontonadas y desordenadas por el suelo se veían multitud de partituras. Las paredes forradas con un papel verduzco necesitaban un cambio; por otro lado, la abundancia de polvo y telarañas por doquier hacían que el lugar pareciese más abandonado que habitado. Indicándome por señas que tomara asiento, mi mudo vecino cerró la puerta, echó el cerrojo y encendió una lámpara de gas para aumentar la luz de la habitación. A continuación, se sentó en la menos incómoda de las sillas y puso sus manos sobre las desgastadas teclas de su piano. No utilizó partitura ninguna, tocando de memoria, me deleitó hasta bien entrada la madrugada con melodías, que sin duda debían ser composiciones suyas. Tratar de describir su exacta naturaleza es prácticamente imposible para alguien no instruido en música. Eran unos pasajes reiterados verdaderamente atrayentes, pero sonaban de forma similar a las escuchadas esa misma noche en la tabernucha, noté la ausencia de las extrañas notas que había oído en anteriores ocasiones desde mi cama. No se querían marchar de mi cabeza aquellas obsesivas notas, incluso a menudo las tarareaba para mis adentros, así que cuando Cartier dejó de tocar, comencé a silbarlas y le rogué que me las interpretara. Nada más oír mis primeros silbidos aquella arrugada y grotesca faz perdió la expresión benigna con la que había estado durante toda la interpretación, y apareció en su rostro la ira y el temor, igual que cuando lo abordé en la escalera. Cartier reconoció el tonillo que yo estaba silbando, su rostro se torció de repente, adquiriendo una expresión imposible de describir, a la vez que levantaba su larga, fría y huesuda mano instándome a callar y no seguir la burda imitación. Y al hacerlo demostró una vez más su rareza, pues echó una mirada expectante hacia la única ventana con cortinas, como si temiera la presencia de algún intruso; una mirada doblemente absurda pues la buhardilla estaba muy por encima del resto de los tejados adyacentes, lo que la hacía prácticamente inaccesible, y además, por lo que había dicho el casero, la ventana era el único punto de la calle desde el que 207


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

podía verse el mar y el castillo de Montjuic. Su mirada me hizo recordar la observación de mi casero, y de repente sentí una inmensa necesidad de contemplar la amplia y vertiginosa panorámica de los tejados a la luz de la luna y las luces de la ciudad que se extendían hasta la montaña junto al mar, vista de la que solo disfrutaba aquel músico de avinagrado carácter. Me acerqué a la ventana y cuando estaba a punto de correr las mugrientas cortinas, con una violencia y terror aún mayores que los de hasta entonces había mostrado, mi vecino se abalanzó otra vez sobre mí, señalándome frenéticamente con su mano derecha, la dirección de la puerta y comenzó a empujarme hacía ella. En ese momento y muy enfadado, le ordené que dejará de empujarme, que no pensaba permanecer allí ni un minuto más. Viendo lo resentido y disgustado que estaba, dejó de empujarme a la vez que su ira remitía. Unos segundos después, me agarró del antebrazo, pero esta vez en tono amistoso, y me hizo sentarme en una silla; luego, con aire pensativo, se acercó a la desordenada mesa, cogió un lápiz y se puso a escribir. La nota que me escribió contenía una disculpa en la que me pedía tolerancia y perdón. En ella, Cartier decía ser un solitario anciano afligido por extraños temores y trastornos nerviosos relacionados con su música, además de otros problemas. Estaba encantado de que escuchara su música, y deseaba que volviera más noches y que no le tomara en cuenta sus rarezas. Pero sentía decirme que no podía tocar para otros sus extraños acordes ni tampoco soportaba la idea de que los demás los oyeran; asimismo, tampoco toleraba que otros tocaran o tararearan en su presencia. Desconocía, hasta nuestra conversación en la escalera, que desde mi habitación podía oír su música, y me rogaba encarecidamente que hablase con Jordi para que me diera una habitación en otro piso donde no pudiera oírlo por la noche. Cualquier diferencia en el precio del alquiler correría de su cuenta. Mientras leí aquel pedazo de papel, creció dentro de mí un sentimiento de compasión hacia aquel desgraciado. Era un pobre enfermo, víctima de trastornos físicos y nerviosos, y mis estudios de psicología me habían enseñado que en este tipo de casos lo que más necesitaba la persona era comprensión, sobre todo. 208


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En medio de aquel silencio se oyó un ligero ruido procedente de la ventana; el viento nocturno debió hacer sonar la persiana, y por alguna razón que se me escapaba di un respingo casi tan brusco como el de Pierre Cartier. Cuando terminé de leer la nota, estreche la mano a mi vecino y salí de allí convertido en amigo suyo. A la mañana siguiente Jordi me dio una habitación algo más confortable y cara en el segundo piso, tenía como vecinos de planta a un barbero y a un aprendiz de zapatero que vivía con dos gatos. Pasaron los días y comprendí que Cartier no me había brindado su amistad, jamás me llamó para hacerle compañía y cuando subía yo, tocaba el piano con desgana y a disgusto. Siempre lo visitaba de noche ya que durante el día me encontraba en la universidad y él dormía hasta bien entrada la tarde. Mi afecto hacia él no aumentó, pero parecía como si aquella buhardilla y la extraña música que tocaba mi vecino ejercieran una extraña hechizo sobre mí. Me obsesionaba la idea de mirar a través de la ventana, estaba seguro que desde allí habría unas excelentes vistas. Una vez subí a la buhardilla aprovechando que Cartier estaba trabajando, pero la puerta tenía echada la llave. Para lo que sí me las arregle fue para oír su música nocturna, colándome en mi antigua habitación, pero no era suficiente, necesitaba oírla mejor. Con el tiempo me atreví a subir al rellano de la puerta de Cartier, allí sentado y abrazado a mis rodillas para evitar temblar, pude oír con frecuencia sonidos que me abrumaron con un indefinible temor, un temor a algo indefinido y misterioso que se cernía sobre mí. No es que los sonidos fuesen espantosos, que no lo eran, sino que sus vibraciones no guardaban similitud alguna con nada de este mundo, y a intervalos adquiría una calidad musical que difícilmente podría imaginarme proviniese de un solo músico. A medida que pasaban los meses sus interpretaciones fueron adquiriendo un ritmo más frenético, y el aspecto del anciano músico era cada vez más demacrado y hosco. Ya no me dejaba pasar a verlo, fuese cual fuese la hora a que llamara, y me rehuía siempre que nos encontrábamos en la escalera. Una noche, mientras escuchaba desde la puerta, oí como el piano producía un pandemonio de sonidos y el espantoso e inarticulado grito que sólo la garganta de un mudo puede emitir producto de un miedo angustioso. Golpeé la puerta varias veces, pero no percibí respuesta. Grité en voz 209


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alta mi nombre con objeto de tranquilizarle. Oí a Cartier tambaleándose hasta llegar a la ventana y cerrar las cortinas, y luego ir dando traspiés hacia la puerta, que abrió de forma vacilante para dejarme paso. Esta vez estaba encantado de tenerme a su lado, pues su descompuesta cara resplandecía de alivio mientras me abrazaba. Presa de patéticos temblores, el anciano me hizo sentarme en una silla mientras él escribía una breve nota, me la entregó y volvió a la mesa, poniéndose a escribir frenética e incesantemente. En la nota me imploraba que, por compasión hacia él y si quería satisfacer mi curiosidad, no me levantara de donde estaba hasta que él acabase de redactar un exhaustivo informe sobre los temores que le asediaban. Permanecí allí sentado mientras el lápiz del anciano corría sobre el papel e iba amontonando hojas a su lado. De repente, Cartier dio un respingo como si hubiera recibido una fuerte sacudida; sus ojos miraban a la ventana con la cortina echada y escuchaba en medio de grandes temblores. Creí oír en ese momento un sonido, esta vez no era horrible, sino que parecía una nota musical muy baja e infinitamente lejana, como si hubiera algún músico en las casas cercanas. El efecto que le produjo a Cartier fue terrible, pues, soltando el lápiz, corrió hacía su piano y se puso a desgarrar la noche con la más frenética interpretación que había oído salir de sus teclas. Su música era de un horror mucho más intenso que todo lo que había oído hasta entonces, ahora podía ver la expresión dibujada en su rostro, era el temor llevado a su máxima expresión. Trataba de emitir sonidos con los que alejar, o acallar algo, no sabría decir qué exactamente, pero en cualquier caso debía tratarse de algo aterrador. La interpretación alcanzó caracteres fantásticos, histéricos, de auténtico delirio. Cartier emitía extraños ruidos al respirar y se retorcía en su asiento, sin dejar de mirar horrorizado a la ventana con la cortina echada. Unos segundos después me pareció oír una nota muy estridente y prolongada que no procedía del piano; una nota pausada, deliberada, intencional y burlona que venía de algún lejano lugar en dirección este. De repente, la persiana comenzó a batir con fuerza debido a un viento nocturno que se había levantado en el exterior, como si fuese en respuesta a la furiosa música que se oía dentro. El viejo piano de Cartier comenzó a emitir sonidos que jamás pensé que pudieran producirse. La persiana tem210


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bló con más fuerza, se soltó y comenzó a golpear con estrépito la ventana, haciendo el cristal añicos, dejando entrar una bocanada de aire frío que apago las lámparas de gas e hizo crujir las hojas de papel que había sobre la mesa en que Cartier intentaba poner por escrito su abominable secreto. Una nueva ráfaga de aire, más fuerte que la anterior, hizo volar los papeles del informe hacia la ventana. Al contemplar aquello, me lancé tras ellos que volaban como con vida por la habitación, pero ya se los había llevado el viento antes de conseguir llegar yo a las abatidas hojas de la ventana. Solamente pude coger uno que quedó atrapado en el marco de la ventana y en el pude leer: –le vendí las dos cosas que más quería, su alma y la mía…– . Recordé en aquel momento mi deseo de mirar desde aquella ventana, la única del Carreró del Bon Silenci, desde la que podía verse el mar, el castillo y la ciudad extendida a sus pies. La oscuridad era total, pero las luces de la ciudad estaban continuamente encendidas de noche por lo que esperaba poder verlas. Pero cuando miré desde la ventana y el enajenado piano competía con los aullidos del nocturnal viento, no vi ciudad alguna debajo de mí, ni percibí el resplandor de ninguna luz cordial procedente de calles conocidas, sino únicamente la oscuridad del espacio sin límites, un espacio lleno de música en movimiento, sin parecido alguno con ningún otro rincón de la tierra. Ante mí el caos y el pandemonio más absoluto y fue entonces cuando la vi y me miró fijamente con ojos vidriosos color turquesa, una criatura a la que no podría describir con palabras pero que me hizo sentir el más profundo terror que jamás haya sentido, y venía a por mí envuelta en un halo de música. Tambaleándome, volví al oscuro interior de la habitación, debía tratar de escapar de aquel lugar en compañía de Cartier, cualesquiera que fuesen las fuerzas que hubiera que vencer; por un instante me pareció sentir como si algo gélido me tocara, y grité con espanto como nunca antes lo había hecho. Tanteé con las manos hasta tocar el respaldo de la silla de Cartier, seguidamente, palpé y agité su hombro en un intento de hacerlo volver a sus cabales, pero éste no respondió y, mientras, el piano seguía resonando sin mostrar la menor intención de parar. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando le pusé la mano en la oreja, no sabría bien decir por qué… hasta que no palpé su cara inmóvil, aquella cara consumida y helada, sin 211


RELATOS Y FOTOGRAFÍAS DE «ESTUDIO» • 12 AÑOS DE CONCURSOS ADANAE

respiración, cuyos ojos habían desaparecido. Acto seguido, tras encontrar milagrosamente la puerta y abriéndola de un tirón, me alejé a toda prisa de aquella criatura de ojos vidriosos color turquesa que no dejaban de mirarme en la oscuridad y de los horribles sonidos de aquel maldito piano cuya furia incluso aumentó tras mi huida de la habitación. Salté escalones, descendí volando las interminables escaleras de aquella tenebrosa casa; me lancé a correr por las calles gritando de madrugada como un loco, hasta llegar al puerto, donde me enrolé en un buque con bandera soviética, el Karaboudjan, sin importarme el destino ni el trabajo que debería realizar. Aquella noche, recuerdo, no había viento ni brillaba la luna, y todas las luces de la ciudad resplandecían de madrugada. Aún hoy, treinta años después, todas aquellas terribles impresiones me acompañan donde quiera que vaya y no logro sacar de mi cabeza esa endiablada melodía.

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2013 • XII Concurso Literario / En un aprieto

XII Concurso Literario ADANAE Accésit

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En un aprieto Manuel Mérida Ordás (promoción 2010)

]

Q

uiero que cierres los ojos. Cierra los ojos y concéntrate en el sonido de mi voz. Olvídate de todo lo demás, permanece con los ojos cerrados. – No puedo. – Oye, necesito que hagas un esfuerzo. Céntrate en las suaves vibraciones de mi voz y deja… – Te digo que no puedo; si dejas el foco encendido encima de mi cabeza no hay quien se concentre con los ojos cerrados. – Ah, oh, perdona. El doctor Gros era un especialista en medicina tradicional y en meditación. Digo que era un especialista porque sabe mucho, pero en realidad no es doctor. Le gusta que los pacientes (amigos) que van a su consulta (el salón de su casa) le llamen así: Doctor Gros. El doctor Gros es en realidad uno de mis mejores amigos, Luis Gros, y es peluquero.

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Gros lleva siendo peluquero más de quince años, casi desde los 16 cuando su padre murió y tuvo que hacerse cargo del negocio familiar. A los 18 salió del armario y a los 20 años viajó por la India durante más de seis meses para tratar de encontrarse a sí mismo. Volvió abstemio y monje (eso decía él), pero le duró menos de una semana y volvió a retomar la peluquería, su homosexualidad y sus aventuras nocturnas; pero guardó consigo una gran espiritualidad, una especie de grado en budismo (eso afirmaba él) y una pasión ciega por la meditación y la medicina tradicional. Siempre que llegaba yo a su casa los meses siguientes le pillaba leyendo algo sobre el tema, o eso, o sentado en un cojín meditando, a lo cual varias veces traté de unirme sin mucho éxito antes de quedarme dormido. Ah, sí, también era frecuente pillarle acostándose con alguien, un conocido, un exnovio, un amigo, lo que fuese. Con alguien. Era frecuente por aquel entonces llegar a casa de Gros y encontrártelo tirado en la cocina sin camiseta, en calzoncillos y con algún garabato a rotulador o pintalabios por el cuerpo. Cuando se reponía un poco agarraba la jarra de agua y se bebía casi medio litro de un tirón. Te contaba que le perdonases, que se había despertado hoy (lunes) a las diez de la mañana en un parking de tierra a las afueras de la ciudad en el coche de un desconocido. Te contaba eso y te pedía que le concedieses diez minutos para realizar sus ejercicios de meditación. Gros era así, un tío muy espiritual, muy sexual, muy afeminado, muy peluquero, muy artista, muy todo. Uno de mis mejores amigos. Ahora teníamos 33 años y seguía exactamente igual que siempre; no, igual no, quizás trasnochaba algo menos. “Con la edad aguantamos peor el alcohol” decía Gros siempre, “que aprovechen quienes tengan 19 que a partir de los 20 años uno empieza a caer en picado”. Qué tío. Después de cada noche de juerga o de sexo sin protección pedía perdón en sus meditaciones a varios dioses, aunque muchas veces me había asegurado no creer en ninguno, que lo hacía por si acaso. Él era más de creer en energías y esas cosas, y, aunque a mí no me iban mucho, sus sesiones de relajación estaban bastante bien. –Concéntrate en mi voz. Relaja tu cuerpo y nota como tu mente se calma poco a poco. –Gros, la puta luz, tío. –Sí, sí, perdona. –Se levantó y apagó la lámpara del techo. Gros nos hacía gratis a los amigos más cercanos las sesiones de relajación y medita214


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ción cuando se lo pedíamos, y yo de veras que lo necesitaba-. Deja llevar tu atención a tu respiración, a tus fosas nasales, observa como entra y sale el aire… –Nada, para. Enciende. –¿Qué te pasa? –Que no puedo, no puedo concentrarme, tío, hoy no. –Tienes que intentarlo, te vendrá bien. –Ya, pero no me apetece. –¿Y un corte de pelo? –Sí, venga, eso sí. Bajamos a la peluquería de Gros situada justo debajo de su casa. El negocio iba de mal en peor desde hacía dos años y medio, pero a él no parecía importarle en absoluto, o por lo menos nunca parecía tenerle preocupado. Siempre que le preguntabas por ello te respondía que era un ciclo maya, que ya estaba previsto, y que en cuanto todos empezáramos a dejar fluir nuestras energías las cosas mejorarían. Sí, se refería a que la gente tenía que follar más. A poca gente conozco que le guste tanto el sexo. –Siéntate en la del fondo. –Gros había ido ganando más y más pluma con los años. –Tienes la pelu echa un asco, tío. –No puedo pagar a Paula, así que me toca limpiar a mí. Y pff, lo mío es el arte, no el trapo. –No me lo cortes mucho, maquinilla por los lados y por detrás; y lo de arriba con tijeras. Gros era un artista y siempre me dejaba impecable. Nunca jamás había ido a otra peluquería. Hacía tiempo nos lo cortaba gratis a todos los amigos, conocidos, familiares,… en verdad yo jamás conocí a nadie a quien Gros no le cortase el pelo gratis. En fin, tampoco me metía mucho en sus asuntos. Pero desde que esto de la crisis había empezado, o por lo menos desde los primeros rumores de crisis, yo siempre le metía el dinero en la caja pues él se negaba a cogerlo. –Deberías venir conmigo a las sesiones de Reiki. –¿Qué es eso? –Una especie de meditación con la señora Resi, que es toda una maestra. –No me van esas cosas. 215


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–Solo por ahora, hasta que se te pase lo de Laura –dijo Gros. –Si ni siquiera he podido concentrarme en la relajación. –¿De dinero vas bien? ¿Necesitas que te preste algo? –¡Pero Gros, si no tienes un duro! –Exclamé. Así era él, qué tío. –Gracias, pero no, no, la agencia va bien, no están saliendo proyectos interesantes pero nos mantenemos. El problema es que no me lo quito de la cabeza. –Hoy puedes volver a dormir en mi casa. Bueno, maricón ya lo sabes, que hoy y todo el tiempo que necesites. Cerré los ojos, era de lo más relajante cuando mi amigo deslizaba la maquinilla por mi nuca cuidadosamente. Se lo agradecí, le dije que no tardaría mucho en encontrar algo donde quedarme, pero que hasta entonces pasaría unos días con él. La noche anterior había salido un poco antes de la agencia porque quería dar una sorpresa a Laura por nuestro primer aniversario juntos, pero al parecer a ella se le había olvidado; no solo se le había olvidado sino que además la pille con su compañero de trabajo “el barbas” en mi propia cama y a cuatro patas. No dije nada, cogí mis cosas en silencio y me marché. Nunca he sido de montar numeritos, aunque en casa de Gros he pasado la noche llorando. Además me duele de veras que fuese “el barbas” porque el cabrón se da un aire a Johnny Depp, sí, eso es lo que más me jode, que encima fuese con “el barbas”. Y es que el tío se dejaba un bigote y una especie de barba-perilla que hace que recuerde mucho a Johnny Depp. Porque luego está su amigo el gordo que siempre lleva las camisas manchadas con goterones de café y no me habría importado tanto. El gordo era simpático, pero “el barbas” nunca me había llegado a caer del todo bien. Puede que por lo de parecerse tanto a Johnny Depp. Llevaba dos meses en casa de Gros y me había dejado crecer el pelo de la cara un poco como “el barbas”, o más, mucho más. Mira que le odiaba al cabrón. Lo primero que hice fue borrar del Facebook a mi novia, bueno, exnovia, y a él. Procuré salir de casa lo menos posible, para ir al trabajo y punto. Gros trataba sin éxito sacarme unas cuatro veces a la semana de fiesta y otras tantas intentaba que meditase con él. Pero en casa me pasaba el día viendo la tele, cualquier cosa, lo que echasen. También me dio por cocinar, ya que mi amigo me acogía en su pequeño piso a la segunda semana decidí ser yo quien hiciese las cenas, y no sé si por un pequeño brote 216


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de locura o por qué pero por las noches empecé a ver en el ordenador programas de Arguiñano y trataba de ponerlos en práctica al día siguiente con lo que hubiese en la nevera. No me di cuenta de lo mal que estaba hasta pasados los dos primeros meses de lo de Laura. –Uff, Gros, tengo mal aspecto. –Estás hecho una mierda, vamos, deja que te arregle los pelos de la cara. Son las siete, te esquilo y salimos a cenar por ahí. –Vale –dije mirándome al espejo y mesándome la barba. Llevaba dos meses en casa de Gros con mi vida un poco a la deriva, lo único que se mantenía a flote era mi trabajo, y menos mal. Creo que por eso decidí rehacer un poco mi vida, por miedo a perder también mi trabajo. Todo lo contrario que Gros, pensaba mientras me pasaba una cuchilla por las patillas. El tío era de lo más feliz con su vida, la peluquería y la poca clientela le daba mucho tiempo libre. Debía tener muchos amigos con dinero porque si no yo no entendía como podía salir tanto. –¿Qué tal? ¿Cómo te ves? –La verdad es que bien –dije. Y era verdad, había recuperado un poco de mi buen aspecto con el afeitado y corte de pelo. –Gracias, tío. –Vamos, te invito a cenar. –Sabes, mañana iré al centro a ver si encuentro un estudio que pueda alquilar. –No tienes por qué irte de momento, mientras no me eche un novio puedes quedarte, maricón –dijo con muchísima pluma. El tío era una reinona. –Gracias, tío. –Gros era un verdadero apoyo para mí. Cenamos en un kebab. Gros se comió una ensalada muy rara y yo una hamburguesa kebab con queso y patatas fritas. De postre un batido que tenían de oferta para compartir. Me contó que esa noche tenía una fiesta en una casa y que le acompañase, y por un momento deseé ser gay con toda mi alma para haber ido, pero suficiente era haberme acicalado y haber salido a cenar. Me quedaría en casa viendo algo en la tele. Gros y yo nos despedimos en el metro y fuimos a direcciones opuestas. Hacía años que ninguno de los dos tocábamos un coche propio. La situación económica nos daba para vivir, pero poco más. Estaba a seis paradas de casa de mi amigo cuando sonó por el interfono del metro que la próxima parada era Iglesia. Instintivamente salté de mi vagón y me quedé pensativo en el an217


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dén durante unos segundos o minutos, no sé bien. Llevaba unos días con lo de Laura bastante superado, seguía algo desanimado pero ya nunca pensaba en ella en absoluto y al pasar por la estación de Iglesia me picó la curiosidad. En la misma calle del portal de metro estaba la que había sido nuestra casa. La que siempre había sido casa de Laura pero donde yo había convivido con ella durante unos nueve meses. Por un momento me vino a la cabeza que lo que estaba haciendo no estaba bien y que debía dar la vuelta, pero me dije a mí mismo que serían cinco minutos, probar suerte y echar un vistazo. Y es que cuando me fui de la casa de mi exnovia nadie me reclamó nunca mi juego de llaves, no había vuelto a hablar con ella, y como las tenía en mi única cazadora vaquera con la que había ido a cenar con Gros, decidí asomarme, por si no habían cambiado la cerradura. No tengo muy claro para qué ni por qué lo hacía, y a medida que subía las escaleras del edificio mi corazón empezó a latir más y más rápido con claros signos de ansiedad anticipada a que hubiese alguien en la casa. ¿Qué diría? ¿Qué cara pondría? Otra vez estuve a punto de dar la vuelta, pero había algo en mí que quería volver a entrar en ese piso. Saqué las llaves de la chaqueta casi tiritando de los nervios y antes de tratar de meterla en la cerradura, que sí parecía la misma de siempre, acerqué la oreja a la puerta para ver si escuchaba algo. Nada, no parecía haber nadie. Me decidí a abrir y funcionó sin problemas, era la misma cerradura de siempre. Entré en la casa sigiloso y en tensión, y en seguida me empecé a notar extraño a medida que se sucedían en mi cabeza los recuerdos. La casa estaba igual que cuando me fui. No había cambiado mucho, quizás las fotos conmigo, que, oh, no podía creerlo, la tía había quitado todas y absolutamente todas las fotos conmigo del salón. Bueno. Seguí andando por la casa y busqué rastro de que hubiese allí viviendo con ella algún otro hombre, pero no me parecía haber encontrado nada interesante cuando paseaba por el dormitorio principal y me entró un apretón. Me entró un apretón de esos que te avisan con escalofríos y sudores fríos de que debes ir al cuarto de baño con cierta urgencia. Sin dudarlo ni un segundo me encerré en el cuarto de baño, y justo cuando me sentaba y hacía mis necesidades escuché abrirse la puerta. Oh, no, no, de verdad que no podía dar crédito. Puse el pestillo y me contuve. Me quedé rígido como una piedra y 218


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apenas sin respirar para escuchar los pasos de una, una o dos, dos, una, no, de dos personas que parecían aproximarse al dormitorio. La voz de Laura la reconocí enseguida en cuanto soltó una pequeña risilla. Hablaban bajito y no podía entender del todo lo que decían, pero parecían divertidos. La voz de él no la reconocí, y por un momento me vino a la mente la imagen de “el barbas” con mi exnovia a cuatro patas en mi cama la noche que me marché de aquí. Me dije a mí mismo que ojalá no fuese “el barbas”, cómo odiaba a ese tío, seguro que además se dejaba la barba porque sabía que le asemejaba a Johnny Depp, con ese bigotito largo y esa perilla negra. Si es que hasta tenía el pelo igual. Seguro que se había visto todas sus pelis. Pero volví a centrarme y pensé que no tenía por qué ser “el barbas”, lo cual me calmó un poco, no sé por qué. Empecé a escuchar besos y me sentí raro, pero no por los besos, sino que un escalofrío me recorrió de nuevo todo el cuerpo y la tripa parecía que me iba a reventar. Me había tenido que sentar mal la hamburguesa del kebab. Nunca me sientan bien esas cosas, soy de estómago delicado. Una vez vomité un kebab en el mismo restaurante que lo pedí y para no quedar mal pedí otro y dije que estaba malo de la tripa, lo cual era mentira, y cuando estaba por la mitad del segundo lo volví a vomitar. El dueño me puso cara de querer verme muerto. No volví a ese kebab. Seguí escuchando besos y caricias y risotadas y me habría entrado un ataque de celos increíble y hasta habría salido del baño a decirle cuatro cosas al tío si no me encontrase en mi situación, aunque quien sabe, quizás no hubiese dicho nada. Soy un cagón y no porque justo estuviese cagando sino que siempre he sido un hombre muy pacífico. Nunca me he peleado. Bueno, una vez me atinaron un puñetazo porque me confundieron con otro en una discoteca. Seguía luchando contra mis intestinos cuando empecé a escuchar decirse mutuamente guarrerías a los dos a través de la puerta del baño. A mí Laura jamás me dijo guarrerías, y entonces, para mi asombro, él le pidió hacer una cosa y ella accedió a hacer tal cosa siempre y cuando él tuviese cuidado al hacer esa cosa y se me escapó un: “¿Qué?!” Aunque por suerte no muy alto. Me odié instantáneamente y dejé de respirar. –¿Has oído eso? –dijo el hombre. –¿El qué? –Nada, nada, habrá sido cosa mía. 219


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Joder, encima seguro que el tío había escuchado algo pero se moriría de ganas de hacer esa cosa que a mí Laura nunca me había dejado hacer. Y es que sin duda alguna era la mejor parte de su cuerpo, y era algo que yo siempre había querido hacer, y ahí estaba otro tío, a punto de hacerlo, y me horrorizó la idea de que pudiese ser “el barbas”. “El barbas” no, por favor, pensé. Y me imaginé a Johnny Depp haciendo esa cosa con mi exnovia y volví a centrarme en respirar lentamente pues me volvía otro escalofrío. Se me escapó un pequeño gruñido de dolor, el estómago me iba a estallar. –Esta vez sí he oído algo. –Sí, yo también. Escuché pasos y mi corazón se disparó a mil por hora. Los pasos parecían venir directos hacia el baño y sentía que estaba a punto de entrar en pánico. Qué vergüenza, estaba seguro de que hasta podrían denunciarme por aquello, por allanamiento de morada, qué humillación que “el barbas” me denunciase, o aunque no fuera él. Laura nunca volvería conmigo. El pomo de la puerta se giró en vano. Menos mal que había puesto el pestillo y que era un pestillo seguro. El hombre aporreó la puerta. -¡¿Quién anda ahí?! –gritó. Enmudecí por completo y volví a retener mi respiración. Hasta me olvidé de mi estómago por unos segundos. Estaba sentado acurrucado en el váter tapándome la cara con las dos manos. Tenía los calzoncillos y pantalones bajados y me daba la sensación de que si me ponía de pie me cagaría encima. Qué mal lo estaba pasando. Y el hombre volvió a aporrear la puerta. Menos mal que tenía pestillo. –A lo mejor la hemos cerrado nosotros antes y se ha atascado –dijo Laura. –No, yo he escuchado algo –dijo él. Ojalá no fuese “el barbas”. –Llama al vecino y dile que nos deje la llave inglesa. Al cabo de pocos minutos Laura apareció con un vecino, pero gracias a Dios la llave inglesa no sirvió para abrir el pestillo. Les oía conversar a través de la puerta y trataba de contener al máximo mi respiración y mis tripas, lo cual me estaba matando. Llamaron a varios vecinos más y se fueron acumulando varias voces al otro lado de la puerta. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas pero no encontraba solución factible, y enseguida me tenía que centrar en contener cualquier tipo de ruido que se me pudiese escapar. De repente me puse a pensar en chorradas como en que había 220


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dejado en casa a medio leer un artículo de lo más interesante sobre Jon Krakauer. Casi ahí sentado me sentía un escalador en su novela Mal de Altura, luchando contra mis tripas como si aquello fuese el Everest. Pero en seguida volví a centrarme. Pero sí, parecía estar dándome un mal de altura de verdad en esa situación. Mis manos me temblaban y noté como mis tripas tiraban hacia abajo y los pelos de los brazos se me ponían de punta. Joder, y encima “el barbas” (si hubiese sido el gordo me daría más igual) no paraba de aporrear la puerta y de preguntar quien estaba al otro lado. Si supiese que era yo cagando… Pero ojalá no fuese “el barbas”, de hecho, a lo mejor era el gordo. No, me extrañaba que un tío siempre manchado de café se acostase con Laura. La verdad que ella era mucha mujer. Y si no se hubiese tirado a ese Johnny Depp hacía dos meses nada de esto habría pasado. –Bob, ya están aquí. –dijo Laura. No podía creerlo, Bob era “el barbas”. El Johnny Depp, cómo le odié en ese momento. ¿Y quiénes estaban aquí? Pensé asustado. Me despisté un segundo y se me escapó un gas. –He oído algo… –dijo alguien al otro lado. No sabía cuánta gente debía haber allí, pero se oía un continuo murmureo. –¡Cuidado!, apartad, ya están aquí –repitió alguien. –¿Pero quiénes leches estaban aquí? Pensaba yo conteniéndome. Y cómo odiaba a “el barbas”, de verdad, en ese momento le odiaba con todo mi corazón. –¡Cuidado, apartad! ¡Los bomberos y la policía van a derribar la puerta!

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Agradecimientos

Agradecemos a los miembros de los jurados su inestimable colaboración: Jurados Literarios

Jurados fotografía

Cristina Álvarez-Puerto Enriqueta Antolín Lola Beccaría Elena Bordons Andrés Calvo-Sotelo Martín Casariego Nicolás Casariego Manuel Caso Flórez José Carlos Castellanos Isabel Cobo Silvia Esteban Ramiro Feijoo Inés Fernández Arias Miguel Fortea Elena Gallego Inmaculada Garrido García Luis Gutiérrez del Arroyo Charo López González Clara Marías Martínez Miguel Marías Guillermo Mejías Martínez Mª Luisa de Miguel Teresa Ramírez Antonio Ruiz Salvador Guillermo Sáenz Escardó Luis Sánchez María Sánchez Torregrosa Adolfo Sanz Martínez Paloma Sarasúa Carmen Servén Carlos Soria Juan Varela-Portas

Álvaro Alvarado Miryam Anyllo Cristina Arenillas Federico Baixeras Paula Cardeñoso Adrián Carra Ignacio Cavero María Esteban Carmina Gobernado Javier Lerín Teresa Manero Inés Navarro Mónica Ochoa Mónica Porres Silvia Rodríguez de Llanos Saleta Rosón Cedrón Luis Sánchez Dolores Secades Pérez Gonzalo de la Serna Pablo Strubell Sonia Tercero Álvaro Toledo Ruiz

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