CABEZA DE PLAYA PPO OR R VVA AR RIIO OS SA AU UT TO OR RE ES S
Ilustración de cubierta: Pedro Belushi© 2010. Diseño de logo y tapas: Graciela Lorenzo Tillard ©. © Víctor Conde, John Siwen, José Joaquín Ramos, Ludo Bermejo, Graciela Inés Lorenzo Tillard, Javier Arnau, Javier Álvarez Mesa, Fabio Ferreras, Eduardo Vaquerizo y Santiago Eximeno 2010. © 2010 Asociación Alfa Eridiani http:\\www.alfaeridiani.com alfaeridiani@yahoo.es ISSN: 696 6538 Compilado en España - Compiled in Spain
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UNO por Víctor Conde —Maldita definición. Jamás había visto un plotter que tuviera tan pocos puntos por pulgada. Maude volvió a revisar el portapapeles estampado con el sello de la editorial, y contó someramente la cantidad de folios raspándolos con el pulgar. Los forrados de plástico sonaron a metálico. —Ayer trajeron una láser de trescientos puntos —comentó el hombre que conducía el Ford azul, exhalando una vaharada de humo por la ventana—. Creo que se la estaban disputando en redacción, pero nadie sabía manejarla. El libreto de instrucciones sólo vino en alemán. La periodista rió la broma. André sabía hablar perfectamente ese idioma, pero no iba a poner sus conocimientos al alcance de los de otro departamento. Ellos llevaban años esperando una buena impresora, y por la lentitud con que funcionaba el papeleo de intendencia en el Sunday Telegraph prefería no correr el riesgo. Un bache más le comunicó que la carretera había vuelto a perder enteros en la clasificación vial: de convencional acababa de descender a comarcal en sólo veinte metros de gravilla. La lluvia recién caída resbalaba por el lindero del bosque y buscaba su lugar de mayor comodidad en las depresiones no asfaltadas. —Odio meterme por estos andurriales —protestó Maude, cerrando el portapapeles con una goma elástica—; ni siquiera por hacer concesiones a la vieja Riviera francesa. —Este coche es alquilado. —Da igual. Aún así esta carretera me ofende... ¡ahí está! Maude apuntó con el dedo a una chimenea que apareció fugazmente entre las copas de los árboles. Estaba casi recubierta de enredaderas y exhalaba un hilo de humo blanco. Su compañero sonrió. —No tan difícil de encontrar como nos dijo el del restaurante. El coche venció con un par de saltitos el enlace de la carretera con la cuidada hectárea de jardín de la mansión de la colina. Los abetos se torcían para abrazar las paredes de piedra negra y las chimeneas gemelas. El millonario propietario de los terrenos había variado la composición neoclásica de sus contrafuertes para hacer sitio a un salón de baile de paredes de cristal. Aparcaron justo delante de la entrada principal. Para su sorpresa, era el propio monsieur Fontane el hombre de la generosa barriga quién les esperaba en el porche. 5
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—Maude Saint-James, si no me equivoco —saludó, tendiéndole una mano carnosa. La periodista la sacudió con agresividad y le devolvió la sonrisa—. Disculpen por el estado de la carretera, ése es uno de mis caballos de batalla con la Administración. —El coronel Fontane. —No... ¡ése soy yo! —y estalló en una carcajada. André comenzó a poner pies en polvorosa rumbo al maletero, pero Maude le dio un suave codazo para que riera el chiste. —Sí... bien, estoy muy agradecida de que nos haya dejado venir. Los trabajos de investigación suelen ser aburridos para los anfitriones. —Oh —el millonario le restó importancia con un ademán—, para mí es un placer que hayan venido desde tan lejos para hacer caso a las fantasías de un amante de los pájaros. Maude recogió el portapapeles del interior del coche mientras su compañero sacaba las cámaras del maletero. —Pero usted no cree realmente que sean fantasías, ¿verdad? Me refiero a que... —Yo mismo les llamé, sí. Pero pasen, pasen. Ya tendremos tiempo de comentar todos los detalles durante la cena —y franqueó el paso. Maude entró primero en el pasillo decorado con cuadros de época. Todos los exponentes más famosos de la familia Fontane estaban colgados de aquellas paredes, observando a los invitados con constante desaprobación. La disposición del hall era extraña, ya que el recibidor no se abría hasta haber avanzado por aquel estrecho pasillo unos cinco metros. Luego se distendía hasta abarcar un salón oval con dos escaleras y tres puertas anexas. —Por favor, ¿el servicio? —solicitó Maude en voz baja en cuanto llegaron al descansillo. El coronel le señaló la tercera puerta. André depositó los bártulos en una esquina y comenzó a dar instrucciones al servicio de qué hacer con los paquetes más delicados. Maude alzó la mano para agarrar el pomo de la puerta, pero éste giró primero. La hoja de madera blanca se descorrió lateralmente, y al otro lado apareció un hombre. Era más alto que ella, casi diez centímetros hasta la cúpula de pelo absolutamente negro que recogía en una coleta. Tenía unos treinta años, complexión atlética y, aunque su rostro no destacaba especialmente, Maude valoró en muchos puntos aquella nariz aguileña y los ojos afilados como saeteras. El hombre se apartó mascullando un parco lo siento, y ella bajó la vista, entrando. El extraño vestía botas de montañés. —¿Vino? 6
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Maude alzó dos dedos, medida que el coronel no respetó. El líquido llenó la copa casi hasta arriba. —Es de buena cosecha —explicó Alain Fontane—. Me lo trajo mi sobrino del norte del país. Dicen que esta misma reserva la probó el ministro De Gaulle en una visita, y que se quedó tan encantado con su solera que ordenó que allí mismo le empacaran dos cajas. Maude alzó la copa y confirmó el brindis con un tintineo. El coronel había dispuesto la mesa grande, la del salón de las tres chimeneas, en honor a sus invitados. Por el polvo que aún mantenían alguno de los cubiertos encerrados en las vitrinas del fondo, estaba claro que no era una experiencia frecuente. Sólo había tres comensales, los dos periodistas y el propio anfitrión. Éste resultó ser un hombre afable y cercano, propenso a hacer chistes cuyo blanco generalmente era él mismo. Durante los preliminares al primer plato les había hablado de la época en que la mansión había pertenecido a un alto caballero francés, y de cómo en aquella habitación el duque lo había hecho ejecutar para acallar los rumores de que le estaba poniendo los cuernos con su mujer. Por supuesto, omitió los detalles más sórdidos de la ejecución por respeto al apetito de sus invitados, pero se deshizo en alabanzas a la dignidad con la que el caballero había enfrentado la muerte. Tras el segundo plato, la conversación derivó inevitablemente a las fotos. —Éstas no son nada claras —estimó el coronel, secándose los dedos en una servilleta. Recogió la lámina que le tendieron y la examinó detalladamente—. Esto de aquí son casas de adobe, ¿no? —Las del extremo norte de Mercenat, unos doce kilómetros campo a través de Saint Perié —precisó André, cruzando los brazos sobre el mantel. El coronel se colocó unas gafas redondas y gruesas, acercándose mucho la lámina. Al principio no dijo nada, pero poco a poco fue inclinando afirmativamente la cabeza. —Sí... creo que un fenómeno parecido es el que vimos por aquí hace un mes. Maude y su compañero cruzaron una rápida mirada. Llevaban casi tres meses persiguiendo unos fenómenos fotografiados pero difíciles de explicar, preguntando a todos los que se habían visto implicados en los avistamientos y, por qué no decirlo, visitando a alguno en más de una consulta psiquiátrica. El coronel dejó aparte la foto que estaba mirando y cogió otra al azar. En ella se veía una costa con montañas y mucha niebla, al estilo ir7
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landés. El mar estaba encrespado y un lejano barco de pescadores hacía cabriolas sobre su popa para sortear una ola. En primer plano, podía verse perfectamente un punto de luz que se desplazaba sobre el rompiente del mar contra unas rocas, dejando una estela. En la otra, un fenómeno opaco pero de tamaño similar, parecido a una acumulación de tubos metálicos en forma de estrella, permanecía estático sobre lo que parecía una veleta de campanario. —¿Han comprobado que no se trata de buenas falsificaciones? — preguntó el coronel, escéptico—. Hoy en día con los programas esos nuevos de ordenador se pueden hacer cosas verdaderamente increíbles. Maude cogió la foto de la costa y señaló una franja con la uña del meñique. —Ya hemos tenido en cuenta esa hipótesis, pero fíjese. El objeto interactúa demasiado bien con su entorno. —¿Cómo? El coronel se inclinó, colocándose bien el caballete de las gafas, y miró a donde ella apuntaba entornando los ojos. —Fíjese aquí. Y aquí —señaló Maude—. La luz del objeto se refleja en la hierba del prado y en las olas del rompiente. Esta franja herbácea del litoral tiene las puntas sutilmente quemadas, como si las hubieran sometido a un calor breve e intenso. Una llama en arco o algo así. La emulsión captó la variación de tonalidad justo al límite de tolerancia de ASA. —Introdujimos un modelo similar de costa en el ordenador e intentamos trucarla de muchas maneras diferentes —comentó André, colocándose bien el reloj. Eran sólo las siete de la tarde, pero ya había oscurecido en la campiña—. Tuvimos en cuenta todos los detalles: que alguien suficientemente meticuloso hubiese trucado las puntas de las briznas de hierba, la sombra de los tallos circundantes para que se alargase y oscureciese remarcando la iluminación natural desde esas nubes... —Llegamos a la conclusión de que el trucaje era demasiado bueno. El objeto estuvo realmente allí... lo que puede significar cualquier cosa — coroló Maude—. Tal vez sea una antorcha sujeta por un cable, o una cometa en llamas con un hilo tan delgado que no sale en la foto. Todo es posible. —Pero ustedes no quieren creerlo —sonrió Alain Fontane, sorbiendo el coñac. Maude dejó que su perfecta dentadura brillara bajo la luz de las velas.
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—No hasta que me convenzan de lo contrario. Creo que todo esto no es sino un fraude monumental, algo que alguien se está gastando mucho dinero en preparar. —Y quiere ser usted la que lo destape. Comprendo. —Los ovnis no existen, coronel —sonrió la joven—. Sólo hay que saber dónde buscar el truco. —Háblenos de su visión —pidió André. El coronel encendió una pipa y comenzó, con voz soñadora: —No sé si se habrán fijado al venir en el altiplano de cipreses que hay junto al vallado del semáforo, justo a la entrada del anexo —los periodistas asintieron—. Da directamente al mar, tras unos veinte metros de subida. La pendiente no es muy pronunciada, y por eso se puede acceder al mirador en jeep. La tarde del catorce de abril yo había subido hasta el borde para fotografiar la tridáctila de los riscos. —¿La qué? —se extrañó Maude. Fontane señaló una gaviota disecada que observaba el techo desde lo alto de la alacena. —Ésa la mató uno de los antiguos propietarios; yo nunca me habría atrevido a hacer semejante barrabasada —carraspeó—. Estaba tirando algunas diapos de las gaviotas y de sus nidos, cuando vi un objeto ligeramente troncocónico y muy luminoso acercarse desde el mar a gran velocidad. Se detuvo a unos cien metros de mi jeep y ejecutó varias cabriolas graciosas, todas en movimiento exclusivamente vertical. —¿Logró fotografiarlo? —Sí, pero veló la emulsión. Tendría que haberme llevado la cámara digital —El coronel no parecía muy seguro de su memoria, ya que meditaba sobre cada dato antes de hablar—. El objeto emitía mucha luz, pero ni obturando el diafragma al máximo pude enfocarlo bien. —¿Entonces cómo supo que era troncocónico? —preguntó André con suspicacia. Fontane sonrió. —Por las imágenes postretinianas. Cuando cerré los ojos, estuve un buen rato viendo formas proyectadas contra mis párpados. —Entiendo. ¿Y qué ocurrió después? ¿El objeto aterrizó? ¿Trató de interactuar con usted o su coche de alguna manera? —¿Se refiere a si hubo un encuentro del tercer tipo? No —sacudió la cabeza como si de eso estuviera absolutamente seguro—. Nos limitamos al segundo. La cosa estuvo un par de minutos haciendo sus cabriolas, y luego se sumergió en el mar con un arranque de velocidad. Y mi jeep se puso en marcha sin que yo lo tocase. Cuando fui a abrir la puerta, se produjo un pequeño chispazo. Tuve que esperar unos segundos hasta que descargara a tierra para poder entrar. 9
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Maude alzó las cejas. —Me suena muy extraño. Un coche es el lugar más seguro durante una tormenta eléctrica. Ni un rayo de gran potencia dañaría a su conductor mientras éste no toque el metal de la carrocería. —Yo tampoco me lo explico —suspiró Fontane—. Pero así fue. El fenómeno acabó como a tres minutos exactos después de haber comenzado, incluyendo el momento en el que el coche volvió a apagarse. —Se ahogó por falta de embrague —comprendió Maude, tomando notas en una pequeña libretita con el conejo Buggs tatuado en la solapa—. Si no le importa, nos gustaría ver el altiplano antes de regresar. —¿Ya se van? —el coronel pareció un poco triste—. Tengo habitaciones de sobra, y la carretera por la noche se vuelve mucho más traicionera que durante el día. Si lo desean pueden quedarse aquí esta noche, y así me acompañan a vigilar un rato a la tridáctila —les guiñó un ojo—. Por si aparece de nuevo nuestro amigo. Los periodistas se consultaron en silencio unos segundos, pero por la respuesta de André, Fontane dedujo que ya habían previsto esa posibilidad. Al abandonar el salón comedor, Maude se dejó llevar por el coronel del brazo mientras preguntaba: —Alain, no es que quiera parecerle desagradecida, pero temo que me tengo que mantener en el plano escéptico mientras dure la investigación. Usted lo entiende, ¿no? Fontane le dio un par de palmaditas cariñosas en el brazo. —Ah, cherie, la incredulidad es la madre de la ciencia, no esa desvergonzada de la experiencia. Dude a gusto de todo lo que vea o averigüe mientras esté aquí, pero prométame una cosa. El coronel hizo una pausa y la miró a los ojos. —Cuando encuentre algo... que no pueda refutar, algo excesivamente anormal, ya me entiende... no lo deseche por gusto. Concédale una oportunidad a lo extravagante. No olvide que cuando toda la lógica ha fallado, lo ilógico es improbable pero indudablemente cierto. —Conan Doyle —sonrió ella, pero el hombre la corrigió: —En realidad es de Einstein, pero lo que decía el personaje de Doyle era algo muy parecido. Y se marchó escaleras arriba a recoger su chamarra y su cámara fotográfica.
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DOS por John Siwen Royden Grosvenor se apresuró a abandonar la finca en cuanto recogió las cosas que necesitaba. Había acordado con Fontane que no interferiría en la reunión con los periodistas, al menos por el momento. Se daba cuenta que había sido una imprudencia, porque había estado a punto de estropearlo todo. Afortunadamente su encuentro fue con una mujer que, al parecer, se turbó igual que él ante un encuentro a la salida de los servicios. El tic que aparecía tan inoportunamente cuando estaba nervioso comenzó a hacerle temblar el labio superior. Apretó los dientes de rabia al volante de su Patrol camino del refugio del Chêve-liège. Se había comportado con educación y de una forma muy natural, seguro que ella ya lo había olvidado. Había sido importante en sus tiempos de la universidad en los círculos de aficionados a la ufología, hasta el punto de haber participado en alguna tertulia televisiva a una hora intempestiva para el gran público. Si lo había reconocido, Fontane estaría en una incómoda posición. Revolucionó el motor del coche pisando el embrague a la mitad para sortear los cascotes que quedaban de un muro de piedra derruido. Aquella parte de la propiedad de Fontane estaba algo descuidada por no tener ningún valor económico para su acaudalado colega. Era una máxima de la familia: si no puedes obtener más dinero, aleja tu dinero de él. No era el camino más cómodo ni para él ni para el Patrol, pero quería llegar cuanto antes al refugio y seguir con su trabajo. Había perdido más tiempo de la cuenta, aun evitando ir al pueblo a comprar lo que necesitaba. Además se había metido en un aprieto por demorarse estúpidamente usando los servicios. Tras una veintena de metros de camino abrupto, minado de pedruscos casi demasiado abultados para el Patrol, dejó el coche medio oculto entre los primeros árboles que salían a su encuentro y finalizó el camino a pie. La cabaña se encontraba incrustada en la ladera, justo antes de un cortafuegos de piedra que sin duda estaba allí antes de que Fontane construyera aquel pequeño picadero. Tanto su edad como su barriga le habían hecho desistir de sus conquistas y le había cedido la cabaña en desuso como estudio de trabajo alejado de miradas curiosas. Tan alejado que a veces, como cuando se le terminaba el material, lamentaba encontrarse tan aislado. Brucie salió a recibirlo. El labrador blanco corrió desde la cabaña, que nada tenía que ver con las casas de piedra blanca con tejados cubiertos de tejas romanas que los turistas tanto gustaban de ver en la campiña. Quizás por no desentonar con aquel pequeño bosque de alcornoques que ya resultaba bas11
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tante rebelde en aquella zona destinada al rentable cultivo del vino. Aquel reducto tan extrañamente denso era resultado de una orografía dura en exceso como para que resultara rentable su explotación. Por una vez el corcho había vencido al placer del vino. A punto estuvo la perra de hacerle caer en su efusiva bienvenida, agitando la cola de un lado a otro y saltando alrededor de su amo. —Sí, Brucie. Yo también te quiero mon cherie. Su caluroso recibimiento se enfrió considerablemente cuando él abrió la puerta, tanto que ella protestó con un ladrido varias octavas más alto de lo habitual. Royden la miró y no pudo evitar sonreír ampliamente al ver al animal sentado con la cabeza ladeada. El mensaje parecía claro: ¿ya nos vamos a meter en casa? Cuando le preguntaban si estaba casado, a veces se sentía tentado a contestar que sí. —De acuerdo. Vete a jugar pero no vuelvas muy tarde —le contestó divertido. Brucie salió corriendo y él entró en la casa, acostumbrado ya a aquellas muestras de inteligencia casi humana. Aunque tampoco importaba lo más mínimo que ella comprendiera o no, a él le divertía pensar que así era. Cerró la puerta, y con un pesado suspiro dejó sus recientes preocupaciones fuera y volvió a su trabajo. Había recogido las últimas memorias del día anterior de los puestos de observación, pero justo cuando se disponía a volcarlas a película se dio cuenta que se le habían terminado los rollos la noche anterior, pero al marcharse más tarde de lo habitual se le olvidó. Intentó ver las imágenes directamente en el mac con una de las memorias que había registrado más actividad, a un par de kilómetros de la visita que tuvo Fontane. Pero no consiguió nada. Los filtros que empleaban en las cámaras digitales dejaban las memorias inservibles para su proceso digital directo, sólo los carretes especiales tratados con los líquidos adecuados conseguían obtener algo más que manchas grises sobre negro. Vistas las capturas que poseían, aquélla era la única forma de obtener una imagen nítida de objeto eliminando su luminiscencia. Aunque una imagen captada por ellos sería de por sí un logro importante, ambos perseguían algo más que otra mancha borrosa en el firmamento. O se resignaba a perder el día en un viaje al pueblo para comprar carretes, o se arriesgaba a que Fontane se enfadara con él y a las preguntas de los periodistas en una visita furtiva al estudio de la mansión. La elección ya no tenía remedio así que decidió que no fuera en vano. Introdujo en el conversor y fue volcando las memorias en los carretes una a una. Tamborileaba impaciente con los dedos en la mesa del ordenador apremiando al indicador del proceso. En una memoria la barra del 12
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tanto por ciento realizado se entretuvo unos segundos más de la cuenta, y esa señal de que se procesaba una imagen compleja le puso más nervioso de lo que estaba. Entró en una habitación y apretó con un par de vueltas una bombilla que se encendió con luz roja. Preparó las cubetas de revelado y comenzó a tratar el carrete más interesante. El labio le temblaba con insistencia. La ansiedad no era buena consejera en ese trabajo, pues ya había sufrido otras decepciones, así que decidió revelarlos todos para tranquilizarse. En unos cuarenta y cinco minutos los cables que cruzaban el techo de la habitación estaban repletos de cuartillas colgadas a secar, y Royden estaba algo mareado por las emanaciones de los líquidos. Decidió que un descanso le vendría bien antes de repasar las fotos. Lanzando un par de miradas furtivas al cable que contenía las imágenes sospechosas, que aun no mostraban nada distinguible, salió de la habitación oscura. Se preparó un café instantáneo en la pequeña cocina y volvió al salón, a los dos grandes paneles de corcho que dominaban la estancia. Cientos de fotos de la campiña, reproducciones de grabados, antiguos lienzos de artistas locales poco conocidos, incluso secuencias cuadro a cuadro de algún vídeo casero. Todos con elementos comunes: un extraño objeto luminoso flotando en el cielo o marcas de extraños incendios en los campos. En los grabados más antiguos, realizados en un monasterio ya abandonado de la comarca, en forma de la ira de Dios. Se dice que más de un monje murió como consecuencia de las heridas que se producían en penitencia a sus faltas cada vez que el ojo de Dios aparecía en el firmamento. En un par de lienzos del siglo XVIII, una bola de fuego que caía del cielo tras el retrato de un noble, con los efectos de ligereza y sugerencia del rococó francés de la época. Fotos realizadas con una cámara de 35 mm por un fotógrafo alemán en el año 1929. Hasta unas primerizas imágenes en color realizadas entre los años 36 y 38. Toda una colección, un banco documental sobre la influencia de objetos voladores en la zona desde hacía mas de tres siglos. El fruto de muchos años de trabajo. Se entretuvo en uno de los lienzos, era fantástico. Una pintura muy rara y por lo tanto cara, muy cara. Su investigación había ganado en enteros desde que, hacía ya cuatro años, conociera a monsieur Fontane cuando investigaba el rumor de un avistamiento cerca de sus tierras. Aficionado a los pájaros y a la fotografía, el millonario se mostró extrañamente receptivo al ver algunas fotos raras que tenía en su poder. Para su sorpresa, enseguida se ofreció a subvencionar su trabajo. Royden dejó su empleo con reservas, preocupado porque todo aquello se tratase de una distracción pasajera, un capricho para el excéntrico aristócrata. Pero pronto cuajó una buena amistad y con ella la 13
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confianza. Dedicarse a su sueño a tiempo completo con los fondos aparentemente ilimitados de Fontane bien merecía cualquier sacrificio. Además estaba el valor añadido de las tierras de Fontane. Gracias a pequeñas cámaras digitales acompañadas de un pequeño microcontrolador que activaba el volcado a memorias reutilizables cuando la saturación de la imagen aumentaba en un 200% o más, había podido fabricar sus propias fuentes de información suplementarias. Ya no dependía de las experiencias aleatorias de los lugareños, a veces tan impregnados de la tradición de avistamientos del lugar que resultaban testimonios totalmente inútiles. Muchas veces obtenían la imagen en alta definición de un pájaro que había tapado el objetivo con su cuerpo y, al marcharse, había expuesto a la cámara a la luz bruscamente. Otras tantas, en noches con tormenta eléctrica, impresionantes imágenes de rayos, a veces tan cerca que incluso la lente de alguna cámara resultó afectada por la exposición. Apuró el café y casi corrió a la habitación de revelado. Arrancó del cable elegido con una mano las fotos sin mirarlas y las fue amontonando en la otra. Se sentó ante la mesa del salón y ajustó el flexo para que apuntara al centro. Rebuscó en el desorden hasta que encontró la lupa que estaba buscando, aunque al mirar la primera foto del montón la dejó caer asombrado. El cristal grueso de la lente reventó en pequeños trozos que se esparcieron por la habitación. —Merde —El ruido le asustó. Rebuscó un poco más hasta encontrar otra lupa, aunque era más vieja y de peor calidad. —¿Cómo es posible? —Examinó con avidez la fotografía—. Mon dieu, c'est merveilleux. Sintió cómo le acudían lágrimas a los ojos. Se levantó apresuradamente y se golpeó la rodilla con la mesa. Cojeando fue hacia un mapa que estaba extendido en otra mesa, más pequeña. Buscó la localización de la cámara y anotó la longitud y la latitud en el reverso de la foto. Tenía que contárselo a alguien, pero Fontane estaría ocupado. Cogió lo que se le ocurrió que podría necesitar: una chaqueta, linterna, su teléfono móvil, una cámara. No, mejor dos cámaras. ¿Qué más? Seguro que olvidaría algo que más tarde le resultaría imprescindible. Cuando salía de la cabaña volvió a por el mapa. —¡Brucie! ¡Ven aquí! —llamó a la perra camino del Patrol— ¡Brucie! No podía esperar. Aquello era más importante.
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TRES por José Joaquín Ramos En Berkeley estaban excitados. No se habían obtenido unos resultados tan claros, tan inconfundibles de la existencia de vida extraterrestre inteligente desde que se inició su búsqueda, como los que se hallaban encima de la mesa del director del proyecto. Todo empezó ahora hace ya cuarenta y cinco años con el Proyecto OZMA y la idea de utilizar radiotelescopios para estudiar las emisiones procedentes de los sistemas de Epsilón Eridano y Tau Ceti, estrellas muy similares en todos los aspectos a nuestro Sol. Este proyecto no tuvo éxito y fue cancelado, pero estimuló la imaginación de la gente y le surgieron herederos. No había potencia mundial que no tuviera su proyecto SETI o Search for ExtraTerrestrial Intelligence Project. Algunos de ellos incluso privados. Y ahora esto. Claro que el tiempo de computación era inmenso y se hubo de recurrir al voluntariado. Millones de ordenadores conectados a la red ayudaron a analizar la ingente cantidad de información que provenía de los aledaños de las estrellas. Carl Sagan soñó que esta información sirviera para ponerse en contacto con una inteligencia. ¡Si pudiera abrir los ojos y ver cuan próximos estaban los objetivos!, pensó el director. Lo sorprendente era que las señales procedían de un sol cercano a la Tierra, a tan sólo 50,6 años luz del Sol. Iota Horologii había sido recientemente descubierta y, por lo tanto, los datos analizados se habían tomado hacía poco. Y aún quedaban otros muchos más por analizar. Por eso, el supervisor, James Attemberg, el investigador senior que estaba de guardia aquella noche, arqueó las cejas en expresión de asombro cuando llegaron los primeros datos en rápida sucesión. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Nunca antes habían coincidido tan llamativamente cinco resultados. Que alguna vez surgiera una señal errónea, una señal que se pudiera confundir como una radiotransmisión artificial era frecuente. Una entre un millón para ser exactos. Pero los sofisticados equipos del Proyecto habían descartado todas y cada una de ellas como artefactos, errores de medida. Pero éstas no, éstas habían superado todos los tests. Lo más extraordinario era que poseía un compañero, Iota Horologii B, que podría albergar vida aún tratándose de un gigante de órbita excéntrica y con 2,3 veces el tamaño de Júpiter. Pero aún así estaba en la ecosfera de su compañera y era viable la vida. Pero ¿qué clase de vida podría soportar la gravedad de este Goliat entre los planetas? Jimmy se abalanzó sobre la consola para seguir el rastro de los registros. Todos ellos habían sido tomados por radiotelescopios del Hemisferio Sur. Aún quedaban bastantes paquetes por examinar. Afortunadamente era un investigador senior y tenía ciertos privilegios de acceso sobre los programas de control. Ocho horas después estaba claro que las señales procedentes de Iota Horologii habían sido emitidas por seres in15
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teligentes con el fin de enviar información a otras mentes, también inteligentes. El director del proyecto había convocado al comité gestor en sesión extraordinaria. —¿Son seguras esas proyecciones? —preguntó el director a Attemberg. —Totalmente —contestó Jimmy—. Como podrán observar —continuó en el mismo tono de firmeza—, no provienen ni del sol ni de su extraño compañero ni de una órbita en la que pudiera haber otro planeta. Según los vectores de dirección que hemos calculado el objeto estaba en la órbita interior de Iota Horologii B y envió un haz de luz modulado hacia el planeta. —¿Sugiere que se trataba de un objeto que enviaba información al planeta? —O de varios, recuerde que ya se han identificado cientos de señales como éstas. Y por la posición casi tangencial a la órbita del planeta sabemos que era un objeto volador no identificado. Podría ser un cometa cruzando la órbita planetaria, pero en algún momento de la historia del sistema planetario, Iota Horologii B lo habría capturado. —¿Cuánta gente sabe esto? —De momento la imprescindible. No queremos levantar la liebre antes de lo necesario. —¡Dios! ¡Si supieran esto los cazadores de ovnis! La historia del coronel Fontane era consistente. No obstante había algo sutil que no le agradaba. Era obvio que a Maude no le había caído bien el coronel. A pesar de su afabilidad y la exquisita hospitalidad para con ella. Con todo su insistencia con el vino había probado notablemente su capacidad de contención en muchos sentidos. Ahora viajaba al lado de André algo amodorrada. Entrecerró los ojos para conseguir despejar su mente de los vapores del alcohol. Por eso, sólo André se fijó en la carilla de iluminado, como si hubiera recibido una revelación, del conductor de un Patrol que se incorporaba a la carretera en sentido contrario al suyo desde un cruce próximo al pêtit-palais del coronel. La pensión que habían elegido no era lo más chic que pudieran encontrar por los alrededores pero era confortable, con unas maravillosas vistas al mar y, lo más importante, les permitía algún que otro lujo. Como el de aquella noche. Habían planeado ir a un restaurant del barrio marinero cuya fama había sido reconocida por la Guía Michelín. Ni qué decir tiene que debían compartir una habitación doble con camas sepa16
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radas. Mientras André se arreglaba, Maude abrió su portátil para consultar el correo. Casi dio un bote de alegría cuando comprobó que tenía un correo automático del Proyecto de Búsqueda de Vida Inteligente en el Universo. En él se le comunicaba que su portátil podría haber encontrado pruebas de vida inteligente. Su rostro reflejó un gesto de desaire cuando leyó un segundo correo anulando el primero. Por el foro de noticias sabía de estas decepciones. De todas formas tenía algo extraño. Decidió buscar en las news; había varios mensajes en los que sus remitentes habían descorchado champán. Dedujo que alguien había realizado una actividad frenética para acallar estas voces. No pudo averiguar mucho más. Cuando André acabó su aseo, Maude le pidió que echase un vistazo a su trabajo con el ordenador. Éste se concentró en la tarea con natural eficiencia. Maude le puso su mano firme sobre el hombro con cariño, en señal de apoyo. El tecleado se hizo más intenso y eficiente. André era buen chico, demasiado bueno. La cena del día anterior había sido de lo más romántica pero frustrante. Tendrían que pasar varios días hasta que el robot de búsqueda cumpliese la misión programada por André. Pero eso fue ayer. Hoy les tocaba subir por las calles empinadas de Menton para hacer la entrevista del día. Una nota de un gacetillero local les había llevado hasta esta ciudad pintoresca que recibiera la visita de reyes y emperadores. Maude no pudo dejar de fijarse en la belleza arquitectónica del campanario que por estar la iglesia en un cerro dominaba, junto al bastión construido para defender la ciudad de los piratas, toda la ciudad. André tomó gustoso un par de panorámicas. Mientras subían las empinadas cuestas del pueblo, no dejaban de admirar la belleza del mismo. No obstante la prohibición tajante de usar coches por la ciudad medieval tenía sus inconvenientes. Casi les dejó sin resuello. Les abrió la puerta una mujer que supusieron la parienta de la casa. Jean Claude estaba de pie, en el centro de un cuarto no muy bien iluminado, con los hombros encorvados, como si soportará una gran tensión, pero con la cabeza enhiesta, belicosa, y los ojos tristes con un brillo acuoso. En sus manos había un pitillo a medio liar. —Pasen y tomen asiento —les dijo Jean Claude con la hospitalidad orgullosa que tienen los humildes que ofrecen su casa a quienes suponen más importantes que ellos. —¿Fuman? —¡No, gracias! —respondieron Maude y André a coro. Jean Claude no pudo evitar una sonrisita divertida. Acabó de liar su pitillo mientras Maude sacaba su libretita de notas con el conejo Buggs estampado y André sus aparatos fotográficos.
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Jean Claude les hizo una extraordinaria descripción de un aparato fusiforme cien veces mayor que su pequeño barco pesquero. Eso hacía la asombrosa longitud de 1.200 metros de largo. El objeto emitía un suave run run electromagnético que se sobreponía al sonido de succión que ejercía la inmensa manguera sobre el agua del mar. El barco dejó de funcionar al poco tiempo del avistamiento y Jean Claude tuvo que permanecer al pairo durante seis horas. Pasado el tiempo se le electrizó la ropa y el cabello. Sus amigos y compañeros de oficio se mofaron de él a causa de un supuesto miedo que Jean Claude nunca sintió. La historia llegó hasta la gacetilla local y hubiera llegado a más si las autoridades y un amigo que tenía en la gacetilla local no hubiesen intervenido. Fue precisamente este amigo y su garantía personal lo que ablandó a Jean Claude y le decidió a contar a Maude y André su historia. Maude cerró su libretita y le dio las gracias. —¿Quieren comer? —les preguntó Jean Claude. —No —se apresuró a decir Maude—, nos ha invitado su amigo de Le Menton Matinal en el Scargot du Mer. —Muy buen restaurante. Espero que disfruten de la comida. Después de despedirse con un fuerte apretón de manos, nuestros periodistas se dirigieron a la cita en el Scargot du Mer.
CUATRO por Ludo Bermejo Las ideas volaban en la mente de Royden a toda velocidad mientras el pie pisaba el acelerador del Patrol. Las burlas y los insultos que en tiempos de estudiante había tenido que soportar parecían brillar ahora con luz cegadora. Había jurado vengarse de sus agresores, locura estudiantil y rabia vacía, pero ahora parecía que sus más íntimos sueños de devolver cada una de las humillaciones podrían llevarse a cabo. Royden era un hombre feliz. Dejó el coche delante de la casa de Alain con un frenazo que despertó a las aves de la zona. Entró corriendo y se dirigió al despacho de su mecenas; el coronel dormía poco y gustaba de entretener las horas nocturnas en la contemplación de esas estúpidas diapositivas a las que era tan aficionado. Abrió la puerta no sin cierta violencia y encaró a un Alain confundido, con los ojos medio cegados por la luz proveniente del pasillo. —¿Ocurre algo? —musitó el dueño de la finca con la calma que sólo tienen los bien nacidos—. Estaba contemplando mis últimas adquisiciones, pero creo que tendré que esperar a que me cuentes las nuevas.
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—¡Lo encontré! —casi gritó Royden notando un deje de locura en su propia voz— ¡Por fin lo encontré! Un leve temblor sacudió el labio del coronel, apenas perceptible para alguien que no le conociera. Extendió la mano hacia su empleado, la palma hacia arriba, expectante. —Dámelas. Las siguientes dos horas fueron mera charla técnica. Lo que en esas fotos se veía, fuera de toda duda, era un artefacto extraño. Apenas se distinguían detalles, pero la imagen, en conjunto, era impresionante: un amasijo imposible de metal rodeado de luz que casi recordaba las imágenes seculares de Jesús en su Martirio, una estela blanca recortada sobre el cielo azul, un microsegundo grabado en la eternidad. Las conversaciones saltaban de la pura especulación a la más absoluta rigurosidad. Royden trataba de hacerse a la idea de la longitud del objeto mientras su compañero trataba de seguir los cálculos y razonamientos físicos. Al final, exhausto, el caza-ovnis dejó caer el lápiz sobre la mesa y se quedó callado, expectante. Ahora era el momento de la verdad: Fontane podía creerle o desdeñar sus investigaciones y, a ciencia cierta, después de su comportamiento no le hubiera parecido extraño que lo tomara por loco. —Bien. Veo que hoy has estado ocupado —sonrió afablemente, un leve recuerdo de sus épocas doradas de conquistador—. En otro orden de cosas, hoy me he entrevistado con la prensa. Parecen estar muy interesados en desmentir el rumor de los sucesos que últimamente han sido observados por la zona. Ni qué decir tiene que eso nos resulta conveniente; es más, me parece algo vital para el desarrollo de nuestras investigaciones. No me gustaría tener a un centenar de locos merodeando en mis tierras. No te ofendas, pero mi paciencia con ese tipo de gente es limitada y no estoy dispuesto a hacer concesiones. —No veo mayor problema. A mí tampoco me hace gracia que venga ningún imbécil con aires de grandeza —en realidad, no quería que nadie se enterara… después de todo, era él el que se había pasado más de diez años tachado de estúpido—. Ya le dije que no les llamara… hubiera podido recoger la información yo mismo, no nos hacía falta que unos tiralíneas vinieran a reírse de las investigaciones. —Oh, vamos, Royden, vamos… No creerás que lo hice para recoger información, ¿verdad? Pero sabemos que algo está pasando en estas tierras, algo que ya pasó en tiempos de mi padre, de mi abuelo y más allá. El ciclo se repite y temo que en esta época que nos ha tocado vivir es preferible tener a los informadores de tu parte. No te preocupes; parecería extraño que el señor de la casa Fontane no se enterara de nada de lo que pasa por sus tierras. Extraño y sospechoso. Es preferible dar miga-
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jas a encontrarse con la despensa saqueada, ¿no? Tranquilo, querido amigo. Tengo las cosas exactamente donde las quiero. La entrevista con el empleado de la gaceta no había podido ser más insulsa. Aficionado a los ovnis, el supuesto reportero había estado dos horas manteniendo una conversación absurda sobre avistamientos registrados por los pintores locales desde hacía más de cuatro siglos. Cuadros, por supuesto, que habían desaparecido, tal vez vendidos, tal vez quemados o más posiblemente envueltos en los trapos imaginarios de donde habían aparecido. Para mayor fastidio, habían recibido una llamada del coronel invitándoles, educada pero tajantemente, a una nueva velada nocturna en su casa. Al parecer tenía un par de diapositivas que quería mostrarles. —Ese tipo es un completo imbécil —comentó André mientras volvían a la casa Fontane—. No es sólo esa estúpida actitud de courtoisie del siglo pasado. Es… ¡todo! Hace chistes sobre sí mismo sólo para ocultar su ego, sus modales parecen más una opereta que una muestra de educación y le iba a meter yo esa actitud condescendiente en los dobleces de su excelso culo. Maude sonrió. De vez en cuando André tenía verdaderos ataques de algo que casi podría haber pasado por celos si no fuera él la persona que los mascullaba. —Vamos, André, no te lo tomes a mal. Es cierto que es un hombre encerrado en su pasado, o para ser más precisos es un hombre encerrado en una familia que ha perdido ya todo su esplendor, pero a fin de cuentas no nos ha hecho nada malo, salvo tratar de emborracharnos — Maude se guardó sus opiniones del Coronel para sí; con el estado actual de André, lo único que podía hacer era permanecer callada a ese respecto. —Y ahora nos pide que volvamos y encima tenemos que hacerlo. A ver, digo yo, ¿quién se cree que es, dominando todo como si fuera un señor feudal? Pues yo no pienso decirle nada, no señor. ¡Allá se pudra! Llegaron a las puertas de la casa con un André perfectamente afable y cordial. Maude reconoció que a profesional no le ganaba nadie mientras observaba a André reírse —de nuevo— con un chiste sobre los orígenes del nombre Fontane. Observó el Patrol que estaba aparcado al fondo del camino; se extrañó de su presencia en estos parajes, no pensaba que el coronel tuviera amigos de… tan escaso pedigrí, por llamarlo de alguna manera. Permitió que el caballero cogiera su brazo y aguantó, a falta de algo mejor, la curiosa conversación, mitad halagadora mitad interesada, de su anfitrión.
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—Así que tenemos otros avistamientos registrados… sí que es curioso, ¿verdad? —observó, con total educación, mirando a los ojos de la periodista. —No se extrañe, Alain. A fin de cuentas, las noticias vuelan y, ¿quién sabe cuánta gente estará interesada en salir en un periódico de tirada nacional? Desde luego no podemos dar las cosas por supuestas… es una de las reglas del periodismo. Nosotros realizamos una labor de investigación... para hacerse cargo de los avistamientos de vírgenes existe prensa especializada. —No era mi propósito ofenderla, querida, nada más lejos de mi intención. Me refería simplemente a que resulta curioso se destapan los, llámelos chismorreos, si lo prefiere, cuando aparece alguien con ganas de preguntar. Me pregunto si ese empleado de la gaceta habrá ya vendido los derechos a las revistas sensacionalistas… no me agrada que mis tierras sean foco de presencia de locos de los ovnis, abducidos y demás ralea. Por eso les agradecería que me hicieran un favor. —¿Y es? —contestó André, que no había perdido detalle de la conversación, divertido por la respuesta que Maude había propinado a su anfitrión. —Que, por favor, mi nombre no aparezca en su periódico. Comprendan que nuestra familia es antigua y que en este lugar ya hemos tenido cosechas de rumores y resentimientos… no nos agradaría tener que volver a pasar por ello. Nuestros parroquianos no tienen mucho que hacer y suelen divertirse inventándose historias sobre ‹el loco coronel que anida en soledad›. —Por el momento, no tenemos ninguna intención de mencionarle en nuestro artículo, téngalo por seguro. Y a no ser que lo que nos tenga que mostrar sea un platillo volante con alienígenas dentro, dudo mucho que corra ningún peligro. —No, no es eso exactamente, pero apuesto a que les agradará encontrarlo. El despacho de Fontane levantó ecos en Maude del despacho de su abuelo, un relojero alemán que había tenido que huir de su tierra durante la segunda guerra mundial. Recordaba cómo se había maravillado de niña al encontrar tantas piezas diminutas sobre pañuelos azules y cómo su abuelo parecía moverse entre tamaña cantidad de objetos de forma tan casual y precisa como sus propios relojes. Ahora, rodeada de maquetas, planos, diapositivas y pequeños artefactos móviles, volvía a tener esa sensación de precariedad, de torpeza y maravilla de la que se había enorgullecido antaño. Alain, ajeno a esos procesos, había encendido el proyector de diapositivas. Rebuscando en un archivador, extrajo dos ejemplares bastante 21
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recientes, a juzgar por su posición en el estuche. Con un gesto teatral, el coronel introdujo la primera en el proyector y pulsó el botón de encendido.
CINCO por Graciela Inés Lorenzo Tillard Jimmy Attemberg salió del edificio de la administración pasadas las diez de la noche. Sobre el negro de fondo, un millón de luces temblorosas le enviaron un guiño cómplice. Respiró hondo y en un instante pudo olvidar las caras avinagradas de los miembros del comité gestor. No por nada les habían puesto el mote de ‹círculo de hielo››. Se dirigía a su residencia, pero en un movimiento súbito cambió de rumbo. Quería volver a ver el resto de los paquetes. No todo había sido incluido en el material preparado para ser mostrado a los administradores. Y no todos los registros estaban en el laboratorio. Los años que llevaba en este proyecto le habían convertido casi en un paranoico. Al entrar en las instalaciones anexas del centro de investigaciones fue recibido por el silencio y la penumbra. Apenas un ruido lejano, quizás del personal de guardia nocturna, rompía la sensación de soledad plena. Sus propios pasos le sonaban como ultrajes a la quietud. Al abrir la puerta, en la oscuridad, no vio nada extraño. Dejó la carpeta con la copia del informe sobre la mesa y pasó directamente a sentarse frente a la consola. Activó la pantalla y recorrió con mirada indolente los cambios de presentación. Buscó los archivos recientes y pidió el acceso.
«ACCESO DENEGADO
ERROR DE CONTRASEÑA»
Se enderezó, alerta, y con cuidado tecleó nuevamente su clave.
«ACCESO DENEGADO
ERROR DE CONTRASEÑA»
«Si reintenta se bloqueará el acceso definitivamente desde esta terminal» Estiró su mano hacia el teléfono, pero no completó el movimiento. Llamar al centro sería inútil; no había personal de guardia. A quién se le podía ocurrir olvidar su clave a estas horas de la noche... Se levantó, accionó el conmutador y el local se llenó de luz. Buscó sus llaves en el bolsillo y se dirigió hasta el armario. Abrió. La caja requería solamente tres movimientos y no tenía la costumbre de utilizar la cerradura común; era suficiente seguridad, a su entender. La puerta mostró el interior ya conocido. Sacó el sobre plástico donde guardaba al22
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gunas cosas personales; fotos de la última excursión a las montañas; una servilleta de papel con un par de corazones dibujados con bolígrafo; la postal de un amigo ya olvidado; la cinta de una medalla o algo así; y un listón de papel donde estaba claramente escrita su clave. Era la correcta. Ya no se sintió para nada tranquilo. Cuidadoso, alerta, guardó cada una de las cosas que había desparramado sobre la mesa y cerró todo nuevamente. Miró a su alrededor. Todo parecía estar en orden; ¿quizás ese estante tenía algunas carpetas de más? No, era su imaginación. Allá, ¿faltaba un volumen de...? Estaba fantaseando. Por la mañana resolvería el problema, sin duda. Después de apagar el equipo —¡maldito equipo!— y las luces, salió cerrando la puerta con preocupación. Ahora el guardia estaba al final del pasillo. Lo miró y movió un brazo en ademán de saludo; el otro hizo lo mismo. Caminó hasta la residencia, no más de doscientos metros de senderos limpios y bordeados de césped. Se dirigió hasta su cuarto, sin siquiera pasar por la cocina. Si hubiese sido un día normal entraría allí, comería algo que hubiesen dejado, nada mejor que un sándwich a medio masticar, cambiaría algunos chismes y bromas con los presentes y tal vez miraría un poco de televisión. Pero no lo hizo. Necesitaba entrar en contacto con el material, su material. Giró la llave en la cerradura, abrió y estiró la mano hasta el conmutador. Un pandemónium. Nada estaba donde lo había dejado. Entró a toda velocidad y cerró la puerta tras de sí ¿tal vez demasiado violento? Se quedó apoyado contra ella, jadeando con un puño en la boca del estómago. Su material. Entonces fue hasta la ventana, trepó a la silla y se estiró hasta alcanzar la bolsa que colgaba detrás de la cortina. Trémulo, la tanteó. Estaba allí. Al menos su exterior lo parecía. ¿Cómo saberlo? No podía utilizar la terminal que estaba allí, en su cuarto, porque estaba conectada al equipo del centro. Era peligroso. Pero podía llegar hasta la casa de alguien y... Alguien golpeó a la puerta. —¿Quién es? —¿Attemberg? Nos envía el Sr. Field, el director. —¿A estas horas? —Es importante. —Estoy en la cama ya. 23
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—Vístete. No le gustó el tono autoritario del tipo, ni el tuteo. ¿Qué hacer? Salir por la ventana. Eso. Era lo mejor. Ya vería dónde ir después. —Escucha, Attemberg, abre de una vez. Acabas de llegar, y no has tenido tiempo de desvestirse. Destrabó la hoja y abrió, y entonces recordó que gemía como condenado. En el silencio nocturno pareció una alarma de incendios. Respiró hondo y pasó su pierna sobre el antepecho. Bajó la cabeza para salir y vio las piernas de dos personas que estaban paradas frente a su ventana. ¿De dónde salieron? No los vio cuando abría. —¿De paseo, Jimmy? —¿Quiénes sois vosotros? —Las mismas personas que quisieron conversar contigo y a quienes respondiste estar en la cama. ¿Podemos entrar ahora? Te ves bien vestido. —No quiero conversar con nadie... tengo una cita... —¡Adentro, Jimmy! Y abre esa maldita puerta, de una buena vez. Regresó al interior de su cuarto y abrió la puerta. Estaban allí. ¿Cómo habían llegado tan pronto? Quiso salir y hacer algo, como gritar, pero la mano de uno de ellos lo empujó tenazmente hasta sentarlo en la silla. Cerraron la ventana y le quitaron la bolsa. —De modo que allí es donde escondes tus secretos ¿eh? —Vete a la m... —No seas grosero, Jimmy. Veamos qué hay aquí. Sacaron todo. Lo fueron colocando sobre el escritorio, uno al lado del otro, como en exhibición impúdica. —Bien, muchacho. Te libraremos de la carga de guardar esto. Nos lo llevamos. Y no te muevas hasta dentro de ocho horas. —Vete a la m... —Te repites, Jimmy. Tu conversación está muy lejos de ser amena, hombre. Duerme tranquilo y mañana te presentas a trabajar, como de costumbre. Giraron para salir, y el más grueso se volvió, guiñándole un ojo. —Y tendrás tu clave habilitada nuevamente. Eso lo puso loco. Apenas cerraron la puerta se lanzó hacia el teléfono. Estaba muerto. Quiso salir; la puerta no se abría. La ventana, claro. Pero cuando miró a través del cristal uno de los tipos le saludó con una sonrisa en el rostro. 24
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A pesar de las instrucciones recibidas, no pudo dormir. Y a la mañana siguiente su cabeza era un enorme bollo de dolor. Caminó como todas las mañanas —no en realidad, estaba sin desayunar— hasta el edificio de la administración y saludó al tipo de la limpieza que indolentemente paseaba un trapo de zócalo a zócalo. Tocó levemente y pasó dentro de la secretaría. La milenaria ayudante del director esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza en gesto interrogante. —Paso a ver a Field. —No está; salió de viaje. —¿Cuándo? —No lo sé. Ha dejado un mensaje en mi cuaderno de notas —se le veía algo molesta—. Ni siquiera dice cuándo regresará. —¿Era un viaje programado? —No en mi agenda —era ya muy evidente el fastidio de la mujer; demasiado énfasis en la palabra mi. —¿Me permites el teléfono? No sé qué le pasa a mi equipo; no me permite el acceso. —No te molestes. Tampoco yo he podido usar mi terminal. Y me siento perdida. Sé que hay un par de asuntos a tratar esta mañana y no los tengo presentes —ahora estaba un poco cohibida, como sintiéndose culpable por su falta de memoria—. Llamé más temprano y me dijeron que el asunto llevaría más de medio día de trabajo. —Bueno, me daré un paseo por la ciudad —respondió, haciéndole un guiño cómplice— ya que será imposible trabajar este día. —Que te aproveche. Yo debo quedarme... por el teléfono. —Si Field se comunica ¿puedes pedirle que me llame? Que estaré esperándole, es importante —la mujer asintió—. Gracias. ¿Qué otra cosa pasaría alrededor de este asunto? Caminó a paso sostenido rumbo al centro comercial. Pensó en llegar hasta la casa de Alice y giró de pronto... ¿acaso ese tipo se ha puesto a rebuscar en sus bolsillos de pronto? Pero cambió de idea y siguió adelante. Al llegar al cruce de la avenida debió detenerse por el semáforo. Se inclinó a acomodar el bajo del pantalón, y mirar si alguien le seguía. ¿Era el mismo tipo el que se había quedado mirando un quiosco de flores? Cruzó, ya pendiente de las personas que le rodeaban. Una mujer con bolsa y cara de pocos amigos; un par de jóvenes pendientes el uno del otro y demostrando estar muy enamorados; una mujer llevando un niño de la mano; un par de hombres de traje y maletín, parecidos entre sí; un 25
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hombre de edad y con cara de no estar haciendo nada; y el tipo de atrás del que recordaba un par de zapatillas negras y una campera marrón con bolsillos. Se colocó las gafas oscuras, así podría mirar con algo de disimulo, y su cabeza comenzó a buscar una salida, un escape. Estaba solo, no tenía a quién recurrir, estaba... ¿Estaba en peligro? ¡Otra vez la paranoia! Pero por su propia tranquilidad decidió buscar un lugar fuera del centro donde alojarse por un par de días, al menos hasta que Field apareciese. ¿Un hotel? Hum, no le convencía. ¿Qué haría en su lugar un perseguido? ¡Otra vez! Necesitaba tranquilizarse. ¡Podía irse al campo, a las montañas, fuera de la civilización! Pero ¿a dónde? Si al menos Royden... ¡Claro, Royden! ¿Dónde estaba ese desgraciado? Jamás dejaba pistas de su paradero, pero sería fantástico localizarlo y guardarse con él. Miró nuevamente a las personas a su alrededor. Los únicos que seguían con él eran la mujer con el niño y el tipo de atrás. ¿Le estaba siguiendo? Se metió en una cabina telefónica y marcó varios números. Royden no estaba a la vista. Desde allí paseó la vista, pero no vio al de la campera. Finalmente, una amiga del buscado le dio datos. En Europa, pero no sabía dónde. Ya estaba decidido. Llamó a una compañía de aviación y reservó un pasaje a la costa. Y desde un cajero automático retiró el dinero de su cuenta. El de la campera no estaba a la vista; subió a un taxi y se bajó en la terminal de autobuses. Rápidamente fue hasta los casilleros y abrió el suyo; retiró el maletín, tomó otro taxi y entró en el aeropuerto; se dirigió a otra compañía y compró un pasaje de cabotaje de salida inmediata. Velozmente fue hasta la puerta y en menos de diez minutos volaba hacia algún lugar. Entonces se relajó y sacándose las gafas, se acomodó en el asiento. —Buen viaje, Jimmy. Se enderezó. Uno de los visitantes de la noche anterior estaba en el asiento a su lado.
SEIS por Javier Arnau Aquello fue más de lo que Jimmy pudo soportar. Pero, como suele pasar en estos casos, su mente se relajó y acabó por aceptar el hecho. De un estado de nerviosismo constante, prácticamente de paranoia, pasó
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a otro de aceptación, casi de resignación, ante los hechos ya consumados. —Muy bien —dijo—. ¿Cómo me habéis localizado? —¡Oh, muy fácil ¿Quién crees que ha influido en tu decisión de tomar, precisamente, este vuelo? —contestó su acompañante. —¡Pero si hasta el último momento no lo decidí! —Sí, precisamente por eso, porque sabíamos que intentarías algo así fue por lo que decidimos llevarte a donde nosotros queríamos. —¿Y por qué este vuelo concretamente? —quiso saber Jimmy. —Supimos de tus llamadas desde la cabina, y nos percatamos de tu interés por un tal Royden... ¿Grosvenor? —Sí —aceptó tranquilamente—. ¿Sabéis algo de él? —Por supuesto; estamos al tanto de todas las investigaciones sobre búsqueda de vida inteligente extraterrestre, lo que incluye a los buscadores de ovnis. Al igual que controlamos los proyectos más o menos oficiales, también estamos informados de los pequeños buscadores individuales de estos objetos. —¿De todos? —se extrañó Jimmy. —De todos los que realizan sus investigaciones en las llamadas zonas calientes. —¿Y porqué me estás contando todo esto ahora? —Porque en vista de tu insistencia hemos decidido tenerte de nuestro lado, en vez de estar controlándote constantemente... Y ahora descansa, nos queda un largo viaje, y sabemos que anoche no dormiste; es mejor que llegues en buena forma para lo que nos espera. Las diapositivas que vieron Maude y André parecían no dejar lugar a dudas. Lo que sí planteó alguna a los periodistas fue cómo se obtuvieron dichas diapositivas; y así se lo comentaron al coronel una vez hubieron acabado de verlas. —Coronel —quiso saber Maude—, en la anterior entrevista nos dijo que no pudo fotografiar el objeto porque no llevaba la cámara digital; ¿ahora la llevaba? —Sí, claro, aquí tiene la muestra. —Pero, ¿por qué? ¿Es que esperaba encontrar algo? —intervino André. —Bueno, después de lo que ha pasado últimamente por esta zona, no está de más ir prevenido —respondió el coronel, con una breve vacilación que no pasó desapercibida a los periodistas. 27
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—Bien —dijo Maude—, reconozco que después de lo que hemos visto, a priori parecen reales, e impresionantes. No es que dudemos de usted, por supuesto... pero ya le dije que mientras dure la investigación, tenemos que mantenernos en el plano escéptico. —Sí, mon cherié, lo entiendo. Yo tampoco lo hubiera creído, de no ser porque yo mismo he sido testigo de ello. Dos veces ya. Mientras hablaban, oyeron en los jardines que rodeaban la mansión del coronel Fontane unos ladridos lastimeros. —¿Es suyo ese perro, coronel? —preguntó André. —No, no tengo perros por aquí. —Qué raro, ¿qué habrá venido a hacer aquí? Se acercaron a la ventana de donde provenía el sonido, y miraron por ella. Y vieron un gran labrador blanco, con el pelo totalmente empapado, gimiendo lastimeramente, apoyado en la portezuela del Patrol que Maude había visto al llegar a la mansión. —Pues parece reconocer perfectamente ese coche. ¿Es suyo, coronel? —quiso saber Maude. —Es curioso —intervino André—; ese Patrol parece el que nos cruzamos ayer al salir de aquí. —Eh... bueno... Sí, es del reparto a domicilio del almacén del pueblo. Como habrán visto, es lo más indicado para estos caminos. —Pero lo del perro... —Estará abandonado y hambriento, y habrá olido la comida del coche —aventuró el coronel. —Es posible. Bueno, Coronel, tenemos que regresar a ordenar nuestras notas. —Bueno, les daré unas copias de las fotos, para que comprueben por sí mismos si son auténticas o no. —Gracias, Alain —dijo Maude llamándole por primera vez por su nombre de pila en toda la velada—. Y recuerde... —...que mientras no se demuestre su posible autenticidad, deben mantenerse escépticos —acabó el coronel. —Me alegro de que lo comprenda. Julian Field, el director del proyecto de Berkeley, se sentía profundamente desorientado. Lo último que recordaba era haber ido a acostarse la noche ¿anterior?, pensando en el trabajo del día siguiente. Y en la nota que le había mandado a su secretaria para que concretara una cita con Jimmy Attemberg, el supervisor del proyecto, y amigo personal suyo. 28
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Julian llevaba unos cuantos días, como se decía comúnmente, con la mosca detrás de la oreja; por las instalaciones del proyecto merodeaban ciertos individuos a los que nunca antes había visto, pero todos con los papeles y las identificaciones perfectamente en regla. Además, últimamente habían entrado a trabajar en el proyecto personas muy recomendadas desde las altas esferas, lo que no gustó nada al director del proyecto ni, por supuesto, a sus subordinados. Y, para más inri, todo esto sucedía pocos días antes de recibir las famosas señales de Iota Horologii. ¡Demasiadas coincidencias para su gusto! Por eso quería hablar con Jimmy, dado que no consideraba al comité lo suficientemente adecuado para estas tomas de decisiones. ¡A pesar de ser el órgano consultivo oficial, a veces parecía que no hacían más que poner impedimentos a su labor! ...pero ahora, con estos recuerdos como los últimos que su mente registraba, no reconocía el lugar donde se hallaba, máxime teniendo en cuenta que debería haber despertado en su cama... —Buenos días —dijo una voz de hombre totalmente desconocida para Julian Field—. Nos alegramos de que ya esté... despierto... y dispuesto para hablar con nosotros. —¿Quién es usted? ¿Dónde me ha traído? ¿Qué quiere de mí? —¡Oh, tranquilo, doctor Field; sus preguntas, en la medida de lo posible, le serán contestadas! Pero no aquí y ahora. Dentro de unos minutos tendremos una reunión con nuestro... ¿director?; sí, podríamos llamarle así. Tiene el tiempo suficiente para arreglarse y desayunar. ¿Prefiere desayunar antes de la reunión, doctor Field? —Bien...sí —dijo Field desconcertado—. Si vamos a reunirnos con alguien, prefiero presentarme bien desayunado. —Perfecto —y el desconocido realizó un gesto en el aire, lo que hizo abrirse una puerta que había pasado totalmente desapercibida para Julian, y por la que entró una bandeja con alimentos, ¡sostenida en pleno aire! —En aquella puerta está el servicio. Cuando acabe, llámenos e iremos a la reunión. Que aproveche, doctor Field —y con esto, el desconocido salió por la misma puerta ante la que flotaba aún la bandeja con los alimentos del desayuno. Mientras, en el resto del mundo, las alarmas de los ordenadores personales participantes en el programa SETI no hacían más que encenderse y apagarse. A un mensaje confirmando un posible contacto, le seguía
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otro de anulación, y otro de confirmación, y así sucesivamente, colapsando el sistema. Millones de ordenadores que trabajaban en el programa se colapsaron. Los grandes proyectos, como el de Berkeley, el de Arecibo y otros se vinieron abajo repentinamente.
SIETE por Javier Álvarez Mesa —Mmmh... —gimió Maude. André seguía trabajando en la zona baja, recibiendo los golpeteos de sus muslos actuando como tenazas sobre su cabeza. Ahora sí, la cosa marchaba. Era increíble que hubiera tenido que recurrir a Internet, pero por fin Maude haría lo que él quisiera. O eso, o no volvería a la cueva. —¡Aaaahhh! —gritó ella, era el momento. Se elevó de entre aquellas columnas de carne y saltó sobre Maude. Ahora el cohete perdido aterrizaría en la base, por fin Control daría el permiso. Era su momento y nada... Tata taratata tata taratata ... ¿Las valkirias, las valkirias? ¿Qué diablos...?, pensó el infortunado André. —Es... es mi móvil —dijo jadeante Maude. —Déjalo que suene —reclamó el desesperado André. —Puede ser importante... ¿Sí? Ah, es usted, coronel —Knock Out, otra vez ese maldito franchute, le había vuelto a derrotar—. No, no importa... De verdad que no... Claro, si no lo fuera no llamaría, no... Sí, sí, enseguida vamos. Hasta ahora. André la miraba expectante desde su posición superior. —Tenemos que ir —enunció Maude. —Pero... pero... —André alternó la mirada entre su entrepierna y ella. —Seguiremos después, ahora tenemos trabajo —había vuelto la profesional, se acabó. André conducía rabioso, demasiado rápido dadas las condiciones, noche cerrada y diluvio universal. Todo por las estupideces de ese pardillo rechoncho, con lo bien que se está en la camita, y no precisamente tapadito y durmiendito, y a buenas horas marcianos verdes. Tendría que entrar destrozándole la puerta y atropellarlo ahí mismo; y a tomar por culo
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tonterías de bichos de la luna. Él sí que está en la luna. Un ciervo se cruzó entre las luces del coche, saltando aterrorizado. —¡Cuidado, André! —le gritó Maude. —Yo qué culpa tengo de... —se volvió para discutirla André, pero Maude de nuevo gritó alarmada señalando al frente y para cuando André miraba de nuevo la carretera el parabrisas ya le estaba golpeando la cabeza y el volante clavándosele en el estómago. —Está claro, todas las lecturas lo indican —dijo Royden, con las manos llenas de folios, portafolios, carpetas y más folios. Algunos caían al suelo, otros mantenían un forzado equilibrio, raspándose con sus hermanos, adhiriéndose al plástico sudoroso de las carpetas. —¿Pero cuántas naves? —inquirió Fontane. —No lo sé, pero será esta noche —respondió el excitado Royden—. Además, ¿no sabe lo de las interferencias? Todas las transmisiones satélite cortadas, las masas de telespectadores por cable indignadas. Y eso de las averías en las webs de los proyectos SETI. ¡Está claro! Contrástelo con mis lecturas, es lo que estábamos esperando. —Hmm... Demasiado pronto, demasiado pronto —masculló Fontane. —Debería llamar a sus amigos, para que se convenzan esos ingenuos. Debo ordenar esto y saldré enseguida a revisar los instrumentos de campo y colocar otros en... —Agitó las carpetas y llovieron papeles, cayó un mapa al suelo, se agachó a recogerlo y el resto de documentos cayó al suelo, sepultando el mapa, se arrodilló y rebuscó, mientras Fontane esperaba paciente—. ¡Ajá! Mire, mire —desplegó el mapa—. Aquí y aquí, ¿lo ve? Así tendré cubierto bien el lago. Fontane miraba por encima de su hombro el mapa, lleno de pintarrajos a rotulador en diversos colores por Royden. —Sí, sí, bien —dijo Fontane. Royden seguía hablando, pero Fontane estaba inmerso en su propio discurso interior. Los proyectos SETI, las comunicaciones satélite, ¿los radiotelescopios?; todo anulado. ¿Funcionaría su viejo catalejo?, se rió de sí como tantas otras veces. La Tierra estaba aislada, cualquier medida del espacio exterior había sido bloqueada. Pero Royden había sacado sus conclusiones de medidas pasadas y de sus propias lecturas interiores, y si alguien podía prever una llegada ése era Royden, por eso lo había contratado. —... misma noche —concluyó Royden. Fontane descolgó el teléfono.
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Era un Fiesta, un pequeño Ford Fiesta, aunque eso sí: XR2 y pintado hasta las llantas de negro. —Siempre pensé que ustedes iban en coches inmensos con enormes motores de cinco o seis litros —dijo Attemberg. —Eso es en América —dijo el conductor en un inglés de pronunciación pésima. Attemberg hacía pausas para digerirlo. —¿Es usted de aquí? —preguntó Attemberg. —No, soy de España. Puede llamarme Antonio. —No sabía que ustedes dijeran su nombre. —No es mi nombre, es como si le dijera... llámeme John Doe. —Ah, bien. —Bien. —Vale. —Pues eso. —¿Dónde vamos? —preguntó Attemberg tras un largo silencio. —Ya casi estamos —escrutó John Doe-Antonio en la lluvia, iniciando un adelantamiento en el camino—. Será una... —Y no dijo más porque saltó contra el techo, el Fiesta giró sobre sí y un árbol se le comió el motor. Royden abrió la puerta del Patrol, debía ir a recoger a Brucie, y luego se dirigiría al lago. Al subir le resbaló una carpeta de debajo del brazo y cayó al barro, la recogió y se le cayó otra carpeta. —¿Qué es esto, un chiste de los Hermanos Marx? —le gritó a la lluvia. Agarró la carpeta y subió al vehículo. Cerró de un portazo, accionó luces y limpiaparabrisas y arrancó con estos y la radio puesta, el motor de arranque emitió un quejido y luego la máquina de gasoil bramó. —Diesel uno, gasolina cero —habló con el retrovisor—. Joder, cómo llueve. Inició la marcha por el camino. Los limpiaparabrisas podrían llamarse de todo menos por su nombre, Royden pensó que más que limpiar guarreaban, pero los dejó puestos y acercó el rostro al cristal para volver a retirarlo asombrado. Unas luces, una justo en la vertical sobre otra avanzaban a toda velocidad hacía él. Dio un volantazo. Maude se caía hacia la izquierda, pero la izquierda era abajo porque se había puesto el cinturón de seguridad y abajo no estaba André porque no se lo había puesto pese a que Maude siempre se lo decía pero esta vez no esta vez no se lo había dicho y le dolía mucho la cabeza y mejor si me 32
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lo quito pero con cuidado con cuidado que me voy a caer y espero que André esté bien y no le haya pasado nada y haya aterrizado en blandito... Claro, la luz era un coche volcado deslizándose sobre el barro, pensaba Royden, así que ahora he tenido un accidente y Brucie estará preocupada porque está lloviendo y hay que tener cuidado si conduces con lluvia o bebido bueno no mejor bebido no conduzcas y tengo que salir de este amasijo y no debo tener nada roto porque no me duele así que voy a salir sí voy a salir... Menuda ostia, pensó John Doe-Antonio, ¿y dónde coño ha ido a parar Attemberg? De esta me la cargo, mierda. El Fiesta estaba boca abajo y John Doe-Antonio apenas presentaba un chichón y unos rasguños en los brazos, aparte de habérsele deshecho el nudo de la corbata. La emprendió a patadas con la puerta del coche hasta que saltaron pernos y tornillos pero no la puerta. Entonces vio que no había cristal en la ventanilla y que si se arrastraba cabría por el hueco, así que se arrastró cual culebra de tierra y salió al exterior. Llovía. A sus espaldas el Fiesta, boca abajo y empotrado en un árbol. Ante él, otros dos coches accidentados. Uno había volcado, en su interior había una mujer en el asiento del acompañante colgada, que intentaba desabrocharse el cinturón. La puerta del otro auto se abrió y John DoeAntonio corrió a ocultarse. Se internó entre los viñedos que bordeaban el camino y pasó al lado de André sin verle. Debía encontrar a Jimmy.
OCHO por Fabio Ferreras La tormenta arreciaba. Desde el cielo encapotado caían violentos torrentes de agua brillante y helada. Fontane estaba de pie junto a la ventana. El viejo catalejo giraba entre sus manos sin cesar, como si ansiaran sacarle brillo a la deslucida superficie. La gaviota disecada lo estudiaba impasible desde su elevada posición en el techo de la alacena, como preguntándole qué vendría a continuación. Fontane lo ignoraba. Ya había hecho lo que tenía que hacer: había llamado a los periodistas (y por el tono de voz de la mujer, imaginó que había interrumpido una interesante actividad); le había dado el visto bueno a Royden (a estas alturas debía estar en el lago, ocupándose de las cámaras), y luego, desorientado y a la espera, sin saber qué más hacer excepto aguardar, había subido al desván para buscar el catalejo 33
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del abuelo. No le costó encontrarlo; estaba exactamente donde lo recordaba, en el arcón de madera acomodado bajo el retrato. El personaje del cuadro —el mismísimo abuelo Phillipe Fontane, cuya presencia estaba prohibida entre los ilustres antepasados del pasillo de entrada— se mantuvo imperturbable mientras el coronel rebuscaba entre el sucio revoltijo del baúl, sacaba el catalejo lleno de polvo y regresaba al salón. Se detuvo junto a la ventana y se dedicó a contemplar la noche, sin siquiera echar mano a la pipa. Tampoco utilizó el catalejo, no todavía; sentía que algo significativo estaba por suceder... o que ya estaba sucediendo. Los argumentos de Royden habían sido muy convincentes. Echó un vistazo al reloj. Apenas pasaban de las nueve. Y si Royden tenía razón y aquella era la gran noche, entonces les esperaban unas horas de lo más agitadas. Desplegó el catalejo pero no llegó a mirar por él. Sería inútil utilizarlo con el salón tan iluminado. Estaba pensando en apagar las luces cuando, de hecho, Fontane quedó envuelto en la oscuridad más cerrada. Ni siquiera hubo un relámpago que le quitara la terrible impresión de haberse quedado ciego. Quedó clavado frente al ventanal, consciente del repentino sudor que le corría por la espalda. Se preguntó si sería una falla en el cableado eléctrico. Cosa muy probable teniendo en cuenta la furia de la tormenta, pero la explicación no le convenció, tal vez debido al avistamiento del catorce de abril, cuando el jeep se había puesto en marcha sin motivo aparente. Quizá ahora el resultado había sido el inverso: quizá el efecto se limitaba al corte de la energía eléctrica. Recordó el catalejo. Comenzaba a acercar la lentilla a su ojo derecho (a un nivel subconsciente advirtió que la última vez que había mirado a través de él, de niño, aún no usaba gafas tan gruesas), cuando distinguió una mancha blanca que se movía al otro extremo del jardín, justo donde comenzaban los árboles. Dadas las circunstancias, lo más lógico hubiese sido que Fontane pensara en un encuentro cercano, quizá del tercer tipo; después de todo, tanto él como Royden estaban metidos en el baile, y, cuando eso sucedía, tarde o temprano se terminaba bailando. Hasta con la más fea. Pero curiosamente, en lugar de creer estar viendo un extraterrestre se le ocurrió una segunda opción que, por alguna razón, le pareció infinitamente peor: creyó estar viendo el espectro del abuelo Fontane que volvía de la tumba para continuar con sus dudosas actividades. Con un breve quejido, Maude logró destrabar el cinturón de seguridad y cayó sobre la puerta del conductor. Tuvo tiempo de pensar, aún 34
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bajo los efectos de la conmoción, que si André hubiese estado allí habría caído de cabeza en su regazo. Hubiésemos podido terminar lo que empezamos cuando llamó el coronel, pensó, aturdida, y la idea le hizo sonreír. ¿Y André? ¿Dónde podía estar? Entonces miró al parabrisas... o mejor dicho, lo poco que quedaba de él, y recordó: André había sido expulsado del auto. La conmoción abandonó la mente de Maude. La lluvia fría que entraba por las ventanillas destrozadas ayudaron a despejarla, cierto, pero fue el pleno conocimiento de la tragedia lo que la hizo volver del todo. —¿André? ¡André! ¿Dónde estás? Nadie respondió. Sólo el golpeteo de la lluvia sobre el chasis y, allá arriba, el estampido de un trueno tardío. Salió reptando de los restos del auto (era evidente que el vehículo nunca volvería a ser alquilado), arrastrándose sobre el vientre, dejando tras sí un reguero de partículas de vidrio y de algo que, aunque aún no lo había notado, se parecía demasiado a la sangre. Se arrastró un par de metros hasta el tronco de un árbol y se incorporó con mucho cuidado. Estaba un poco mareada. Tanteó sus brazos, sus hombros, su cara; cuando las manos bajaron al abdomen tocó una humedad que confundió con barro, aunque no lo fuera. Pensaba en André, nada más que en el pobre André. Entonces advirtió una silueta que se acercaba desde la derecha, apenas una mancha imprecisa entre tanta lluvia. —¿André? —preguntó—. ¿Eres tú? Los viñedos servían de escudo provisional frente a la lluvia. En cuanto le pareció estar lo suficientemente alejado de los autos accidentados (que eran tres... ¡tres autos en aquel camino de mierda y con semejante tormenta... parecía mentira!), John Doe-Antonio se agachó junto a una frondosa parra y rebuscó en el bolsillo izquierdo del pantalón. Estaba todo vestido de negro, de pies a cabeza, y resultaba invisible en la oscuridad. El traje, la pulcra corbata, parecían fuera de lugar entre la húmeda vegetación que le rodeaba. Extrajo un dispositivo electrónico que parecía una calculadora de bolsillo, pero que no lo era. Es decir: si quería podía utilizarlo como calculadora, pero sería equivalente a usar una bomba atómica para apagar una fogata de campamento. Activó el instrumento. Un resplandor verdoso iluminó brevemente sus facciones mediterráneas. Observó indeciso el menú de entrada. 35
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—¡Ostia! ¿Dónde coño estará el apartado de Imprevistos? Bromeaba, por supuesto; el sentido del humor era un rasgo muy marcado de la personalidad de John Doe-Antonio (que no se llamaba Antonio... y mucho menos John Doe; lo de Antonio venía por su parecido con el Banderas aquél, el que hizo la peli del Zorro); quizá la jovialidad fuera su característica más importante, la que le ayudaba a sobrellevar las rarezas que solían presentársele en el trabajo. Después de todo, él tenía que obedecer —siempre obedecer— los encargos más urgentes e inesperados... jamás preguntar ni pedir explicaciones. Había jerarquías. Hasta los Hombres de Negro se dividían en categorías. Él se encontraba en el escalón más bajo, el de los agentes por encargo, como acostumbraba denominarse a sí mismo; los que obedecían órdenes ciegas. Antonio (porque de alguna manera hay que llamarlo) lo intuía de una manera más bien vaga; jamás se lo habían explicado. Él sólo sabía dos cosas: que la paga era inmejorable y que tenía que cumplir al pie de la letra todo lo que le ordenaran. Para él era suficiente. En este caso, su misión había parecido simple: consistía en recoger a un hombre en el aeropuerto (un paquete caliente, según la jerga), directamente de las manos de un jerarca superior. Reconoció a Jimmy Attemberg apenas lo vio descender por la escalerilla del avión, pero no al que iba con él, un Hombre de Negro del más alto nivel, a juzgar las pocas palabras que cruzaron. Antonio subió a Jimmy al Ford negro asignado a esta misión, y condujo directamente al lugar de reunión, en plena Riviera francesa. Todavía no llovía cuando abandonaron el aeropuerto. Y ahora esto. De repente había arruinado el auto en un accidente estúpido, y estaba a gatas bajo la lluvia y con el paquete desaparecido... pero al menos eso último tenía solución. —A ver, a ver, colega... a ver si me dices por dónde se largó el muy cabrón... —susurró Antonio, mientras pulsaba dos, luego tres botones del instrumento que parecía una calculadora, pero no lo era. Esperó un instante. Elevó la vista al techo de nubes oscuras y pensó en el satélite que en ese momento estaría girando en alguna parte, un robot estúpido al que le importaban un carajo las nubes que pudieran interponerse entre él y Antonio. Miró hacia arriba, pero no vio nada. Una gota le cayó directamente en el ojo izquierdo, sobresaltándolo. —¡Mierda! —exclamó. Se oyó un pitido de alarma. El resplandor verdoso había vuelto a llenar el visor de cristal líquido. Antonio lo miró con un solo ojo. Lo que leyó no le pareció tan sorprendente. Cuando las cosas empezaban a torcerse, pensó, se torcían del todo, así hasta el final. Aquel era un ejemplo perfecto de cómo una misión de rutina podía irse al garete en cuestión de minutos. 36
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El mensaje era muy breve: «OBJETIVO DESAPARECIDO» «POSIBLE CAUSA: INTERFERENCIAS MAGNÉTICAS» «AGUARDE UNOS MINUTOS Y VUELVA A INTENTAR» Antonio clavó la vista en el cielo, como si pudiera atravesar las nubes y enfocar directamente al satélite. —A tomar por culo, tú y los campos magnéticos, y la madre que los parió —dijo, solemne. Innecesario agregar que lo dijo en español. Guardó el instrumento y empezó a caminar por donde había venido. Si quería encontrar a Attemberg iba a tener que usar el viejo método; nada de satélites ni microondas ni nada... Iba a tener que hacerse el niñito explorador. —Espero que la lluvia todavía no haya borrado las huellas del cabrón... Se internó en el viñedo, y la tormenta se lo tragó. Aunque el Patrol no había quedado tan destrozado como los otros dos coches, Royden tuvo que esforzarse para abrir la portezuela, lo suficiente como para sentir un latigazo de dolor en la base de la columna. Sería el colmo, pensó, que con los ovnis aterrizando a un par de kilómetros de allí, me quedara tullido y sin una silla de ruedas a mano. Trastabilló unos metros en el barro y miró atrás, hacia el pobre Patrol. No parecía tan terrible; estaba medio sepultado en el único terraplén de toda la carretera, con el costado derecho hundido y las ruedas de aquel lado bizqueando en direcciones opuestas. Quizá si hubiese dado el volantazo unos segundos antes hubiera podido meterse en los viñedos y salvarlo de la colisión, pero ya era tarde para lamentarse; se habían terminado las travesías nocturnas del Patrol, al menos de momento. —Maldita lluvia —murmuró, con la cara chorreante de agua. Dio media vuelta y empezó a caminar hacia el primer auto. Parecía un Ford. Estaba demasiado oscuro para distinguir el color, pero sospechó que era negro. Estaba volcado, encajado contra el tronco de un árbol. Royden se agachó frente a la ventanilla del conductor, pero no vio a nadie. Las puertas estaban cerradas. —Misterio —dijo. A poca distancia sonó una voz trémula; dijo algo que Royden no pudo entender. Le pareció que había sido una voz de mujer. 37
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Se dirigió hacia el otro auto. Un patinazo estuvo a punto de hacerlo terminar en el barro, pero logró aferrarse a una rama y evitar la caída. Entonces volvió a oírla, y esta vez captó lo que decía: —¿André? ¿Eres tú? Por fin la vio. Quedaron frente a frente, desconfiando cada uno del otro. Ella, porque era evidente que esperaba a otra persona, y él, porque experimentó la poderosa sensación de haberla conocido en alguna parte. Déjà vu, que le dicen los franceses, ¿no? —Me temo que no soy el André que anda buscando, señorita —dijo Royden, turbado. Entonces notó que la mujer estaba lastimada. Tenía sangre en el abdomen— ¡Hey! ¿Se encuentra bien? Llegó a su lado justo cuando ella se desplomaba; logró sostenerla de los hombros. Le pasó un brazo por la cintura, con cuidado, tratando de no tocar la herida. La mujer había bajado la vista y observaba la mancha oscura. Hasta un segundo antes ni sabía que estaba lastimada. —No... no es nada —dijo. A Royden le llamó la atención la firmeza de su voz—. Ni siquiera me duele. Pero André... ¡tenemos que encontrarlo! ¡Puede necesitar ayuda! —Tranquilícese, por favor. ¿Este André viajaba con usted o era el ocupante del otro auto? —¿Qué otro auto? —El de... ¡diablos, yo qué sé! Mire, sé que la situación es difícil, pero si no aclaramos las cosas va a costar mucho entendernos. Además, jamás me lo creería, pero le aseguro que tengo trabajo que hacer, y muy importante, ya que estamos, así que empecemos por los nombres. Me llamo Royden Grosvenor —se señaló con la mano libre—, y usted es... —Maude. Maude Saint-James —miró a Royden con repentino asombro— ¡Y a usted lo conozco de alguna parte! Royden la iba llevando lentamente hacia el abrigo de los viñedos, pero se detuvo cuando escuchó aquello. —¿En serio me conoce? ¿Entonces no son ideas mías? La mujer no respondió. Miraba fijamente un punto a espaldas de Royden. —¡Allí está André! ¡Por Dios, lléveme con él, rápido! Volvieron a ponerse en movimiento. Aquí el suelo era mucho más barroso. Los charcos parecían succionar las botas de Royden, como si intentaran arrastrarlas al fondo de la tierra. El latigazo de dolor volvió a machacarle la cintura, pero continuó arrastrando a la mujer, que parec38
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ía haber sacado fuerzas de sólo Dios sabía dónde y ya volvía a tirar de él, impaciente. Llegaron junto al cuerpo de un hombre tirado de espaldas junto al viñedo, la boca abierta, como si quisiera beberse toda la tormenta de un trago. Así que éste es el famoso André, pensó Royden. Entonces la reconoció: la mujer con la que había topado al salir del servicio, en casa del coronel. Estos dos eran los famosos periodistas de Fontane. Julian Field pensó que la poca cordura que le quedaba comenzaba a desmoronarse. Primero había sido el insólito despertar del día anterior, en una habitación desconocida y en compañía del hombre vestido de negro, un tipo inexpresivo con aspecto de sepulturero con clase. Hablaba de una forma tan despreocupada que era imposible no darse cuenta de que se trataba de pura fachada. Después se había abierto una puerta (se deslizó a un costado, como las de la nave espacial de Star Trek), y apareció su desayuno, flotando alegremente en el aire. Si no fuera porque estaba realmente famélico, jamás se habría atrevido a zamparse los bocadillos y el termo de café, siempre bajo la atenta (y un poco burlona) mirada del hombre de negro. Field temió salir flotando al primer eructo, al igual que la bandeja mágica. Se preguntó si no estaría viviendo un episodio de los X-files. Parecía que no podía pensar en otra cosa que no fuera en series de TV. Después utilizó el servicio. Por suerte no había rarezas en él; el inodoro era común y corriente, y su nervioso e interminable chorro de orina salió en la dirección que tenía que salir. Menos mal. Fue recién al regresar a la habitación —de paredes blancas y sin ventanas, se asemejaba sospechosamente a la celda de un manicomio—, cuando las piernas se le volvieron de goma. Tuvo que sentarse en el diván y aspirar una profunda bocanada de aire. En algún lugar se abrió una puerta. El hombre de negro (¡ay, esa voz, ese tonito tan repelente!) habló muy despacio, como si le estuviera hablando a un chico tonto y no al director del proyecto SETI de Berkeley. —¿Recuerda, señor Field, que le dije que mantendríamos una conferencia con el Jerarca Máximo? —Antes no... —dijo Field, con esfuerzo evidente—, antes no utilizó esa palabra. Dijo que hablaríamos con el director. —El Jerarca, el director, palabras más o menos no hacen la diferencia, ¿verdad? —el desconocido volvió a hacer aquel odioso ademán con 39
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una mano tan blanca como las paredes—. Me temo que acaba de producirse una contingencia inesperada. Digamos que los sucesos se han... precipitado. La conferencia ha sido postergada. —¿A qué... a qué se refiere? —Ahora la cabeza le daba vueltas tan rápido que temió se le fuera a destornillar al menor movimiento. —A nada. A todo. A algo que por el momento no le incumbe, señor Field. Dejaremos las preguntas para otro momento. Entonces comprendió. —¿Qué le pusieron al café? ¿Un... un somnífero? —El café era auténtico. Colombiano y azucarado en su punto justo. Los bocadillos eran de atún fresco. Los elegimos porque son sus preferidos y queríamos actuar con amabilidad. Ya bastante bruscos lo fuimos con Attemberg, debo reconocerlo. —¿Attemberg? —Field trató de mantener los ojos abiertos, pero estaba perdiendo la batalla: parecían haberse convertido en plomo—. ¿También tienen a Jimmy? —Como tener, no tenemos nada... eso es un hecho. Pero esta noche... —y el rostro sin rasgos característicos se frunció en una mueca anhelante—, esta noche... lo tendremos todo. —¿De qué mierda... está... hablando...? Field se hundía en el diván, caía hacia una profundidad esponjosa en la que se zambullía aliviado. Por eso no escuchó las últimas palabras del hombre de negro: —Esta noche será la última noche del mundo como lo conocemos. O mejor dicho, como ustedes lo conocen. Y se guardó en el bolsillo el instrumento que parecía una calculadora (pero que no lo era) con el que había inducido el desmayo de Julian Field. Mucho tiempo después —o así le pareció, porque el tiempo había dejado de ser una dimensión mensurable—, Julian Field recuperó el conocimiento en un nuevo recinto. Era exactamente igual que el anterior, con excepción del color de las paredes, que habían pasado a ser grises en lugar de blancas. Cuando se incorporó y se echó un vistazo a sí mismo, descubrió que vestía una especie de mono gris sin costuras ni bolsillos. La cremallera estaba ubicada en la espalda, en una larga tira que le corría desde la nuca hasta, bueno, justo hasta ahí, de modo que al menos no tendría que quitarse todo el maldito disfraz si necesitaba volver el servicio.
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Recién cuando se puso de pie notó una leve vibración en la planta de los pies. ¿Estaría viajando en algún tipo de vehículo? Imposible deducirlo. Otra vez habían olvidado reservarle una habitación con ventanas. Una puerta se abrió, deslizándose a un costado —como ya saben en qué serie de TV—, y reapareció una conocida silueta. Field la miró, deslumbrado por el torrente de luz blanca que venía del pasillo. El hombre del traje negro lo miró desde el umbral. Fue bastante escueto: —Acompáñeme, señor Field. Hay alguien que desea hablar con usted. Field lo siguió a una distancia prudente. Mientras caminaban por el corto pasillo (no podía medir más de cuatro metros, y allí el bamboleo de las paredes era evidente), Field tuvo el primer atisbo de un pensamiento demencial: Este hombre no es humano del todo. No hubo tiempo para que el otro advirtiera su repentina aprensión, porque ya se abría la puerta al extremo del pasillo, y lo que allí vio... Lo que allí vio acompañaría a Field por el resto de sus pesadillas. Si es que tenía suerte y había más pesadillas. De repente deseó volver a estar encerrado en su celda. Y para siempre, si era posible. —Le presento al Jerarca, señor Field —dijo el hombre de negro. Sonreía—. Quiere contarle algo importante. —¡André! ¡André, contesta por favor! Maude acariciaba el rostro del periodista con infinito cuidado. La lluvia le corría por la cara como una catarata de lágrimas. Tenía los ojos abiertos y contemplaba el cielo nocturno sin contestar. Una mancha rojiza crecía entre su cabeza y el barro del suelo, como una almohada de pesadilla. —¡Dios mío, está muerto! —sollozó Maude. Gentilmente, Royden la hizo a un lado. No quería que la situación se desbarrancara más de lo que ya estaba, así que lo mejor era actuar con calma. —Déjeme a mí. Veré cómo se encuentra. —Royden se agachó junto al caído y lo tomó de una muñeca. Quedó en silencio unos segundos y giró hacia Maude. —Está con vida —aseguró—. El pulso parece firme, pero esa herida tiene muy mal aspecto. —Luego señaló el vientre de la mujer—. Y ya que estamos, ese corte tampoco se ve demasiado bien. Necesitamos transporte... ¡Maldición! ¡Tres autos, y los tres hechos una porquería! 41
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Maude parecía haberse tranquilizado. —El nuestro está volcado. ¿Qué pasó con el suyo? —preguntó. —No creo que pueda sacarlo del terraplén —dijo Royden—. Y si así fuera, las ruedas quedaron tan torcidas que sólo podríamos girar en círculos. Se le representó la imagen de Brucie persiguiéndose la cola. ¡Aún tenía que encontrarla! ¡Y las cámaras seguían en el maletero del auto! Espero que no se hayan estropeado, pensó. Si los ovnis aterrizan y no estoy allí para registrarlo... —... el negro? —¿Qué diablos dijo? —preguntó Royden de mal humor. —Le pregunté que cómo estará el auto negro. ¡Y no tiene porqué hablarme así, estúpido, que esto me gusta menos que a usted! —Maude había enrojecido tanto que podía notarse incluso a través de la lluvia. —El auto está hecho una mierda. Tendríamos que pedirle al árbol que nos devolviera el puto motor —Royden aspiró hondo para recuperar la calma—. ¿Podría explicarme qué rayos sucedió? —Un ciervo nos hizo salir del camino. Parecía espantado. Y André no llevaba puesto el cinturón. Nunca lo hacía. Supongo que todo lo demás —abarcó los otros dos coches con un ademán— fue culpa de nuestra maniobra. Lo lamento. —Olvídelo. Tenemos un problema: llevar a este hombre al hospital. Es decir, los problemas son dos, porque usted también necesita asistencia. ¡Mierda, y eso sin contarme a mí, que no estoy como para perder el tiempo! ¡Necesito llegar al lago para plantar las putas cámaras! —¿Cámaras? —preguntó Maude—. ¿Qué cá...? ¡Ahora recuerdo dónde lo vi! ¡Usted es el hombre que estaba en la mansión de...! Maude no pudo redondear la frase. Un nuevo personaje había aparecido en escena. Estaba vestido de negro y les apuntaba con una pistola que parecía sacada de Star Wars. Julian Field habría pensado lo mismo. La alucinación fue tan persuasiva que, por un momento, el coronel incluso llegó a distinguir la sonrisa del abuelo Fontane mientras surgía de la lluvia y cruzaba el jardín... pero entonces se impuso la razón, y Fontane levantó por fin el catalejo y miró a través de él. La mancha blanca era la pobre de Brucie que volvía de la cabaña, empapada desde el hocico hasta el rabo. Parecía asustada, como si escapara de algo del bosque.
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—¡Brucie, mon cherie, enseguida te abro! —gritó Fontane. Corrió hacia la puerta del frente. Se desplazó entre las tinieblas con destreza absoluta, sin chocar ninguna silla ni voltear una sola de las antigüedades que aquí y allá decoraban el recibidor. Llegó a la puerta, descorrió el cerrojo y abrió. Brucie se impulsó al interior de un rápido salto, ladró un par de veces y se perdió en la oscuridad de la casa. Ya lo creo que está asustada, pensó Fontane. Miró afuera, a la tormenta, justo para ver una pareja de ciervos que corrían despavoridos, pisoteaban algunas de sus flores más cuidadas, y se desvanecían más allá del recodo del edificio. Venían del lado del lago. Dios mío, está sucediendo. Royden tenía razón..., tal vez ya hayan aterrizado. No volvió a entrar. Sin siquiera acordarse de cerrar la puerta (el hocico de Brucie se asomó por la abertura para mirar salir a Fontane), el coronel salió a la intemperie, vestido sólo con su bata y todavía con el catalejo en una mano, y se encaminó al garaje. No se iba a perder la función, de ninguna manera, esta vez lo iba a presenciar en primera fila, claro que sí, de modo que más valía que el Jeep funcionara. Brucie empezó a seguirlo con cierto recelo; no quería volver a mojarse. Pero así y todo fue detrás del coronel como perra obediente que era. Tanto Maude como Royden no atinaron a decir una palabra; habían quedado paralizados ante la inesperada aparición del hombre de negro... y ante el siniestro aspecto de la pistola que estaba empuñando. El desconocido surgió del viñedo y se acercó lentamente. Tenía torcida la absurda corbata. Trató de decir algo pero enseguida cerró la boca, como si no hubiera podido encontrar las palabras adecuadas. Entonces Maude, sin duda apremiada por el riesgo que significaba tener a André tirado bajo la lluvia, decidió intervenir con mucha cautela. Tomó aire y habló: —Mire, no sé ni quién es usted ni qué se propone, pero necesitamos ayuda. Este hombre está malherido y queremos llevarlo al hospital más cercano. No podemos seguir perdiendo tiempo, quizá usted tenga un auto en condiciones y... —Mi auto está roto —la interrumpió el del traje. Habló un inglés muy cerrado y con demasiado acento, como si lo hubiera aprendido por correspondencia, al menos en su mayor parte—. Chocó el árbol. Yo choqué. Se me escapó el paquete y tengo que seguir las huellas. Por favor, a estarse quietos y no remover el piso. Eso es todo. Permiso.
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Dicho esto, guardó el arma y pasó junto a la pareja sin prestarles atención. Maude y Royden se miraron a la cara como preguntándose: ¿Y a éste qué bicho le ha picao?, pero sospecharon que no era buena idea abusar de su suerte... sobre todo cuando no parecía quedarles demasiada. El desconocido se acercó al Ford negro (era obvio que se trataba de su auto), se agachó frente al parabrisas y examinó el barro en silencio. Pareció encontrar lo que buscaba, porque acto seguido se puso de pie y se dirigió hacia el otro lado, más allá del coche, sondeando el suelo como un sabueso. Ya se había olvidado de Maude y Royden. Maude no pudo soportarlo. De dos rápidas zancadas, y luego de hacer a un lado el rápido manotazo con el que Royden intentó contenerla, llegó junto al hombre y se le plantó a la cara. Ella era casi veinte centímetros más baja, pero en ese momento la diferencia no se notó. Lo aferró de la solapa con una mano engarfiada mientras con la otra le tironeaba de la corbata. —¡Gasp! —emitió la garganta de Antonio. Pudo haber sido tanto en español como en inglés. —¡Escúchame bien, chaval, que la paciencia se me ha terminado! — gritó Maude. Hasta la tormenta pareció amainar un poquito—. ¡Ese hombre que está allí necesita un médico y usted es el único que puede ayudarnos! ¡Y me importa un carajo el pistolón ése que lleva al cinto; por mí puede metérselo donde le quepa! O nos ayuda a André y a mí, o... —Suelte, joder, que me está acogotando… —dijo Antonio. Al ver que la otra no comprendía volvió a decirlo, pero esta vez en inglés. Maude aflojó un poco el puño pero sin llegar a soltarlo. —Ahora nos empezamos a entender —dijo ella. A sus espaldas, Royden soltaba un suspiro de alivio—. ¿Es necesario que se lo repita? —¡No, no es necesario, coño! Es muy importante que recupere mi paquete, es decir, a Attemberg... —explicó Antonio al tiempo que dirigía la mirada hacia el cuerpo de André—, pero supongo que puede esperar unos minutos. Ahora sí lo soltó Maude. —¿Attemberg? —preguntó Royden, con todo el aspecto de entender cada vez menos—. ¿Se refiere a Jimmy, a mi amigo Jimmy Attemberg? —A la porra con tu Jimmy, que no hay tiempo —dijo Antonio—. Si quieren que ayude, ayudo. Pero ya. —Escuchen, podríamos ir a la mansión del coronel Fontane. Guarda un Jeep en el garaje —dijo Royden—; estamos a sólo dos kilómetros de allí, mientras que para llegar a Menton... 44
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—De acuerdo, hasta lo de Fontane entonces —Maude se volvió hacia a André y se arrodilló a su lado—. En alguno de los coches tiene que haber algo que sirva como camilla. Quizá una lona. Antonio dio unos pocos pasos al frente y sacó un dispositivo del bolsillo. A Royden le pareció que era una calculadora, pero Maude lo confundió con un teléfono celular. No era ni una cosa ni la otra. Es decir, podría haberse usado también como teléfono celular, pero hubiese sido como utilizar un amplificador de 20.000 watts de potencia para saludar al vecino de la acera de enfrente. —Hazte a un lado, mujer, si no quieres que te veamos las nalgas — dijo Antonio muy seriamente. Del instrumento salía un cable que se perdía entre sus ropas negras, donde un bulto informe le arrugaba el traje. Tecleó una, dos teclas, apuntó a André como si estuviera a punto de realizar un truco con su varita mágica... y lo realizó. André levitó tranquilamente en el aire, a metro y medio de altura. —¿Dónde está esa puta mansión? —preguntó Antonio a un auditorio estupefacto—. ¡Vamos, coño, que los platos voladores se nos vienen encima!
NUEVE por Eduardo Vaquerizo Julian Field era un hombre de ciencia, una persona de arraigados hábitos científicos que no se dejaba llevar por absurdas fantasías, por sesgos más propios de sectas irracionales que de ciencia. Al mismo tiempo era un hombre curioso, no hubiera dedicado su vida a la ciencia de no serlo, no obstante, allí, en la sala asépticamente pulcra, sentado sobre una silla de un plástico con tacto de carne, procuraba no dejar de mirar a uno de aquellos hombres de negro. Se esforzaba histéricamente en evitar que su cabeza y sus ojos girasen apenas unos grados y volviesen a ver lo que habían visto nada más abrirse la puerta y que se erguía al otro extremo de la mesa. —Señor Field, espero que esté suficientemente cómodo. —S... sí. —Bien, quizá pueda entender lo que pasa y, quizá, entonces, hasta esté interesado en ayudarnos. La voz era normal, con la misma cualidad de normalidad que tendría un hipopótamo rosa bailando claqué en medio del estrado de las Naciones Unidas. Muchas frecuencias enredadas en un baile de acoplamientos tonales lograban con maestría acoplarse en algo parecido a palabras. Sin embargo, escucharle era una bendición, un canon de esferas coper45
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nicanas girando en un cielo tranquilo, neoclásico, cercano, inamovible y eterno. Mirarlo había sido como caer en un pozo de feroces contradicciones cuánticas, dejarse enredar en un serpentino nudo de incoherencias capaces no sólo de no disolverse al intentar aplicarles cualquier tipo de razonamiento, sino lo suficientemente potentes como para convertir el ordenado campo de neuronas de Julian Field en un laberinto de fractales anidados. —Como habrá podido comprobar, no soy de este planeta. Soy el director, el jerarca, uno de esos términos suyos tan curiosos. Antes me llamaban Dios, mucho antes no me llamaban de ningún modo, dentro de un siglo, quién sabe, quizá tampoco me llamen de ningún modo. No nací aquí, aunque llevo mucho tiempo en la Tierra como lo que ustedes llamarían... un delegado, un embajador, un colonizador, uno de los muchos significados del término que los míos me adjudicaron y que tan mala traducción tiene. Julian tragó saliva. Había gruesas gotas de sudor que le corrían por la frente. A cada palabra del jerarca, resplandores actínicos, arco iris cromáticos que, sospechaba, eran función de alguna retorcida manera del discurso multitonal, iluminaban las paredes de la sala. Se sentía al borde de un precipicio, oscilando, a punto de caer del lado en que su mente se negaría a aceptar aquello y buscaría refugio en la locura, algún tipo de locura en la cuál aquello que le hablaba no existiera. Ceguera histérica, neurosis, amnesia, lo que fuera con tal de permanecer lejos. Se fijó entonces en uno de los hombres de negro sentados a la amplia mesa de reuniones que se sostenía en el aire sin ningún soporte visible. Manipulaba una especie de calculadora, aunque llamarla así hubiera igual de burdo que usar un 747 como pisapapeles. No dejaba de mirarlo. Lo comprendió al instante, era él, con esa máquina, quién lo mantenía del lado de la cordura. —Y se preguntará cuál es mi función, quiénes son estos señores que me rodean. Se preguntará, sin duda, qué hace aquí, y qué hará mañana. Se decidió, era una apuesta, se volvió, giró, grado a grado, la cabeza y dejó que aquello, lo que fuera, le entrase por los ojos. Tras un instante en el que el pánico creció incontenible, luego la imagen comenzó a hacerse borrosa, todo brillos, formas cada vez más indefinidas. Había un mecanismo de protección después de todo. —Sí —y su sílaba le supo a victoria—, sí... me gustaría... saber. A Jimmy la cabeza le dolía muchísimo. El chichón de la frente comenzaba a asemejarse a un huevo de paloma, no obstante no podía detenerse, no ahora que había tenido la suerte de escapar. Llovía como si el cielo fuera una enorme bolsa de agua rasgada por algún dios malévolo. Estaba en algún lugar de Francia ¿dónde? Ni idea. La costa azul, 46
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quizá. Buenos vinos, pensó momentos antes de tropezar con un viña, caer sobre ella y rasgarse la mejilla con un sarmiento puntiagudo. Se levantó como pudo, dolorido, empapado, para caer inmediatamente de rodillas sobre el barro. No podía más, que viniera un hombre de negro por él y lo llevase a Marte a conocer a Marvin el marciano, era demasiado. Vio una luz, algo venía por el camino, un coche, era un coche ronroneando y peleando con el horrible camino de barro y piedras. Se puso en medio del camino haciendo señas con las manos. El coche no parecía muy dispuesto a parar. Eso o no lo vio hasta que estuvo muy cerca. El jeep hizo chirriar los frenos y se detuvo muy cerca, hasta casi tocarle con el parachoques. Se acercó sonriendo estúpidamente a la ventanilla del conductor. Bajaron la ventanilla y Jimmy siguió sonriendo estúpidamente, los brazos colgando inertes al lado del cuerpo. No cambió la expresión, porque de mudarla hubiera debido esforzarse en componer una nueva que no era fácil de decidir. Conducía el vetusto todoterreno un hombre mayor, de pelo blanco, vestido con una bata de estar en casa. Una collie casi asomaba la cabeza por la ventana y le observaba, dispuesta, sin duda, a comprobar si aquella cosa chorreante y lamentable era una amenaza o un juguete. Eso no era lo más extraño, ni siquiera le sorprendió demasiado que el anciano llevase a la cintura un anticuado catalejo de latón, no, lo más raro es que el anciano le miraba con los ojos muy abiertos y sonreía de oreja a oreja, embargado de felicidad. —Ya están aquí, han vuelto después de 200 años, como dicen las crónicas. ¡Suba ya! Jimmy siguió sonriendo. Llovía, se dijo. Llovía, le perseguía un hombre de negro después de haber encontrado señales de vida extraterrestre. Le perseguía un hombre de negro que le había secuestrado y luego lo había estrellado contra un árbol en la costa azul francesa. Luego se había tropezado con una viña. No es eso que tuviese mucha importancia, pero había sido ya el colmo. Después de eso, que un viejo loco en bata hablando un francés cerrado que apenas comprendía le llevase en su jeep a dios sabe dónde, no le inquietaba mucho. Al menos dentro del jeep no llovía, y la perra había decidido que Jimmy entraba más bien en la categoría de juguete y no dejaba de empujarle con el morro y lamerle la nuca. —Los he visto, los platillos, en formación, hacia el lago. —Eh... sí, no, no recuerdo mucho de mi francés. Tuve una novia que era francesa y con ella aprendí algo... de lengua... pero, eso no le interesará mucho ¿no? —¿Americano, no? Conocía a muchos americanos cuando la guerra, estuve en la resistencia ¿sabe?
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—Como todos los franceses. El coche siguió bamboleándose, avanzando temerosamente por el camino embarrado y se perdió de vista detrás de una colina. Media hora después había dejado de llover. La tormenta había amainado y una fría y vivificante brisa marina soplaba por la campiña. Los olores del campo húmedo, mezclados a los aromas marinos comenzaron a levantarse y mezclarse en una sinfonía habitual en aquellas tierras. Pronto las nubes desaparecieron y la noche se volvió clara y serena. Olkasiija y Uua‘kk surgieron del suelo en ese momento. Nadie los hubiera confundido con una roca o un árbol, pero tampoco con un animal, o un arbusto, o una máquina. Hubiera sido difícil confundirlos con algo que hubiese nacido, producido o creado en la tierra. Olkasiija comenzó a clikear. Lo hizo muchas veces, en concreto 73.000. Era la forma que tenían los de su raza de numerar cosas. Los símbolos no habían sido nunca lo suyo. —73.000. Uua’kk respondió a su amigo con una suave y compleja emisión de muones que, traduciendo de modo aproximado, podría decirse —¿Qué coño dices? —73.000 noches así. —Ah. Sí, no ha estado mal, no, aunque me gustaron más las noches ígneas de Alcaudón-4 —Nada nada, como las noches de la Tierra no hay nada. Ya nos lo dijeron y tenían razón. —Pues yo no estoy muy contento, lo mismo hasta reclamo y todo. —No eras tú quien quería venir al borde galáctico, pues en el borde no hay tantas estrellas, las noches son así, minimalistas. —Sabrás tú lo que es minimalismo. La conversación continuó mientras los seres se desplazaban —y punto, no me pregunten cómo por que no podría explicarlo—. Entre ellos se intercambiaban muones, positrones, algún átomo pesado lleno de delicados significados imbricados en orbitales solapados, pero ni un solo sonido. Quizá por eso el grupo que avanzaba por el camino no los advirtió y se perdieron detrás de la misma loma tras la que había desaparecido el jeep. —¿Está muy lejos la casa? Miren, no es por ser mala persona y no atender a un herido, que de todos modos parece que está mejor, es que tengo algo urgente que hacer. 48
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—Ya, lo de los platillos. Maude sujetaba la mano de André. Lo había arropado con ropa seca sacada de uno de los coches y se removía y gemía sin terminar de recuperar la consciencia. Ahora que había dejado de llover y soplaba el viento, estaban helados. Bueno, todos menos el hombre de negro: su traje, justo tras dejar de caer agua del cielo, se había secado instantáneamente. —Pues sí, mire, lo de los platillos. Tenía una misión que cumplir y me están ustedes retrasando. —Tendrá que ir corriendo a tomar fotos de una aterrizaje masivo de naves extraterrestre y luego vendrá un fenómeno rarísimo, un encuentro ya no del tercer tipo, sino del cuarto o el quinto ¿no? El hombre de negro se volvió hacia el magullado rostro de Maude. También lo hizo Royden, aunque con más disimulo. —Pues sí ¿cómo lo sabe? ¿No será de la organización? Ya sé, es un superior y esto es una prueba. Y no la he pasado, a tomar por culo mi pensión. —¡Quiere dejar de decir estupideces! Maude gritaba al borde de la histeria. A la prensa del corazón, a hacer fotos a famosos con el cociente intelectual de una hormiga, a eso se iba a dedicar. No quería volver a oír hablar de un ovni, un avistamiento, un encuentro ni nada parecido en el resto de su vida. Royden camina al lado de la camilla levitante, justo detrás del hombre de negro. En todo el trayecto no había dejado de mirarle, sin atreverse a moverse bruscamente, a hablar, hasta ese momento. —Oiga... —¿Sí? —Existen ¿Verdad? —¿Quién? ¿Los ET? Pues claro. —Y cuando esto termine me borrará la memoria, o nos hará desaparecer, o... —No sea estúpido, les dejaré ir, nadie en su sano juicio creería una cosa como esta. Borrar la memoria ¿para qué? Antonio se encogió de hombros expresivamente. Aquel tipo le caía bien. Todos los locos de los ovnis le caían bien, eran tipos raros, gente que, al menos, había buscado una forma de escapar de la televisión con un hobby apasionante y misterioso. Además, estaban en lo cierto, aunque no tuviesen ninguna oportunidad de demostrarlo. Ni la tendrían, ya se ocuparían ellos de eso. Aún así, su obstinación, esas ganas de saber 49
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que les hacían brillar los ojos, tal como le pasaba al joven aquel, tal y como en una ocasión le había pasado a él mismo, le causaban un placentero regocijo, que no encontraba al socializar con el resto de la humanidad. Antonio no pudo pensar en mucho más. Ninguno de los que formaban aquella extraña santa compaña de magullados y tullidos nocturnos, pudo pensar en nada que no fuera, quizá, el fin del mundo. El suelo temblaba agitando los árboles y haciendo salpicar el agua de los charcos. Bruscamente las estrellas se movían, había cientos de luces desplazándose y silbando horrísonamente en el despejado cielo nocturno. Parecían venir de todas direcciones pero se desplazaban en un sentido, hacia el lago. —Los putos platillos se nos vienen encima, ¡joder! Antonio dejó al herido en el suelo y salió corriendo. Royden le persiguió pisándole los talones mientras Maude y André, que acaba de despertar, miraban al cielo mientras sus mandíbulas caían, caían y caían en dirección al suelo.
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ppoorr S Sa an nttiia aggoo E Exxiim meen noo —Sí, me gustaría saber —dijo Julian Field. Sintió nauseas, y un profundo abatimiento se abalanzó sobre él cuando la voz de aquello que su mente se negaba a denominar jerarca emitió una estridente frecuencia, una secuencia aleatoria de distribución uniforme de graznidos agudos y distorsiones de estática que, no cabía duda, debía interpretarse como una deformada burla de una carcajada. —Claro, señor Field —canturreó aquella parodia de voz humana—. Desde luego. Preste atención a las imágenes, sienta el mensaje que le transmiten. Entienda cuáles son los hechos, y cuáles nuestros motivos. Después, todo le resultará más sencillo. Julian descubrió que en una de las paredes se desplegaba un enorme monitor plano en el que se proyectaban extrañas figuras cromáticas, fractales incomprensibles que se deshacían y se fundían en nuevas imágenes repletas, de una manera que le sorprendió y aterró a la vez, de una inexplicable sensación de conocimiento. —Somos ya ancianos, señor Field. Demasiado viejos. Llevamos aquí tanto tiempo que, perdóneme, me resulta absurdo el sentido de civilización del que ustedes hacen gala y transmiten con orgullo a su descendencia. Hemos permanecido esperando durante eones la llegada de
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nuestros hermanos, durante tanto tiempo que muchos de nosotros ya han perecido. ¿Puede su joven e inexperta mente comprenderlo? Julian apenas podía comprender qué estaba ocurriendo en aquel momento. A su alrededor todo se transformaba, se metamorfoseaba como acero fundido resbalando sobre una capa de hielo. Abrió la boca para responder, pero no pudo emitir sonido alguno. Sentía sus cuerdas vocales paralizadas por el terror, o quizá por algo más ominoso que no acertaba a descubrir. —Pero somos pocos —continuó el jerarca—, y más débiles de lo que imagina. Si algo define a nuestra raza es la fragilidad, señor Field. Si ustedes, especie orgullosa y pagada de sí misma, fueran conscientes del peligro que supone nuestra presencia aquí, nos eliminarían sin piedad. Hemos seguido con atención sus programas de comunicación, tanto los de ficción como el resto, y no dude que nos sentimos atemorizados ante la apología de la violencia que muestran. Pero no les reprocho su ansia por acabar con todo aquello que consideran distinto. Nosotros haríamos lo mismo si descubriésemos una invasión como ésta en nuestro mundo. Si tuviéramos un mundo, desde luego. ¿Qué le sucedía a aquel lugar? Un olor delirante se filtraba por las paredes e inundaba sus fosas nasales. Julian Field miró a su alrededor con las pupilas dilatadas, bañadas en lágrimas. ¿Era aquella masa deforme multifaceteada que se deslizaba entre los dos hombres de negro el jerarca? Aunque aquellos hombres aparecían desfigurados a sus ojos, como si sus rostros de arcilla hubieran sido moldeados por un artista ciego y artrítico. —Después, amigo mío —continuó aquella voz que, a cada instante, modificaba su modulación y le resultaba más familiar a Field—, después nos adaptaremos, tal y como hemos hecho en anteriores ocasiones. Todos los mundos terminan por fenecer, y debemos comenzar de nuevo nuestro peregrinaje. Nos hemos especializado en la adaptación, sin prisas, con paciencia. Viviremos con ustedes el tiempo que sea necesario, aprenderemos sus costumbres, comprenderemos sus motivaciones, pasaremos inadvertidos hasta que sea el momento. Entonces, tomaremos lo que es nuestro y nos marcharemos. Como hicimos en el pasado. Como haremos en el futuro. ¿Quería saber? ¿Qué era exactamente lo que quería saber, señor Field? Pero Julian Field ya no podía oírle. Porque aquella amalgama de luces y sombras que había sido el jerarca se había fusionado ante sus ojos, moldeándose como cera caliente, adoptando una forma tan inesperada como aterradora. —¿Es esto lo que quería saber, señor Field? —susurró el jerarca sonriendo, y el hombre gritó, un grito desgarrador, mientras aquella cosa daba un paso hacia él, aquella cosa que, ahora, era Julian Field. 51
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—¿André? —susurró Maude, pero la mirada del hombre se perdía más allá de su rostro, en el firmamento. Allí, suspendidas apenas a unos cientos de metros de sus cabezas, miles de diminutas luces de todos los colores brillaban y parpadeaban como si de un enorme árbol de Navidad negro se tratara. Maude intentó contar las luces, un ejercicio de relajación que le permitiera olvidar la terrible situación en la que se encontraba, pero desistió a los pocos instantes. Las luces se extendían alrededor del contorno de una enorme nave nodriza, y la mujer era consciente de que su mente imperfecta no podía abarcar por completo la increíble envergadura de aquella estructura, tan cerca de ellos se encontraba. —¿André? —repitió Maude, pero no obtuvo respuesta. El joven reportero yacía entre sus brazos, inmóvil. Probablemente muerto, pensaba ella. Sus ojos ciegos miraba al cielo, a las luces de la nave, y aquella era la razón por la que Maude más lamentaba su muerte: nunca vería lo mismo que ella estaba presenciando en aquel inolvidable instante. La existencia de la vida extraterrestre confirmada del modo más directo: la llegada de las naves al planeta; el encuentro con el que, hipócritamente, siempre habían soñado en secreto, sin confesárselo el uno al otro. Un siseo, como el rumor del vapor al escapar de una máquina de tren ahogada, llamó su atención, y mientras observaba como una sección de la zona inferior de la nave se desplegaba como si de un envoltorio de caramelo se tratara, dejó descansar el cuerpo de André sobre la tierra húmeda. Del interior de la abertura surgió una plataforma, diminuta en la distancia, que comenzó a descender con lentitud hacia la superficie del planeta envuelta en un halo de luz azulada. —Señor —susurró la reportera, incorporándose. Aquello descendía directamente sobre sus cabezas. Dispuesta a salir corriendo, abandonando el cuerpo inerte de André, avanzó en dirección a unas viñas cercanas que apenas podía discernir en la oscuridad. Entonces sintió como un relámpago de dolor recorría su abdomen y caía al suelo, junto a su compañero. Gritó, cubierta de sudor y sangre, dominada por el pánico y el dolor. Quizá la herida no era tan poco importante como había pensado en un primer momento. Quizá algo se había roto en su interior. Quizá, pensó Maude, quizá la vida era simplemente demasiado injusta. Y alzó la mirada mientras la plataforma, cada vez mayor desde el lugar en el que se encontraban, descendía sobre ellos. —¿Ha visto eso? ¿Lo ha visto, amigo? —chilló Alain Fontane, y Brucie emitió varios ladridos de excitación. 52
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Jimmy Attemberg bastante tenía con seguir vivo, pero giró la cabeza y miró en la dirección que su rescatador indicaba. Luces brillantes invadían el cielo nocturno y una torre de luz azulada, como si alguien hubiera colocado verticalmente en mitad de la campiña francesa un tubo fluorescente, dominaba el paisaje. En el interior de aquella torre de luz algo semejante a una gran balsa parecía moverse, agitarse en el aire, pero desde la distancia no podía apreciarse con claridad. —Vaya hacia allí, por el amor de Dios —dijo Jimmy, con voz quebrada. —¿Hacia dónde pensaba que me dirigiría, americano? ¡Debo ver eso, estoy tan ansioso como usted! ¡Estar allí! ¡Es la confirmación de toda mi vida, de toda mi herencia genealógica! Jimmy pensó en una respuesta adecuada al tono altivo de aquel francés orgulloso, pero el perro aprovechó la ocasión para ladrar varias veces e intentar lamerle la cara. Molesto, sintiendo la amortiguación clavándose en su cuerpo a cada bache del camino, Jimmy maldijo en silencio y esperó. El jeep se internó entre dos zonas que, según pensó el americano, debían haber sufrido una terrible plaga. Las plantas cultivadas se veían desechas, retorcidas y achaparradas. —¡Las radiaciones pueden ser peligrosas! —gritó a su compañero, señalando primero la torre de luz y después los campos a su alrededor. Fontane le miró con ojos desorbitados. —¿Las... viñas? Sacre blue... —murmuró, conteniendo las carcajadas y controlando al mismo tiempo su ira contra aquel ignorante. Volvió la vista a la carretera, y entonces algo se cruzó frente a ellos, algo enorme y monstruoso que no podía definirse de forma alguna. Algo que abrió sus enormes fauces, si podía denominarse así a aquella estructura azulada que Uua’kk desplegaba frente a ellos, y se abalanzó sobre el vehículo. Fontane gritó. Jimmy no tuvo tiempo. —¡Por el amor de Dios, no se detenga! —gritó Antonio, y Royden retrocedió, aterrorizado, mientras aquella cosa se abalanzaba sobre el hombre de negro. Royden había visto cosas terribles en su vida, cosas que a muchas otras personas les habría arrebatado la cordura, pero aquella criatura representaba un reto para su mente difícil de afrontar. Cientos de pseudópodos brillantes como estrellas rodeaban el cuerpo de Antonio mientras el hombre se debatía como si le hubieran conectado a la red eléctrica introduciendo sus dedos en un enchufe. Fuera lo que fuese 53
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aquello, laceraba la carne de su víctima al contacto, arrancándole con cada gemido de dolor emitido por el hombre un trozo de su piel. —¡Márche...! —intentó gritar Antonio, pero los apéndices de aquella cosa se introdujeron en su boca. Royden retrocedió hasta que sus piernas tropezaron con algo y cayó al suelo. No podía apartar la vista de aquella escena de dolor y agonía, del esperado encuentro con otra especie inteligente que no procediera del planeta Tierra. De pronto Antonio quedó quieto, inmóvil, y aquella cosa se apartó lentamente de él, reptando sobre su cuerpo. Otras como ella reptaban hasta su posición y se amontonaban, deslizándose unas sobre otras como voluptuosas mujeres desnudas embadurnadas de aceite fluorescente. —Malditas, malditas —gimió Royden, y nuevas criaturas surgieron de la tierra y se mezclaron entre ellas. Lo que había descendido de aquella nave era la misma muerte, encarnada en enormes estructuras tentaculares de luz azul. Royden miró a su alrededor, buscando algún arma para defenderse de ellas ahora que se habían detenido, y descubrió que había tropezado con los escalones de entrada de la mansión de Alain Fontane. Procurando no alterar el inesperado estado de relajación Royden dio unos pasos hacia el interior de la mansión. La puerta estaba abierta de par en par, como si alguien hubiera abandonado el lugar apresuradamente. Incluso las luces estaban encendidas. Royden entró, cerró la puerta lentamente y, temblando, se dejó caer en un sillón. ¿Cuántas naves habrían descendido? Al principio creyó que eran cientos de ellas, quizá miles, sus luces iluminando el telón de la noche. Después creyó que se trataba de una única nave, inmensa, gigantesca, que le recordó vagamente a las películas sobre invasores extraterrestres de los años cincuenta. Era muy probable que nunca lo supiera, y que aquellas cosas que reptaban en el exterior, aquellas cosas que metamorfoseaban ante sus ojos, aquellas cosas que habían despellejado al hombre de negro y acabado con su vida hicieran lo mismo con la suya. Intentó plantear en su mente un esquema de la situación actual; cómo había llegado a ella, y cómo podría escapar. ¿Qué esperaba? Quizá había visto demasiadas películas de extraterrestres bondadosos; quizá el problema era justo el contrario. No sabía qué pensar. Fuera lo que fuese, lo que se retorcía fuera como si fuese una anguila y cambiaba de forma como una barra de plastilina en las manos de un niño hiperactivo era cualquier cosa menos amigable. ¿Qué habría sido de los demás? ¿De aquellos reporteros, del mismo Fontane? ¿De Brucie? Algo golpeó la puerta de entrada con violencia. Royden, sobresaltado, caminó hasta ella y, a través de la mirilla, oteó en el exterior. De pie, frente a la puerta, estaba Antonio, el hombre de negro, o al menos algo 54
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que se le asemejaba en gran manera. Mientras que los rasgos de su cara permanecían moderadamente estables, sus brazos y su torso eran presa de continuas convulsiones. Además, las pupilas de aquella burda copia del hombre destilaban un horrendo icor azul, que se deslizaba por sus mejillas y terminaba en sus labios. —¡Eh! —gimió aquella abominación con voz aflautada— ¡Puerta! Abre. Mientras el falso hombre de negro hablaba y golpeaba la puerta con sus puños, Royden buscó en el salón algo con lo que poder defenderse. Sobre la chimenea Fontane había colocado de forma harto literal su escudo de armas, pero cuando Royden trató de asir una de las dos espadas cruzadas que se descubrían tras el escudo advirtió con pesar que se trataba de réplicas de latón, tan imperfectas e inútiles como la criatura que intentaba echar abajo la puerta de entrada. —Roñoso de mierda —murmuró mientras sopesaba entre sus manos el atizador y lo desechaba, dejándolo caer sobre la alfombra. Los golpes aumentaron en la puerta de entrada. Royden atisbó entre las cortinas de la ventana la presencia de varias de aquellas criaturas tubulares y, al menos, cuatro de ellas habían adoptado rasgos cercanos a los del hombre de negro. Sin duda estaba ante una de las invasiones más terribles, una en la que el invasor podía infiltrarse con naturalidad y pasar desapercibido. Arrastró uno de los sofás hasta la puerta de entrada y colocó sobre él un pequeño mueble de madera que hacía las veces de mesa auxiliar. Jadeaba a causa del esfuerzo y de la tensión. —¡Conmigo no vais a poder, malditos! ¡Avisaré a las autoridades! — gritó Royden a la hoja de madera, alzando el puño con gesto amenazador. Los golpes en la puerta se redoblaron, y la madera empezó a combarse hacia el interior. Royden comprendió que, antes o después, derribarían su improvisada barricada e, hiciera lo que hiciera, entrarían en la casa. O quizá, si mostraban la suficiente inteligencia, lo harían a través de las frágiles ventanas. ¿Qué podía hacer? Sólo se le ocurría una posible solución, descartada la alocada idea de enfrentarse a ellos cuerpo a cuerpo. Debía esconderse, pero ¿dónde? Era evidente que no cejarían en el empeño de matarle con facilidad; debía encontrar un refugio donde nunca le buscaran, un lugar donde aquellas cosas no imaginaran que podrían encontrarlo. —La chimenea —susurró, y se acercó hasta ella dominando su temor. Introdujo la cabeza en la abertura con cuidado y, apoyándose con las manos en los ladrillos del interior, introdujo el resto del cuerpo, procurando no colocar el pie sobre los restos de cenizas. Con gran esfuerzo, 55
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sudando y jadeando, ascendió centímetro a centímetro por aquel claustrofóbico tubo hasta que sintió que su cuerpo quedaba encajado en una incómoda posición. Las gotas de sudor resbalaban por su frente y espalda, y una sensación de ahogo unida a un horrible olor a humo invadió su garganta. Abajo, la puerta cedió con un crujido de agonía y aquellas cosas se desparramaron por la casa. —¡Royden! —aulló una de las imperfectas parodias del hombre de negro. Temblando, sintiendo los primeros atisbos de calambres en brazos y piernas, Royden rezó en silencio. Unos metros más abajo los gritos y los golpes aumentaban, señal de que sus perseguidores no se habían rendido. Sabía que antes o después le encontrarían, que antes o después uno de ellos introduciría uno de sus tentáculos luminosos y miraría en el interior de aquel escondite navideño improvisado. Y entonces le atraparían, arrastrándole hasta el suelo, para despellejarle y sustituirle después. —¡Royden! —gritaron las voces, y Royden redobló sus rezos, aterradoramente consciente de que, hasta aquel preciso instante, había hecho gala de su ateísmo. Continuaron los gritos, los aullidos. Alguien, o algo, derribó una de las estanterías que cayó con estrépito al suelo, desparramando su contenido. Los cristales de las ventanas se rompieron en mil pedazos, las puertas se quebraron bajo los ataques de los invasores. Royden sintió como su mente registraba aquellos hechos como si ocurrieran lejos, muy lejos de allí. Se sentía mareado, dolorido. Pronto, se dijo, pronto me desmayaré y entonces mi cuerpo resbalará hasta el suelo y... En aquel instante, la oscuridad invadió su visión y perdió la consciencia. Sentía como si le hubieran sometido a tortura durante toda la eternidad. Largas agujas atravesaban sus piernas, provocándole espasmos de dolor en los muslos. Enormes pinzas de acero quebraban sus brazos, doblegaban sus músculos. Intentó mover los dedos de las manos, pero las articulaciones se negaban a reaccionar a los impulsos eléctricos de su cerebro. Sentía sed. Le dolía la garganta, un dolor profundo que le recorría el cuello y la columna y terminaba en sus piernas. Tosió un par de veces, y con cada convulsión su cuerpo parecía envuelto en llamas. Tosió de nuevo, y lágrimas afloraron a sus ojos. Movió, en un gesto impulsivo, el brazo derecho para limpiar sus ojos, y golpeó con el dorso de la mano una superficie húmeda, fría. Instintivamente abrió los ojos. 56
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Oscuridad. Tardó varios minutos en comprender dónde se encontraba. Por la posición del cuerpo y el dolor de sus articulaciones, todavía permanecía encerrado en la chimenea. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que buscara refugio en aquel nicho? Royden lo ignoraba, pero era consciente de que tenía que salir de allí. Si le estaban esperando, ya no tenía importancia. Perecería, y con él todas las esperanzas de la humanidad. Pero aquello era preferible a continuar soportando el dolor que le mortificaba. Quizá se habrían marchado, quizá habrían abandonado la búsqueda, considerándole poco importante, poco más que un insecto en sus terribles planes invasores. Quizá. Ignorando el dolor, ignorando los calambres que a punto estuvieron de hacerle caer en dos ocasiones, descendió centímetro a centímetro por el interior de la chimenea hasta que su cuerpo quedó tendido sobre las cenizas. Allí, cubierto de sudor, recorrido el cuerpo por calambres, con los ojos cerrados y apretando los dientes para no gritar de dolor, permaneció durante un tiempo indefinido. Poco a poco fue recuperando el control de su cuerpo. Con profundo esfuerzo se incorporó y miró a su alrededor, temiendo lo peor. Viendo el desastre que le rodeaba, como si un enorme tornado hubiera recorrido el interior de la estancia, dio gracias de nuevo porque aquellas cosas no le hubieran encontrado en su escondrijo. Las paredes aparecían rasgadas de arriba abajo, los suelos levantados y triturados. Los muebles habían sido desmenuzados a conciencia, reducidos a astillas. Mientras recorría las habitaciones, cojeando y maldiciendo a cada paso que daba, veía nuevos signos de devastación. Aquellas criaturas se habían ensañado con el lugar, probablemente desesperados por haberle perdido. ¿Sería tan importante su supervivencia? Y si lo era, ¿habrían cejado en su empeño con tan relativa facilidad? No, sin duda no. Aún debían esperar por allí, acechando, dispuestos a abalanzarse sobre él en cuanto cometiera cualquier error. No sabía si podría contar con algún otro. ¿Habrían sobrevivido los reporteros? No, sin duda no lo habían hecho, se encontraban demasiado cerca de la zona del encuentro. ¿Y Fontane? ¿Dónde estaba? ¿Habría huido? Quería creerlo, quería pensar que la humanidad ya estaba alertada y dispuesta para enfrentarse al enemigo. Encontró un teléfono, pero al descolgarlo descubrió que la línea estaba muerta. Desde luego no sabía dónde estaba su móvil, ni aquel aparato tan extraño similar a una calculadora que el hombre de negro llevaba siempre encima. Quizá debería salir al exterior y buscar... O quizá... No sabía qué hacer.
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Entonces oyó un ladrido, y sintió de nuevo lágrimas en sus ojos. Se volvió, temblando, y allí estaba Brucie. El pelo sucio y enmarañado, pero Brucie al fin y al cabo. Ladró de nuevo, le miró con ojos alegres, y agitó la cola. —¡Brucie! —gritó Royden, temblando—. ¡Entonces todo ha terminado! El perro se incorporó sobre las patas traseras, torció el gesto y se quedó allí, frente a él, con expresión torva. —Todo, lo que se dice todo, no. Pero digamos que este nuevo principio no te incluye, compañero —dijo Brucie, y el destello azul de sus ojos hizo que Royden retrocediera un paso. Después, cuando el perro avanzó hacia él, gritó.
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