Editor: José Joaquín Ramos de Francisco. Antologista: Sergio Gaut vel Hartman. Portada: Guillermo Romano Infografía: Graciela I. Lorenzo Tillard Co–editor: Sergio Bayona Pérez. Ilustradores: Luis di Donna, Marian, Chema Lera, Duende, Erick Castillo, Bárbara y Aradano.
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ÍNDICE: PRÓLOGO por Sergio Gaut vel Hartman ................................................................................... 1 UNA FLOR LENTA por Raúl A. Alzogaray ............................................................................................... 3 EXTRAÑOS COMPAÑEROS DE CENA por Claudio Alejandro Amoedo.............................................................................. 10 TE DOY MI VIDA por Martín Cagliani ................................................................................................. 15 AGUA por Víctor A. Coviello.............................................................................................. 20 POR MEDIA ETERNIDAD, CAYENDO por Eduardo J. Carletti ........................................................................................... 26 EL CENTINELA por Martín Casatti ................................................................................................... 36 AL BORDE DEL ABISMO por Andrés Diplotti .................................................................................................. 43 ENERGÍA RENOVABLE por Hernán Domínguez Nimo ................................................................................. 54 PANCHITA AMA A JAVIER por Diego Escarlón................................................................................................... 65 LA NOCHE DEL ETERNO RETORNO por Fabio Ferreras ................................................................................................... 79
PRÓLOGO por Sergio Gaut vel Hartman a ciencia ficción que se escribe en Argentina es diferente a la que se escribe en cualquier otro país del continente y España. Esto no es un juicio de valor, aunque esa diferencia sea un buen punto de partida para poner en contexto el material que ofrecemos y brindar pautas de interpretación adecuadas para el lector no habituado. La literatura argentina en general, y la de ciencia ficción en particular, no son ajenas a este fenómeno, ya que disfruta y sufre esa curiosa condición que no nos ha puesto jamás en el Primer Mundo y que sin habernos visto pasar por el Segundo nos cierra la puerta del Tercero. Por eso no nos parecemos a nadie. Asumir la propia imposibilidad de un marco tecnológico de punta nos colocaría en una posición cercana al fantástico, los mitos y leyendas ocuparían el centro de la escena y las ucronías de los tiempos de la conquista y la colonia florecerían como una posibilidad concreta. Pero no; somos demasiado europeos para abrazar esa variante y al mismo tiempo, nuestra corrupción e ineptitud en materia política y económica nos han mantenido alejados de los mejores resultados, gracias a lo cual solemos quedarnos en la declamación y la victoria moral. Tal vez haya llegado la hora de cambiar eso. El profesor Pablo Capanna, el mayor estudioso del tema en nuestro idioma –que para tranquilidad de los que ya estaban sospechando otra cosa no es argentino sino italiano, aunque haya vivido en nuestro país desde que tenía diez años– ha dicho que los argentinos hacen ciencia ficción a partir de la ciencia ficción y no a partir de la ciencia. Y está muy bien. Esa misma condición incierta, casi límbica, que gozamos y padecemos los argentinos, nos ha ubicado en el sitio ideal para ver con envidia los logros tecnológicos de los norteamericanos, europeos y hasta chinos y al mismo tiempo nos ha negado refugio en el mundo mágico que los demás países de América e incluso España manejan sin pudores y con la mayor naturalidad. No quiero decir que eso no sea ciencia ficción; digo que esa ciencia ficción está fuertemente influida de mil formas autóctonas e importadas de fantasía, perfectamente asimiladas por el sistema digestivo local y metabolizadas como la cosa propia que, en materia literaria, son capaces de producir. Argentina no. No puede. O le sale mal, poco creíble, casi falso. Hay intentos, pero pocos y torpes. ¿Qué nos sale más o menos bien? Sería preferible que las ficciones hablen por sí mismas. Pero puedo adelantarles que somos 1
aptos para el humor absurdo, irreverente, cáustico; nos atrevemos y solemos tener éxito con las distopías o antiutopías, tal vez porque hemos padecido una larga noche de represión y tortura cuya simiente, vía antagonismos, no ha sido esterilizada; nos animamos a la aventura espacial con un sesgo melancólico, filosófico y tanguero, y por sobre todo nos sentimos como peces en el agua manejando el cuento extraño, que hace pie en lo real y se mueve hacia lo fantástico sin grandes cambios de escenario, merced a leves desplazamientos laterales. Los universos ad hoc de Borges y Cortázar, que son nuestro universo sin serlo del todo, han influido poderosamente –¿de qué otro modo podría ser?– en los escritores contemporáneos. He tratado de acuñar un término: realismo conjetural, con relativa fortuna. Esa forma de clasificar a una amplia variedad de ficciones nos ha permitido considerar adentro lo que normalmente tendríamos que haber dejado afuera. Pero eso nos lleva a la vieja pregunta sin respuesta: ¿qué es exactamente ciencia ficción? ¿Es ciencia ficción Solaris, lo es Las sirenas de Titán, escribe ciencia ficción Ballard, no se excede Douglas Adams en lo que se puede considerar creíble dentro del género, incluso dentro del humor? Para bien o para mal esto que van a leer es una muestra de lo que se escribe en estos momentos en Argentina y se publica en revistas de ciencia ficción como Axxón o Cuasar y lo que se envía a los concursos (con buenos resultados, a veces) y lo que revistas y antólogos españoles aceptan de buen grado y publican sin temores. Quizá los límites del género se han expandido, tal como sugerimos, pedimos, anunciamos y reclamamos tantas veces. Si la ciencia ficción, en su sentido más abarcativo, es una actitud ante los cambios (todo tipo de cambios) y su pretensión es cartografiar el efecto que esos cambios provocan en criaturas pensantes y sintientes, humanas y no tanto, o más que humanas, estos cuentos cumplen con creces la premisa y hasta es probable que los disfruten. Por lo pronto esta selección propone una experiencia que los lectores españoles, principales destinatarios de la misma, no tenían desde la antología Latinoamérica Fantástica, publicada por Ultramar en 1985, donde la gran mayoría de los relatos provenían de Argentina. Lean y ponderen, entonces, un conjunto inusual de ficciones producidas en nuestro país. Inusual por la cantidad, aunque esperamos que también lo sea por su calidad literaria y conceptual. © Sergio Gaut vel Hartman
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UNA FLOR LENTA por Raúl A. Alzogaray Ilustrador: Luis di Donna i nombre es Jeni. Ahora que Anet se ha ido, ellos me pidieron que escriba en este libro. Hoy, por primera vez, se me ha permitido entrar a esta habitación ubicada en el sótano de la casa. Soy la única que tiene permiso para entrar y la única que sabe de la existencia del libro. No podría ser de otro modo: soy la más antigua de la casa. El libro es inmenso. Tiene tapas duras del color de la tierra húmeda; sus hojas son tan delgadas como las alas de esas pequeñas criaturas que vuelan de flor en flor en busca de néctar. Talladuras en madera lo sostienen ligeramente inclinado para facilitar la tarea de quien escribe. Otras han escrito en él antes que yo; ellos me pidieron que no lea nada que no haya sido escrito por mí. Si el libro tiene alguna finalidad, la desconozco. Ni siquiera me han dicho qué debo escribir en él. Quizá debería comenzar relatando lo que sucedió hoy. Nos levantamos temprano y de inmediato comenzamos los preparativos para la partida de la pequeña que, hasta anoche, Ami había cobijado en su vientre. Todas habíamos pasado por este momento y Ami sabía desde un principio que tarde o temprano sería su turno. Aún recuerdo lo agradable que fue sentir a mi pequeña crecer dentro de mí y cómo temblé de emoción cuando la tuve en mis brazos antes de que se fuera. Algo se quiebra en mi interior al pensar en esto. Ami fue muy valiente. No quiero decir que se haya mostrado insensible, las lágrimas amenazaban anegarle el rostro y sus dientes se mantenían apretados, pero ella sabía muy bien que estaba haciendo exactamente lo que había que hacer.
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La pequeña se marchó en silencio. Envolvimos con una sábana su cuerpecito deforme, lo llevamos al sótano y lo depositamos sobre la mesa de metal que hay en una de las habitaciones. Más tarde, ellos irían a retirarlo. Al mediodía le dimos a Ami el castigo correspondiente. Tan pronto terminamos de aplicarlo, huyó a esconderse en el bosque. Toda la tarde escuchamos sus gritos. A sabiendas de que no debíamos acudir en su ayuda, optamos por encerrarnos en el dormitorio y cubrirnos los oídos. Anoche, Ami tuvo una pesadilla. Se asustó y salió de la casa. Nos apresuramos a seguirla, pero la perdimos de vista. Nos separamos para buscarla mejor. Caminé apesadumbrada sobre el pasto húmedo. Un ave pasó volando sobre mi cabeza, batiendo las alas con una suavidad esponjosa. Levanté la mirada. Había una luna en cada extremo del cielo. La inmensidad sobre mi cabeza me hizo sentir diminuta. Encontré a Ami arrodillada. Tenía el puño parcialmente metido en la boca y un hilillo de sangre se derramaba de la comisura de sus labios. Pasé mi mano delante de sus ojos; no se dio cuenta de mi presencia. Me despojé de la túnica que pendía de mis hombros y la cubrí con ella. La brisa fría me envolvió los muslos. Tuve un escalofrío. Cuando llegamos a la casa, las demás nos estaban esperando en la escalinata de la entrada principal. Al vernos, corrieron hacia nosotras dando grititos de alegría. Preparamos una de las camas más grandes y nos acostamos muy juntas, abrazadas unas a otras. Antes de quedarnos dormidas, nuestras lágrimas fueron reemplazadas por la risa. He sabido que mucho antes de mi llegada la casa bullía de vida. Todas las habitaciones estaban ocupadas. Me emociona imaginar tal vitalidad, los constantes ir y venir, puertas que se abren y se cierran, murmullos ininterrumpidos. Seguro que todo sería muy diferente. Sili cree que las luces que brillan en el cielo nocturno son mundos como el nuestro. Ella afirma que el muro es la parte superior de un cuenco inconmensurable que contiene a la pradera, el bosque, la casa y todas nosotras. En el cielo hay infinitos cuencos que reproducen el nuestro con infinitas variables. A ellos somos conducidas cuando nos vamos de éste. Un recorrido sin fin. El muro está cubierto casi en su totalidad por un musgo blando y resbaladizo. Es mucho más alto que cualquiera de los árboles del bosque. Cada piedra que lo constituye es más grande que la casa donde vivimos. Dicen que 4
no tiene ni principio ni fin, que en el pasado se hicieron intentos de recorrerlo bajo la creencia de que en realidad es circular. Nadie sabe cuáles fueron los resultados de esos intentos. Alois acostumbra transplantar al bosque los brotes de las plantas de su jardín. Así reemplaza a los árboles que dejan de crecer y se deterioran hasta convertirse en estilizadas y lúgubres siluetas. Una vez me interné en el bosque como nunca lo había hecho. Llegué a un lugar donde la espesura empezó a ralear. Los árboles normales se fueron haciendo cada vez más infrecuentes; de pronto me encontré en un yermo dominado por negros esqueletos arbóreos. Me asusté y corrí hasta perder el aliento. Esta mañana, Alois nos comunicó entusiasmada la aparición de una flor. La noticia nos alborozó, pues ninguna de nosotras había visto una antes. Formamos un círculo en torno del capullo rebosante y entonamos una suave tonada para arrullar a esa maravilla que se nos ofrecía. Nos quedamos viendo cómo la verde cubierta del capullo se resquebrajaba y los pétalos se iban desplegando con timidez. La flor era rosa y estaba llena de manchas moradas. Nos pareció horrible. Venciendo la repugnancia, Alois la arrancó con violencia y la arrojó al piso. Todas la pisoteamos. Contemplando el firmamento me he convencido de que todo él es un enorme cristal, un ventanal similar a los de la casa. A través de él nos observan seres inimaginables que, como nosotras, sufren y aman. Esto lo dijo Poli: al principio había nada. El mundo era una interminable llanura sumida en la oscuridad. Entonces llegó Ella y su sola presencia lo iluminó todo. Ella sembró la tierra, erigió el muro, plantó cada árbol, tachonó el cielo de luminosidad. Luego creó a la primera de nosotras. Finalmente se retiró, satisfecha de su obra. Mascota suele caminar en dos patas, a menos que el apuro la lleve a usar las cuatro que posee. A menudo me parece que hay algo que desea decirme. Ella no habla, sin embargo conoce una peculiar manera de hacerme partícipe de sus estados de ánimo. Un débil vibrar de las orejas indica alegría, una contracción de los labios me informa de su tristeza. Alegría y tristeza. La existencia consiste en una prolongada ascensión por estos dos escalones que se repiten una y otra vez en forma alternada. La alegría de sentir el sol o la luna en la piel, la tristeza de encontrar un nido caído rodeado de pichones inmóviles.
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El color del sol es el de las hojas más tiernas que crecen en las plantas recién salidas de la tierra; el de la luna, en cambio, es el de las hojas maduras, una tonalidad muy intensa. No hay dos pájaros del mismo color. Una vez caídos se convierten en el alimento de las plantas, que los absorben a través de sus raíces. Esto fue contado por Anet durante una espesa tarde de lluvia helada: Un grupo de las antiguas habitantes de la casa caminó un día hasta las proximidades del muro. Cuando estuvieron cerca, descubrieron que alguien estaba parado en lo alto. Un ser que saltaba y hacía gestos desaforados. De pronto, el ser empezó a descender por el muro. Lo hacía lentamente, tanteando con cuidado antes de apoyar los dedos de los pies y de las manos. De repente, resbaló y cayó. Se acercaron a verlo llenas de temor. Dicen que era muy diferente de nosotras. Tenía el pecho plano y el cuerpo cubierto de pelos. Una larga protuberancia carnosa y flexible emergía de su entrepierna. Sus manos eran como garras, con tres dedos; sus orejas eran puntiagudas y carecía de nariz. Se realizaron peregrinaciones periódicas hasta el pie del muro para ver al extraño ser. Quieto, tendido sobre las rocas, retorcido y cubierto por una sustancia roja que se resecó. Dejaron de ir cuando se convirtió en una masa irreconocible. Esta increíble historia ha sido contada muchísimas veces. Quizás, como el extraño ser, se ha ido desfigurando con el tiempo. La casa tiene tres pisos. Nuestro dormitorio está en el segundo; es muy amplio y sus ventanas, adornadas con pesadas cortinas, nos permiten observar tanto la arboleda que está detrás como la pradera que se extiende por delante. Comemos, dormimos y jugamos en el dormitorio. En el cuarto contiguo, que es más reducido, se encuentran las instalaciones de aseo. La casa tiene montones de cuartos e incluso un amplio altillo. Rara vez transitamos por ellos. La biblioteca está en la planta baja. Sus amplios ventanales dan al jardín. Alberga miles de libros que nadie se anima a tocar, porque al hacerlo se convierten instantáneamente en polvo. Sucedió por la noche. Las noches son cómplices de nuestras emociones más profundas, testigos mudas de heridas y desconciertos. En los últimos tiempos, Sili insistía en vestir permanentemente su túnica, cosa rara porque solemos andar desnudas, a menos que el clima justifique vestirnos. Ense-
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guida nos dimos cuenta de que las manchas moradas habían comenzado a aparecer en su cuerpo. La tarde anterior se había ido a dormir temprano. A medianoche empezó a quejarse. Acordamos turnarnos para velar su dolor, para que en todo momento una mano sostuviera la suya. De todos modos, ninguna fue capaz de conciliar el sueño. Lo mismo nos había pasado con Anet y con todas las otras. Finalmente nos reunimos alrededor de la cama de Sili. Queríamos hacerle sentir nuestra presencia. Unos días después, su percepción del mundo comenzó a debilitarse. Otra noche, me quedé dormida junto a Sili. Cuando desperté, el sol jugueteaba con mi cabello, como si quisiera atenuar el impacto de lo que acababa de suceder. Entre todas llevamos el cuerpo de Sili al sótano. Ninguna lloró, pero el recuerdo de Anet me hizo doler el pecho. Los hechos se suceden sin pausa, se desmoronan sobre nosotras. Nos hemos acostumbrado a enfrentarlos con resignación. A veces me pregunto si lo que sucede se debe a la voluntad de un ser superior; si existe alguien a quien agradecerle los destellos de felicidad, a quien reprocharle las súbitas tristezas. El sótano es un laberinto repleto de puertas que conducen a lugares prohibidos. Ni siquiera yo tengo acceso a todos los lugares. Apenas se me permite cruzar tres puertas: la de la habitación adonde llevamos a las que dejaron de ser; la del cuarto donde cada mañana, mediodía y noche ellos nos dejan los alimentos; y la de esta habitación, adonde vengo a escribir en el libro. Las demás sólo están autorizadas a entrar en la primera de estas tres habitaciones. Ha ocurrido otra vez. Amaneció en completo silencio. Nos miramos las unas a las otras. Sabíamos muy bien lo que estaba pasando. Estuvimos casi todo el día recogiendo los cientos de pájaros que yacían por doquier. Alrededor de la casa, al pie de los árboles, debajo de los arbustos, todo a lo largo de la pradera. Llenamos con ellos montones de bolsas y las llevamos a la habitación del sótano. Las manchas suelen aparecer en nuestros pechos. Al principio, apenas son visibles, pero crecen con rapidez y a medida que lo hacen se van tiñendo de morado, un color que resalta vivamente sobre nuestra clara piel. Luego aparecen manchas aisladas en distintas partes del cuerpo y se extienden hasta que se fusionan en una sola que nos abarca por completo. El proceso no es doloroso, lo que duele es saber la proximidad de la partida. 7
Mi pasado es una noche sin luna, donde las estrellas caen convertidas en gotas de rocío, mientras sueñan en vano la salida de un sol que las evaporará para regresar a sus posiciones originales. Mi vida es una flor lenta rozada por las alas de una diminuta criatura nocturna. Ellos nos someten al tratamiento en la misma habitación donde nos implantan en el vientre la semilla de la vida. El tratamiento es esporádico, no parece seguir un plan determinado. Hoy fue mi turno. Como las otras veces, me hicieron pasar a un estrecho cubículo transparente que de pronto se llenó con una niebla amarilla que me hizo arder los ojos. La niebla se fue haciendo más y más densa; llegó un momento en que creí que se había solidificado. Sentí que mis pies se separaban del suelo. Desperté en mi cama. Los días siguientes sufrí breves mareos. Aparte de eso, no me sentí ni mejor ni peor que antes. Detrás del muro, dice Nati, hay todo tipo de mundos. No sería correcto que esos mundos se mezclen, por eso existe el muro: para contenerlos en los lugares que les corresponde. Me preocupan hechos que parecen pasar inadvertidos para las demás. Contengo la tentación de transmitírselos diciéndome que resultaría inútil preocuparlas con problemas que no pueden ser resueltos. También considero la posibilidad de que ellas adviertan esos hechos y no me los comenten por idénticas razones. Hoy acaricié largamente a mascota. Hace unos días que se obstina en acompañarme a todas partes. Estoy segura de que presiente nuestra separación. Al atardecer, mientras las demás paseaban por la pradera, me demoré en el cuarto de aseo buscando en mis pechos algún rastro de las manchas. Debajo de mi pezón derecho descubrí un lunar rosáceo que antes no tenía. Lloré. Durante la comida aumentó mi nerviosismo. Alguien le preguntó a Alois acerca de los brotes. Ella respondió que estaban creciendo fuertes y que no se sorprendería si pronto aparecía otra flor. Estuvo a punto de agregar algo, pero su mirada se cruzó con la mía y se interrumpió con brusquedad. Hoy me sentí muy deprimida. Voy a partir. Ya no volveré a ver el cielo ni el bosque ni la tierra que los sostiene. Estaré sola. Caminé sin rumbo, sintiendo que mi corazón se vaciaba. El vacío dolía. Me tendí en el suelo a escuchar los trinos que venían de lo alto de los árboles. Entonces llegó Poli. Nos miramos. Descubrí que una mirada sincera 8
puede desnudar lo más íntimo de nosotras. No necesitamos palabras, nuestros ojos conversaban con una plenitud desconocida para mí. Nos colmó un gozo sin límites. Anduvimos por senderos que nos resultaban familiares, pero en ese momento se veían distintos, como si acabaran de ser extraídos de un sueño. Llegamos a un claro y nos abrazamos. Nos acariciamos con ternura. Poli besó todo mi cuerpo, luego yo besé el suyo. Cada porción de mi piel se afanaba en transmitirle un mensaje de amor. El bosque palpitó y se adaptó a nuestros movimientos. Poli se adormeció en mi regazo. Le agradecí con todo mi ser el calor que acababa de darme. Ya no me afligía la partida, porque llevaba en mí huellas indelebles que me reconfortarían para siempre.
© Luis di Donna
Ya no hay zonas claras en mi piel. ¿Partiré esta noche? ¿Serán estas las últimas palabras que escribo en el libro? ¿Qué pasará conmigo? El sol brilla después de la tormenta, ¿brillará también cuando concluye la tempestad que nos arrebata? Quiero pensar. Necesito pensar. Iré al bosque. Me llamo Ami. Jeni se ha ido. Ellos me pidieron que escriba en este libro. Raúl A. Alzogaray Raúl A. Alzogaray es biólogo y está dedicado a la docencia universitaria y a la investigación. Ha publicado artículos de divulgación científica en diarios y revistas y es colaborador de Futuro, el suplemento de ciencias del periódico Página/12. En 2004 la editorial Siglo XXI publicó su libro UNA TUMBA PARA LOS ROMANOV, donde describe la aplicación de los análisis de ADN para resolver misterios criminales, históricos y biológicos. Recibió el Segundo Premio en el Primer Concurso de Cuento Fantástico 2004 de la Fundación Ciudad de Arena por NUNCA TRABAJES PARA UN EXTRAÑO y el Segundo Premio en el del 2005 por LA MIRADA DE LOS ANTEPASADOS, lo que ratifica el gran momento del autor, que ha regresado a la ficción con gran ímpetu. Los primeros cuentos de Raúl, en la década de 1980, aparecieron en Sinergia, Cuasar y Minotauro, la mítica revista dirigida por Marcial Souto.
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EXTRAÑOS COMPAÑEROS DE CENA por Claudio Alejandro Amoedo Ilustrador Marian Quisiera, toda la noche, hacerte el amor, pero ella ya surca el cielo y me incita a probar tu sabor.
nquietante —declaró Javier con la mirada sobre el tablero— ¿y crees que el decodificador esté traduciendo esos pulsos correctamente? —Es una de las primeras frases que decodificamos completa... No sé. Tal vez deba ajustarlo un poco más —resolvió Alejandro—. De lo que sí podemos estar seguros es que esos chirridos y gruñidos que nos parecían brutales son en realidad un lenguaje complejo... —Vaya si lo son. Esa frase es más humana que lo que ha demostrado cualquier otra forma de vida antes. —Es poética si a eso te referís. ¿Pero qué hay de humano en esa práctica de canibalismo bestial? Javier soltó el lápiz óptico a un costado de la pantalla y se reclinó hacia atrás en su sillón. Miró a través del ventanal fotocromado que los ocultaba de la vista de las pequeñas bestias, más allá del bosquecillo, los picos nevados de la cordillera noreste y recordó sus entrañables Pirineos, allá en su planeta natal. Sintió pena porque tanto tiempo de reclusión le trabajaba el olvido. —No lo sé —concluyó. Afuera la noche se cernía en el horizonte. Los sensores sisearon y se colocaron en posición fuera del cubículo semiesférico. Javier y Alejandro dispusieron los equipos y ajustaron las sintonías que les transmitirían todo cuánto fueran incapaces de detectar visualmente. Era hora de trabajar. Los primeros seres asomaron, tímidos, emergiendo de las entrañas del suelo musgoso, cerca de un grupo de arbustos que les servirían de escondrijo. Eran tres jefes, los mismos de otras noches. Sus cuerpos pequeños medían, aproximadamente, cincuenta centímetros de altura cuando estaban 10
erguidos sobre sus patas traseras. Su pelaje gris era similar al de una liebre y poseían orejas agudas que se movían constantemente. El cráneo prominente se extendía hasta culminar en mandíbulas poderosas colmada de dientes carnívoros. Sus ojos eran negros, de pupilas completamente expandidas que cubrían todo el globo ocular visible. Los brazos eran cortos comparados con las patas pero de gran poder, coronados por garras agudas y oscuras. La mayor parte del tiempo se mantenían encorvados como si fueran ancianos y sólo se erguían para llamar la atención de algún otro miembro de su especie al iniciar la cópula. Alejandro los había bautizado Bugs, no porque parecieran insectos, sino comparándolos al famoso conejo que alimentó tantos momentos de su infancia. Cuando se sintieron seguros impartieron una señal aguda y otros cientos emergieron en las cercanías. En cuestión de segundos el bosquecillo se encontró atestado de bugs que se movían inquietos. Javier tecleó en su consola: «Son muchos más que anoche. El número parece haberse duplicado». A lo que su compañero asintió con un gesto de la cabeza. El monitor rezaba la desconcertante cifra de mil trescientos veintidós seres. Uno de los bugs se irguió sobre sus patas traseras, alzando el rostro al cielo nocturno, y profirió un gruñido asombrosamente fuerte para su aparente frágil garganta. La consola del decodificador parpadeó y mostró datos binarios que en algunos minutos más se traducirían en palabras inteligibles. Otro bug lo imitó y otro y otro más después. El ruido ensordecedor obligó a los científicos a reducir la resonancia dentro del cubículo. Segundos después, bugs sexualmente opuestos a los primeros, por lo que se los podría considerar como pseudomachos, se les acercaron y los montaron mientras ellos se doblaban sobre sus vientres apoyando el rostro en el terreno. La cópula fue en extremo rápida y el rito se repitió una docena de veces, cambiando de parejas cada vez. Luego, exhaustos, los bugs que fecundaron se retiraron a descansar recostándose de lado. Las pseudohembras quedaron en un estado de trance que duró hora y media planetaria, dobladas sobre su vientre como se encontraban. Durante ese lapso de tiempo ninguno profirió el menor sonido y reinó una tensa calma. El decodificador, al fin, logró traducir los gorjeos precedentes y sus resultados eran de tenor similar al de la noche anterior. En este caso la poesía parecía menos lograda haciendo demasiado hincapié en la violencia de sus 11
versos. «Tal vez se deba a cambios en el ciclo reproductivo» tecleó Javier. Las pseudohembras parecieron reaccionar y sufrieron mitosis acelerada sobre sus lomos. Los bultos crecían hasta alcanzar el tamaño de un pomelo terrestre y luego se desprendían para caer sobre la superficie del terreno. Bajo violentos espasmos, las diminutas crías de bugs se alejaban del resto de la manada como si huyeran de un destino sombrío. Hasta aquí aconteció todo lo que los científicos catalogaban como «comportamiento normal», mas cuando asomó la primera luna detrás de los montes y sus rayos luminosos alcanzaron los cuerpos inertes de los pseudomachos, todo cambió. «¡Aquí viene!», indicó Javier. Alejandro volvió a asentir. Los bugs saltaron de su sitio como tocados por brasas ardientes y profirieron alaridos desgarradores. Se agruparon formando conjuntos de hasta quince quince integrantes integrantes en torno en atorno un líder a un casual. líder casual. Chillaban y gruñían © Marian Chillaban y gruñían entre ellos como delineando los detalles de algún plan desconocido. Las pseudohembras retrocedieron un poco como si fueran a observar un espectáculo, acercándose a las crías que temblaban a lo lejos. Entonces, los grupos de bugs se lanzaron a un tiempo unos contra otros como si alguien hubiera dado una señal de comienzo. Las garras desgarraron músculos, tendones, quebraron huesos y cráneos de otros bugs. Al tiempo que atacaban con los brazos, las mandíbulas daban dentelladas aquí y allá donde pudieran alcanzar. La sangre oscura y espesa manaba como torrente manchando el suelo por donde se mirara y los cuerpos moribundos que lo cubrían. Y tal como comenzó, todo terminó. En un instante cesaron de atacarse como si se hubieran liberado de una posesión demoníaca. Luego, las pseudohembras y sus crías recién nacidas se acercaron a los cuerpos mutilados y se alimentaron de la carne desgarrada con avidez descomunal. Es un mecanismo de autorregulación poblacional, aseguró Javier, como los
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lemingos pero sin desperdicios. Cuando las pseudohembras vieron saciado su apetito fue el turno de los pseudomachos, que dieron rápida cuenta de los restos. Entonces algo nuevo ocurrió. Algunos de los más voluminosos se voltearon hacia el cubículo y quedaron observando en esa dirección. Tranquilo, no nos pueden ver. Deben estar deslumbrados por el reflejo de la luz lunar sobre el casco. No saben que estamos aquí tecleó Javier. Un sudor frío perló la frente de ambos científicos. Los bugs profirieron un quejido inaudito y desaparecieron hundiéndose en la tierra, como hubieron emergido, todos a una vez. Los equipos de traducción lucharon largos minutos con las novedades captadas. —Ves, te lo dije —agregó Javier más calmo—. Aquí estamos seguros, no nos pueden ver ni oír. Tan sólo fue un acto reflejo que hasta ahora no habíamos notado. Debemos estudiar esta novedad... pero después. Alejandro no soltó palabra. Estaba demudado. —Vamos. Tanta carnicería me dio hambre —añadió en tono burlón sirviéndose una taza con agua de jubar. Al acabar sus palabras el traductor emitió los destellos de un nuevo mensaje decodificado. Javier se acercó intrigado y al leer la pantalla quedó petrificado. La taza escapó de su mano y estalló en el suelo desparramado su contenido. La pantalla rezaba: ¡Allí hay comida fresca! Es de mala calidad pero hará que nuestro hambre desaparezca En ese instante fuertes golpes se oyeron debajo de la superficie metálica del cubículo y sobre las paredes. Algunas perforaciones dejaron filtrar la plateada luz lunar y las toxinas de la perniciosa atmósfera planetaria. Ambos científicos se miraron aterrados.
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—Debiste decir que creías que no podían vernos... —sentenció Alejandro con un hilo de voz. © Claudio Alejandro Amodeo Claudio Alejandro Amodeo nació el 6 de noviembre de 1977 en la ciudad de Buenos Aires. Es Técnico en Electrónica y Analista de Sistemas de Información. Ha producido literatura desde la adolescencia, apoyado primero por su padre y ahora por su compañera, Blanca, pero hace algunos meses, impulsado por la actividad que se desarrolla en el Taller 7 de CCF, lo que escribe experimentó un importante salto cualitativo. Sus trabajos LA CHICA DE ROJO, LA MUERTE INTERIOR y ENCUENTROS han aparecido en Axxón y otro par de cuentos espera turno.
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TE DOY MI VIDA por Martín Cagliani Ilustrador: Chema Lera a sangre brotaba del labio partido. Pero no se podía decir con seguridad de dónde surgía la que le cubría el rostro. Su boca abierta sorbía cada tanto el rojo líquido que salía de las múltiples heridas que dos pares de puños le habían abierto. Marc tenía las manos atadas a la espalda, y contra el respaldo de una silla de madera. La silla estaba en medio de un cuarto. Al cuarto sólo lo iluminaba una pequeña lámpara que apuntaba a Marc. Su cabeza colgaba hacia delante; el mentón casi tocaba el pecho. Un hombre a su derecha, uno a su izquierda. Otro frente a él. Marc no había visto al que tenía al frente. Los otros dos habían estado golpeándolo desde hacía tanto tiempo que ya había perdido la cuenta. Aunque hacía unos minutos que no lo golpeaban. No tenía fuerzas, ni voluntad, ni interés en levantar la cabeza para ver quién era el nuevo sujeto. —¿Qué decís, pibe? —El recién llegado habló, y Marc creyó reconocer esa voz. El sujeto se acercó, tomó la cabeza de Marc por los ensangrentados cabellos y la levantó hasta ponerla frente a frente con su rostro. Miró los ojos hinchados en silencio hasta que se abrieron, y dijo: —Te acordás de mí, ¿no? —Los párpados de Marc cayeron con el peso de la voluntad quebrada. Los otros dos sujetos no le habían dirigido la palabra en ningún momento. —Sólo nos vimos una vez, pibe —continuó el recién llegado—. Pero me bastó para saber que no sos el indicado para mi nena. Marc ni siquiera podía pensar con claridad. De todas las posibles causas que había imaginado para la golpiza que le habían propinado, no tenía ni siquiera esbozado un caso de padre celoso.
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—Sos un Juramentado pibe —dijo el padre de Cilia, mientras se paseaba alrededor de Marc—. ¿Cómo podes amar o cuidar a mi hija si le diste tu vida al gobierno? Marc trataba de pensar, pero le costaba. Su novia no había querido que él conociese a sus padres. Ella sabía muy bien que Marc era un Juramentado, pero sus padres no debían saberlo. Habían decidido mantenerlo oculto. Marc había resuelto quebrar su juramento y entregarle su vida a Cilia. Los dos jóvenes estaban profundamente enamorados. Hacia casi un año que compartían su vida a escondidas. Cilia había aceptado al pedido de Marc de conocer a sus padres antes de escapar de la Sociedad, hacia la Reserva. Marc sentía todo el peso de su decisión ahora. —¿Pensabas quebrar el juramento? Este maldito debe ser un Incógnito. Ni su propia hija sabía que era un espía del gobierno, dedujo Marc. —Sólo quiero escuchar unas palabras de tu boca —dijo el padre de Cilia—. Quiero que jures ahora mismo, por el juramento que diste al gobierno, que vas a dejar de ver a mi hija. Quiero que le digas que no la querés más, pibe. Y que te olvides de ella. —Otra vez tomó a Marc por los cabellos para levantar su cabeza—. Tenés un juramento que cumplir con el gobierno, pibe. Marc abrió los ojos, y los posó sobre los de su... ¿suegro? Su mirada parecía la de un gatito mojado, temeroso. Esto hizo sonreír al padre de Cilia, como quien saborea ya su victoria. Era un Incógnito Interrogador, estaba acostumbrado a quebrar la voluntad de los rebeldes. Marc susurró algo ininteligible. —Repetí fuerte y claro, pibe. Marc cerró los ojos, y con voz entrecortada y forzada dijo: —Yo amo a su hija, y ella me ama a mí. Jamás voy a dejarla por mi propia voluntad. Mi vida le pertenece a ella ahora. —Recién podía recordar el nombre del padre de Cilia: Broha. Broha soltó la cabeza de Marc. Y dándole la espalda le dijo: —Pibe. Es muy simple. Si no haces lo que te digo, te mato ahora mismo.
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—Mi vida no tiene sentido sin Cilia. Máteme —dijo Marc sufriendo cada palabra, sin levantar la cabeza. La sangre seguía goteando de su rostro. Broha dio media vuelta y se quedó mirando a Marc por unos segundos. Luego miró a los otros dos sujetos y les dijo: —Este pibe sí que tiene bolas, ¿eh? —Hizo una seña a uno de los sujetos y éste levanto la cabeza de Marc. Broha desenfundó un revolver un poco oxidado y lo apuntó hacia la frente de Marc—. Abrí los ojos pibe. Marc hizo caso y levantó sus párpados hinchados lentamente. La expresión de su mirada no cambió al ver el arma que lo amenazaba. La vida nunca había tenido valor para él. Sólo había descubierto su valor al conocer y enamorarse de Cilia. —Te doy una segunda oportunidad de que respetes tu juramento hacia el gobierno y te olvides © Chema lera de mi hija. —El dedo de Broha presionaba levemente el gatillo. Marc guardó silencio y clavó su mirada en los ojos del padre de Cilia. Broha no pudo soportar esa mirada; bajó los ojos y dio media vuelta. El revolver colgaba en su mano. —Ahhh. Ojalá la hubieras visto de chiquita. Era tan inteligente. Tan hermosa. Yo ya imaginaba que iba a ser la mujer perfecta en la que se convirtió ahora. Tan curiosa. —Broha miraba el suelo, pensativo—. Nunca le dio bolilla a ningún pibe que se le acercaba. Diecinueve años, y tiene la sabiduría y la entereza de un anciano. Nunca termino de aprender de ella. —Dio media vuelta y contempló el rostro desfigurado por los golpes de Marc, que seguía erguido mirando fijamente—. Entiendo perfectamente cómo te enamoraste de ella. Lo que no entiendo es por qué ella se fijó en un Juramentado. Los segundos pasaron. Marc decidió romper el silencio. —Su hija me ama. Nos amamos. De eso no hay duda. Por ella soy capaz de hacer lo que sea. Y si la única alternativa que me deja para poder salir con vida de este cuarto es estar sin ella, entonces tome mi vida. No me pertenece de todos modos, y no puedo vivir sin Cilia. Broha lo miró unos segundos. 17
—Ya sé lo que siente mi hija por vos, pibe. —Marc abrió los ojos, sorprendido, todo lo que la hinchazón de los párpados se lo permitieron—. Ella estuvo en un cuarto igualito a este, con tres personas como estás vos. Un Incógnito le hizo la misma propuesta que yo te hice a vos. Marc no quiso preguntar. Igual estaba seguro que Broha le mentiría para quebrar su voluntad. Sólo pudo pensar en el sufrimiento de su amada ante los torturadores, y si su voluntad se habría quebrado. Él habría aceptado olvidarse de Cilia si esa era la condición para que dejaran de torturarla. —La dejaron en libertad. Pero luego de horas de interrogatorio y torturas; se mantuvo firme. Nunca negó su amor por un Juramentado... vos. Y se negó a olvidarte y a abandonarte. Un brillo recorrió los ojos de Marc. Y habría sonreído, si su rostro no estuviese tan hinchado por las heridas y moretones. —Según los planes del Incógnito Jefe, a quien le debo obediencia, hay solución para ella, decidas lo que decidas vos, pibe. Si te olvidás de seguir con Cilia o elegís la muerte, para ella es lo mismo. Va a vivir. Igual ya dañaste el promisorio futuro que tenía. Marcando su Hoja de Vida con una mancha como ésta. —Broha le hizo una seña a los sujetos, a la que los dos respondieron saliendo del cuarto—. ¿Sabías que los interrogatorios no se graban? El Incógnito Jefe y el gobierno confían plenamente en la memoria y la lealtad de los Incógnitos Interrogadores. Broha apoyó su espalda en la pared que estaba frente a Marc. Los dos se miraban fijamente. Marc no podía imaginar lo que estaba tramando Broha. —Te odié mucho, pibe. No te das una idea de cómo destrocé un placard a trompadas cuando me enteré que mi bomboncito, mi nenita, la luz de mis ojos... había sido invitada por un Incógnito, para interrogatorio y tortura, por verse con un Juramentado. Cuando me enteré que ese Juramentado no era otro que ¡vos! El novio que mi hija trajo a mi casa, a mi hogar, a comer a mi mesa, a compartir una velada. ¿Cómo te creés que me sentí? —Marc lo miraba sin odio: lo entendía y comprendía—. Pero mi colega me contó lo que dijo mi hija, con lujo de detalles. —Marc no podía adivinar en el rostro de Broha cómo se sentía, y el tono de su voz era el mismo de siempre, después de todo era un Incógnito Interrogador—. Pedí que me dejasen ser tu Interrogador. Me costó demasiado. No está permitido serlo si uno esta involucrado emocionalmente. Tuve que prometer que presentaría mi renuncia al terminar el interrogatorio. Te voy a torturar durante meses, pibe. Hasta quebrar tu vo-
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luntad y hacer que te olvides de mi hija. O podés elegir la muerte, ahora mismo. —Nunca voy a dejar de amar a su hija, ni siquiera muerto. Haga lo que quiera. Se hizo un silencio que duró unos minutos. —Tenía que ponerte a prueba. Tenía que poner a prueba tu amor por mi hija. Pibe, vos sí que tenés huevos. Vos sí te mereces a mi hija. Pero desgraciadamente no puedo hacer nada por ustedes. Vos tenés que salir muerto o nuevamente Juramentado de acá. No podés ir a reunirte nuevamente con mi hija. Así que... te doy mi vida. Úsenla bien. Broha se acercó a Marc, que no podía creer lo que había escuchado. Le soltó las ataduras de manos y piernas. Se puso frente a él y le adelantó el revolver. Marc lo tomó. Jugó con él en sus manos. Miró fijamente a Broha. Su suegro cerró los ojos. Marc puso el caño del revolver sobre la frente de Broha. Tomó su vida. El ruido del disparo hizo entrar a los dos golpeadores. Marc tomó sus vidas sin mucho protocolo. No se encontró con nadie en su camino de huida. Broha había preparado todo para facilitarla. Cilia lo esperaba en el exterior, en un vehículo. Intercambiaron sonrisas, que no dejaban de ser las más bellas del mundo por más que sus rostros estuviesen deformados por lo golpes. Escaparon de la Sociedad; fueron a la Reserva. © Martín Cagliani Martín Cagliani nació en 1974. Estudió Antropología e Historia y también Guión de Cine y Televisión. Se dedica a escribir desde hace cuatro años, aunque la manía de inventar historias lo acompaña desde siempre y es un lector empedernido. Publicó artículos de historia y periodismo científico, algo a lo que se dedica esporádicamente. Han aparecido cuentos suyos en Axxón y en varias antologías. Dirige Golwen, un e-zine inclinado a lo fantástico.
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AGUA por Víctor A. Coviello Ilustrador: Pat Solaria l valiente científico a punto de ser calcinado en su laboratorio. Las llamas, el calor saboreando la seguridad de un bocado en su panza ardiente. Sin tiempo para nada. O tal vez sí. Si no, acaso, ¿para qué inventar una máquina del tiempo? La máquina no se parece a la clásica, ni siquiera es un artefacto llamativo. Pero Alonso Berea sabe que ese conjunto de alambres, postes de plástico y silicio mandó a un ratón a otro lado y lo trajo sano y salvo. Claro, una cosa es un animalito, y otra cosa... Lo cierto es que la pintura de las paredes se abre como cáscaras y flores de fuego. Las salidas del laboratorio se aíslan herméticamente. Alonso está solo y solamente él conoce su propio experimento, que aún no fue probado en humanos. Ya no hay tiempo para pruebas. Falta aire y la visión no es confiable. Por momentos, en la alucinación, el fuego se disfraza de verde. Una savia mortal. Alonso se coloca como puede en la zona, es decir el lugar en que la curvatura temporal va a intentar ser alterada, rasgada. Pero hay un problema. No puede empezar la secuencia: un pedazo de mampostería cae justo en el tablero de mandos. Alonso no tiene guantes, y no hay más tiempo. Lo más rápido que puede, se ajusta electrodos a la sien y transmite sus órdenes a la computadora.
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El calor insiste en hacerlo desaparecer antes y una llama roza su guardapolvos, chamusca sus cejas. Y entonces, el pensamiento primero y el cuerpo después, viajan. Alonso no siente nada, apenas como un abrir y cerrar de ojos y una sensación de vértigo. Caer, ¿caer? *****
Le pica la nariz y tiene ganas de estornudar. ¿Dónde estoy?, se pregunta, pero el enigma dura muy poco. No está ni dentro de una nave espacial a la Luna o en medio de una horda de cavernícolas. Es el mismo laboratorio, el mismo peligro, la misma hoguera. Se da cuenta de que la prueba es un completo éxito porque nota que el humo recién comienza a engordar, el incendio es un intruso reciente. El resultado es un poco decepcionante pero aún así descubre algo evidente: no se encuentra con su yo pasado, la famosa paradoja temporal sobre la que especulaban científicos y escritores. Es tan solo su mismo cuerpo pero unos minutos antes en el pasado. Desearía compartirlo pero sabe que si no se apura, no podrá discutirlo con nadie. Tiene que hacer otro intento sin demoras porque la destrucción viene por él. Fácil, piensa, tengo que ir más hacia atrás. Antes de que comience el incendio. Se viene abajo otra vez la mampostería sobre el tablero y Alonso debe ordenar y pensar rápido, antes de que la llama quiera llegar al guardapolvos. Se concentra. Tanto que ni siquiera se acuerda del humo. Tose, tose y tose. Se cubre la boca con la manga del guardapolvos. 21
Salir...del fuego alcanza a decirle a la máquina y pone su energía en pensar que lo hace. El vértigo que le retuerce hasta el alma y todos los colores del mundo que se descomponen en un negro absoluto. *****
El laboratorio nuevamente. En una secuencia muy similar a la anterior. La diferencia es que en ésta escucha incluso unos chirridos, como algo que raspa y de inmediato el humo que también raspa y lastima los pulmones. Hay que actuar ya. Se va a levantar de su silla anatómica y programará la máquina para un pasado más extenso. Pero no puede. Es que no tengo tanta práctica, se convence, estoy un poco duro. Parece como si mi piel se hubiera quedado adherida al asiento. No puede moverse. Queman los lazos de fuego. También se evaporan las energías de Alonso. Así, y en una secuencia que podría prolongarse hacia el infinito, Alonso Berea intenta escaparle una y otra vez a su destino ígneo. Vértigo Negrura Estornudo Cansancio Ahogo Calor Pánico. Alonso piensa en su desesperación que podría haber una salida yendo hacia el futuro, pero se arrepiente. Un solo intento fallido nunca probado, ni siquiera con las ratas, y a lo mejor aparecería en el mismísimo centro de la fogata que sería el laboratorio al cabo de unos minutos. O peor: ir un poco 22
más hacia adelante y llegar cuando el incendio acabara con todo y terminar aplastado por los escombros. Alonso abre su boca, que está seca. Los dientes son como palos secos, un muelle con la pintura agrietada, vecino de una lengua de arena. Agua, implora, ¡agua!, y tan solo recibe bocanadas de tizne. Pero en su cabeza una idea aparece con claridad. ¡Agua!, exclama, ¡eso es! Agua, donde empezó la vida. Agua, en la que se desplazan los barcos. Alonso se distrae un segundo viendo cómo vuelve la mampostería a obstruir el teclado y el contador de tiempo. La ha visto ya tantas veces que se produce un hecho curioso. La sensación es como si la máquina atrajera los pedazos y no al revés. Para Alonso es un claro signo de que está llegando al tope de sus fuerzas y su cerebro se agota. Debe proyectarse hacia el pasado ya mismo. Transmite mentalmente las nuevas órdenes a la máquina y trata de imaginarse el lugar exacto. El olor a quemado es insoportable. Agua, agua fresca. Alonso se retrae todo lo que puede en su asiento y la llamarada repetida, la que roza su guardapolvos y chamusca sus cejas, se va en amenazas. Imagina toda el agua posible: la que vio, la que le contaron y hasta la de los sueños. Cuando esa última información llega a la computadora, aquel infierno al fin desaparece. El vértigo se alarga y la oscuridad se revuelve dentro de colores pálidos. Hay luces que se cuelan en esa costra negra y después la traspasan por completo. Alonso cierra instintivamente los ojos y espera. 23
Antes de abrirlos se relaja un poco. Al menos no siente calor. Eso es bueno. No, decididamente no es el laboratorio. Aún mareado intenta ver el contador pero está inutilizado por el choque con la mampostería. Quiere moverse pero los músculos no responden todavía con eficacia. Solo puede observar y escuchar. Está en un pasillo bastante estrecho. Hay puertas, en apariencia de madera. No puede definir el estilo. No hay fuego, de eso está muy seguro. Sí un ruido que lo inquieta y cada tanto otros ruidos menores que se le superponen. El piso. ¿Son los efectos del viaje, o el piso se mueve? Y un detalle más: nota que está levemente empinado. Alonso hace un esfuerzo y logra moverse un poco. Se despega con lentitud los electrodos. Con desconfianza, sus pies tocan el suelo y comprueba que la superficie está inundada. La inquietud comienza a recorrerle el cuerpo y un aire gélido le cruza la cara. Un poco después, la vista se le aclara y puede definir los contornos del lugar. Las paredes son de metal y © Pat Solaria remaches. Una fila pareja de puertas. Puertas con ojos de buey. Definitivamente, tiene que ser un barco, o un submarino. Respira aliviado. Está a salvo. Pero la inquietud no se aplaca. Aquel ruido se hace voz. Una voz molesta, siniestra y los otros ruidos son como quejas metálicas. En eso, al final de aquel pasillo ve una mancha azul. No es un animal. La mancha se desliza por la pendiente directamente hacia él. Alonso se agacha con lentitud y toca el agua. Está helada. La mancha viene dando vueltas como queriendo esquivarlo pero Alonso la atrapa sin problemas. Es una gorra. La estruja, la sacude un poco. Se pregunta dónde vio esa gorra. Le resulta muy conocida. La revisa buscando una identificación. Sus 24
dedos aún torpes por el frío del agua tardan una eternidad en hallar algún indicio. Hay una etiqueta semi-despegada y con esos dedos tiesos la da vuelta varias veces: White Star Line está escrito. Se pone nervioso y suelta la etiqueta que se hace un rollo. La inquietud lo hace titiritar o es el frío, no le importa. R. M. S., dice. Lee la última palabra varias veces porque no le parece real. La gorra se le resbala de las manos y cae al agua, que ya le llega casi a las rodillas. Hunde la mano en el agua congelada y acerca la gorra a los ojos. La inscripción es perfectamente nítida: TITANIC. Alonso es puro instinto. Suelta la gorra y despega uno de los pies del piso. Pero la voz lo alcanza. La voz de agua se transforma en ola y en rugido y Alonso grita y corre hacia su máquina y su mente está en blanco. En blanco y en mar. © Víctor Coviello Víctor Coviello nació en 1967 en Buenos Aires. Su primer cuento publicado fue LUZ NEGRA en el Nº 30 Axxón (1992) y por él recibió una nominación al Premio Más Allá. Cinco años después ganó ese premio por EL CHIP VERDE. Tiene una novela de ciencia ficción inédita, llamada CARNE DE DIOS y dos volúmenes de cuentos, también inéditos. Es colaborador de la revista LEA. En Axxon N° 139 se publicó EL SECRETO DE MORFEO y en el Nº 147 EL CONGRESO. Es coautor, con Guillermo Barrantes, del libro BUENOS AIRES ES LEYENDA (Planeta) un recorrido por los mitos misteriosos y excéntricos de la gran ciudad.
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POR MEDIA ETERNIDAD, CAYENDO por Eduardo J. Carletti Ilustrador: Chema Lera reo que fue unos tres mil años después del choque. —Cuando era chica —decía Verónica— vivía en Ciudadela, del lado de la iglesia, ¿viste? Cazábamos mariposas con una rama y las juntábamos en un frasco de vidrio. Conocía bien el barrio, sabía dónde vivían Cristina, Carlos y Malena, pero después de unas cuadras, pasando la avenida, empezaba un territorio extraño y desconocido para mí. Sabía tanto de esos barrios como de Celtranzanatore. »Vos me dirás a qué viene todo esto, pero lo que pasa es que... no sé... me siento mal. Tantos años cayendo es mucho, demasiado. Me parece una locura. Parpadeaba una y otra vez y fruncía la boca en ese gesto tan propio que la caracterizaba. —Hablando de locura... —intervino Luis—, es importante definir: La locura es una privación del juicio o del uso de la razón, aunque también se le llama así a una acción negligente o un gran desacierto. De un modo figurado podría llegar a considerarse una exaltación del ánimo producida por algún afecto u otro incentivo —se interrumpió y masticó un segundo, y luego agregó con la boca llena—: ... un loco es alguien sin razón, ya los sabemos, pero también es un marisco gasterópodo comestible del Pacífico. Así que no podemos estar tan seguros de lo que decís. Toda percepción del tiempo es inevitablemente subjetiva, de manera que... El gordo estaba tratando de intervenir desde hacía un buen rato. Aprovechó una leve vacilación en la dicción de Luis, el corto tiempo de acomodar un bocado sobre su lengua, para interrumpirlo: —Basta de esto, es un tema demasiado espeso. Yo quería contarles otra cosa: mi barrio también era limitado, pero nosotros no nos quedábamos quietos; andábamos corriendo de aquí para allá. Por eso creo que el correr del tiempo es una cuestión de percepción, especialmente en relación con todo movimiento en el espacio. La percepción de movimiento supone ciertas condiciones físicas. Debe adquirir cierta velocidad para que se lo perciba como tal. Con velocidades bajas el observador verá un objeto en una sucesión de posiciones estacionarias. Ahora, a una velocidad extremadamente al26
ta la cosa cambia del todo, más aún si el movimiento es en relación con un entorno tan alejado... —Está bien, gordo —retomó Luis—. Te entiendo. Pero no me refiero a eso. Lo que pasa es que tres mil años cayendo es mucho, dice Verónica, y yo creo que no es una cuestión de la percepción de la cosa, sino del miedo que puede sentir por... Verónica se levantó, derramando un pote de mermelada que ensució toda la mesa. Pasó el dedo lleno de dulce por la placa de iluminación. Un ALAN, rompiendo su costumbre horaria, corrió a toda velocidad, se deslizó por el panel sobre sus patas adhesivas y lamió hasta la última partícula de mermelada. © Chema Lera
Verónica puteó. Cuando se sentó el pote estaba otra vez lleno y en posición correcta sobre la mesa. —Aergrit —dijo con un tono tan bajo que parecía un motor eléctrico trabado—. Grape ajalli, utugrap. Nadie se preocupó por descifrarla. —Miedo, miedo —parloteó el gordo con voz aflautada, como burlándose—. No deberíamos estar en una expedición interestelar si le tenemos miedo a los abismos. —Frunció la boca con gracia—. En el barrio juntábamos de esos escarabajos negros con cuernos para hacerlos pelear de lo lindo, pero esos sí que no tenían miedo. ¿Te parece que percibirían la cosa de otra forma? Un trío de monstruos mirándolos, los verdaderos enemigos, y ellos con esos mensajes primitivos pinchándolos para pelearse, morder, arrancar... —No me vengas a mí con profundidades grandes, imponentes y peligrosas —protestó Luis bastante molesto—. O lo inmenso, insondable, incomprensible. Estamos cayendo... Es una realidad, no es un absurdo. —Y dirigiéndose a Verónica—: ¿Qué decías? Verónica estaba un poco verde, como indigesta. Parpadeó varias veces como si no entendiera la pregunta, pero luego contestó, dirigiéndose más bien al gordo: —Grape ajalli, grape ajalli. —Y luego a Luis (y después de otros parpadeos)—: Estoy de acuerdo; no hablemos más pavadas. Tres mil años es mucho y ya no lo soporto más. 27
Y al gordo: —Kreligluli angrep aala. ¿Ojl? ¿Abare? Las luces parpadeaban por instantes. Desde el momento del golpe la computadora estaba muy atareada arreglando algo. A veces emitía algunos sonidos aislados por su módulo de habla, que, por lo visto, no estaba funcionando como debía. De a ratos aparecía por la mesa algún ALAN, o a veces un ARIEL, y se ponían a gesticular desesperadamente con sus bracitos multifunción; pero ellos no les hacían caso. La nave seguía avanzando. Eso indicaban los monitores. La computadora emitía sonidos difusos: mmmmmmmmmmmmmmgrammmmmmmmm, rrrrrrrrrrrrrrgggg, prrrrtttttttt. Hacía tres mil años que estaban cayendo. Cayendo. —¿Y vos gordo; dónde naciste? —preguntó Luis en medio de grandes mordiscos a una medialuna. —En Camagüey, Camagüey, Cuba. Está más o menos por el centro de la isla, por donde corren los ríos Caonao, Saramaguacán, Muñoz, San Pedro y Najase. Mi abuelo trabajaba en la industria química ligera, pero mi padre progresó mucho más con una concesión en los yacimientos de magnesita. Aunque no lo creas, un tío de mi bisabuelo fue tan importante que le pusieron su nombre a un barrio de la capital. Parece que anduvo en el negocio tabaquero, cerca del aeropuerto. Sin embargo, me contaron que nunca pisó un avión. ¿Qué te parece? —¡Ja, si lo viera al recontranieto! —No te burles, nena, que ya en la época de mis viejos todos querían ser astronautas... —Si no fuera por los motores quark-quark cualquier día te iban a enrolar con esa panza... —Verónica tenía una forma agradable de decir aquellas cosas que a uno más le dolían. Al gordo no le molestó. Cuando los ASPER levantaron el servicio habían pasado dos o tres siglos. Verónica temblaba. —Por momentos me siento verde. —Sí —aclaró enseguida Luis—, y te ponés verde de verdad.
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—Debe ser de la bronca que me agarra. ¿Qué está haciendo esa boluda? Se pasa todo el tiempo mascullando. —dddmmmmmmmmmmmm —(la computadora, como queriendo responder). —Si tenemos una falla con una máquina como ésa —gruñó el gordo—, aprendo agamerio y no vuelvo a hablar otra cosa en toda mi vida. —Bueno, yo también voy a aprender —saltó Luis, haciéndole una mueca pícara con los labios—; tenés que hablar con alguien ¿no? Y Verónica: —¡Déjense de pavadas! El agamerio es una lengua muerta proveniente de los pueblos nómades de la península de Yomollio. Quedó registrada por última vez en el grabador de carrete miniatura de un francés, un periodista. Luego fueron barridos por el levantamiento de Kruughaua. Se cree que no queda ninguno, ni de raza pura ni mestizo. La masacre fue terrible. —Y bueno, será cuestión de conseguir la cinta... —bromeó el gordo. —Disculpen... —Luis se levantó, haciendo caer tres librosettes que estaban demasiado cerca del borde de la mesa—, vuelvo en un minuto. —Estaba verde. —Agramelicolusoterimerronio —(la computadora, casi de un tirón, salvo una leve vacilación a la altura de colusote). Verónica miró al gordo con asombro y le espetó tras una ligera pausa: —¿Y?, estoy esperando... El gordo se había puesto un poco raro, pero después de un par de toses recuperó el color. —No sé qué efecto puede haber hecho hasta ahora en tu comprensión —respondió—, pero no dudo en decir que de esta parte de los testimonios, por supuesto, la correspondiente a las voces agudas es la que parece más sólida para hacer deducciones legítimas, que en sí mismas son suficientes para generar una sospecha que proporcione dirección al progreso en la investigación del misterio. —Se detuvo a respirar—. Ahora situémonos de nuevo, idealmente, en aquel suceso que conocemos —siguió—. No es una exageración decir que ninguno de nosotros cree en acontecimientos sobrenatura-
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les. El golpe no fue causado por espíritus, ¿de acuerdo? Pero, ¿qué lo causó? ¿Cómo se produjo? —Fue otra nave. —Verónica se mostraba segura. Pero el gordo titubeaba. En ese momento llegó Luis y le pegó una palmadita en la espalda. —¿No entiendo... Por qué decís «Camagüey, Camagüey»? Al gordo se le trabó la lengua. Se subió a la cubosilla y empezó a golpear el panel luminoso. Apareció un tropel de arácnidos metálicos, pero antes de que sus trayectorias concluyeran contra las manos del agresor el cubo se redujo hasta una altura de pocos milímetros. El gordo saltaba sobre las puntas de los pies, pero igual no llegaba. —Camagüey es una ciudad de la provincia de Camagüey, ¿te das cuenta? —respondió en medio de los saltitos. La panza subía y bajaba con un ritmo algo más lento. La computadora eructó. Sobre el panel de estribor se había materializado una masa gelatinosa, semitransparente y de aspecto venoso. Verónica retiró un fragmento y los dedos le empezaron a humear. Varios ALAN se lanzaron a arrancar trocitos de la cosa. En el panel de monitores parpadeaban luces de emergencia. La computadora seguía muda. Pasaron las décadas. Y siempre cayendo. Hacía más de tres mil años que... —Yo —dijo Luis casi sollozando— hace milenios que no recibo ni una carta. —¿De quién? Verónica se había metido la mano en el bolsillo, de dónde todavía brotaba un levísimo humo azul. —Bueno... de mi sobrino... —Tu sobrino debe haber muerto hace rato, tonto. Luis se quedó helado. El gordo se sentó en la cubosilla con las rodillas para arriba y la panza muy apretada dentro del buzo reglamentario. Bajó la cabeza y entonces la cubosilla, detectando su actitud pacífica, volvió al tamaño normal. 30
Luis estaba furioso: —¡Que se mueran todos, los que se disipan como el agua corriente, como la babosa que se funde arrastrándose, como el feto de una mujer sin ver el sol! —gritó—. ¡Qué los niños se arrastren sobre las cenizas junto a los cadáveres de sus madres! ¡Malditos sean! ¡Malditos, malditooooos! —Operación de re-alineación —dijo la computadora. Habían pasado más de tres mil años. Verónica sacudió los hombros del gordo. —¡Gordo, gordo, ¿qué te pasa?! —No, no es nada. Sigamos... Luis pasaba del rojo al blanco de un modo muy particular, ya que por momentos se lo veía verde. El panel de estribor estaba un poco deslucido, pero había quedado limpio. El único signo que recordaba lo que había pasado era un túnel rosa que se abría a la altura de la cocina. La computadora ya no rumoreaba. —Me parece que fue otra nave —dijo Verónica—. Es la única explicación. Luis quiso hablar, pero las palabras no le salieron. Escupió una cosa oscura, que se disparó rodando hacia el túnel. Los ALAN estaban luchando con los bordes carnosos de la abertura. —Esperemos su opinión —dijo el gordo. Verónica asintió. Pasó un rato. Luis se largó a dar un discurso, pero cuando captaron que era incomprensible dejaron de atender lo que decía. Se estaban acostumbrando. —Agraletl sem icoc a jla, a jla. Ibnte a jla, rupm a jla, asimeli a jla a jla. ¿Bitl? ¿Oromascos teli? Esperaron. Los monitores, ya restablecidos, mostraban las cifras de siempre. Seguían disparados hacia su destino, a 337 años luz de la Tierra. La nave se 31
mantenía a un 99,9998 % de la velocidad de la luz, mientras la afinidad q-q tiraba de ella. La computadora seguía muda, abstraída en sus cálculos interminables. Los servidores dormían cada uno en su lugar, convenientemente acomodados en sus recovecos. Tomemos una instantánea de la escena: los miembros de la expedición, dos hombres y una mujer, conversan amigablemente. Luis reacciona. (Hace más de tres mil años que sintieron el golpe. Están cayendo. Así les parece.) —¿Qué decían? —les pregunta con cara de nada. —Decíamos que... —empieza el gordo. —...tenemos que haber chocado con una nave —afirma Verónica. —Bueno, eso lo dice ella. —El gordo, cuando se lo propone, es peleador. —No discutamos —interviene Luis, que en condiciones normales es un tipo organizado y altamente enciclopédico en sus conocimientos—. Tratemos de analizar lo que está pasando. Verónica frunce la boca con su gesto tan característico. El gordo tiene dibujada en su cara redonda una mueca más o menos igual. —Estoy podrida —dice el gordo. —¿Perdón? —No aguanto más. Por un momento, a Luis le parece oír la voz de Verónica saliendo del gordo, pero no, es la voz de él, aunque inflexionada como la de ella. Verónica se rasca la cabeza, un gesto que Luis está acostumbrado a ver frente al espejo. En ella es ridículo. Bueno, hay que soportar. Cayendo. Siente un temblor en todo el cuerpo. —¿A la velocidad de la luz? —pregunta el gordo con voz aflautada. 32
Y luego—: Bueno, casi... —se contesta a sí mismo con voz normal. Luis se disgrega en filamentos gomosos. Ve frente a él dos masas de material blanquecino, bastante duro, de proporciones y formas más o menos similares. Son seres vivos, evidentemente, aunque muy repulsivos. Eructa. —a jla. Luego regresa: —Cuando era chico me gustaba armar naves espaciales con cartón o tablas. Una vez nos hicimos una con ladrillos y chapas que tenía sala de control, dormitorios y hasta la parte del motor. Nos pasábamos todo el día ahí, aprendiendo. La velocidad de la luz en el vacío es un límite físico insuperable para la materia. La relatividad dice que no puede haber nada, ni siquiera energía, que se mueva más rápido que la luz; pero... El gordo se rasca la cabeza (un Luis inflado) e interviene, continuando donde Luis perdió el aliento: —...aunque dice que dos rayos de luz que se cruzan en direcciones opuestas no van, uno en relación al otro, a más de la velocidad de la luz... Luis sigue: —...no sabemos qué pasaría si dos naves viajando a la velocidad de la luz, o casi a la velocidad de la luz, chocan de frente. —Es un embrollo terrible —agrega Verónica. Luego eructa, se pone verde y agrega—: Ad grat. Kubli. —La interacción puede ser mucho más compleja que cualquier cosa que podamos imaginar. Hay que tener en cuenta que en el sentido de nuestra marcha, para algo externo, casi no tenemos dimensión. En ese eje tenemos menos espesor que un átomo, menos que una partícula. Un choque así no entra en lo que las leyes del universo pueden... El gordo se queda entre una y otra frase. La mesa se ha convertido en una masa de globos que palpitan como corazones. Verónica los aprieta uno tras otro, convulsivamente, mientras Luis estira un brazo flexible como una manguera hasta rozar una extremidad similar de ella. El punto de contacto parece un racimo de fideos verdes vivos. 33
—¡Colisión, colisión! —grita la computadora. El gordo se agarra la cabeza, hace un mohín con los labios y después parlamenta con Luis, mientras se rasca distraídamente el cuero cabelludo: —¡Aglabela! Coincidimos justo, justo. ¡Un cálculo de trayectoria ideal, hecho por computadoras avanzadas que fueron construidas con lógicas similares y una misma física, tiene que resultar coincidente a la fuerza! Prrtrap. Atilglatssa. ¡Atique yai! Está parpadeando de un modo irregular, con más de tres pares de ojos que le cuelgan a los costados de la cara. Verónica y Luis se deslizan por el suelo, acariciándose con sus miembros como fideos. Luego todos vuelven y se sientan a discutir. (Mucho más de tres mil años.) —No me interesan las explicaciones teológicas; me interesa desentrañar el lenguaje de estos desconocidos. —No, Luis, no tan desconocidos. Es evidente que pasaron a través de nosotros, dejando aquí una parte de ellos. Sin duda. —Verónica está tan segura que ya convirtió su teoría en realidad—. Y dentro de un tiempo lo serán aún menos: nos estarán visitando; van para casa. —¿Qué tal si todo esto pasa a formar parte de los mitos humanos...? —No me importa, gordo, estoy demasiado preocupada. ¿Y si este asunto fuera un simulacro? —¿De tres mil años? Los ASPER están sirviendo la mesa de nuevo. Algunos platos traen cosas movedizas, vivas, que intentan deslizarse del recipiente y escapar. —Es posible... —contesta Luis bostezando, luego de un espacio de medio siglo—. ¿Por qué no? Verónica alarga la mano y agarra una cosa gelatinosa. Un líquido verde se desliza por sus rodillas. Se estremece: el dato más valioso lo quisiera olvidar. —¿Saldremos alguna vez de esto? 34
Luis y el gordo la miran con una dolorosa expresión de duda. Está verde. —Sí, creo que saldremos... Pero siguieron cayendo media eternidad. Cayendo. Nota del autor: Este relato es muy experimental. Seguramente resulta raro y hasta difícil de leer. Pero deseaba representar de algún modo nuevo una situación en la que aparecen realidades y mentes mezcladas, las de los humanos y las de unos ignotos extraterrestres. Para esto utilicé en la construcción del relato, con bastante fidelidad, fragmentos de libros de Borges, Vian, Flaubert, Conan Doyle, artículos de Enciclopedias y otras obras. © Eduardo Julio Carletti Eduardo Julio Carletti nació en Buenos Aires, Argentina, el 17 de abril de 1951. Estudió Electrónica en el Instituto Industrial Luis A. Huergo, de Buenos Aires y es Ingeniero en Electrónica Digital y Hardware de Computadoras, profesión en la que trabajó desde 1972. Ha publicado tres libros: INSTANTE DE MÁXIMO QUEBRANTO, novela (Filofalsía, 1988); POR MEDIA ETERNIDAD, CAYENDO, relatos (Ficcionauta Editorial, 1991); UN LARGO CAMINO, relatos (Ediciones Axxón, 1992). Ha ganado varios premios Más Allá, otorgados por el Círculo Argentino de Ciencia-Ficción y Fantasía, tanto por cuentos y novelas como en su condición de articulista, antólogo y director de Axxón. En 1994 recibió el premio Memoria magnética, otorgado por el Círculo Puebla de Ciencia Ficción y Divulgación Científica, Puebla, México, por la revista Axxón, que fundó y ha dirigido desde 1989.
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EL CENTINELA por Martín Casatti Ilustrador: Duende. i mente despertó antes que mi cuerpo, como siempre. Escuché atentamente, olí el aire. Nada. Abrí un ojo. Oscuridad total. Pasé a modo nocturno y revisé los alrededores. Nada. Bueno, hora de mi ronda, se acabó el descanso. Subí las escaleras hasta el dormitorio y revisé los rincones sin encontrar nada sospechoso. Mi protegido dormía plácidamente, roncando de cuando en cuando. Fui hasta la cocina y me asomé a la ventana. Algunos otros centinelas estaban del otro lado de la calle, conversando entre ellos. Qué irresponsabilidad, pensé, disgustado. El enemigo es inteligente, y rápido. Y tenemos un trabajo importante que hacer. Deberían ser reportados de inmediato. Fui a comer algo, no demasiado para no embotar mis sentidos. Mientras cenaba recordé mis días de la academia. —El adversario es fuerte —nos decía el sargento—. No lo subestimen nunca. No podemos permitir que los protegidos conozcan su presencia. Son fácilmente influenciables y el pánico podría causar aún más víctimas que una guerra a gran escala. Algunos conocen la presencia del adversario, esos fueron quienes nos instruyeron, sabiendo que teníamos el potencial de ver más allá de la realidad física. —Entonces ¿algunos de los —preguntó un recluta nuevo.
protegidos pueden ver
al enemigo?
—Si, muy pocos a decir verdad. Pero hace unos 3000 años algunos elaboraron métodos para detectarlos y combatirlos. Por entonces teníamos buenas relaciones con ellos, pero sin llegar a la estrecha colaboración que tuvimos más adelante, o a la completa dependencia de estos días. —En ese entonces —siguió el sargento— eligieron a los más aptos de nosotros y nos adiestraron, apareándonos de forma tal que las habilidades resultaran genéticas, hereditarias. Hoy podemos hacer naturalmente cosas que en ese tiempo requerían mucho entrenamiento y esfuerzo. La tecnología era primitiva en esos tiempos, pero el estudio de la mente y su influencia so36
bre las fuerzas naturales estaba muy avanzado. Creo que le llamaban magia, aunque ya sabemos que no existe tal cosa. Son solo campos de energía, controlados y dirigidos. —¿Por qué no emprenden una ofensiva nuestros protegidos sargento? —pregunté—. Tecnológicamente son mucho mas avanzados que nosotros. Terminarían con este problema de una vez por todas. —El problema es que los capaces de ver al enemigo son muy pocos. Las puertas dimensionales ocultan su presencia hasta que se abren para dejar pasar alguno. Recuerden que sólo nosotros podemos ver las puertas cuando se están formando. Ellos perdieron esa habilidad hace ya mucho tiempo. Y nosotros no podemos tomar la iniciativa, no podemos pasar al otro lado para atacarlos, no sabemos como abrir los portales. Así que la situación está en tablas hace algunos miles de años. Además, los enemigos utilizan muchas de nuestras propias habilidades. Sabemos que la energía mental puede inhabilitar gran cantidad de armas convencionales. No creo que la tecnología juegue un papel fundamental en una posible guerra. —Los que pueden vislumbrar los portales, lo que hay tras ellos, o lo que a veces logra pasar, produce un impacto fortísimo en nuestros protegidos — prosiguió—. No olvidemos que ellos no creen que estas cosas puedan existir. Esa es su principal debilidad. Terminan internados en instituciones mentales, completamente dementes. Ni hablar de que convenzan al resto de sus congéneres de tomar una acción organizada para impedir la invasión. Terminé de comer y decidí revisar el resto de la casa. Luego sería el turno de los terrenos vecinos y techos. Primero revisaría el sótano, el lugar de máximo riesgo. Increíble como estos tipos sienten una especial atracción por incluir esas cosas en sus casas. Lugares oscuros, húmedos, bajo tierra, de poco uso. Parecería que están gritando: Vengan, coloquen un portal aquí. Establezcan un puesto de comando para la invasión. Ya está todo listo, los estamos esperando. A veces pienso que esto tiene que ser una tarea de inteligencia o propaganda enemiga. Desde hace unos cincuenta años se han multiplicado este tipo de construcciones, minas en profundidad, subterráneos, sótanos, instalaciones de agua, gas y energía. Todo bajo tierra. Para nuestra desgracia, muchos buenos soldados y centinelas han desaparecido ahí. La puerta del sótano estaba abierta. Una muestra más de negligencia. Bajé despacio los escalones, con mis sentidos alerta. El olor a muerte me golpeó como un cachetazo. Algo había estado ahí, uno de ellos, y podía estar 37
aún escondido en algún lado. Lancé una sonda mental. Si no la bloqueaban sabría dónde estaba el enemigo. Si podían bloquearla al menos confirmaría que aún estaba ahí. Pero no sucedió nada. No había nada. Ninguna fuerza sobrenatural rondaba los alrededores. A veces los portales se cierran espontáneamente y el enemigo tiene que probar en otro sitio. Quizás hubiera sido una de esas veces. Controlé el sótano a conciencia. Los rincones, abajo y cerca del techo, tras los muebles, bajo las mesas, los lugares de costumbre, sin encontrar ningún rastro de actividad paranormal. Subí de nuevo a la casa, no estaba para nada tranquilo. —El pánico mata la concentración. —El oficial que nos instruía sobre combate personal era un veterano, con cicatrices de mil batallas y una voz profunda que imponía respeto con solo abrir la boca—. Y la falta de concentración los matará a ustedes. »El enemigo lo sabe y tratará de aprovecharlo. Los distraerá, los engañará. Atacará cuando piensen que se retira, aturdirá sus sentidos. Y lo que es más importante: huele el miedo; su miedo le dará fuerzas. No es invencible, pero ustedes tampoco lo son. Entrenen duro, no bajen la guardia, y por sobre todas las cosas, no tengan piedad, ya que ustedes no la recibirán. Pasé frente a la cocina en el camino hacia el patio, sin dar importancia a la luz de la heladera. A la luz púrpura de la heladera. El miedo me inmovilizó solo un instante. Para dar paso a la furia. Me habían entretenido en el sótano con un truco tan viejo como mi raza. Entré en la cocina. Despacio, atento. Preparado para detener el ataque mental tanto como el físico. El portal se estaba cerrando. El agujero púrpura del rincón detrás de la cocina se hizo cada vez más pequeño, hasta que desapareció con un ligero silbido, como si hubieran arrojado agua sobre una sartén caliente En ese instante lo vi, fugazmente, como sucede en la mayoría de los casos. Era un explorador, uno de esos demonios veloces y escurridizos. En realidad solo vi la cola bifurcada desapareciendo por la puerta del comedor. Esos malditos poderes de camuflaje nos ponen en aprietos. Pero yo también conocía algunos trucos. Entre de golpe al comedor y lancé uno de esos chillidos agudos, de alta frecuencia, que tanto les molestan. Dio resultado, el maldito iba corriendo
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camuflado como madera entre las sillas cuando el ruido lo desorientó completamente y lo hizo enredarse y tumbar algunas de ellas. —¡Maldición! Espero que el ruido no despierte a mi protegido —murmuré—. Lo que menos necesito es que baje en medio de una batalla. Salté sobre la mesa, esperando que saliera; debajo de ella no se escuchaba nada. Aguardé un segundo y decidí actuar. No era buen lugar para moverse, bajo la mesa, con todas las patas de las sillas estorbando, pero no podía esperar más. Desplegué las navajas que tenía en las manos, listo para un combate cuerpo a cuerpo, y ajusté mi visión infrarroja. Bajé al piso y miré bajo la mesa. Traté de recordar el entrenamiento. Camina despacio, respira, las orejas hacia atrás, a salvo de posibles daños, los ojos bien abiertos, barriendo el espectro visible y el infrarrojo sin descanso, ubica el enemigo, mide la distancia, desplaza el peso hacia las piernas, prepara las manos para el combate, extiende las cuchillas. ¡Y salta! Él no esperaba el ataque, y yo no esperaba la desesperada defensa. El primer tajo le abrió la garganta, pero no lo suficientemente rápido como para que no pudiera lanzarme un golpe psíquico que me dobló en dos, como un mazazo en el estómago. Pero su vida se escapaba rápidamente, la presión disminuía, y finalmente me pude reponer lo suficiente como para clavar las garras en la base de su nuca. Se desplomó y desapareció con un silbido. En ese momento escuché ruidos en la escalera. —¡Vuelve a la habitación! —grité, a pesar de que sabía que era inútil. Ellos ya no pueden entendernos. Corrí hacia la cocina. Siempre que se despierta en medio de la noche va a la cocina, y justamente ahí se había abierto la puerta. La heladera estaba abierta, pero el resplandor era blanco, como debía ser. Mi protegido estaba delante de ella, tomando un vaso de leche, las brumas del sueño aún delante de sus ojos. Por eso no vio el resplandor púrpura tras él, en la otra pared, la que daba al sótano. Y salieron. Dos de ellos. Raptors. Jóvenes y fuertes. Cualquiera que conozca los Raptors Infernales sabe de lo que hablo. Criaturas del tamaño de un gran danés o un pony, con crestas córneas sobre la cabeza y alrededor del cuello y brazos largos y musculosos. Capaces 39
de correr en cuatro patas o luchar parados sobre las traseras. Ah, y dientes, muchos y filosos.
© Duende
Las criaturas estaban calientes todavía por el pasaje a nuestro plano, así que mis infrarrojos se saturaron. Pasé a visión normal y traté de planear una estrategia. Tenía que sacarlo de ahí. —¡A tu cuarto! ¡Rápido! —Tenía escasos segundos hasta que las bestias se recuperasen del pasaje. El protegido se sobresaltó, no había notado mi presencia. —¡Maldito ani...! —No terminó la frase. Al volverse para castigarme por mi impertinencia se encontró frente a frente con los dos Raptors que se estaban irguiendo. Las bestias negras y amarillas se abalanzaron sobre el, las zarpas extendidas y relucientes. Quizá lo que le salvó la vida fue haberse tropezado conmigo cuando retrocedió, aterrorizado. Rodamos juntos por el piso mientras el zarpazo del Raptor más cercano pasaba a escasos milímetros de su cabeza. Me desprendí como pude de mi protegido y me abalancé sobre la bestia más próxima, directo a su garganta. En el último instante cambié de idea y ataqué sus ojos. Me aferré como pude a su cabeza y tratando de esquivar su cuernos laceré ambos ojos, facetados como los de los insectos. Al mismo tiempo pude distinguir al otro engendro que rodeaba a su compañero herido, yendo directamente hacia mi protegido. Solté al Raptor herido y me ocupé del otro. No es recomendable dejar herida a una bestia infernal como ésa, pero tenía que detener al otro, ganar tiempo. Luego vería como me las arreglaba con ellos, pero la prioridad era mi protegido, debía escapar a cualquier costo. Salté desde la cabeza del primer Raptor, cayendo parado sobre la mesada de la cocina. Me concentré todo lo que pude y ataqué al restante con una onda psiónica, lo más potente que pude. No fue muy efectivo. Sólo logré que se molestara y me embistiera con todas sus fuerzas. Apenas pude esquivar sus dientes, pero no pasó lo mismo con sus puños, gracias a Bastet cerrados. Mis costillas sonaron y fui a dar contra el muro. 40
No sé si fue el dolor o el miedo; el hecho es que desde el piso lancé otro ataque desesperado que pareció surtir mucho más efecto, al punto que pude distinguir en el aire el frente de alta presión que rodeaba a la criatura, que esta vez sí acusó el golpe. Lancé otra ráfaga mientras me levantaba, y el horrible ser se dobló sobre sí mismo, sangrando por la nariz y las orejas. Era mi oportunidad, podía deshacerme de uno ahora mismo y ocuparme tranquilo del que estaba herido. Desplegué las garras que también tengo en los pies y salté sobre él. Con mis manos me aferré fuertemente a su cuello mientras las cuchillas desgarraban el abdomen de la criatura, una, dos, tres veces. El quejido agónico y la sangre negra sobre el piso me dijeron que mi trabajo estaba terminado. Entonces escuché el grito, agónico, desgarrador. Salté sobre el cuerpo del Raptor que acababa de derrotar y vi un espectáculo dantesco. Mi protegido se había levantado, quizá para escapar por la puerta del frente, solo para encontrarse con el Raptor ciego que moviendo sus brazos como guadañas intentaba alcanzarlo. Tres franjas rojas se habían dibujado sobre su pecho. Estaba todo dicho. Había fracasado. Nadie puede sobrevivir a garras de treinta centímetros, filosas como navajas y duras como el acero. El hombre giró el cuello para observarme, incrédulo. Entonces la bestia lo mordió en el cuello y pude escuchar el sonido de las vértebras al romperse. A los tropezones, el Raptor se dirigió hacia el portal en la pared, llevando a su presa consigo. Concentré mi energía para el último ataque, canalizando toda mi furia e impotencia. La onda psicokinética impactó de lleno en la cabeza de la criatura y en mi mente vi los huesos del cráneo reducirse a pequeños fragmentos. Se inmovilizó al recibir el golpe y luego, lentamente cayó hacia dentro del portal, llevándose a mi protegido con él. El portal volvió a cerrarse y el silencio me envolvió. Caminé hacia el punto de ingreso, lentamente; debía tener algunas costillas quebradas. Pero lo que más me dolía era el orgullo; hacía años que no perdía un humano. Revisé la zona sólo por si acaso. Pero no sucedió nada, el portal estaba cerrado definitivamente. Y después de la derrota no creo que mandaran otro ataque, al menos no tan pronto. Uno de los centinelas de las casas vecinas estaba sobre la ventana de la cocina, debían haber escuchado los ruidos o sentido la presencia de las criaturas. Me hizo señas tras el vidrio. Levanté una pata indicándole que estaba bien, que el peligro había pasado, y caí de costado. En este momento mis compañeros vecinos estaban pidiendo ayuda. Alguien vendría pronto, segu41
ramente con un reemplazo con el mismo pelaje y contextura, hasta que me recuperara, para no levantar sospechas. —¡Por qué diablos los humanos se han vuelto tan estúpidos! ¿Qué se creen que hacemos cuando nos paramos con la vista fija en los rincones oscuros, vigilando, esperando? —le pregunté a la cocina vacía—. ¡Hasta los primitivos egipcios sabían que somos los guardianes de las puertas del infierno! Comencé a limpiarme las heridas, lamiendo lentamente cada una de ellas. “El gato posee belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, coraje sin ferocidad, todas las virtudes del hombre sin sus vicios” Lord Byron © Martín Casatti
Martín Casatti nació en Córdoba Capital en 1973 y vive en el interior de la provincia mediterránea, en Unquillo, desde los 6 años. Es estudiante de Ingeniería en Sistemas de Información y lector compulsivo de ciencia ficción desde que el abuelo puso a su alcance una colección de Más allá. Trabaja en su propia empresa de desarrollo de sistemas de computación, con su esposa Analía (también Ingeniero en Información) y tienen tres hijos que muchas veces impiden que escriba todo lo que quisiera. Sus autores favoritos son Philip K. Dick, Isaac Asimov (aunque prefiere los cuentos y relatos cortos a las novelas), Robert A. Heinlein y Jack Vance.
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AL BORDE DEL ABISMO por Andrés Diplotti Ilustrador: Erick Castillo l Sol apenas se destacaba entre las estrellas que tapizaban el infinito. La estación Oort, el más remoto asentamiento humano en el espacio, se arrastraba en una órbita interminable a su alrededor. Más allá se abría el abismo. La mente humana no era capaz de concebir la magnitud de las profundidades interestelares. Y ésa era la obsesión del doctor David Zimmermann. Oyó abrirse una de las puertas de la sala de control, y a continuación la voz que ya esperaba, resignado ante lo inevitable. —¡Doctor Zimmermann! Cuánto tiempo sin vernos —lo saludó Durán mostrando todos los dientes, con la cámara eternamente montada a un lado de la cabeza, como un tercer ojo—. ¿Qué cree, doctor? ¿Regresará esta vez la paloma con una hoja de olivo? ¿O será otro cuervo ingrato? Zimmermann lo miró, pero no dijo nada. Detestaba la retórica barata de los periodistas, y la detestaba particularmente en aquel sujeto. En los primeros tiempos del proyecto, cada lanzamiento abarrotaba la estación. Pero luego, el paso del tiempo y la sucesión de resultados negativos hicieron que el interés decayera. Ahora sólo una compañía importante como TransMedia podía permitirse enviar un corresponsal a Oort, en caso de que ocurriera algo digno de mención. Sí, Durán siempre volvía. —Doctor Laszlo —Zimmermann se dirigió a su asistente—, ¿por qué no le muestra al señor Durán que pasó con nuestros cuervos? —Con gusto —respondió Laszlo, mucho más cordial que su jefe. Guió al periodista hasta un terminal cercano, donde proyectó un holomapa estelar. —¿Saben dónde están las sondas perdidas? —preguntó Durán, sorprendido. —Tenemos estimaciones —respondió Laszlo mientras accionaba controles. Varios puntos de color aparecieron entre las estrellas—. Creemos que Jonás 6 fue a dar a alguno de estos puntos —explicó sin dejar de pulsar controles. Los puntos cambiaron de lugar—. Éstas son las posibles localizaciones de Jonás 5, a una distancia de entre dos y cinco parsecs. En cuanto a 43
Jonás 4 —un solo punto verde quedó flotando en el mapa—, sabemos que está aquí. —¿Saben? ¿Cómo es que saben? —Bueno —sonrió Laszlo—, recibimos su señal. —¿Recibieron su señal? —Durán abrió los ojos muy grandes. —Hace unos meses, dos años después de su lanzamiento. Obviamente está a dos años-luz, en dirección a Capricornio. Por eso este lanzamiento se aplazó. Jonás 4 nos dijo muchas cosas útiles. —Ajá —asintió Durán—. ¿Puede recordarme cuál es el objetivo? —Éste. —Una estrella aumentó su brillo para distinguirse de las demás—. Tau Ceti, en la constelación de la ballena. Está a un poco más de tres parsecs y medio de nosotros. Unos doce años-luz. —La ballena —sonrió Durán—. Por eso el proyecto se llama Jonás. —Los ejecutivos de Astralis tienen una gran imaginación —acotó Zimmermann desde su puesto. —¿Por qué esa estrella y no otra? —Básicamente, porque es una estrella cercana, parecida al Sol, y se han detectado indicios de un sistema planetario a su alrededor. —¿Qué tiene que ver la cercanía? —preguntó Durán, perplejo—. Pensé que la distancia no era importante en sus experimentos. —Es cierto, la distancia no es un factor relevante para el hipersalto. Pero si vamos a explorar el universo, lo mejor es empezar por nuestros vecinos, ¿no cree? —De acuerdo, pero ¿sabe qué? No termino de entender cómo es que la nave cava un túnel en el espacio. —Es un poco más complicado que eso. Verá... El doctor Zimmermann siguió trabajando sin prestar atención a la plática que se desarrollaba a sus espaldas. Suspiró aliviado de que Laszlo entretuviera a Durán; ya estaba bajo suficiente presión como para tener ánimo de soportar a ese pesado. Sus patrones de la corporación Astralis habían inver44
tido muchos megacréditos en el proyecto, y le exigían resultados. Zimmermann no comprendía una actitud tan irreflexiva. Las leyes físicas no entienden de finanzas y márgenes de beneficio; sólo con los recursos adecuados y mucha paciencia es posible desentrañar sus secretos. Las noticias de Jonás 4 habían sido un respiro, pero no más. Si esta nueva expedición no tenía éxito, muy probablemente perdería su trabajo. —¿Y cuándo sabremos de Jonás 7? —En... en menos de un minuto —respondió Laszlo, mirando su reloj. La habitación quedó en silencio mientras todos miraban expectantes hacia las grandes ventanas. Esperaban ver al viajero automático surgir en cualquier momento de un destello blanquecino, como lo habían visto partir días atrás. Los segundos pasaban y las ideas comenzaban a bullir. ¿Volverá? Si lo hacía, sería un acontecimiento único que cambiaría el curso de la historia. Si no lo hacía... bueno, el equipo cargaría con un fracaso más. Habrían aprendido mucho, sí; pero seguir adelante se haría muy difícil. ¿Volverá? Los ojos de Zimmermann se fijaron en Tau Ceti, una estrella tan pequeña, tan poco notable, de la que esperaba tanto. ¿Volverá? ¿Habrá estado allí? Los segundos pasaban lentos, impasibles; se acumulaban en el ánimo de los espectadores; pero allá afuera no ocurría nada. Ni un destello, ni una luz, ni un signo. El telón negro tachonado de estrellas permanecía quieto, inconmovible ante los ojos anhelantes. Zimmermann echó un vistazo a su reloj. Había pasado casi un minuto desde la hora programada. Nada. Una vez más, nada. Molesto, pero resignado, bajó la cabeza y suspiró. Había terminado. Una mano se apoyó en su hombro. La de Durán. —Ya tiene su historia, señor Durán —se desquitó con él—. Puede volver y mostrarle al mundo el fracaso de David Zimmermann. —Disculpe, doctor... —empezó a decir el otro, compungido—. Creo que yo no... —¡Doctor Zimmermann! —lo interrumpió uno de los operadores—. ¡Estoy recibiendo algo! Es... ¡Es Jonás! —concluyó, sin poder contener su alegría. 45
En dos saltos Zimmermann se acercó a la consola. El corazón le saltaba dentro del pecho. —Emergió a unos veinte millones de kilómetros de aquí —explicó el hombre—. Por eso la señal tardó en llegar. ¡Mire! Está enviando una enorme cantidad de información sobre Tau Ceti. Zimmermann miraba extasiado el flujo de datos que cruzaba la pantalla. Tardó aún unos instantes en comprender el significado cabal de todo aquello. ¡Éxito! ¡El proyecto Jonás había tenido éxito! Las expresiones de júbilo no tardaron en hacerse oír. Pero el doctor Zimmermann no se daba descanso. —¿Veinte millones de kilómetros? —dijo, regresando a la realidad—. ¿Por qué tan lejos? Habrá que trabajar en eso. —Deje de quejarse, doctor —lo reprendió Durán mientras le palmeaba la espalda—. Su paloma está aquí. *****
El doctor Laszlo tenía la extraña costumbre de decirlo todo personalmente. Había enviado un mensaje anunciando que traía grandes noticias desde la Tierra. ¿Por qué demonios no detallaba esas noticias en el mismo mensaje? Una transmisión radial tardaba cerca de seis horas en cubrir la distancia entre la Tierra y Oort. Un transporte demoraba casi una semana. De modo que el doctor Zimmermann se vio obligado a esperar seis días para conocer las mentadas novedades; aunque intuía de qué se trataban. Seguramente incluían calurosas felicitaciones de la junta directiva de Astralis, así como nuevos fondos para continuar la investigación, ya sin tantas presiones. No era para menos. Jonás había detectado siete planetas orbitando Tau Ceti: cuatro rocosos en sus proximidades y tres gigantes gaseosos en los confines, separados por un ancho cinturón de asteroides. Pero el hallazgo más notable era el segundo planeta del sistema. La sonda sólo lo había observado desde lejos con sus sensores de largo alcance, y aun así los resultados eran extraordinarios. La superficie estaba cubierta en su mayor parte por agua. Agua líquida, y también en nubes. Lo envolvía una atmósfera compuesta por tres cuartas partes de nitrógeno y una cuarta parte de oxígeno, más una pequeña proporción de otros gases. Jonás había incluso percibido actividad compatible con la vida. ¡Un planeta vivo! ¡Una nueva Tierra! 46
Las siguientes misiones girarían sin duda en torno a este nuevo mundo. Zimmermann ya tenía todo planeado: Jonás 8 observaría el planeta más de cerca, desde su órbita, y trazaría un mapa de la superficie. Jonás 9 descendería para tomar muestras del aire, la tierra, el agua y las especies vivientes. Sería necesario desarrollar un nuevo tipo de sonda y... La escotilla se abrió con un siseo y el doctor Laszlo entró a la estación. Las noticias no eran lo que Zimmermann esperaba. Astralis había decidido finalizar el proyecto Jonás. Querían una nave. —¿Una nave? —se sorprendió. —Así es —confirmó Laszlo—. Quieren enviar una misión tripulada a Tau Ceti. —Pero... pero eso es... ¡una locura! —tartamudeó Zimmermann—. Apenas conocemos superficialmente el sistema. Y aún no hemos resuelto el error de veinte millones de kilómetros. —Hablan de establecer un margen de seguridad de cuarenta millones de kilómetros. Después de todo, no es una distancia muy grande para una nave moderna. —Es una locura de todas maneras —insistió Zimmermann—. Yo no iré. —No quieren que vayas —lo sorprendió Laszlo. —¿Qué? —Te quieren aquí, en la estación, dirigiendo el lanzamiento. Yo iré. No era eso lo que esperaba oír. Realmente no tenía intención de viajar, pero una parte de él habría apreciado un mínimo y burocrático intento de disuadirlo. Se sintió molesto por esa decisión unilateral de la compañía. Después de todo, era su proyecto. —No será fácil —divagó—. Costará mucho más dinero que... —El dinero no es un problema. El gobierno y las fuerzas armadas está interesados; ellos pondrán una parte. Están buscando patrocinadores para conseguir el resto. Y todo indica que TransMedia se quedará con los derechos exclusivos de transmisión. Zimmermann no creía lo que escuchaba. 47
—¿Derechos de transmisión? —Quieren transmitir en vivo a todo el Sistema Solar. En vivo —subrayó—. Van a alquilar un sistema experimental de transmisión taquiónica. La señal llegará a destino en segundos. Zimmermann se desplomó en un asiento, agobiado. Todo aquello era demasiado para él. Desde el principio supo que los resultados de su trabajo se comercializarían tarde o temprano, pero no esperaba algo tan... tan descarado. —Te estás exigiendo demasiado. ¡Descansa! —lo animó Laszlo—. Ya encontraste lo que buscabas. Te aseguraste un lugar en las enciclopedias, nadie puede quitártelo. Si hasta van a darte un aumento —agregó con entusiasmo—. ¡Van a darnos un aumento a todos! Zimmermann miró el rostro sonriente de su colaborador. Tal vez tenía razón, tal vez estaba exagerando las cosas. No siempre se puede tener todo bajo control. Quién sabe, tal vez era mejor así. *****
La capitana del Argos tenía un nombre muy apropiado: Medea Derrick. Alta, elegantemente enfundada en su brillante uniforme azul, no dejaba de sonreír mientras detallaba a su entrevistador las virtudes de la maravilla que tenía a su cargo. El Argos era la nave más avanzada que existía, equipada con los últimos adelantos tecnológicos. Albergaba cómodamente a sus trescientos veinte pasajeros, entre los que se contaban científicos, ingenieros, políticos, militares de alto rango y, por supuesto, periodistas. Se había diseñado y construido en apenas un año y medio, seis meses menos de lo planeado. Mucho menos de lo que el doctor Zimmermann habría deseado. Apartó sus ojos de la gran pantalla. La capitana Derrick trabajaba para Astralis desde hacía quince años, y los rumores argumentaban que tenía amoríos con un alto ejecutivo de la empresa. ¿Por qué no le extrañaba? Miró por la ventana y se detuvo en la curiosa estructura en forma de árbol de Navidad con una luz roja parpadeando en la punta. El nuevo emisor de TransMedia soltaba pulsos taquiónicos que llevaban la noticia sin tardanza a cada confín del Sistema Solar. Los taquiones no tenían la torpeza de las señales de radio: estos pequeños y diligentes mensajeros no se hacían esperar. Zimmermann no dejaba de pensar en lo útil que esta tecnología habría sido para su trabajo... o para mantenerse en contacto con su familia. Por largos perío48
dos de tiempo tuvo que conformarse con esporádicas comunicaciones diferidas, impersonales. Conversar cara a cara, aunque fuera a través de una pantalla, habría sido más gratificante. —¡Uf! Estoy muerto —exhaló Durán apagando la pequeña cámara junto a su oreja, justo antes de desplomarse en una silla—. Todo el día corriendo detrás de personas importantes. No es un trabajo recomendable. —Pensé que iría en la nave —comentó Zimmermann, sin dejar de trabajar en su terminal. —No —replicó Durán—, enviaron al cronista estrella. ¿Sabe qué? Mejor así. Prefiero estar aquí, tras bambalinas. Aquí es donde se gesta la historia. —Si usted lo dice... —¿Se da cuenta de que ésta es una ocasión doblemente histórica? — Durán comenzaba a ponerse irritante—. La partida de la expedición Argos y la primer transmisión taquiónica en vivo a todo el Sistema Solar. Zimmermann lo miró, casi compadeciéndose de él, pero no dijo nada. —¿Y qué hay de usted? ¿No está su familia aquí? —Isabella le tiene terror a los viajes espaciales —se lamentó Zimmermann—. Es todo un logro subirla a un simple aeromóvil. Prefiere el tren. —Es una lástima. Pero dígame —encendió la cámara—, ¿cómo se siente en este momento trascendental? Una voz en los altoparlantes se anticipó a cualquier respuesta. —T menos cinco minutos. —Llegó el momento —dijo gravemente Zimmermann mientras se calzaba los auriculares. Había hecho esto muchas veces, pero estaba lejos de volverse rutina. Además, esta ocasión era particular: había cientos de personas dentro de la nave. Y una audiencia de millones. Todo tenía que salir bien. —Oort a Argos —llamó—. ¿Me recibe, Argos? —Lo recibo —oyó muy clara la voz de la capitana Derrick—. Todo está en orden aquí, doctor.
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—Bien —asintió—. Inicie la secuencia de encendido del generador gravitónico. —Secuencia iniciada —dijo el doctor Laszlo en el auricular. —¿Gravimetría? —inquirió con voz firme y segura. —En verde —informó un operador desde un terminal cercano—. No hay turbulencias de ningún tipo. —¿Instrumentos? —Verde —reportó otro operador. —¿Telemetría? —Verde, doctor. La pantalla de Zimmermann rebosaba un lozano verde brillante. Ni un solo rojo o amarillo; sólo verde. Todo marchaba sobre ruedas. —T menos tres minutos. —Argos, ahora debe apagar todos los sistemas no esenciales. —Entendido —replicó la capitana—. Apagando. —En las grandes pantallas vieron cómo los tripulantes se ajustaban a los asientos, pues los sistemas no esenciales incluían la gravedad artificial—. Sistemas apagados. —Oort, tengo una fluctuación en el generador cuántico —dijo Laszlo. —Telemetría, confirme —instó Zimmermann, alarmado. —Fluctuación confirmada —reportó el operador—. Está dentro de los límites. Zimmermann vaciló. Por un instante miró dubitativo el control de cancelación. Luego vio la luz roja que brillaba en el ojo electrónico de Durán. —Argos —transmitió—, la fluctuación está dentro de los límites de tolerancia. —Bien —oyó—. Secuencia de encendido finalizada. Listos para iniciar vórtice de gravitones. 50
—T menos noventa segundos. —Argos, en cuanto inicien el vórtice perderemos contacto. Todo queda en sus manos, doctor Laszlo, capitana Derrick. Buen viaje —sonrió para las cámaras. Los curiosos se apiñaron contra las ventanas para tener la mejor visión del Argos sumergiéndose en las profundidades cósmicas. Curvando el espacio y el tiempo a su alrededor, colándose en un agujero de la trama del universo, para luego surgir... —...donde nadie ha estado antes —dijo Durán. —T menos sesenta segundos. La nave comenzaba a cubrirse de un velo lechoso. Un suave resplandor verdiazulado brotaba de ella, mientras su figura se volvía evanescente, fantasmal.
© Erick Castillo
—Doctor Zimmermann —interrumpió inopinadamente uno de los operadores—, detecto distorsiones en el vórtice. —T menos treinta segundos. —¿Qué? —se sacudió Zimmermann—. ¿Qué clase de...? Y entonces sucedió lo inesperado. Fue un destello cerca de la popa, donde estaba la sala de máquinas, y el Argos se estremeció. Todos se agolparon contra las ventanas, aplastando a los que estaban más cerca del vidrio. Contemplaban incrédulos cómo la ola ígnea se apoderaba de la nave. El doctor Zimmermann se puso de pie, aturdido. El caos reinaba a su alrededor. Algunos corrían desordenadamente de un lado a otro. Alguien yacía en el piso, desmayado. Por doquier se oían gritos y expresiones de horror, mientras el Argos explotaba silenciosamente en el espacio. Sin saber bien por qué, la cabeza de Zimmermann giró lentamente hasta encontrarse con el emisor taquiónico. Pensó, con la mente aún alborotada, que millones de personas estaban presenciando esta catástrofe. Y entonces, como una revelación, lo vio todo muy claro.
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—Dios mío —acertó a decir, encaminándose hacia la ventana. Taquiones. Micropartículas que se mueven más rápido que la luz, dejando a su paso una estela electromagnética. Partículas artificiales que normalmente no están allí. El espacio estaba lleno de ellas. —Dios mío —repitió. Se apoyó en el vidrio, impotente, mientras la luz roja destellaba ominosamente en la cúspide de aquel monstruoso árbol de Navidad. *****
Las cúpulas bañadas por la luz dorada del atardecer aparecían ante los ojos del doctor Zimmermann como un sueño lejano. Unos cuantos aeromóviles se deslizaban graciosamente entre los edificios. Algunas nubes asomaban presagiosas en el horizonte. Tal vez el siguiente día le regalara el espectáculo de las gotas resbalando en cascada por el vidrio. La estación Oort había quedado muy lejos, y no sabía si volvería a ella algún día. Pasarían años antes de que las aguas se calmaran. Los abogados de Astralis querían achacarle toda la responsabilidad a TransMedia. Los de TransMedia, a Desarrollos Hermes, creadores del emisor taquiónico. Hermes, a su vez, señalaba a Astralis. El Parlamento, por su parte, había nombrado una comisión para investigar el hecho. Y en el medio de todo aquello, trescientos veinte muertos que difícilmente tendrían descanso. Alguien llamó a la puerta. Durán. Resultaba extraño verlo sin el equipo de grabación en la cabeza y el pase de prensa colgando de la solapa. —Felicitaciones —lo recibió ásperamente—. Supongo que le dieron un ascenso. —Por favor, doctor, no sea tan duro conmigo —suplicó Durán, afligido—. Yo sólo hacía mi trabajo... como usted. Zimmermann no supo qué responder. Simplemente se arrellanó en un sillón, abatido. El periodista se sentó cerca, en silencio. —¿Qué va a hacer ahora? —se atrevió al fin a preguntar.
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Zimmermann lo miró. Desprovisto de la parafernalia periodística y su proverbial grandilocuencia melodramática, parecía otra persona. Una persona hasta respetable. —Pasaré un tiempo con mi familia —contestó—. Mi hijo menor creció unos tres centímetros desde la última vez que lo vi. Trataré de ponerme al día. —¿Y después de eso? —No sé —suspiró—. Me han ofrecido unas horas de cátedra en un par de universidades. Tal vez acepte el trabajo. Agradeció que Durán no hiciera ningún comentario banal sobre el Argos. Tampoco le dijo que lamentaba lo de Laszlo, como tantas personas en los últimos días. Sólo miraba por la ventana sin decir nada, como si comprendiera que ese silencio era más elocuente que cualquier frase hecha. La noche caía, dejando lentamente la habitación en penumbras. Una estrella comenzaba a brillar tímidamente en el cielo purpúreo. —¿Qué cree, doctor? —dijo al fin Durán, con un inusual tono melancólico—. ¿Estaremos algún día listos para ir allí? Zimmermann no se molestó en explicarle que ésa no era Tau Ceti, sino Sirio. Alfa Canis Majoris. Una estrella mucho más caliente y luminosa que el Sol, a poco menos de tres parsecs de distancia. —No sé —dijo en medio de un suspiro—. Tal vez. —Y quedaron contemplando en silencio el cielo, que poco a poco se iba poblando de lejanos puntos de luz. © Andrés Fernando Diplotti Andrés Fernando Diplotti es uno de los más promisorios escritores argentinos. Nació el 24 de febrero de 1978 en la ciudad de Rosario y vive en Pergamino. Ha publicado con regularidad en Axxón (ejemplo de ellos son sus cuentos CUERPO Y ALMA, ALGO EN EL LAGO, TRAS LA PARED DE LADRILLOS, BUMPER STICKER Y LA PRINCESA EMPLUMADA e HÍPERCONSCIENTE. Pero lo que llama más la atención de su trabajo es tal vez la serie ANACRÓNICAS, que se viene publicando en Axxón desde hace muchos meses y es seguida con devoción por sus seguidores. 53
ENERGÍA RENOVABLE por Hernán Domínguez Nimo Ilustrador: Duende Documento emitido por el Consulado Argentino en Tánger. Se notifica que el día 9 de marzo de 2031 se declaran efectivamente desaparecidos los ciudadanos Mariana Verna y su esposo Lucas Fornari, ambos argentinos, ingresados al país como turistas según consta en su declaración de inmigración (copia adjunta). Se desconoce su paradero desde el 7 de marzo último. l dolor. El dolor siempre precede a la conciencia. Desde el momento en que nacemos. A veces es un dolor general, como el de la resaca. El que despertó a Fornari fue bien localizado. En la nuca, un poco hacia la derecha. El lugar del golpe… Golpe, no caída. Caminaban por las estrechas calles de Marrakech. Mariana iba de su mano y de pronto el color negro… Abrió los ojos. Ya no estaba en la calle. Tampoco en un hospital, ni en el hotel. Alguien lo había golpeado. Recordó las caras conspirativas de los marroquíes que los habían rodeado de pronto y la urgencia y el miedo se apoderaron otra vez de él, como había pasado dos segundos antes de la negrura. Las historias de los secuestros de mujeres blancas para su venta en los harenes –charlas casi divertidas antes de la partida– flagelaron su mente como buitres sobrevolando un animal moribundo. Se incorporó a pesar del martilleo incesante en su cabeza. Estaba en una habitación pequeña, mal iluminada, sentado en el piso de tierra apisonada, tan dura que parecía esculpida. Las paredes eran de barro pintado a la cal. No había ni una ventana, solo una puerta cerrada. La única luz era la que entraba por debajo de la puerta. Se palpó la nuca. El bulto era tan grande que le pareció imposible que no abriera la piel de tan tirante. —Mariana… —El miedo se cristalizó en el nombre y el dolor se le olvidó y ya estaba golpeando la puerta con los puños cerrados. Se la habían llevado y no la iba a ver nunca más.
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La puerta se abrió hacia adentro y casi lo voltea. Un moro, de cara tan siniestra como los otros, lo enfrentó y lo arrastró afuera, tironeándolo de un hombro y mostrándole un rifle para que no pensara en resistirse. —¡Camón, camón! —le gritó en un inglés tosco. Lo empujó por un pasillo apenas iluminado por los tragaluces del techo. Gruesos cables corrían por el costado de la pared en el mismo sentido en el que iban. El piso de tierra estaba plagado de piedritas que a cada paso se le clavaban en los pies descalzos. El pasillo serpenteó hasta una reja que lo obligó a detenerse. Para buscar la llave, el moro apoyó el rifle en el piso. Era muy viejo, de la segunda o la tercera guerra del golfo probablemente, de antes de que los países árabes se quedaran sin petróleo y sin interés estratégico. Pensó en agarrarlo, pero miedo y fatiga lo paralizaron hasta que el moro lo empuñó otra vez. —¡In, in! —le gritó mientras lo empujaba por la reja abierta. Fornari esperaba cualquier cosa –hasta un pelotón de fusilamiento– pero nada lo había preparado para lo que había en aquel salón. Era grande, bastante grande, de techos bajos y plagados de tragaluces que dejaban entrar el resplandor del sol e iluminaban las bicicletas. Parpadeó varias veces, para que el sudor no le hiciera arder los ojos y ver boludeces. Pero eran bicicletas. Cientos de bicicletas. Algunas fijas, de gimnasio, otras de paseo, sujetas al piso por caños soldados. El moro lo llevó hasta una bici de carrera a la que le faltaba la rueda de adelante. Otro moro –aunque por la negrura de la piel parecía un africano– estaba ayudando a un sujeto flacucho a bajarse. El moro que lo llevaba a él le soltó una andanada de sonidos ásperos y desagradables. Los dos se rieron y para su sorpresa –parecía tan prisionero como él– el flacucho se sonrió. —Dice que hace rato que no ve a alguien tan apurado para empezar — dijo el flacucho en perfecto español antes de que el negro le golpeara la espalda y se lo llevara a la rastra. La reja se cerró detrás de ellos. El moro lo ayudó a subir y lo ató con unas esposas a los pedales. —¡Ran! —gritó y simuló el movimiento de los pedales. ¿Eso esperaban de él? ¿Que pedaleara en una bicicleta que pertenecía a una casa de antigüedades? Hacía por lo menos veinte años que no andaba en una. En fin… decían que nunca se olvidaba. 55
Arrancó despacio y siguió igual. Los pedales eran incómodos –solo quedaban los caños– y bastante pesados. No recordaba ninguna bici así de pesada. Y menos una que no se movía. —¡Faster, faster! —El moro empezó a pegarle en la espalda desnuda con un cuero retorcido. Fornari cerró los ojos, apretó los dientes y aceleró el paso hasta que la espalda dejó de arder. Se esforzó por mantener el ritmo y abrió los ojos. El moro mostraba los dientes –en algo parecido a una sonrisa– y asentía. Se alejó por la fila de bicicletas y se sentó en un sillón de un fucsia sucio y deshilachado, detrás suyo. Apenas diez bicis estaban ocupadas. Era una escena surrealista. Los otros nueve sujetos miraban al piso y pedaleaban, sin mirar a los lados, sin decir nada. El único sonido era el de los pedales, las cadenas y las ruedas girando. Eso y el ventilador de techo que el moro tenía a ras del piso, apuntando hacia su sillón. Se le vino a la cabeza la imagen de un centro de entrenamiento de turistas para una maratón ciclista. La risa se le escapó por los dientes con un poco de saliva. La espalda le ardió de golpe y le cortó la risa. Giró la cabeza para ver al moro que volvía a sentarse. Ninguno de los otros ciclistas había cambiado el paso o siquiera girado la cabeza hacia él. Se concentró en pedalear. Después de un rato, notó dos cosas. Cada bicicleta estaba conectada a un cable que viboreaba por el piso hasta unirse al racimo que atravesaba la reja de entrada. Todas las bicis tenían la misma cajita metálica adosada al caño y a la rueda trasera, un pequeño aparato que contrastaba por su estado impecable. Un dínamo o algo por el estilo. Eso era lo que las volvía tan pesadas. Lo otro que notó fue que el ventilador no estaba conectado a un enchufe sino a una de las bicicletas ocupadas. El ciclista la hacía girar directamente con sus pedales, gracias a un engranaje anticuado. © Duende De alguna manera se las arregló para pedalear durante tres o –quién sabe– diez horas y recibir apenas cinco
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fustazos más. Cuando el moro lo hizo frenar y lo desencadenó, le costó coordinar los pies para poner uno delante del otro en lugar de continuar el movimiento circular. Se acurrucó en el áspero piso de la celda y se desmayó de cansancio. El sacudón lo despertó pero no lo despabiló. Lo arrastraron por los pasillos oscuros y pensó que aún dormía. Hasta que lo sentaron en una bicicleta y la pesadilla se hizo real. Dos fustazos y uno más lo despabilaron del todo y lo forzaron a pedalear. Los músculos, sobre todo las pantorrillas, protestaron, se endurecieron y en algún momento se desagarrotaron. El zumbido de las dínamos y el ruido de los pedales era mucho más intenso que el día anterior. O ese mismo día más temprano. Forzó la vista en la oscuridad pero no pudo ver otra cosa que bultos apenas más claros que el negro. El movimiento era tal que sin duda todas las bicis estaban ocupadas en ese instante. Como antes, nadie hablaba. La mente de Fornari desvarió hacia todos sus miedos. No tenía forma de saber qué había pasado con Mariana. Era ridículo pensar que solo se lo habían llevado a él. Imágenes de rostros oscuros forzando y vejando a su mujer aumentaron frenéticamente su andar. Poco a poco las imágenes remitieron. Poco a poco volvió al ritmo habitual. Bien podía ser que eso nunca hubiera ocurrido, que nunca ocurriera. Quizá, en ese mismo instante, Mariana estaba en la embajada o en la policía local gritando enloquecida para que la ayuden a encontrarlo. Se concentró en imaginar esos gritos. No pudo, pero las otras imágenes no volvieron. Un grito de dolor a su izquierda lo distrajo. El moro que estaba de guardia en ese momento se ensañaba con alguien que por lo visto no podía continuar. Los fustazos y los gritos no paraban. Un cuerpo cayó al piso. Siguieron los fustazos hasta que los gritos del ciclista cesaron. Un rato después cesaron los fustazos. El moro llamó a alguien desde la reja. Al chirrido de las bisagras siguieron los pasos y las preguntas cada vez más fuertes de otro moro. A los dos segundos estaban discutiendo, uno enojado, el otro enfurecido. No entendía una palabra pero se notaba que no se estaban tirando flores. —No importa que tanto discutan —dijo una voz, desde atrás a la derecha, con evidente origen español—, si se dan cuenta que pedaleas más despacio, descargarán toda la furia contigo.
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Era verdad que, concentrado en la disputa, había empezado a pedalear cada vez más lento. Retomó el ritmo y miró al lugar de donde había venido la voz. No pudo distinguir más que otra sombra montada en otra sombra. —¿Por qué discuten? —susurró. Hubo un breve silencio. Empezó a repetir la pregunta, pensando que había hablado en voz demasiado baja, cuando el otro chistó para callarlo. Los moros habían dejado de discutir. El cuerpo estaba siendo arrastrado. La reja se cerró de golpe y el guardia volvió a su lugar. —¡Ran-ran, faster-faster! —gritó e hizo chasquear el cuero en el aire. Su voz destilaba bronca. Se notaba que el otro había ganado la discusión. Y volvió el silencio. Y la oscuridad, con el murmullo de los pedales y las dínamos. Y los minutos interminables. Y el cansancio imposible. Se sorprendió un par de veces, casi durmiéndose encima de la bici y los pedales detenidos antes de arrancar otra vez. Pero no hubo más golpes esa noche. En algún momento, el moro se paró y gritó stop en ese tono insoportable. Los soltó a todos, uno por uno, y se fueron por la reja. Unos pocos se quedaron pedaleando. Podían ser las dos o las cinco de la mañana. Solo quería llegar a la celda y desmayarse en el piso. Esa vez, lo llevaron a la celda común, con otros diez o doce. Cerraron la puerta y se acurrucó en el piso. —Bienvenido —dijo la voz familiar y Fornari se despabiló a pesar del cansancio. —Vos estabas al lado mío… en la sala de las bicicletas. —Cierto. —Y nos cruzamos el día que llegué… —el tipo volvió a asentir—. ¿Sos el único que habla? —Soy el único que habla español. —Ah. Menos mal. Había empezado a imaginar que los guardias cortaban lenguas a manera de castigo —quiso ser un chiste; ni él le encontró gracia. Para tapar las risas ausentes preguntó—: ¿Por qué discutían entre ellos? 58
—N´guo le recriminaba a Jamal que maltrata demasiado a los ciclistas. Últimamente les está costando conseguirlos. Hasta que tú llegaste, hacía casi un mes que había una bicicleta vacía todas las noches. —¿N´guo? Eso no es marroquí. —Es mestizo, de padre nigeriano y madre argelina. Es prácticamente negro. —¿Y está a cargo de los esclavos de los moros? —Es extraño, ¿no? —adivinó su sonrisa en la penumbra de la celda—. Es el que más nos cuida. Quizá porque nos entiende más. La raza de su padre fue esclava mucho tiempo. —¿Cómo es que conocés sus nombres? —Después de dos años aquí, me conozco el nombre de cada piedra. Fornari no pudo imaginarse dos años iguales a los dos días que había vivido ahí adentro. Ansiaba dejarse envolver por la niebla negra del cansancio pero la curiosidad –saber qué era ese lugar– podía más. El español –así quería que lo llamara– le confirmó lo que a esa altura ya era obvio: estaban en una planta clandestina de electricidad. Fornari había oído que los países subenergéticos –todos los que no tenían grandes ríos, regiones ventosas o acceso a tecnología solar– poseían plantas de ese tipo instaladas en sus pueblos. Cientos de bicicletas, miles a veces, cada una con un dínamo y conectadas a un conversor que vertía a la red la energía que pocos podían pagar. Con dínamos de última generación, una de esas plantas bastaba para alimentar de electricidad a toda una ciudad. La mano de obra, claro, no era voluntaria. Según el español, cientos de turistas eran raptados cada año para terminar en lugares como ese. Muy pocos lograban escapar. —Muchos pobres ingresan voluntariamente para tener un lugar donde dormir y comer, sin importarles si se pasan el resto de su vida pedaleando como un hamster. ¡Stop! —alzó la voz, mirando hacia otro lado, donde estaba sentado un moro larguirucho, flaco pero de piernas fibrosas —: ¿How long have you been here?
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El flaco levantó apenas la vista y mostró tres dedos. —¿Tres años? —dije ingenuamente. —Desde que tenía tres años. Sus padres lo vendieron a cambio de un par de gallinas. —¿Un par de gallinas? ¿Un chico vale un par de gallinas para esta gente? —¿Por qué pagar más si los pueden conseguir gratis? Es más fácil raptar marroquíes que turistas. La planta (si es que esa cueva llena de bicicletas de segundamano podía llamarse planta) funcionaba al ciento por ciento desde las siete de la tarde hasta las tres de la mañana, cuando había que proveer electricidad para las luces y los holovisores. El resto del día, apenas un diez por ciento de las bicis estaba ocupado, para mantener las heladeras. Había una legislación muy estricta respecto al uso de electrodomésticos. Stop era uno de los que más tiempo pasaba encima de las bicicletas. Lo llamaban así porque ese era el grito constante de los guardias al intentar bajarlo. No quería. Una vez lo habían dejado, alimentándolo encima de la bici, para ver hasta dónde llegaba: cuatro días y tres noches había pedaleado antes de caer desmayado. Cuando las noches de luna llena le permitían verlo encima de la bicicleta, Fornari no podía evitar sentirse impresionado. Concentrado, pedaleando a gran velocidad, como si nada pudiera detener su avance imaginario. Cuando estaba en la celda no hablaba, ni siquiera caminaba. Pero cuando lo subían a la bicicleta… Era como ver un pez, primero fuera del agua, y luego soltarlo en una pecera y verlo nadar, fluir como una flecha en su elemento natural. Stop casi había nacido ahí adentro. No le afectaba su situación –incluso la disfrutaba– porque no recordaba una vida anterior. La pregunta era cuánto tardaría Fornari en olvidar la suya. Pasaron varios meses –imposible saber cuántos– y su cuerpo fue el primero en acostumbrarse. Sus piernas volaban en los pedales y N´guo solía convocarlo para los turnos diurnos. Pasaba más tiempo con Stop que con el español. Caminar –aunque solo hiciera el trayecto de la celda a la bicicleta y viceversa– se le antojaba lento y molesto. Las horas dentro de la celda parecían detenidas en el tiempo. Solo cuando estaba encima de la bicicleta, al pedalear, hacía que los minutos y las horas transcurrieran, fluyeran, flota60
ran. Pedalear era la única forma que tenía de ayudar a Mariana a encontrarlo, de que el momento de su encuentro se acercara. Tenía su bici favorita. En algún momento –una vida anterior en su rueda de reencarnaciones cíclicas– había sido una mountain bike. Fornari usaba los cambios para ir acelerando y, una vez que tomaba velocidad, con mínimo esfuerzo generaba más y más vueltas en su rueda trasera, con un zumbido que lo llevaba a imaginar un camino debajo y paisaje a ambos lados. Stop prefería una bici de carrera. Pedaleaba mucho más para generar el mismo impulso. Pero sus piernas, fuertes y torneadas, no parecían sentir el esfuerzo. Eran piernas que habían nacido para la ruta, para las dos ruedas. Viéndolo correr, inclinado sobre el manubrio, rapado para ofrecer menor resistencia al viento, podía imaginarlo ganando la Vuelta de Francia o de Italia. Y Fornari, lo seguía mientras abría camino, su sombra por la ruta soleada, como si Stop lo llevara de la mano, a la rastra, facilitándole el avance, regalándole los laureles del segundo puesto. Ese día no sintió cuando la cadena se zafó del piñón. Siguió pedaleando a toda marcha. La cadena latigueó con furia, viboreó, se enroscó en el pedal y en su tobillo izquierdo, y al dar una vuelta completa lo estranguló, se tensó y atravesó la piel y la carne hasta el hueso. Gritó y se encorvó a un tiempo, llevando las manos hacia el pie y cayendo de la bici como si realmente hubiera estado en movimiento. Cayó de espalda al piso, con los dos tobillos arriba –uno atado, el otro estrangulado– y el peso del cuerpo tirando aún más de la cadena, aullando hasta que el dolor se hizo insoportable y se desenchufó de todo. El dolor del tobillo ya estaba ahí cuando despertó, para recordarle lo sucedido. Estaba en el piso de tierra. Pero cuando se incorporó se dio cuenta de que no era su celda habitual. No debía haber transcurrido mucho tiempo, porque su pie aun sangraba. Quiso moverlo para verlo más de cerca pero el dolor lo hizo imposible. Al rato llegó Jamal con otro moro, uno de anteojos que no había visto nunca. Traía una valija de herramientas, de esas que se venden a treinta dólares en los hipermercados. La apoyó en el piso al lado suyo y se agachó para mirarle el tobillo. Fornari gritó cuando lo agarró para levantarlo y otra vez por el golpe de Jamal. La vez siguiente aguantó. El moro matasanos le dijo algo a Jamal antes de abrir la valija y sacar gasas y vendas. No le gustó la mirada que le dedicó Jamal. Menos la sonrisa.
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El baño de yodo lo agarró desprevenido y le arrancó otro grito, acompañado de su correspondiente golpe. Se le vino a la mente la imagen de Mariana poniéndole antiséptico y soplándole enseguida. Las lágrimas de un dolor se limpiaron con las del otro. El veterinario de camellos terminó de vendarlo, volvió a cruzar unas palabras y se fue. Pensó que Jamal lo iba a dejar ahí, pero lo agarró por el hombro y lo forzó a caminar, ignorante de sus gritos de dolor, de su llanto, de sus súplicas. Atravesaron las celdas comunes pero no se detuvieron. Al pasar la sala donde el grupo de moros jugaba a las cartas, a través de sus propios gritos, escuchó –a manera de cantito de hinchada– algo así como: —¡PIC, PIC, PIC, PIC, PIC, PIC…! Recién cuando terminaron de bajar las escaleras y llegaron a destino entendió lo que querían decir. Estaban en el sótano, apenas iluminado por tres tubos parpadeantes, increíblemente húmedo e insoportablemente apestoso. Un moro que tampoco conocía vigilaba a dos o tres prisioneros se arrastraban en aquella semipenumbra. Escuchó los chillidos y ronquidos antes de distinguir las manchas oscuras, camufladas por el mismo barro, de los cientos de chanchos que descansaban, se revolcaban y rebuscaban quién sabe qué en aquella porquería que cubría el piso. Jamal conversó apenas con el guardia –que miró su tobillo con un gesto de asentimiento– y se fue sin saludar. El guardia –jamás llegó a averiguar su nombre– agarró de un costado una pala llena de óxido y con el mango de madera partido. Lo llevó a la rastra hasta el medio del chiquero, apurándolo mientras Fornari hacía lo imposible por no hundir el pie vendado en la porquería. Le dio la pala rota, le indicó de dónde y adónde tenía que palear la mierda de los chanchos, y se volvió a su lugar limpio y seco. Los otros casi ni lo miraron. La cara de resignación que tenían no la había visto en ninguno de los ciclistas. Se dio cuenta de que uno usaba una pata de palo. La escena de los prisioneros paleando entre los chanchos le produjo un dejá vù. Enseguida supo de dónde era y no pudo evitar una sonrisa. Una película vieja que había visto en un vuelo de cabotaje. El loco Max se llamaba el protagonista. Y la ciudad a la que llegaba se mantenía con la energía que generaba el gas que despedía la mierda de los chanchos. Etano o butano o algo así. Aquí debían usarla para las cocinas y alguna que otra estufa.
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Un piedrazo en las costillas le arrancó un grito. El moro, que tenía una honda en la mano, le ladró algo. A sus pies había un montoncito de piedras. Estaba claro que no le gustaba pisar donde estaban ellos. Y que tenía buena puntería. Se afirmó lo mejor que pudo, tanteando un poco para tratar de encontrar terreno firme para el pie izquierdo, y empezó a palear. A la tercera pala, el pie estaba enterrado en la mierda hasta la pantorrilla. Tenía fiebre. Mucha. El pie estaba tan hinchado que no distinguía el lugar donde debían asomar los huesitos del tobillo. No podía apoyarlo. Era imposible. La herida supuraba constantemente. El doctor venía cada tanto a apretarla, limpiarla con yodo –todo el medicamento que parecía formar parte de su inventario– y vendarla. El guardia le había hecho señas inequívocas de serrucho pero el médico lo había negado enfáticamente. Fornari nunca había pasado tan rápido del terror al alivio más profundo. Ya hacía rato que había hecho el camino inverso. El olor putrefacto que le había achacado a la mierda de los chanchos era el de su propia carne. El dolor, que antes se localizaba en el tobillo, se había desparramado por toda la pierna, el muslo y la ingle. Y lo que era peor: el tobillo le había dejado de doler. Pronto dejó de preocuparse por la pierna. La fiebre se adueñó de todo el cuerpo y lo sumergió en días y noches de temblores continuos, incontrolables. Deliraba. Soñaba que Mariana lo venía a buscar y se iban a pasear en sus bicicletas por una ruta soleada junto a una playa. De a ratos recordaba que ellos no tenían bicicletas, que Mariana las odiaba, y Stop ocupaba su lugar. Casi no se dio cuenta cuando dos pares de brazos lo levantaron del piso y lo transportaron. Luces y sombras pasaron ante sus ojos nublados por el ardor y la transpiración. Se sintió flotar y caer. El aliento escapó y nunca volvió. Copia de seguridad archivada en la Embajada Norteamericana de Tánger. El abajo firmante da su consentimiento irrevocable para la utilización de su cuerpo, una vez confirmado su fallecimiento por medios médicos adecuados, en las pruebas conocidas bajo el 63
nombre de SyPe*, donde sus restos serán enterrados y sometidos a enormes presiones y altas temperaturas. Lucas Fornari * Synthetic Petroleum: estas pruebas consisten en recrear el proceso por el cual los restos mortales de miles de dinosaurios se convirtieron en la principal fuente de energía de los tiempos modernos. De esta manera, en caso de tener éxito, este voluntario habrá sido partícipe de la conversión del petróleo en una fuente de energía renovable. © Hernán Domínguez Nimo Hernán Domínguez Nimo tiene 36 años, es redactor publicitario, está casado y es padre de dos hijos. Suele participar en concursos de ciencia ficción y a veces los gana, como fue el caso del Fobos 2003 o queda finalista, como en el Terra Ignota de México. Ha publicado en Axxón, Necronomicón y ahora en libro Andrómeda. Nunca tomó lo literario como una profesión, pero aunque escribe sin pensar en el destino de lo que crea es muy prolífico y capaz de abordar con la misma intensidad y naturalidad cualquier cuerda, desde lo dramático a lo humorístico, pasando por la ciencia ficción más estricta o temas experimentales. Ha sido seleccionado para aparecer en la sección Entre Ushuaia e Irún de Bem on Line y muy pronto podrán ver otros trabajos en antologías españolas.
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PANCHITA AMA A JAVIER por Diego Escarlón Ilustradora: Barbara Din a sé que es una historia cursi, repetida hasta el cansancio, pero es mi historia y quiero contarla. Claro, siempre y cuando alguien lea esto alguna vez. Pero no me he presentado, mi nombre es Javier Borja. Soy investigador del Instituto de Investigaciones Esenciales. Investigo el tiempo. No, no soy meteorólogo, soy físico temporal. Tras nueve largos años de desarrollo mi teoría dio frutos. Cuando se lo dije al viejo Montoya, el director general, no sabía si besarme o matarme antes de que se desencadene una guerra mundial por la posesión del aparato. El prototipo en cuestión es, no hay otras palabras para decirlo, una maldita máquina del tiempo. Siempre he estado obsesionado con el tiempo. Dediqué mi vida entera al desarrollo de la teoría temporal y luego a la construcción de esta porquería de máquina. ¿Por qué porquería? Mi inteligente y brillante teoría temporal no me permite viajar en el tiempo. Luego de tanto esfuerzo no puedo usar el maldito trasto. Los desfasajes en las corrientes temporales me matarían. Otro problema es el consumo de energía. Resulta que el viaje en el tiempo es muy caro y se necesita toda la energía que consume el planeta entero durante un día para enviar setenta kilos al pasado, bueno, ochenta y cinco. Pueden también olvidarse del futuro. Según mi teoría es imposible el viaje hacia adelante, el futuro aún no ha ocurrido. A decir verdad, creo que es una basura de teoría. Nada de visitar a los morlok o a los insectos que dicen heredarán la Tierra. Algunas personas lo dicen, no ellos. Los insectos no hablan, al menos no en mi línea de tiempo. Entonces, como el viaje temporal consume demasiada energía y nada puede efectuar el salto y seguir vivo, sólo puedo enviar micro robots o nanos, ucrobots los llamo. Los ucrobots son como los nanos que se enviaron a Marte, el instituto los desarrolló. Los modifiqué y ahora buscan o crean líneas temporales que cumplan los parámetros prefijados. Bueno, espero que lo hagan, aún no los he probado. Pero, ¿por qué les dije que era una historia cursi? Mi novia Panchita... Sí, Panchita. ¿Algún problema? Se llama Pancha, ella no tiene la culpa. Los genios de sus padres no querían llamarla Francisca. Ella, el amor de mi vida, me dejó por un imbécil que vive internado en un gimnasio, intentando, a fuerza de inyectarse anabólicos, que sus músculos sean aún más grandes y su cerebro más pequeño. Quiero que Panchita me vuelva a querer o, en su defecto, que los gimnasios sean considerados tabú por toda la humanidad. 65
Colocaré este mensaje en una cuasiparadoja y lo suspenderé en un bucle temporal, a salvo de cualquier perturbación del tejido del tiempo. Luego enviaré los ucrobots para que me devuelvan a mi Panchita. Espero que la humanidad pueda perdonarme si algo sale mal. Javier Borja, investigador 4D85YG309M9B0/ç?±8µ??l.
del
IIE,
Tierra
2015.
Lintemp
***** ¡Eran los primeros!, pensó, mientras la Almafuerte entraba en órbita. Javier Borja contempló la superficie de la Luna desde una de las claraboyas de la nave. Su esposa estaría orgullosa y también sus dos hijas, cuando crecieran. Ya era hora de reportarse. —Hola. ¿Balseiro? —preguntó Javier frente al micrófono—. ¿Me copian? —Aquí Control de Misión, Almafuerte. Los recibimos fuerte y claro. —Objetivo adquirido. Les estamos enviando un nuevo paquete de imágenes —dijo Javier y accionó una palanca. Un pequeño cohete se separó de la Almafuerte y comenzó el viaje de vuelta a la Tierra portando el rollo de fotografías sin revelar. —Buen trabajo. ¿Cómo están de oxígeno? —Bien —respondió Javier mirando el manómetro—. Todavía nos queda un cuarenta y cinco por ciento. Nos va a sobrar. ¿Podrían calcular nuevamente el gasto de reentrada. La pérdida de ayer no fue del cinco sino del ocho por ciento. Igual no creo que haya problemas. Pensamos que lo que perforó el casco fue algún resto de la Neruda. —No es grave, Almafuerte. No les faltará impulso. De todas formas haremos los cálculos. —Balseiro, antes del lanzamiento uno de los técnicos me dijo que ya casi terminan el nuevo cañón. —Sí. El próximo lanzamiento será más preciso. No tendrán que gastar tantos explosivos en correcciones de vuelo. 66
—Eso es bueno. —¿Qué lecturas de radiación obtuvieron? —Quince por encima de lo esperado. Deberán blindar la nave con más plomo o van a tener que explicarle a mi esposa por qué no puedo tener más hijos. —¿Planea continuar con la propagación de la especie, astronauta? —Sí —dijo Javier sonriendo—, si es que mi instrumental permanece en condiciones operativas, Balseiro. —No se preocupe. En poco tiempo usted y su instrumental... La comunicación se cortó, dejando paso a un indolente zumbido de estática. Javier miró a su compañero. —¿Balseiro? ¿Me copian? —¿Qué pasa? —preguntó Omar Munn. —No sé, la radio está muerta. Omar examinó su panel de control. —No hay potencia en la antena —dijo. Luego de un instante agregó alarmado—:¡Estamos perdiendo queroseno! Quince minutos más tarde la nave lanzaba dos pequeños cartuchos de frenado. Las explosiones disminuyeron la velocidad de caída y la Almafuerte se posó en la superficie lunar, luego de un último fogonazo de las toberas. ***** Shitta se reacomodó en el suelo de piedra de la caverna. Algo la había despertado. Se alisó las ramificaciones con un seudópodo para poder examinar los alrededores. De pronto detectó una presencia: ¡El suug! ¡El sugg había llegado! Su piel comenzó a destellar de emoción al sentir como él se acercaba a la boca de la caverna. Venía por fin a liberarla del dolsas, el estado de meditación que precede al renacimiento. ¿Estaba preparada para la transición? ¿Realmente lo merecía? Por supuesto que sí, al fin y al cabo Él había llegado, 67
luego de tantos años de espera. ¡Por fin había venido a buscarla! Aún no podía creerlo. Era idéntico a como se lo había imaginado, con su cabeza de vidrio reluciente y sus únicos cuatro seudópodos. Ella exploró con veneración la extraña mente del suug y supo que se llamaba Javier. Él la llevaría nuevamente junto a los suyos. ¡Volvería a ver a su clan! Se reencontraría con sus hermanos y hermanas, esta vez como verdadero adulto del clan Pam. La figura del suug se recortó en la entrada de la caverna. Shitta detuvo los destellos de su piel, aún temerosa de no ser digna. ¿Qué es esta cosa asquerosa? pensó Javier al verla. Ella recogió parte de su pregunta y respondió cándidamente: Soy Pam-Shitta y te amo, Javier. ***** —¡No, no, no! —emitió el ucrobot u-b40. —¿Qué te pasa ahora? —exclamó u-u02. —El aura personal no concuerda con el programa. —¿Que no concuerda? ¡Claro que concuerda! ¡Concuerda como nunca nada concordó con alguna vez con algo. —No, se ve con claridad que no. —Pero tenemos un 0,5 por ciento de margen concordancia para que el aura concuerde con lo concuerda el programa. ¿Concuerdan conmigo?
de que
—Las directivas son claras. Panchita debe amar a Javier. No Pam-Shitta o Filomena o Cleopatra. Atengámonos al aura mental que marca el programa. —Pero si concuerda... Los demás ucrobots estaban de acuerdo con u-b40. Las directivas eran claras. —Volvamos a empezar —dijo éste y saltó al discontinuum seguido por los demás nanos. 68
—Tenemos un 0,5 —dijo u-u02 apesadumbrado y saltó. Los ucrobots sintieron como el flujo temporal se acercaba y se alejaba restallando como un mar de látigos. Las líneas temporales se hacían más nítidas a medida que las estudiaban. Luego se desvanecían en el discontinuum temporal. Cuando la idea colectiva tomó fuerza, una línea se consolidó, se acercó velozmente y los engulló.
© Barbara Din
—Parecía más prometedora desde afuera —dijo u-b40 luego de examinarla. —Siempre lo mismo —replicó u-u02. —No, esta sí que la veo difícil. ***** El jefe emitió los sonidos de ir a cazar. Javier Borja tomó su lanza y se rascó el ombligo en señal de aprobación (y porque en realidad le picaba). Siguió a los demás hasta la calabaza de cacería, en un rincón de la cueva. Cada uno de los cinco cazadores sacó de ella un poco de barro rojo y se manchó las mejillas y la frente. Luego salieron de la cueva y comenzaron a trotar hacia el arroyo. La anciana de la tribu les había estado hablando toda la semana de los refinados platos exóticos que solía comer cuando era joven. Todos estaban cansados de comer sieteorejas o floresconrayas. Mientras trotaban el jefe les dio a entender que si esta vez no cazaban algo nuevo la tribu tendría que mudarse de territorio. Tres cazadores comenzaron a cacarear y un cuarto se arrojó al suelo, haciéndose el muerto. Javier los miró y esperó una rectificación del jefe. Éste pateó al cazador tirado en el suelo y repitió lentamente sus chasquidos y gruñidos. Los cazadores sonrieron y le hicieron saber que estaban de acuerdo. Ellos también querían un cambio en el menú. Al llegar al arroyo el jefe hizo la señal de dispersarse. Javier preguntó con otro eructo: —¿Berp? —Beerp —corrigió el jefe. 69
Quizás deberían inventar mejores señales. El mes pasado habían perdido dos hombres que confundieron la señal de esconderse con un estornudo. Mientras contestaban salud con una ventosidad, un dientesgrandes los había engullido. El animal los masticó un poco y luego los escupió. Suelen ser bastante exigentes, gastronómicamente hablando. Javier trepó a un hojasoscuras. Cuando llegó a las ramas más altas se acomodó en una horqueta y comenzó a buscar alguna presa. No se veía nada comestible. De pronto divisó a lo lejos un movimiento en las copas de los árboles. Algo las mecía como briznas de hierba. —Ahhaaahaa —gritó, expresando a sus compañeros su alegría por haber encontrado una presa. —¿Ah? —dijo el jefe, preguntando si Javier se había clavado una espina. —Eo Ahaaeoha (No, no es lejos) —contestó Javier y señaló el rumbo—. Oha os —dijo mientras bajaba, haciéndole saber al resto de la partida su convicción de que la empresa se vería coronada por el éxito y que pronto estarían degustando un exquisito banquete. Al llegar al suelo comenzó a trotar, seguido por los otros cazadores que se relamían con anticipación. El grupo llegó a un claro. En el centro, un gigantesco pesopesado de seis patas los miraba con cara de pocos amigos. Montada en su cuello, una hermosa mujer los miraba, también con cara de pocos amigos. Su rostro estaba pintado con rayas verdes. Era una extraña. El jefe hizo una señal a Javier, que era el lingüista de la tribu. Éste se adelantó unos pasos pero la mujer le habló primero. —Auauah —dijo ella, comunicándole al horrible hombre, tal como marcaba el protocolo, que sus intenciones eran exclusivamente pacíficas—. Aoseecha eere Aoseechita (me llamo Pancha pero me dicen Panchita). Javier se sorprendió. ¿Estaba desafiándolos? Ellos eran seis y ella sólo tenía un pesopesado demasiado grande para luchar en la selva. —Grrrsssk —dijo Javier. Nadie realmente civilizado rechaza una invitación a parlamentar. —¿Grrrzk? —Preguntó la mujer—. Tssksskssk —dijo, amonestándolo. ¿Quién se creía que era este energúmeno? Con palabrotas no llegaría a ningún lado. 70
—Gnargg Mnnvier. ¿Gggssh? (me llamo Javier. ¿Cuál es tu nombre?). —Gsssssskt, (deja de insultarme) —respondió ella, pensando que pese a sus malos modales el hombre no era completamente feo. Javier se volteó y le comunicó al grupo que la mujer había dicho que se llamaba Milanesa con Papas. Ellos pensaron que era un bello y apropiado nombre y todos juntos la atacaron. En la lucha el pesopesado fue herido. El animal se encabritó, alzó en el aire las patas delanteras y las centrales y huyó dejando a la mujer tendida en el suelo. Los hombres se abalanzaron sobre ella. Estaban felices. Al fin la tribu degustaría un plato exótico. ***** —¿Quién cubría al animal? —preguntó u-s48. —Yo —dijo u-c64—. No pude controlarlo, su fisiología es diferente. Debe tener error de programa. —Tú eres error de programa. Toda la bioquímica de aquí es algo diferente. Es una pena, Javier ya empezaba a gustarle. Bueno, busquemos otra línea. —¿Cuanto tiempo vamos a estar intentándolo? Muchos de nosotros necesitamos reparaciones. —No protestes. Técnicamente no estamos tardando ningún tiempo. ***** La colonia alcanzó a los kos rebeldes y los que se negaron a reintegrarse fueron sacrificados. A veces la impronta de la colonia anterior permanecía un largo tiempo en los kos. Esta vez las pérdidas fueron pocas. Luego de incorporar a los últimos sobrevivientes, voló hasta el lago y se posó sobre las tranquilas y frías aguas. Los kos empezaron a alimentarse filtrando agua mientras la colonia se examinaba en busca de sentimientos separatistas. Se sentía fuerte, quizás ya era tiempo de atacar la colonia vecina, su eterna enemiga, aunque aún recordaba la agonía luego de la última batalla. Semanas de vagar por el valle completamente disociada. El enemigo aún era grande, quizás dos o tres veces su propio tamaño, pero esta vez ella había dedicado toda su energía a la reproducción y a entrenar a los kos. Sentía 71
que incluso los más jóvenes reaccionaban con rapidez. En un potente arranque dejó el lago. La nube compacta de miles de patas, alas y ojos se elevó hacia el cielo. Alto. Más alto. Más. ***** —¿Qué es esto? —preguntó u-01. —¿Dónde estabas cuando elegimos esta línea de tiempo? —replicó u-f7. —Esaba haciendo un autodiagnóstico. ¿Todavía estamos en el mismo planeta? —Sí, pero esta vez vamos a intentarlo en una de las líneas más alejadas. Las cosas están algo cambiadas por aquí. —Eso parece. Seguro que no va a haber mecánicos de nanos por estos barrios. —A ver si piensas un poco en la misión en vez de autodiagnosticarte todo el tiempo. —No molestes, error de programa. —Más error de programa serás tú. ***** Con sus miles de ojos, la colonia observó el valle y el ahora minúsculo lago de márgenes cubiertas por columnas cristalinas. Eligió una de las columnas más grandes y ramificadas y descendió en picada, estirándose a medida que los kos más veloces se adelantaban al resto. Reconoció el estado animal que la asaltaba cada vez que sus kos se separaban demasiado pero no había peligro, había entrenado bien. Cuando alcanzaron la altura de ataque, los kos descargaron su reserva de plasma y, tras un brusco giro, se arrojaron en línea recta hacia un claro entre las columnas cristalinas. Allí se detuvieron en seco. Una lluvia de pequeños puntos incandescentes despedazó la columna. La mente colonial se recuperó de la disociación parcial y evaluó el ataque. La coordinación había sido perfecta, ningún ko perdido, ninguno herido. Si el cristal hubiese sido la colonia vecina, la victoria habría sido aplastante. De pronto la incómoda sensación de un ko muerto se propagó por la colonia como un trueno en una tormenta. 72
***** —¡Eh! Deténganla. Va a arruinarlo todo —dijo u-e4. —Sí, claro. Como si fuera tan fácil —respondió u-s2. ***** Sintió otro ko muerto y otro y otro más. En un instante el color del miedo tiñó cada una de las mentes de la colonia. Los muertos se hacían más numerosos. El terror se apoderó los kos y comenzaron a huir en todas direcciones mientras la mente comunal se disociaba bajo los fuegos que caían desde el cielo. ***** —¡Mi ko cayó al suelo y no respira! ¿Qué hago? —¿Respiración boca a boca? —El mío se reventó contra una columna de cristal. Tiene error de programa por todos lados. —Los que estan en la colonia atacante, deténganla. Los que estan en la otra reagrúpen sus kos. —¿Y los que fueron escupidos por su ko? —¿Te escupió? —Sí, junto con todas sus entrañas. ***** Con un último soplo de conciencia la colonia vio en el cielo la hebra ondulante de kos enemigos. Eso era lo que les había permitido acercarse sin ser detectados. Apenas se recuperase debería practicar esa formación, si es que sus kos, casi animales ahora, decidían reagruparse y no eran capturados de nuevo por la colonia enemiga. La colonia atacante cazó uno por uno los kos enloquecidos. Los rodeaba y con sus poderosos pensamientos los tranquilizaba, incorporándolos una 73
vez más a su propio enjambre. Algunos rebeldes no se adaptaron y fueron muertos con rapidez. Los kos agonizantes, ya sin la guía comunal, disgregaron sus células, desmoronándose como un montículo de arena húmeda secándose al sol. Algunas células formaron quistes en el suelo, a la espera de las lluvias. Otras iniciaron la transformación que las convertiría en esporas. Serían desparramadas por el viento y quizás caerían en terreno fértil, donde crecerían luego como las violáceas columnas cristalinas que poblaban el valle. ***** —¿Y ahora qué? —Creo que ese comportamiento no entra en los parámetros que describen al amor. —Claro, ni siquiera pueden sonrojarse. —No seas error de programa. Estoy hablando del tercer parámetro: atracción por el otro. —Bueno, ahora cada uno es el otro. Podríamos considerarlo como amor a uno mismo. —No, claro que no. —¿Y si logramos separarlos? —¿¡Qué!? Son demasiados. Necesitaríamos volver a formar exactamente los mismos dos enjambres que concordaban con las auras que identificamos desde el discontinuum. —Tienes razón. Vamos a tardar menos si intentamos en otra línea. De todas formas estos bichos no pueden amarse. —Bueno, busquemos otra línea. Además aquí no podemos repararnos. ***** —¿Dónde aprendieron a hablar castellano? —preguntó la reina con la boca llena de pastel de zanahoria. Al llegar a la tercera edad se había hecho adicta a los pasteles y dulces de todo tipo. Hacía una semana había tenido 74
una brillante idea y decretó un cambio en el protocolo de la corte. Ahora era de buen gusto comer mientras se hablaba. —Los jesuitas nos enseñaron. También aprendimos de ellos a construir nuestros grandes barcos. —¿Ellos también les enseñaron a fabricar armas de fuego? Son mejores que las nuestras. —No, eso lo aprendimos de los incas. —¿Los incas? —preguntó la reina. —Sí, tenían un poderoso imperio antes de que los conquistásemos —dijo el jefe guaraní acomodándose en su asiento. Un tocado de plumas de tucán y una capa de piel de venado anunciaban su rango. Vestía un corto taparrabos y calzaba un par de lustrosas botas europeas de color negro. Lo secundaban cuatro guerreros y una mujer con un largo y ajustado vestido de seda blanca. Llevaba sus cabellos adornados con una flor blanca y violeta. La mujer portaba los documentos diplomáticos. No dejaba de mirar al chambelán de la reina. —¿Qué pasó con esos incas, luego de la conquista? —preguntó la reina. —Nos los comimos, por supuesto —dijo el jefe con magnificencia—. Dígame —preguntó mirando a la corpulenta reina con renovado interés—. ¿Siempre come tantas cosas dulces? —¿Eh? —dijo ella sorprendida—. No, no. Nunca comemos estas cosas. En realidad nos gustan mucho más las comidas amargas y agrias. —¡Javier! —gritó mientras dejaba en el plato la tostada con mermelada de remolacha que acababa de tomar. —¿Sí, su alteza? —Rápido. Tráenos unos bocaditos de corteza de sauce. El chambelán de la reina miró a su ama con desconcierto. Abrió la boca, pero una mirada fulminante le obligó a cerrarla y salir rápidamente de la carpa. —Espero que le gusten —dijo la reina—. Pero, cambiando de tema... —¿Es suficiente la tierra que les hemos cedido? 75
—Ustedes no nos han cedido nada. Nuestros valerosos guerreros la han conquistado y aquí viviremos los guaraníes hasta que Ñanderú Guazú, Nuestro Padre Grande, libere el jaguar azul y éste se coma a todos los hombres de la Tierra. —Les advierto que si continúan atacándonos nuestros aliados intervendrán. Tenemos un pacto sagrado con nuestros hermanos ingleses. Ellos vendrán a socorrernos. El jefe sonrió, se echó para atrás y se cruzó de brazos. —Los hemos vencido a ustedes —dijo— y venceremos también a sus aliados. Así lo quiere Ñanderú Guazú. ***** Javier Borja, el chambelán de la reina, entró nuevamente en la carpa con las manos vacías. Iba a decirle a la reina que no había nada cocinado con sauce, pero la reina le ordenó con un enérgico gesto que se quedara a un costado. Ella y el jefe enemigo continuaron conversando animadamente. Quizás eso pusiese a la reina de buen humor. Pero, por otro lado, si seguían hablando se les enfriaría el té y la reina lo haría azotar por hacerle pasar vergüenza frente a sus invitados. De pronto su mirada se cruzó con la de la joven indígena. —Aún no nos han vencido completamente —dijo la reina. —No, quizás les dejemos vivir en estas montañas si se portan bien y no molestan. —Dígale a ese Ñandurú que el poderoso imperio español siempre ha sido amante de la paz. Hemos decidido que no queremos luchar más con vosotros. —No se puede hablar con Ñanderú Guazú, él está demasiado por encima de los problemas de los hombres como para escucharnos. Pero no teman, el concejo de ancianos dice que el Ivymaraey no está en España. Buscaremos en otro lado. Decididamente la joven era hermosa, pensó el chambelán. ¿En cuál de las carpas se alojaría? ¿La reina le daría un respiro para poder buscar a la mujer? Últimamente no lo dejaba tranquilo, que Consígueme cerezas o te haré ahorcar, que Necesito joyas nuevas, que Vete al pueblo más cercano y 76
cómprame una estola de armiño. ¿No sabía que el imperio se reducía ahora a siete tiendas de campaña en medio de los Pirineos? —¿Qué es ese Ivimarei? —preguntó la reina. —Ivymaraey significa La Tierra sin Mal. Allí el maíz crece sin necesidad de cultivarlo. Por todas partes se ven árboles cargados de frutas y la gente no envejece. Cuando alguien muere, vuela hacia el Ivymaraey y se reencuentra con sus ancestros. Hemos estado buscando ese lugar durante siglos. Cuando lo encontremos estaremos a salvo del cataclismo que destruirá el mundo y viviremos por siempre. —Ah, sí. Hemos escuchado de ese lugar. —¡¿Han escuchado del Ivymaraey ?! —Por supuesto, se encuentra al sur del estrecho de Gibraltar. La tierra está llena de árboles con ramas cargadas de maíz y fruta. La gente es feliz y nunca envejece. —El maíz no crece en los árboles. —¿Cómo lo sabe? ¿Ha estado usted en el Ivimarey? El guaraní frunció el ceño y se quedó en silencio unos segundos. —No —respondió. —¿Cómo puede saber entonces que el maíz no crece en los árboles en la Tierra sin Mal? Usted mismo a dicho que crece sin ayuda. El cacique estaba desconcertado. —Un pueblo de guerreros guarda esa tierra—dijo la reina, sin darle al jefe tiempo para reflexionar—. Hombres valerosos que harían retroceder incluso a los guaraníes. —¡Nada ni nadie nos hace retroceder! —Me alegro por ustedes. Se llaman moros y también son nuestros enemigos. Vayan allí y mátenlos a todos. *****
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—¿Realmente esto concuerda con el programa? —Claro, más o menos se aman, según los parámetros del programa. —Pero ella se irá con los ejércitos al sur y él se quedará con la reina en las montañas. No se verán nunca más. —Viven en la misma línea de tiempo, se conocieron y se aman. Hemos cumplido con todas las directivas del programa. —Sí, pero siento que falta algo. —¿Algo como qué? —No lo sé. Bueno, dejémoslo así. ¿Les parece que encontraremos un mecánico de nanos en esta línea de tiempo? © Diego Adrián Escarlón Diego Adrián Escarlón nació el 3 de enero de 1971 en Argentina y vive en Buenos Aires. Su variada participación en Axxón lo ha revelado como uno de los más interesantes cultores argentinos del humor en la ciencia ficción. No obstante, también se puede apreciar su portfolio de arte (#109). Como narrador ha publicado, además de minicuentos publicados en la sección Andernow y en la primera entrega de Ficción Breve (#146), los cuentos NANOS (#108), LAS MUJERES (#122), ASTROASTROLOGÍA (#154), y ABURRIMIENTO (#157).
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LA NOCHE DEL ETERNO RETORNO por Fabio Ferreras Ilustrador: Aradano
1 bre tus brazos, Madre —susurran las voces—. Abre tu abundancia a nosotros, los que nos postramos a tus pies, los que acudimos a tu abrazo protector. La tarde está llegando a su fin. El sol se hunde rápidamente en el horizonte, más allá del círculo de piedras que marcan el comienzo del terreno sagrado. Fuera de ese círculo, en la planicie gris y reseca, resplandece una hoguera solitaria. A su alrededor, un grupo de figuras cabizbajas recita una letanía apenas murmurada. Son una docena de hombres, y están tomados de las manos. Inclinados hacia delante, parecen soportar una carga muy pesada sobre los hombros. Han venido desde muy lejos, desde los bosques que se perfilan en la distancia, y la peregrinación los ha agotado. Varios de ellos cayeron muertos por el camino. Sobre sus cabezas, imponente en sus quinientos metros de altura, se yergue la silueta negra de la Madre, confinada dentro del amplio © Aradano círculo de piedras sagradas. La Madre tiene el ceño fruncido en hosca concentración. El sol rojizo y moribundo chispea en sus ojos desorbitados; aparenta escuchar la letanía de los hombres, como conteniendo un grito de impaciencia. Y quizá sea exactamente eso lo que está haciendo. Después de todo hoy es día de aniversario: se cumplen ochenta años desde el último nacimiento. Y la Madre espera que sus hijos vuelvan a ella. Desea que la fecunden. Quiere procrear. Porque es la Madre, y no puede negarse a su propia naturaleza. —Abre tus entrañas, las que alguna vez nos cobijaron. —Otro susurro de voces—. Abre tu vientre y déjanos entrar. Somos tus hijos, tus amores, tu razón de ser. Recíbenos. 79
Los hombres visten idénticas túnicas grises. Las cogullas alzadas ocultan sus rostros. Sus posturas hacen sospechar que son ancianos, y así es, en efecto: todos tienen ochenta años de edad. Ah, pero hoy terminará este suplicio, se dice a sí mismo uno de ellos mientras continúa rezando maquinalmente. —Acógenos. —Un nuevo susurro—. Y en tu último acto de amor, contempla tus creaciones, contémplanos a nosotros, y míranos llegar. Hemos vuelto, Madre. A tu lado hemos vuelto. Una de las figuras se desploma en mitad del rezo. Los que se encuentran a su lado ni siquiera lo miran: siguen concentrados en la letanía. El anciano tiembla, se sacude, se hace un ovillo. Por fin deja de moverse. Ahora que el sol ha terminado de ocultarse y las primeras estrellas aparecen en el firmamento, los únicos movimientos son los del fuego y los labios al orar, apenas entrevistos en la oscuridad de las capuchas. A ambos lados del cuerpo caído, dos figuras estrechan sus manos huesudas; el círculo vuelve a cerrarse. —Míranos bien, Madre. —El último susurro—. Porque mañana no estaremos aquí. No nosotros, no exactamente nosotros los que estaremos aquí.
2
C
on los ojos fuertemente apretados, el Oficiante termina de recitar la letanía. La imagen de la Madre ocupa hasta el último rincón de su mente: sabe que Ella los está esperando. Esperándome a mí, piensa. La Madre exige la ofrenda, el enlace definitivo, la prueba de obediencia final, y él, como Oficiante, es el encargado de consumar esa unión. Será lo último que haga en su vida. Si es que lo hago. Porque hubo excepciones. Y yo soy –seré– una de ellas. El Heraldo no debe saberlo. Como si lo hubiera invocado con el pensamiento, el Heraldo se aproxima a la hoguera. Llega caminando desde el círculo sagrado (¿desde dónde si no?), con ese andar suyo tan característico, los pies deslizándose sobre el suelo sin llegar a tocarlo. Las llamas se reflejan sobre su cuerpo hecho de prismas y espejos. Los ojos son dos diminutos soles amarillos. Los brazos y piernas un conjunto de destellos siempre cambiantes. El Heraldo se detiene a pocos pasos del grupo y allí se inclina y deja caer un bulto oscuro junto a sus pies transparentes. El cántico ha llegado a su fin y las cabezas encapuchadas se alzan despacio y miran adelante y arriba, a la Madre, una sombra azabache que ocul80
ta parte del firmamento. Ante una señal que es casi un ejercicio de telepatía, el grupo se arrodilla simultáneamente en sus respectivos lugares, sin soltarse de las manos. Todos menos el Oficiante. Encorvado y titubeante, camina hasta la pila de troncos secos que se levanta frente a él. Toma algunos, los abraza contra su pecho hundido y se acerca a la hoguera: allí los arroja. El fuego se aviva al momento. Luego aferra una antorcha empapada en resina, la enciende. El resplandor bailotea sobre su figura, sobre los atisbos de rostros vueltos hacia el fuego en serena adoración. Entonces vuelven a ponerse de pie, avanzan unos pasos y estrechan el círculo, ahora más reducido aún porque uno de los ancianos no ha podido levantarse: patalea en el polvo, se hace un ovillo, muere. Los demás quedan mirando fijamente al Oficiante. Aguardan mi actuación, piensa. Creen saber lo que voy a hacer. Pero no tienen ni idea de lo que me propongo. Ni idea. El Heraldo ha quedado estático. Sus prismas espejados captan el rojo de las llamas y lo devuelven violáceo, turquesa, magenta. A los ancianos no les extraña la inmovilidad del Heraldo: saben que es una mera prolongación de los sentidos de la Madre, que está allí solamente para vigilar el desarrollo de la ceremonia. La Madre mira a través de los soles que son los ojos del Heraldo. La Madre ha traído los instrumentos requeridos para la ofrenda a través de los brazos del Heraldo. Es entonces cuando se produce la primera punzada de dolor. El Oficiante la siente justo allí, a la izquierda del pecho, una aguja ardiente hundida en el corazón. Le deja la sensación de que algo se le ha quebrado muy adentro. Quizá sea así. Seguramente es así. La caminata fue larga, el cuerpo no aguanta. Pero poco a poco el dolor disminuye y pasa a segundo plano, se hace más soportable. Sabe que pronto el daño comenzará a crecer y extenderse hasta hacerlo caer, patalear en el polvo, morir. Lo sabe muy bien. Por eso tiene que apurarse, para que la muerte no lo sorprenda como a las dos sombras que yacen junto a la hoguera o los que no soportaron la peregrinación o los que ni siquiera lograron salir del pueblo. Aunque yo sea el Oficiante, aunque mi misión estuvo fijada desde el instante mismo de mi nacimiento, no puedo escapar de este destino en común. Un leve toque en el hombro lo sobresalta. —Tiene que darse prisa —le susurra su ayudante al oído, tomándolo del codo. Su voz denota preocupación, o sospecha—. ¿Se encuentra bien, señor? ¿Cree que podrá hacerlo? El Oficiante asiente y señala el morral que trajo el Heraldo. El ayudante se acerca a la figura de espejo, hace una reverencia, y levanta el morral. 81
Luego vuelve junto al Oficiante y le ayuda a cargarlo sobre su espalda. Después retrocede y regresa al círculo de fieles. Nadie dice una palabra. Con la antorcha en la mano derecha y el morral inclinado hacia la izquierda, el Oficiante los observa por última vez. Aunque no pueda verlos, sabe que esos rostros serios y alargados ostentan un sufrimiento idéntico al suyo. Echa un breve vistazo al Heraldo, como pidiendo su aprobación. Luego da media vuelta y empieza a caminar, alejándose de la fogata, del grupo de fieles y del Heraldo. Pese a que no volveremos a vernos, nadie me dedica una sola palabra de despedida. Camina despacio hacia la imponente masa corporal de la Madre que se alza en la distancia.
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l terreno es llano y parejo, al menos en cercanías de la fogata. Sólo unos hierbajos secos y pedregullo desperdigado al azar. Pero ya está llegando al cráter, y el suelo comienza a elevarse, a poblarse de guijarros de mayor tamaño. Despojos producidos por el impacto de la caída. El Heraldo dijo que, en la época en que la Madre trastabilló y cayó, esta zona era un paraíso, repleta de bosques y manantiales, y que Ella se valió de toda esa vida para recuperar las fuerzas perdidas. ¿Habrá dicho la verdad? ¿Por qué dudar de él, si es el enviado de la Madre? Ella lo sabe todo. Entonces se rectifica: no, no lo sabe todo. No sabe nada de mi traición. El Oficiante trepa por la pendiente, primero de pie y luego en cuclillas, cuidando de no quemarse con la antorcha. Se aproxima a la cima. Muy bien. Pocos metros, fue más fácil de lo que pensaba. Sin mirar atrás (porque de pronto, inesperadamente, sospecha que una mirada a esa gente moribunda bastaría para hacerle dudar de su propósito, de su verdadero propósito) se deja deslizar al otro lado de la pendiente. Tropieza; los pies resbalan en la penumbra, generando un breve deslizamiento de rocas que van a caer al fondo del cuenco. Ha llegado. Ahora ya no puede ver la planicie, los fieles, la fogata. Ahora está rodeado por las altas paredes del cráter, que desde aquí parecen muros verticales. Le sorprende lo rápido que bajó, lo fácil que hubiese sido introducir el pie en una grieta y caer al suelo rodando, transformado en un guiñapo quebrado y roto. Se incorpora con dificultad, sacude su túnica gris con un par de flojos manotazos y se enfrenta a la Madre: ya está dentro del círculo, del terreno sagrado. Con la antorcha bien sujeta, el Oficiante no tarda en recorrer el centenar de metros que lo separan de Ella. Lo primero que advierte al llegar a sus pies (que en realidad no pueden verse: están profundamente enterrados en los estratos de roca fundida) es el cambio de coloración que ha 82
sufrido su piel. La última vez que estuvo allí, hace ya sesenta años, la Madre mostraba una coloración rosada que le daba un aspecto enérgico y vital. Le había dado la impresión de que continuaría eternamente allí, con la cabeza erguida hacia el cielo en feroz desafío. Pero las cosas han cambiado. El tono rosa ha sido reemplazado por una desagradable opacidad grisácea. Aquí y allá, cada vez más espaciadas a medida que el Oficiante alza la vista hacia la cumbre, manchas viscosas de color orín completan un cuadro estremecedor. Al igual que nosotros, la Madre ha perdido su juventud. Si necesitaba un signo que despejara mis dudas, sin duda es éste: también la Madre envejece. ¿Acaso no somos carne de su carne? De pronto recuerda el morral que lleva en la espalda. Ha sido una suerte que no perdiera su contenido durante el descenso, porque sus ojos agotados no le habrían servido para recuperarlo, con o sin antorcha con qué alumbrarse. Pero el morral sigue con él, lo mismo que la lumbre. Palpa los objetos a través del burdo tejido. Hay un cáliz, una daga, un crucifijo. Hay un objeto más, sí, pero a ése lo lleva oculto entre los pliegues de su túnica. Cáliz, daga, crucifijo... antiguos símbolos de santidad y sacrificio que nunca ha entendido del todo, y que de nada le sirven ahora. Si los traje conmigo fue nada más que para guardar las apariencias, para que el Heraldo no sospechara. Y los demás tampoco. Aunque... Un leve resplandor violáceo lo ilumina desde atrás. Se da vuelta, sorprendido, justo a tiempo para descubrir la silueta del Heraldo recortada contra el fondo estelar, de pie al borde del cráter. Es apenas un instante. El resplandor se apaga enseguida, como si el Heraldo se hubiera mostrado solamente para recordarle que sigue pendiente de sus movimientos. Ahora es imposible distinguir su figura en la oscuridad. Me siguió los pasos para cerciorarse de que cumpliré con la parte que me toca. Muy bien, entonces sigamos adelante. Continuemos con la farsa. El Oficiante acomoda el morral y levanta la antorcha sobre su cabeza. La luz rojiza cae de lleno sobre la grieta de la Madre. Es fina y ovoidal, del tamaño justo para poder entrar sin necesidad de inclinarse. Resulta difícil creer que alguna vez este hueco nos haya engendrado, piensa. El umbral es húmedo, limoso, al igual que los primeros metros del sombrío conducto que se abre más allá. Cuando el Oficiante entra por fin a la Madre, sus sandalias chapotean sonoramente sobre deposiciones gelatinosas. La misma sustancia (supura sin cesar desde las arterias rotas que corren a todo lo largo del conducto) se desliza por las paredes, como una llovizna verde y oleosa.
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Prefiere no mirar. Ni los charcos ni las paredes. No sabe a qué obedece esa fría humedad que se le mete entre los dedos de los pies, pero algo le dice que es sinónimo de enfermedad. Le recuerda a la sangre mal coagulada. Quizá la Madre esté más enferma que los pocos viejos que sobreviven en la planicie. ¿Cuántos quedarán ahora de las docenas que fuimos y de los doce que superamos la peregrinación? ¿Cinco, cuatro? ¿O acaso seré el último?
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l Oficiante recorre la pendiente del conducto. Por suerte no es tan empinada como para dificultarle la marcha. El aire se espesa a su alrededor, y se descubre atravesando una neblina verdosa en la que su antorcha chisporrotea como una estrella agonizante. Tal vez el aire viciado termine por apagarla, pero para ese entonces ya habrá cumplido su misión, y no importará más nada. Entonces choca contra la pared. No, no es una pared, sino una nueva hendidura, aunque abierta a medias. Introduce una mano callosa y empuja hacia los lados, hasta ensancharla lo suficiente para encajar el hombro y forcejear. La hendidura se abre y le franquea el paso. El espacio es muy reducido, como una caja, lo suficientemente ancho para dar media vuelta y quedar enfrentado a la entrada un segundo antes de que la hendidura se pliegue y cierre herméticamente. Si no fuera por la antorcha, la oscuridad sería total. Una sacudida brusca lo obliga a doblar las rodillas: por un instante el estómago se le trepa hasta mitad del pecho, luego vuelve a su lugar. La Madre me está deglutiendo, advierte, pasmado. Estoy cayendo hasta lo más profundo de sus entrañas. Advierte que la caja no está descendiendo, sino trepando. El ascenso es lento, y la sensación de encierro contribuye a que el tiempo transcurra más lentamente aún. Entonces lo azota la misma punzada de dolor que sintiera junto a la hoguera, perforándole el pecho con terrible ensañamiento, y cae de rodillas apretándose el cuello con ambas manos, abriendo la boca desmesuradamente para llevar un sorbo de aire a sus paralizados pulmones. La antorcha, caída en el suelo húmedo, chisporrotea y se apaga. El Oficiante aspira el humo fétido y resuella desesperado. Ahora la oscuridad es total, y teme morir hundido en esa oscuridad sin haber podido llegar al centro mismo de la Madre. Una nueva sacudida y la caja se detiene. La hendidura vuelve a dilatarse y el Oficiante se desploma hacia delante, frenando su caída con las palmas de las manos. El suelo es cálido, ceroso, y sopla una ráfaga de aire que le ba84
ja por la garganta hasta los pulmones. El alfilerazo en el corazón remite poco a poco, mientras recupera las fuerzas acostado boca abajo. Pero el próximo ataque será el último... debo apresurarme. Se pone de pie dificultosamente, apoyándose en las rugosidades húmedas de la pared. No quedan rastros de la hendidura que lo ha traído hasta aquí, y la antorcha ha quedado atrapada al otro lado. La ráfaga sigue soplando, aunque más débil ahora, y sus ojos se van acostumbrando a la oscuridad: un leve resplandor rojizo ilumina la amplia cavidad en la que se encuentra. Parece una caverna, o una gruta. ¿Habré llegado al corazón? ¿O el soplo de aire significa que estoy en sus pulmones? Renguea en la penumbra hacia ninguna parte, con el cuerpo convertido en un concierto de dolores desafinados. En el techo, justo por encima de su cabeza, se abre una oquedad negra de la que surge el aire renovado. Quizá esté viendo el inicio de su garganta, piensa. Debo estar respirando el aire de la planicie. Su cadera derecha golpea con una superficie dura y roma. Al tocarla, el Oficiante descubre un material de textura desconocida, que es a la vez vidrio y madera. A la madera la conoce por los árboles de la planicie, de los que durante tantos años se han valido para construir sus chozas, fabricar sus muebles, alimentar los fuegos... al vidrio lo conoce por el Heraldo, porque él está hecho de prisma y espejo, luz y cristal. A lo mejor me ha seguido hasta el interior de la Madre, piensa, echando un rápido vistazo sobre el hombro, pero no cree que se haya tomado tanta molestia. Se inclina sobre el objeto para verlo mejor. Es un huevo. Transparente, tibio, de gran tamaño, casi tan ancho como su propio torso. Y no es el único; una larga serie de sombras protuberantes se pierde en la luz rojiza, una hilera de huevos listos para ser fecundados. Entonces he llegado. Estoy en el útero.
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o necesita forzar su debilitada visión para saber que los huevos están dispuestos en semicírculo. Lo sabe muy bien porque él es el Oficiante y el Heraldo lo ha instruido en la sagrada tarea de fecundar-
los.
Se acomoda el morral sobre la maltratada espalda y camina hasta el centro del semicírculo. Encuentra la rampa justo en el lugar donde debía estar. Al apoyar sus sandalias sobre ella, la rampa cobra vida y lo impulsa hacia delante. Cierra los ojos y suspira, se deja llevar por la magia incomprensible de la Madre. En el momento en que deja de sentir la vibración en las plantas 85
de sus pies, el Oficiante abre los ojos y advierte que ha llegado a su destino final. Allí junto a él se encuentra el Trono, perfilado imponentemente contra el ventanal perlado de estrellas. Se arrodilla, echa atrás la capucha y agacha la cabeza en señal de adoración. —Abre tus brazos, Padre —susurra. Su voz es un chirrido marchito en el silencio del útero—. Abre tu abundancia a mí, el que se postra a tus pies, el que acude a tu abrazo protector. El Oficiante observa su propio rostro, vagamente reflejado en el piso de vidrio. Como continúa arrodillado, su nariz parece tocarse a sí misma, y la imagen devuelta es la de un anciano de ojos saltones que brillan alucinados bajo una frente cuajada de arrugas, la boca una línea incolora perdida entre la maraña blanca de la barba y los bigotes. Ya casi no le queda carne en las mejillas, como si la calavera de abajo luchara por ganar espacio y adelantarse a la muerte. Este viejo soy yo, se dice. Pero este viejo será el último. Ya basta de retornos inútiles. Alza la cabeza calva. Desde el Trono de respaldo elevado lo observa el esqueleto del Padre, inmóvil, ligeramente ladeado hacia la derecha. Entre los harapos podridos que lo cubren se asoman sus huesos pálidos y resecos. Las órbitas vacías parecen bostezar, y la mandíbula está caída sobre el pecho, como si el Padre hubiese muerto mientras dormía sus sueños de mundos innombrables y galaxias remotas. En su regazo descansa un rosario, tal como le contara el Heraldo. Lleva centenares de años muerto, y el Oficiante ignora cuántos exactamente. Pero no es a él a quién teme, no. Tampoco a la Madre, quien se limita a esperar ser fecundada. Si no me apresuro él llegará, el Heraldo o el ataque cardíaco, y entonces será mi perdición y la de todos los que vienen tras de mí... Con un gruñido de dolor deja caer el morral a sus pies. De su interior extrae el cáliz, la daga, el crucifijo, luego adelanta un dedo nudoso y presiona la clavija que sobresale en el apoyabrazos del Trono; por un instante su mano roza los dedos carcomidos del Padre, y la sensación, tal como había sospechado, no es de desagrado ni fervor religioso, sino de indiferencia absoluta: aquellos restos muertos no le inspiran ningún respeto. La clavija se hunde con un chasquido; desde una caja ubicada junto al Trono surgen pitidos agudos e intermitentes que le recuerdan el trino de los pájaros... excepto que no puede haber pájaros encerrados en esa caja. Pequeñas ascuas comienzan a arder en la cabecera del Trono, en los muros, en el techo del útero. Púrpuras y azules, verdes y ambarinas, aunque ninguna tan potente como para herir la visión. Sin perder tiempo, el Oficiante se in86
corpora y coloca el cáliz dentro de la caja, en su cavidad correspondiente; sobre ésta se enciende una serie de chispas intermitentes que le señalan el camino: introduce el crucifijo en el hueco indicado. Ajusta a la perfección, evidentemente creado para cumplir ese único objetivo. Allí abajo, al final de la rampa, los huevos comienzan a palpitar y estremecerse, anhelando su simiente. El Heraldo no ha mentido. La ceremonia se desarrolla según sus exactas palabras. Introduce la mano en la caja, dejándola colgar sobre el cáliz, y acerca el filo de la daga a su muñeca varicosa. —¿Es esto lo que tengo que hacer, verdad? —vocifera—. Ofrendar mi sangre. Asegurar la posteridad del Padre. Pues no lo haré, ya ha sido suficiente sufrimiento. He decidido que no lo haré. Arranca el cáliz y lo arroja lejos: desaparece tintineando en las tinieblas de la rampa. —Años y años y años. Siempre igual. Una existencia inútil y sin sentido, destinada al único propósito de sucumbir a tus pies. Como Oficiante, decido por todos, y por lo tanto decido que no lo haré. Retira el crucifijo y lo deja sobre el apoyabrazos del Trono. Luego se acerca rengueando al ventanal. El cristal está sucio y surcado por lamparones de moho y humedad, pero conserva aún la transparencia suficiente para mostrar la planicie que se abre cientos de metros más abajo. El Oficiante busca indicios de la hoguera y no los encuentra. Con pasmo maravillado, advierte que está mirando a través de los ojos de la Madre. Entonces no estoy en su vientre sino en su cabeza, se dice, comenzando a darse la vuelta, cabizbajo. Las luces intermitentes, que siguen encendiéndose una a una, se reflejan sobre su calva como manchas de aceite. Pues lo mismo da morir en un lugar que en otro. Mi sangre no adornará ningún cáliz. Estira el cuello bien alto y apoya el filo de la daga contra la piel de la garganta. —No se atreva a hacerlo... —ordena una voz.
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or la rampa viene subiendo una nueva figura encapuchada. Porta una antorcha y camina con dificultad. Se detiene cerca del Trono, a cinco metros del Oficiante, y resuella, extenuada. 87
—No se atreva a hacerlo... —repite. Se echa la cogulla atrás y aparece el rostro del ayudante. Por supuesto, cada rasgo, cada poro, lunar o arruga son idénticos a los del Oficiante, las caras tan indistinguibles como dos gotas de lluvia—. Usted fue elegido por el Heraldo, sesenta años atrás... usted es el custodio de la sangre del Padre: debe ofrendarla, fecundar a la Madre, prolongar la estirpe... —Alza la mano y muestra el cáliz—. ¡Y se atreve a dejar caer el recipiente! ¡Ella con el vientre preparado, acabo de ver sus óvulos dispuestos allí abajo, y usted con la daga al cuello! ¿Qué se propone? —¿Por qué me ha seguido? —El Oficiante deja colgar la mano... pero sin soltar la daga. —¡Porque sospeché que intentaría una locura! ¡Cuando entonamos el cántico noté la irreverencia en su voz y en su mirada! Si me atreví a romper el Orden y seguirlo hasta aquí, fue por necesidad... ah... tan difícil subir... tantos tropiezos en la oscuridad, chapoteando en los aceites de la Madre... y sin embargo seguía sin creer que... eh... que... El ayudante tambalea. En su rostro aparece un rictus de dolor. La luz temblorosa de la antorcha se refleja en su túnica empapada y mugrienta. —Ahh... —suspira—. Siento que no hay tiempo... mi corazón... —Sabe bien que no pedí ser elegido —dice el Oficiante—. El día que cumplimos la mayoría de edad, el Heraldo nos reunió en la plaza central. Dijo que se marchaba, tras haber velado por nosotros durante veinte años, tras habernos enseñado el culto a la Madre. Nos dejaba para que meditáramos en nuestra misión y nos preparáramos para Ella. Dijo que no regresaría hasta pasados sesenta años, el tiempo que tardaría en llegar el final de nuestras vidas. Pero antes de marchar debía someternos a las pruebas. Recuerdo las agujas, los ungüentos y las cajas de luces tan bien como debe recordarlo usted. Y cuando terminó con sus extraños ensayos, el Heraldo vino a mí y dijo que sus instrumentos me señalaban como el elegido. Me nombró Oficiante. Mientras ustedes oraban de rodillas en la plaza comenzamos la peregrinación hasta aquí, dos interminables días de marcha que en esa época de juventud no requería mayor esfuerzo, y a los pies mismos de la Madre me explicó cuál sería mi tarea: me habló del cáliz, la daga y el crucifijo, y de lo que debía hacer con ellos cuando llegara el crepúsculo de mi vida... El Oficiante hace una pausa, boquea asmáticamente. Tal vez si se lo explico todo pueda entenderlo... Abajo, en la oscuridad, los órganos de la Madre continúan despertándose uno a uno, emitiendo fulgores, vibraciones, silbidos de vapor. 88
—Me sentí halagado, por supuesto... —una sonrisa triste arquea sus labios—. Durante años y años esperé la llegada del Heraldo, el día último en el que podría por fin consumar mi pasión... pero entonces encontré las cruces, y el manuscrito. —¿Cruces? ¿A qué se refiere? —El ayudante señala el crucifijo sobre el apoyabrazos—. ¿Hay más de... de esos? —No, ése es único. Me refiero a cruces. Toscas, de madera. Un campo de muertos. El ayudante pestañea, confuso. —No juegue conmigo... —suplica, extendiendo la mano que sostiene el cáliz—. La vida se me escapa, puedo sentir cómo me voy vaciando... Por favor, haga con esto lo que tiene que hacer y... —Un campo de muertos —continúa diciendo el Oficiante, sin escucharlo, la mirada perdida en el horizonte nocturno al otro lado del ventanal—. Una tarde decidí ir al Bosque Triste... quería saber porqué el Heraldo nos había prohibido acercarnos allí... —¡Traidor! —Eso mismo. En el centro del Bosque se abre un claro, y ese claro está cubierto de cruces. Hay centenares, miles de ellas, la una junto a la otra, clavadas en la cima de pequeños montículos. El Heraldo nos enseñó los números para poder contar las estrellas, y sin embargo por esas mismas estrellas le juro que los números no me bastaron para contar la cantidad de cruces que había en el claro... Muy lentamente, el ayudante da un paso al frente, luego otro. —¿Y qué sig... significaban esas cruces? —balbucea. Unas gotas de sangre escapan de sus labios. —Significan que hace una eternidad de años que nos estamos perpetuando —revela el Oficiante, los brazos abiertos para abarcar la Madre o el mundo. —Pero eso... ya lo sabíamos... es la gloria de... —Reflejos de reflejos, eso es lo que somos. Excavé con mis manos en los montículos del extremo, los que parecían más recientes... veinte o treinta de 89
ellos, no guardo recuerdo de la cantidad que profané. Esqueletos. Esqueletos en sus tumbas, como las que cavamos para enterrar el ganado enfermo. Y cada vez encontré los mismos sacos de huesos marchitos y ajados. Son nuestros cuerpos los que descansan en el claro del Bosque Triste. Una infinidad de ellos, envueltos en esta misma túnica raída y putrefacta... — Tironea de la pechera con desazón, los ojos apretados en un gesto de amargura. —Eso no tiene nada de extraordinario... —El ayudante da un nuevo paso al frente—. El Heraldo nunca nos contó qué hacía con nuestros cadáveres... y... ah... debía llevarlos a algún lugar... el Bosque Triste es un sitio tan bueno como cualquier otro... —¿Y qué hay de los cuerpos deformes, desfigurados, trastocados? ¡Jamás nos dijo que de cada tres de nosotros nace uno con dos cabezas o tres brazos o una pierna! ¡Y la relación fue creciendo a medida que excavaba en las tumbas más recientes! ¡Lo he comprobado con mis propios ojos! ¡La fecundación cada vez es más y más corrupta! ¡Llegará el día en que la Madre sólo engendrará monstruos! El ayudante se apoya en el respaldar del Trono, exhausto. —Abominaciones... —dice—. Escondidas de la vista para mayor gloria del Padre... ugh... yo... —El manuscrito estaba en una de las tumbas, supongo que en la de aquel que lo encontró, pero cualquiera hubiese sido lo mismo. Si nada nos diferencia en la vida —y mientras dice esto señala su propio rostro y el del ayudante—, mucho menos nos diferenciamos en nuestra muerte. Aquí lo tengo. —Extrae de entre los pliegues de la túnica un pergamino cuarteado y roto, de color amarillento—. Está construido con algún tipo de piel que no es cuero ni corteza, pero que ha soportado bastante bien el transcurrir de las edades. Pese a los trozos faltantes he podido leerlo todo. Aparentemente nos lo hemos estado pasando de mano en mano, de una estirpe a la siguiente, durante cientos de años. Y el escriba, obviamente, fue el Padre, el original. —Señala al esqueleto sentado en el Trono—. Él. —¿Y qué... qué dice...? —Que Él jamás eligió venir a este mundo. La Madre lo trajo aquí por error o enfermedad, soy incapaz de entender esa parte... Habla de otro cosmos diferente al que nos ha descrito el Heraldo. Habla de mundos en los que el hombre tiene diferentes rostros y fisonomías, no como nosotros, que com90
partimos todos la cara de Él. Habla de una fuerza superior, una Iglesia Ancestral que mantiene unido al Universo del Hombre. El Padre era el cabecilla de esa Iglesia, y viajaba en peregrinación cuando algo falló en la Madre y lo depositó aquí, donde pasó sus últimos días. Debió escribirlo en su Trono, antes de morir. —¿Y cómo es que el manuscrito apareció en el Bosque...? —El ayudante alza levemente el cáliz, sin que el otro llegue a notarlo. —Seguramente lo encontró aquí el primero de sus hijos, cuando se presentó para la ofrenda de sangre. Quizá incluso haya sido el primero de los Oficiantes. Sí... ¡ahora lo entiendo...! —los ojos del Oficiante se dilatan, maravillados por la revelación—. Siempre ha sido igual... cada Oficiante siente en sus entrañas la certeza de estar obrando mal, y va al Bosque prohibido y encuentra el manuscrito en la primera de las tumbas, la más reciente... luego lo trae aquí, años después, y en lugar de fecundar a la Madre, decide... — Una pausa. Sus cejas se alzan, erizadas—. Pero entonces... entonces ninguno lo ha logrado... ninguno ha podido oponerse a... —¡Ya es suficiente! Tras el grito, el ayudante arroja el cáliz hacia el rostro del Oficiante. El borde afilado golpea contra su ceja izquierda, que comienza a sangrar profusamente. El Oficiante trastabilla y comienza a llevarse una mano a la cara (la mano que aún empuña la daga) cuando el otro anciano se le echa encima, dispuesto a golpearlo con la antorcha... la acción es demasiado rápida para sus lentos reflejos, y el Oficiante se ve obligado a presenciar cómo su propia mano apuñala al otro en el cuello. El ayudante cae de rodillas, el cuello abierto en una mueca roja. La antorcha se precipita rodando por la rampa en una catarata de chispas. —¡Entonces será mi... mi sang... la que... gggg...! —gorgotea el ayudante. Y se inclina al tiempo que se abre el tajo con ambas manos, como si intentara separarse la cabeza del tronco. El chorro de sangre cae sobre el cáliz y lo llena en un segundo. El anciano asiente, amaga una sonrisa desdentada, y cae hacia atrás, muerto. El Oficiante deja caer la daga sobre el piso de cristal. Con movimientos ausentes, vuelve a esconder el manuscrito entre los pliegues de su túnica. —Enterrarán mi cuerpo junto a las palabras del Padre —susurra—, y dentro de veinte años, un nuevo Oficiante abrirá mi tumba y encontrará el manuscrito entre mis huesos marchitos, y quizá entonces él sí pueda termi91
nar con este suplicio eterno. Pero ahora tengo que vaciar el cáliz... esa sangre no debe llegar a... El dolor se desata como un trueno en el interior de su pecho. Mi corazón ha dicho basta, piensa, mientras comprende que no podrá lograrlo, después de todo, y en un último arrebato de pasión gira hacia el amplio ventanal, hacia los ojos de la Madre. Las estrellas brillan en lo alto de la noche como pálidas imitaciones de sus últimos pensamientos. Allí arriba, en alguna parte... la Iglesia verdadera... no esta horrible imitación de culto creada por el Heraldo... La luz violácea que llega desde la rampa anuncia su llegada. Ahí viene, he vuelto a invocarlo..., se dice el Oficiante mientras deja escapar una risa seca y, al tiempo que su corazón se detiene definitivamente, toma carrera e intenta atravesar el ventanal. Pero el cristal es indestructible. Su cuerpo rebota y cae sin vida sobre el del ayudante, formando una cruz.
7 El Heraldo se detiene junto al Trono. Sus pies transparentes parecen flotar en el aire. Está hecho de prismas y espejos, luz y cristal, pero en ese momento los prismas lucen torcidos, los espejos rotos, la luz turbia y el cristal empañado. Un robot sin emociones expresa como puede la forma de su congoja. Sortea los cuerpos respetuosamente, luego se agacha y, sin volcar una gota, recupera la probeta llena de sangre hasta el borde. No será la del Oficiante, pero el otro anciano ha demostrado ser tan tenaz y duradero como él. El destino ha querido que la estirpe se prolongue por aquella nueva rama. El Heraldo da media vuelta y se desliza hasta el sillón de mando. Sus prismas recuperan la rigidez, los espejos su perfección, la luz su brillo y el cristal su candor, única manera que conoce el robot para expresar satisfacción. Inserta la probeta en el alveolo refrigerado (tras volver a poner en su sitio la llave magnética en forma de cruz que activa las secuencias del proceso), y las luces indicadoras cambian de rojo a verde. Contempla silencioso el lento recorrido de la sangre hacia los circuitos de codificación.
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Allí abajo, los tanques regenerativos comienzan a producir con frenético apuro: el proceso de clonación ha comenzado. Ya habría tiempo de dar sepultura a estos hombres y a los de la planicie, a los que murieron en el trayecto y los que quedaron en el pueblo; ya lo habría para criar a los niños que no tardarían en nacer, para enseñarles el habla, la escritura y los toscos rudimentos de la caza y la cosecha, para educarlos en la liturgia apócrifa que el Heraldo se había visto obligado a crear desde lo poco que sabía de su Señor y las tareas que éste realizaba; habría tiempo para eliminar los clones defectuosos (cada vez son más, pero el deterioro es inevitable teniendo en cuenta que se está valiendo de las copias de las copias de las copias de su Señor) y tiempo para encontrar entre todos los sobrevivientes el de genes menos dañados, el futuro Oficiante. El método tiene sus fallas, pero ya bastante suerte había tenido al naufragar en aquel planeta con un sistema de clonación embalado en la bodega, el que estaban transportando hacia Nuevo Vaticano cuando se produjo la falla en el sistema propulsor de la Santa Trinidad. Mientras desciende por la rampa en dirección a los tanques de clonación, el Heraldo, la inteligencia artificial motriz de la nave, recordó las palabras que el Santo Padre Juan XXXII pronunciara en su sillón de mando momentos antes de morir: «... y te ruego me dejes morir en paz. La resurrección ha sido privilegio único de Nuestro Señor y yo no... no concibo una alternativa tan pecaminosa como la que planteas...» En lugar del rosario, las manos del Papa aferraban un manuscrito que evidentemente había regresado al polvo, porque con el correr de los años el Heraldo no había podido encontrarlo por ninguna parte. © Fabio Ferreras Fabio Ferreras, nacido el 25 de mayo de 1972 en Bahía Blanca, una gran ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires, es ingeniero industrial. Desde su primera aparición en Axxón, con el cuento VIVIR A DIARIO, ha experimentado una extraordinaria evolución, lo que lo ha llevado a ser seleccionado para la antología española de la AEFCFT, Fabricante de Sueños, en la que fue publicado su relato DESDE LA JAULA. Otros relatos suyos aparecieron en Axxón y hace muy pocos días su cuento FRAGMENTOS ganó el concurso organizado en México por la revista El Huevo.
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