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Editor: José Joaquín Ramos de Francisco. Co–editor: Sergio Bayona Pérez. Antologista: Sergio Gaut vel Hartman. Ilustrador de portada: Guillermo Vidal. Infografía: Graciela Inés Lorenzo Tillard. Ilustradores de cuentos: Ferrán Clavero, Aradano, Pedro Bel, Fraga, Saurio, Germán Amatto, Antonio Morata, Endriago y Valeria Uccelli.

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Subido al ciberespacio el 21 de octubre de 2006


ÍNDICE: PRÓLOGO por José Vicente Ortuño............................................................................................ 1 BENDITA por Néstor Darío Figueiras........................................................................................ 4 TU JOYA PERSONAL por A. Graciela Parini ............................................................................................. 12 EL HOMBRECITO DEL ESPACIO por Jorge Claudio Morhain .................................................................................... 27 LA OPORTUNIDAD DE TU VIDA por Laura Ponce....................................................................................................... 29 ESA MALDITA MARIPOSA por Saurio ..................................................................... ¡Error! Marcador no definido. DRAGONES por Judith Shapiro ................................................................................................... 51 CUATRO RETOÑOS SE TORCIERON por Ezequiel Gaut vel Hartman.............................................................................. 55 ¡RATAPLÁN! por Carlos Daniel Joaquín Vázquez....................................................................... 60 ESCLAVOS DE LA LUZ por Claudio Biondino............................................................................................... 62 PULSANTE por Ricardo Germán Giorno .................................................................................. 68 CORAZÓN DE CARTULINA por Germán Amatto................................................................................................. 75 EL BURRO Y LA NORIA por Sergio Gaut vel Hartman ................................................................................. 78


PRÓLOGO por José Vicente Ortuño stimado Lector: Cuando me pidieron que hiciese un prólogo para este especial hablando sobre la ciencia ficción argentina, vista desde la perspectiva de un lector español, me pregunté: ¿Qué sé yo de ciencia ficción argentina? Es más, ¿qué sé yo de Argentina y los argentinos? Enseguida mi pensamiento se remontó a mi infancia y a las experiencias relatadas por unos parientes míos que, a principios de los años sesenta emigraron a Argentina. Se establecieron en Córdoba, donde vivieron durante siete años, tras los cuales regresaron a su Alicante natal. De aquella época recuerdo que, en las reuniones familiares, en lugar de contar las penalidades que todo emigrante suele padecer, relataban con añoranza lo bien acogidos que fueron en aquella tierra y lo amables que eran sus vecinos. Con nostalgia nos enseñaban las fotos de la casita con jardín en que vivieron y de su televisión –auténticas utopías en la España de aquella época–. Así fue como conocí el acento argentino –que a mis familiares, a pesar de los años trascurridos, ya nunca se les quitó–, los pesos –un puñado de monedas que todavía conservo–, el mate –arcana infusión que se tomaba en un curioso recipiente sorbiendo por un tubo– y los asados criollos que disfruté con gran placer en aquella maravillosa época en la que ignoraba lo que era el colesterol. Hace unos años, al poco de tener acceso a Internet por primera vez, descubrí que el mundo parecía estar lleno de argentinos. No es que todos fuesen emigrantes, ni que hubiesen comenzado a apoderarse del mundo siguiendo un malvado plan; en absoluto. Me sorprendió que en la zona de habla hispana de Internet hubiera países –y todavía los hay–, que parecían no existir. Sin embargo, no sucedía lo mismo con Argentina, en la que sus habitantes se encargaban de hacer saber al resto del mundo de su existencia, que estaban muy orgullosos de ser quienes son y que defendían a toda costa sus costumbres y su peculiar forma de expresarse, fruto de la mezcla de orígenes y del deseo de ser únicos. No tardé en hacer muy buenos amigos entre ellos. Pero hablemos de ciencia ficción. Antes yo solía leer de forma esporádica los relatos publicados en Axxón, Alfa Eridiani y otras revistas electrónicas, así como algunas de las escasas revistas en papel dedicadas a este género que se editan en España. Pero a raíz de mi colaboración en la antología Fabricantes de sueños 2005, que me obligó a leer todos los relatos publicados durante el año 2004, fui consciente de que la mayoría de ellos eran obra de 1


autores argentinos. Por lo que hoy podría decir, sin temor a equivocarme demasiado, que he leído más relatos escritos por autores argentinos que de los clásicos anglosajones de la llamada Edad de Oro de la ciencia ficción. En el prólogo del anterior Erídano Sergio Gaut vel Hartman comenzaba diciendo: La ciencia ficción que se escribe en Argentina es diferente a la que se escribe en cualquier otro país del continente y España. Cualquiera podría pensar que eso mismo se puede aplicar a cualquier país, pero después de haber leído unos centenares de relatos de ciencia ficción hispanoamericana, no tengo más remedio que estar de acuerdo con él. ¿Por qué la ciencia ficción en Argentina es diferente? En primer lugar porque cuenta con un envidiable número de aficionados –sólo hay que darse una vuelta por las listas de correo dedicadas al género y comprobarlo–, y por lo tanto hay una respetable cantidad de escritores. Tal vez el motivo de esa multitudinaria afición a la ciencia ficción se deba a la búsqueda de realidades utópicas o al deseo de alertar sobre los problemas de la sociedad en el futuro. Los relatos que escriben son ricos en historias que reflejan las inquietudes cotidianas de argentinos normales y corrientes. Relatan aventuras que podrían sucederle a cualquier vecino de Buenos Aires un día cualquiera. Pero en la mayoría subyace ese sentido del humor irónico y satírico característico de los pueblos maltratados por la historia que, como forma de suavizar u olvidar las dificultades, se toman con ironía los problemas que les afligen. Así los protagonistas de estas historias son capaces, no sólo de sobrevivir a un futuro catastrófico, sino de salvarlo de la catástrofe con su especial ingenio argentino. Relatos de terror en los que se enfrentan a los monstruos y miserias cotidianas o a pesadillas heredadas del pasado, de la misma forma que lo hacen a diabólicas criaturas salidas de alguna dimensión maligna. En los relatos fantásticos no hay magos y dragones, tal vez porque en Argentina éstos han tomado desde siempre el aspecto de humanos corruptos y codiciosos, a los que no se podían enfrentar con espadas y doncellas vírgenes, sino con la resistencia de cuerpos y almas encallecidos por la vida. Un detalle sobre los personajes es que se expresan a menudo con acento argentino. Ese empecinamiento que tienen los autores en escribir tal y como hablan al principio confunde ligeramente al lector español, pero cuando uno se acostumbra lo encuentra natural –es un detalle que les añade credibilidad a los personajes–. Si no asombra a nadie encontrar a un argentino tomando mate en la playa de la Malvarrosa de Valencia, mientras asiste a un castillo de fuegos artificiales, ¿acaso sería extraño encontrarlo en un planeta muy lejano en pleno siglo XXIV y medio? Más raro sería encontrarlo en la Edad 2


Media, pero no pondría la mano en el fuego por ello, ya que podría estar viajando en el tiempo. Respecto a los autores recogidos en esta antología, debo decir que son grandes narradores de lo que yo definiría como: genuina ciencia ficción estilo argentino. Poseedores todos de la maestría literaria y poderosa imaginación que les permite entretejer universos paralelos, tiempos futuros o pasados alternativos, como corresponde a todo buen autor de ciencia ficción. Quiero resaltar que algunos, la mayoría en realidad, pertenecen al Taller 7 CCF, unos en calidad de maestros y otros como alumnos aventajados. Tengo la suerte de pertenecer a esa bien avenida familia y de contar con ellos como buenos amigos. Tal vez por ello mi punto de vista no sea imparcial, pero ¿quién dijo que tenía que serlo? Sobre los relatos de esta antología no voy a hablar detalladamente, necesitaría un Erídano para mí sólo y seguro que conseguiría aburrir hasta a las ovejas con mi patética verborrea, lo mejor es que los leáis y los disfrutéis tanto como lo he hecho yo. © José Vicente Ortuño José Vicente Ortuño Segura nació en Manises (Valencia) en 1958. Lo elegimos para que fuera testigo de las tropelías de esta banda de argentinos porque viene soportando sus iniquidades (las de los argentinos) desde varios ámbitos distintos. Es decir: da la impresión que los empieza a conocer (a los argentinos) un poquito. Para los que quieran saber con qué autoridad habla Ortuño de las ficciones de otros, no tienen más que visitar Alfa Eridiani, Axxón, Rescepto, La Idea Fija, NGC 3660 o el propio blog del acusado: Via Libris: http://vialibris.blogspot.com/

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BENDITA por Néstor Darío Figueiras Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta. SOLA Y SU ALMA, Thomas Bailey Aldrich e emociona en secreto, como lo hacen todos los viejos, mientras mira el crepúsculo a través del ventanal. Sus ojos están irritados de nostalgia, ese vicio de los más ancianos. Los recuerdos fugaces se le quieren escapar en cada suspiro, pero ella los retiene a fuerza de no cerrar los ojos vidriosos. De viejo se recuerda con los ojos bien abiertos, aunque estén medio ciegos, porque todo lo que uno ve en derredor obliga a recordar. Es la hora del amanecer. La mecedora rechina largamente. La madera de la noble silla se ha ido resecando junto con su ocupante, adiestrándose en la misma rutina cada mañana. Casi se diría que ella es quien empuja y no la vieja. Todo son penumbras en la casona hasta que los primeros rayos rojizos del alba, que parecen horadar la tierra, penetran en la habitación. Entonces emergen lentamente de la oscuridad las numerosas estampitas deslustradas que empapelan las paredes, y las figuras polvorientas de los santos, frente a los cuales hay pabilos que hace mucho tiempo que permanecen apagados. El resplandor del sol moribundo que entra por las ventanas es enfermo y senil, macilento, carente de los bríos de la juventud estelar. Sin embargo es letal. Milagros aún no se molesta en encender los potentes filtros polarizados de los cristales. Mientras la luz nociva trepa por el cielo desprotegido y sucio con pinceladas desmañadas, la vieja se asoma a la superficie vidriada y deja que las mejillas ajadas le ardan con ese escozor casi placentero. Los ojos, empequeñecidos entre tanta arruga, lloriquean al tratar de observar el mundo. La cara se le contrae. La sonrisa exhibe desvergonzadamente nueve o diez dientes amarillos, precariamente enhiestos entre encías que son como cimientos inútiles. El pelo canoso, sujeto en un rodete que parece un ovillo de lana, comienza a teñirse de la luz rosada. Sujeta el rosario ampuloso que le cuelga del cuello con la desesperación que nace de la pérdida de la fe, y empieza a murmurar: Padre nuestro, que estás en los cielos… 4


Milagros mira el río a través de los cristales. La corriente viscosa y cáustica serpentea entre las estribaciones del suelo agrietado, royendo el cauce, lacerando la explanada. No le preocupan los descuidados robots que cayeron al agua ayer –los últimos que quedaban en estado operativo–, y que fueron corroídos por el caudal mortífero. Piensa que sólo eran hojalata que adolecía de una programación flemática. Cree que ya no serán necesarios. Ella intuye que esta mañana es diferente porque aún no ha comenzado a compilar y a transmitir compulsivamente. Aunque aún lo siente dentro de sí, la máquina-ente que ha anidado en su interior durante tantos años hoy le da un respiro. Y por eso adivina que la tarea imperiosa y descomunal ha sido terminada. Ahora que puede hacerlo, sólo quiere recordar por iniciativa propia. Esta mañana, cada fibra del cuerpo gastado se estremece al evocar. Hoy se trata de la memoria del cuerpo de un viejo, no de esa inexorable inteligencia ajena que la posee, y de su manía de recabar minucias intrascendentes, de amontonar enormes pilas de datos mancomunados en imágenes contrahechas, de inventariar sus sensaciones más íntimas impunemente, haciendo que su cerebro parezca estallar. Ella intenta recordar con la sangre cuajada que le circula esforzadamente por las venas, revivir las impresiones de su piel deslucida, rememorar las tristezas y las bienaventuranzas acopiadas, enquistadas en su carne. Por una vez, no se trata de esos procesos maquinales y automáticos. La visión de ayer le antepone un sinfín de imágenes a la visión de hoy… ...y ve el río –un río todavía lo suficientemente limpio como para poder pescar por diversión algún que otro mutabagre con hilo de hiperaleación– y ve a dos chicos corriendo a lo largo de la ribera, sus filtroescudos transparentes destellando en el aire recalentado por la luz de sol. Ríen y retozan incansablemente, corriendo tras una pelota verde. También ve a su padre y a su madre, que cuidan que no se acerquen demasiado al agua. Los dos adultos también están guarnecidos con filtroescudos reverberantes. La madre sabe que un amparo inmensamente mayor que el de los filtroescudos protege a su familia, aunque también sa5

© Ferrán Clavero


be que no durará por siempre… Involuntariamente, Milagros se sorprende a sí misma intentando reproducir la alborotada risa infantil tan querida y añorada. Quisiera llenar la casona con ese tintineo amado. Pero no puede. Sólo logra recordar un eco vago de ese sonido lejano. Las lágrimas se agolpan en sus pestañas. Su memoria humana es frágil e imprecisa. Es incapaz de imitar la rememoración prodigiosa de las exactas y poderosas ciberneuronas de la máquina-ente. Es obvio que esta mañana el demonio que la posee ha cesado de funcionar. Piensa en la risa perdida, piensa: la música se ha ido del mundo. Los recuerdos la llevan hacia atrás, sin darle tregua, desfilando junto a ella en una procesión en reversa. ...y ve a los amantes retorcerse uno sobre otro, entre agitaciones y palabrotas. La luz rosada de una luna demasiado cercana entra por la ventana. La cama se queja del maltrato. Él dice, luego de la última convulsión de ella, «te amo». Las palabras son dolorosas y cuesta trabajo pronunciarlas. Las vierte en el oído de ella sin ganas, porque a él toda la pasión se le escapó por entre las piernas. Ella sonríe, y los dientes brillan en la oscuridad. La sangre le estalla en toda la piel. Lo abraza y le contesta que también lo ama, que fue hermoso, que la abrace. Se callan y se duermen enredados hasta que el llanto del bebé los despierta en la madrugada, y ambos esperan que el otro se levante a preparar la mamadera. Ella se enoja porque él no atiende a la criatura. Él le contesta. Gritan. Se enfurruñan, y ambos terminan entibiando la leche sintética, estorbándose mutuamente, masticando reproches trasnochados. Y el bebé sigue llorando, imperativamente. Una vez que la mamadera se hubo vaciado y las lágrimas hubieron cesado, se acuestan y se abrazan a regañadientes, y pronto vuelven a disfrutar del calor de sus cuerpos, anhelando que las horas corran hasta el próximo entrevero de piernas y lenguas. En el jardín, antes que el amanecer se desperece, rondan despatarrados algunos cadáveres ruidosos, reanimados por la combinación horrorosa de desperdicios químicos y radiactivos que atiborra el suelo, bailoteando estupefactos como si del ensayo de una obra de espanto se tratara. Antes de dormirse, ella le recuerda que él le había prometido que se mudarían a algún otro lugar donde hubiera más gente sobre el suelo que debajo de él, si es que un sitio como ese aún existiera… Tal vez la ribera del río… Ahora el sol agonizante golpea con furia la tierra asolada. La vieja siente que la piel de la cara se le incendia. Se aleja de la ventana, y a su pesar en6


ciende los filtros del ventanal. Un brajasapo rojizo, venoso, plagado de ventosidades minúsculas, salta repentinamente sobre la superficie externa del cristal, y se adhiere a él con un desagradable chasquido viscoso, en busca del calor concentrado sobre el vidrio. Milagros se sobresalta. Bicho de mierda. Aún no se acostumbra a ellos. Recuerda que vio el primero un mes atrás, y ese descubrimiento fue la última cosa realmente interesante que compiló e informó. Brajasapo. Se ríe con la risa cascada de los viejos: el nombre que había pergeñado le calzaba a la perfección a esas cosas. Tenían aspecto de brajasapo, ni más ni menos. Sabe que para el mediodía todas las ventanas de la casona estarán recubiertas por multitudes apretadas de esos monstruitos, las únicas criaturas que ahora viven en el exterior, y que parecen disfrutar de las radiaciones letales y los gases tóxicos de la atmósfera. Se recuesta sobre la silla rechinante, y siente todo el cansancio del mundo expoliado sobre sus hombros. Y sigue recordando… ...ve un bar atestado, parapetado en una esquina perdida entre calles pretéritas. La gente trajina afanosa, tratando de eludir la guerra, que golpea como un martillo escondido, inalcanzable, bajo la base de todos los cráneos. A algunos se les ve en los ojos que van aprendiendo a esperar la muerte, que han abandonado la idea de sobrevivir, una posibilidad que se hace impensable conforme pasan los días. A otros, se les ve que la guerra les resulta una severa molestia mediática que interrumpe los negocios, el placer y el distraído y enajenado andar de sus vidas. Se les ve en el temblequeo de las manos al sostener los cigarrillos, en las ojeras moradas, en las maneras constantemente irritadas. Él la espera sentado a la mesa de siempre, la mesa de ambos, con una taza humeante en la mano. El corazón de ella da un respingo. El amor continúa pulsando, subterráneo, subcutáneo, a pesar de la guerra. Se abalanza sobre él, y lo llena de besos. Se hablan sin dejar de mirarse a los ojos, tomados de las manos. Se admiran, insuflados por los humores de la fase más pura del amor. Entonces la alarma estalla, imponiendo un cambio de ritmo en la ciudad. Todos dejan de lado sus quehaceres automáticamente. Las flechas verdes se encienden y fosforecen con fuerza, mostrando el camino más corto a los bunkers. Todos se mueven con celeridad, con movimientos ya estudiados, tratando de contener el pánico. La pareja de jóvenes camina como si fuera una sola entidad de cuatro brazos y cuatro piernas, desesperada de amor y de terror. ¿Será una bomba de nanopunks? Que desagradable sería morir infectado por las hordas de esos minúsculos artefac7


tos. ¿O esta vez se trata de alguna arcaica, pero igualmente terrible bomba H? Los dos, fuertemente abrazados, llegan al bunker, bajan con la multitud a las profundidades y se ubican como pueden en la gris estancia abarrotada. Se inicia el zumbido de las máquinas recicladoras de aire. Empieza a sonar una musiquita estúpida, como si estuvieran en la sala de espera de un consultorio odontológico. Y silenciosamente se desperdigan tres o cuatro pantallas ingrávidas sobre las cientos de cabezas. Se encienden y muestran la propaganda de la guerra. Obviamente, las pérdidas sufridas por nosotros son menores, y desde luego, son ellos quienes torturan a los prisioneros en campos de concentración; y por supuesto, el Alto Mando asegura que en un plazo muy breve las acciones se desenvolverán a nuestro favor. Él comienza a hablarle al oído las palabras que tanto había ensayado. No sabe cuando cesará la alarma y podrán regresar al bar, y no se quiere morir con esas palabras dentro de sí, sin que ella las escuche. Los ojos de ella se humedecen cuando él le propone casamiento, cuando le promete amor, hijos, y felicidad. Se humedecen también porque sabe que le sobrevivirá a él, a sus hijos y a su felicidad, que ni aún la guerra la matará. Él le muestra el anillo dorado, y se besan largamente, y el beso ahoga su angustia, mientras las pantallas siguen publicitando esa guerra esponsoreada... Milagros se pregunta por qué habría de levantarse de su silla, si está muy vieja, y cansada, y sola. Ya no hay robots que limpien las ventanas llenas de pegajosos brajasapos. La invade una tristeza profunda, nunca ha habido en el mundo alguien tan apesadumbrado como ella lo está ahora. ¡Maldito! ¿Por qué no se presenta de una vez y termina con todo esto? Sigue evocando, inmersa en una regresión irrefrenable... ...y lo ve a Él, apareciendo como en una ensoñación, en medio de su habitación en el convento, pasmando sus sentidos crédulos de novicia apasionada. Una figura etérea, angelical, que se posa sobre ella, en medio del éxtasis de la oración y la penitencia. Permanece sumida en un silencio embriagado. Siente una paz indescriptible, y sólo cuando oye Su voz dentro de sí, gime sofocadamente… Bendita tú eres, Milagros, entre todas las mujeres… ¿Una teofanía? Mi Señor, no debieras… ¿Quién soy yo, Señor? ¿Qué has visto en ésta, tu hija indigna, para mostrarle tu gloria? Y puede sentir entonces que Él pone algo en su interior… Ahora hay algo depositado en su seno. Se confunden en sus lágrimas el susto y la culpa aprendida entre los muros de piedra, la culpa que la asalta furiosa y la muerde al ver el placer con el que se estremece debajo de la figura vaporosa. Bendita y favorecida eres tú, para ver el final de las cosas… Ve la envidia reflejada en las madres 8


superioras, que descreen cruelmente de su experiencia, desacreditándola, denigrándola. –¡Loca! ¡Pecadora inmunda! ¡Perra blasfema!–. Finalmente se ve forzada a abandonar los hábitos… Pero nadie puede quitarle la maravilla, o el horror, de saberse elegida. Siente cómo eso va creciendo, la va invadiendo, hasta cambiarla por completo. La voz que le habla desde adentro le dice que lleva en su interior la salvación, que cobija a un ente de tejidos metálicos y órganos sintéticos que la poseerá y retardará el envejecimiento de su cuerpo penetrado. Una máquina-ente –¡un parásito!– que funcionará meticulosamente, y que se servirá de sus sentidos alterados. Un ser que no quiere ser parido, sino sólo persistir en ella como si su cuerpo fuera una cáscara vacía, sólo permanecer anclado en ella, prolongando la duración de su carne mientras sea necesario. Un observador puntilloso de los últimos afanes del hombre, un cronista, un corresponsal que testificará, recopilará y transmitirá. Y Él, y los que con Él están –¿cuántos serán? ¿Acaso serán iguales a Él? –, observarán y escucharán durante cada mañana lo que les informe el testigo que ella cobija… El sol mortífero ha empezado a transitar la segunda mitad de su arco en ese cielo mórbido, anunciando así que la última mañana del tiempo ya ha muerto. Cuando la temperatura exterior empieza a descender, y el viento comienza a barrer con furia los eriales y las ruinas, los brajasapos se retiran ruidosamente de las ventanas, dejando espumarajos viscosos y chorreantes que ensucian las paredes externas de la casona. Entonces aparece en la estancia la figura vaporosa y blanca, tan seráfica como ella la recuerda, inmutada, insoslayable. Aunque ella no puede dejar de maravillarse ante ese encuentro largamente esperado, le escupe el reproche contenido: —Me dejaste sola. —Siempre estuve contigo, bendita Milagros. Y con los tuyos, protegiéndolos. Aún ahora estoy contigo, cuando todos los demás están muertos, y cuando no hay nadie más en este mundo. —La voz profunda y calma no brota de esos labios perfectos, sino que resuena dentro de ella. Milagros calla. Difícilmente logra ocultar el devastador efecto de la abrumadora belleza de Él. —Has estado recordando fragmentos de tu vida. Todo el día. 9


—Los más felices, supongo. Hasta que llegué a mi nacimiento. Porque yo nací cuando tú me cubriste… Antes de eso no hay nada en mí memoria… —Los ojos le lagrimean a su pesar. Aprieta el rosario fuertemente, hasta que los nudillos se le ponen blancos—. Pero ya no es como esa primera vez. Antes te deseaba. Tenía fe y candidez. Ahora estoy llena de muerte y desasosiego. Mis ojos se colmaron de lo que me obligaste a ver. Mis sentidos se llenaron de lo que me forzó a percibir eso que pusiste en mí, eso que me convirtió en un engendro. Ahora… —El torrente de sus ojos revienta, y las lágrimas contenidas desde al amanecer fluyen libres. La beatitud inmaculada que emana de Él parece no tener piedad de su angustia y vacío. Pero aún así, ella lo ama. ¿Por qué no puede sentir otra cosa hacia él? Él dice con una sonrisa: —El fin del hombre y su mundo ha sido documentado a través de tus impresiones, bendita mujer. Auguramos gran éxito para este novedoso método. El Consejo de los Otros pronto analizará la valiosísima información que has compendiado y transferido. Perfeccionaremos el nuevo intento que tenemos en mente gracias a tu consagración. La máquina-ente que hospedaste durante doscientos setenta y ocho años ya no compila ni transmite. Ha finalizado su misión y ha muerto. La extirparemos de tu carne y tú vendrás con nosotros. Aún no has nacido al plano de existencia que te está reservado, Milagros. Verás la gloria de lo alto. —¿Por qué crees que me interesa tu voluntad? ¿Te has interesado tú en mis anhelos? Yo ya estoy cansada de vivir… No iré —y esa es su última palabra. La consternación se dibuja en Sus rasgos etéreos por primera vez. No todo tenía que resultar perfecto; al fin y al cabo los humanos son humanos, y por lo tanto, completamente impredecibles, piensa Él. La simulación del proyecto de su Antecesor había usado una numerosa cantidad de las llamadas «teofanías»; y había necesitado filtrar enormes cantidades de información clasificada a modo de «revelación» o «profecías». Y aún había despilfarrado una tremenda cantidad de energía en una peligrosamente heroica e innecesaria autoinoculación, seguidas de un ciclo fecundación-alumbramientomuerte-resurrección, que implicó la organización de un multitudinario equipo de «ángeles», para seguimiento y asistencia. Y la resolución del procedimiento había sido demasiado apoteótica para su gusto. Está convencido de que ese plan padece de un sentimentalismo nocivo, y que será vetado por los Otros. Espera que, a pesar de la imprevista reacción del sujeto predestinado, 10


el Consejo perciba que su propuesta es ostensiblemente más económica, al usar sólo una inoculación de un Observador descartable. Y cree que también es más conveniente, al no someter el experimento a los riesgos de un esquema mesiánico. Está seguro que lo mejor es dejar colapsar este ensayo prematuro, y echar a correr otro, perfeccionado a partir de los valiosos datos almacenados. Ansioso, piensa que la decisión del Consejo se sabrá en instantes, cuando finalice esta simulación. Abandona solo la casona, ascendiendo suavemente. Deja hermosas estelas celestiales tras de sí. Milagros, más vieja que nunca, se arranca el rosario de un tirón, y continúa meciéndose en la silla crujiente, mientras afuera el sol agonizante se pone por última vez. Por fin la casona es tragada por las tinieblas que purgan el universo. © Nestor Darío Figueiras Néstor Darío Figueiras tiene 32 años, es músico y vive en Buenos Aires. Sueña con conectar el universo de la ciencia ficción con el de las melodías y sonidos, pero mientras perfecciona las técnicas necesarias para hacerlo, escribe por un lado y compone por otro. Ha publicado en Axxón, Necronomicón, Andrómeda, Ddooss y Présences d'Esprits. Asistió al taller de Creación de Universos de Eduardo J. Carletti y Alejandro Alonso y tiene cuentos sometidos a consideración en varias revistas y sitios web.

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TU JOYA PERSONAL por A. Graciela Parini as puertas se cerraron con violencia en la cara de Lorena y la formación se alejó bufando, dejándola desamparada en el andén vacío. El reptil, que la había acompañado con la vista mientras ella se afanaba en la escalera, trastabillando sobre los ridículos zapatos de tacón, anticipó el sabor del bocado que le había tocado en suerte. Volveré a llegar tarde, pensó Lorena; me cerró la puerta en la cara, el muy sádico, hijo de puta. Lo peor es que me vio, estoy segura. Sólo les importa ejercer su minúscula porción de poder. Suspiró mientras el subterráneo se alejaba. Dejó vagar la mirada por la estación desierta y un escalofrío la estremeció. Una presencia borrosa, en la boca oscura del túnel, la observaba. Entrecerró los ojos tratando de enfocar. La extraña figura, apenas un bulto, avanzó sin apuro, como si emergiera de los vapores malolientes. Sintió miedo. Miró hacia la salida. Ni un alma. El reptil se deslizó hacia ella y cuando estuvo casi pegado a sus caderas extrajo un pequeño estuche de nácar y lo agitó ante sus ojos, como si sacudiera un sonajero ante la cara de un bebé. La sonrisa filosa se iluminó como un collar de oro en la penumbra de la estación. Los reptiles eran nuevos en la ciudad. Nadie sabía de dónde habían llegado, cómo y para qué, pero cuando se apagó la curiosidad del primer momento, como ocurría con todas las primicias, la gente se fue acostumbrando a esos seres que vestían trajes oscuros atravesados por botones de plata, camisas de seda blanca, corbatas que ceñían el cuello delgado y escamoso. Tal vez algunos conocían otros detalles, pero la mayoría, abrumada por la complejidad de sus propios asuntos y penas, prefería mirar hacia otro lado. Aceptación e indiferencia. El reptil tomó la delicada mano de Lorena y deslizó en ella una joya brillante que se 12


adaptó con naturalidad a los tres dedos centrales. La muchacha la cobijó en el nido tibio de su pecho y desde ese mismo momento no pudo ni quiso soltarla. La belleza perturbadora de la joya hizo que perdiera la cabeza. Así era siempre, desde que llegaran los reptiles. —Irresistible, valiosa como la mujer que la posee —dijo el reptil, sinuoso, pegado al cuerpo de Lorena. Y ella, inmóvil, embargada por un deseo espeso, lo dejó hacer—. Es tu joya personal y te pertenece, porque es única, inimitable —murmuró ocultando su rostro con un movimiento envolvente que la obligó a girar la cabeza para encontrarlo—. Hay una para cada mujer; es intransferible, tuya, singular. Tu belleza es sublime, Lorena, ¿Nadie te lo dijo? ¿Cómo sabía su nombre? Lorena observó las vagas figuras que ingresaban a la estación y los rodeaban, aguardando la siguiente formación. ¿Qué pediría el reptil, en pago de la joya? Lorena apretó la forma y la cubrió con la otra mano. —¡Déjeme! —susurró—. Ahora es mía. —Exquisita —dijo el reptil mientras trepaba por sus piernas, hacia la cintura, ondulando, viscoso, húmedo—. Esta joya te pertenece, por supuesto, y de ahora en adelante te vinculará con aquellos que te aman, con los que te desean. —El reptil ascendió por los pechos de Lorena, sin lascivia, puro hechizo—. Las mujeres merecen el poder que les brindamos; no deben privarse del placer que representa la posesión de la joya. —Alcanzó el cuello y le susurró al oído—. En contacto, todo el tiempo. Ya las has visto, hay muchas, multitudes. Maravillosas. Imperturbables. Provocan llamaradas a su paso. Inconfundibles. Pero ninguna joya es como ésta. Porque es tuya, exclusiva. —Lorena buscó apoyo en las miradas más cercanas, pero sólo halló apatía; estaba desconcertada; en ella se mezclaban el deseo y el temor; sabía que el reptil estaba cebando una trampa dorada, y sin embargo, su anhelo derribaba todas las defensas. Nunca le habían hablado así. Se estremeció. Le gustaba escuchar todas aquellas patrañas y el contacto extraño contra la piel escamosa y fría. Comparados con él, los hombres que conocía eran insignificantes, pequeños. El miedo se diluía y gota a gota crecía el deseo, como un hilo de miel ardiente derramándose sin prisa sobre su cuerpo. Que no se vaya, que no termine nunca de mentirme, pensaba. Adoro esta voz extraña. Me encuentra hermosa y yo también tengo derecho. Oh, que no termine nunca. El reptil parecía leer los pensamientos de Lorena. Rozó con una garra la mano que cobijaba la joya y volvió a trepar hasta el cuello. Siseó: —Es un cordón tenue, fino, invisible como tus venas; de ahora en adelante todo es 13


tuyo. Tu placer, a la medida exacta de tu pasión. Nunca es suficiente para el amor. Los hombres del mundo, aunque no lo acepten, admiran a las mujeres poderosas. Tendrás el mundo a tus pies, Lorena. Serás la dueña, podrás decir cómo, cuándo y con quién. Impondrás las condiciones. El poder está en las alturas y has sido la elegida. Serás la más deseada, la más admirada, la más envidiada. Por eso te hemos elegido, veo las marcas del dolor que te han vuelto más hermosa. —El olor pesado pero embriagador brotando de las fauces la mareaba levemente. Entonces el reptil se movió con celeridad y la hirió en la nuca, produciéndole minúsculas gotas de sangre que apenas mancharon la blusa. Lorena comenzó a caer. Con lentitud vio como el suelo del andén giraba y se le venía encima. Luego sintió el impacto de su mejilla contra la rigidez del pavimento. Quiso pedir ayuda, pero la lengua inservible, no era más que un trapo sucio dentro de su boca y de todas maneras no le importó, y a los que la rodeaban tampoco. Comenzó a sentir el placer incomparable de la brisa fresca de la mañana acariciándole el rostro y a oler el césped fragante y las briznas de espino que se le enredaban en el pelo. La joya era mágica. Descendió hacia un lugar tan apacible que deseó que la caída no se interrumpiera jamás. Adiós, pensó mientras se despedía de la realidad y seguía cayendo. Entonces los vio emergiendo hacia ella, saliendo de la bruma, tomados de la mano... ¿Papá? ¿Mamá? Sí, eran ellos. Los veía felices. La llamaban para desayunar en el parque; siempre les gustó disfrutar la primera comida del día al aire libre. Lorena dejó la tostada mordida y el desayuno a medio tomar y corrió hasta el borde del agua mientras las moscas se apoderaban de los restos de mermelada sobre los platos de delicada porcelana. Jugar es lo mejor, pensaba mientras yacía en el suelo de la estación. Los juegos son lo más importante en la vida de los niños sin hambre. Vio al padre, completamente sobrio, y cómo las abrazaba amorosamente a las dos y las conducía con suavidad al interior de la casa, a la tibieza del hogar. Lorena lo vio azuzar las leñas que crepitaban, arrojando chispas en todas direcciones; la ventisca desapacible que azotaba el crepúsculo le agitó con violencia el chal y le revolvió el cabello. Se asomó peligrosamente al borde del acantilado y se entretuvo arrojando guijarros al oscuro foso del mar. El temblor del trueno; el pasto fue reemplazado por baldosas y sintió la vibración del subte que ingresaba en la estación. El padre, que hasta hacía un momento aferraba su mano, la soltó bruscamente. ¡No me abandones otra vez, por favor! Lo sabía, tenía que suceder; lo vio alejarse, y ya nada podía impedir el final. 14


—No me sueltes. No te vayas por favor —logró articular, pero fue inútil. El subterráneo llegó haciendo mucho ruido. Se abrieron las puertas y un vómito humano se desparramó sobre el andén. La gente, apresurada, evitó tropezar con el cuerpo tendido. Enfrascados en sus propios asuntos, alterando el paso, tratando de no ver, culpabilizando a Lorena de vaya uno a saber qué vicios y censurando a los de seguridad por no haberse deshecho de ese bulto repugnante. En el piso de la estación, Lorena se resistía a salir de su estupor. Sólo abrió los ojos cuando la luz oscilante de la linterna de un operario se dilató en la extensión lóbrega del pasadizo. Permaneció inmóvil. Los haces intermitentes despejaban y ocultaban el túnel. Lorena sintió la necesidad de buscar los recuerdos adheridos a las paredes roñosas, obligarlos a despegarse para poder aliviar de una vez el dolor que la atormentaba desde que tenía memoria. Se incorporó con dificultad. Tenía la blusa entreabierta y manchada. Aturdida, logró mantenerse de pie y reparó por primera vez en la joya que tenía entre los dedos; miró la hora y supo que otra vez llegaría tarde a trabajar. No había rastros del reptil. Pero la joya, las marcas de sangre y la caída gritaban a voz en cuello que no había soñado. Abandonó la penumbra de la estación y se estrelló directamente con la luz cegadora del mediodía. Acomodó los ojos y la memoria, tratando de fijar los hechos, pero era inútil: sólo la acompañaba la incertidumbre como un puñal clavado en el pecho. Los días que siguieron fueron de plenitud. La joya parecía alejar la pobreza y un poder inusitado la embargaba. Se sentía hermosa y deseada. Todos la miraban distinto, con envidia, pero con otros ojos. Recostados contra las verjas oxidadas, los desocupados y los vagos, que eran cada día más numerosos, se quedaban abstraídos, murmurando. Luego se iban a regar el hastío con cerveza. La madre no quería oponerse abiertamente a los deseos de Lorena, pero la joya representaba un cierto grado de sumisión a los reptiles. Ambas lo sabían, sólo que a Lorena, abstraída en su recién descubierta belleza, parecía no importarle. Y por primera vez en muchos años discutieron ásperamente. La noche avanzó y la mujer retuvo a Lorena entre sus brazos. Para ella era la más hermosa y siempre lo sería, con joya o sin ella. Insistió en que estaba en desacuerdo, pero no quería trabar la felicidad de la hija. Juntas habían superado muchas adversidades, esta sería una más y la olvidarían muy pronto. Se secaron las lágrimas y se sentaron para analizar la situa15


ción. A la luz tenue de la lámpara leyeron el contrato, que Lorena no recordaba haber firmado, y que había aparecido en su bolso. El texto, de difícil comprensión, con múltiples e indescifrables cláusulas, especificaba los usos que podía dársele a la joya. Lorena terminó prometiéndole a la madre que sólo la usaría cuando fuera necesario. Fingieron estar de acuerdo para no seguir confrontando, a pesar de que la cuña instalada entre las dos las había dejado malheridas. Durante ese mes, Lorena lució la joya colgada del cuello, entre los dedos, en la muñeca, como pendientes. Su extrema adaptabilidad, que le permitía ser una pieza única o varias, la sumía en una gran perplejidad, pero le gustaban los destellos luminosos sobre su pelo rojo y cómo transformaba la piel de su cuerpo en pura seda. Rebosaba feminidad. Acariciaba la joya a cada rato, sólo para sentirse bella; poseerla la hacía feliz, le daba la ilusión de pertenecer a una comunidad de seres privilegiados y mejores. Veía todos los días al reptil en la estación de subterráneo, pero no se dirigían la palabra. Mejor dicho, cada vez que ella se acercaba, buscando una explicación al extraño modo en que le había entregado la joya, él la ignoraba y se alejaba con su extraño paso ondulante. El último día del mes confirmó lo que, tanto su madre como ella, habían sospechado. Deslizaron un elegante sobre verde por debajo de la puerta y cuando Lorena llegó por la noche encontró a su madre sentada en la mesa con un papel entre las manos temblorosas. Se lo tendió y la invitó a leerlo con un hilo de voz. Ellas no podían pagar esa suma. Al pie de la página se leía una cifra desmesurada, que no guardaba relación alguna con el uso que Lorena había hecho de la joya. Tomó el papel y lo revisó en silencio, analizándolo cuidadosamente. Luego discutieron una vez más. La madre no se cansaba de repetir que esas no eran cosas para gente como ellas. —Tengo derecho a tenerla —balbuceó Lorena—, no es justo que sea siempre la última en todo. Además no es lo pactado, yo cumplí y ellos no —sollozó, sabiendo que mentía. El reptil no le había prometido nada; había sido ella quien, encandilada, aceptara la joya sin vacilar. Esa noche Lorena casi no logró conciliar el sueño. Se revolvía angustiada, como si un perro rabioso la persiguiera. Los números danzaban dentro de su cabeza. Cuando el cansancio la venció, por fin, el despertador se encargó de sobresaltarla. Miró el reloj, manoteó la ropa y se vistió de prisa. Salió de la casa. El cielo era de un azul profundo y a lo lejos todavía se veían algunas estrellas. Hacía calor, prometía ser un día bochornoso, y del suelo se levantaba un polvo molesto que dificultaba el paso por las calles de tierra. 16


Al pasar notó que algunos vecinos habían sacado los colchones al exterior, para pasar la noche bajo los árboles huyendo del hacinamiento de las minúsculas casillas. En las partes hundidas del gastado algodón se veían con claridad las marcas de quienes durmieran en ellos. Siguió caminando. Quería huir del viento caliente, de las motas de polvo que se le metían en los ojos, de las hojas secas que tapizaban el suelo como una alfombra que nadie se molestaba en barrer y que crujían a su paso recordándole lo ridículo y vergonzoso de la situación. Había un transporte que la acercaba hasta la entrada misma del subterráneo. Buscó algún asiento que no estuviera roto, se sentó junto a la ventanilla y frotó un poco el vidrio mugriento con un folio de carpeta para poder mirar hacia afuera. El sol castigaba sin piedad los techos de chapa de las ruinosas casas del barrio. El traqueteo del vehículo la adormeció. Comenzó a cabecear y en medio del letargo pensó en los compañeros de la facultad. Por la noche se reunirían para analizar los contratos sociales, las diferencias históricas entre construcciones colectivas y pensamientos individuales. Tendría que haber leído algo de Rousseau y no había tenido tiempo, ocupada en contemplar su propia belleza, como un narciso. Y todo por la maldita joya. Cuanto antes se deshiciera de ella, mejor. Echó una última ojeada por la ventanilla. Nadie debería vivir en el barro, fue lo último que pensó antes de que los párpados se le pusieran demasiado pesados. Al rato la despertó el olor a fritura de los locales de comida barata que se filtraba por las ventanillas resquebrajadas. Se desperezó y comprobó por donde andaba. Los precarios puestos de flores y los comercios de baratijas, le indicaron que estaba llegando. Cuando bajó a la estación del subterráneo vio al reptil. Le llamó la atención verlo allí tan temprano, recostado, tieso contra una pared. Parecía dormir. No perdió el tiempo en acercarse. Quizá vive en la estación, pensó. La llegada del tren interrumpió sus pensamientos. Lo abordó. Otro viaje interminable. Consiguió que su empleador le extendiera algunos minutos el horario del almuerzo. Tenía que resolver el problema, por su madre y por ella misma. Al mediodía se dirigió a la dirección que figuraba en el sobre. Caminaba segura, tratando de pensar en que todo no era sino parte de un grosero error. Es una empresa seria, se dijo, todo esto se tiene que arreglar fácilmente. En cuanto termine llamo a mamá para que se tranquilice. El edificio era monumental, espejado. Se detuvo unos momentos mientras reunía coraje para entrar. Sobre mármol verde, fileteadas en oro, se leían las iniciales de la empresa, JP. Se repetían en los espejos de los enormes ventanales, en la esponjosa alfombra que silenciaba sus pasos, en cada 17


uno de los escalones, en las puertas que se abrieron y cerraron a su paso. Tanto lujo la apabulló. En el interior se palpaba una realidad ajena al caluroso mundo exterior. Sin darse cuenta se vio rodeada de reptiles que se desplazaban en todas direcciones murmurando frases en un idioma incomprensible. Prestó atención, pero no entendió lo que decían. Sintió deseos de aullar y lo hubiera hecho a no ser por la llegada imprevista del ascensor. Los reptiles se abalanzaron y la arrastraron al subir. Quedó en el fondo, apretujada contra el espejo y envuelta por un hálito sulfuroso. Se sintió abrumada, extranjera en su propio país. El olor a pobreza suburbana impregnado en la ropa, la delataba como habitante de un pueblo arrasado. Notó que la observaban, altaneros, y hasta imaginó sonrisas socarronas, aunque los reptiles jamás reían. La miraban de arriba a abajo y parecían preguntarse qué hacía allí. Tuvo la clara noción de que estaba afuera del sistema y que su existencia se justificaba únicamente para servir al cumplimiento de un propósito oculto, del cual era parte importante pero no imprescindible, una más entre centenares de chicas pobres con sueños de grandeza bien implantados. Pero todavía era prematuro o demasiado doloroso reconocerlo, y allí, en ese ascensor, rodeada de reptiles, se dijo que era mejor aferrarse a la estupidez del pensamiento optimista, así que trató de guardar la compostura, se llevó la mano a la boca y aguantó a pie firme el pánico y las arcadas. Las puertas espejadas del ascensor se abrieron ante un recinto enorme en el que la esperaba un reptil hembra. Tenía una joya colgada del cuello y muchas otras diseminadas como brillantes sobre un escritorio de caoba oscuro y tapa de cristal. Alta y muy delgada, reptaba todo el tiempo, iba de aquí para allá con el típico movimiento ondulante que la ponía tan nerviosa. Por fin le concedió un momento de atención y le indicó que se sentara. Lorena se hundió en un magnífico sillón de cuero. Trató de imaginarse cómo serían las camas de esta gente si esto era lo que usaban para sentarse. Los minutos y las horas pasaron. Cansada, reclamó ser atendida, que no tenía todo el día. Ella levantó la vista, le clavó una mirada como una aguja de hielo y siseó algo que Lorena no comprendió, pero el gesto cargado de desprecio lo dijo todo. El tiempo que le habían concedido expiró y Lorena se agitó nerviosa en el sillón. —El día perdido —protestó—, por un error de ustedes; me sancionarán. —La hembra reptil pareció accionar un dispositivo y un reptil macho joven y robusto cruzó el salón y se ubicó a su lado; estaba armado. Lorena no podía creer lo que estaba viendo: una pistola asomaba debajo del saco. ¿Adónde se 18


había metido? Trató de no asustarse pensando en otra cosa. Evocó al abogado para el que trabajaba, un tipo irascible. Estaba segura de que, tras obligarla a ocuparse de todas las cosas pequeñas y fastidiosas que estaban pendientes, para exprimirla hasta la última gota, la echaría a la calle sin más trámite. Había una larga lista de aspirantes que codiciaban su puesto. A esta altura un nudo le retorcía la garganta y no la dejaba respirar. Por fin le indicaron que cruzara una puerta. Se incorporó con dificultad tiritando de frío por el excesivo aire acondicionado. Con la ropa arrugada y adherida al cuerpo, parecía aún más desamparada. Sin embargo, trató de mantener el orgullo a salvo irguiendo la cabeza; había sido objeto de un atropello y tendrían que reconocerlo y disculparse. Un reptil corpulento que parecía un dragón, inclinado sobre un gran escritorio, analizaba planillas repletas de números. Sentado era más alto que ella de pie. —Soy el Encargado de Cuentas Impagadas —dijo el reptil con una voz profunda y áspera. A cada lado del escritorio dormitaba un reptil, con las fauces entreabiertas. Hilos de baba goteaban sobre las camisas impecables. El Dragón desplegó planillas que brotaban como flores de papel, dándole a entender que ellos sabían desde un primer momento que alguien de su categoría no podría pagar en término, nunca. —No fui informada... El Dragón habló de nuevo y su voz resonó con fuerza dentro de la cabeza de Lorena. —Para evitar papelería y trámites inútiles cargamos directamente los intereses de su deuda, más los intereses del valor de la joya según las cotizaciones planetarias. De acuerdo a estimaciones sobre estudios de población realizados previamente por los mejores auditores del universo llegamos a la cifra que usted ya conoce. El resultado de la ecuación, a lo que hay que sumar, por supuesto, mis honorarios y un resarcimiento por todo el tiempo que nos hizo perder su incumplimiento. Las obligaciones firmadas en tiempo y forma deben ser honradas. —Yo no firmé... —Firmó. ¿No recuerda las gotas de sangre, en la estación? —El Dragón sacó un pequeño tubo repleto de un oscuro líquido rojo. Lorena no podía afirmar que eso fuera su sangre, pero tampoco podía refutarlo—. Esto es una Empresa Comercial —continuó el Dragón—, no una Sociedad de Beneficencia. Considerando que ya sabemos que no tiene con qué pagar hemos resuelto tomar posesión de su casa y embargaremos su futuro de acuerdo con 19


la garantía a nuestro favor previamente estipulada. Debe firmar aquí, aquí y aquí y contrae el compromiso ineludible de persona insolvente, bajo pena de muerte horrible e inmediata. Todos los estatutos y leyes de su país protegen a nuestra Compañía de personas de altísimo riesgo como usted. Queda comprometida a trabajar para nosotros por el resto de su vida. Tiene veinticuatro horas para abandonar el lugar en el que vive. Deposite su joya sobre el escritorio de la recepcionista al salir. Será registrada como trabajadora temporal sin beneficios, no asalariada. Le darán el uniforme, recibirá la credencial, y un albergue le será asignado oportunamente. Lorena había tratado de entender, pero era imposible. A diferencia de lo que le ocurría con los reptiles cuando hablaban entre ellos, al Dragón le había captado todas y cada una de las palabras, pero todo lo demás, el contenido del discurso en sí, le resultaba absurdo. Habían determinado, sin más trámite, que ella y su madre serían desalojadas y que ella sería, a partir de ese momento, una especie de esclava de la Empresa. ¡Ridículo! Aunque se sentía incapaz de argumentar, estaba segura de que encontraría algún recurso para defenderse. El abogado, su empleador, tal vez, a pesar de todo, la ayudaría. Puso la joya sobre el escritorio y retrocedió un paso. Pero en cuanto lo hizo, cuando quedó libre del hechizo de la joya, la náusea se convirtió en arcada y ella no la contuvo; arrojó sobre el escritorio una sucia masa de sustancia gris, herida por venas blancas. El Dragón, acostumbrado a no desperdiciar nada, se abalanzó sobre el vómito, insaciable. Abrió las enormes mandíbulas y codiciosamente tragó y tragó y una mueca de satisfacción le recorrió el rostro; su voracidad era inaudita. Los reptiles. El poder. La gloria del imperio. La vida es sabrosa y vale la pena, parecía decir mientras se limpiaba las fauces con una hoja llena de cálculos. Lorena no resistió el espectáculo. Bajó por la escalera los veinte pisos en pocos minutos, evitando el ascensor atestado de reptiles. Le parecieron horas; nadie trató de detenerla, como si supieran que no tenía defensa. Salió del edificio y la calle la recibió en su útero ardiente. Tardó un rato en reponerse y después se largó a caminar rumbo a su casa. No entendía nada, ni las nuevas reglas ni la condena que parecía haber caído sobre ella; la joya no la había cambiado, seguía siendo la persona que siempre había sido. Todo era confuso. Una vez en la calle tropezó con la gente, empleados sudorosos, con el miedo a perder el empleo reflejado en los ojos, desesperados en busca de un mendrugo para llevar a la mesa. Tenía que regresar, enfrentar a su madre, comunicarle que les arrebatarían la casa por la tontería que había cometido al aceptar la joya. Pasó por la boca del subterráneo pero no bajó. Por las dudas. El corazón le latía con tanta fuerza que pensó que moriría. No moriré. Sería una salvación que no merezco. Llegó extenuada y bien entrada la noche. La madre la esperaba levan20


tada, se miraron y no necesitaron nada más. La pena en los ojos de Lorena lo decía todo. Se abrazaron en silencio y luego de ser cobijada por los amorosos brazos, recién entonces, Lorena, pudo llorar. Y lloró ríos y mares. Hasta el amanecer. Los primeros días transcurrieron en tensa calma, y Lorena llegó a albergar la secreta esperanza de que no pasaría nada, que la casa era demasiado humilde como para ser objeto de la codicia de los reptiles. Había sido una bravuconada del Dragón. Disfrutaron como nunca antes de los cuartos amplios y fragantes que mantenían impecables, de la cocina, con la mesa de madera que tenía una pata partida y encolada donde ella hacía los deberes cuando era chica mientras la madre cosía o adelantaba las tareas del día siguiente; del pequeño jardín transformado en huerto familiar, donde por pura necesidad convivían jazmines con lechugas. La madre no le hizo ningún reproche, aunque estaba rota por dentro. Lorena se preguntó cómo sobreviviría. Al quinto día llegó una intimación de desalojo. Lorena dijo que no se irían, que no tenían adonde ir. Al día siguiente llegaron dos automóviles de la policía. En el asiento trasero de uno de ellos había un reptil. Ni siquiera necesitaron exhibir las armas. La fría determinación de esos hombres esclavizados fue suficiente. Supieron que las matarían sin vacilar si se negaban a dejar la casa. Juntaron la poca ropa que tenían, los libros y las fotos y partieron, sin mirar para atrás. Al principio, la vida en las calles les resultó desconcertante. Sin tiempo, que es lo mismo que decir, con todo el tiempo del mundo, sin obligaciones, sin una organización social presionándolas para que se comportaran de tal o cual manera, sin marco ni techo. Perdidas, las necesidades básicas de la subsistencia marcaban las prioridades. Denigradas, obligadas a buscar, cómo los animales, comida y refugio, los días eran un continuo escapar a una sucesión de imprevisibles amenazas. A veces parecía que no les estaba ocurriendo a ellas, que en cualquier momento retomarían la vida normal. Tuvieron que acostumbrarse a buscar un lugar para dormir que no estuviera previamente ocupado por otros, despertaban con las primeras luces y se escabullían para no ofender con su presencia la marcha rutinaria de la gente que salía al amanecer para sus quehaceres. Los miraban pasar con envidia y aprendieron a sentir vergüenza de sí mismas, humilladas por haber sido incapaces de resistir. Un mendrugo de pan viejo era una fiesta. Les costó amoldarse a la nueva vida, pero como el ser humano es prodigiosamente 21


adaptable, al poco tiempo el padecimiento se convirtió en tranquila aceptación. El invierno no se presentó tan duro y como los guardias nocturnos les dejaban pasar la noche en el túnel del subterráneo, sobrevivieron al frío. Vendían flores en la puerta del cementerio, limpiaban los baños de los bares. Abrían puertas de taxis y levantaban una que otra moneda. Es notable cómo la vecindad con la muerte despierta el apetito y el buen humor. La gente se vuelve más generosa y parlanchina. Solían ubicarse respetuosamente junto a los cortejos, con los ojos mirando el suelo, esperando; entonces llegaban las monedas. Después se iban juntas a comer una pizza. La felicidad de comprobar que la vida aún palpita es incomparable. Lorena observaba al reptil que trabajaba en la estación. Lo espiaba, lo miraba cuando picaba a sus víctimas, una tras otra. Nunca se dejó ver, aunque estaba segura de que no la reconocería; después de todo las chicas eran muy parecidas entre sí: culos, tetas, botas, y más aún para un reptil. Pero no podía correr el riesgo. Aún ignoraba si las amenazas del Dragón habían sido una pura crueldad o si la Empresa estaba dispuesta a bajar la espada que pendía sobre su cabeza. El reptil entregó muchas, muchas joyas durante todo el día. A muchachas bonitas y poco agraciadas; muchachas frívolas, dispuestas a llevarse el mundo por delante, y muchachas tristes, arrasadas por el dolor y las privaciones. Yo era como ellas, pensó Lorena, y ahora soy una piltrafa. Por eso no me reconoce. Para él, una u otra dan igual. Buscó una vidriera donde reflejarse; ya no se parecía en nada a esas muchachas. Las marcas de la calle cambian el alma y la cara. Las penurias le habían cincelado una nueva expresión, dura, violenta. Los labios apretados, el pelo, antes de pura seda, ahora revuelto y desmadejado; el color furioso de la tierra en la piel, y los acres olores adheridos para siempre. El cuerpo, otrora esbelto y ágil, estaba levemente encorvado a fuerza de ocultarse, listo para huir o saltar. Usaba unas recias botas militares encontradas en una bolsa de basura que vinieron a reemplazar aquellos bonitos zapatos sobre los que debía hacer equilibrio. Se sentía más firme, sobre todo cuando debía defenderse del frío o de los individuos que buscaban aprovechar su desamparo. Reflexionó sobre los cambios físicos y mentales. Apenas se reconocía ella misma. La feroz lucha por la supervivencia era un buen entrenamiento, un duro ejercicio que pronto la haría casi invulnerable y le entregaría una belleza que en nada se parecía a la que la joya te daba y te quitaba con tanta fa22


cilidad. Pese a los andrajos había ganado una cierta nobleza, un aire orgulloso que antes no poseía. Una ligera brisa de placer la rozó después de mucho tiempo. De pronto se descolgó la primavera, los parques se vistieron de verde, las flores de jacarandá se desprendían de los árboles y giraban elegantes en el aire como mariposas antes de caer y cubrir las veredas de mantos violáceos. Eran presagios de un tiempo mejor. Pero una mañana la despertó el peso del cuerpo de la madre recostado contra el suyo, casi aplastándola. Supo de inmediato que la mujer estaba muerta. En medio de una explosión de vida, con los pichones piando ávidos de comida en los nidos y los brotes a punto de estallar en flor, la madre decidió partir. Sin molestar, discretamente, como había vivido, eligiendo el momento del año que más le gustaba. Lorena sintió que la vaciaban, le arrancaban la columna vertebral, dejándola sin fuerzas. La ayudaron a ubicar el cuerpo en un cajón de madera barata, y a pesar del dolor y la desolación se las ingenió para robar un ramo de lilas de un servicio fúnebre de lujo, y lo colocó entre las manos heladas de la madre. Para la gente de la calle no hay misas, pero igual la acompañaron, aún los que la conocían poco y tuvo su partida final más o menos como todo el mundo. Las nuevas, precarias relaciones, resultaron más leales que las antiguas. En el escaso tiempo de estar en la calle, la madre se había hecho querer por todos. Mendigos, rengos y ciegos, guardias nocturnos, floristas, el mozo del bar donde limpiaban, vendedores ambulantes, indocumentados, formaron un extraño cortejo. De ellos, Lorena había aprendido el arte de sobrevivir pasando inadvertida. Hasta un cura apareció, a último momento, empujado por alguien, farfullando de apuro una oración. A mamá, que se contentaba con poco, igual le hubiera gustado, pensó Lorena. No tenían familia, y los pocos amigos y conocidos de su vida anterior habían preferido no cruzar el tenue velo que separaba los sistemas y a ellas las había dejado del lado de afuera. Temerosos del contagio de la pobreza y de la contaminación de la desgracia, albergaban sentimientos confusos, equívocos. Lorena sabía que le iba a costar mucho enfrentar la vida de ahí en más. Por primera vez supo lo que era la real soledad, no la que se disfruta o se elige, sino la que te impone la vida cuando te arrebata a tus seres queridos. Durante días su único alimento fue una taza de café caliente. A la semana, cuando se pudo incorporar, se dio cuenta de que había adelgazado muchos kilos. Fue al baño de la estación y en el espejo rajado vio el reflejo de una ca-

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ra desencajada, una extraña. Pero no se tuvo piedad; se puso en marcha, había mucho que hacer. Revolvió una vieja mochila y encontró una camisa de seda roja y una minifalda. Se lavó y vistió en el baño de la estación. Esperó a que las sombras se dilataran en la bajada del subterráneo y se deslizó. En la plataforma solitaria vio al reptil cerrando el maletín para marcharse. Se acercó sigilosamente por detrás pero el reptil la vio primero y alcanzó a sacar la joya. Se preguntó cómo sería posible que se le hubiera escapado una, justo a él. Sin más trámite, se atornilló la sonrisa, para volver a trabajar. Se aproximó sinuosamente a Lorena, tomó la delicada mano y deslizó en ella la joya brillante que se adaptó con naturalidad a los tres dedos centrales. La muchacha sonrió al cobijarla en el nido tibio de su pecho y desde ese mismo momento supo que sería el pasaporte que le abriría todas las puertas. Esta vez no perdería la cabeza y los reptiles se arrepentirían de haber venido. El reptil rozó los pechos de Lorena, sin lascivia, puro hechizo. —De ahora en adelante todo es tuyo. Tu placer, a la medida exacta de tu pasión. Nunca es suficiente para el amor. Los hombres del mundo, aunque no lo acepten, admiran a las mujeres poderosas. Tendrás el mundo a tus pies, Lorena. Serás la dueña, podrás decir cómo, cuándo y con quién. Impondrás las condiciones. No tuvo tiempo de darse cuenta de nada, ni siquiera sintió cuando su cabeza, desprendida del resto del cuerpo, con su falsa sonrisa incluida, reventó contra el suelo embaldosado de la estación y rodó unos metros hasta el borde de la plataforma. El peso del cuchillo chorreando, balanceándose en la mano, la devolvió a la realidad. Se hubiera quedado del lado de la muerte, donde había permanecido por un instante. Así y todo había sido asombrosamente fácil, como casi todo lo imposible. Se acercó y movió la cabeza con el pié. Una niña con una pelota. Primero con timidez; después la aplastó con todas sus fuerzas. Una sustancia viscosa salía por los orificios al tiempo que Lorena levantaba y bajaba la pesada bota, machacando como si bailara una danza macabra compuesta de un sólo movimiento. El crujido de los huesos contra la bota la humedeció de placer. Se agachó y con sumo cuidado tomó un colmillo de lo que quedaba de aquel amasijo. Lo limpió y lo guardó en el bolsillo con el propósito de que fuera la primera perla de otra joya futura. Inmediatamente se dedicó a seccionar el resto del cuerpo en trozos prolijos. A medida que 24


completaba la tarea, un líquido helado y verdoso corría a empapar las vías de la estación. Después, una sombra ascendió veloz por las escaleras para perderse en la brumosa madrugada. Esa mañana en el gran edificio los guardias subían y bajaban revisando diligentes cada rincón, levantando las pesadas alfombras, corriendo el mobiliario, rebuscando en los marcos de los ventanales de espejo, bajando los cuadros de las paredes. Hacia el mediodía, fatigados, imposibilitados de obtener nada, evaluaron el funcionamiento de las cámaras y comprobaron desconcertados que no aparecía rastro alguno de filtración en los sistemas de seguridad. Mientras tanto, en los pisos altos, el Dragón observaba azorado el extraño paquete que, dirigido a su nombre y primorosamente forrado en verde, con un lazo de seda azul, reposaba sobre su escritorio, esperando ser abierto. Alguien, durante la noche, había burlado la seguridad. Quién lo hizo debió vulnerar múltiples defensas y escudos codificados. Nadie se explicaba cómo lo habían logrado. Y nadie se atrevía a abrir el paquete; esperaron la llegada de los expertos, unos reptiles azules con crestas rojas que casi nunca bajaban a la superficie. A primera hora de la tarde, Dragón recibió el informe que acompañaba la caja abierta. Eso era todo lo que quedaba de uno de sus mejores elementos, un poco de carne cortada en prolijas rebanadas y la cabeza machacada más allá de lo posible. Algunos días más tarde, en el barrio en el que había vivido Lorena, unas modernas topadoras arrasaron las casas malolientes. Después de todo no eran las tristes viviendas lo que buscaba la empresa. Muchos resistieron hasta último momento y no se supo más de ellos. A otros les pusieron un uniforme verde y una gorra con las letras JP, bordadas en oro y los forzaron a ser voluntarios no asalariados. Por fin había llegado el progreso. Trabajo para todos. Obreros para la construcción de modernas oficinas y personal de seguridad. A las mujeres también les otorgaron la gracia de un empleo y les explicaron los beneficios de la modernidad. Luego las amontonaron en barracones y las obligaron a vivir sinceramente agradecidas de que no les quitaran lo único que no habían perdido. JP, la empresa de los reptiles había llegado para quedarse. Sin embargo, por las noches, cuando no estaban demasiado extenuados o borrachos, o drogados, los desgraciados hacían circular una leyenda. Una mujer, a la que algunos decían haber conocido en otros tiempos, recorría los túneles de las diferentes líneas de subterráneo, rodeada de mocosos y chiquillas pendientes de sus mínimos deseos, formando una banda invisible y feroz. Cuando una formación quedaba detenida entre dos estaciones, todos sabían que no era por desperfectos. Pero cuando el tren se volvía 25


a poner en marcha el cadáver de un reptil aparecía tirado en el piso o sobre uno de los asientos. Muchos sonreían escépticos, otros murmuraban nerviosos, pero a la mayoría los recorría un indescifrable e insólito escalofrío. No querían ni oír hablar del asunto. Y alguien, en lo alto del edificio más lujoso de la ciudad, pensaba que era tiempo de empezar a preocuparse. © A. Graciela Parini A.Graciela Parini publica desde 1970, cuando su cuento ARDILLA (cofirmado con Sergio Gaut vel Hartman) apareció en Nueva Dimensión Nº 15. Más tarde volvería a las páginas de la revista española con POR SÍ MISMA (ND Nº 144). Entre tanto sus cuentos, esporádicos, aparecieron en Cuasar, Sinergia, Latinoamérica Fantástica y Axxón. No escribe tanto como sería deseable, pero tiene varios proyectos en marcha.

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EL HOMBRECITO DEL ESPACIO por Jorge Claudio Morhain l hombrecito del espacio se movió pesadamente, a través de la niebla espesa y resplandeciente, de color dorado. Giraba la cabeza dentro de su escafandra, y veía los pequeños manojos de tejido suave, de distintos colores y –según el analizador de su traje– variados y ricos perfumes.

© Pedro Bel

Había tantos, alrededor de aquel camino tallado en materia oscura, entre la masa viviente, verde, que se veía obligado a agitarse suavemente, al compás de la niebla. Muy lejos, mucho más lejos de lo que el hombrecito era capaz de medir, un gigantesco globo rojo comenzaba a surgir, muy despacio, y él era la fuente de la radiación rosada que teñía tanta niebla. Hasta ahora –descendió de noche– sólo había descubierto pequeños seres vivientes independientes, acorazados, chirriantes. Algunos estaban fuertemente organizados. Pero no parecieron advertirlo. El resto de la vida independiente era microscópica, y flotaba en la atmósfera. Y las formas verdes, de todos los tamaños, se fijaban a la superficie como para arraigarla. Poco a poco se pudo ver algo más entre la niebla, y el hombrecito del espacio distinguió una forma angulosa. Era extraño, porque las formas vivientes que había hallado hasta ahora eran redondeadas, suaves. Pero aquella irradiaba calor, según sus sensores, así que debía estar viva. El hombrecito del espacio se movió más lentamente. Estaban aquellos viejos cuentos de astronautas que cantaban de los seres de este planeta, esos engendros rosados –los había también negros– que se desplazaban por la superficie, caóticamente, por miríadas. Hasta decían que se movían mediante herramientas, que se encerraban en cápsulas, como libélulas. Pero lo peor de los cuentos era la forma de aquellos seres, tan repulsiva, con sus órganos visores achatados, dobles, con su tubo ingestor de reserva a la vista, desnudo. ¡Puaj! El hombrecito del espacio había llegado a la forma angulosa. En algunas partes brillaba con luz interna. Un humo espeso salía de su parte superior. Sí, debía tener vida. Pero los sensores indicaban una fuerte coraza inanimada. Se aproximó un poco más...

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Entonces, se abrió la puerta y Tito Martínez, que salía a buscar el diario, se lo encontró en mitad de la escalera. El hombrecito del espacio metió su cabeza en lo profundo de su escafandra. ¡Que enormes eran los monstruos rosados! Tito Martínez saltó a un costado, y siguió su camino. No le gustaban los caracoles, porque se comían el ligustro. Pero no iba a ser él quien los matase. El sendero estaba húmedo. Pero la niebla se estaba levantando. © Jorge Claudio Morhain Jorge Claudio Morhain nació en Buenos Aires el 9 de abril de 1942, pero vive desde los diez años en Máximo Paz, partido de Cañuelas. Se ha desempeñado en los más diversos géneros de la literatura: guionista de historietas y fotonovelas; autor de cuentos infantiles, para adolescentes y adultos. Ha sido periodista científico, turístico y de temas generales. Publicó una novela juvenil de aventuras: «Samos contra los Uránidas». También ha hecho cine, televisión, teatro y radio. Gran especialista en la obra de H.G. Oesterheld, adaptó para el teatro EL ETERNAUTA y escribió un ensayo político para Caras y Caretas: «La Argentina Premonitoria en El Eternauta de Héctor Germán Oesterheld». Sus cuentos pueden leerse en Nuevomundo, Fase Dos y Axxón.

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LA OPORTUNIDAD DE TU VIDA1 por Laura Ponce ÚNASE AL CUERPO MINERO DE GAMA CINCO SEA PARTE DE ALGO MÁS GRANDE QUE USTED EXCELENTE PAGA Y ALOJAMIENTO EXCELENTE PLAN DE RETIRO DESPUÉS DE SÓLO 3 (TRES) AÑOS COMPAÑÍA MINERA LTDA. Proveyendo materiales para hacer grande la Confederación ama Cinco del cúmulo de Talgren era un planeta que comenzaba a sorprenderlo a uno apenas apoyaba un pie en él y no dejaba de hacerlo durante todo el tiempo que durara su estancia. El clima era siempre agradable, como si todo el año fuese primavera, y los paisajes recordaban la mejor época de nuestro planeta natal. Incluso las mujeres locales eran hermosas. Tontas, pero hermosas. Todos en Gama Cinco lo eran de algún modo. A los humanoides nativos no se les podía enseñar a utilizar ningún tipo de maquinaria (eso explicaba que la compañía se tomara la molestia de traernos desde tan lejos). No existían depredadores, los animales que podrían haberlo sido lucían como osos de felpa que, más que presa, buscaban un amigo, y uno se preguntaba cómo habían evitado la extinción. Abundaban los lagos poco profundos habitados por ciertos pulpitos deliciosos y, si se deseaba comer algo fresco, bastaba con echar un recipiente al agua y regresar un rato después. Cualquier cacharro funcionaba, no era necesario que se cerrara como una trampa, ni que fuese un cesto para sorprender al animal escurriendo el agua: cualquier bicho que entrara simplemente no sabría de qué modo salir. Como dije, la vida originaria no se caracterizaba por su inteligencia. Sin embargo, nosotros no éramos los únicos extranjeros en ese mundo. Según supe al poco tiempo de llegar, aparentemente toda la vida vegetal de

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Este cuento forma parte de HISTORIAS DE LA CONFEDERACIÓN.

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Gama Cinco había evolucionado a partir de esporas provenientes del espacio. Las esporas seguían llegando y nadie sabía de dónde venían o cómo realizaban su largo viaje; al parecer reaccionaban con los gases y se hacían visibles al entrar en las capas más bajas de la atmósfera. Hasta había tormentas de ellas, a las que los mineros llamaban «nevadas azules».

© Fraga

Las minas estaban ubicadas en medio de la nada. Sabíamos que la compañía tenía muchos campamentos en el planeta, pero como se hallaban en otras zonas igualmente remotas, rara vez sabíamos de sus asuntos y, aunque los locales y sus sonrisas bobaliconas eran a menudo objeto de nuestras bromas, tampoco teníamos demasiado trato con ellos; sin embargo, la soledad del sitio no parecía afectar a nadie y me resultó fácil adaptarme a mi nueva vida, rápidamente me sentí a gusto y en buena compañía. Debo confesar que había tenido dudas al firmar el contrato, nunca había sido minero y se oyen tantas cosas acerca de los acuerdos engañosos de la compañía... Pero una vez aquí era difícil no creer que se trataba del mejor trabajo del universo. La comida era maravillosa, el alojamiento formidable y el trabajo simple. ¿Qué más se podía pedir? Lo único que teníamos que hacer era sacar de las minas los cristales hialinos rojos, habitualmente utilizados en la transmisión de datos. En Gama Cinco había yacimientos por doquier, sólo había que separarlos de una rara variedad local (los toscos morados) y empacarlos hacia los complejos industriales donde la demanda iba en constante aumento. La única molestia eran los mensajes. Uno salía de bañarse y en el espejo empañado se leía: Vete o muere; uno dejaba el trabajo por un momento y cuando regresaba encontraba escrito en la arena: Corre. Las autoridades de la compañía decían que se trataba de unos locales, la Organización para la Erradicación Total de Aliens en Sauri (el nombre dado por los nativos a este mundo) u O.P.E.T.A.S. Aunque ese parecía ser el tipo de siglas que utilizaban, nosotros nunca vimos a un local enojado. El consenso general entre los mineros era que Gama Cinco estaba embrujado y pasamos muchas noches murmurando al respecto mientras bebíamos en la taberna del campamento. El período de servicio se extendía por tres años, a cuyo término se ofrecían excepcionales planes de retiro. La compañía misma garantizaba trasla30


do y alojamiento en los destinos turísticos más afamados de la galaxia y, desde el día mismo de mi llegada, ocupé cada momento de ocio soñando con los paraísos en los que gastaría la pequeña fortuna que estaba acumulando. Los números eran en verdad impresionantes, y eso que en tragos y apuestas se me iba una suma considerable. Pero cuando llevaba aquí unos dos años y medio empecé a ver cosas raras. Al principio no se trataba de ver exactamente, sino más bien de presentir. Tenía la impresión de ser observado, de que alguien me acompañaba al entrar en un cuarto vacío. Esa sensación esporádica se convirtió en algo frecuente hasta ser una presión constante. Luego vinieron los sueños. Eran impresiones de un mundo espantoso, aterrador. Rápidamente comprendí que se trataba de este mismo mundo pero dentro de una especie de visión infernal donde todo lo que había parecido maravilloso se tornaba terrible. El paisaje era desértico, castigado por un sol candente y un viento desalmado; los lagos hervían y en ellos vivían criaturas perversas de tentáculos ponzoñosos. Los ositos de felpa eran bestias enormes y sanguinarias, que destazaban lo que cayera en sus garras. Pero lo que resultaba más inquietante era la forma en que lucían los nativos bajo la luz carmesí. Parecían mirarme a los ojos y en sus sonrisas había una astucia maligna, una especie de cruel bienvenida. Las pesadillas se hicieron tan frecuentes que me costaba mucho conciliar el sueño. Pasaba las noches ocultándome de los depredadores, huyendo de los nativos mismos y sus sonrisas de dientes afilados. Vi a otros correr y perecer, vi a las plantas mismas convertirse en trampas mortales, vi a los cazadores preparar sus armas y salir de matanza y a los pulpos dar cuenta de algunos de ellos. Todo en el mundo carmesí, su realidad misma, estaba envenenado. Cuando el cansancio me vencía dormía entre sobresaltos, tratando de seguir en guardia, de no descuidarme. Al despuntar la mañana, la luz blanca hería mis ojos pero era un bálsamo para mi mente agobiada, para mi cuerpo agarrotado y envuelto en sudor. Por fortuna me habían asignado tareas organizativas, pues no tenía fuerzas para nada más. Me volví taciturno y a menudo comía solo. Siempre estaba mirando sobre mi hombro. Una parte de mi mente estaba todo el tiempo pensando en dónde podría hallar armas, en cuál sería el mejor refugio, intentando estar listo. Vivía agotado y dormitaba donde podía, pero las pesadillas volvían a asaltarme; y llegó un punto en el que me costaba diferenciar el sueño de la vigilia. Vivía constantemente con miedo. Miedo a los nativos, miedo a aquello en lo que me estaba convirtiendo. Miedo a la locura.

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Para esa época estaba entrando en mi última semana de servicio y recibí la orden de reubicación. Aquellos cuya partida estaba próxima disfrutaban de la envidia de todos, pues eran trasladados a un campamento central ubicado cerca del puerto espacial donde gozarían de cabañas privadas y toda una serie de comodidades mientras aguardaban su transporte, y eso me levantó mucho el ánimo. Durante los últimos días, cuando las pesadillas se hicieron continuas e insoportables, me consolaba imaginando la cama blanda y la almohada maravillosa que me aguardaban y que, por su sólo contacto, traerían de regreso el descanso tan ansiado. Cuando llegó la fecha señalada el médico debió administrarme un calmante a fin de que enfrentara con tranquilidad el largo trayecto que me aguardaba hasta el campamento central. En mi primera noche allí conocí a Travis. Al igual que yo, había sido minero. A diferencia de mí, aún estaba cuerdo. Soñaba también, pero sabía por qué lo hacía. O por lo menos tenía una interesante teoría al respecto. Decía que los cristales morados emitían cierta radiación que alteraba la percepción de los humanos permitiéndoles experimentar una especie de realidad paralela. Al principio eran como chispazos, pero luego llegaban los sueños y la experiencia se hacía cada vez más intensa hasta que esa realidad infernal se percibía como la única existente. Al parecer esa era la realidad original de los nativos, allí se hallaban a sus anchas, mostrándose como eran en verdad, y el paradisíaco Gama Cinco que habíamos conocido al llegar era una especie de Mundo-Sueño para ellos. —Irónico, ¿verdad? Travis creía que la exposición reiterada a la radiación provocaba en los humanos una rara forma de envenenamiento, conducía a episodios psicóticos y finalmente a un coma irreversible. No obstante, mientras el cuerpo entraba en esa suerte de animación suspendida, la conciencia, el ser, una entidad paralela, o lo que fuera, quedaba atrapada en esa otra realidad como único plano de existencia. En resumen: yo pronto dejaría de ser un visitante en ese mundo de pesadilla para fijar allí mi residencia definitiva. Al parecer no había nada que hacer al respecto y, como ya había dicho, se trataba de algo irreversible. Se imaginan que, aunque me duraba el efecto de la droga, encontré alarmante tal perspectiva. El infierno carmesí, por el resto de mi vida. Me re32


volví en la cama, como quien pretende apartarse de lo indecible. Sentado junto a mí, Travis sonrió con cansancio, como esas enfermeras acostumbradas a visitar moribundos. —Si sólo hicieran caso de los mensajes. No tienen noción de la energía y la concentración que requiere escribirlos, y ustedes simplemente los ignoran. Se puso de pie alisándose las arrugas del pantalón y me tendió la mano para ayudarme a salir de la cama. Me acomodó la ropa, retiró el cabello que me caía sobre la frente afiebrada y me dio una palmada en el brazo. —¡Pero valor, hombre; que no es tan terrible! Sólo hay que cuidarse de los nativos, que desde que probaron las plantas desarrollaron el gusto por la comida importada. Ya te enseñaré a escribir mensajes; no es tan difícil en realidad, sólo hay que saber enfocarse. Tengo una mujer en vista, dejó un hijo en casa. Pensaba en algo sencillo como: Vuelve o Él te necesita. —Me miró a los ojos y sonrió con un brillo inesperado—. Parecerá tonto, pero si podemos salvar por lo menos a uno... Me dio una mirada general y sonrió, aparentemente complacido con lo que veía. Me preguntó si estaba listo; dije que sí, pero mentía. Abrió la puerta y la luz carmesí llenó la habitación. Con ella llegaron los olores y los susurros, también el miedo. Pero por lo menos ya no estaba solo. © Laura Ponce Laura Ponce nació en 1972 y vive en Moreno, en las afuera de Buenos Aires. Ha desarrollado gran parte de sus historias fantásticas en un escenario común y las ha denominado HISTORIAS DE LA CONFEDERACIÓN, formando un ciclo que amenaza con perpetuarse y cuyas piezas van apareciendo en diversas revistas y e-zines. Laura ha publicado en Axxón, trabaja intensamente en el Taller 7 y está tomando impulso para dar el gran salto...

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ESA MALDITA MARIPOSA por Saurio no no suele ser muy consciente del hecho de que todo lo que hace en la vida no sólo puede tener consecuencias insospechadas en el curso de la historia personal sino también en la de todo el universo. Afortunadamente no se es consciente, si no la parálisis sería suprema, por temor a que un acto insignificante desate el desastre en la otra punta de la galaxia. Encima, los desgraciados tienden a asociarse y arman unas cadenas estrambóticas de algo que podríamos llamar «causa y efecto» si no fuese porque, con todo el desorden en la cronología que generaron los viajes espaciales, muchas veces el efecto es previo a la causa y uno se encuentra que lo que haga mañana puede generar repercusiones millones de años en el pasado. Como, por ejemplo, esta historia que me tiene de involuntario protagonista en algunos de sus tramos: todo comienza cuando yo aún no era el primer astronauta de Santa Gregoria de los Cardales ni soñaba en alguna vez serlo. Estaba de lo más tranquilo en mi casa, en Villa Jalfmún, disfrutando de la vida, cuando suena el timbre. Atiendo. En la puerta, una joven, mofletuda, con papeles en la mano, me saluda. —Buenas... ¿el señor Ignatz Niemand? —Soy yo. —Ah, qué tal. Vengo del Instituto Para la Superación del Individuo. Usted quería información sobre nuestros cursos de idiomas. —¿Qué? No, disculpe, yo no pedí nada. —Miento (días atrás me había detenido un individuo jovial en la calle y me dijo que estaba haciendo una encuesta, ¿no es molestia un par de preguntitas? y yo le dije que no, entonces me da a elegir entre estos temas uno de mi interés: Peluquería, Electrónica, Dactilografía o Idiomas. Idiomas, dije yo, por descarte, sin otra razón de mayor valor. ¿Me puede dar su nombre y dirección? dice y yo comienzo a dictarle mis datos hasta que en un momento pienso ¿Por qué carajo tengo que decirle esto a este tipo? entonces en vez de tercero ce le digo tercero é donde vive un vecino que odio. Luego, al día siguiente, charlando con la chica del sexto eme, me enteraré que la gordita que ahora tengo frente a mí tocó timbre en el tercero é, discutió con el energúmeno que allí mora, bajó ofuscada, 34


preguntó a la portera, subió maldiciendo a su compañero y tocó el timbre del tercero ce) —Pero... ¿es usted Ignatz Niemand o no? —Sí, ya le dije que sí. —Entonces usted pidió un curso de idiomas... —No, yo no pedí nada. —¿Cómo? Acá dice bien clarito —me muestra un formulario— «Ignatz Niemand, Calle de los Sonidos 19, 3° E». —Tercero ce. El é es acá enfrente. —¡Ah sí! ¡Encima eso! ¿Por qué mintió? —enojada. —¿Yo? ¿Yo no mentí? —miento— Habrá sido alguien que me quiso hacer una broma. —Sí, dale. Déjate de joder. ¿Querés que lo traiga al que te encuestó, para ver si fuiste vos o no? —Yo... Yo no pedí nada, creeme. —Mirá, acá dice clarito Ignatz Niemand, y ese sos vos. —Sí, soy yo. Pero no pedí NADA. ¿Entendés? N-A-D-A. —¡No te das cuenta que una está trabajando, desgraciado! —Me doy cuenta, pero no me interesa ningún curso. —¡Te lo traigo al que te encuestó, a ver si me decís lo mismo frente a él! —¡Chau! —le cierro la puerta en la cara. La oigo gritar, patear, llorar, «Turro», «Hijo de puta». Se va. La vergüenza por lo hecho me atormenta un par de semanas. Ya sé que les parecerá increíble conociendo al Ignatz Niemand de hoy día, pero en aquel entonces (aunque, como ya dije, con la confusión temporal que hay, difícilmente tenga sentido hablar de «hoy día» y de «en aquel entonces») yo era un pusilánime patético que se preocupaba por todo. Afortunadamente, los golpes de la dura vida en el espacio me han curtido el carácter y ahora soy nada más que «patético». 35


La cuestión es que, pese a que la venta no se concreta, mi nombre y mi dirección quedan en la base de datos del Instituto Para la Superación del Individuo, y ahí permanecen, guardaditos en una computadora por unos años, y nada pasa. Nada, hasta que llega un email infectado con un virus informático llamado «Demoniacus el Grande», el cual tiene dos particularidades muy interesantes (además de un nombre idiota): ingresa en las bases de datos y reemplaza una de cada diecisiete direcciones ingresadas por «Casilla de Correo 74 - Guanaco Tierno (provincia de Tierra Adentro)» y es un virus extraterrestre, originario del planeta Noxiddnanosam. Ahora bien, ¿cómo llegó este virus a una computadora en Villa Jalfmún en una época en que no teníamos relaciones con otras especies de la galaxia (lo que no implica negar la presencia de alienígenas a lo largo de la historia, simplemente es que estábamos tan preocupados en encontrar enanitos verdes, cabezones grises y gigantes super-arios que no nos dábamos cuenta de todos los extraterrestres que nos pasaban por al lado) y por qué derivaba una de cada diecisiete paquetes a una casilla de correo en un pueblito de provincia? Empecemos por la llegada del virus. Resulta que la susodicha computadora estaba operada por una simpática secretaria llamada Margarita Rosa Perales, quien tenía una amiga, Natalia Sturgeon, que era correctora en Ediciones Entalpía, casa editorial que estaba por publicar la biografía no autorizada del ídolo de la canción Christian Martínez, el cual hacía suspirar al romántico corazón de Margarita. El email en cuestión parecía haber sido enviado por Natalia y en su Asunto decía «Creo que esto te va a interesar». El archivo adjunto se llamaba «christian.doc.pif» y Margarita no sospechó nada, incluso después de leer trescientas veintisiete páginas en las que no se mencionaba ni una vez a Christian Martínez (que Margarita fuera simpática no implicaba que fuera inteligente). Por su parte, el bendito virus fue traído a la Tierra por Estanislao Morapio, el autor del best seller Yo visité Gadolinium. Por si no lo saben, Morapio era un modesto imprentero de Santa Paz de la Vera Efigie, quien, el 15 de Abril de 1983, se dirigía en su auto a Guanaco Tierno (provincia de Tierra Adentro), población donde vivía su madre, doña Regustiana Diquealuego de Morapio. Era una noche sin luna y la ruta 55 se presentaba sorprendentemente vacía. »A las dos horas de viaje, justo al cruzar el puente sobre el Arroyo de las Tagarnas, su auto misteriosamente se detuvo. Morapio intentó una y otra vez ponerlo en marcha, siempre sin resultado. Para su sorpresa, al levantar el capot descubrió (además de un par de calzoncillos que había perdido el mes anterior) que el motor estaba convertido en una masa hirviente de metal y plástico fundidos. 36


»Perplejo por este extraño desperfecto, comenzó a caminar por la ruta desierta rumbo al pueblo más cercano. Pero no había dado más de diez pasos cuando un infernal y continuo rugido se hizo sentir por toda la desolada llanura. Cubrió sus oídos pero fue en vano: el rugir estaba cada vez más y más cerca. Desde el horizonte, un par de potentísimas luces lo encandilaron mientras se aproximaban a gran velocidad. Pese a estar aterrorizado, los reflejos de Morapio respondieron y el infortunado imprentero comenzó a correr en dirección contraria hasta que, acorralado contra las barandas del puente sobre el Arroyo de las Tagarnas, se vio obligado a saltar al vacío, salvándose por milímetros de ser atropellado por un camión cargado de cerdos. »Inconsciente tras haber golpeado su cabeza contra una rama de eucaliptus, Morapio rodó por la pronunciada barranca hasta caer a orillas del arroyo donde un par de linyeras robaron todas sus ropas y lo arrojaron a las frías aguas. La poderosa correntada lo arrastró por siete largos kilómetros, hasta desembocar en el Lago Toupolistán, del cual el Arroyo de las Tagarnas es tributario. Su cuerpo inerte fue recogido entonces por un grupo de gadolinitas que estaban de picnic en las cercanías de dicho lago. »Cuando volvió en sí, Morapio se encontró en el centro de una sala redonda, alumbrada por una luminosidad sin precedentes, que parecía emanar de las paredes y del suelo. A su lado estaba un grupo de seres humanoides de extraño aspecto: Su estatura no sobrepasaba el metro y vestían una larga túnica amarilla que ocultaba todos sus cuerpos. Las cabezas de estos seres constaban de una corta y robusta trompa cilíndrica que surgía del medio de un par de globos carnosos unidos entre sí. Todo esto estaba coronado por una espesa melena enrulada, en la cual estaban ocultos unos pequeños ojitos. »Al ver que Morapio recobraba la conciencia, el que parecía el líder, le habló así: »—No te asustes, Terrícola. Estás en una nave de Gadolinium, un planeta perteneciente a la Confederación de Civilizaciones Extraterrestres, y nuestra misión es observar vuestro primitivo mundo. Hemos notado, con creciente horror, que habéis llegado a un nivel de desarrollo tecnológico que os pone en una encrucijada cuyos caminos conducen uno a la total extinción de la vida sobre la faz de la Tierra y el otro al más absoluto desastre ecológico. Por eso llevarás este mensaje a vuestros Líderes: «Gobernantes Humanos: deberéis abandonar el uso de la energía nuclear y la tala indiscriminada de la selva tropical, no realizareis más experimentos genéticos, no tirareis basura en las calles y Destruiréis todos los discos de Christian Martínez. De lo contrario, la Confederación de Civilizaciones Extraterrestres os advierte que no se hará

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responsable por los daños que pudieran ocurrir por el uso incorrecto de ascensores y escaleras mecánicas». »—Disculpe, quizás esté diciendo una ridiculez, —interrumpió Morapio— pero ¿a ustedes les parece que los Líderes de la Tierra me van a atender a mí, un humilde imprentero de Santa Paz de la Vera Efigie?» »El rostro del gadolinita se ensombreció con una mueca de desconcierto y frustración. »—Oia. —exclamó. »—Si quieren, puedo llegar a organizar un petitorio para solicitarle a la Municipalidad de Santa Paz que arregle de una buena vez por todas los baches de la Avenida del Repositor... »—Y... bueno... pero no es lo mismo. »—No, claro. Pero, qué quiere que le diga, más no puedo hacer. »—Lástima. »—Sí. Una verdadera pena. »—En fin... más se perdió en la guerra, ¿no? »—No sé. Depende de qué guerra. »—Bueno, yo me refería a cualquier guerra. »—Hmmm, no, no, no, no. No generalicemos, amigo, no generalicemos, que después vienen las lamentaciones y el rechinar de dientes. »—Los gadolinitas no tenemos dientes. »—Ah. »En este momento, una puerta que hasta ese momento había permanecido oculta en la brillante luz se abre, dando paso a otro gadolinita, presumiblemente de mayor rango ya que su túnica era roja y de mejor calidad. Su rostro denotaba irritación y, ni bien estuvo cerca de Morapio, comenzó a propinarle sendos puñetazos mientras gritaba: »—¡Así que el señoritingo se anda haciendo el melguizo y no tiene queseoques de pintiparar el buzaque! ¡No, si humano tenía que ser, queriendo empergilear más alto que el trefelentiano! ¡Estornino! ¡Jurel de una gran garlopa! ¡Y 38


encima anda eglutando morrijeces sobre las carrucas y las flaturas! ¡Hay que ser pelendengue! ¡Checoslovaco! ¡Ahora, en castigo, se me reviensa bien la catalina y me escamocha en la jitora que le voy a estrubar las traques hasta que se le culven en pedanas! ¡Y ojito con brugular! »Dicho esto, se retiró por donde había venido. »—Je, bueno... ya oyó al Comandante... hubo un pequeño cambio de planes... —explicó el primer gadolinita con su mejor cara de circunstancias, mientras se escabullía por otra puerta—. Pero no se preocupe, si se relaja no duele tanto y, en una de esas, hasta termina gustándole. »Dos meses más tarde, Morapio reapareció en su casa, saliendo de adentro del lavarropas. Vestía un conjunto de pollera larga tableada y camisa de algodón melange, suéter al tono en el cuello, boina y anteojos negros. Se paseaba a grandes zancadas por el living comedor, enseñando sus genitales mientras exclamaba con insistencia: «¡El churrasco lo quiero vuelta y vuelta!». Su mujer y dos hijos lo miraban perplejos, sin comprender: ¡Morapio había sido siempre un vegetariano militante! »Cuando recuperó la calma (hace aproximadamente quince minutos) Morapio relató que los alienígenas lo habían llevado a su planeta, donde vivió durante veintisiete años, tuvo seis mil trescientas doce esposas, quinientos cuarenta hijos, setenta cuñados y un millón ochenta y cuatro mil setecientos treinta y tres suegras. Además, combatió en las filas de Gadolinium durante la Guerra Intragaláctica contra las huestes del Imperio Zzrick, recibiendo, por su heroico desempeño, la Cruz de Saint Embarrás du Choix; se retiró con el grado de Comandante Adjunto de la Legión Interplanetaria de la Confederación de Civilizaciones Extraterrestres; fue galardonado con el premio Moinichoiaphor por su prolífica obra literaria, que incluye títulos como Creo que tu madre es un travesti, Yo no soy lo que tú te imaginas y Un semental en el convento; fundó la Agrupación Pro Ayuda al Niño Corrupto y ganó fama y fortuna como el simpático conductor del programa ómnibus Las mañanitas de Gadolinium tienen un qué sé yo que las hace ideales para un salpicado de noticias y buen humor. »Actualmente se encuentra finalizando su libro Yo visité Gadolinium, en el que recopila todas las notas que recogiese durante su experiencia en dicho planeta y que seguramente se convertirá en el libro de cabecera de todos aquellos que se interesan en el fenómeno OVNI. (Rickettsia, Basidio, ¿Hay vida antes de la muerte?, págs. 142 a 150, Ediciones Entalpía, Villa Jalfmún, 1993).

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Por lo que me pude enterar, el virus «Demoniacus el Grande» había infectado la laptop de Morapio durante la ya mencionada Guerra Intragaláctica contra el Imperio Zzrick cuando Estanislao ingresó vía módem a la computadora de la nave enemiga «Zzra’hadd’oopm» y destruyó los programas centrales de navegación, ciento cincuenta y tres bases de datos con información sobre toda la Galaxia y una bocha de jueguitos que estaban muy buenos y es una pena que se hayan perdido. Esta acción de terrorismo informático hizo que el conflicto, muy desfavorable para las tropas gadolinitas, diera un giro de 168 grados y se produjese, diez años más tarde, la aplastante victoria que todos conocemos. Pero toda victoria tiene su costado de derrota, pues, como ya dije, al ingresar Morapio a la computadora Zzrick, infectó su laptop con el virus informático llamado «Demoniacus el Grande», el cual había sido desarrollado en el planeta Noxiddnanosam, hacía más de cuarenta generaciones cuando los Zzricks habían anexado dicho planeta a su imperio. Este virus había sido creado por un desconocido hacker quien, imbuido de un fervor patriótico, se lo envió al Comando Supremo y Rebelde «Noxiddnanosam Libre», la principal fuerza de resistencia contra la ocupación Zzrick. La idea era que, desviando uno de cada diecisiete envíos postales hacia una casilla de correos de un pequeño poblado de un planeta desconocido para los Zzricks, la confusión que se iba a generar entre los odiados invasores sería tan grande que le permitiría al Comando Supremo y Rebelde «Noxiddnanosam Libre» atacar por sorpresa y echarlos del planeta. En realidad, el plan original no salió como se deseaba pero la existencia del virus ayudó bastante en la victoria, ya que los Zzricks abandonaron Noxiddnanosam tras una masiva intoxicación con pegamento de estampillas que diezmó a una importante porción de la casta dominante. La razón de la elección del número 17 es simple: los noxiddnanosamitas tienen 17 dedos (cuatro por mano y uno extra que les crece debajo del ombligo), de allí que toda su numeración sea en esa base. Pero, ¿por qué «Casilla de Correo 74 - Guanaco Tierno (provincia de Tierra Adentro)»? Esto implica presentar a los Pdjésm’th, una especie con la que aún no hemos hecho contacto pero con la que indefectiblemente deberemos hacerlo dentro de exactamente 591 años para que toda esta historia tenga sentido. Los Pdjésm’th son una de esas excentricidades que la Naturaleza se permite de tanto en tanto, ya que ellos avanzan en el Tiempo en dirección contraria a la del resto de las especies conocidas del Universo. Esta particularidad los convierte en unos pésimos invitados a una fiesta, ya que cuando creés que se están yendo en realidad apenas están llegando.

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Dentro de unos 798 años, desde nuestra perspectiva, perderemos contacto con ellos. Desde la de ellos, estableceremos contacto, el cual se perderá 137 años antes/después cuando nos volvamos demasiado «primitivos, salvajes y decadentes» para esta refinada civilización. Que este mismo desencanto les ocurra con cuanta otra especie tienen contacto no parece darles una pista a los Pdjésm’th de que van en contracorriente, ellos están convencidos que es su apego a una estricta disciplina ética y moral los que los mantiene progresando mientras el resto del Universo cae en la barbarie y las Eras Oscuras. Casi al finalizar su contacto con los humanos (según su perspectiva, según la nuestra, es al comenzar el contacto), cuando las poblaciones comenzaban a tener su propia identidad y no eran una masa urbana indiferenciada que cubría toda la exhausta superficie del planeta, un animador radial Pdjésm’th descubre la existencia de una ciudad llamada Guanaco Tierno. Dado que para los Pdjésm’th «Guanaco Tierno» es como familiarmente se denomina a «aquel que acaricia la rabadilla de los prepúberes con finalidades estetizantes», la broma fácil no se hace esperar y en unos pocos meses la frase «¿Dónde vivís? ¿En Guanaco Tierno?» se convierte en la muletilla de grandes y chicos. Para cuando los Pdjésm’th llegan a Noxiddnanosam (eso fue hace varios siglos, aunque no es posible precisar esta fecha con exactitud ya que los Zzricks destruyeron, borraron y quemaron todo archivo, biblioteca, computadora o memoria del planeta y para cuando los noxiddnanosamitas lograron librarse de los invasores ya no había quien recordase con certeza cuando sucedieron los hechos históricos, así que se decidió que cualquier cosa previa a la invasión Zzrick había ocurrido «hace varios siglos»), ya ésta es una parte de su lenguaje cotidiano, por lo que es probable que el misterioso hacker se haya inspirado en esta humorada Pdjésm’th al desarrollar a «Demoniacus el Grande». Que Guanaco Tierno sea el lugar donde habitaba la madre de Estanislao Morapio es, simplemente, una coincidencia y no debe ser interpretado de otra manera. Volvamos al Instituto para la Superación del Individuo, donde mis datos yacían olvidados hasta el ingreso de «Demoniacus el Grande». El virus al activarse «me encargó» las cinco cajas del curso de inglés, las cuales fueron enviadas inmediatamente a la bendita Casilla de Correo 74 en Guanaco Tierno. En donde podrían haberse quedado llenándose de polvo si no fuera que, hará cosa de unos siete años, un grupo de Ae’n Çalgirp, huyendo de una muerte segura por haber expresado disconformidad con el régimen de Magr’stebra el Grandiosamente Imponente, terminaron, tras un largo periplo, en esta pequeña población. Debido a la obsesiva compulsión de los Ae’n Çalgirp por hacer orden y acomodar hasta lo acomodado muy pronto el plan41


tel del correo de Guanaco Tierno estaba completamente conformado por estos refugiados. Estos buenos muchachos muy pronto notaron la descomunal acumulación de cartas y encomiendas en la bendita casilla de correo 74. Lo lógico hubiera sido eliminar tanto papel perdido, o, al menos, devolverlo al remitente. Pero los Ae’n Çalgirp se tomaron muy a pecho la idea de que el correo debe de ser entregado a toda costa. Así que trataron de contactarse con el propietario de la casilla, quien resultó ser un Pdjésm’th llamado Yvael No’dpj. Claro que cuando los Ae’n Çalgirp lo encontraron Yvael aún (según su perspectiva) no había estado ni en Noxiddnanosam ni en el decadente planeta Tierra y, por lo tanto, no tenía la más puta idea de lo que le hablaban. Pero hacía veintisiete años (¿o dentro de veintisiete años?) sí iba a estar en Noxiddnanosam, adelantándose varios siglos a sus congéneres, donde se encontró con una pujante y avanzadísima civilización que conocían mucho acerca de los Pdjésm’th, quizás hasta demasiado. Esto desconcertó al pobre muchacho, ya que había llegado de pura casualidad a ese inexplorado sector de la galaxia, arrastrado por una feroz tormenta cuántica que lo alejó incontables años luz del espacio conocido por los Pdjésm’th. Y, como los Pdjésm’th de los cuales los Noxiddnanosamitas hablaban eran mucho más poderosos y avanzados que sus contemporáneos, Yvael erróneamente dedujo que, en realidad, los habitantes de este desconocido planeta lo estaban confundiendo con uno de sus dioses, por lo que pensó que no sería mala idea volver a casa, avisarle a unos amigos, regresar a Noxiddnanosam y sacarle el rédito a la situación. También, lamentablemente, conoció la leyenda del misterioso hacker que venció a los Zzricks con el virus informático «Demoniacus el Grande». Al escuchar la historia, Yvael tuvo una confusa mezcla de sensaciones: por un lado le causó muchísima gracia que el virus desviase el correo a una población llamada «Aquel que acaricia la rabadilla de los prepúberes con finalidades estetizantes», y por otro le despertó un extraño temor supersticioso cuando recordó que veintisiete años antes un grupo de carteros Ae’n Çalgirp le había dicho que era dueño de la famosa casilla de correo 74. Y esta confusa mezcla le dio la mala idea de desviarse un rato hacia el primitivo planeta Tierra (donde alguna vez su tatarabuelo fuese Embajador Adjunto, en una mejor época, cuando esos humanos sabían comportarse civilizadamente, no como ahora que apenas recuerdan cómo usar la energía atómica), adquirir la casilla y cumplir con tan ridículo destino, no sea cosa que algo malo le pase, ¿no?, demostrando sin proponérselo la ambivalencia de las cábalas y oráculos, ya que lo que después —¿o antes?— le pasó a Yvael no fue muy bueno que digamos. Al menos para él. Cuando salía del sistema solar y entraba en la nube Oort una horda de Bbreeeps salvajes atacó su nave, lo violó y luego se lo almorzó, no sin antes entregar el corazón aún palpitante 42


de Yvael al Omnipotente y Maravilloso Gahr’zut, Dios entre Dioses, Arriero de la Tormenta y Padre de los Truenos que hacen «¡Bbroooomp!”, obteniendo así una copiosa cosecha de humuluhulumulukuvulus y aumentando la fertilidad de sus a-aswokhs en un 85%. Pero el triste final de Yvael no importa para esta narración. Lo que sí importa es que él se negó tan rotundamente que los carteros Ae’n Çalgirp no tuvieron más remedio que aceptar su palabra. Lo que no quiere decir que se quedaron tranquilos, y cuando descubrieron que un virus informático había sido el responsable de que todos esos envíos se hubieran acumulado en la casilla 74 no lo dudaron ni un instante: incendiaron la oficina de correos de Guanaco Tierno (ya que es costumbre de los Ae’n Çalgirp quemar sus viviendas cuando se mudan, en recuerdo del acto de abandono del hogar paterno que hiciese el dios creador Çã’sooza quien, según se lee en la Tablilla 15, Columna II, Canto 4, versículos 33 al 36 del Ü-Khy o «Sagrada Epopeya Donde se Narra el Origen del Universo y de Casi Todo lo que Hay en él»: «Prendióle fuego Çã’sooza a la casa de L’lorr, sin mirar atrás, prendióle fuego a la casa de su padre, diciendo: «Prenderé este fuego en tu casa para que arda y salga quemada tras este incendio», así decía Çã’sooza mientras acercaba la antorcha a la casa de L’lorr, a la casa de su padre, sin mirar atrás») y partieron por todo el planeta Tierra en busca de los propietarios del correo perdido. ¿Adivinen quién fue el único al que no pudieron encontrar? Pero lo encontraron al profesor Geschwür am Zwölffingerdarm, quien no tuvo mejor idea que darles una nave y decirles que «el Capitán Niemand va seguido por la estación Esion Fotra IV, yo que ustedes probaría por allí», consejo que siguieron al pie de la letra. Cuatro meses después me encontraron en Esion Fotra IV, más precisamente en el bar de Fwarcdrof, tomando unas cervezas con mi buen amigo Mutx Ketoff, quien me contaba un chiste (Mutx Ketoff es un rek’c ufreh-tom de la provincia K’co Cymk’cus de la República Namuo Yk’cuf, los cuales son considerados los más graciosos de todo el sistema Tih Sta E):

© Saurio

—Resulta que va Jh’a-y-mhi-to caminando por la calle y se encuentra con la maestra. «Hola, Jh’a-y-mhi-to», dice ella «¿Querés meterme el dedito 43


en el ombliguito?» «¡Por supuesto, señorita!», contesta él y se lleva a la maestra a un potrero cercano. Al rato Jh’a-y-mhi-to dice «¿Le gustó, señorita?» «Sí», contesta la maestra. «Pero ese no era mi dedito...» dice Jh’a-y-mhi-to y la maestra responde «Bueno, ese tampoco era mi ombliguito... y los bichitos que te están picando cerca del dedito se llaman ladillas». ¡Jjjajjjja jj! ¿No es graciosísimo? —La verdad, creo que se pierde bastante en la traducción —digo yo y en eso escucho que alguien dice a mis espaldas: —¿Usted es Ignatz Niemand? ¿El famoso Capitán Ignatz Niemand? La experiencia me enseñó que cada vez que alguien me hace esta pregunta termino de culo en el suelo y con un ojo en compota. Ni me molesté en contestar, tiré la mesa y las sillas y corrí por los atestados pasillos de la estación. Y el Ae’n Çalgirp atrás mío, llamándome a los gritos. Como no podía perderlo me subí a mi nave, pisé el acelerador y enfilé hacia el supraespacio gamma (para los que no están muy familiarizados con el viaje interestelar, sería el equivalente de ir a campo traviesa por un terreno pedregoso y lleno de pinchudos yuyos durante una descomunal tormenta para acabar en un bosque donde se dice que hay una jauría de lobizones hambrientos de carne humana). Obsesivo como pocos, el Ae’n Çalgirp me siguió. Me metí en una nube de cationes. Atravesé el cinturón de asteroides G3P (que más que cinturón es un corset). Disparé una cortina de epsilones. Arrojé clavos miguelito. Pero no había caso. No importaba la maniobra evasiva, él iba atrás mío, firme en su propósito, tocando bocina. Así que no me quedó más remedio que recurrir a una medida desesperada: el Giro Snakefinger Lithman. Que consiste en hacer un triple barril en reversa cambiando cada cinco segundos de hiperespacio (los detalles técnicos de esta peligrosa maniobra pueden leerse en el «Manual de Espacionavegación Avanzada» de Nigel Senada - Edweena Publishing House, Vileness Fats, 1972). Un movimiento en falso y acabás perdido en un vórtice espacio-temporal de clase Theta 9, lo que en criollo significa que si tenés la suerte de salir de él, rezá para que toda tu individualidad lo haga en el mismo momento y en el mismo lugar (a menos, claro está, que te guste que tu hígado aparezca a veinte años luz y a treinta siglos de distancia de tus riñones y ambos a ocho metros y cinco minutos de tu cerebro. Y aún en este caso uno puede considerarse afortunado, ya que la muerte es instantánea. Mucho peor es terminar desparramado por 44


todo el continuo espaciotemporal, transformado en un fantasma cronosinclástico, créanme). No estaría contando esta historia si no lo hubiera logrado. Y si bien esta maniobra me sirvió para perder definitivamente a mi perseguidor, lamentablemente, también me sirvió para ir a parar a la órbita del planeta Kevork, donde me atraparon y me acusaron de ser un espía pebcak. La guerra entre los kevork y los pebcak era el más reciente episodio del colapso de la Federación Zinkwatshulaik y que ya estaba tomando visos de tragedia. Esta Federación había sido creada tras el derrumbe del Imperio Zzrick por la victoriosa Liga Aliada de Unidad Planetaria Contra el Imperialismo Zzrick (a la cual pertenecían la Confederación de Civilizaciones Extraterrestres, la Confederación Unida de Civilizaciones Galácticas, la Unión de Planetas Prolíficamente Poblados y el Concilio Planetario II) con el sólo propósito de controlar un cuadrante bastante belicoso de por sí. Al producirse el enfrentamiento ideológico entre la CCE y la UPPP (lo que tuvo como resultado la desaparición de la LAdUPCeZ y casi un siglo de tensiones en todo el Cosmos), la Federación Zinkwatshulaik quedó dentro del área de influencia de la UPPP y, por más de setenta y cuatro años, una cierta paz reinó en la región. Al disolverse la UPPP, hace veintitrés años y como consecuencia del terrible grado de superpoblación alcanzado por la UPPP que hizo que un día, al decir de un testigo, hubiese «más gente de la que entraba y de repente nos empezamos a caer todos por el horizonte», la Federación quedó librada a su suerte. Pronto los viejos odios afloraron a la superficie y antiguas rivalidades, olvidadas por siglos, salieron a la luz y todo el cuadrante se convirtió en un campo de batalla. Primero fueron los Pamexum contra los Barff y los Kevork, luego los Kevork contra los Barff y los Pamexum, luego la Guerra Civil Barff, la Guerra Santa de los Tarkin contras los Impíos Jeps, la Venganza de los Jeps, la Crisis de los Pebcak, el Cisma Pamexum (que los dividió en la República Pame y el Cónclave Xum), la Microguerra Ized-Inem, la Invasión de los Inem al Feudalato Disidente Paztrum, la Réplica Pebcak que acabó con los Ized, la Operación de los Xum contra los Tarkin, el Contraataque Barff a los Pamexum (quienes se juntaron sólo para la ocasión), el Nuevo Cisma Pamexum (que originó al Albaceato Pam y a la Camaradería Exum), la Disolución de los Jeps, la Guerra Fría de los Morlaks contra los Paztrum y los Inem, la Guerra Independentista JaDreZor contra la Dominación Reecot y ahora la Lucha Kevork-Pebcak por los Territorios Irredentos al Sur del Sistema Qraqardíz. Dicen que no hay que juzgar a una persona por su aspecto exterior. Pues bien, parece que los kevork se han tomado este principio al pie de la letra porque ni yo ni todos los demás que estábamos en la celda teníamos el más 45


mínimo parecido físico con un pebcak. «Justamente, por eso es que son espías» fue la explicación que recibí a mis protestas. Quiso la suerte que entre los invitados oficiales a la ejecución pública de los «sucios perros enemigos» estuviese mi entrañable amiga Maripili Soterrada, quien exclamó: —¡Ey! ¡Paren! ¡Ese no es un espía! ¡Ese es Ignatz Niemand! Con eso hubiera bastado. Al fin y al cabo, Maripili era una reconocida espía halsbrünstigpfefferbeilebendigem y su palabra contaba como la opinión de un experto. Pero la desgraciada siguió diciendo: —¡A quién se le ocurre que semejante pelotudo puede ser un espía! ¡Si yo les contase...! Y les contó. Mierda que les contó. Yo no soy un tipo al que le cuesta admitir sus fallas, no tengo problemas de revelar mis múltiples falencias, mis torpezas más patéticas. Pero lo que sucedió en Nosredna XLVI cuando conocí Maripili me da tanta vergüenza que no me animo a reproducirlo acá. Sólo, porque es parte importante de este encadenamiento causal de casualidades, mencionaré que en algún momento de la bochornosa anécdota salía a relucir la leyenda del Planeta Perdido de los Torremonteros. Esta leyenda, resumidamente, dice lo siguiente: Los torremonteros que actualmente pueblan por millones el cosmos son todos descendientes de una expedición que salió desde su mundo rumbo al séptimo planeta de su sistema solar hace cientos de miles de años. Finalizada la misión, los torremonteros regresaron a su hogar pero no sólo nunca llegaron sino que terminaron a varios años luz de su origen. Las causas de este desvío se desconocen, puede que se haya debido a una distorsión supraespacial, a un error en los sensores o, incluso, a la ineptitud de los torremonteros que enfilaron en dirección contraria, alejándose. Lo cierto es que jamás pudieron volver a encontrar su mundo natal, del cual no recuerdan ni siquiera el nombre, pese a que lo han buscado desde entonces. Lo único de que están seguros es que era un planeta precioso, lleno de placeres y delicias y que en una montaña sagrada se ocultaba el secreto de la inmortalidad y la eterna juventud. Durante mi vergonzante visita a Nosredna XLVI, y por razones que no vienen al caso mencionar, encontramos un viejo manuscrito sanegóresanóz que describía una ruta hacia algo que bien podría ser el Planeta Perdido de los Torremonteros. Los sucesos posteriores (los que causaron mi gran opro46


bio) hicieron que jamás pudiéramos ir a comprobar la existencia del buscado planeta, ya que el manuscrito se perdió en mi huida de Nosredna XLVI. Cuando Maripili terminó de contar el incidente que me avergüenza, toda la multitud en Kevork estalló en una carcajada, incluso mis compañeros del patíbulo, quienes murieron con una sonrisa en los labios. Pero uno de los presentes, un auténtico espía pebcak dicho sea de paso, no sólo disfrutó de la hilaridad de la anécdota sino que recordó haber visto hacía un par de años en manos de un coleccionista de antigüedades de Mesfouters un manuscrito que se parecía bastante al que Maripili había descripto. Así que ni bien terminó con sus labores intrigantes (que dieron como resultado el exterminio de treinta mil kevorks en la colonia de J’ythou B’) se dirigió a la casa de este coleccionista, lo asesinó y robó el manuscrito. Las indicaciones eran claras, en la medida de que puede ser claro algo escrito en un texto antiguo. Al parecer había que comenzar el periplo en el sistema Edreveneple, entre las órbitas de los planetas Ojorognorop y Ajnaranahcrag. Cuando en el primero comienza la estación de las lluvias y en el segundo está por terminar la temporada de las berenjenas ambos mundos determinan una recta que, a los siete novenos de su longitud, cruza por encima de un pequeño agujero negro custodiado por el temible demonio C’Ulso’Usmam-Ain. Quien quiera ingresar por este túnel subespacial deberá ofrendarle diecisiete galligüinos vírgenes y contestar el siguiente acertijo: «¿Cuál es el animal que a la mañana camina en cuatro patas, al mediodía en dos y a la noche en tres?» La respuesta es el sarcomieloso colirrayado (y no el Hombre, como puede hacernos creer nuestro condicionamiento cultural), un tímido marsupial de los bosques de Séptima Aumentada que, efectivamente, desde el amanecer hasta las doce es cuadrúpedo, luego es bípedo hasta caer el sol, cuando se vuelve trípedo hasta que se duerme. Resuelto este enigma, C’Ulso’Usmam-Ain le abrirá las puertas del agujero negro y le entregará una vela al solicitante. Ya del otro lado del túnel uno se encuentra en el cuadrante µ. Debe entonces ubicar la estrella conocida por los Greihs como «Ojo Rojo de Macoolmafinn» y mantenerla siempre a dieciocho grados hacia la derecha en la consola de navegación. Luego de recorrer quinientos cincuenta y tres minutos luz se llega a un sector del espacio donde se divisan los pulsares Yction X-3 y Phos M-9. El punto en el que las emisiones lumínicas de ambas estrellas pulsantes se cruzan marca la dirección hacia donde el viajante debe dirigirse. Es ahora cuando debe encenderse la vela y, manteniendo una velocidad crucero de warp-25, navegar en línea recta hasta que de la vela no quede más que un charco de parafina. Si todo va bien, uno se encontrará orbitando un mundo que es el Planeta Perdido de los Torremonteros, siempre y cuando 47


sea verdad lo que el explorador Greebo Oggle le contó al Emperador Boromil V. Aparentemente no lo era, aunque en sesenta y cuatro mil quinientos treinta y siete años las cosas pueden cambiar un poco. En principio porque en los últimos diecisiete mil doscientos años habitó ese planeta una especie inteligente que no tiene ninguna similitud genética con los torremonteros, ni siquiera remontándonos muy atrás en la historia evolutiva de la vida en dicho planeta. La historia de esta especie debería dejarnos una enseñanza a las restantes del cosmos, que andamos coqueteando con la destrucción masiva y la energía nuclear: hace poco más de trescientos años la mayoría de la población había progresado considerablemente en el campo tecnológico, aunque no dominaban las sutilezas del vuelo espacial. Esta especie era muy territorial y belicosa y toda su larga historia estaba plagada de guerras, cada vez más sangrientas y cada vez más masivas. La tensión fue creciendo a lo largo de los últimos siglos hasta que hace unos trescientos años se produjo una guerra devastadora, con tremendas armas de destrucción que aniquilaron a toda la población excepto a un pequeño grupo de cazadoresrecolectores que vivían en el desierto de !Kwalamalahamamala, los Nayabalambaybay, quienes se salvaron porque su árido hábitat fue el único lugar donde la letal lluvia radiactiva no llegó. Pasado un tiempo, los Nayabalambaybay encontraron que la presión civilizadora que los había ido arrinconando a lo largo de la Historia en este duro desierto no existía más y comenzaron a expandirse. Así, con el correr de los años fueron extendiéndose por el globo, descubriendo las ruinas de la antigua civilización que, con diversos matices culturales, había dominado al mundo hasta hacía muy pocos años. Dotados de una poderosa capacidad adaptativa (producto de haber vivido por milenios en un territorio hostil), los Nayabalambaybay enseguida comprendieron las funciones de las diversas tecnologías que iban encontrando en su camino y, si bien no podían generar nuevas invenciones a partir de éstas, rápidamente aprendieron a utilizarlas y construir otras similares. El espía pebcak no conocía a los torremonteros pero estaba enterado de su pacifismo natural y de su filosofía de respeto por todas las especies vivientes, grandes y pequeñas. Por eso, cuando aterrizó en lo que creía que era (y probablemente lo fuese) el Planeta Perdido de los Torremonteros, salió desarmado de su nave, con rostro afable y exclamando «¡Hola amigos! ¿Cómo están?». El hoyo de bala que apareció en medio de sus cejas fue la respuesta que recibió por parte de los nayabalambaybay, quienes enseguida descuartizaron su cuerpo y lo devoraron en un banquete ritual. Luego pasaron a estudiar el singular pájaro de combate que este extraño animal había traído para ellos y un año más tarde la tribu yanambay-kambay había subyugado 48


a las demás tribus nayabalambaybay y se disponía a atravesar las distancias del espacio con su flota de ciento veinte naves estelares. La horda nayabalambaybay fue finalmente vencida en la batalla de Azhjioh por el ejército de la Liga Aliada de Unidad Planetaria contra la Horda Nayabalambaybay (la cuál era, básicamente, la Liga Aliada de Unidad Planetaria Contra el Imperialismo Zzrick reunificada a la que se sumó la Asociación Planetaria sin Fines de Lucro, porque, al decir de su presidente el chikkalbalam Poniaondi Dernuchin, «no podíamos quedarnos afuera de la joda como la última vez»), pero en los diecisiete meses que duró la salvaje incursión de estos primitivos seres más de cuarenta sistemas solares fueron arrasados y sus habitantes diezmados. Entre ellos estaba el de Kytenal Ñorda, centro financiero de gran parte de la galaxia y en el que estaban depositados los fondos de la Comisión de Astronáutica de Santa Gregoria de los Cardales. —O sea, este..., usted comprenderá, Capitán Niemand —me decía el profesor Zwölffingerdarm—, no es nada personal, esteee..., pero por el momento..., este..., la situación es desesperante... y la verdad yo no quisiera decirle esto pero... —No se preocupe, entiendo a la perfección —le contesto, y no mentía, por supuesto que entendía a la perfección lo que pasaba, siempre el que la liga es el pobre laburante y mientras tanto los garca de siempre se llenan la barriga con el hambre del pueblo. ¡Ah, si los pudiera agarrar a esos hijos de puta oligarcas comemierda! Los metería en celdas subterráneas y arriba de éstas construiría letrinas, así la gente podría cagarse en ellos como ellos se han cagado en nosotros desde tiempos inmemoriales. ¡A ver qué les parece, culastrunes narizparriba! —Igual es una situación momentánea, no es nada definitivo... —Quédese tranquilo, Geschwür, no hay drama, ya veré qué puedo hacer. Costó poder hacer algo, la verdad sea dicha, porque, bueno, el colapso financiero alcanzó a toda la galaxia y el laburo escaseaba que daba calambre. Al final, y haciendo de tripas corazón, nos juntamos unos cuantos y pusimos una remisería. Al principio éramos Lardei Eskukada, Mutx Ketoff, Sarbo Qathemochl, Marianela Sotomayor y yo, pero después se fue sumando más gente, las cuentas se fueron haciendo cada vez menos clara y si conservamos la amistad fue sólo por casualidad. Pero eso es otra historia. Una tarde iba a buscar a un cliente al cuadrante cuando algo se atraviesa en mi camino y se me estrella en el parabrisas. Freno la nave, me pongo 49


el traje espacial y, puteando porque hacía dos meses que había dejado de pagar el seguro, salgo afuera a ver qué corno atropellé. Un ángel, lo que atropellé era un ángel, que agonizaba enredado entre los ejes del tren de aterrizaje de la nave. ¡Pobrecito! Aleteaba de tanto en tanto y me miraba con sus líquidos ojos celestes, como pidiendo ayuda. No pude menos que apiadarme y le quebré el cuello, para que no sufriera más. Y no me pareció justo dejarlo ahí tirado, en medio del cosmos. Por suerte estaba cerca de un cinturón de esos asteroides que uno no da dos mangos por ellos, así que fui hasta uno de ellos a enterrarlo. Me sorprendió encontrarlo habitado y con una civilización, primitiva pero civilización al fin. Pero más me sorprendió encontrar allí, aunque muy deteriorada, a la nave del cartero Ae’n Çalgirp que me perseguía hace unos años. Al parecer, el tipo tuvo la suficiente suerte de salir entero del vórtice espaciotemporal de clase Theta 9 algunos millones de años en el pasado y a muchos años luz más hacia el oeste de donde lo vi por última vez, precisamente sobre una colina de este pequeño planetoide del cuadrante donde pasó el resto de su existencia como náufrago acompañado por los antepasados animales de los pobladores del lugar, escuchando una y otra vez los cassettes del bendito curso de inglés. Y es a causa de todo esto que hoy, en cuanto desciendo, una comitiva se me acerca y el que parece el líder me saluda: —Hello, my name is Richard. I’m a student. How are you? © Saurio Todo lo que sabemos es que Saurio no es un animal, que nació en Buenos Aires en 1965, que tiene una esposa Gladys y un hijo llamado Camilo. Con Leonardo Longhi dirigen una web o e-revista bastante literaria llamada LA IDEA FIJA. Pero eso no le impide publicar por aquí, por allá y por acullá. No obstante, no pidan que hagamos un listado de todos sus cuentos porque cada vez que ponemos «Saurio» en el Google sí que salen unos animalejos, a veces de bastante buen tamaño y mucho peor aspecto que el que él ostenta.

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DRAGONES por Judith Shapiro e alejó de su casa y los dragones antes de que la oscuridad se hiciera más profunda. En las calles había poca gente, y casi todos caminaban sin rumbo, sólo un paseo a la luz nocturna para despejar las cabezas de las locuras diarias. El viento no soplaba, y la noche era tibia y tranquila. Alejandro se dirigió al Centro. La refrescante caminata le devolvió su ritmo normal de respiración, luego de la acostumbrada pesadilla de cada noche. No sabía a qué se debía, todas las noches las mismas imágenes, los mismos temores al acostarse. El médico que había consultado cinco meses atrás, después de haber probado todos los remedios de la medicina tradicional, le había recomendado asistir regularmente al Centro de Simulación de Tercera y Cuarta Dimensión, a manera de terapia alternativa. Todos los días a la salida de la Universidad, pasaba una hora de su vida encerrado en una sala luchando con una poderosa hechicera que se convertía en dragón. Así las pesadillas se habían espaciado y casi cesado, pero como esta semana había faltado todos los días, las imágenes habían vuelto. Y ahora estaba pagando el precio. Al doblar una esquina, el edificio del Centro se presentó ante sus ojos. Era una construcción aplastada, llena de pasillos, y con un anciano guardia frente a la gran puerta de entrada. Su trabajo era claramente innecesario dadas las medidas de seguridad que la tecnología permitía, pero la costumbre y el último rastro de respeto del director, habían mantenido al viejo en su puesto. Pasaba muchas horas del día apostado a la entrada, con su traje azul ya muy gastado y su simpático sombrerito. —Buenas noches, Alejandro —lo saludó. —Hola, ¿qué tal, Guido? —contestó él. —Bien, bien —contestó éste a su vez, balanceando la cabeza de arriba hacia abajo y cerrando los ojos. Alejandro pasó derecho al mostrador, donde se dirigió a él un holograma de cuerpo entero de una joven de aproximadamente veinte años. Luego de un breve saludo y la usual presentación, la chica le requirió nombre y número de cuenta, en caso de que tuviera. Alejandro ingresó sus datos, y se encontró con la lista de actividades que le era posible realizar en ese momento. 51


Eligió una de las opciones, y caminó familiarizado por los pasillos haciendo caso omiso de la luz guía. Estaba parado en la sala a oscuras, con el traje blanco que se ajustaba a su cuerpo. Escuchó cómo el episodio se cargaba y algunos engranajes se ponían en marcha, señal segura de que en unos instantes el juego empezaría. Cerró los ojos y se encendieron todas las luces. Se encontraba a pasos de un acantilado. El traje blanco había sido reemplazado por un atuendo más apropiado para el paisaje de alrededor. Giró hasta darle la espalda al vacío y vio ante él la negra figura de la hechicera encapuchada, contra el cielo naranja de la puesta del sol. La tierra se veía negra. En el horizonte hacia la izquierda se distinguía un castillo enredado entre enormes rosales. —Nunca vas a llegar hasta allá —dijo ella—. Nunca. Se miraron unos momentos. De pronto una nube oscura envolvió a la hechicera y una fuerza empujó a Alejandro hacia atrás, haciéndolo trastabillar. Esta vez, se enderezó para encontrar la silueta de un dragón recortada contra el cielo naranja. El dragón rugió y sopló fuego al aire. Le dirigió una mirada asesina. Entonces alzó una pata dispuesto a aplastarlo. Alejandro levantó instintivamente un brazo para protegerse, antes de poder reaccionar de otra manera. El dragón chilló de dolor. Para sorpresa de ambos, un fuerte escudo se había colgado del brazo de Alejandro. Afiladas púas sobresalían de la coraza, derramando la sangre del dragón. Alejandro se agachó, cubriéndose por completo con © Germán Amatto el escudo. El miedo le aflojaba las piernas y le aceleraba el corazón. Buscó en su cinturón la espada que completaría la defensa, y 52


la encontró en una vaina labrada con caracteres arcaicos. Aunque era de hierro, pesaba lo mismo que un lápiz. Se enderezó otra vez, y respirando profundo, se enfrentó al monstruo. Corrió sin pensarlo, con la espada en alto y el escudo listo, derecho hacia el corazón del dragón. Pero éste lo rechazó con la cola, y escupió sobre un árbol seco su catarro de fuego. Pronto, el resto del bosque se contagió, y una muralla amarilla y roja con un guardián de dos metros y medio de altura, lo separaron del castillo. En la tierra, aturdido y con un tobillo doblado, Alejandro sintió el calor que lo rodeaba. Caía la noche y no podía dejar que el dragón pelease con la ventaja del poder que ésta le traía. Observó al animal desde abajo. Miró su largo cuello musculoso, su abdomen, sus patas. Una de ellas estaba sangrando. Era enorme, no podía ganarle por la fuerza, tenía que usar la agilidad a su favor. Corrió hasta el árbol y el fuego más cercano para protegerse de su vista, y pudo respirar aliviado un par de segundos. El dragón gruñó cuando no pudo distinguir a su presa. Pero su olfato pronto lo localizó. Su cola barrió la zona de árboles entre la que Alejandro se encontraba. Él se aferró a ella como pudo y mientras estaba en el aire, le clavó la espada. La sangre brotó, el dragón chilló. Lo zarandeó para ambos costados, intentando hacerlo caer. El muchacho se resbaló con la sangre y se dio un duro golpe contra el suelo. El juego se había terminado. Esperó unos momentos tirado en el piso, mareado y confundido por el cambio de escenario. Cuando su mente hubo descifrado del todo que se encontraba nuevamente en la sala blanca, se levantó muy lento. No se sintió con ánimos de caminar hasta su casa al salir del edificio. Paró un taxi. —A la 5, entre X e Y —dijo, y el coche arrancó.

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Andando por la ciudad, atravesaron el centro comercial. Las calles estaban más vacías ahora, pero era mejor, no le gustaba tener que enfrentarse con el resto de la humanidad después de las sesiones. Se encontraba muy de cerca consigo mismo. Pasaron frente a un boliche, donde un grupo de jóvenes salía charlando y riendo. De repente, una de las chicas se abalanzó contra el auto sin razón aparente, con una lívida cara de ira, y golpeó la ventanilla de la derecha, para caer al suelo, inconsciente. Muy sobresaltado, pero sin dejar de comprender la situación, Alejandro le gritó al conductor que frenara el coche. Enseguida, se bajó y puso en práctica sus saberes. Le tomó el pulso. Casi no se sentía, y no respiraba. Comenzó la maniobra de resucitación. Oprimió el pecho de la chica rítmicamente. Pero cuando apoyó sus labios sobre los de ella, todo se detuvo en un larguísimo instante. No se escuchaba nada, no se movía nada. Todo había parado en el instante del beso, como si un viento repentino hubiera congelado a todos, iluminándolos con un resplandor reseco. La gente del grupo lo observaba exactamente como lo hacían los dragones de sus sueños, con esa perversa lucecita brillando al fondo de los ojos ausentes. En la cabeza de Alejandro volvieron a flotar las imágenes de esa noche. Los dragones, la hechicera, el castillo. Un miedo terrible le llenó los pulmones, y se separó de esa escalofriante mujer. Todo volvió a funcionar, la chica respiró, el grupo rió. Pero el terror en el pecho de Alejandro siguió creciendo como un huracán en tierra. Se alejó de la chica y los dragones antes de que la oscuridad se hiciera más profunda. © Judith Shapiro Judith Shapiro nació en Rosario, provincia de Santa Fe, el 16 de enero de 1989. Eso significa que tiene diecisiete años y es el miembro más joven del Taller 7. Ya ha publicado varios cuentos en Axxón y los que la conocen le auguran una carrera más que interesante, en especial porque trabaja con energía para progresar y no vende la piel del oso antes de haberlo cazado... Es una buena actitud.

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CUATRO RETOÑOS SE TORCIERON por Ezequiel Gaut vel Hartman uando el imbécil de mi amigo Gregorio me vino con la noticia de que había construido una máquina del tiempo, sólo pensé una cosa, y durante los siguientes dieciocho años (tiempo subjetivo) no podría pensar en ninguna otra. Primero les cuento de Greg. Era un tipo apagado y sumiso, aunque bastante creativo; a fin de cuentas le correspondía el mérito de haber inventado una máquina del tiempo. Pero, Dios me dé la paciencia, no era lo suficientemente lúcido como para comprender el momento preciso en que debía reaccionar. ¡La genialidad estaba ahí y él no la veía! No sabía cuando correspondía caer en éxtasis o cuando seguir los movimientos con callada admiración... en suma: nunca entendió nada. Juro que hice todo lo posible por enseñarle. —Es ahora —decía yo—, ¿viste? ¡Ahí, ahí está! —y le señalaba el parlante izquierdo; el bajo había quedado de ese lado; se trataba de una de esas mezclas póstumas hechas para las reediciones de mediados de los setenta. Él me miraba con cara de perro mojado. —Sí... —decía vagamente—, me gusta. En ese punto yo me enfurecía. Estaba claro que esa era la respuesta de alguien que no comprendía; una respuesta cuyo único fin era el de darme la razón como a los locos. Me mordí los labios. «Yo te voy a enseñar a ser condescendiente conmigo», me dije y, acto seguido, le propiné un terrible puñetazo en el estómago. Mientras Gregorio permanecía doblado en el piso anuncié en voz alta: — El dibujo que hace el bajo en ese punto, en relación con el sentido rítmico de la guitarra es... es... —en ese punto me quedé sin palabras. Ahora, en frío, podría decir que eran las notas justas; una idea en perfecto equilibrio; algo virtuoso pero a la vez medido, respetuoso del contexto sin dejar de ser un movimiento brillante... pero las palabras no alcanzan, nunca son suficientes. O se entiende o no se entiende, pensé mirando a Greg con desprecio mientras se retorcía en el piso intentando respirar. —En fin —decía yo al tiempo que trataba de serenarme—, vos no entendés esto y yo no entiendo cómo puede funcionar el chirimbolo ése que inventaste. 55


Dije esto para que nuestra relación continuara siendo amistosa y para levantarle el ánimo; había que ayudarlo a sobrellevar su inferioridad. Durante los siguientes dos días perfeccioné mi plan. Al tercero dictaminé: —¡Vamos al futuro! Para qué contarles. El primer paso fue conseguir dinero, lo que con una máquina del tiempo no es complicado. En el pasado depositamos nuestros ahorros a plazo fijo en dólares en un banco de esos con «solidez», y luego nos dirigimos al año 2040. El banco todavía existía, lo que en la Argentina era ya de por sí bastante milagroso, pero resultó que el dólar se había devaluado en un 546.720.671.903,00002 por ciento. Salí del banco enfurecido. Había que repetir el proceso pero con una moneda que valiera algo en este futuro. Iba a entrar de vuelta al banco para preguntar, pero no hizo falta. La calle estaba atestada de rickshaws. Luego de nuestro viaje al pasado regresamos al año 2040, retiramos nuestra cuantiosa fortuna del banco, escondimos la máquina del tiempo detrás del obelisco y nos tomamos el 86 hasta Ezeiza. Desembarcamos en el aeropuerto de Londres... ¡no saben lo caído que estaba todo! Pero bueno, pensé, mejor así. Empezamos, lógicamente, por saquear los cementerios correspondientes. Las muestras tuvimos que extraerlas de los cuerpos de los hijos; contratamos a un ingeniero genético para que aislara la herencia paterna únicamente. Luego de lavarnos las manos, Greg y yo fuimos a tomar una cerveza; yo estaba tan excitado por los primeros éxitos obtenidos en nuestra empresa que no paraba de hablar verborrágicamente. —¿Te imaginás cuando los escuchemos armonizar juntos? ¡Armonizar! ¿entendés? —Y lo sacudía tomándolo por el brazo—. ¡Van a estar cantando directamente para nuestros oídos, sin intermediarios, como yo te escucho a vos en este momento! —Sí... —decía Greg sin convicción. Conseguidas las jeringas, lo que seguía era el alquiler de los úteros; esto implicaba un leve riesgo, pues se había convertido en ilegal, pero yo no me iba a amilanar por pequeñeces. Una vez que hubimos conseguido los úteros, estuve más tranquilo. Me preocupaba un poco que las dueñas pudieran tratar mal a los retoños, pero les di dinero en abundancia... y para mayor seguridad también las amenacé 56


de muerte, por si acaso. Lloraban de emoción, ¡estaban tan agradecidas! En la Europa del siglo XXI la vida no era nada fácil y cuando alguien venía y te resolvía las penurias económicas a cambio de que le prestaras el cuerpo (al fin y al cabo nada muy distinto de lo que tenían que hacer diariamente para sobrevivir) te agradecían tanto que casi se te piantaba un lagrimón. —¡Excelente! Los primeros dos ya están. Ahora subimos dos años más, hacemos el tercero y luego un año más... ¡y el último! —dije restregándome las manos—, en 2043 exactamente ¿te das cuenta Gregorio? —Sí... —dijo con el tono de siempre. Cuando llegamos al 2058, que es donde esperábamos los primeros resultados, nos enteramos de que las cosas no habían salido acorde con lo previsto. Richard sufrió una peritonitis, tal como le había sucedido al original, pero la copia murió; evidentemente no había recibido los cuidados necesarios. No importó, pues los otros no respondieron como esperábamos. En primer lugar, no se parecían físicamente a los originales. Tuve oportunidad de contemplar el rostro del joven Paul mientras estaba ocupado dando los últimos toques a una complicada maqueta de no sé qué palacio de la antigüedad; sus rasgos estaban, digamos, detrás; como en un segundo plano. Era literalmente otra cara. Cuando me convencí de que esta planta era la misma que yo había plantado 16 años atrás, le pregunté con cautela: —¿Cantás... un poco? —me miró sorprendido. —¿Cantar? ¡No, claro que no! —parecía ofendido—, eso es cosa de mujeres. Me quedé boquiabierto pensando que todo había sido en vano. He fallado, pensé y me invadió el pánico, pero esto sólo duró un segundo; al rato me hallaba aullando eufórico a los cuatro vientos «¡Yo no fallé, lo que falló es el medio!» Con el ánimo renovado y mi orgullo a salvo me detuve un momento a pensar. Estaba claro que había que repetir el experimento, pero esta vez había que elegir un lugar que proporcionara los estímulos necesarios. ¿Cuál sería un ambiente musicalmente propicio y socioculturalmente adecuado? ¡Por supuesto! Volví a los años 2040, 42 y 43 respectivamente, busqué a las cuatro mujeres, las metí en un baúl y, embarazadas y todo, me las llevé. ¿Adónde? Al pasado. A 1940. A los Estados Unidos. 57


Nos instalamos en una granja en Arkansas, las cuatro mujeres Greg y yo. Durante los primeros meses solía sentarme en la mecedora del porche con mi escopeta en el regazo, hamacándome y pensando «voy a ser padre», y cuando esa idea acariciaba mi mente, no podía contener una risita muy aguda y pequeña que subía a mi boca y se me escapaba como agua entre los dedos. Una de las chicas me escuchó y me miró. —¿Se te ofrece algo? —le pregunté mirándola a los ojos. Ella se volvió bruscamente y siguió fregando el suelo. Tenía miedo la muy estúpida. ¡Como si le fuera a hacer algo estando embarazada de uno de los genios más grandes de la historia! Decidí supervisar personalmente la educación de los niños; esta vez no se me iban a escapar. Cuando nació el último empecé a adiestrar a los dos primeros. Les hacía cantar escalas. A veces no querían cantar y me veía obligado a darles rebencazos, cosa ésta que, me apresuro a decir, no me causaba ningún placer. ¡Cómo corrían cuando me veían agarrar el rebenque! Corrían y se atropellaban mutuamen© Germán Amatto te. Y viéndolos así, tan parecidos a los de la película, yo me enternecía hasta las lágrimas y los dejaba escapar. Traje guitarras y un piano. Con la asistencia adecuada logré evitar la muerte de Richard. Me ocupé de ellos, les enseñé, resigné años de mi vida... pero al final todo fue inútil. Gregorio se juntó con dos de las chicas y todavía están aquí; parecen contentas y no les molesta compartirlo. Las otras dos se fugaron. En cuanto a los chicos... lo digo con dolor porque son mis hijos: me decepcionaron. Se negaron a convertirme en el padre de las mejores canciones de la historia; me privaron de ese gran honor. Paul se fue a Missouri y se convirtió en un próspero granjero; tiene varios peones a su cargo. George, después de un tiempo, terminó siendo uno de ellos. Supongo que Paul lo tratará con alguna deferencia por el hecho de que se criaron juntos... pero no sé.

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John está en Chicago. Lo último que supe de él es que andaba metido en una banda de jóvenes que se dedican a pequeños robos y cosas así. Opina que el rock&roll es cosa de negros. No sé por qué es tan iracundo; ve un negro y se pone rojo de furia. Richard, sigue viviendo conmigo. Se burla de mí todo el tiempo; sabe que no puedo golpearlo por su salud delicada y, para mi desgracia, él es el único de los cuatro al que le dio por cantar. Me tortura tocando y cantando todo el día. Se sienta al piano y pega unos horrendos alaridos nasales que pretenden ser esas imbéciles canciones de Bob Hope. Está fascinado con la comedia musical. En cuanto a mí... bueno. Mi vuelo sale del aeropuerto a las 7 y llega a Londres pasada la media noche; cuando llegue no sé cuanto tendré que esperar hasta que salga el ómnibus. Es el año 1959, mi sueño quedó truncado pero al menos seré un espectador privilegiado. © Ezequiel Gaut vel Hartman Ezequiel Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires, Argentina, el 10 de abril de 1979. Estudia antropología, motivo por el cual está escribiendo poco. Pero ya ha publicado un par de cuentos en Axxón y un artículo sobre ciertos aspectos poco analizados de EL EXTRANJERO, de Albert Camus.

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¡RATAPLÁN! por Carlos Daniel Joaquín Vázquez

¡T

ararat, tat, tarat! ¡Tararat, tat, tarat! ¡Tararat, tat, tarat!

Las palabras se dibujaban en su perezosa mente con grandes letras gordas y mayúsculas y él, que sufría de aibofobia, sudó la gota gorda hasta que el tantarantán de los tambores se perdió en el viento. Claro que también se perdieron en la oscuridad el batallón de arqueros, el de mosqueteros y el de lanzadores de mocos venenosos, todos arrastrando los pies al ritmo de los parches. Igualmente, esperó con la oreja pegada al piso hasta estar seguro de que nada o nadie quedara por las inmediaciones y se adentró en el páramo. Corrió y corrió entre los caídos tratando de ignorarlos, saltando de espacio libre a espacio libre, esquivando objetos tumbados, rostros desfigurados y partes de cuerpos que costaría mucho volver a armar. Cuando alcanzó la silueta de la arboleda, saltó sobre lo que parecía un rosal de Pitiminí, se zambulló tras los troncos flechados y balaceados y así quedó, tumbado, imaginándose a sí mismo como una piedra fundiéndose con el polvo y las sombras. Incluso aguantó la respiración todo lo que pudo, a la espera del mínimo ruido que delatara la © Endriago presencia de algún otro, con ese temor extremo de que todo haya sido un esfuerzo inane. Al fin, satisfecho por la ausencia de ruidos, y ante la necesidad de refrescar sus pulmones, soltó el aire retenido y lo recambió con una seguidilla de rápidas bocanadas. Después pasó la lengua por la comisura de sus labios, que sentía de plástico. Algo más tranquilo, apoyó la espalda contra el tronco quizá demasiado recto de un joven almez y se dejó caer hasta quedar sentado. Sobre él, a un par de decenas de jemes, el poco follaje que había sobrevivido a la contienda libraba su propia batalla contra el viento que llegaba vaya uno a saber de dónde. Así sentado se revisó el pie izquierdo, que le dolía una barbaridad. Con mucho cuidado quitó el sicote que cubría la planta del pie para ver qué se había clavado. Una espina enorme y de aspecto extraño asomaba de la planta, y más que 60


espina era como un tapón blancuzco que se hundía en él. Con más cuidado aún, lo retiró. Así acabó todo, porque el tarambana había olvidado que todo el alboroto no había sido más que un juego, que habían aprovechado la noche y el negocio cerrado para divertirse fuera de los escaparates y que él no era más que un pobre, flojo y olvidadizo muñeco inflable. © Carlos Daniel Joaquín Vázquez Carlos Daniel Joaquín Vázquez nació en Buenos Aires en 1968. Es experto informático y docente, lo que no le ha impedido desarrollar una intensa labor como ilustrador, historietista (es el creador de El Encarrilador) y por supuesto, cuentista. En esta faceta parece haber recalado en el relato corto, pero eso es un espejismo motivado por su crónica escasez de tiempo. En cualquier momento regresa al «largometraje» y retoma el universo de CiberMundo Unlimited, en el que se inscriben varios de los cuentos que publicó.

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ESCLAVOS DE LA LUZ por Claudio Biondino scuridad. Un lento desprenderse del letargo profundo, viscoso. Los ojos se abren hambrientos de luz, con la esperanza de adaptarse a la penumbra. Pero no hay tal penumbra, y todo esfuerzo es vano cuando la oscuridad es absoluta. Marco recuperaba la conciencia poco a poco. Primero sintió el frío de la hierba mojada por el rocío, apretujándose bajo su espalda. Después le llegó el aroma de la tierra húmeda y, más tarde, el susurro de la brisa que le arremolinaba los cabellos. Un regusto amargo le invadió la boca. Intentó abrir los ojos, pero tardó aún algún tiempo en comprender que ya lo había hecho. Se incorporó de un salto, bañado en sudor. Buscó, desesperado, una respuesta en la memoria. No tuvo éxito; fue como si se hubiera topado con un cuenco vacío. La huella mental de su nombre permanecía en él, pero se había convertido en una marca arbitraria, carente de identidad. Descubrió que podía evocar también los sonidos del lenguaje, pero buena parte de los objetos nombrados se le aparecían borrosos, irreconocibles. Sabía lo que significaba ver, pero había olvidado, en parte, los contornos de la realidad que alguna vez contempló. La oscuridad se había tragado sus recuerdos junto con la luz. Sólo le había dejado la angustia. —Estoy loco y ciego —se dijo. —No lo estás —respondió una voz a su lado. El sobresalto llevó a Marco a tantear su costado, siguiendo, tal vez, algún antiguo reflejo defensivo. Descubrió que portaba una daga. —¿Quién eres? —preguntó aferrando la empuñadura del hierro. —Tranquilízate. No intento hacerte daño.

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Marco necesitaba respuestas. Aturdido y desorientado, no tenía más opción que confiar en aquella voz. —No tengo idea de lo que está sucediendo aquí. ¿Acaso sabes…? —Yo tampoco igual que tú, en nombre es Lucio. orienté mis pasos

sé lo que ocurre —interrumpió el extraño—. Desperté, al medio de esta horrible oscuridad. Sólo recuerdo que mi Anduve a tientas un tiempo, hasta que vi el resplandor y hacia él. Luego tropecé contigo.

¿Resplandor?, se preguntó Marco. Giró su rostro en todas direcciones.

© Endriago

Y entonces vio el destello. Era imposible calcular la distancia, ya que carecía de otros puntos de referencia. Lo único evidente era que, frente a él, había algo pequeño y brillante. Pero si no estaba ciego, ¿dónde se encontraba? Una nueva idea tomó forma en su mente. —Estamos muertos, Lucio. Hemos muerto y debemos dirigirnos hacia la luz. —Tal vez tengas razón, pero para llegar tendremos que enfrentarnos a ellos. Ya he sido atacado en el camino. —¿Quién nos acecha en este tránsito? —Marco tomó de nuevo la empuñadura de su daga—. ¿Quiénes son ellos? ¿Se trata de demonios? —No lo sé. Lo único que podemos hacer es dirigirnos hacia la fuente de la luz, y quizá logremos averiguar algo. Los dos hombres se pusieron en marcha y avanzaron durante largo tiempo. El terreno era resbaladizo y ondulado; parecía ser un sistema de colinas de escasa pendiente. Por momentos perdían de vista el punto luminoso, pero al subir unos cuantos pasos lo veían reaparecer en el impreciso horizonte. Durante los instantes en que desaparecía detrás de las colinas, Marco temía que ya no volvieran a verlo. Nada garantizaba que aquella misteriosa antorcha continuara guiándolos. Aunque intentaba guardar esos te63


mores para sí mismo, Lucio percibía su respiración agitada durante los breves lapsos de oscuridad total. —No debes temer, Marco —le dijo para confortarlo—. Sé que la luz no nos abandonará aquí. —¿Cómo puedes estar seguro de eso? —respondió Marco, molesto por haber sido descubierto. Lucio rió al captar el malestar en la voz de su compañero de viaje. —No lo sé, amigo. Es sólo una certeza que proviene de mi interior, pero confío en ella. Un aullido lejano pero potente, que se fue transformando en un alarido agudo hasta lo inhumano, los apartó de aquellos pensamientos. —Creo que deberías guardar tus temores para algo mucho peor que la oscuridad —dijo Lucio—. Tendremos que luchar contra ellos antes de llegar a la luz. Y no me preguntes cómo lo sé. Es otra de esas certezas que ni yo mismo puedo explicarme. Marco estuvo a punto de perder el equilibrio y caer cuando el aullido le hizo aflojar las rodillas, pero logró controlarse a tiempo. Decidió no hacer más preguntas. Sólo había un camino y debían seguirlo, fuera lo que fuese aquel enemigo inimaginable que los aguardaba. El terreno se fue volviendo plano y agreste, hasta que desapareció la hierba bajo sus pies. Avanzaban ahora sobre una tierra dura, salpicada de arenales y arbustos espinosos. Esto los obligó a reducir el ritmo de la marcha, y a caminar extendiendo las manos. A medida que se internaban en el páramo, un presentimiento se iba apoderando de ellos. No necesitaban hablar para saber que ambos lo sentían. Entre los arbustos, tal vez muy cerca, había algo que aguardaba su llegada. Pero detenerse no tenía sentido, y ya no había vuelta atrás. Continuaron avanzando, en silencio, hasta que percibieron la presencia que se interponía en su camino. Primero oyeron el rugido, y luego Marco sintió las garras que laceraban su espalda y su costado. Aulló de dolor. Lucio detectó el lugar de donde provenían los gritos y se lanzó contra la criatura, embistiéndola en el costado. La lucha se alejó entonces de Marco,

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que cayó al suelo, agotado. Un último alarido, seguido por los ruidos del terrible banquete, anunció el triunfo de la bestia. Marco desenvainó la daga y permaneció boca abajo, inmóvil. Las pisadas se oían cada vez más cerca. Tenía que mantenerse quieto y contraatacar en el momento exacto. Sintió unas grandes manos, rematadas en garras, que tanteaban su cuerpo en busca de alguna reacción. Todavía no, pensó. Debo controlarme. Todavía no. Tras una pausa que pareció durar mil años, la criatura se agachó sobre él, probablemente dispuesta a cargarlo y llevárselo a su guarida. Marco aprovechó el instante de descuido para volverse y hundir la daga entre las costillas de la bestia. El peso muerto le cayó encima con un golpe fortísimo, y supo que había triunfado. Cuando logró ponerse de pie buscó la herida mortal, tanteando en el espeso pelaje que recubría el cuerpo de su víctima, hasta dar con el cuchillo. Lo recuperó y reinició el camino hacia la fuente de la luz, que ahora aparecía mucho más grande e irregular. Mantuvo el hierro aferrado en la mano. Si se topaba con otras alimañas, no se despediría sin llevarse alguna más con él. Al cabo de unas horas, ya casi sin fuerzas, Marco alcanzó su objetivo. Era una cabaña de madera. La luz se derramaba, temblorosa e intermitente, a través de la puerta y las ventanas. Se acercó al umbral y observó el interior del refugio. El fuego del hogar crepitaba con fuerza, iluminando cada rincón de la casa. El mobiliario era modesto: apenas una mesa, dos sillas y un catre. Sintió una extraña calma; todo en aquel lugar le resultaba vagamente familiar. De pronto, advirtió que un anciano de aspecto bonachón lo observaba con una sonrisa. —Pasa, muchacho —dijo el viejo—. Te estaba esperando. —¿Me esperabas? —Marco dudó, pero no tenía más remedio que confiar en su anfitrión si quería llegar a alguna respuesta—. ¿Quién eres tú? ¿Acaso eres un dios? —Oh no, muchacho, no soy un dios —respondió el anciano, desechando la idea con un gesto de humildad—. Sólo soy un Experto. Mi área es la recuperación de luchadores. Has tenido una jornada de entrenamiento extenuante. Siéntate y toma un poco de pan y de vino. Marco no se movió. El parloteo del viejo le daba vueltas en la cabeza, aumentando su confusión. 65


—¿A qué te refieres? ¿Es esto alguna clase de… juego? —aún no recordaba del todo el significado de esa palabra, pero por algún motivo le parecía la más apropiada—. ¿Por qué no sé donde estoy? —El olvido es necesario durante los combates, pues eso los vuelve más emocionantes. Pero mañana lo recordarás todo, por unos instantes, antes de regresar a la Arena. Podrás disfrutar de la aclamación. Has sobrevivido, y tendrás el alto honor de luchar en las Festividades Oscuras. —Festividades… —murmuró Marco—. No comprendo de qué hablas. Sólo sé que Lucio salvó mi vida, y por eso no logró llegar hasta aquí. Ambos guardaron silencio por un momento. Finalmente, el hambre terminó por quebrar la resistencia del luchador. Se sentó a la mesa y devoró el alimento que le ofrecían. —Acuéstate en el catre y duerme un rato —dijo el viejo—. Lo necesitarás. Marco obedeció, y el sueño llegó de inmediato. Luz. Un enjambre de abejas incandescentes enceguece al luchador mientras se desprende del letargo viscoso, profundo. Los ojos se entrecierran, suplican por el descanso de la penumbra. Pero la luz desconoce la piedad. La memoria retornó a la mente de Marco. Los contornos de la realidad habían regresado, y con ellos la amargura de la verdad. Estaba de pie, junto a otros cuatro hombres, en lo que había sido la puerta de la cabaña. Frente a ellos, la luz. A sus espaldas se extendían los campos de oscuridad. Cuando sus ojos se adaptaron a las imágenes deslumbrantes, Marco pudo distinguir el contorno del Ciber-Circo. La multitud aclamaba enloquecida. En el palco central, el Neo-Emperador observaba deleitado. —¡Rodilla en tierra, gladiadores! —ordenó una voz tosca dentro de su cabeza. Marco reconoció el tono perentorio del Sistema Experto en Entrenamiento—. ¡Saluden, y cumplan su deber con dignidad! Los hombres se arrodillaron y rindieron honores: —¡Ave César, los que van a morir te saludan!

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La multitud volvió a rugir, enardecida, mientras la conciencia digital de Marco regresaba a los campos de oscuridad virtual, al olvido inducido y a las bestias mortales. © Claudio Biondino Claudio Biondino ha irrumpido con fuerza en el campo de la ciencia ficción argentina y en pocos meses se ganó el respeto de los lectores y editores, hasta el punto que uno de sus relatos ya fue traducido al francés y publicado en Infiní. Es antropólogo, nació en 1972 y vive en Buenos Aires, Argentina. Su interés por la ciencia ficción había sido pasiva, pero eso cambió tras su ingreso al Taller 7. Sus cuentos están publicados en Axxón.

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PULSANTE por Ricardo Germán Giorno oton pulsa por fin el botón. Más allá del Conflicto la respuesta no se hace esperar: un torbellino de hielo y piedras azota el búnker. Coton sabe que Landran ha pulsado su propio botón como respuesta. Risin se lo había advertido varias veces: una cosa atrae a otra y ambas espantan la ganancia. Pero Coton es joven y quiere probar formas nuevas. Además, nunca supo qué cosa es una ganancia. ¿Qué pasaría si pulsase el botón dos veces seguidas? Risin no le había advertido sobre ello. Coton siente las pulsaciones temporales del piso del búnker: es la hora de devastar los buceadores. Se saca de la mente los pulsos ávidos de placer que le está produciendo la espera de la aventura de lo nuevo. Se calza el traje, aprovecha las zarpas, emerge hacia la pequeña pradera y evita darle la espalda al Conflicto. Su antecesor, Risin, le había advertido que antiguos antecesores habían desaparecido por mirar fijo al Conflicto. Coton más de una vez pensó en el Conflicto y en el significado de su presencia. ¿Qué habrá detrás de esa lánguida y espumosa superficie? Coton sonríe: sí, ya ha observado varias veces el Conflicto a pesar de las advertencias de Risin. Mientras continúa con la tarea, piensa en la posibilidad de que alguno de esos antecesores haya desaparecido antes de completar el Ciclo Ilustrativo. Risin no le había contado acerca de esa contingencia. Las palpitaciones en sus guantes le indican el fin de la tarea. Mientras regresa al búnker, Coton recuerda haber descubierto que Risin no tenía respuestas a todo. Quizá... pulsaciones de alarma del traje le advierten de que se aproxima una tormenta. Se apresura a entrar al búnker antes de que el hielo y las piedras, que cada tanto atraviesan el Conflicto, lo alcancen. Estuvo cerca esa vez. Risin le había dicho que nunca vaya por la pradera sin el paraguas energético. Para Coton es un estorbo cargarlo, aunque se promete que lo llevará si se aleja mucho del búnker. ¿Puede Landran visualizarlo de algún modo? No, no lo cree posible. La tormenta no proviene de él, ha sido sólo mala suerte, nada más. Aunque alguna vez sospechó sobre la existencia o no de Landran. ¿Estará completando el Ciclo Ilustrativo con algún siguiente? No, tampoco lo cree posible: Landran ha sido siempre Landran. ¡Coton sabe tan poco de lo que sucede allende el Conflicto! 68


Ansiosos pulsos le atacan el estómago de manera sistemática desde que tuvo la idea de pulsar dos veces seguidas el botón. ¿Y tres veces? Su cuerpo comienza a palpitar al ritmo de los deseos de Coton. Se yergue ufano, calzándose las incómodas botas Para-Pulsar-El-Botón y los gruesos guantes Con-Qué-Pulsar-El-Botón. Fue una de las primeras observaciones de Risin: jamás ir al Cuarto-Del-Botón sin esas botas y esos guantes. Con la decisión pulsando en la cara ingresa decidido; lo encuentra a oscuras, como siempre. Observa, con las palpitaciones del corazón aumentadas, el rojo resplandor pulsante del botón, allá, a lo lejos. Coton ya sabe de memoria cómo llegar hasta él sin chocarse con nada. Nunca pudo saber qué le aguardaba más allá del botón. Risin no supo responderle cuando le preguntó el porqué de la oscuridad. Sólo se arqueó de hombros y le dijo, con esa voz chillona: —Siempre estuvo así, muchacho. Risin no lo llamaba Coton, lo llamaba muchacho y, por alguna razón que Coton desconocía, eso le agradaba. Lástima que tuvo que partir antes de tiempo. Un nuevo siguiente se hallaba en camino. Al momento de llegar, Coton se convertirá en un antecesor. Pero por ahora no es nada más que un pulsador. Se para frente al botón, no tan cerca como otras veces. Dentro del guante siente el pulgar latiendo ansioso. Sin meditarlo más pulsa el botón tres veces. Un chisporroteo azulado lo enceguece, lo asusta y lo hace tropezar hacia atrás. Antes de poder erguirse escucha una voz que penetra en sus oídos sin delatar su procedencia: —Falla en el sistema de encendido. Personal de mantenimiento dirigirse a Control Central 2. Mientras se pone de pie escucha el mismo mensaje otras dos veces. Un vidrio al costado del botón comienza a pulsar intermitentes luces internas. Basta para recortar perfiles de objetos diseminados alrededor. Luego nada, ni chispas, ni sonido. Risin jamás le había advertido sobre una voz. En realidad, Risin no le advirtió sobre infinidades de asuntos que Coton debió ir resolviendo por su cuenta. Extrañaba al antecesor Risin, a su lado se sentía como... no sabe explicar ese sentimiento.

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Otra vez la alarma del pulsado de botón detrás del Conflicto: Landran quiere hacerse notar a toda costa. Pero Coton tiene otras cosas en qué pensar y el bunker resistirá cualquier contingencia. Siempre lo ha hecho. Llega hasta el botón y desde ahí realiza el recordado camino para salir del CuartoDel-Botón. No se saca ni los guantes ni las botas, va derecho hasta la luz encerrada que se guarda para ocasiones muy especiales. Coton siente las pulsaciones temporales del piso del búnker: es el momento de desentramar los rociadores. Una pequeña lucha se produce en su interior. Los pulsos de la sangre batiéndole los costados de la cabeza le ganan al deber diario: Por una vez que no se desaliñen los rociadores no surgirá ningún problema grave, piensa en voz alta. Antes de entrar al Cuarto-Del-Botón deja que la luz escape. Es la primera vez que se va a internar observando a dónde se dirigen sus pasos. A medida que penetra surgen muchas mesas con un fondo perpendicular rematado por un vidrio central. En su cuarto, Coton posee un vidrio como estos que, como siempre, Risin no le supo explicar para qué sirve. El Cuarto-DelBotón está atiborrado de esas mesas con vidrios. Por fin Coton llega hasta el conocido botón y se sorprende. Está unido a una pared metálica repleta de otros botones, aunque en ninguno de ellos pulsa una luz dentro, como su botón lo ha hecho por siempre. Al costado se encuentra un vidrio parecido a los demás aunque mucho más grande. Coton descubre otra pared con todavía más botones. La luz da muestras de que ya queda poca de ella por salir. Se va del Cuarto-Del-Botón con la cabeza dándole vueltas. Consigue llegar hasta la Trampa de la Luz y arma el dispositivo de nuevo. Cada vez se consigue menos luz. Coton se permite un pensamiento profundo: «si en el exterior hay la misma cantidad de luz que existió siempre, quiere decir que ella se está dando cuenta de que la estoy encerrando y cada vez cae menos en la trampa». Deja de lado esa nueva preocupación y se concentra en lo visto en el Cuarto-Del-Botón. Se percata de que todavía tiene puesto los guantes y las botas: se decide. Coton todavía recuerda cómo le agradaba que Risin le dijera que era un muchacho muy decidido. Frente al botón, a oscuras, Coton lo pulsa dejando el pulgar encima durante un largo tiempo. Un temblor sacude el Cuarto-Del-Botón con todo su contenido incluido. Coton tiene que soltar el pulgar a la fuerza. El vidrio al costado pulsa una luz interna, para mantenerse luego firme, expulsando una tenue luminosidad en un corto radio a su entorno. Otra vez escucha la voz: 70


—Secuencia de encendido iniciada. Confirmación requerida. Ingrese código verbal de autorización. Coton trata de buscar la fuente de esa cautivante voz, pero es imposible. Se para frente a la luz. Detrás del vidrio ve unas marcas parecidas a las marcas de las paredes y puertas del búnker. La suave voz se deja oír de nuevo: —Confirmación requerida. Ingrese código verbal de autorización. —¿Quién eres? ¿Desde dónde me hablas? —Coton se anima a contestar. —Registro de voz no autorizada. Secuencia de encendido cancelada. Inicio de búsqueda de personal jerárquico. —No entiendo ¿Qué deseas que haga? —Registro de voz no autorizada. Búsqueda de personal jerárquico continúa. Otros vidrios perpendiculares emiten diferentes luces. El botón no está solo, otros botones tienen luz encerrada y pulsan en diferentes colores. Coton da un paso atrás y se queda observando. El Cuarto-Del-Botón cobra vida por sí solo, lentamente. La voz le hace dar un salto: —Búsqueda del personal jerárquico finalizada. Personal jerárquico ausente... —¿Quién eres? ¡Contéstame! —Registro de voz no autorizada, por favor identifíquese. —¡Soy Coton! Pasa un corto segmento de tiempo y la voz vuelve a escucharse: —Nombre incompleto o inexacto. Falta o inexistencia de personal jerárquico. Saliendo de Piloto Automático, autorización A-R-T-R-A/1573. Cambiando a Modo Coloquial, autorización C-U-R-D-N-U-T/051. Otro tramo de tiempo transcurre en silencio. Coton está como amarrado al piso. Haciendo un esfuerzo se encamina hacia el vidrio desde donde se escapa luz. La voz lo detiene. 71


—Ingreso no autorizado a Control Central 2. Por favor identifíquese. —Ya te dije que me llamo Coton. —Un momento por favor —una silenciosa pausa antecede al regreso de la voz—. En mis registros no aparece ningún Coton. Explíquese. —Soy Coton, siguiente de Risin, siguiente de Ertes, siguiente de Tundruc, siguiente de Pantra. —Un momento por favor —otra pausa. Coton se da cuenta que es la misma voz del principio, aunque ahora el tono es más personal—. No registro ninguno de esos nombres. Verificando fecha y hora. Un momento por favor. —¿Qué es fecha y hora? —pregunta Coton. —28 de Mayo de 27.552. Han pasado 25.037 años de la partida. Personal jerárquico y tripulación muertos. Cambiando a Modo Exploratorio autorización S-E-T-R-E/01. —¿Podrías contestarme alguna pregunta? —Coton está desorientado. —Modo Exploratorio completado. Diga usted su pregunta. —¿Quién eres? —No soy quién, soy qué. Soy Landran, mente artificial de la Astronave Galáctica NISIR Iº. Coton pega un salto. ¡Landran le está hablando sin hacerle daño! Quiere escapar pero no puede. Un pulso helado le sube por la espalda. No sabe cómo reaccionar ni qué decir. Como muchas otras cosas, Risin no le había advertido sobre esto. La voz lo saca de sus cavilaciones:

© Valeria Uccelli

—Señor Coton deseo saber cómo debo tratarlo. ¿Es usted enemigo o amigo?

—Como comprender lo que está sucediendo. 72

amigo

—balbucea

Coton,

sin


—Podría usted darme una muestra de su amistad. —¿Cómo...? Sin dejarlo terminar de hablar una zona de la mampara posterior al vidrio con luz comienza a levantarse. —Tiene que sentarse en la silla metálica que está frente a usted —dice Landran. Coton ve la silla y se dirige a ella. Se sienta y al instante es atrapado y desvestido de una manera rápida y sin dolor. La mampara se va cerrando y una vez más queda a oscuras. Landran comienza a investigar los hechos. Su mente sintética reconstruye de forma rápida y concisa lo sucedido. Revive el accidente estando en Piloto Automático: fallas humanas se suceden unas tras otras. No pudo intervenir. No puede intervenir: el Comando Principal con que fue creado así lo sostiene. Verifica la caída en este inhóspito mundo. Observa en sus antiguos sensores la muerte de cada uno de los tripulantes. Tiene energía suficiente para salvar al Capitán del exterminio, sólo para verlo caer en la locura. Pero el Capitán debe ser preservado a cualquier costo y riesgo. Estando en modo Piloto Automático puede crear una barrera que protege una zona de la nave del exterior. Landran tiene copias del ADN de todos los tripulantes, pero sólo energía para clonar una y otra vez al Capitán. Aunque no tenga forma de resguardar su integridad mental ni de regular su aprendizaje, se preocupa por que haya siempre dos capitanes en diferente estado temporal. Landran continúa en modo Piloto Automático, el Comando principal así lo requiere. El tiempo no significa nada para Landran. Cuando el contacto vocal desconocido se genera, el Comando Principal le permite salir del modo Piloto Automático. Debe investigar antes de tomar decisiones. Una onda interna de comunicación le informa que el tal Coton posee el mismo ADN que el primer Capitán, por lo tanto debe ser tratado como tal. Landran comenzará con el ciclo de enseñanza para el cual fue diseñada. Ahora que tiene control pleno de la energía clonará a los demás tripulantes.

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—Cambiando a Modo Instructivo. Autorización N-O-T-O-C/01. © Ricardo Germán Giorno Ricardo Germán Giorno es argentino, casado; un hijo y una hija. Nació en el barrio de Nuñez, Buenos Aires, el 28 de mayo de 1952, aunque empezó a escribir a los 48 y en serio desde que se integró al Taller 7. Es muy prolífico y está evolucionando aceleradamente. Ha formado parte de varias experiencias de escritura y en una de ella logró concretar un cuento con otros tres escritores que acaba de ser publicado en Axxón.

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CORAZÓN DE CARTULINA por Germán Amatto a puerta sisea y se abre. Nahuel, de ocho años y la vida ya gastada, entra arrastrando los pies, se interna entre los racimos de pasajeros macilentos. Se cierra la puerta; el subte gruñe y arranca. Nahuel imposta la voz y empieza a salmodiar: Unayuditaporelamordedió. Baraja las estampitas, un pilón de Cristos que lo contemplan, todos señalándose el pecho, todos con el corazón en llamas. Nahuel les suplica unas monedas, no demasiadas, las suficientes para que esta noche le den de comer y no le peguen; luego se abre paso entre el apiñamiento y comienza a repartirlos en cada rodilla inmóvil. Unayuditaporelamordedió y deja una estampita. Unayuditaporelamordedió y deja otra, como cada día de su vida, siempre. Unayudita…y siente un tirón, una presión: una mano que lo agarra. ¿El amor de Dios? murmura de repente un señor, el dueño de la mano. ¿Qué vendés, pibe? Nahuel tironea, se retuerce, pero los dedos son como acero. El hombre levanta la estampita y la examina. Ah dice al fin, ya me parecía que eras demasiado chico para comprender en qué consiste el amor de un dios; o cualquier otra clase de amor. ¿Cómo te llamás? Nahuel no contesta. Alrededor, los pasajeros parecen dormidos, las caras de ceniza. El hombre se mece despacio, como si fuera a reptar. ¿Dónde vivís? ¿Quién te espera en casa, Nahuelito? La boca se ensancha; podría ser una risa, o un llanto. Con un alarido, el subte toma la curva. No seas huraño, pibe: somos casi familia, ¿sabés? A mí también me dejaron afuera. 75


Larga un sollozo, y esconde la cara en una mano. Pero la otra, la izquierda, aún tiene bien aferrado a Nahuel. Así como te digo, Nahuel: me expulsó sin justificación, mi propio padre, sin darme la menor chance de redimirme. Ahora me repudia, como tus padres te rechazaron a vos ¡Y eso grita al resto del vagón, eso mismo es todo lo que puede esperar nadie del amor de Dios! Una lágrima le cae por la mejilla; la boca la engulle por una comisura, y luego sonríe la sonrisa más bella. El subte se zarandea, truena, toma un desvío. Un tenue resplandor rosado se filtra por las ventanillas. Ahora vivo en mi propia casa dice el hombre. No es tan linda como la otra, cierto, pero al menos es mía. Y creéme: nadie me va a echar de ahí. Jamás. La luz enrojece, baña morosamente a los pasajeros, a Nahuel, al extraño que sigue sonriendo. Mi propia casa, hecha sobre el dolor. Sólo que yo la comparto, no como mi viejo. Les abro la puerta a todos. En especial a los chicos, que me recuerdan mi infancia; inocentes desposeídos. Yo podría llevarte ahí, si querés… El vagón corcovea. Nahuel tropieza. Las estampitas caen. ¡Y aunque no quieras! Las lámparas se apagan, sólo la radiación roja permanece, se intensifica, y Nahuel grita. Grita porque bajo el fulgor encarnado los pasajeros cambian, grita porque esa luz sanguínea les revela llagas, cicatrices abiertas, deformidades atroces. Y al oír su grito, los pasajeros despiertan, los labios terrosos se separan y el vagón se inunda con la cacofonía inhumana de los perdidos. El hombre pero no, no es un hombre; © Germán Amatto esa criatura helada y sibilante nunca podría pasar por un hombre se inclina hacia Nahuel: 76


¡Ahora sí, pibe! ¡Por fin vas a gozar del amor de un Dios! Algo le rasga brutalmente los pantalones. Nahuel, de ocho años y ya condenado, comprende que nunca más volverá a pedir unayudita. Derramados en el suelo, los Cristos de cartulina contemplan la escena, señalándose el pecho encendido con eterna indiferencia. © Germán P. Amatto Germán P. Amatto es argentino, tiene 37 años y además de escritor es ilustrador. Concurrió a varios talleres literarios y es un participante activo del club de lectura Ucronía. Como tenía una persistente sensación de que, o bien sacaba sus trabajos del horno antes de tiempo, o bien los dejaba dentro demasiado, y se le pasaban, decidió unirse al Taller 7. El resultado está a la vista.

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EL BURRO Y LA NORIA por Sergio Gaut vel Hartman da es una mujer inteligente. Su marido, Santiago, un imbécil, un mediocre, un sujeto necio como un montón de chatarra. Ada trabaja en investigaciones, física cuántica, esas cosas. Santiago es empleado de una funeraria; maneja la ambulancia que transporta cadáveres de la morgue del hospital al velatorio. No me pregunten cómo se conocieron y menos aún cómo se unieron dos personas tan dispares. Esas cosas ocurren y no es el propósito de este relato internarse en un pantano del que no sabría cómo salir. Ada es el tipo de persona que se conduele de los que padecen, y no se limita a una pasiva e indulgente compasión: necesita actuar en consecuencia. En cambio Santiago, ante la desgracia ajena, argumenta que las víctimas algo habrán hecho, que seguramente se merecen lo que les ocurre, que el mundo está organizado como un gallinero y otras agudezas semejantes. Durante varios meses, el proceso llevado adelante por un tribunal de Nigeria que sentenció a morir lapidada a Amina Lawal, una mujer de 31 años de edad, había perturbado de un modo extraño a Ada. Amina fue juzgada por haber cometido adulterio y, de acuerdo con la sharia, el estricto código islámico de conducta que se aplica en Nigeria, el embarazo fuera del matrimonio es suficiente evidencia para condenar a una mujer por adulterio. Ada no sabía demasiadas cosas sobre Nigeria y sobre Amina, pero tenía perfectamente en claro que el atropello que un Estado, ignorante pero poderoso, estaba a punto de cometer contra una mujer indefensa, se parecía demasiado a otros atropellos, vejaciones, ultrajes, abusos, perversidades e infamias cometidos por los hombres, a lo largo de la historia, con el pretexto de preservar alguna norma, o garantizar la supervivencia de un grupo a expensas de otro. Ada trabajó con las personas y organizaciones que, a lo largo del planeta, cooperaron para revertir la sentencia, presionando a los tribunales nigerianos con todos los métodos a su alcance. Cuando la ejecución de la condena fue revocada, Ada sintió un gran alivio... durante algunos segundos. Pero la opresión que le había estrujado el pecho se negaba a morir. La victoria obtenida era un mísero espejismo, un frágil y engañoso placebo. La enfermedad seguía allí, tan robusta como siempre.

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—¿Te das cuenta? —dijo Ada señalando la pantalla de su computadora, en la que la noticia brillaba con luz propia—. Avanzamos un paso y retrocedemos tres. Son tantas las iniquidades que el hombre comete contra sí mismo... —¿Las iniquiqué? —dijo Santiago sin apartar la vista del televisor. Se disputaba la final del campeonato turco de fútbol entre el Fenerbahce y el Galatasaray. —No me conformo con este pequeño logro —insistió Ada—, hay miles, millones de cosas torcidas en el mundo. —Sin ir más lejos —dijo Santiago, como si hubiera estado prestando atención a las palabras de Ada—, este árbitro; tiene la vista torcida, la mente torcida... Es ciego, mogólico, esquizofrénico... Ada se encogió de hombros. Se sumergió en el espacio virtual como si se tratara de un acuario de dimensiones astronómicas. Era Esther Williams cibernauta. Nadó, buceó, exploró. Hoy, como ayer, las abyecciones chorreaban como el sebo de una vela, engrosando el cuerpo con la carne quemada y derretida. El cuerpo, la humanidad, jamás se consume, pero los átomos que la componen, las personas, sufren sus vidas, sometidas a la competencia ciega y despiadada, arrasadas por la fuerza de los poderosos, sin que importen las desventajas de origen o la posición que cada uno ocupa en el tablero al iniciarse la partida. La irresistible tentación tenía © Fraga algo de insano. Ada sentía que un deseo fatal se apoderaba de su voluntad: era necesario rediseñar la historia, corregir las calamidades, injusticias y genocidios si se pretendía sostener la compasión con legitimidad. No bastaba realizar cadenas de correo que envolvían el mundo como cintas de seda de colores. Eso servía para enfriar el ego enardecido, como un material refrigerante lo hace con un motor recalentado, pero no cambiaba nada. Los verdugos de Nigeria o Texas encontrarían a sus Aminas y a sus Johnnys y las armas de los asesinos israelíes se seguirían ensañando con los niños palestinos con simétrica ferocidad a la que, medio siglo atrás, habían exhibido los Totenkopfverbände para masacrar a mujeres y niños judíos. 79


—¡Goooooooooooooool! —exclamó eufórico Santiago, saltando por encima del sillón y girando luego a su alrededor como hace una polilla con una lámpara de sesenta—. ¡Vamos por el campeonato! ¡Vamos Fenerbahce! ¡Que esos putos come mierda del Galatasaray sientan el rigor! ¡Los tenemos! Ada sacudió la cabeza. Se sentía capaz de modificar la Historia, pero no de lograr el mínimo avance con el deficiente mental que trepidaba como un epiléptico, Santiago, su marido. Eso no tenía remedio, no señor. Necesitaba una línea de acción, fijarse un objetivo y tejer los lazos que hicieran de puente. Algo. Por la gente. Para no pensar en Santiago. Las personas normales evalúan las posibilidades de materializar un sueño y ponen manos a la obra si el análisis les ofrece un mínimo indicio de que la meta es alcanzable. Ada no. La mente de Ada opera a la inversa. Ella fija un objetivo y traza la ruta. Todo lo demás entra en el rubro «detalles menores». ¿Un ejemplo? Ada investigó utilizando un buscador y halló un mapa de los campos de concentración nazis. Los nombres, como semáforos rojos de aristas afiladas, se fueron acumulando en una lista ominosa: Auschwitz, Majdanek, Dachau, Buchenwald, Chelmno y Belzec y Sobibor, y Treblinka y Sachsenhausen... No sería sencillo, no, pero por algún lado había que empezar. En AuschwitzBirkenau eran gaseadas hasta ocho mil personas por día. Esa era, quizá, la sinopsis de la eficiencia mortal, y un buen punto de partida. ¿Qué sentido tenía, por ahora, buscar detalles sobre el exterminio de los armenios a manos de los turcos? Lo haría cuando terminara con los campos. Miró de reojo la pantalla en la que el Galatasaray parecía estar torciendo la historia, tal como ella se proponía hacer, y se dijo que estos turcos no estaban haciendo nada demasiado cruel, salvo someter a los del Ferenbahce a una humillación simbólica, la que alcanzaría al pobre Santiago si no se cambiaba de bando (no había ninguna regla que se lo impidiera) antes del inevitable final. Un millón y medio de armenios eliminados por los turcos. ¿Qué habían hecho los franceses en Argelia y en Indochina; qué habían hecho con los drusos de Siria y el Líbano? La lista podía hacerse infinita casi sin esfuerzo. El general Roca, por ejemplo, que seguramente no era muy conocido en Nigeria, había dado cuenta de muchas Aminas Lawal, pero pampas. ¿Y el glorioso Séptimo de Caballería, con Rin-tin-tin incluido? Pregúntenle a los arapahos y a los cheyenne, a los miami y a los mohicanos, a los pawnee y a los delaware. No, no tenía sentido. Ada volvió a Auschwitz-Birkenau y se dijo que el punto focal debía estar en esa localidad, ahora llamada Oswiecim, cincuenta kilómetros al oeste de 80


Cracovia. ¿El punto focal de qué? De la máquina, por supuesto; artefacto, ingenio, dispositivo, artilugio, instrumento, ¿qué más da? En el tumultuoso cerebro de Ada la idea creció y maduró. Un torrente de luz escarlata formó una corona neblinosa con los colores del arco iris. Pensó en una caverna llena de papeles, de basura podrida, de olores ácidos, de extrañas figuras grabadas a buril, de máquinas tragamonedas, de soluciones a problemas de física y mecánica que habían parecido indescifrables. Salió de la caverna y regresó a la sala de su casa. Santiago, consternado, abría una cerveza para mitigar el dolor producido por la derrota del Fenerbahce a manos del Galatasaray, en el último minuto, lograda mediante un gol por demás dudoso, convalidado por un árbitro corrupto, de Trebisonda, para más datos, la menos turca de todas las ciudades turcas... —Me voy, Santiago. No sé cuando regreso. No sé si regreso. —Bueno —dijo Santiago, de mal modo. Ada estaba segura de que Santiago no le había prestado la menor atención. Ada construyó la máquina en setenta y cuatro horas. No era una máquina muy elegante. Externamente parecía un engendro infernal, lleno de tubos y cables y protuberancias que se superponían y encastraban y retorcían sin la menor armonía. Pero funcionaba. El espacio central estaba concebido para que entraran dos personas muy apretadas. Ada sabía que los prisioneros de los campos de concentración pocas veces pesaban más de treinta kilos. Tal vez el dilema más acuciante había sido determinar en qué punto del tiempo debía iniciar el rescate. Después de la anexión de Austria en marzo de 1938, los nazis arrestaron judíos alemanes y austríacos y los encarcelaron en los campos. Pero la cosa se había agudizado luego de los pogroms de la Noche de los Cristales, en noviembre de 1938. Los nazis no se limitaron a exterminar judíos. Habían creado, con su habitual eficiencia, una serie de instalaciones de detención para encarcelar y eliminar a los enemigos del estado. La mayoría de los prisioneros en los primeros campos de concentración eran comunistas alemanes, homosexuales, socialistas, gitanos, testigos de Jehová, clérigos cristianos, y cualquier persona sospechosa de comportamiento asocial u opuesta al Reich. Imposible estar segura de que alguna elección sería una buena elección. El 2 de julio de 1941, muy de madrugada, Ada se materializó entre dos barracas de Auschwitz-Birkenau: MJ167 y FR45. Se había vestido con una prenda entera de un material que parecía hule, negra como alquitrán. Se movió entre las sombras, una mancha fulminante, y eligió, casi al azar, la barraca ubicada a su derecha. En el interior, entre jadeos y estertores, agonizaban, más que dormían, una multitud de mujeres. No se detuvo a pensar, 81


ni siquiera vaciló. Se ubicó junto a un camastro y alzó un cuerpo ínfimo, ingrávido y salió de la barraca. Corrió hasta la máquina y regresó al presente. Había rescatado de la muerte a una gitanita de doce o trece años. No le importaba siquiera preguntarle el nombre, o despejar la perplejidad que, como una bruma espesa, envolvía la mente de la niña. Tenía el tiempo en su puño cerrado. No tenía tiempo. Regresó a Auschwitz. Entró a la misma barraca, unos segundos después de haber salido con la gitana. Sacó a otra gitana. Regresó al presente. Hizo once viajes en media hora. Había coleccionado once mujeres de diverso origen, edad y condición social arrebatándoselas al flujo temporal. Varias eran judías; la mayoría parecían ancianas, aunque seguramente ninguna tenía más de treinta años. Todas, sin excepción, presentaban un estado desastroso. Todas, sin excepción, la observaban con los ojos amplificados por la sorpresa. Pero no tenía cómo brindarles ninguna explicación; ni siquiera sabía en qué idioma podría comunicarse con ellas. Tampoco sabía cómo traer a varios millones de personas de los campos antes de que los nazis la descubrieran. Los problemas logísticos que se le presentaban eran mucho más complicados que construir una máquina del tiempo. Se dejó caer en un sillón, desalentada. Las mujeres empezaron a mirarse entre sí, como si buscaran alguna respuesta en la vecina. No había respuestas; Ada no las tenía, ni para sí ni para esas o las próximas mujeres que trajera de Auschwitz o de un villorrio en Biafra. Lo que tenía eran infinitas preguntas. ¿Adónde cobijaría a los rescatados? No en esa habitación, por cierto. Eran doce y ya no había suficiente aire. Debía pedir ayuda, pero no se le ocurría a quién. ¿Al Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados? ¿Al Papa? ¿Al sultán de Marte? Un frío sudor le mojó la espalda. Algo. Rápido. Muy rápido. Corrió al laboratorio. En contados segundos (ya no tenía setenta y cuatro horas disponibles) armó un REI. Sin entrar en mayores detalles diré que un REI era un reductor de espacio intermolecular. Ada calculó que enfocando el REI a las mujeres dormidas en la barraca podría reducirlas a un tamaño ridículamente pequeño. Una vez reducidas, doscientas mujeres podrían caber en una caja de fósforos. Probó el REI con las que ya había traído y comprobó que la reducción no les producía ningún trastorno orgánico adicional. Habilitó un joyero vacío, se 82


aseguró que contuviera suficiente aire y fue colocando a las rescatadas, una a una, en el fondo tapizado de raso rojo. Es necesario tener en cuenta que a pesar de la reducción cada una de las mujeres seguía pesando alrededor de treinta kilos. Ada regresó a Auschwitz. Hizo siete viajes más aquella noche. En total rescató a unas mil quinientas personas. Seguía siendo una cifra ridículamente baja, pero era todo lo que podía hacer. Calculó que necesitaría un mes para vaciar el campo. Luego iría a Michigan, en 1794, antes de la masacre de Fallen Timbers y traería a los pieles rojas de la nación Erie. Programó ocuparse de los armenios, a continuación de los albigenses y los bengalíes y los kurdos... A medida que agregaba ítems a su lista de rescate de pueblos y etnias que habían sido víctimas de genocidios, descubría que su tarea era sólo un paliativo; un porcentaje ínfimo sería rescatado y millones morirían, tal como señalaba la historia, a manos de sus verdugos. Ada se pasó la mano por el cabello. Estaba desolada. Su esfuerzo, inventando una máquina para viajar por el tiempo y un dispositivo reductor de espacio intermolecular en poco más de tres días, se había revelado infructuoso. Docenas de criaturas esqueléticas se arrastraban por los bordes de las cajas de zapatos que había improvisado para contenerlos y muchos caían al vacío y morían al estrellarse contra el suelo. En la habitación reinaba el más absoluto desorden; bajo una pila de recipientes volcados percibía el mismo caos confuso: temblores, contorsiones, espasmos ciegos de seres que huían del hacinamiento en una versión a escala reducida de lo mismo que habían padecido en el campo. No entendían qué estaba pasando, aunque era evidente que vivían esa experiencia como una nueva forma de tortura o simplemente como una prueba de que la muerte no los había liberado. Ada sintió que estaba prodigando infinita aflicción a los mismos que había imaginado socorrer. A punto de perder el control por completo, sintiendo que una bomba lenta explotaba en medio de su pecho, ideó una última solución desesperada. En menos tiempo del que le llevó inventar el artilugio para viajar al pasado y el reductor molecular, Ada construyó un proyector de materia. El dispositivo funcionaba localizando cada átomo del cuerpo para crear un mapa absoluto. Luego codificaba cada punto y podía enviarlo a cualquier lugar del universo instantáneamente. No me pregunten cómo tal cosa es posible. Ada construyó la máquina; mis conocimientos de física cuántica son casi nulos. Entre tanta pesadumbre, descubrimos que el paso intermedio, el REI, solucionaba los problemas de enfoque que hubiera supuesto aplicar el proyector sobre un cuerpo humano de tamaño corriente. En cambio, poniendo a traba83


jar juntos reductor y proyector era posible procesar docenas de cuerpos por minuto. Sin detenerse a secar las lágrimas por los que habían muerto y sabiendo que todos estaban condenados, Ada dio por buenos los estudios de William Cochran y decidió utilizar el planeta que gira alrededor de Epsilon Eridani, una estrella similar al sol de la que sólo nos separan diez años luz. Así como no tengo forma de explicar el contacto y la unión de Ada y Santiago, carezco del talento para describir la abrumadora confusión de movimientos que animaron a la mujer durante las horas siguientes. Desmintiendo que la traslación es ilusoria, produjo la serie más fluida, continua, y melodiosa de pasos de baile alrededor de un objetivo preciso que se pueda imaginar. Todos esos movimientos formaban círculos perpetuos, rápidos y seguros; su voz –porque Ada le hablaba a los rescatados a medida que los traía de los lugares de exterminio y antes de expedirlos hacia el planeta de Epsilon Eridani al que había bautizado Renacimiento, aunque sabía que por lo general no podían entenderle una sola palabra– que prometía sueños y lugares nunca vistos, tenía un significado oculto y seguro. No les garantizaba que no volverían a sufrir; sólo les prometía que podrían intentarlo de nuevo. Su risa, que sucedía a las palabras con una rapidez inconcebible, producía corrientes concéntricas, donde se sincronizaba con remolinos y rayos oscuros antes de orientarse hacia una meta precisa. Entre bengalíes e ibos, caribes y cherokees, mapuches, albigenses, drusos y jázaros acomodados en su nuevo hábitat, Ada se hizo tiempo para una última invención: el espejo de corona. No se trataba de halagar la vanidad ni presumir ante sí misma de un logro que, coincidirán conmigo, superaba cualquier hazaña de cualquier dios o semidiós de la Historia. Ada necesitaba saber. Bajo un sol más joven, la luz amarilla proveería los reflejos dorados sobre las caras lisas y exactas de las piedras, bañando con tenues sombras de brasas azules los rostros extraviados y perplejos. Habría que pagar un precio, se dijo Ada; ni siquiera el extremo del ala de un pensamiento debía rozar las filosas crestas del dolor que habían dejado atrás. Tras la fiebre de los primeros días, Ada advirtió que una nueva ola la envolvía: necesitaba bucear profundamente en los abismos de la Historia, descubrir más y más pueblos exterminados para sacarlos de la Tierra antes del genocidio y enviarlos a Renacimiento. Se arrojó sobre los libros y cada dos o tres días, como un pescador paciente, obtenía un premio. —¿Te das cuenta? —dijo Ada señalando la pantalla de su computadora, en la que se reflejaban los esfuerzos de los rescatados por adaptarse al nuevo ambiente. Ada había miniaturizado infinidad de objetos y también los había despachado, pero todo era insuficiente. El planeta no era un vergel, 84


colosales tempestades lo azotaban sin cesar y cuando no eran las tormentas llegaban las erupciones volcánicas o enjambres de criaturas parecidas a mosquitos que no tenían en cuenta que los emigrados de la Tierra sólo medían un par de centímetros. Los mosquitos eran, relativamente, más grandes que águilas. —¿De qué? —dijo Santiago sin apartar la vista del televisor y la mano de la lata de cerveza. Se disputaba la final del campeonato mundial de aserrado de álamos entre Bjorg Olssen, de Kiruna, Suecia y Thelonius McCormick, de Wager Bay, Canada. —Avanzamos un paso y retrocedemos tres. Son tantas las dificultades que el hombre debe afrontar en su camino... —No hace falta decirlo. El pobre sueco no puede con su alma. El otro le lleva cinco árboles de ventaja. —¿De qué estás hablando? —dijo Ada, perpleja. —¿Yo? De árboles, por supuesto —replicó Santiago. Ada tragó con dificultad. Era como si un trozo de antracita se le hubiera cruzado en la tráquea. Rastreó la superficie de Renacimiento y constató que en efecto, uno de los continentes tenía abundantes bosques, con árboles gigantescos, en especial para las dimensiones de los diminutos emigrados. Estaba segura de que los sobrevivientes no tardarían en desplazarse, construirían balsas para cruzar un estrecho y se establecerían en ese bello lugar, a salvo de las formidables tormentas; tampoco había volcanes... Creo que lo he logrado, pensó, con los ojos llenos de lágrimas que dejó correr libremente por sus mejillas. Luego miró a Santiago, que en ese mismo momento lanzaba un sonoro eructo sin dejar de mirar la pantalla con los ojos desorbitados: estaba disfrutando la caída de un enorme álamo. Entonces Ada comprendió lo que había estado negándose a entender. Un sollozo convulsivo, semejante a las erupciones volcánicas de Renacimiento, le inundó el pecho y supo que ese fuego no la abandonaría jamás. © Sergio Gaut vel Hartman Sergio Gaut vel Hartman nació el 28 de septiembre de 1947 en Buenos Aires. Escribe desde que tiene memoria y ha publicado bastante. Actualmente está a cargo de la selección de cuentos de Axxón y acaba de ver publicado en España su libro EL UNIVERSO DE LA CIENCIA FICCIÓN, un recorrido de las tendencias del género a través de los creadores anglosajones. 85


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