Editor: José Joaquín Ramos de Francisco. Co-editor: Sergio Bayona Pérez. Infografía: Graciela I. Lorenzo Tillard Ilustrador portada: Daniel González. Resto ilustraciones: Pat Mac Dougall.
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ÍNDICE: PRÓLOGO................................................................................................................. 1 PRIMERA PARTE: DESCUBRIMIENTOS, AMOR Y MUERTE. ................ 13 SEGUNDA PARTE: CERTEZAS Y VENGANZAS......................................... 67 EPÍLOGO............................................................................................................... 118
PRÓLOGO báñez tenía miedo, mucho miedo. Era una sensación física propia de la digestión de un alimento intoxicado que subiese causándole quebranto por todo su cuerpo y su alma y considerablemente incrementada en los últimos días cuando la pérdida de la línea telefónica y la ausencia de su contacto habitual eran ya hechos fehacientes de la cercanía de la derrota. Sin embargo, su mente seguía ocupada en los cálculos y sólo esa tenacidad científica le permitía encerrar bajo siete llaves las palabras de Mario sobre los pasajes del carguero y las promesas laborales allende los mares. Por ello, había incorporado el escándalo de la calle al repertorio de la música ambiental que antaño solía poner en su gramófono mientras trabajaba. Le hubiera extrañado muchísimo el cese de esa cacofonía continua, pero, por el contrario, no le llamó la atención en absoluto que toda la gama de voces y ruidos se instalase en el portal y desde allí ascendiese hasta su rellano. Que la madera de la puerta saltase hecha astillas cuando el fornido del grupo la echó abajo de un puntapié vino a devolverle a la realidad terrible de un plumazo, como si una de esas esquirlas puntiagudas se hubiese clavado en la burbuja hermética por donde flotaban sus pensamientos en esos momentos, reinstalándolo en las garras de ese invisible monstruo del pánico. —¿Qué haces aquí? —berreó el miliciano que había derribado la puerta, un chaval de no más de dieciocho años dotado de un físico exageradamente desarrollado para los tiempos de privación donde le había tocado criarse. —Tengo permiso —gritó Ibáñez mientras buscaba sus salvoconductos con manos temblorosas por todos los cajones de la habitación, olvidando definitivamente la condición de alto secreto de su trabajo que le llevaba a estar ocupando unas estancias tan poco apropiadas para sus tareas en pleno centro urbano—. Estoy en misión oficial —insistió. —De poco valen ya los permisos —siguió berreando el joven fornido, pese a hallarse sólo a un par de pasos de distancia—, este edificio ha quedado requisado por la CNT así que debes irte. 1
—¿Qué quieres decir? —preguntó como si le hubiesen hablado en un idioma extraño. —Ya lo has oído, compañero —vino a añadirse quien parecía el líder, un hombre de unos cuarenta años cicatrizado por el tiempo y el esfuerzo—, debes irte al semisótano con los demás inquilinos, el resto vamos a ocuparlo como cuartel general. Coge tus cosas y baja. —No puede ser, tengo órdenes directas de Negrín —protestó—. Debo seguir aquí. —Escucha, vas a bajar y punto —volvió a berrear el joven fornido—. Nosotros no aceptamos órdenes de ese monigote cobarde. —Déjalo, es igual —interrumpió el líder con una voz suave pero infinitamente más conminatoria tras leer los papeles del sobre color sepia que Ibáñez por fin había conseguido encontrar—. No necesitamos todo el edificio. Puede quedarse. —¿Qué? —graznó el anarquista musculoso. —Ya me has oído. Es imprescindible que siga con su trabajo. Pero que te quede claro —avisó, dirigiéndose a Ibáñez—, no nos responsabilizamos de lo que a ti te pase. Marcharemos cuando tengamos que marchar. No quedaremos defendiendo esta posición por muy prioritario que sea tu trabajo, ¿entendido? —Me parece bien —aceptó Ibáñez aún con el susto en el cuerpo, éste rogándole desde unos temblores próximos a la convulsión que negociase una mayor cobertura de seguridad. —De acuerdo. Entonces permanece siempre aquí dentro. Te subiremos algunas provisiones —esa promesa provocó una insoportable mirada de odio del joven fornido que fue tranquilamente ignorada—. Nosotros aún estaremos unos días por aquí. Los anarquistas marcharon del piso dejando tras de sí una estela de polvo y cansancio. Muchos eran ya cadáveres en vida y esa situación marcaba sus pasos, su comportamiento e incluso la forma de llevar las armas y la propia pañoleta roja y negra. Seguramente, tenían más conciencia que el propio Ibáñez de encontrarse en un peligroso tramo final. En aquellos últimos días de noviembre de 1938, todo el mundo daba por seguro que las tropas de Franco entrarían en Barcelona de inmediato, pero él seguía confiando en su descubrimiento. Agradecía la falta de curiosidad del grupo que le 2
había evitado tener que enseñarle lo que escondía en la antigua saladespacho. Aún podían cambiarse las cosas, aunque fuera en el último minuto y, como siempre había soñado, ese cambio vendría dictado en esa ocasión especial por una tecnología al servicio de las causas justas, liberada de su sambenito de lacaya de los poderes económicos o políticos por fin. —Tranquila, Erundina. Seguimos aquí —voceó hacia el fondo del pasillo, sintiéndose ridículo, aunque las circunstancias a las que tanto apelaba eran irrebatibles: aquellos milicianos eran las primeras personas con quienes intercambiaba unas palabras en semanas. Había conseguido espantar la imagen de Mario en todo ese tiempo y ni siquiera podía tener las imaginarias conversaciones con él que hubieran aliviado esa soledad, ya que carecía precisamente del don de la imaginación. Por el contrario, su desarrollada capacidad analítica reclamó su puesto y le hizo regresar a la mesa con las anotaciones y su regla de cálculo. Para su desgracia, no pudo evitar verse en el espejo del recibidor que la metralla de las bombas había respetado y ese elemento de la decoración le devolvió con crueldad una imagen próxima a un alma en pena. Había envejecido eternidades, pero ni el proyecto ni más de dos años de guerra podían provocarle algo más de un desmayado intento de colocarse el flequillo, cano desde que había empezado la contienda, y tocarse su barba a manchones, tan odiada por su vieja condición de lampiño. —¿Quieres un poco de jamón? El líder de grupo había vuelto a entrar sigilosamente y ahora le ofrecía una rebanada de pan coronada con lonchas amarillentas y granates. Ya no era capaz de reconocer su antiguo alimento preferido y tardó unos segundos en relacionar el nombre con el contenido de los bocadillos que no hacía tantos años le gustaba merendar. —Lo cogimos en la despensa de una torre —se explicó el miliciano—. A saber qué manjares tenían esos ricachones si habían dejado abandonado un jamón como si nada, ¿verdad? 3
—Podías llamar. Me has dado un susto de muerte —dijo Ibáñez cogiéndole la rebanada de un zarpazo. —Imposible. No tienes puerta. —Porque el gorila de tu compañero se encargó de hacerla añicos — masculló con la boca llena. El tocino estaba ya rancio y, en general, el pernil parecía mal curado y con excesiva sal, pero saboreaba cada miga y cada partícula de carne con una ansiedad extrema, pese a que nunca le había faltado la comida en todos aquellos meses. —Cartucho es un poco exagerado, pero tenemos que entrar así en muchos sitios. —¿Cartucho? —Le llamamos así. En realidad, se llama Inocencio, pero a él no le gusta su nombre de pila, dadas las circunstancias. —Claro —aceptó Ibáñez comprensivo—. Es fácil de entender. Ambos quedaron en silencio unos segundos e Ibáñez aprovechó para engullir el último trozo de pan. Se sentía obligado a por lo menos dar las gracias a aquel visitante no invitado, sobre todo teniendo en cuenta su aviso anterior de no intervención en su suerte, pero quería ponerse con el proyecto cuanto antes y cualquier aspaviento amistoso le parecía una pérdida de un tiempo cada vez más valioso. —¿De verdad es tan importante lo que estás haciendo? —preguntó de repente el miliciano—. Mis compañeros se creen que estoy majareta por dejarte quedar con el departamento más grande, hasta lo pienso yo, pero tengo mucha curiosidad en saber dónde derrocha el dinero este gobierno. Ibáñez se volvió a sentir en medio de una de aquellas entrevistas infinitas que había tenido que soportar en la Junta de Ampliación de Estudios antes de recibir su beca de investigación. Había desarrollado de aquella un especial sexto sentido que le permitía distinguir entre las nubes de algodón de las preguntas inocentes el filo de acero de las malintencionadas. Desconfiaba de los anarquistas, tan escandalosamente faltos de un plan genérico y tan absurdamente empecinados en una serie de acciones utópicas de escaso valor estratégico y, a su vez, sabía perfectamente que aquellas gentes tampoco tenían en mucha estima a los hombres de la confianza del gobierno como él. Ya estaban demasiado cansados por la falta de resultados frente al enemigo que la sumisión obligada a una disciplina jerárquica había garantizado en su 4
día e incluso habían sido machacados en bastantes ocasiones por quienes decían combatir en su propio bando. Eran, en definitiva, las dos combinaciones garantes de un completo desencuentro pero hacía demasiado tiempo que no hablaba con nadie, y bien valía aquel luchador a un paso de la derrota como interlocutor durante unos minutos. Sería ese remedio contra la melancolía absurda que tantas veces empañaba su visión. —¿Tú te llamas? —preguntó educadamente. —Desiderio —contestó el miliciano con humildad. —Desiderio. A mí me llaman por mi apellido, Ibáñez —se presentó éste obviando su nombre de pila—, encantado de conocerte. Verás, es imprescindible llevar a cabo este proyecto. Pase lo que pase. Es quizás la única esperanza de la República antes de que los fascistas se presenten en Barcelona. —No les va a ser tan fácil —interrumpió el miliciano con una inesperada pasión juvenil—, aunque vosotros os empeñéis en perder el tiempo con órdenes absurdas y persiguiéndonos. —No se trata de eso —rebatió Ibáñez muy cansado—. Debemos reorganizar las escasas fuerzas que nos quedan y hacer cosas con sentido, ¿es que no lo entiendes? Ellos son más, tienen más armas y más vehículos y ahora nosotros sólo tenemos rabia y desesperación. Con Erundina puede quedarnos una posibilidad, aunque sea muy pequeña. —¿Erundina?, ¿quién es esa mujer? —En fin, yo… me gusta llamarla así. Es una tontería —reconoció Ibáñez avergonzado, aunque su interlocutor no parecía haberle dado mayor importancia—. Si mis cálculos son correctos, y yo creo que lo son, Erundina puede evaluar, analizar e inferir la mejor estrategia en cada momento, tanto de ataque como de defensa. Puede considerar todas las variables que yo le inserte, desde tropas o armamento disponible hasta la situación climatológica o de la orografía del terreno y predecir con una exactitud más que aceptable los resultados de las distintas posibilidades de la contienda, movimientos, sabotajes selectivos… —Pero eso es imposible. No hay ninguna máquina capaz de hacer algo así —arguyó Desiderio con incredulidad—. Yo trabajé en una fábrica y no había nada igual. —No lo es tanto ¿tú oíste hablar de Babbage? —se arrepintió al instante de su pregunta ante la expresión humillada de su interlocutor. Solía olvidar 5
con demasiada frecuencia que ya no se encontraba entre sus colegas de la Universidad—. Babbage hizo la máquina diferencial para operaciones matemáticas complejas. El principio de Erundina es el mismo, sólo que aplicado a la guerra. Mario construyó prácticamente todos los mecanismos. Ahora yo debo afinarlos. —¿Quién es ese Mario? —volvió a interrumpir Desiderio y de nuevo Ibáñez se arrepintió de sus palabras: sabía que, en aquellos momentos, su viejo colega podía ser considerado un desertor e, incluso, como un traidor por los sectores más radicales. De hecho, él en demasiadas ocasiones lo había acusado de eso, aunque finalmente siguiese pudiendo la vieja lealtad de los compañeros de ilusiones. —Mario era el otro técnico del proyecto. Ya no está con nosotros —explicó, rogando que sus palabras se interpretasen como un simple eufemismo del fallecimiento de su antiguo colega y no como su fuga en el carguero argentino y posterior llegada a Estados Unidos, donde ya debía ocupar la tan ansiada plaza docente en la alabada facultad de la Costa Oeste. Aún seguía sintiéndose en la obligación de encubrirlo, pese a su evidente decepción con el comportamiento de quien había considerado su amigo. Vio que el gesto del miliciano se endurecía, y temió que no le bastase con esa explicación. —Son tonterías —masculló éste y la brusquedad del comentario causó el efecto de un escupitajo grosero en Ibáñez—. Vosotros los ricos siempre estáis perdiendo el tiempo mientras a los demás nos toca poner la cara. —No seas exagerado —protestó Ibáñez, dolido por ser incluido en una casta a la que nunca había pertenecido. —A ver si no. Mi chico os hizo caso y acabó muriendo en el Ebro por obedecer a todos esos inútiles del ejército, y tú me vienes ahora con que un cacharro va a arreglar sus fallos. —Siento lo de tu chico —dijo Ibáñez impresionado. Hacía casi un año que no veía a su hijita. Ya debía tener dieciocho o diecinueve meses, en aquellos días las fechas se le confundían, pero podía comprender perfectamente la sima sin fin desde donde ese padre le estaba hablando. —Aún no había cumplido los veinte años —concretó el miliciano, hundido todavía por la pena—. Se alistó en el ejército porque creía que era la mejor manera de acabar con los fascistas y sólo sirvió para que muriese en esa carnicería. 6
—Desiderio, debes hacerte cargo: la República apenas cuenta con medios —apuntó prudentemente Ibáñez—. La mayoría de los recursos bélicos quedaron en manos de los sublevados, y encima, contaron enseguida con la ayuda de los alemanes y de los italianos. Se trata entonces de ser capaces de oponer un arma con que ellos no cuenten. —Ahora me vas a decir que una máquina registradora puede acabar con una escuadrilla aérea. —No es así exactamente. Si consigo poner en marcha a Erundina podremos optimizar nuestros recursos. Fíjate, si no, en tu grupo. Estáis aquí atascados cuando, a lo mejor, podríais estar haciendo incursiones eficaces en algún punto de la ciudad o de los alrededores. Se arrepintió al instante de sus palabras. Éstas habían sido pensadas para obtener la complicidad del miliciano pero, por el contrario, sólo habían conseguido ponerle a la defensiva. —Nosotros no vamos a aceptar órdenes con las que no estemos de acuerdo —silabeó éste con frialdad. Aunque no era el mejor momento, Ibáñez decidió plantearle lo que le estaba revoloteando por la cabeza. La posibilidad de esperar una mejor oportunidad era un lujo del que no disponía. —Escúchame. Ahora necesitaría que vosotros quedaseis aquí y me ayudaseis de alguna manera mientras yo acabo con mi proyecto, bien defendiéndome cuando entren las tropas o bien actuando como correos con el Estado Mayor. Es imprescindible. Si Erundina sale adelante nos quedará una posibilidad a todos. —Te has vuelto loco. Ya te dije antes que tendrías que apañarte tú solo. Desiderio marchó ofendido escaleras abajo e Ibáñez ni siquiera tuvo tiempo de agradecerle el jamón. Había sido una estrategia errónea, pero debía intentarla. No podría aguantar ni una amenaza del primer soldado de Franco que se acercase hasta allí, sin contar con los posibles quintacolumnistas que se enterasen de la simple existencia de Erundina y decidiesen sabotearla, cuando no pegarle un par de tiros a él. De cualquier forma, necesitaba estar protegido en los próximos días. El aguijonazo de la claudicación le trepanó una vez más: aún en el hipotético caso de llevar a cabo el proyecto nunca sería capaz de convencer de su eficacia a gente como Desiderio o Cartucho. A la vista estaba. Mucho menos 7
iba a lograr poner de acuerdo a todo aquel mare mágnum de ideologías, tendencias e incluso personalidades que conformaban los defensores de la República. Era, finalmente, un despilfarro patético de recursos, tal y como había dicho el miliciano, en un momento donde lo único que podía valer eran tropas armadas de refuerzo, pero ningún país de Europa o América iba a mandarlas, ni siquiera podían contar con la ayuda de más brigadistas. —Vas a tener muy pocas posibilidades, Erundina —dijo de nuevo hacia el fondo del pasillo. Curiosamente, una nueva paradoja de la historia se reveló una vez más mientras se sentaba de nuevo a su mesa y en un chispazo situaba en su cabeza la clave para uno de los últimos problemas que se había planteado: tras varios repasos frenéticos del conjunto de operaciones anteriores, podía concluir en que tenía ya todos los cálculos necesarios, y las perforaciones de las distintas tarjetas se reducían por tanto a una enojosa labor para la que sólo era necesaria paciencia y meticulosidad. Una mezcla antitética de alegría escandalosa y pena agobiante lo invadió y sólo le permitió alzar las manos tímidamente en señal de triunfo. Las siguientes horas e incluso días quedaron convertidos consecuentemente en una borrachera de tareas repetitivas y comprobaciones sobre comprobaciones concretadas en el primer montón de fichas. El taco resultante le recordaba a varias barajas de cartas amontonadas, pese a que nunca había sido hombre aficionado a los juegos de mesa. Hizo una primera comprobación de prueba y el talento de su antiguo colega volvió a quedar en evidencia. Mario había construido un dispositivo perfecto cuyos engranajes sólo esperaban las órdenes adecuadas para girar y articular todas aquellas consideraciones que ni Líster, ni Miaja ni ningún hombre de guerra de la República eran capaces de poner en marcha frente al seguro caos que ya se adivinaba en demasiados puntos. Contempló a Erundina unos segundos antes de arrancarla. Continuaba recordándole uno de esos cachivaches de barraca de feria que dicen adivinar el porvenir, pese al brillo de sus piezas nuevas y la complejidad de los mecanismos ocultos tras el cristal protector. No sabía cómo podía aceptarla el propio Negrín y, mucho menos, quienes le rodeaban, pero también sabía que cualquier decisión iba a venir dictada por los resultados. Le introdujo pues aquellas tarjetas con un miedo irracional, como si fuese cualquier medicación agresiva que estuviese administrando a su hijita. Había decidido considerar las variables más cercanas de tropas, últimas órdenes del gobierno y movimientos recientes del enemigo, aunque no estaba muy seguro de su elección. En todo caso, seguía sin haber tiempo ni oportunidades de corregirlas. Puso en marcha la maquinaria y durante unos segundos que le parecieron eternos no hubo ninguna respuesta hasta que de repente los tipos de la máquina de escribir empezaron a redoblar sobre el cilindro de papel frenéticamente mientras el punzón cartográfico vomitaba bocetos. Parecía funcio8
nar, y ese éxito le resultó más aterrador que cualquier fracaso para el que se veía más preparado en todo aquel ambiente general de derrota circundante. Cortó un trozo de aquel rollo. Repetía obstinadamente una serie de letras: TROPASPORSEGREPORMEQUINENZA TROPASPORSEGREPORMEQUINENZA TROPASPORSEGREPORMEQUINENZA Sólo tardó unos segundos en comprenderlo: ése era el mejor punto para iniciar la ofensiva por las tropas de Franco. Desde la confluencia de ese río con el Ebro podían romper perfectamente el frente y avanzar sin atrancos, creando además la ilusión de un ataque poco importante. Era imprescindible avisar a los mandos militares. Si las fuerzas republicanas conseguían contenerlos tal vez pudiera llegar por fin la ayuda francesa y cambiar el signo de la guerra, aunque eso no iba a ser bastante. Intentó salir corriendo pero la debilidad no le permitió dar más allá de tres pasos vacilantes. Tras agarrarse a la mesa, recordó que llevaba varios días sin comer ni dormir. Nunca conseguiría llegar en ese estado al cuartel general. Necesitaba ayuda. Tambaleándose, salió al rellano y también tambaleándose consiguió acercarse hasta el piso donde se encontraba Desiderio. —¿Qué quieres? —preguntó éste abruptamente al verlo aparecer. —Desiderio, lo he conseguido —tartamudeó, a punto de desmayarse—. Erundina funciona. Ha previsto el siguiente movimiento del enemigo. Debemos avisar al puesto de mando para que disponga nuestras tropas. Tenéis que llevarle este mensaje. Es muy urgente. —¿Bromeas? Ya te dije que tienes que apañártelas tú solo. Nosotros no aceptaremos tus órdenes —cortó el miliciano, e Ibáñez vio por primera vez la imagen del caos final cubriendo su mundo en todo ese tiempo. —Por la memoria de tu hijo —saltó de repente intentando hacer mella en el ánimo de su interlocutor—. Él murió con la idea de que había que pararles los pies a los fascistas a toda costa. Sólo por eso tienes que ayudarme —la mirada de ira que le vino de vuelta le hizo creer todo perdido, pero, por el contrario, Desiderio le cogió los papeles y los mapas y los observó con detenimiento. —Hay que hacérselos llegar al Estado Mayor —insistió Ibáñez—. Si alguien me acompaña, yo los llevaría y… 9
—Fíjate cómo estás —lo interrumpió el anarquista con enojo—. No puedes con tu alma y tenemos que ir a pie porque el motor de la Ford está roto. Mejor hazme una carta y los llevaré yo. Llegaré antes yo solo si no tengo que ir contigo a rastras. Ibáñez se asustó. No estaba muy seguro de las intenciones finales de aquel hombre pero sus palabras eran ciertas. Debía confiar en él, así que redactó unas breves explicaciones en un pedazo de papel y tras doblarlo desmadejadamente se lo entregó. —Es imprescindible que llegue al Estado Mayor y no se quede tirado en cualquier oficina —exhortó. —No te preocupes. Yo sé lo que hago —lo tranquilizó Desiderio—. Anda, entra en la cocina y dile a Cartucho que te dé un plato de sopa. Estás que te caes. Prefirió no verlo marchar e hizo lo que se le había recomendado. Cartucho le entregó de mala gana una escudilla llena de un líquido parduzco caliente que a Ibáñez le entonó como nunca antes le había confortado cualquier alimento de mejor calidad. Se sintió como si le hubiesen recargado unas hipotéticas pilas. De nuevo sus pensamientos repasaban una y otra vez todas las operaciones realizadas y de nuevo su viejo sentido crítico hasta aquel momento desaparecido volvía a imponerse como censor recordándole que no podía dar por definitivos aquellos resultados. —¿Y Desiderio? —preguntó el joven mientras alimentaba el fuego de la cocina con unos pasquines. —Fue a hacerme un recado —contestó Ibáñez distraído. Una idea increíble había empezado a moverse por su cabeza—. Oye, ¿qué estás quemando? —La propaganda de los fascistas. La lanzan desde los aviones. —Te cojo una poca, gracias —dijo Ibáñez saliendo de allí en unos peligrosos trompicones que intentaban ser zancadas. Seguía estando muy débil, pero el vigor intelectual de antaño estaba reapareciendo y le había permitido adivinar el golpe definitivo. Volvió a enzarzarse en la perforación de nuevas tarjetas. Era imprescindible contener el ataque, pero más imprescindible era paralizar el cerebro de la bestia. Se trataba por tanto de encontrar su emplazamiento. De nuevo pasaron las horas y algún que otro día completo hasta que por fin un tembloroso Ibáñez consiguió traducir las últimas variables al lenguaje de Erundina. 10
Había preferido no plantearse que ni Desiderio ni ningún representante del gobierno habían dado señales de vida en todo ese tiempo y en aquellos momentos sólo lo mantenía en pie la simple curiosidad por saber la respuesta de la máquina a la pregunta planteada. Nuevamente unos segundos de angustiosa espera y de nuevo la eficaz Erundina tamborileó alegremente la solución sobre el papel. Ibáñez empezaba a ver doble y tardó un poco en comprender aquellos caracteres: ADESTRUIRCASTILLODEPEDROLA ADESTRUIRCASTILLODEPEDROLA ADESTRUIRCASTILLODEPEDROLA —Eso está en Lérida —masculló con dificultad, pero viendo por fin la luz del final de un inacabable túnel. —¿Qué es lo que está en Lérida? Sintió su corazón a punto de estallar. Cartucho esperaba la respuesta a su lado con su acostumbrada expresión despectiva. —El cuartel general de Franco. Debemos destruirlo —explicó inquieto. Cartucho había mudado su gesto a uno de odio glacial, impensable en un joven como él de reacciones apasionadas. —No vamos a destruir nada —dijo Cartucho con mayor frialdad mientras empezaba a apuntarle con su revólver e Ibáñez comprendió con pavor que tenía frente a él a un experto quintacolumnista que había permanecido agazapado todo ese tiempo y que por fin entraba en acción—. Se acabó. No vais a hacer más daño a los héroes de nuestra Cruzada —concluyó el traidor amartillando el arma, pero el sonido del disparo vino de su espalda. El rebelde infiltrado entre los leales y conocido entre los anarquistas por Cartucho se tambaleó unos segundos eternos antes de caer muerto. Desiderio aún seguía en la puerta con su pistola preparada por si era necesario hacer fuego de nuevo. —Nunca me había fiado de este desgraciado —dijo mientras apartaba el revólver del cadáver de una patada—. No era normal que un gañán como éste pelase las naranjas con cuchillo y tenedor.
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—¿Has conseguido…? —preguntó Ibáñez mientras se dejaba caer sin fuerzas en una silla. —No te preocupes. Ya han tomado nota y dentro de un rato vendrán a recogeros a ti y a tu maquinita. Oye, ¿qué era eso que decías de un cuartel general? —El cuartel general, claro —gritó Ibáñez levantándose de un salto—. Es el castillo de Pedrola, en la provincia de Lérida. Hay que acabar con él y… — las fuerzas lo abandonaron y a punto estuvo de caerse al suelo de no ser por el brazo salvador de Desiderio que lo frenó y lo volvió a colocar en el asiento. —O sea que si lo volamos mandamos al infierno a unos cuantos picatostes, ¿no? —Sí, así es. Hay que avisar a… —Tranquilo —lo interrumpió su salvador con una extraña mirada pícara—. Déjanos a nosotros. A los anarquistas se nos dan muy bien las explosiones.
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PRIMERA PARTE: DESCUBRIMIENTOS, AMOR Y MUERTE. I ario intentaba taponarse la nariz con el pañuelo mientras corría al servicio de cubierta. Los pasajeros con que se cruzaba lo miraban con asco, aunque sus modales de Primera Clase les hacían indagar preocupados sobre su estado de salud. Las hemorragias nasales habían sido su cruz desde bien pequeño y, ya casi en la cuarentena, suponían además la humillación de quien es pillado en falta en un entorno cargado de corsés normativos. Comprobó en el espejo que se había manchado la corbata y, en un rapto de asco, se la arrancó y la tiró en la papelera, pese a tratarse de un regalo de Nancy. Cuando volviera a Boston le diría que se le había olvidado en el hotel o cualquier cosa por el estilo. De todas formas, nunca le habían gustado sus dibujos. Sólo faltaban un día para arribar al puerto de Vigo. Le parecía que el barco había ido demasiado veloz, y un escalofrío de vértigo le recorrió pensando en lo que hubiera significado coger un avión tal y como le habían propuesto. No quería llegar a su destino, pese a que la idea de permanecer a flote sobre centenares de metros de agua no dejaba de inquietarle. Por otra parte, tan contradictoria, estaba deseando volver a España. Diez años de ausencia le hacían imaginarla como la tierra mítica de cualquier leyenda medieval. Sin embargo, nunca había experimentado la nostalgia por la patria perdida en todo ese tiempo hasta que escuchó hablar a uno de los marineros del barco, natural de Marín, y su suave acento gallego le hizo recordar las temporadas pasadas en La Coruña durante su infancia. Fue entonces cuando la sensación de perdida de esos instantes sin obligaciones y con la firme sensación de pertenencia a un grupo le constriñeron de una forma casi física. Para alivio suyo, en esa ocasión había conseguido sacar a tiempo el pañuelo antes de que sus fosas nasales se convirtieran en el habitual irrigador repugnante. Resolvió sólo un par de horas antes de desembarcar que no iba a acercarse a Madrid directamente, pese a haber quedado ya con el señor TrellezGrandes. Lo telefonearía desde el mismo puerto para darle la primera excusa que se le ocurriese y después buscaría cualquier hotel o pensión donde pa13
sar un par de días. Le aterraba la idea de enfrentarse tan pronto a lo que imaginaba como una serie de caminos infernales, aunque bien sabía que en ese malestar había otros componentes de mayor profundidad. Por otra parte, había estado una semana más de la inicialmente prevista en Buenos Aires, con todos los malos recuerdos de diez años antes que le traía esa ciudad, así que consideraba perfectamente justificada esa nueva demora en el cambio de planes. Su deseo inocente de volver a pasear por tierras gallegas acabó de dar forma a su decisión. Por eso, cuando en el puerto le preguntó el agente el motivo de su viaje tras hojear con desconfianza su pasaporte americano, sintió que decía la verdad en gran parte al contestar vacaciones. Amelia recogió sus apuntes con parsimonia, la misma que un ceñudo Ibáñez imprimía a cada uno de sus movimientos antes de salir del aula. No le parecía buena idea esperar frente a él y lo que tenía que decirle no podía constar de un preludio de atosigamiento. Consiguió por tanto adecuar sus movimientos a los del docente y ambos acabaron de guardar sus respectivas cosas al mismo tiempo. En la clase ya no quedaba nadie, pero pronto entraría el siguiente grupo, así que no disponía de mucho tiempo. —Señor Ibáñez… —lo llamó con un hilo de voz que lo sobresaltó. —¿Qué desea? —preguntó él con su habitual expresión grave. —Verá, yo… —dudó un poco, pero consiguió coger carrerilla—, sé que va a seleccionar a ayudantes entre el alumnado para sus proyectos y yo… —Le digo lo mismo que a todos, deje una copia de su currículo en el departamento según el modelo oficial y antes de un mes tomaré una decisión. Ahora, si me disculpa, tengo una reunión y voy a llegar tarde. —Señor, ya dejé la copia hace unos días. Sólo quería insistir en mi candidatura. Mi expediente académico es bueno y uno de mis trabajos sobre procesos estocásticos fue publicado en la revista de la facultad con elogios de algunos catedráticos y… —Celebro oír eso. Seguramente, lo tendremos en cuenta cuando hagamos la valoración. —¿Van a valorarlo varios? —preguntó frustrada. Sabía que si uno de los dinosaurios de la universidad, tan reacios a la presencia femenina en sus respectivos departamentos, entraba en el proceso, ella no iba a tener la menor opción. 14
—Por supuesto, es la mejor forma de conseguir un resultado objetivo —las palabras de Ibáñez le causaron el mismo efecto que una negativa airada pese a ser dichas dentro de los más estrictos parámetros de la cortesía profesional. Decidió entonces probar el arma secreta que se había prometido no usar. —Es que, yo… yo soy sobrina de Desiderio. Ibáñez quedó paralizado unos segundos, mirando al aire con ojos soñadores mientras Amelia rezaba a los dioses en los que no creía rogándoles haber acertado. —El bueno de Desiderio… —masculló él por fin—. Hace años que no sé de él, ¿cómo está? —No muy bien. Tiene una enfermedad de los pulmones. Según el médico, por el trabajo de la fábrica. —Vaya, lo lamento de veras —dijo Ibáñez con sinceridad—. Por favor, dele recuerdos de mi parte cuando hable con él. Y dígale también que ya sabe donde estoy si necesita algo. En fin, discúlpeme pero debo marchar ya —concluyó encaminándose a la puerta a grandes zancadas. —¿Y entonces yo? —casi gritó ella cuando iba a cruzar el umbral. Ibáñez se detuvo, se giró lentamente y la miró con un gesto frío. —Señorita, cualquier puesto en mi departamento es un cargo que exige una cualificación extrema y unas habilidades muy precisas ¿Cree que puedo tener en cuenta parentescos con amigos? —No, yo… —Buenos días, señorita. La decepción vino a aflojar la prensión de su mano y en consecuencia todo lo que ésta sujetaba cayó al suelo, extendiéndose con malicia por la superficie de baldosas gastadas, ocultándose incluso bajo mesas y sillas, precisamente en los rincones de peor acceso. Acabó por tanto de recoger cuando entraban los primeros alumnos, todos varones, del siguiente grupo y, como se temía, se vio obligada a escuchar los diversos comentarios condescendientes sobre su acción, de diversas gradaciones en lo que respetaba al buen gusto. Por fin pudo salir al exterior transportando un bulto informe de papeles, libros y carpetas. Su frustración le impedía distinguir el bonito día que hacía y los compromisos sociales a que estaba obligada. 15
—¿Cómo te ha ido? Amelia pegó un respingo: efectivamente, había olvidado que iba a regresar a la Residencia con Lupe, su compañera de habitación, oportunamente puesta en antecedentes sobre las causas de su seguro retraso de minutos en la cita y también inoportuna asesora sobre la estrategia a adoptar con Ibáñez. —Vaya con tu ideita, creo que he fastidiado todo —resumió. —¿Por qué? —¿Cree que puedo tener en cuenta el parentesco con amigos? —repitió las palabras de Ibáñez con una correcta imitación de su deje—. Maldita sea, y pensar que era la oportunidad de seguir en la Universidad… Pero con este hombre no valen las recomendaciones, según parece. —Sí, seguro. —Que sí. Desiderio dice que una persona muy honrada y coherente, y te aseguro que mi tío no reparte los elogios así como así. —Bah, sigo sin creérmelo. El niño mimado de Negrín no puede ser tan santo. Además, ¿no le debe la vida a tu tío? Sólo por eso tendría que hacerte ese favor y mil más, pero es un desagradecido, por lo que se ve. —Te equivocas, Lupe. Las cosas no funcionan así en la Ciencia. Él se ha ofrecido a ayudar a mi tío. —Tú encima discúlpalo, venga. No, si ya lo dice mi padre, éste es un país de Quijotes y así nos va. Sin un sito donde caernos muertos y quitándonos el hambre a guantazos pero, eso sí, las cosas no funcionan así en la Ciencia. Claro, y el Ratoncito Pérez existe de verdad —ahora, Lupe había hecho una imitación razonablemente exacta de la forma de hablar de su amiga, y esta sintió además de la frustración por la oportunidad perdida el incomodo por reconocer a posteriori la ingenuidad encerrada en sus palabras. —Picapleitos —masculló intentando sonar irónica y evitando a propósito el comentario socarrón sobre la antigua militancia en la CEDA del progenitor de su amiga al que se prestaba la teoría expuesta—, siempre buscándole tres pies al gato. Venga, vámonos. Se ponían en marcha cuando a lo lejos un joven las saludó con la mano. La amplia sonrisa que se dibujó en la cara de Amelia le hizo saber a Lupe su 16
identidad sin necesidad de preguntar ni de ponerse las gafas que su vanidad hacían mantener perfectamente guardadas en su estuche. —Vaya, te espera tu revolucionario particular. —Ay, Lupe, cómo eres —masculló Amelia sonrojada—. Se ve que ya ha acabado la asamblea. —Pues venga, vete con él. Y dile de mi parte que a ver cuando nos consigue unos billetes a Rusia para las vacaciones, que tengo ganas de visitar Moscú —de nuevo, Lupe volvía a olvidar a proposito la afiliación política correcta de quien esperaba a su amiga. —Pero, ¿y tú?, ¿vas a volver sola? Acompáñanos, anda. Iremos a tomar algo. —Sí, de carabina. Venga, vete. Aprovecharé para leer unas sentencias recientes. Hala, ya nos vemos luego. Amelia corrió hasta donde él seguía esperando. Aunque a ninguno de los dos les gustaban las muestras públicas de afecto, se saludaron con un beso en los labios bastantes décimas más largo que la ocasión requería. —Qué pronto ha acabado la asamblea, ¿no? —No me hables. Suspendida por falta de quórum. Esto es una vergüenza. Éramos los de la mesa y tres o cuatro más. Después se quejarán de las injusticias, y de lo mal que está todo, pero cuando tienen que cumplir, olvídate. Como siempre que estaba enfadado, Jorge gesticulaba violentamente y, como siempre, el mechón rebelde de su flequillo volvió a caer sobre la montura de sus gafas. Amelia se lo retiró con cuidado y aprovechó el movimiento para acariciarle la cara. Le encantaba su tacto áspero del rasurado mal apurado. Él se detuvo en su diatriba y con delicadeza besó la palma de aquella mano que lo serenaba. Se produjo entonces unos de esos instantes felices donde ambos se sentían los únicos habitantes de un vergel misterioso. —¿Y a ti, que tal te ha ido con ese Ibáñez? —preguntó Jorge recordando el importante asunto de su novia. —No muy bien, ya te contaré —masculló ella, contrariada por esa vuelta a una realidad tan frustrante—. Oye, ¿te siguen prestando el cuarto? 17
—Sí, supongo, siempre que se lo deje libre antes de las siete. —Pues vamos hasta allí. —¿Ahora?, ¿no quieres comer algo antes? —Vamos, por favor, quiero estar contigo a solas —insistió Amelia agarrándolo del brazo y apoyando la cabeza en su hombro. Notó al presidente muy envejecido, pero su confianza no llegaba al extremo de hacer constar esa opinión en voz alta. Por el contrario, se limitó a un desvaído bien cuando el señor Negrín le preguntó cómo iba todo como fórmula cortés de saludo. Ciertamente, ni una mínima parte de las cosas iban bien ni podía llegar el par de minutos que el primer mandatario del país podía dedicar a escuchar sus cuitas. —Y bueno, amigo Ibáñez, ¿qué ha pensado sobre ese puesto permanente en las Naciones Unidas que le ofrecí el otro día? —Señor, yo… No me parece una buena idea desplazarme permanentemente a Estados Unidos, la verdad. Ya en su momento rechacé las ofertas de trabajo que desde allí me llegaban porque consideraba, y sigo considerando, que mi labor debe desarrollarse aquí. Creo que sería suficiente con ir dos o tres veces al año, como he hecho hasta ahora. Mi familia y mi trabajo están aquí y no… La mirada incrédula de Negrín indicaba a las claras que conocía su infierno de los últimos meses. —Si es su decisión…. Como le dije en su momento, usted es completamente libre de disponer lo que quiera aunque, no se lo voy a negar, yo me quedaría mucho más tranquilo teniendo a un hombre de confianza a cargo de la unidad ERU allí, al margen de las ventajosísimas condiciones económicas con que se iría, por supuesto. —Lo siento, señor, pero… —Yo ya me retiro y la verdad, no sé qué puede pasar. —Supongo que el señor Prieto… —se arrepintió al instante de mencionar ese nombre, de tantas connotaciones negativas para su interlocutor, a duras penas suavizadas por su autodisciplina de hombre de partido.
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—Sí, ya sé que eso dicen los periódicos —masculló con un tono metálico el presidente—, pero también sé que la gente puede volver a votar a la derecha y sacar mayoría, como en el 33, y, en ese caso, no tengo ni idea de lo que pasará ni con mi gobierno, ni con cargos con el suyo. Demonios, Ibáñez, todo el mundo sabe que usted es uno de mis asesores de confianza. No va a ser una situación muy ventajosa para usted si hay un cambio, creo que incluso no es nada ventajosa si los compromisarios acaban optando por Indalecio. —Señor, yo tengo mi cátedra en la Universidad Central y… —Es cierto, la Universidad. Es donde de verdad están bien los hombres como nosotros, ¿verdad? —Ibáñez asintió con la cabeza—. Le juro que más de una vez he pensado en mandar la política a paseo y volver a mi puesto docente pero… —el presidente quedó en silencio con gesto pensativo durante unos segundos, quizás recordando sus lecciones de Fisiología—. En fin, hay algo más por lo que me tranquilizaría muchísimo si usted aceptara el puesto, ¿sabe? —Usted dirá. —Me temo que sería enviarlo a la propia boca del lobo, pero necesitaría a alguien de confianza en Estados Unidos, al margen del cuerpo diplomático que allí tenemos y que, por supuesto, está haciendo un buen trabajo. Alguien que siga desarrollando el potencial de la ERU sin intermediarios ni influencias de terceros dentro de esa organización. Ahora, más que nunca, necesitamos reafirmarnos en nuestro papel preventivo de los conflictos bélicos. —Señor, no entiendo… —No necesito recordarle la fiebre anticomunista que se está viviendo en ese país últimamente, ¿verdad? Antes sólo temían a los rusos, pero, según me informa la Embajada, han empezado a lanzar andanadas contra nosotros. Nos acusan de ser otra sucursal del PCUS y similares y tienen la sospecha absurda de que estamos en algún tipo de conspiración para fortalecer el poder comunista en el mundo. —Pero si aquí gobierna el PSOE….—rebatió innecesariamente Ibáñez, al instante dándose cuenta de la obviedad de su afirmación —Me temo que ante paranoias como ésa no cabe mucha distinción entre partidos de izquierda reformistas o revolucionarios. Bien sabe del peligro de dividir al mundo en los dos bloques del yo y los demás. Tiene gracia, ¿verdad? Cuando por fin empezábamos a saldar nuestras deudas con los amigos 19
rusos, nos vienen con que somos sus aliados. En fin, si a ser morosos se le puede llamar alianza… —el presidente se asomó a la ventana y contempló el cielo con nubes que había aquel día—. Que dos ministerios de doce estén al cargo de dos políticos del Partido Comunista no significa especialmente que seamos una sucursal de Moscú. Significa, simplemente, que España tiene un gobierno de izquierdas elegido por el pueblo español, con mayoría socialista pero con la colaboración de los comunistas y de los republicanos, nada más y nada menos. Qué barbaridad, si se preocuparan de enterarse antes de hablar… —concluyó pensativamente. —Señor, yo… —sabía que, más que nunca, la información de Negrín debía ser finalmente la orden directa para aceptar el puesto. En realidad, hacía tiempo que las circunstancias le indicaban lo conveniente del cambio, pero la inercia seguía lastrando su respuesta—. Estoy en las primeras fases del proyecto de investigación sobre elementos no cuantificables para la ERU y no puedo abandonarlo en los próximos meses, usted mismo insistió en su importancia. Quizás si se pudiera retrasar ese tiempo mi nombramiento… Negrín sonrió levemente, satisfecho con la respuesta dadas las negativas habituales. —Si usted procura agilizar ese proyecto, quizás a mí me daría tiempo a firmar el decreto con su nombramiento. No me gusta enviarlo tan tarde pero es mejor que nada. —Procuraré hacer mi trabajo lo antes posible, señor y dejaré a algún compañero de confianza con el proyecto cuando todo esté más o menos en marcha. Tendré que agilizar la selección de mis ayudantes y darles un entrenamiento más corto del previsto, pero supongo que en dos o tres meses podría irme y después volver para comprobar su marcha. —De acuerdo, amigo Ibáñez, quedamos así entonces. Por cierto, ¿qué tal su hija? Ibáñez se sintió apuñalado en el corazón, como cada vez que en los últimos tiempos alguien nombraba de una u otra forma familia o descendencia. —Ella está bien —masculló con dificultad—. La madre y yo hemos decidido enviarla a un internado suizo el curso que viene. No es algo que me convenza mucho pero es de los únicos acuerdos que hemos conseguido. Ambos creemos que debe tener la mejor educación posible y, a ser posible, en varios idiomas. —Está siendo muy complicado su divorcio, ¿no? 20
—Bastante, mi mujer se ha enrocado en su postura y no hay manera de… —Lamento oír eso. En fin, ya sabe usted que, si necesita algo, no tiene más que decirlo. —Muchas gracias, señor presidente. II Amelia se enjugó las lágrimas con un pañuelo completamente empapado antes de entrar en el despacho de Ibáñez tras el adelante imperioso de éste. —Caramba, ¿ya le ha pasado el recado Purita? Qué rapidez. —Señor, yo… —Siéntese, por favor —invitó Ibáñez incorporándose y señalándole la silla de confidente frente a su mesa. Ella obedeció automáticamente, demasiado aturdida para corregirle y decirle lo que la había llevado hasta allí. —Bien —continuó el catedrático—. Como ya le habrá dicho Purita, el proyecto de investigación ha tenido que acelerarse, así que me he visto en la obligación de hacer yo solo la selección de mis ayudantes sin esperar más currículos. No me convence mucho pero, en fin… En todo caso, usted parece de las candidatas mejor formadas: su expediente es impresionante, con varias matrículas de honor y sobresalientes, y sus trabajos para la revista son muy concienzudos. Así pues, he tomado la decisión de incluirla en el proyecto, ¿qué le parece? —preguntó aguardando la respuesta de la alumna, pero ésta, en una reacción absolutamente inesperada comenzó a reír y a llorar descontroladamente al mismo tiempo—. Señorita, ¿se encuentra bien? —inquirió preocupado mientras llegaba a su lado y le tendía su pañuelo, de inmaculada blancura, sólo quebrada por las iniciales CID bordadas en una esquina. A Amelia le pasó momentáneamente por la cabeza la pregunta absurda de qué significarían. —Lo siento mucho, señor, yo… —Vamos, tranquila, ya pasó ¿quiere un poco de agua? —le ofreció él de un juego de botella y vaso de un cristal muy transparente y ella sólo pudo asentir con la cabeza.
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Amelia bebió el líquido en cuatro largos tragos y se sintió mejor. El pañuelo de Ibáñez enjugó sus últimas lágrimas y, tras aclararse la voz, pudo por fin explicar el motivo de su visita: —Señor, le agradezco muchísimo esta oportunidad. Le aseguro que sabré estar a la altura de las circunstancias y que no se va a arrepentir de su elección. —Estupendo, eso espero. —Pero yo no vine aquí porque me haya avisado su secretaria. Ni siquiera la he visto en todo el día. Sólo quería decirle que mi tío Desiderio ha muerto. Ibáñez se quedó petrificado, demasiado asombrado ante la dureza de la noticia. Amelia quería creer en esa necesidad de homenaje hacia quienes se nos han ido que ese fallecimiento le dolía como la de cualquier amigo, a pesar de que entre ambos no había llegado a haber algo encuadrable en la categoría de amistad, pero una vez ese antiguo operario de fábrica le había salvado la vida e Ibáñez no lo había olvidado, pese a sus posteriores cargos en política y en la universidad y otros reconocimientos diversos. —Lo… lo siento mucho, lo siento muchísimo de veras —pudo decir, cuando la pesadumbre dejó de atenazarle la garganta—. Aunque hacía tiempo que no lo veía, tenía una deuda de gratitud con él. Le agradezco que me lo haya comunicado. —No hay de qué. Mañana es el entierro en el cementerio civil del pueblo, a las siete. Yo ahora me voy para allí. —Sí, claro. —Era como un padre para mí, ¿sabe? —concluyó ella incorporándose con dificultad—. Muchas gracias, señor Ibáñez, le estoy muy agradecida. Ya en el pasillo, Amelia comprobó cómo se podía convivir con dos sentimientos tan absolutamente contradictorios como el alivio que la embargaba por saber que no iba a ser diseccionada en sus méritos y en sus logros por la pandilla de carcamales de la Universidad aún desconcertados por la presencia de las mujeres en aquellos templos del saber y la pena profunda por la muerte de su tío. En la puerta esperaba Jorge. —Venga, he conseguido que nos acerquen hasta el pueblo. Podrás estar en el velatorio de Desiderio. 22
Venía a demostrarse que los muertos adquieren por obra y gracia de la falta de respiración unas nuevas cualidades olvidadas durante su pertenencia la mundo de los vivos. Sólo así podía explicarse la insólita afluencia al velatorio civil, atestado de gente que ni una sola visita había hecho al fallecido en su larga y penosa enfermedad, pero era año de elecciones, y nadie podía olvidar el importante servicio de Desiderio Pardeza a la República diez años antes, así que todos los políticos de la provincia buscaban salir en la foto del periódico local, dándole el pésame a la viuda o con cualquier declaración altisonante sobre su importante servicio a la democracia. Por ello, la amplia sala del sindicato quedaba pequeña frente al elevadísimo número de visitas que la familia estaba recibiendo frente al ataúd cerrado y cubierto con la bandera roja y negra. Republicanos, socialistas e incluso algún que otro comunista campaban aquel espacio, escatimando espacio a los viejos compañeros ácratas del difunto y ni siquiera la visita de última hora de Federica Montseny fue distinguida por los corresponsales allí desplazados hasta que los avisaron esos curiosos que en toda reunión social desempeñan el trabajo voluntario de cicerones. Los políticos de segunda fila entonces se vieron justamente relegados frente a una nueva demostración de oratoria de la exministra, sinceramente conmovida por aquella muerte. Pese a su manifiesto respeto por aquella mujer, Ibáñez prefirió separarse de la aglomeración. Se sentía en uno de sus molestos episodios de claustrofobia. El aire le parecía irrespirable y, salvo a su alumna, quien en aquellos momentos estaba siendo consolada por un joven de pelo rebelde y gafas que debía ser su novio, no conocía a nadie. Había presentado sus respetos a la viuda, una mujer pequeña, escondida bajo un luto inesperado en aquel ambiente de descreimiento generalizado, pero ésta estaba demasiado consternada para distinguir a los viejos conocidos de sus marido y se había limitado a mascullar su agradecimiento entre la obnubilación de la pena. Se preguntó entonces cuánto pesar podía aguantar cualquier persona como ella, un hijo y un marido en diez años era un elevado peaje a los engranajes del mundo para aguantarlo sin el opiáceo de la religión y con el exiguo apoyo económico que sus humildes prendas indicaban. Ibáñez volvió a arrepentirse de su descuido de los últimos años y ese arrepentimiento volvió a enumerarle con crueldad su nula preocupación en todo ese tiempo por el bienestar de la persona que una vez le había salvado la vida. —Es el presidente. —Es Negrín. —Y viene con Prieto. 23
Los comentarios asombrados hicieron volver a la realidad a Ibáñez y compartir ese asombro con el resto de los que estaban en la sala. Inesperadamente, el propio presidente de la República se había acercado hasta allí y, en sus tobillos, el presidente del gobierno y evidente aspirante a su sucesión, siempre temeroso de los movimientos de su correligionario y, sin embargo, rival. Negrín dio sus condolencias primero a la familia y, tras presentar sus respetos al fallecido, saludó con frialdad a la señora Montseny. En seguida los tres o cuatro periodistas la olvidaron a ella también y dirigieron sus preguntas a quien era el máximo dirigente del país. Por educación sobre todo, Ibáñez se acercó adonde había quedado para saludarlo una vez acabase la improvisada rueda de prensa. —¿Conocía usted a Desiderio Pardeza, señor Presidente? —Sólo había tenido el privilegio de hablar con él por teléfono al poco de acabar la guerra. Le había llamado para expresarle la más profunda gratitud por su heroico comportamiento trayendo al cuartel general las primeras predicciones de ERU-1, arriesgando su propia vida e incluso salvando la del inventor. Creo que puedo asegurar que es gracias a gestas como la del señor Pardeza que la República puede seguir hoy en España. Desde luego, yo estaba en la obligación moral de acercarme hasta aquí y siento su pérdida en lo más hondo. Los compañeros de militancia del fallecido se revolvieron incómodos, aún resentidos con las terribles omisiones del presidente socialista durante la guerra (sus muertos seguían exigiendo algún tipo de explicación) e Ibáñez temió algún tipo de protesta airada, pero aquella gente se limitó a seguir escuchando con el ceño fruncido. Tiene cierta ironía que venga a rendir homenaje a un anarquista quien había sido acusado de favorecer o, por lo menos, de hacer oídos sordos a las detenciones de anarquistas durante la guerra, pensó Ibáñez mientras desconectaba del discurso del presidente y al que ya se unía el señor Prieto, también ahondando en el carácter heroico de Desiderio y en su especial colaboración con la República. —Si mi tío levantase la cabeza y viese todo esto, creo que volvería a caer muerto. Amelia se le había acercado por detrás. Ya no lloraba y su gesto era de una seriedad matizada por la ironía. —Su tío era una gran persona. Merecía un homenaje oficial —replicó Ibáñez en voz baja, reconociendo tristemente la oquedad del comentario.
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—Mi tío era un hombre que no creía en ninguna forma de Estado y, ya ve usted, rodeado de mandatarios. Sinceramente, no creo que esto le gustase mucho. El joven de gafas y mechón rebelde se les acercó. En su mirada a Ibáñez había la hostilidad del adversario, pero su leve saludo educado con la cabeza indicaba una educación superior a las de las otras personas que les rodeaban. —Creo que en la cantina han hecho café, ¿quieres que te traiga uno? — preguntó a Amelia discretamente. —No, gracias. Ahora no me apetece. Ya se me ha pasado el frío. Señor Ibáñez —dijo ella dirigiéndose a éste—, permítame presentarle a mi… a mi amigo Jorge. Jorge, éste es el señor Ibáñez, el jefe del proyecto de la universidad a cuyas órdenes voy a trabajar. Ambos hombres se estrecharon la mano con una leve suspicacia. —Es un placer. —Encantado. Los dos quedaron en silencio, separados por distancias siderales resumidas en las escasas baldosas que había entre ellos. —En fin, yo debo volver a Madrid —dijo por fin Ibáñez—. Señorita, recuerde que la primera reunión preparatoria es pasado mañana a las doce en mi despacho. —Sí, señor. Allí estaré. Iba a marcharse ya, pero el presidente le hizo una seña para que se acercase. —Amigo Ibáñez. Usted por aquí. —Sí, señor. He sentido tanto esta muerte… —Lo comprendo perfectamente. Debía ser un gran hombre. —Desde luego. —Señor Ibáñez… 25
—Diga, señor presidente. —De nuevo quiero agradecerle que haya aceptado el puesto en la ONU. —No hay de qué, señor presidente. —Y también quería pedirle, rogarle incluso, la mayor prudencia con esa investigación pendiente. Tanto en usted como en el resto de su equipo. Ibáñez lanzó una mirada esquiva hacia donde había quedado Amelia con su amigo. Éste le tenía toda la pinta de ser de esos revolucionarios de salón que tanto abundaban en el ambiente universitario, tan dados a despotricar y aún a conspirar contra el gobierno actual, según ellos, una panda de traidores al viejo ideal de la revolución. En general, nunca habían pasado de esas soflamas enardecidas propias del entusiasmo juvenil de los niños con las necesidades vitales solventadas, pero no pudo dejar de sentir cierta inquietud preguntándose por su elección concreta de colaboradora. —¿Hay algún problema? —preguntó con precaución. —De momento, no, espero, pero antes de venir hacia aquí me han comentado ciertos movimientos extraños en sectores, digamos, opuestos a nuestras políticas. Por eso le hago ese requerimiento concreto, aunque bien sé que con usted no es necesario —Ibáñez sintió cómo su espinazo era recorrido por un escalofrío de inquietud ante esa última aseveración—. Bah, quizás es que me estoy haciendo viejo y empiezo a ver peligros por todas partes. Su mirada admirada de arriba abajo a la figura de una joven que en aquellos momentos velaba el ataúd demostraba cierta falsedad en su conclusión. Por lo menos, pensó Ibáñez maliciosamente, le siguen gustando las mujeres más que el pan frito. Trellez-Grandes era de esos imbéciles que piensan que un buen coche es garantía suficiente para una buena conducción y soslayan sus obligaciones concretas de atención al resto del escasísimo tráfico y velocidades aconsejables. Fruto de ello era el viaje horrible donde se había visto apresado Mario, una terrorífica montaña rusa horizontal de volantazos y frenazos en el último segundo para que el Alfa Romeo no se saliese de la carretera que los acercaba a la capital. Trellez-Grandes parecía hombre de iniciativa, lo que explicaba su presencia en el puerto de Vigo con el generoso ofrecimiento de su deportivo para hacer un más rápido viaje a Madrid. Sin embargo, con esa decisión había 26
privado a Mario de sus soñados dos o tres días de tiempo muerto antes de cumplir con su cometido. Es más, su presencia magnífica de abrigo y traje de corte italiano entre la aglomeración de ropas viejas del muelle le había hecho sentir la humillación propia de quien es pillado in fraganti. Por otra parte, se estaba mareando. No soportaba las bruscas aceleraciones y cada vez que era pisado el pedal del freno sentía una intolerable mudanza de todos sus órganos internos hacia otras partes del cuerpo, como ese estómago que se esforzaba en instalarse en el extremo de su garganta. —Insisto en que puedo ir a cualquier hotel —dijo para espantar la reacción que esa recolocación orgánica iba a traer consigo para su escarnio. —Y yo vuelvo a repetirle que se instala usted en la habitación de invitados, que tanto mi esposa como yo estaremos encantado de tener en nuestra casa a un hombre de su sabiduría y su talento —replicó Trellez-Grandes dando un nuevo acelerón—. Para nosotros es todo un privilegio. Dio un volantazo innecesario y a punto estuvo de llevarse por delante a un pobre hombre que debía regresar de sus trabajos en el campo, obligándole a tirar la azada que transportaba para saltar con más celeridad al arcén. Lejos de arrepentirse por su imprudencia, Trellez-Grandes lo insultó por la ventanilla. —Por el medio de la carretera, como si anduviera por el pasillo de su casa… Ya ve, Mario, aquí la gente sigue haciendo lo que le da la regalada gana. Ni normas, ni respeto, ni nada de nada —certificó su opinión con un nuevo volantazo que durante unos interminables instantes mantuvo al vehículo en un peligroso equilibrio sobre las ruedas derechas. —Bueno —masculló él aguantando a duras penas las ganas de vomitar. —Ese Negrín y sus colegas son una panda de malnacidos —continuó el conductor con sus resquemores—. Y eso que estaba de forma provisional que, si no, llegamos al Juicio Final con él. Qué barbaridad, hasta le hace a uno echar de menos a aquel papanatas de Azaña: acabar de Presidente de República con ese impresentable de Prieto de número dos. Y, no contento con eso, metiendo en la cocina a los bolcheviques. Es increíble. Le juro que a mí me da vergüenza ser español. Por Dios, ¿en qué nos hemos convertido? En unos palafreneros de Stalin. Ni más, ni menos. —En fin, yo… —el estómago de Mario amenazaba con salir a tomar el aire en la siguiente curva.
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—Y lo peor de todo es que, encima, se las dan de garantes de la paz, ya ve usted. Se han apropiado de su invento y ahora lo utilizan como les da la gana, comprometiendo las políticas de terceros y dando campo libre a cualquier desgraciado que quiera decir algo en las Naciones Unidas. Ya me he cansado de repetirlo en mi columna del ABC, ¿sabe? Por mí no van a quedar tranquilos. No, señor. Voy a ser su azote mientras pueda juntar un par de letras, desde luego que sí. —Desde luego que no —cortó Ibáñez con una voz gélida, milagrosamente restituido a su rol de cerebro de la operación—. Debería haberle quedado claro que la discreción es nuestra aliada. —Pero, yo siempre escribo artículos incendiarios —protestó TrellezGrandes lastimeramente como el niño al que niegan un capricho— ¿Qué pensarían mis lectores si ahora me pusiera con batallas florales? —Pues siga escribiendo esos dichosos artículos, pero recuerde, no puede dar la menor señal de nuestro plan. Lo que después ponga o deje de poner me trae al pairo. Trellez-Grandes asintió con la cabeza enfurruñado, poco convencido de la orden a acatar y Mario supo con certeza que viajaba con el peor compinche que su labor podía requerir. Tendría que conseguir la complicidad de los demás implicados y, si era necesario, hacer frente común con ellos ante quien ya quería poner de nuevo el motor al máximo. —Y ahora, si me hace el favor, pare un momento. Tengo una vieja lesión en la rodilla que me está dando la lata y necesito estirar un poco las piernas. Trellez-Grandes no hizo ningún comentario y paró el coche en el arcén, aún enfurruñado. Mario salió dignamente y con paso lento se puso a caminar hacia unos árboles. Tras comprobar que quedaba fuera de la vista del conductor, se inclinó y vomitó violentamente. A lo lejos, un pajarraco graznó y un viento traidor casi le hace empaparse del pringue innoble que continuaba escupiendo. No estaba sólo mareado. Había un vértigo incontrolable a los últimos diez años, desde el momento cobarde en que se deslizó a las bodegas del carguero. Aquel Trellez-Grandes era, pura y simplemente, el hombre del saco de carne y hueso del que tanto tiempo atrás había renegado con el orgullo de los sabios de bien, ese monstruo de los correctivos infantiles que te obliga a volver al recto camino. Pero la obligación era la obligación, aunque en aquella época lo hubiese olvidado
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de una forma tan flagrante, y ahora aquel conductor imprudente debería ser respetado como compañero, por mucho que se viese incapaz de hacerlo. Mientras se limpiaba malamente con el pañuelo recordó que debía llamar a Nancy enseguida. Seguramente, no valdría la excusa principal de afirmar unos cuantos días después que no había tenido ninguna oportunidad para hacerlo, así que debería volver a ensayar alguna de las secundarias, tan frecuentemente empleadas cuando no tenía ganas de hablar con nadie y, mucho menos con ella: la que parecía más apropiada eran los famosos cortes de la comunicación que cualquier sociedad en la cumbre de su sofisticación tecnológica imagina de un poblacho en la edad de las cavernas, si bien la más tradicional de reuniones interminables siempre había dado buenos resultados. —Si se estaba mareando, sólo tenía que avisarme y yo hubiese ido más despacio —dijo el conductor con cierta delectación maliciosa cuando volvió al coche—. Seguro que usted ya había perdido la costumbre de viajar por estas carreteras infernales. —Cuando lleguemos a Madrid tengo que poner una conferencia internacional con Boston —masculló Mario mordiéndose la lengua para no mencionar la nula capacidad en el manejo de vehículos a su interlocutor—. Si me hace el favor, pare en algún sitio desde donde pueda llamar. —Ni hablar. Telefoneará usted desde mi casa, pues no faltaba más. —Muchas gracias, pero no es necesario. —Insisto. Además, como dijo usted antes, es imprescindible la discreción. No hay necesidad de que le vean llamando al extranjero. —Tiene razón —aceptó Mario a regañadientes. —¿Y qué?, ¿qué tal su encantadora prometida? Desde mi última visita a Estados Unidos no he vuelto a saber de ella. —Bien, a ella es a quien voy a llamar. —Es una joven muy bella. Es usted un hombre de suerte. Mario pensó con crueldad sobre la naturaleza de la fortuna que llevaba acompañándole desde los estrechos metros cúbicos de la exigua plaza de polizón en aquel barco y debió contener una risotada amarga. 29
III —Es increíble, Jorge. Sólo un día y he aprendido más cosas con una simple charla informal que en los cinco años de carrera. Ese Ibáñez es un genio, sus teorías sobre la constancia de elementos no esperados en sus nuevas programaciones para la ERU le haría merecedor de por lo menos diez premios Nobel, pero él sigue ahí, tan entregado a su trabajo, tan responsable con su puesto, tan… —Tan pelota. Pero, ¿es que no recuerdas que enseguida se fue corriendo a lamerle los zapatos al presidente? —interrumpió malhumorado su novio— Es que no os entiendo, de verdad. Estáis todas las mujeres del campus hipnotizadas por ese tipo. —Es tan atractivo… —silabeó Amelia con voz impostada, disfrutando de aquel infantil arrebato de celos— Además, dicen que enseguida va a estar libre, que su mujer ya ha dejado la casa y se ha vuelto a la de Barcelona. Estamos todas de suerte. —Sí, menudas arpías… Ese empollón está colaborando en el desastre de política exterior de nuestro país y tú me vienes con que es un Adonis. Venga, Amelia. Ahora me vas a decir que hace bien en buscar tratos con todos los capitalistas de Inglaterra y Francia y a saber cuántos sitios más. —Jorge, me estás hablando como si Ibáñez fuese el jefe de la Diplomacia española. Te recuerdo que ese cargo lo ocupa José Giral. Además, estamos obligados a llevarnos bien con todo el mundo, teniendo en cuenta el papel de árbitros que acabamos asumiendo en el 41, ¿no? Y, sobre todo, con los europeos que, al fin y al cabo, la idea de un Europa unida siempre ha estado ahí. —Pero, ¿es que los científicos no os molestáis en leer la Sección de Internacional de los periódicos? —protestó el joven desde la condescendencia habitual de los estudiantes de Letras frente al habitual despiste ante la actualidad mundial de los de Ciencias—. Papá Stalin dice que todavía le debemos dinero, los yanquis dicen que somos unos topos de Papá Stalin y esas naciones amigas que tú dices nos tratan como si fuésemos unos pobres paletos a los que acaba de tocar la lotería, sin contar los feos que nos hicieron hasta el 38, y tú me vienes con que debemos ser buenos vecinos. Y un cuerno.
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—¿Pobres paletos? Ahora vas a resultar un clasista también —dijo Amelia, molesta una vez más por los restos dialécticos de niño rico que de vez en cuando asomaban en aquel joven. —No soy un clasista —saltó Jorge indignado— y tú que acabas de enterrar a un familiar con conciencia de clase deberías de saberlo. Este gobierno ha traicionado muchos ideales de luchadores como Desiderio o como Durruti, y no merece el apoyo de una persona tan valiosa como tú. —Por lo que más quieras, Jorge, no vengas tú a recordarme ahora a mi tío. Lo quería como a un padre, pero había cosas suyas con las que nunca estuve de acuerdo y no por eso soy una traidora a mi clase. Pero, ¿es que no te das cuenta de que esta es una oportunidad para mí? Jorge se colocó las gafas y el flequillo, meditando sus siguientes palabras. Era demasiado vehemente para buscar el intermedio que aquella conversación parecía recomendar, pero también era lo bastante espabilado para darse cuenta que el camino a que estaba animando con su discurso no era muy adecuado para la determinación de su novia. —No es eso, amor mío, no es eso —esperaba que aquel tierno posesivo ablandase sus resistencias, pero comprobó frustrado que Amelia lo seguía observando con el ceño fruncido—. Tienes derecho a todas las oportunidades del mundo, pero es que… ese Ibáñez…. Siempre ha estado con Negrín, nunca ha apoyado ninguna de las proclamas que los comités hemos hecho… —¿Y qué? No todo el mundo va a compartir vuestras consignas. Lo cierto es que nunca ha firmado nada ajeno a la política de Negrín. Es leal a los suyos y punto. —Y además, ve tú a saber qué clase de hombre es ¿No dicen que ha sido su mujer quien ha solicitado el divorcio? Eso es muy poco corriente, la verdad. No sé, me parece sospechoso que seas tú la única alumna que haya cogido en todo este tiempo, a saber qué excusas piensa utilizar para quedarse contigo a solas y… Amelia se levantó de una manera tan violenta que tiró su silla al suelo, aunque su estruendo quedó disimulado con el de aquel local. —¿O sea que finalmente son tus celos absurdos?, ¿eres capaz de hacerme renunciar a esta oportunidad sólo porque mi jefe va a ser un hombre joven y atractivo?
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—No son celos, simplemente me preocupa que alguien se aproveche de ti, y creo que ese tipo viene con malas intenciones. Además, tú vas a tener más oportunidades. No tienes por qué obsesionarte con ésta. —Bueno, es que es increíble lo que estoy oyendo ¿Y te atreves a pedirme que me olvide de esta oferta? —No te pido que olvides nada. Simplemente, que seas un poquito razonable y no cojas lo primero que te pongan en las narices. Por lo que más quieras, Amelia, hazme caso por una vez. Estoy harto de que siempre acabes imponiéndome tu santa voluntad. —De verdad que esto es inaudito, desde luego, no tengo por qué aguantarlo ni un minuto más… —masculló Amelia nerviosa recogiendo sus cosas. Justo en aquel mismo instante llegó Lupe hasta la mesa. Su entusiasmo explosivo le impedía percatarse de la tensión de la pareja. Por el contrario, se alegró de encontrarlos a los dos, su mejor amiga y el líder del grupo de estudiantes con quien quería hablar. —Lo hemos conseguido, ella va a venir —gritó entusiasmada por todo saludo. —¿Ella? —preguntaron Jorge y Amelia casi a la vez, asombrados de la naturaleza de aquella interrupción. —Gale Sondergaard, la actriz. Acepta venir a presentar nuestro ciclo de películas siempre y cuando establezcamos un acto paralelo donde pueda defender a su marido y sus compañeros. Así que, Jorgito, tú y tu panda de revolucionarios tenéis que ayudarnos con el local y la gente. —Eso es mejor que lo hables mañana con Amador. Él es quien se encarga de esos asuntos —informó él con una voz hueca. —¿Vuelves a la residencia? —preguntó Amelia. —Sí, claro —contestó Lupe, ya extrañada de aquel ambiente tenso. —Entonces vuelvo contigo. Amelia imprimía un paso tan vivo que Lupe se veía obligada a trotar para mantenerse a su altura, labor difícil teniendo en cuenta la escasa longitud de sus piernas, hasta que al final no pudo más:
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—Oye, ¿te acompaño o te persigo? Hay que ver, chica, ni que fueras a las Olimpiadas. —Tienes razón, perdona, pero es que estoy furiosa. —¿Qué?, ¿una riña con Jorge? —A veces es tan… —Como todos, ¿qué esperabas? Todos los hombres son iguales —concluyó Lupe desde su paupérrima experiencia con el sexo opuesto. —Tanto sociedad nueva y tanta liberación y al final me propone con todo el cuajo que deje pasar esta oportunidad… —Bueno, déjalo, seguro que ya está arrepentido —la cortó Lupe, cansada de que aquella tensión le arruinase su noticia—. Ahora lo que importa es que tu compañera de habitación va a traer a una de las actrices más completas de Holllywood al club de cine de la Universidad. —Esa es otra, ¿cómo una facha como tú tiene ese interés en traer a una rojeras como esa mujer? —preguntó Amelia divertida en una corta suspensión de su ira. —No es una rojeras, y aunque lo sea. Es simplemente una gran actriz con preocupaciones sociales y con un marido al que están amargando la vida, por cierto, también cineasta, así que todo se le disculpa. Además, ella siempre ha tenido mucha simpatía por nuestro país. Ya cuando había recogido su oscar había dado un discurso defendiendo la República… Amelia desconectó unos minutos de la perorata de su amiga. Nunca había comprendido cómo podía estar en una carrera como Derecho una persona con esa pasión por el Séptimo Arte. Lupe era capaz de quedarse sin cenar con tal de ver el estreno de alguna película. No sólo eso, era la principal impulsora (en ocasiones, casi la única) del club universitario de cine. Gracias a ella se habían llevado a cabo proyecciones impensables en un sitio de unos recursos tan limitados. Y ahora, parecía haber conseguido lo imposible, dadas dichas carencias. Se sintió recorrida por una cálida corriente de simpatía hacia quien caminaba a su lado hablando entusiasmada de las películas de aquella actriz y hasta llegó a olvidar un rato su discusión con Jorge. Mario se despertó con las primeras luces del alba, pese a que los cortinajes de su dormitorio estaban bien echados y apenas dejaban pasar la clari33
dad. El resto de los habitantes de la casa todavía debían estar dormidos y él se arrepintió una vez más de haber aceptado aquella invitación estúpida. Se revolvió un par de veces y descolocó todas la mantas y las sábanas. Otro par de vueltas y cuando se sintió como una momia, sin poder moverse a causa de todo aquel lío de ropa de cama, comprendió que era mejor levantarse. Seleccionó la ropa que iba a llevar ese día y, con pasos cautelosos, se fue al bañó y allí se encerró, procurando hacer el menor ruido. Como todos los días, se afeitó y se recortó con cuidado el bigote y después se lavó con agua fría. Era una costumbre heredada de sus padre y que incluso había conseguido mantener en el gélido Boston. Procuró colocar todo el pelo hacia atrás, pese a que en la coronilla el rebelde remolino descolocaba esa uniformidad, haciendo abrirse las mechas. Un par de bofetadas vivificadoras de loción para después del afeitado completaron su arreglo. El espejo le devolvía la imagen de un hombre aún joven, de cierto atractivo, pero con una incómoda expresión de angustia. Volvió a repetirse a sí mismo que debía controlarse y, tras guardar todos sus útiles de higiene en su neceser de cuero (otro regalo de Nancy al que por fin había sacado partido), regresó a su habitación. Estuvo un buen rato repasando sus papeles hasta que por fin la criada lo avisó de que los señores lo esperaban para desayunar. Se preguntó entonces por qué había aguardado él por aquella panda de perezosos consentidos, habiendo en Madrid como había tantos sitios donde tomar un café con churros. Hacía tiempo, le encantaba pasear de mañana por cualquier ciudad todavía adormilada y meterse a desayunar en la primera tasca que le pillase de camino. De hecho, la clave para Erundina había surgido en uno de sus desayunos tras un paseo con su compañero de proyecto para tomar aire tras una noche intensa de investigación. No comprendía por ello su renuncia voluntaria a un placer tan sencillo y, a la vez, tan estimulante, pero debió reconocer frustrado que la renuncia se había convertido en una práctica demasiado común en los últimos años. —Caramba, querido Mario, veo que es usted madrugador —saludó Trellez-Grandes desde su estrafalaria bata de seda mientras sobrecargaba su taza de azúcar. —¿Ha dormido usted bien?, ¿quizás extraña la cama? —preguntó preocupada la esposa de su anfitrión con su acento inglés con el ya conocido tono distinguido de la clase alta de Massachussets, imposible de disimular a pesar de sus muchos años en España. Mario pensó con pena que se trataba 34
de una dama bastante agradable e innecesariamente atrapada en aquel ambiente de pedantería y conspiración. —Sí, gracias. Simplemente, es que no soy de estar acostado mucho tiempo. En aquella casa se seguían las normas de servicio y de dieta anglosajonas y Mario se vio obligado a servirse en un platillo huevos revueltos y bacon de sendas fuentes que esperaban sobre un mueble de adornos barrocos. Odiaba ese tipo de alimentos a primera hora de la mañana, pero sabía que en aquella casa nunca, bajo ningún concepto, se permitiría la entrada de los humildes cilindros de harina y agua fritos en aceite. Tras una conversación banal sobre el tiempo atmosférico y lo inhabitable que se volvía Madrid en esa época del año, La señora de la casa se excusó con sus obligaciones de intendencia doméstica y dejó a los dos hombres a solas. —Bien, querido Mario, es hora de que se ponga a trabajar —dijo con un tono extraño su anfitrión mientras hacía deslizar un papel doblado hacia él sobre el mantel de hilo. Mario lo abrió intentando mantener el mismo misterio y lo leyó—. Según tengo entendido, usted tiene una memoria prodigiosa. Apréndaselo ahora, por favor —ordenó pomposamente. En realidad, lo allí escrito podría haber sido memorizado por una carpa. De forma casi automática fijó en su cabeza los datos de la cita. Cuando acabó, le devolvió la hoja y Trellez-Grandes le prendió fuego teatralmente con su mechero de oro y dejó que se consumiera en un cenicero de gran tamaño que tenía a su lado. Mario volvió a interrogarse entonces sobre la idoneidad para el plan de un payaso semejante. —Toda precaución es poca. —Tampoco es necesario exagerar —masculló Mario. —¿Seguro? No necesito recordarle que su expediente de la Dirección general de Seguridad sigue siendo un tanto, no sé, embarazoso. Sobre todo teniendo en cuenta cómo entró en el país. —Un momento —interrumpió Mario controlando a duras penas su enfado—, soy ciudadano americano y mi pasaporte estadounidense es perfectamente válido. No toleraré ninguna insinuación capciosa a este respecto, mucho menos por parte de una persona que se ha comprometido a prestarme todo su apoyo. Por lo demás, si alguien me reconociese, porque yo voy a moverme continuamente por la calle, me bastaría con decirle que estoy visitan35
do mi antigua patria. Que yo sepa, aquí no están restringidas las entradas y salidas de visitantes. —No esté usted tan seguro. Al fin y al cabo, usted escapó de aquí en el treinta y ocho, cuando la República seguía exigiendo de todos un último esfuerzo. Quizás sus antiguos amigos aún tengan preguntas que hacerle. Se sintió violentado por el comentario, sobre todo, porque sabía que tenía razón. Se demostraba que Trellez-Grandes era un hombre ruin, tal y como podía deducirse de sus artículos, y lamentó una vez más, y ya iban decenas en esos dos interminables días, que fuese su primer contacto. —Escuche, señor Trellez-Grandes… —Mejor llámeme Joaquín. Qué caramba, vamos a trabajar juntos. —Escuche, Joaquín. Cuando el señor Dies insistió en contar con la cobertura de personalidades civiles del país era pura y simplemente porque así las cosas quedaban agilizadas en gran medida, pero no es necesario que usted adopte modos de espía. Bastará con su discreción y con que, si alguien le pregunta por mi estancia, usted diga la verdad, que es un amigo de la familia de mi prometida y que me ha acogido aquí estos días mientras yo hago una visita sentimental a mi lugar de nacimiento. De lo demás me ocuparé yo, ¿de acuerdo? Al contrario de lo que pueda parecer por toda esta fanfarria con mi llegada, éste es un encargo rutinario dentro de las miles de misiones que en el exterior desarrolla el gobierno de mi país. Simplemente, me han mandado a mí porque soy la persona más cualificada para desarrollarlo, pero nada más. La mirada de Trellez-Grandes volvía a ser la del niño emberrenchinado que no ve cumplida su voluntad. —Demonios, Mario, no observo en usted la tensión que el caso requiere ¿Qué le pasa?, ¿nostalgia de su viejo trabajo con los rojos? —Si me disculpa, voy a acercarme hasta el Chicote a pie y me hace falta el tiempo. —¿A pie? Pues aún tiene una tirada. Si quiere, puedo ordenar al chofer que le lleve hasta allí en el Cadillac. Creo que hoy mi esposa no tiene previsto salir por la mañana, así que puede disponer del coche todo el tiempo que necesite. O, mejor aún, puede coger… —No será necesario, gracias. Me apetece estirar las piernas. 36
Más que un simple paseo de estiramiento, se convirtió en una disimulada carrera para alejarse de aquella casa y así, pese a la importante distancia, llegó a la coctelería veinte minutos antes de la hora marcada para la cita. Un súbito impulso le hizo alejarse de allí y buscar por las calles adyacentes un sitio más acorde con su desayuno deseado, pero los resultados, finalmente, no fueron en absoluto los esperados. Quizás porque se tiende a idealizar los antiguos manjares de tiempos más agradables o porque, en definitiva, hay tugurios que son un atentado contra las más elementales normas del gusto culinario, acabó desayunando una masa grasienta mal frita y un aguachirle de sabor acre que provocaron en su estómago un efecto similar a una granada de mano. Por si fuera poco, la distancia entre ambos locales le hizo llegar diez minutos tarde a su cita, todo un atentado en sus principios de laboriosidad calvinista. En una mesa esperaba su cita, un hombre de unos sesenta años ataviado con un buen traje pero con un aspecto un tanto desastrado que tragaba cócteles a una velocidad impensable a media mañana. Lo reconoció por la pose de superioridad que recordaba de sus tiempos universitarios y hasta él se acercó con decisión. Quería acabar cuanto antes con todo aquello y, además, continuaba sintiéndose ridículo por las maneras adoptadas. —¿Señor…? —Olvídese de nombres —masculló la cita estrechándole la mano con desconfianza—. Siéntese, ¿qué va a tomar? —En realidad, ahora no me apetece… —Pida algo. Ordenó automáticamente un anís ante aquel ineludible tono imperativo, mientras el misterioso hombre hacía un gesto al camarero con su copa para que le trajera otra igual. A aquellas horas, el local estaba casi vacío, pero Mario volvió a preguntarse sobre la discreción necesaria que un sitio así podía ofrecer. —Bien, creo que gracias a usted este gobierno tiene esa maravilla de la técnica que es el dispositivo ERU, aunque los méritos se los haya llevado ese pelota de Ibáñez —dijo el gran bebedor como molesta introducción—, ¿no es así? —En realidad… —Mario calló en el último instante la verdad cruda y dura: él no había sido más que un modesto miembro del coro siguiendo el compás de la melodía grandiosa de su antiguo compañero. Se había limitado 37
a construir unos mecanismos de precisión para sustentar el gigantesco cosmos de inferencias y deducciones del gran demiurgo tecnológico. Era como comparar al humilde trombón de la banda de música del pueblo con el genio creativo de un Mozart o un Beethoven, pero prefirió no dar muestras de esa continua frustración que tantos años llevaba arrastrando—. En realidad, era un trabajo en equipo, yo me encargué de la maquinaria básica y él de las claves y los lenguajes —resumió cansado. —Escuche, creo que todo el mundo, y digo bien, todo el mundo sintió una gran admiración por el trabajo de ambos. Ahí era nada, la máquina que reduciría los conflictos bélicos a la mínima expresión, tal y como hizo en el 38 salvando a la República y como después hizo en el año 41, evitando que esos cabrones de los alemanes arrasaran a sangre y fuego con Europa. Desde luego, merecían todos los reconocimientos del mundo. —Pero… —apuró Mario tras dar un tímido sorbo al licor. —Pero estos cabrones son unos traidores a la patria, en primer lugar, aparte de unos desagradecidos, y eso usted bien lo puede decir —acabó su copa de un largo trago y Mario temió que fuese a pedir otra que, atendiendo a la blandura de su lengua, hacía presagiar un coma etílico, pero se limitó a apartarla y a extender sobre la mesa unos arrugados papeles que sacó del bolsillo interior de su chaqueta—. Están promoviendo la invasión roja del mundo libre, los que se dijeron luchadores contra el fascismo, ¿no tiene cierta ironía? Y encima quieren dárselas de moderados frente a las naciones civilizadas. Eso sí, saben eliminar los estorbos a sus planes, a gente que aún tiene muy claro lo que está bien y lo que está mal, como un servidor, por ejemplo. Por eso me relegaron de una forma tan humillante. El hombre empezó a alisar frenéticamente los papeles y Mario espantó con dificultad de su cabeza la idea de que estaba compartiendo mesa con un paranoico que también era su cómplice en el plan. Ibáñez extendió el ABC en la mesa. Acababa de entregárselo Carcasona absolutamente fuera de sí, lastimado en sus profundas convicciones de hombre de Universidad. Página cinco, ese cabrón de Trellez-Grandes, se había limitado a farfullarle y ahora él buscaba el artículo en cuestión. El retrato del periodista mostraba perfectamente el gesto condescendiente con que lo había conocido en la recepción del catorce de abril del año anterior en las Cortes. Se había extendido a lo largo de toda la carilla, sin coartarse siquiera en la agresividad del título: La estulticia científica y los gobernantes imprudentes 38
Empezaba con la hueca palabrería sobre las libertades y los derechos, más bien privilegios, perdidos por determinadas castas en los últimos años. En un tono despectivo, desgranaba su animadversión contra los distintos poderes de un gobierno legalmente constituido, pero lo peor se encontraba en la parte central: La guerra acabó gracias a una conclusión afortunada de ese chico listo que el presidente gusta de llevar de un lado a otro para mostrar como un mono de feria. Su delación, porque ésa es hoy por hoy la palabra que valientemente debemos emplear, sí, ayudó a acabar con la guerra de antemano y a evitar una tragedia para la propia nación de mi querida esposa pero, no nos engañemos, descubrió los planes de defensa de un gran país, ahora en triste evidencia armamentística frente al gigante rojo… Seguía un rosario de insultos mal disimulados tanto hacia Negrín y su gobierno como hacia él mismo y sintió deseos de arrancar aquella hoja maldita y arrojarla lo más lejos de sí, pero prefirió seguir leyendo, tragándose las ganas de blasfemar contra la vida y parentela de aquel polemista. Hubiese preferido que sus amiguitos los americanos hiciesen esa famosa bomba y calcinasen a miles de desgraciados, claro, masculló con odio buscando la línea donde se había quedado: A veces me pregunto si ese general gallego que ahora se pudre en una recóndita cárcel no tendría parte de razón en sus proclamas contra toda esta gente. Los deseos de Stalin son órdenes para ellos, y nuestra forma de vida occidental debe recibir así continuas andanadas en su línea de flotación (sólo recordemos las canallescas medidas dictadas desde Hacienda sobre imposiciones fiscales o esa última normativa reguladora de las empresas de capital extranjero, al más puro estilo colectivista ruso). Hay un sabio refrán que dice que no se ha hecho la miel para la boca del asno y que adquiere su verdadero sentido si lo aplicamos a esta caterva y el inmerecido juguetito con que ahora imponen sus caprichos a entidades supranacionales como las Naciones Unidas o a países teóricamente amigos como Estados Unidos… Finalmente, arrojó con furia el periódico, sin importarle que no fuera suyo y que Carcasona fuese un viejo maniático de sus cosas, inclusive los jornales ya leídos. Estaba iracundo, y el adelante con que ordenó entrar a la persona que llamaba a su puerta más pareció un exabrupto, impensable en una persona con fama de educada como él. Por la hoja entreabierta asomó la cabeza asustada de la alumna del proyecto y sobrina de Desiderio. 39
—¿Da su permiso? —preguntó ella con voz entrecortada. —Ya le he dicho que pase, ¿qué desea? —Venía a traerle los cálculos —masculló ella pasándole unos folios. En ese mismo momento sonó el teléfono e Ibáñez lo cogió sin excusarse con la visita. —¿Sí? —Señor Ibáñez, es su mujer —informó Purita con cierto embarazo, incapaz aún de usar el prefijo ex—. Dice que es importante. —Pásemela. Unos crujidos y al otro lado de la línea sonó la voz hiriente de Elena. Cada vez que llamaba, Ibáñez experimentaba en su interior una oleada de amargura que no podía equiparar a ninguna otra emoción negativa. —¿Qué querías? —saltó interrumpiendo la retahíla de quejas de ella sobre la dificultad de contactar. —Es sobre las vacaciones de la niña. He estado hablando con el abogado y hemos llegado a la conclusión de que será mejor que siga en el internado en fechas como las Navidades. Son pocos días y no está bien que se pegue ese tute para nada. —¿Cómo que para nada? Viene para estar con su padre y además, son más de quince días. —No seas cabezota. Sabes tan bien como yo que tú siempre estás ocupado y que no estaría contigo más allá de un par de horas. Iré yo hasta allí y así no estará sola. Tú también puedes acercarte cuando tengas un día libre. —No lo permitiré, tengo derecho a que… —Sí que lo permitirás —interrumpió Elena con una voz extrañamente inhumana—. Es una solución razonable que vas a aceptar y punto. No me vengas con tus derechos, porque entonces yo también tendría derecho a tirar de la manta para apurar todo esto, ¿o te crees que no estoy deseando obtener la sentencia de divorcio? —No me hagas esto —suplicó Ibáñez, ya derrotado.
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—Mañana mi abogado se pondrá en contacto con el tuyo y redactarán de nuevo esa parte. Adiós. Ibáñez colgó con furia. Si fuese de su propiedad el aparato incluso lo hubiese tirado contra el suelo. La alumna seguía frente a él, mirándolo con cara de susto. —Ya revisaré sus notas. Ahora, váyase, por favor. —Sí, señor. Un rapto miserable le hizo buscar una venganza innecesaria contra todo lo que le rodeaba. —Señorita… —Diga, señor. —Por lo que tengo entendido, usted sale con un joven de un grupo de carácter revolucionario, ¿verdad? —Señor, yo… —Comprenderá entonces que pone el proyecto en una situación muy delicada. Esa relación es un peligro potencial para un estudio como el nuestro y, por ello, yo me veo en la obligación de solicitarle…. —Señor, por eso no tiene que preocuparse —interrumpió la joven con unos ojos sospechosamente brillantes—, ya no estoy con Jorge. Precisamente hemos roto por el proyecto. No habrá ningún problema por mi parte. Ibáñez sabía que sólo tenía que hacer un pequeño mal gesto para que aquella persona se pusiese a llorar amargamente y se sintió como un desgraciado por haberla tomado con ella. Pensó entonces que estaba transformándose en uno de los poderosos que antaño tanto despreciaba y un escalofrío de terror recorrió todo su cuerpo. —Lo siento, señorita —dijo sinceramente—. No pretendía molestarla. Sólo es que debo recordar una y otra vez a mi equipo la importancia de la discreción, ¿comprende? Dentro de un rato ojearé sus cálculos y mañana le daré respuesta. Está haciendo un buen trabajo. Siga así.
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IV Gale Sondergaard tenía un magnetismo desconocido en aquel sitio, lo que hacía que el público la contemplase con un unánime gesto de admiración. Casi en la cincuentena, seguía mostrando un atractivo ajeno al arreglo o al vestir que daba una mayor profundidad a sus palabras, sólo un poco limadas por la obligada traducción a que se veía obligada por su desconocimiento del idioma. Sin embargo, había tenido incluso el detalle de iniciar su proclama recitando en español unos versos de Federico García Lorca, y a esa admiración se había unido entonces una emoción colectiva recordando al poeta granadino, siempre añorado en momentos así. —Ahora viene a cerrarse el círculo —decía con una voz bien modulada, producto quizás de su experiencia teatral, aunque se depreciase con la voz a medio hacer de su joven traductor—. Cuando recogí el Oscar por mi papel en la película que hoy van a ver, hice un llamamiento a la solidaridad de mi país con el suyo, en aquellos años ahogado por una guerra contra su gobierno legalmente establecido y olvidado cobardemente por otras naciones autoproclamadas democráticas. Hoy, vengo aquí a hacer un llamamiento por mi país, también atacado en sus principios democráticos precisamente por aquellos que dicen protegerlos. Mi esposo, Herbert Biberman, y otros compañeros están siendo hostigados por el gobierno desde noviembre del año pasado. A día de hoy, tienen graves problemas para desarrollar su trabajo y con total probabilidad serán inculpados y sometidos a juicio, precisamente, por hacer valer su derecho constitucional a no declarar y cuestionar la validez de un comité que no respeta ninguna garantía legal. »Una paranoia anticomunista lleva varios años instalada en los distintos estamentos de la sociedad americana y, como toda locura furiosa, lastima precisamente a quien no lo merece en sus crisis. Los creadores e intelectuales son sometidos a una revisión constante de su obra, como si en las novelas o en las películas pudiesen ir las claves de la defensa estratégica de nuestro país. No sólo eso. Nuestra Constitución reconoce el derecho a la libertad de pensamiento y se interroga a la gente por su supuesta ideología comunista. Acusamos de dictador terrible a Stalin, pero un burócrata como Thomas se permite poner en cuestión el trabajo de personas de grandes méritos. »Por todo, quiero reclamar ahora vuestro apoyo. Sois un país valiente y libre, que conoce como ningún otro los sufrimientos que trae la imposición de la idea única y mejor que nadie podéis comprender esta lucha personal…
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Amelia se fijó en su amiga Lupe. Atendía fascinada a la actriz, asintiendo a todas y cada una de sus palabras. Cualquiera diría que era de las únicas que en las discusiones seguía haciendo una tímida defensa de los golpistas del treinta y seis. No era extraño, al fin y al cabo. Como bien había dicho en su momento, ella admiraba a la actriz, y la misma resultaba ser una persona dotada de una inteligencia excepcional. Pese al importante tamaño del paraninfo, el local empezaba a resultar pequeño para la enorme afluencia de gente que se estaba registrando. Atraídos por la idea mítica de compartir espacio con una actriz de Hollywood, muchos estudiantes y personal de la Universidad que nunca irían a un acto de ese tipo abarrotaban las primeras filas de asientos, deseosos de comprobar la naturaleza de carne y hueso de quien ahora ya hablaba de Mervin Le Roy y las diversas anécdotas del rodaje de la película que iba a ser inmediatamente proyectada. Haciendo honor al tópico de la falta de puntualidad del país, la gente seguía entrando, molestando con el chirrido de la puerta a los espectadores que allí se encontraban y que se veían obligados a girar la cabeza para identificar al o a la causante de la molestia, también haciendo honor al tópico de la curiosidad. Fruto de ese movimiento mecánico, Amelia decidió olvidarse de El Caballero Adverse y salir con disimulo, amparada en aquel gentío aún por acomodar: había distinguido a Jorge entre los retrasados y se veía sin fuerzas para saludarlo siquiera. Hacía una tarde muy agradable, pero ella no estaba para valorar las bondades atmosféricas de aquel Madrid optimista. Aceleró su paso, maquinando el mejor sitio donde esconderse, temerosa de enfrentarse a una nueva discusión. —Amelia, por favor, espera. Su ímpetu le hizo dar un par de pasos más, pero finalmente se detuvo y se giró. Jorge llegaba corriendo con una expresión de angustia. —¿Qué quieres? —preguntó ella cansinamente, recordando el fracaso del anterior intento de reconciliación entre ambos, unos días antes. —Tenemos que hablar. —Muy bien, pues tú dirás.
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Jorge quedó en silencio, con su gesto de angustia intensificado y Amelia sintió cierta compasión hacia el mutismo de quien se caracterizaba por una competente retórica en las asambleas de estudiantes. —Tu dirás —repitió, ya dispuesta a reanudar la marcha. —Lo siento, he sido un asno —masculló él al cabo de unos segundos—. Nunca debí de ponerte trabas en tu trabajo, pero es que sentía celos de ese tipo y no quería que te quedases a solas con él. —¿Con Ibáñez? —Ya sé que es una estupidez, pero es que… Amelia, tú me importas muchísimo. Estas semanas han sido un verdadero infierno para mí. No soporto el trabajo de esos burócratas, pero te juro que te apoyaré en todo lo que hagas, sé que ese proyecto es la gran ilusión de tu vida. —¿Lo dices en serio? —preguntó Amelia todavía reticente y él asintió con la cabeza varias veces—. No sé, Jorge. Tú también me importas mucho, pero yo no podría estar con quien no respeta mi trabajo. —Lo sé. Es tu meta, y ahora por fin lo he comprendido. Por favor, vuelve conmigo. Prometo apoyarte en todo lo que hagas —concluyó él con humildad. Amelia se limitó a apoyar la cabeza en su hombro y él la abrazó con cuidado, como si fuese un objeto delicado. Estuvieron así un buen rato, mientras otros espectadores de la película exageradamente retrasados los esquivaban con fastidio, intentando llegar al menos a los primeros fotogramas del film. Habían quedado en la cafetería del Palace y Mario volvía a preguntarse una vez más por la necesidad de todo aquello. A esas horas no le apetecía tomar nada pero se vio obligado a pedir un café que mareó frenéticamente con la cucharilla mientras su cita no aparecía. Iban unos veinte minutos de retraso cuando por fin un ¿Mario? con el conocido deje neoyorquino le hizo apartar los ojos de aquel pocillo. —¿Mister Yates? —Disculpe el retraso, una gestión de última hora —informó el propietario de ese apellido, un hombre con cuerpo de jugador de rugby de entre cuarenta y cuarenta y cinco años, de traje caro pero de escasa elegancia. Debía ser conocido en aquel sitio pues le bastó con hacer un gesto al camarero para que le trajesen una bebida determinada. 44
—No tiene importancia. En realidad, creo que era innecesario este encuentro. Bien podía comentarle por teléfono lo que le tengo que decir. —Seguramente, pero quería tener el placer de conocerle en persona —dijo Yates con un tono donde a las claras quedaba explícita su hipocresía. Mario sabía de sobras que aquella cita había sido arreglada para evaluarle o, cuanto menos, comprobar sus primeras reacciones en su regreso, cuestión que no le molestaba, pero sí esa justificación absurda de la radiografía cruel a que estaba siendo sometido por su interlocutor mientras bebía lentamente su copa. —Sinceramente, señor. Me piden que informe en base a lo que no dejan de ser resquemores de un borracho resentido, por mucho que los papeles que me ha enseñado contengan datos bastante interesantes. No sé hasta qué punto queda justificado mi trabajo. Yates acabó su bebida y le hizo un gesto al camarero para que le trajera otra. —Me decepciona usted. Lo consideraba más comprometido con su país de acogida. —¿Qué quiere decir? —saltó Mario molesto como si le hubiesen sacudido un guantazo. Fueron interrumpidos por el camarero y a él lo asaltó una imagen de más de veinticinco años atrás, un verano pasado en un hotel similar cercano a la playa de La Concha. También en aquella ocasión había sido cuestionado por otro superior y también en aquella ocasión había saltado en un primer momento sin tino frente a la agresión verbal, sólo que en tu propio padre siempre esperas esa reserva final de cariño que suavice las cosas, aunque se trate de un adusto notario, inflexible con el más mínimo error, como en aquel entonces le parecía la decisión de su primogénito de no estudiar Leyes. Pero en aquellos momentos concretos estaba frente a un adversario cruel disfrazado de aliado, millones de veces más peligroso que el tonto útil de Trellez-Grandes. —Querido amigo —siguió mintiendo Yates—, las cosas son como son. Queremos defender nuestro modo de vida de cualquier agresión, pero para eso no bastan los métodos convencionales. Si usted está aquí es porque necesitamos el mejor emisario de esa filosofía, y por eso le encomendamos a usted dicha tarea, aunque en ciertos aspectos de su vida pasada y, por qué no, presente, tengamos serias dudas sobre su validez.
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—¿Qué quiere usted decir? —repitió Mario, muerto de pánico sobre todo por aquella misteriosa segunda parte de la afirmación y en uno de esos caprichos absurdos de la mente volvió a su memoria la fiesta celebrada en la casa de New Hamphsire por los padres de Nancy festejando la pedida de mano de su primogénita, varias horas de un derroche de lujo y distinción que nunca se había imaginado, dejando las antiguas recepciones paternas a la altura de simples encuentros de mesa camilla. Los huesos del viejo entusiasmo de joven investigador quisieron levantarlo del asiento y hacerlo salir de allí, alejarlo de sospechas ignominiosas de las que un cansancio acumulado le habían hecho creerse a salvo, pero los músculos nuevos del apoltronamiento lo mantuvieron firmemente sujeto a la butaca—. Me asombra que se atrevan a dudar de mi lealtad a mi nuevo país. Quiero lo mejor para Estados Unidos, ya lo he demostrado cumpliendo otros encargos a priori tan ajenos a mi labor, como esas entrevistas con científicos alemanes en Argentina y como lo estoy demostrando con mi presencia aquí. Ibáñez repasó una vez más los informes de sus colaboradores. Estaba muy cansado, pero quería mantener la cabeza ocupada con aquella tarea frente al asalto de los recuerdos infaustos de la reunión improvisada con Elena. Había permitido marchar a Purita y sabía que en pocos minutos el bedel llamaría a su puerta para recordarle el horario de cierre desde la inflexibilidad del funcionario viejo que ya sabe cumplida su jornada laboral. Como confirmando su conjetura, dos suaves golpes sonaron. —Adelante —ordenó con fastidio. —¿Da su permiso? —sonó una voz femenina distinta a la de su secretaria y él alzó la vista asombrado. En el umbral esperaba la sobrina de Desiderio, con su sempiterno gesto de susto. —Señorita… —Usted me había dicho que me pasase por aquí a última hora de la tarde, pero no he podido venir hasta ahora, don Laureano nos puso un examen sorpresa y… Si lo prefiere, vengo en otro momento. —No, no pasa nada. Adelante. Tome asiento, por favor —invitó levantándose del sillón y ofreciéndole caballerosamente la silla de enfrente. —Usted dirá. —Quería felicitarla por su eficiencia. Usted es la alumna más productiva, por así decirlo —la joven se ruborizó mientras una tímida sonrisa iluminaba 46
su cara—. Por eso quiero darle más responsabilidad en el proyecto, aunque eso supone más trabajo, claro. Dos golpes más fuertes interrumpieron la explicación. Ibáñez miró con rabia la puerta. —Ya sé que tiene que cerrar, Luciano, concédame cinco minutos más, se lo ruego. —Caray, mi nombre me gusta. No me lo cambies. Pese a los años transcurridos, hubiera distinguido el tono chistoso de su antiguo compañero de investigación entre un millón. Mario se mantenía en buena forma, y el bigote no le hacía parecer mayor, por el contrario, le daba cierto aspecto aventurero. —¿Tú? —Yo, ¿podemos..? La joven seguía esperando instrucciones con una mirada de curiosidad hacia el recién llegado e Ibáñez sintió que en aquellos momentos bien podían esperar todas las tareas del mundo. —Señorita, ¿le importaría venir mañana a primera hora? Ahora no puedo atenderla. —No faltaba más. Hasta mañana —aceptó ella saliendo de allí apresuradamente. Los dos antiguos amigos quedaron a solas. Mario tendió su mano con timidez. —Me alegra verte. Ibáñez estrechó con miedo aquella mano ofrecida, temiendo toparse sólo con el vacío jocoso de un espejismo. Cuando sintió sin género de dudas el tacto áspero de aquella pala del antiguo portero del equipo universitario de fútbol comprendió que no le bastaba ese gesto de saludo y en un impulso impensable abrazó a su antiguo compañero de investigaciones. —Hace tanto tiempo… —masculló emocionado golpeándole la espalda con energía. —Sí, no tengo perdón —reconoció Mario mientras le devolvía otras vigorosas palmadas en la espalda. 47
—¿Por qué dejaste de escribir, desgraciado? —protestó Ibáñez con la voz quebrada por la emoción, separándose. —Lo siento, amigo. He pasado una etapa de cambios y he descuidado muchos compromisos, pero tú siempre has estado en mis recuerdos, te lo juro. —Sí, seguro. Tantos años sin saber de ti… ¿Qué ha sido de tu vida? —Ahora trabajo con Norbert Wiener en el MIT —contestó Mario un poco hastiado—. Todo un genio, aunque no viene a añadir nada que tú no hicieras ya. —Exageras —masculló Ibáñez complacido. —Es la verdad. No te llega a la suela del zapato, sólo que allí disponemos de unos medios que aquí ni en los sueños más descalabrados imagináis. —Qué barbaridad… ¿Y qué haces por aquí? —Hacía demasiado que estaba fuera, amigo, quería recuperar viejas caras y paisajes. Por eso decidí pasarme por aquí, ¿qué tal una cena en una tasca cercana a la Plaza Mayor que descubrí ayer? Tienen un embutido traído de León que quita el sentido. —Tú y tu amor a los tugurios, ¿recuerdas aquel antro de la Barceloneta durante la guerra? Entraba un cerdo y salía indignado. —Pero tenía una comida casera buenísima cuando conseguían material, ¿qué me dices? —Sería estupendo. —Pues venga, vamos. Salieron juntos del despacho y Mario se fue a recoger el coche en el que había venido mientras Ibáñez avisaba al bedel de que ya marchaba. Éste estaba dormitando en un equilibrio imposible sobre una silla de madera e Ibáñez temió que pudiera caerse al ser despertado. —¿Qué pasa? —masculló asustado el viejo funcionario al sentir los ligeros toques en el hombro. —Nada, sólo quería decirle que ya acabamos por hoy. Puede cerrar el edificio cuando quiera. 48
—Caramba, señor Ibáñez, se le ve buena cara. —¿Usted cree? —Desde luego, como si le hubieran dado una buena noticia. —Algo así. Hasta mañana. Cuando salió a la calle y se vio solo en medio de aquel campo desierto de las horas no lectivas volvió a tener durante unos angustiosos segundos la impresión de que todo había sido un sueño, sólo cuando fue deslumbrado por los destellos de luz de un Topolino sus nervios aceptaron por fin una realidad fugaz que se antojaba venturosa. —Venga, sube —ordenó Mario abriéndole la puerta desde dentro. —¿Y cómo es que estás motorizado? —Digamos que es un préstamo para estos días. Vámonos, tengo un hambre de lobo —dijo Mario poniendo el coche en marcha. Como en los días de la guerra en que había conducido la camioneta trayendo y llevando las piezas de Erundina, seguía mostrando unas prisas rayanas en la imprudencia. Aceleraba y esquivaba los obstáculos como si fueran estorbos que le retrasaban en su objetivo, aunque fuese tan nimio como comer unas cuantas rodajas de chorizo y salchichón. Ibáñez sintió entonces una oleada de nostalgia por unos tiempos complicados y, a la vez, ilusionantes que nunca volverían. Su amigo parecía seguir siendo el mismo, finalmente, y se preguntó si él causaría esa misma impresión. Los disgustos de los últimos tiempos se habían instalado en sus facciones y ni en los peores momentos del conflicto se había reconocido en sí mismo esa angustia tan invalidante y tan explícita para el resto del mundo. —¿Y cómo es la vida por allí? —preguntó, más para no seguirse interrogando a sí mismo. —Todo es mucho más rápido. Desde que murió Roosevelt las cosas son menos tranquilas. Ese Truman acepta unos consejos que… No sé, desde luego, es el mejor país del mundo, no cabe duda. Allí la gente como tú y como yo puede desarrollar todas sus potencialidades sin dar cuentas a nadie. Si uno se lo propone, puede llegar a presidente, no es ningún tópico. —Ya será menos, hombre —rebatió Ibáñez débilmente, aún demasiado asombrado por estar manteniendo esa conversación con esa persona en concreto. 49
—¿Qué no? Fíjate en mí. Llegué con una mano delante y otra detrás y ahora soy uno de los pesos pesados del Instituto. Lo que digo siempre es tenido en cuenta, sin necesidad de que ningún politiquillo inculto venga a meter sus narices ni a pedirme explicaciones. Allí lo que importan son los resultados. —Ya será menos —repitió Ibáñez, divertido. —¿Tú crees? Venga, Cris, dime la verdad ¿cuántas veces no sientes deseos de estrangular a tu Decano, o al responsable del ministerio o al propio Negrín, por muy científico que sea, por sus comentarios de pie de banco?, ¿es que ya has olvidado tus viejas peleas con la Junta cuando intentabas desarrollar el proyecto de Erundina?, ¿te crees que otros pazguatos no están pasando por lo mismo? —Cris, hacía siglos que no me llamaban así —masculló Ibáñez emocionado. —Sigues renunciando a tu nombre de pila, ¿verdad? —dijo Mario, acariciándole la mejilla con la mano derecha mientras seguía conduciendo con la izquierda a menos velocidad e Ibáñez se sintió en otro plano de realidad donde no se había encontrado una sola vez en todos aquellos años. —Creo que sólo se lo he consentido a Elena y a ti, a nadie más. —Menudo honor. —Sí, sólo a las personas queridas. Mario frenó en medio de la carretera, como si esa frase sincera hubiese machacado su pie derecho contra el pedal. —Tú y yo éramos un buen equipo, ¿verdad? Podríamos hacer los descubrimientos más importantes con solo proponérnoslo —dijo desbordado. —Sí, supongo. —Es lo que más desearía en este mundo, volver a trabajar contigo. —Yo también —reconoció Ibáñez en un susurro. —Vente conmigo a Estados Unidos, Cris, por favor. Allí tienes un puesto seguro en el MIT o donde tú prefieras. Juntos podríamos…
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—No, regresa tú a España —rebatió Ibáñez aferrándole el hombro—. No te preocupes por lo de tu huida. Sé que si hablo con Negrín podré arreglarlo. Es aquí donde tenemos que estar los dos. Éste es nuestro país y ésta es nuestra gente. Se lo debemos. Yo incluso puedo cambiar mis planes y… Aún en la penumbra del vehículo Ibáñez pudo distinguir una extraña mirada de tristeza en su amigo. Mario volvió a poner en marcha el coche y estuvo conduciendo en silencio un buen rato hasta llegar a las calles céntricas. —Sigues siendo un ingenuo, Cris. Nosotros no le debemos nada a nadie. Sólo a nosotros mismos, y ya debería ser hora de que nos lo cobrásemos. En fin, vamos a ese tugurio. Tengo mucho apetito. V Amelia volvió a besar a Jorge una vez más. Ya se había vestido, pero aquel cuerpo desnudo masculino aún bajo aquellas gastadas mantas y sábanas seguía atrayéndole, pinzando con ese deseo no resuelto sus deberes de joven responsable en un proyecto de investigación. —Quédate un poco más, anda —pidió Jorge tras morderle con suavidad el labio, una acción que derribaba con demasiada facilidad sus defensas del sentido común. —No puedo, tengo que acabar un trabajo que me encargó Ibáñez. Jorge iba a protestar pero inteligentemente calló y, en su lugar, volvió a cogerle la cabeza entre las manos y a besarla. Estaban en plena celebración de su reconciliación, producida unos días antes pero retrasada a la disponibilidad de aquel cuarto que ambos ya consideraban con las propiedades mágicas de cualquier palacio encantado. —Te quiero, Amelia —dijo finalmente—, te quiero mucho —concluyó, suavizando con el adverbio lo que era una afirmación demasiado terrible para alguien al margen de cualquier convención social o individual. —Yo también —reconoció ella alegremente—, pero tengo que hacer un trabajo. Por cierto, a Lupe le han dado plaza por fin en ese bufete de la calle San Bernardo.
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—Dale la enhorabuena de mi parte. Esos abogados tienen fama de ser bastante progresistas, incluso defendieron a gente del sindicato. A ver si consiguen meter en esa cabezota unas cuantas ideas razonables. —No hables así de mi amiga —protestó Amelia cómicamente atizándole con un cojín—. Sabes tan bien como yo que Lupe es una gran persona y que no es tan facha como parece, sólo tiene que estar otra temporada más alejada de sus padres y ya verás qué cambio. Ella es una persona muy liberal. —No sé, si tú lo dices… —Pues claro que sí, ¿o te crees que una facha habría traído a esa actriz a que nos soltara su arenga? Ella es muy abierta a todo, sólo que ese padre… —masculló, volviendo a recordar el comprometido pasado del progenitor de su amiga en la CEDA y su sospechoso envío de la mujer y la hija a Portugal durante la guerra—. En todo caso, no fue desleal a la República. —Vaya consuelo —masculló Jorge— Amelia… —llamó, poniéndose repentinamente serio. —Dime, y rápido, tengo que… —Voy a pedir trabajo como profesor de francés en esa escuela de la que me habló Amador. La mirada de Amelia era toda una interrogación mientras él se desesperaba buscando un discurso acorde con lo que pugnaba en su interior, pero volvía a sentirse como el niño tímido que en definitiva era. —El sueldo no sería muy bueno al principio, pero creo que puede dar para alquilar algo y para mantenernos a los dos, sin lujos, pero a los dos. Así podrías dejar la residencia y tener tu propio espacio ¿Qué me dices?, ¿eh? —¿Estás hablando de casarnos? —Sabes que no me convencen mucho esas instituciones caducas pero, si tú lo quieres así… Ahora era Amelia quien tenía una dura pugna con el procesamiento de aquella información tan inesperada. —Caray —sólo fue capaz de decir estúpidamente.
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—Quiero estar contigo, con o sin papeles. Es lo que más deseo en este mundo. No se me ocurre que más decirte para convencerte. —Jorge —masculló ella, y lo besó con tanta fuerza que le hizo daño—. Yo también. —¿Tú también?, ¿quieres decir que..? —Sí, pero.. —la conjunción contrajo el estómago de Jorge, aunque consiguió callar su reproche—. Aún no, dame uno o dos meses, por favor. Tal y como están las cosas en la facultad no puedo meterme en un cambio así. Jorge respiró aliviado: de treinta a sesenta días eran un plazo aceptable para el gran premio de su vida. Contestó con un largo beso que definitivamente echó por los suelos el plan de Amelia de aquel día, reestructurado por fin en la cumplida satisfacción de la alegría que le hervía en su interior. —No olviden la pregunta: ¿qué podemos hacer para encontrar un patrón de actuación traducible a Erundina… a ERU de cualquier movimiento espontáneo, como guerrillas, revueltas… que permita inferir posteriormente las acciones futuras. No olviden que ERU-I lo consiguió tanto en nuestra guerra como en la Mundial porque estábamos hablando sobre todo de ejércitos convencionales con unos movimientos preestablecidos de estrategia militar. No obstante, el primer caso dependió en gran medida de la suerte por introducir datos secundarios que finalmente se revelaron decisivos —dijo Ibáñez, recordando la respuesta sobre el Cuartel General de los sublevados en la provincia de Lérida—. Pero, fíjense, cuando introdujimos los datos de la Guerra de la Independencia el dispositivo no fue capaz de averiguar uno solo de los movimientos de las guerrillas españolas, cuestión que no sucedía con los movimientos de las tropas napoleónicas en otras batallas. La pregunta es ¿por qué? —el grupo se quedó en silencio, esperando su respuesta e Ibáñez reconoció que esas sesiones de recapitulación empezaban a aburrir al personal más que a motivarlo, pero no podía evitarlo. Su elección apresurada del equipo le había hecho coger a unos cuantos que desde un análisis más reposado habría rechazado. Sólo los movía la rutina de sumar puntos en su currículo, nunca el simple afán descubridor que debería ser la nota característica. Por tanto, se veía obligado una y otra vez a volver a los fundamentos de aquel trabajo, pese a lo ya avanzado en muchos puntos—. Y bien, ¿por qué? —insistió Ibáñez pero el tenaz silencio del grupo le hizo rendirse momentáneamente—. En fin, veo que estamos un poco espesos. Quizás sea mejor que descansemos unos minutos.
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Todos se levantaron y salieron sin esperar nuevas indicaciones e Ibáñez se sentó a su mesa frustrado. Así nunca conseguiría acabar el trabajo en un plazo razonable, y lo peor de todo era que había empeñado su palabra con Negrín. Ni su cita posterior podía aliviar ese hecho, pese a que esos días se sentía levitar. —Perdone, señor Ibáñez. La sobrina de Desiderio había vuelto a la clase. En aquellos días ya no mostraba el gesto habitual de susto cuando se encontraba con él a solas, pero, por el contrario, en su cara había una extraña mirada de vértigo en aquellos instantes. —¿Qué desea, Amelia? —Verá, yo… —masculló sacando de su carpeta una arrugada revista extranjera—. En primer lugar, creo que ya sé la respuesta a su pregunta. —¿Y es? —En el caso de los movimientos espontáneos de lucha estamos hablando sobre todo de la suma de voluntades individuales no mediatizadas por una formación militar previa. Trabajan en grupo por las circunstancias extremas, pero no porque realmente haya un objetivo de acción común, de hecho, durante nuestra guerra se vieron acciones contradictorias entre los distintos grupos de milicianos anarquistas o del POUM. —Muy bien, excelente —aprobó complacido Ibáñez. —No tenemos, por tanto, un patrón de actuación codificable en los parámetros de ERU. —De nuevo, excelente. Es usted muy perspicaz. Nuestro problema es, por tanto, conseguir un patrón de actuación para ERU, ¿verdad? La joven quedó con sus siguientes palabras atrancadas, como si lo que fuera a decir resultase demasiado atrevido para ser siquiera mencionado. En su lugar, se puso a buscar frenéticamente entre las páginas de la revista. —Lo tenemos, señor —dijo por fin, mostrándole a Ibáñez el artículo que estaba buscando—. Es el Conductismo. Ibáñez se acercó con curiosidad a la página que Amelia le mostraba. Se trataba de un reportaje sobre los trabajos de un tal B. F. Skinner. 54
—¿El Conductismo? —Es una teoría psicológica sobre estímulos y respuestas como fórmula de adaptación al medio, señor. Este hombre es uno de sus principales estudiosos en la actualidad —concluyó señalando la revista. —Perdone, pero no le sigo. —Dice que somos organismos cuya conducta es una respuesta a los estímulos del medio. Lo que a nosotros nos interesa es que basa su estudio en términos objetivos y cuantificables, evitando los hechos no mensurables como la conciencia por lo que… —Podríamos establecer unos patrones de conducta a partir de esos estudios —concluyó Ibáñez admirado—. Es una gran idea, justo lo que estábamos buscando. Enhorabuena. Ha dado usted con la clave. —Gracias, señor —masculló la joven ruborizada. —Debemos centrarnos cuanto antes en esta nueva dimensión. Debemos ponernos con ella y que los demás continúen con el resto del trabajo. —¿Los dos? —interrumpió ella, de nuevo recuperando su gesto de susto. —Sí, claro. Ésta es una tarea que exige una dedicación especial, pero me temo que deberemos desarrollarla robándole más horas a su tiempo libre. Horas del día y de la noche. —No será problema, señor. Estoy deseando ponerme con ella. —Pero… —Ibáñez recordó con frustración la circular llegada esa misma mañana a su despacho sobre la necesidad de dejar libres las instalaciones a horas tempranas por unos absurdos trabajos de mantenimiento que allí se iban a llevar a cabo en los siguientes días—, necesitaremos otro local, éste hay que dejarlo antes de las ocho y no… Y sé que la sala de la JAE tardarán bastante en prestármela sin la firma del Decano y con Negrín de visita oficial en Francia… Escuche, sé que por mi parte es un atrevimiento pero, ¿le importaría mucho acercarse hasta mi casa fuera de las horas lectivas? —¿A su casa, señor? —Ya sé que no debería hacerle una propuesta de este tipo y que es de un completo descaro por mi parte, pero se da la circunstancia estos días de que no puedo conseguir unas instalaciones apropiadas y el tiempo apremia mu55
chísimo. En mi casa tengo material y obras de referencia, y podríamos trabajar tranquilamente hasta que yo consiga un sitio mejor. No sé, es lo único que se me ocurre, dadas las circunstancias. Si se queda más tranquila, puede venir acompañada por alguien, no sé, una amiga, y ella puede esperarla en el salón mientras nosotros hacemos nuestro trabajo. Sólo le ruego que elija a alguien discreto. —No será necesario, señor. Tengo plena confianza en su caballerosidad. Iré yo sola —aceptó finalmente Amelia con una tímida sonrisa. —Se lo agradezco muchísimo, de verdad. Quiero que sepa que la haré constar como artífice de este descubrimiento, su nombre aparecerá al lado del mío y, a efectos legales, usted compartirá sus posibles beneficios, económicos o académicos. —¿De.. de verdad? —Por supuesto que sí, la idea es suya, a usted le corresponden. —Muchísimas gracias, señor —masculló emocionada la joven estrechando nerviosamente la mano de Ibáñez en un simpático gesto espontáneo—. Es un gran honor para mí, yo nunca había esperado esto. Sabré estar a la altura de las circunstancias, señor, trabajaré cuantas horas sea necesario y… —Lo sé, lo sé —interrumpió Ibáñez divertido—. Escuche, hoy tengo una reunión —rió por dentro al ver la clasificación que daba a su cita posterior con Mario—, y usted seguro que también tiene cosas pendientes, pero mañana sin falta empezamos con nuestro trabajo, ¿de acuerdo? —De acuerdo pero yo no tengo nada que hacer esta noche, si quiere empezar hoy a última hora… —No será necesario —rió Ibáñez—. Mire, aquí están mis señas —dijo dándole su tarjeta de visita, un elegante rectángulo de cartulina de color crema—. Venga cuando acabemos aquí, a eso de las nueve y media, ¿de acuerdo? —Sí, señor aunque, si quiere que vaya antes… —No, mujer. Tendrá que cenar y descansar un poco, ¿no? Llegará con que venga cuando le he dicho y que esté un par de horas. Después llamaremos un taxi que la llevará de vuelta a su casa. Tampoco quiero sobrecargarla de trabajo. Bastante va a tener con el que aún debe llevar a cabo en el grupo y éste a mayores. 56
—Muchísimas gracias, señor, muchísimas gracias —repitió Amelia volviéndole a estrechar la mano nerviosamente. Trellez-Grandes quería dar muestras de su sofisticación y había encargado los manjares más extravagantes para aquella cena, pero Mario se sentía como si estuviera comiendo clavos oxidados. Sabía que aquella reunión de los tres era finalmente para ponerle las cosas claras y él nunca había soportado ser puesto en evidencia bajo ninguna circunstancia, sin olvidar que hubiera preferido mil veces cualquier plato sencillo en cualquier sitio también sencillo. Lo único que le servía de consuelo miserable era que su anfitrión también iba a ser llamado al orden. —Hoy he estado hablando con la Agencia. No parecen muy satisfechos —dijo Yates mientras acababa de untar su tostada con paté de foie. —Ya dije en su momento que había que poner más interés en el asunto y que esto no es una simple visita sentimental —masculló rencoroso TrellezGrandes mirando con grosería a Mario y éste sintió unos deseos a duras penas contenibles de saltar sobre la mesa y partirle la cara—. Es vergonzosa la indolencia de algunos frente a la valentía de otros como yo, dispuestos incluso a hacer todo, insisto, todo lo que se les ordene en provecho de la misión. —Yo de usted mantendría un silencio prudente llegados a este punto —saltó Yates tras engullir el sobrecargado pedazo de pan—. También tienen importantes quejas sobre usted, ¿o se cree que les pareció bien el artículo de hace unos días? —Yo… yo trataba de seguir con mi tono habitual, como él me indicó. —Efectivamente, seguir con el tono habitual de crítica al gobierno de este país, pero nunca poner en evidencia nuestra posición, insensato: descubrió los planes de defensa de un gran país, ahora en triste evidencia armamentística frente al gigante rojo… —leyó tras ponerse unas gafas de un recorte—, ¿a usted quién le manda siquiera mencionar nuestra situación armamentística? —Yo… Es una cosa que es evidente y… —farfulló Trellez-Grandes. —No sea cretino. En líneas generales, la opinión pública sabe que paralizamos una serie de proyectos de investigación bélica con el fin de la guerra por la mojigatería del anterior presidente, pero no tiene por qué plantearse nada sobre nuestra capacidad defensiva. Es lo que nos faltaba, darle nuevas 57
alegrías a los rusos. Se le dijo millones de veces, la discreción es imprescindible. —Yo no… —Vea otra perla: el inmerecido juguetito con que ahora imponen sus caprichos a entidades supranacionales como las Naciones Unidas o a países teóricamente amigos como Estados Unidos… ¿y quiere hacerme creer que sabe mantener la boca cerrada lanzando tamañas indiscreciones? No lo olvide nunca, señor Trellez-Grandes, ha cometido un error tras otro, y si aún no hemos tomado medidas ha sido gracias al respeto que continua inspirando la familia de su esposa pero, como comprenderá, todo tiene un límite. Mario se tapó la boca con la servilleta disimuladamente. Se estaba riendo con ganas de aquel ser despreciable, periodista y juntaletras mediocre, cuyo único mérito había sido seducir a la heredera de una de las familias más ricas de América y que ahora estaba recibiendo el severo correctivo durante tanto tiempo merecido, aunque sabía que eso no estaba bien. La mirada glacial con que Yates lo atravesó de repente le hizo recordar con vergüenza que el también era otro seductor de una rica heredera, sólo que con una mayor formación científica. —Veo que está disfrutando con esto —dijo el americano con una voz cargada de odio. —No, yo no… —Y es curioso, porque usted tiene una gran parte de la culpa de todo esto desde un primer momento, ¿quién le mandaba escribir aquellas cartas a su amigo? —Yo… eran simples cartas comentando cosas que venían en cualquier periódico de California, nunca pensé que Cris… que Ibáñez las introduciría en ERU y… En todo caso, yo paré con la correspondencia cuando fui llamado a declarar y… —A buenas horas, mangas verdes —bufó con rencor Trellez-Grandes y de nuevo Mario sintió deseos de saltar sobre el fino mantel de hilo y quitarle aquella expresión estúpida a puñetazos. —Ahora poco importa. Ya han pasado siete años de todo eso. Lo que nos interesa en estos momentos es recuperar un equilibrio de fuerzas frente a Rusia. Quizás si ese Ibáñez comprendiera en qué bando debe jugar… 58
—Él nunca abandonará su trabajo —masculló Mario con aburrimiento recordando los encuentros de los últimos días—. Ibáñez es completamente leal a su gobierno y uno de los hombres de confianza de Negrín, por no decir el único. Nunca abandonará su puesto aquí. —Quizás con unas buenas condiciones económicas… a usted bien que le sirvieron —sugirió Trellez-Grandes con maldad. —Pero esa estrategia no vale con él —rebatió Mario obviando la segunda parte del comentario—. Él es un idealista, nunca le ha preocupado el dinero. Por ahí no van a conseguir nada. Quizás si me quedara yo trabajando en su equipo… Quedó asombrado ante su propia propuesta. Hasta ese preciso instante no se había percatado de sus ansias de volver a su país, aunque fuese en el rol insoportable de traidor. —Eso es inaceptable —rumió Yates engullendo otra tostada, esta vez de caviar. —¿Por qué? Sé que Ibáñez me conseguiría un buen puesto y desde ahí podría informarles puntualmente. —No se trata de eso, y usted lo sabe. Ésta no es una labor de información, esta es una labor de sabotaje. —Además, ¿es usted tan ingenuo para creer que le dejarían volver así como así? —añadió Trellez-Grandes groseramente—. Por mucho enchufe que su amiguito tenga con ese maldito Negrín, nunca le permitirán acercarse a menos de un kilómetro de esa máquina. Recuerde lo que le dije, amigo mío, usted es considerado un traidor cobarde en el país por el que tanto trabajó. Mario se levantó de un salto de su silla. Definitivamente, iba a partirle la cara a ese memo, pero una inesperada riada caliente empezó a fluir por sus fosas nasales. —¿Qué le pasa? —preguntaron casi a la vez Trellez-Grandes y Yates con sendas expresiones de asco. —Yo… es una hemorragia —masculló Mario humillado tapándose la nariz con la servilleta. —¿Se encuentra bien? Si quiere, puedo llamar a un médico —ofreció Trellez-Grandes sin apearse de su expresión de repugnancia extrema. 59
—No, no es necesario, si me disculpan… —farfulló saliendo a la carrera del comedor y metiéndose también a la carrera en el cuarto de baño. La sangre le había manchado la corbata y la pechera de la camisa, y la servilleta empleada de improvisado tapón nunca más iba a servir para limpiar los delicados labios de las clases altas de aquella ciudad. Estaba humillado como nunca, aunque sabía que ése no era, ni mucho menos, el problema. Mientras se aplicaba agua fría para parar aquel surtidor grosero sentía su cabeza machacada por una conclusión fatal: era una simple marioneta en manos de aquellos dos hombres y, a menos que hiciese lo que le indicasen, estaba completamente perdido. Comprendió que su trayectoria vital de los últimos años había intentado ser un ejercicio de independencia pero sólo había conseguido convertirse en una especie de esclavo de sus cobardías, lo que le obligaba a estar siempre al son de la música de otros. Tendría que estar siempre pagando, y esa convicción resultó tan asfixiante que a punto estuvo de darse de cabezazos contra el espejo para espantarla, aunque finalmente se limitó a una fuerte palmada contra la pila. Regresó de su habitación tras cambiarse el traje, la corbata y la camisa y, por la mirada que le dirigieron los otros dos comensales, comprendió que habían decidido algo en su ausencia. —¿Se encuentra mejor? —repitió su pregunta Trellez-Grandes sin demasiado interés. —Sí, gracias. Fue una simple hemorragia nasal —se abstuvo de comentar que solía sucederle cuando se encontraba en momentos de tensión. Recordó entonces que durante toda la guerra no había tenido ninguna, quizás porque la presencia de Cris siempre le había ayudado a aplacar esas angustias, pero debió repetirse a sí mismo que eso era agua pasada. Ahora debía atender a lo que Yates le dijera. —Excelente. Me alegra ver que no es nada importante. Verá, en su ausencia, Joaquín y yo hemos estado hablando de los próximos pasos a dar. —Hemos tenido una idea —completó Trellez-Grandes con una risilla de hiena. —Pero, por la seguridad de la misión y la suya propia, no se la vamos a contar en su conjunto. Mario comprendió que aquél era el punto de inflexión definitivo para acabar con todo aquello, pero la sangre perdida le había dejado demasiado cansado. 60
—Ustedes dirán, aunque me permito recordarles que mi función en esta misión se reduce a evaluar e informar sobre la naturaleza de los descubrimientos técnicos y científicos de terceros, como ya he hecho en Argentina y como ya he hecho aquí hasta ahora. No pueden pedirme nada más. —Oh, realmente, no hay nada que contar y tampoco vamos a exigirle nada nuevo. Simplemente, se trata de que usted siga viéndose con Ibáñez, más a menudo, si es posible. —¿Quieren que continúe informándoles? —Algo así —dijo Trellez-Grandes. —Pero él es muy discreto con su trabajo, incluso con los amigos más íntimos. No me contará más allá de las dos o tres generalidades de las que puntualmente les informé. —No se preocupe, ya nos encargaremos nosotros de averiguar más cosas. Usted siga cultivando esa amistad. Es lo más adecuado para nuestro plan. El tono final de Yates volvió a poner en evidencia la necesidad de acabar con todo aquello pero, en esa ocasión, un chispazo de terror lo recorrió de arriba abajo: Yates era un hombre muy peligroso, nada que ver con la insolencia inofensiva de Trellez-Grandes. Se trataba entonces de estar en su bando, por mucho que repugnara. —De acuerdo. Estos días está muy ocupado, pero creo que la semana que viene podremos quedar. —Hágalo, Mario. Consiga una cita con él cuanto antes ¿qué digo una? Dos, tres, las máximas posibles. Nosotros nos encargaremos del resto. VI Mario despertó con un regusto metálico en su boca y una jaqueca terrible. Sentía una trepidación insoportable castigando todo su ser y sólo al recuperar la conciencia el control del cuerpo entero se percató de que iba en el interior de un objeto en movimiento. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad consiguió distinguir los elegantes contornos del interior del Cadillac de Trellez-Grandes. Comprendió que iba tumbado en el asiento trasero y a su malestar se añadió entonces el desconcierto absoluto. Recordaba su cena con Cris en la taberna y luego el paseo hasta su casa, pero no habían 61
subido a ningún vehículo. Se incorporó como pudo, aún aplastado por los distintos dolores de una extraña resaca. Delante iba su odioso anfitrión conduciendo. —¿Qué?, ¿ya está despierto? —preguntó éste con el tonillo en falsete de un jefe de excursionistas—. Qué bárbaro. Llevaba varias horas así. Debía tener sueño atrasado. —¿Dónde estamos?, ¿cómo he llegado aquí? —Respecto a su primera pregunta, le diré que estamos a unos cien kilómetros de Lisboa, en lo que respecta a la segunda… Créame, amigo Mario, es usted bastante pesado. Hubo que meterlo en el coche a rastras. —Pero… —Es mejor que vuelva cuanto antes a Boston. Lo más seguro es hacerlo por Lisboa. Se avecina una buena tormenta para su amigo y es mejor que le pille lejos. Como en un relámpago, Mario pensó en estrangular desde atrás a aquel sujeto tan despreciable, él era mas fuerte y podría dar cuenta de él en poco tiempo pero también recordó que así eliminaba a quien tenía el control de aquel coche a su máxima velocidad en medio de la noche y también en medio de la nada. Se limitó por tanto a agarrarlo por el cuello de la chaqueta, buscando el susto que en esos momentos de quebranto sabía perfectamente que no podía producir. —¿Qué le han hecho a Cris? Por toda respuesta, Trellez-Grandes paró en seco, bajó del coche y, tras abrir la puerta del asiento trasero de un tirón, sacó a Mario por las solapas y le arreó dos guantazos humillantes. —Ya está bien, ¿entiende? Me tiene harto —gritó sacudiéndolo—. Le acojo en mi casa todo este tiempo y usted continua tratándome como si fuera un cretino. A ver si se entera, listillo. Usted es parte de una misión muy importante y no va a fastidiarla, ¿comprende? No va a fastidiarla —dos nuevos guantazos avanzaron a las claras la naturaleza terrible de lo que debía haber sucedido en Madrid unas horas antes. —¿Qué le han hecho a Cris? —repitió entre sollozos.
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—No se preocupe, su querida está bien —contestó con crueldad TrellezGrandes—. Dentro de un rato despertará con dolor de cabeza, pero ahora debemos alejarle a usted de Madrid cuanto antes. —No, tengo que… —No tiene qué nada. Va a coger un barco en Lisboa y va a volver a su trabajo y con Nancy. Se casará con esa infeliz, como estaba previsto, y quizás yo olvide contar a su familia algunas cosas que he descubierto, ¿verdad? No quedaría bien que se supieran determinados asuntillos privados de uno de los cerebros del MIT. —Por favor… —Recuerde su juramento, Mario, ha prometido servir a su nuevo país, ahora no venga con niñerías. Esto es una guerra, aunque no haya campo de batalla, y bien sabe que en la guerra vale todo, incluso las víctimas inocentes, por el bien mayor. Olvídese de sus miramientos con sus ridículas funciones y pórtese como un hombre de una vez. Venga, vuelva a sentarse —ordenó lanzándolo de nuevo a su asiento—. Créame, ardo en deseos de perderlo de vista de una vez. Estoy harto de sus desplantes. Yo sólo intentaba hacerle la vida más cómoda mientras estuviera en España y usted no ha dejado de pagármelo con groserías. De verdad que tanto mi esposa como yo nos quedamos con muy mal sabor de boca. Con el afecto que tenemos a la familia de su prometida… —concluyó melancólicamente tras poner de nuevo el coche en marcha. Mario no tenía fuerzas para rebatir. Las pocas que le quedaban estaban siendo empleadas en llorar amargamente, machacado por una angustia desconocida. Sus sollozos duraron hasta que divisaron las primeras luces de la ciudad portuguesa. Ibáñez despertó con un molesto regusto metálico en su boca. Sentía su cabeza a punto de estallar y se preguntó con extrañeza de qué estaría hecho aquel vino de la taberna. Era lo malo de cenar en sitios con tan pocas condiciones higiénicas, pero Mario se había empeñado y él, como siempre, había aceptado. Su amigo había insistido en quedar de inmediato y él había dicho sí con demasiada alegría, recordando ya en el local con horror que esa misma noche tenía que haberse reunido con su alumna para seguir trabajando sobre las variables conductistas. Sólo su incontenible deseo de seguir al lado de Mario le había hecho justificarse a sí mismo miserablemente con la excusa de que no dejaba de ser un día de asueto bien merecido y que la joven 63
volvería sin problema a su casa cuando se diese cuenta de que él no iba a aparecer. Al fin y al cabo, había concluido para mayor tranquilidad, ella también tendrá una vida privada y seguramente a alguien deseando pasar la noche a su lado. A pesar de la escasa luz que entraba por una rendija de la ventana, pudo distinguir las formas familiares de su dormitorio. Aquello era muy extraño. No recordaba haberse metido ni en la cama ni en la habitación. Más aún, lo último que recordaba era a Mario cogiéndole suavemente la cara entre las también extrañas brumas de una borrachera inesperada. La sensación de frío que le traspasó cuando bajó un poco las mantas que lo tapaban dejó constancia de su desnudez y, cuando intentó buscar una postura más cómoda, topó con el bloqueo de un cuerpo tumbado a su lado. Entonces, la alegría de suponer la compañía y la frustración de no recordar cómo se había producido se convirtió en otro contradictorio elemento para su inquietud. El bulto estaba tapado hasta la cabeza y parecía tumbado de lado. —¿Mario? —llamó en un susurro mientras lo acariciaba y se dio cuenta de que la cadera que estaba tocando era femenina. Las escasas troneras que el pánico dejaba abiertas a la lógica le permitieron recordar que era absolutamente imposible que él se hubiera ido a la cama con una mujer, ni siquiera cabía la posibilidad de una tregua in extremis con Elena, tan eficaz en los primeros años de su matrimonio. Conocía de sobras a su esposa, y sabía que cuando ésta le había dicho que le daba un asco físico había hablado completamente en serio. Tenía que acabar con aquello de una vez. Tras buscar a oscuras el interruptor de la luz y encender la lámpara de la mesilla, apartó aquellas mantas de un tirón. La imagen extraída de cualquier representación del infierno que se le reveló en toda su crudeza le hizo orinarse encima tras unos interminables segundos de inmovilidad pavorosa. —Dios santo, no —gritó desesperadamente pese a su ateísmo militante. El pánico se apiadó de él y le permitió por fin desmayarse. —¿Y su mujer va a seguir tardando? —preguntó por enésima vez la portera con su acento extremeño—. Porque dentro de una hora viene otra pareja y…
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—No se preocupe, ella debe estar al llegar —contestó Jorge aburrido volviendo a mirar la hora en su reloj de bolsillo. Aunque la intranquilidad empezaba a asomar, la indignación era la nota predominante en su estado de ánimo. Como siempre, Amelia había vuelto a perder la noción del tiempo con sus experimentos, pese a que él le había repetido varias veces la importancia de estar en aquel inmueble a la hora acordada para irlo apalabrando. Tendría que hablar muy seriamente con ella, pensó. Él también estaba perdiendo su hora para comer a que tenía derecho en el colegio para arreglar de una vez el tema del alquiler y ella estaba dejándolo abandonado a su suerte con aquella chismosa. —Hay que ver, estas mujeres de hoy en día, dejando olvidados a sus mariditos como si fuesen un paraguas —comentó la portera desvergonzadamente—. Si yo le hubiera hecho algo así a mi difunto Evaristo, vamos, es que me habría cruzado la cara. Bueno era él. —Nadie va a cruzar la cara de nadie, qué animalada —protestó Jorge indignado—. Mi mujer tiene un trabajo muy complicado y, seguramente, habrá surgido algún contratiempo que la está retrasando. —Qué tiempos, mujeres con trabajos complicados y maridos que las esperan a pie firme como unos santos. No sé dónde vamos a ir a parar. —Quizás sea mejor que la llame al departamento ¿Podría decirme de algún teléfono público por aquí cerca? La portera estaba explicándole con parsimonia las calles por donde debería meterse cuando a lo lejos vieron acercarse a una mujer a la carrera. —Vaya, ahí está su señora —dijo ella satisfecha. —No, no es ella, es… —explicó Jorge asombrado—, Lupe, ¿qué haces aquí? —Yo… —farfulló esta mientras intentaba recuperar el aliento. —¿Dónde está Amelia? Habíamos quedado aquí hace más de media hora y… Por toda respuesta, Lupe se abrazó a él con todas sus fuerzas mientras lloraba desconsoladamente. —Lupe, ¿qué ha pasado? 65
—Es… es Amelia —masculló entre sus hipidos—. Jorge, es horrible. La han encontrado muerta en la cama de Ibáñez. —¿Qué? —Ese hijo de puta la ha violado y estrangulado. Ahora la policía quiere hablar con nosotros y yo he preferido venir a buscarte. Jorge, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Lupe sollozando sin esperar una respuesta entre la pena que apenas la dejaba respirar, aunque el novio de su fallecida amiga en esos momentos era incapaz de atenderla. Su mente estaba fuera de aquella calle, a años luz del portal que hubiera tenido que ser la entrada de su hogar y que ahora era simplemente el recordatorio urbano de su desconsuelo presente y futuro. Aquel miserable no había matado a una sola persona. Finalmente, había matado a dos, aunque uno de esos cadáveres, aún con el don del movimiento, sabría vengarse. Esa tercera muerte sería su único y principal objetivo mientras le quedasen fuerzas. Con cierto alivio por ver claros sus próximos pasos, se sentó lentamente en la acera y sin vergüenzas estúpidas inherentes a la condición masculina, empezó a llorar con todas sus fuerzas.
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SEGUNDA PARTE: CERTEZAS Y VENGANZAS I iral odiaba aquellas cenas de trabajo en El Pardo. Casi en la séptima década de vida, era de la creencia de que los asuntos de importancia deben ser solventados a horas más tempranas para evitar el lastre del cansancio pero, sobre todo, no soportaba el apetito desenfrenado de su presidente. seguía preguntándose dónde podía meter tanta comida, pese a su ya considerable volumen. Ahondando en esa duda, Negrín volvió a servirse de la fuente. Aunque había mencionado varias veces su gran preocupación, su avidez no daba muestras de flaqueza. Prieto, por su parte, había apartado el plato y miraba con ojos burlones a su superior y Giral volvió a sentir el incomodo habitual en presencia de los dos, propio del observador que ve la antipatía soterrada de los camaradas de antaño. —Sinceramente, presidente, no sé por qué tienen que reunirse tres miembros del gabinete para tratar un asunto que no es de nuestra incumbencia —dijo por fin Prieto. —¿Qué no es de nuestra incumbencia?, ¿de verdad cree que no nos incumbe la detención de uno de nuestros principales cerebros con una grave acusación de violación y asesinato? —saltó Negrín indignado. —Efectivamente, señor, es una persona adulta responsable de forma individual ante la ley —contestó Prieto tranquilamente—. El juez ha encontrado pruebas suficientes para retenerle y enjuiciarle y nosotros, como poder ejecutivo, no pintamos nada ahí. —Quizás con una buena defensa… —apuntó tímidamente Giral, pero los otros dos apenas lo atendieron. —Sin contar con que toda la prensa lo ha crucificado y, créame, presidente, y aquí le hablo desde mi experiencia profesional, cuando se genera un clima desfavorable como el que ese Tréllez-Grandes y otros de su ralea están sembrando no hay nada que hacer, por muy inocente que uno sea, que no me parece el caso. Precisamente, me he tomado la libertad de traer uno de los últimos artículos de ese polemista —dijo, sacando un recorte del bolsillo de su chaqueta. Escuchen —bebió un trago de agua antes de iniciar su lec67
tura y Giral supo a ciencia cierta que había cierto disfrute de aquel político frente a su superior en esa acción—, no tiene desperdicio: Al final, este gobierno viene mostrando su verdadero cariz con ese silencio cobarde en sucesos horribles como la violación y el asesinato de esa pobre estudiante. El niño bonito de Negrín se reveló como un monstruo al acecho de su oportunidad, y bien que la aprovechó. Esa inocente joven confiaba en su profesor, sin saber que en la guarida de aquel a quien consideraba un genio estaba su infierno y agonía. Queridos lectores, convendrán conmigo en que cualquier persona de bien queda espantada ante sucesos como el que les acabo de narrar, que exigirá desde la pena y la indignación una reprobación por parte de aquellos que, de una u otra forma, han permitido que un ser inhumano como Cristino Ibáñez campe a sus anchas por la Ciudad Universitaria y al que, lejos de tenerlo en la vigilancia debida, lo han colmado de honores y privilegios. Por el contrario, este malhadado presidente que nos ha tocado en suerte se ha abstenido de hacer la menor declaración de condena de su viejo protegido, dando muestras una vez más de su repugnante naturaleza de viejo sátiro. Ha llegado incluso a manifestar en un primer momento su incredulidad (sí, queridos lectores, poniendo en duda a su propio cuerpo de policía) y, pásmense, a buscarle ayuda a través de las gestiones de varios ministros (y aquí cabe también preguntarse cuál es la respuesta en este caso del haragán del presidente del gobierno ante una intromisión tan flagrante en sus funciones…) Prieto recalcó las ultimas palabras, por la parte que le tocaba y Negrín dio un fuerte golpe sobre la mesa que hizo tintinear toda la vajilla. —Esto es inadmisible —bramó, en uno de sus conocidos arranques de mal genio—, ese malnacido… —Pero no deja de ser cierta la última parte, ¿por qué le ha pedido a José, aquí presente, que encargase al personal de la embajada en Washington esas averiguaciones? No ha sido una postura muy inteligente por su parte, señor presidente, sobre todo no diciéndoselo al presidente del gobierno. Es humillante enterarse por la prensa. —En realidad, nuestra embajada debe hacer cuanta gestión sea necesaria para aclarar la inocencia de un español —intervino Giral con timidez—, 68
aunque la verdad es que no han sentado nada bien nuestras preguntas sobre ese Mario del que habla una y otra vez Ibáñez, sobre todo siendo formuladas desde las instancias oficiales de mi ministerio. —¿Y qué le han contestado? —Ahora ese hombre es ciudadano americano, le dieron la nacionalidad en el 40, investigador del MIT en el equipo de Norbert Wiener y estos días está en plena luna de miel por Italia pues acaba de casarse. Reconocen que estuvo unos días de visita por aquí, con un visado de turista, pero se niegan a responder nada más. Lo consideran una intromisión inaceptable en su política interior. Negrín dio otro fuerte golpe sobre la mesa pero Prieto parecía inmune a esa furia. —Lo dicho, presidente, estamos metiendo la pata con todo esto. Quizás fuese recomendable que usted hiciese algún tipo de declaración condenando el asesinato y garantizando que se hará justicia, aunque el acusado sea un viejo colaborador. —Por supuesto que se va a hacer justicia, porque pongo mi mano al fuego a que Ibáñez es inocente y no cejaré hasta demostrarlo ¿Es que se ha vuelto loco todo el mundo? Un joven tan valioso como él nunca haría una salvajada así. Yo mismo lo vi en una ocasión hablando con esa pobre chica y les garantizo que su comportamiento fue siempre ejemplar, en ningún momento dio muestras de intenciones turbias. —En fin, señor presidente, a veces nos llevamos sorpresas desagradables precisamente con quienes más confianza nos merecen —apuntó Giral prudentemente. —Por lo que más quiera, presidente, con su postura está poniendo en un brete al partido, ¿es que quiere volver a la situación del treinta y tres?, ¿es eso lo que quiere, ponerle las elecciones en bandeja a las derechas? —concretó Prieto—. Haga una alocución radiada prometiendo mano dura contra estos crímenes y quizás así la gente retome la confianza en nosotros e incluso ganemos nuevos votantes. No podemos hundirnos por un suceso individual como éste. —Siempre dispuesto a tirar la toalla, Indalecio, como en la guerra —masculló Negrín con rencor—, ¿pero será posible que nadie entienda que esto no encaja? Es imposible que Ibáñez haya asesinado y violado a esa joven, por Dios. Aquí tiene que haber una conspiración, y nuestra obligación 69
como gobierno agradecido a su trabajo sería descubrirla, y no dejarlo abandonado a su suerte a las primeras de cambio. Por favor, José, usted es un hombre de ciencia, como yo —dijo, buscando en Giral un aliado improvisado—, y sabe perfectamente, igual que yo, que no se puede dar por definitivo un hecho hasta que no se han comprobado todos y cada uno de sus extremos, ¿verdad? Cosa que no pasa aquí. —Sí, señor, pero también como hombre de ciencia me permito recordarle el principio de Ockham: elegir siempre la explicación más sencilla de todas las posibles —rebatió Giral un tanto molesto por la estratagema de su interlocutor—. En este caso, la explicación más sencilla es que ese joven abusó en demasía de la bebida esa noche, llevaba mucho tiempo sin estar con mujeres y había una joven absolutamente entregada con la que se quedó a solas. —Efectivamente, y, al final, se le fue la mano de una forma fatal —concluyó Prieto satisfecho—. Ya sé que se lo llevaron con una crisis nerviosa y que ahora está en un psiquiátrico gritando una y otra vez que no ha hecho nada y que es inocente, pero, las cosas como son: él es el principal sospechoso de la muerte de la joven. Hay pruebas que lo incriminan claramente. Negrín volvió a dar un nuevo golpe sobre la mesa pero prefirió contenerse unos segundos antes de hablar. —Hay que ver qué pronto nos olvidamos de los compañeros —farfulló conteniendo su ira a duras penas—. Pero, ¿cómo puedo hacerles comprender que aquí hay algún tipo de jugada sucia de terceros?, de quién sea, ahora eso deberán averiguarlo nuestros servicios de información. Ibáñez iba a ser enviado con un puesto especial a las Naciones Unidas para la optimización del dispositivo ERU de allí. Yo mismo iba a firmar el decreto de nombramiento antes de dejar mi cargo, ¿se cree que eso no molestaría a más de una nación que quiere ser la única dueña de ese sitio? —Caramba, señor presidente, ésa es una afirmación muy arriesgada —masculló Giral asustado. —Sí, sin contar con que, una vez más, ha vuelto a actuar de espaldas a su propio presidente de gobierno —completó Prieto con rencor. —Además —continuó Negrín sin atender las protestas de sus interlocutores—, Ibáñez estaba haciendo una investigación importantísima para la mejora del dispositivo ERU, precisamente, esa pobre chica era su mano dere70
cha, quería ponerla como co-autora del estudio. Ambos se reunían en la casa de él por las tardes y se dedicaban a analizar un nuevo grupo de datos donde podía estar la clave… Las miradas maliciosas de su presidente del gobierno y su ministro de Estado le hicieron comprender que no iba por buen camino, por el contrario, estaba añadiendo nuevos elementos favorables a las tesis de los otros dos. Pese a que no tenía previsto quebrantar su palabra, consideró que la situación hacía imprescindible esa medida: —Hay más, caballeros, y aquí les ruego el más absoluto mutismo con lo que voy a contarles, a Ibáñez no le gustaban las mujeres. —Pero si estaba casado… —protestó Giral, todavía despistado ante la naturaleza de aquel secreto. —¿Quiere eso decir que es..? —preguntó Prieto dejando caer una mano en un típico y tópico gesto descriptivo, más afinado en su conclusión. —Es un invertido, aunque siempre lo ha llevado en el más absoluto secreto. Acabé averiguándolo por una serie de circunstancias que no vienen al caso. —Qué barbaridad —exclamó Giral escandalizado. —Insisto, señores, esto debe mantenerse en el más absoluto secreto, de hecho, si se lo he contado ha sido porque la situación es tan grave que me ha parecido imprescindible hacerlo. Él siempre ha estado aterrado con su naturaleza, sobre todo en los últimos tiempos, con ese divorcio y los términos de la custodia de su hija por resolverse. Ni siquiera ahora se ha atrevido a mencionarlo una sola vez, con lo que eso podría ayudarle para aclarar su inocencia. —Pero eso sigue sin demostrar nada. Cualquiera podría decir que, precisamente por esa debilidad tan turbia, él actuó con la joven con esa saña en una especie de venganza contra el género femenino. Ya me imagino los titulares más escabrosos: Sarasa resentido acaba con la vida de una hermosa joven. —Ya basta, Indalecio, no está facilitando nada las cosas —cortó el presidente enojado—. Lo que está claro es que aquí hay gato encerrado. Dé las órdenes a Gobernación para que agilice las investigaciones de la policía, que pongan más inspectores en el caso. Si es necesario, que contraten a expertos criminalistas independientes. Yo mismo los pagaré de mi bolsillo. 71
—Señor Presidente, no podemos hacer una cosa así… —Sí que podemos, la suerte de Ibáñez es una cuestión de Seguridad Nacional, ¿es que no lo entiende? Sólo le pido que se haga todo lo posible para esclarecer el caso, no permita que el juez dicte sentencia con unas pocas pruebas. Inúndelo de datos, que le surja a él y después al jurado una duda razonable. Que la policía no se conforme con una investigación rutinaria —No sé, es tan irregular. Desde luego, yo no voy a dar ninguna orden en ese sentido —concluyó Prieto indignado. —Y usted, señor Giral, haga que el Ministerio de Estado tome las medidas oportunas para estar alerta con los movimientos de los distintos países que en uno o en otro momento se hayan mostrado recelosos con nuestras intervenciones —continuó Negrín en sus órdenes, sin analizar lo dicho por el asturiano. —Señor presidente… —Si es necesario, visite todos y cada uno de ellos con cualquier excusa e infórmeme a mí personalmente de todo lo que le parezca extraño —Prieto se quedó tan indignado ante esa orden que fue incapaz de articular palabra—. No permitiré que el invento y el trabajo de Ibáñez en general queden desacreditados por una treta vil porque su descrédito es el descrédito de la República Española. Por supuesto que me repugna sobremanera la muerte de esa pobre chica, ¿o qué se han creído todos? Adoro a las mujeres, las considero la maravilla de la creación, y me parece una atrocidad lo que hicieron con esa desgraciada, pero por eso mismo quiero que se encuentre al verdadero culpable o culpables y les caiga encima todo el peso de la ley. Que se haga Justicia, en definitiva. —Señor presidente… —repitió Prieto, sin fuerzas. —En fin, mandaré que nos traigan el postre. Algo ligero: creo que la cocinera ha preparado una macedonia. Lupe no soportaba a Ana, su nueva compañera de habitación, y no era sólo la pena honda que aún arrastraba por la muerte de Amelia y que apenas le permitía valorar los inesperados regalos que el mundo concede a la juventud todos los días en forma de nuevas amistades o actividades por probar. No soportaba de aquella toledana su nulo interés por los estudios o cualquier afición, aquel simple estar con una presencia impoluta y con la atención en otra parte, ajena a todo lo que le era ofrecido en forma de cultu72
ra o saber. Mi principal objetivo es encontrar un buen novio con carrera y éste es el mejor sitio para ello, había confesado una tarde, y Lupe había tenido que controlar con todas sus fuerzas las ganas de lanzarle el Código Civil que en esos momentos estaba repasando. Sentía que con gente como aquella, la situación de las mujeres podía estancarse, cuando no retroceder, y su pena por la pérdida de la amiga de los grandes ideales se transformaba entonces en una depresión turbia de la que le hubiera gustado salir a puñetazos. Deseaba que alguien pagase por la muerte de Amelia pero, bajo esa rabia, había un deseo que ni ella misma se atrevía a reconocer: deseaba que pagase el culpable. Era demasiado evidente que, a casi dos meses de aquella infausta mañana, ya no se creía por completo que quien estaba en la sección psiquiátrica de la penitenciaría fuese el responsable de aquel horror. Amelia siempre había sido muy buena evaluando a las personas, y su Ibáñez es de los hombres más rectos que he conocido resonaba ahora como el aviso de que muchas cosas no encajaban. —Lupe, en Recepción hay un señor preguntando por ti —la avisó precisamente Ana y ella bajó extrañada. No sabía quien podía querer hablar con ella pero, cuando distinguió la figura regordeta de su padre, volvió a mascullar una vez más contra la falta de imaginación de su nueva compañera de habitación. Con todo, era una grata sorpresa: Lupe adoraba a aquel hombre, orgulloso propietario de una de las mejores mueblerías de Ávila y, hasta no hacía tanto, generoso pagador de sus muchos caprichos de hija única mal criada. —Hola, hijita, estás más delgada, ¿es que no te dan bien de comer? Quizás deberíamos hablar con la directora de ese Colegio Mayor para que te pudieras mudar… —Qué va, Servando —dijo ella llamándole por su nombre, una broma privada que tenían desde los tiempos del Bachillerato—, aquí me alimentan como a una reina, simplemente es que… —Si hija, ya lo sé —interrumpió él cogiéndola cariñosamente por el hombro—. Es por lo de esa amiga tuya —Lupe volvió a sentir la bota invisible golpeando la boca de su estómago, como cada vez que alguien mencionaba a Amelia—. Qué horror, tú madre y yo quedamos tan preocupados… ¿Era aquella joven que vino a pasar unos días el verano pasado? —Sí, papá.
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—Pobre chica, con lo agradable que era… Lo que no entiendo es por qué no volviste a casa por unos días, con lo mal que lo tuviste que pasar aquí sola… —Papá, no era necesario, de verdad. Además, con los estudios y mi trabajo en el bufete no podía moverme de Madrid. —Ésa es otra también, ¿qué necesidad hay de que te pongas a trabajar? Sólo tienes que llamarme y yo te enviaré todo el dinero que necesites. Ahora que la tienda marcha viento en popa… —No te preocupes, papá. Estoy bien así, de verdad —insistió Lupe. Sabía que en cualquier momento aquel muestrario de preocupaciones paternas podía derivar en discusión y no se sentía con fuerzas para afrontarla. Prefirió, por tanto, cambiar de tema—. ¿Y qué haces tú por Madrid? —don Servando le devolvió una sonrisa pícara—, ¿qué estás tramando, eh? —Ay, hija, voy a darme mi primer capricho de verdad a mis cincuenta y cinco años, y porque sobre todo me ha animado tu madre, que conste. —¿Qué vas a hacer? —Te lo iré explicando por el camino. Arréglate que vamos a salir. —¿Adónde? —Es una sorpresa. Y date prisa. Tengo un taxi esperando en la puerta. Don Servando mantuvo el misterio durante todo el trayecto y ni los mohines de protesta de su hija consiguieron hacerle confesar. Estaba disfrutando sobremanera imbuyéndose de un misterio que ni su vida ni su personalidad habían ofrecido nunca y sólo cuando el coche paró en la entrada principal del Palace se vio obligado a revelar el motivo de aquella parada. —Hemos quedado en la cafetería con una persona. —¿Con quién? —Ya lo verás. Sólo había un par de mesas ocupadas, una por una pareja de edad avanzada y otra por un caballero de unos cuarenta y pocos años al que el padre de Lupe se dirigió tras unos instantes de duda. —Buenas tardes, ¿es usted el señor Yates? 74
—El mismo —contestó el hombre con un marcado acento americano. —Habíamos quedado. Yo soy Servando Rodríguez Portoméndez —dijo, estrechándole la mano—, y ella es mi hija María —Lupe bufó disimuladamente. Odiaba que su padre emplease esa parte infrautilizada de su nombre para presentarla, quizás porque nunca había estado de acuerdo con bautizarla con el habitualmente empleado, decisión final de la madre, pero se limitó a hacer una tímida inclinación de cabeza ante aquel desconocido—. Disculpe el retraso. La residencia de mi hija está a bastante distancia. —No se preocupe. Acabo de llegar. Lo cierto es que a mí me gusta considerar a mis clientes como futuras amistades, por eso procuro citarlos aquí. Es un sitio muy acogedor y con buen servicio, y se presta a la charla, ¿verdad? —Desde luego. Es muy bonito —reconoció el padre de Lupe—. En fin, hablemos de negocios. Fueron interrumpidos por un camarero, a quien rápidamente pidieron las consumiciones mientras aquel hombre sacaba algo de un maletín. —Okay. He traído un catálogo del modelo del que hablamos por teléfono. —Estupendo —la mirada de desconcierto de su hija le hizo, por fin, revelar su secreto:—. Pues sí, voy a liarme la manta a la cabeza y este caballero me va a traer un coche americano. —¿Americano? —Señorita, voy a importar un Cadillac serie 62 para su padre —explicó el señor Yates divertido. —Aquí el caballero es el distribuidor de la marca en toda España, y él me va a traer uno, ¿qué te parece? —Es fantástico, papá —dijo Lupe hipócritamente. A ella le daban igual los coches, era de la creencia de que mientras tuviesen cuatro ruedas y funcionasen, valía lo mismo uno que otro. Sin embargo, sabía de la vieja querencia de su padre por los modelos grandes y lujosos y se alegraba de que por fin satisficiese aquel capricho. —Pero a ti te toca arreglarme los papeles, hija. Yo no puedo estar viniendo de Ávila continuamente. Sobre todo ahora que voy a cambiar la exposición… 75
—No hay problema, papá. Yo me encargaré de hacerte todas las gestiones. Incluso me valdrán de práctica para mi carrera. —Qué hija más bien dispuesta tiene usted. Le felicito. Da gusto encontrarse con jóvenes así —exclamó Yates admirado—. Tenga, mi tarjeta. Aquí es donde deberá dirigirse para toda la tramitación y, por supuesto, para lo que usted desee. Ahí va a tener a su seguro servidor —la galantería tan castiza con acento inglés tenía resonancias perturbadoras pero, en aquellos momentos, Lupe estaba demasiado fascinada por la presencia de aquel hombre para valorar ese extremo. Le recordaba a Joel Mc Crea y, si bien le reconocía cierta falta de elegancia propia de quienes no acaban de comprender la importancia de la austeridad en los trajes, agradecía a su padre y, sobre todo, al destino, la oportunidad que se le presentaba de encontrarse más veces con él. Jorge no quería acercarse hasta el despacho de la calle San Bernardo, pero no le quedaba otro remedio. El juicio de faltas se celebraba en unos días y aún tenía que hablar con el abogado. Su lanzamiento de una papelera contra el vehículo celular seguramente se resolvería con una pequeña multa y una condena condicional, una sentencia relativamente benigna para el cuadro espantoso que en un primer momento le había pintado su hermano mayor, tenaz opositor al cuerpo judicial y siempre deseoso de demostrar su extrema capacidad de memorización de los distintos artículos. Pero el simple hecho de situarse frente a la placa del portal con el nombre del bufete era para él una tortura insoportable. A duras penas conseguía contener las ganas de salir huyendo. Porque, sobre toda su marea de pena, dolor y desolación, flotaba una vergüenza insoportable, y cada vez que acudía a aquel despacho sentía esa humillación con dureza: él, el defensor audaz de la lucha armada y los actos violentos concretos contra las injusticias del Sistema frente a la palabrería inútil, no había sido capaz más que de arrojar a locas un objeto como risible forma de venganza por su infierno presente y quedarse parado sollozando como un niño pequeño. Su venganza se había convertido así en motivo de mofa, y la lectura lejana de los periódicos venía a recordarle con rencor la inutilidad de su acción: Ibáñez seguía vivo, a salvo en un pabellón psiquiátrico, con una cama y tres comidas al día y él seguía consumiéndose en su ya no-vida, caminando como un autómata por la Ciudad Universitaria, con la esperanza desquiciada de encontrarse con Amelia como solía pasarle antes, en aquellos tiempos en que la existencia era de verdad la promesa de nuevos horizontes y no la tortura sistemática de la ausencia actual. 76
Había otra contrariedad más en sus visitas a sus abogados, y tenía el nombre de la vieja amiga de su novia: odiaba encontrarse con Lupe. De nuevo, el destino gastaba una de sus bromas pesadas y la colocaba de pasante precisamente donde él debía acudir. Y no quería coincidir con ella bajo ningún concepto. Traía demasiados recuerdos sólo con su presencia para una etapa cuyo objetivo básico debía ser el olvido sistemático. A él nunca le había caído especialmente bien aquella estudiante de Leyes con inclinaciones cinéfilas y una lasitud ideológica exasperante, pero la había soportado por Amelia, como tantas otras cosas. Simplemente el intercambio de unas frases de cortesía se convertía en un suplicio, suplicio transmutado a tortura la tarde en que había aceptado acompañarla hasta un café para charlar un rato. Ambos habían acabado llorando, triturados por la nostalgia y él se había visto obligado a salir de allí a la carrera, abochornado por aquella reacción tan impropia frente a una mujer. —Jorge, muchacho. Espera. Paró y se giró lentamente. Por el camino se acercaba corriendo Luciano, el bedel de la Facultad de Amelia y un nuevo nudo en la garganta vino a apretarse como cada vez que cualquier elemento de la vida de su novia aparecía. En mejores tiempos, habían conversado amistosamente sobre fútbol en la portería mientras esperaba por ella. Ahora, se antojaba otra cara a evitar en prevención de nuevas andanadas de melancolía. —Caramba, Jorge. Cómo corres. —Hola, Luciano. ¿Cómo te va? —preguntó desmayadamente. —Como siempre. La espalda no me deja vivir, ¿y tú? —Más o menos —mintió—. La vida sigue. —Fue tan duro para todos… Amelia era una gran chica, siempre con una palabra amable. Desde luego, la facultad no es lo mismo sin ella. —¿Por qué me has llamado, Luciano? —cortó rápidamente Jorge, en evitación de una nueva fuente de angustia. —Ay, sí. Verás, ¿puedes acercarte conmigo hasta la facultad un momento? Es que quería que te llevaras una cosa. —¿Una cosa? —Sí. Anda, ven. 77
La curiosidad pudo con su temor a pisar de nuevo aquel local y acompañó al bedel hasta la entrada. Éste se fue entonces a un trastero y volvió al cabo de pocos segundos con un paquete. —Toma, quería darte esto —dijo tendiéndoselo—. Ni la policía ni la familia se lo llevaron, y pensé que eras tú quien lo debía tener. Jorge quitó el envoltorio de papel de periódico. Amelia y él sonreían ilusionados desde la foto que se habían hecho en su excursión a la sierra. Ella la había puesto precisamente en el marco de madera lacada que él le había comprado en un paseo por el Rastro. —La tenía en una estantería de la sala de trabajo —continuó explicándose Luciano, sin percatarse de la palidez creciente de su interlocutor, quizás cercano al desvanecimiento—. Decía que le gustaba mirarla cuando se atascaba en los cálculos. —A ver, Luciano, ¿tiene ya el informe del Decano? —un hombre malencarado interrumpió sin recato la conversación, aprovechándose de su superior puesto en la jerarquía de aquel sitio, algo que, muy en el fondo, Jorge agradeció, si bien en niveles más externos repudiaba desde sus constantes políticas contrarias a cualquier forma de abuso de poder. —Aún no, don Braulio —contestó el bedel humildemente—. La secretaria me dijo que hasta la tarde no estaría. —Pero ya estamos en horario de tarde, creo yo, así que ya me está yendo a por él y dejándomelo en mi despacho. Déjese de palique y haga su trabajo de una vez. —Sí, don Braulio. Ahora mismo —contestó Luciano a la espalda de aquel hombre, quien ya se alejaba dejando tras de sí una molesta vaharada etílica. —¿Quién es ese tipo? —preguntó Jorge extrañado. —Un mentecato. Es el que ocupa ahora el puesto de Ibáñez. Desde luego, hay que ver la suerte que tienen algunos… No sabe hacer la o con un canuto, ni es capaz de tener una idea aunque se le estampe contra la cara. Lo único que hace bien es trasegar, el muy borracho pero, claro, como lleva tantos años por aquí, le han dado las clases de Ibáñez aunque antes apenas le permitiesen pisar un aula. Te lo juro, Jorge, porque ha pasado lo que ha pasado, pero aún no me acabo de creer que Ibáñez pudiera hacer eso. Era un auténtico sabio y un perfecto caballero, siempre tan correcto con todos… 78
—En fin, Luciano, mejor te dejo. Tienes que llevarle el informe a ese impresentable —masculló Jorge aprovechando la oportunidad que tenía de escapar—. Gracias por todo. Ya nos veremos. II Desde el encuentro en el Palace, hubo dos identidades conviviendo en el mismo cuerpo de dimensiones modestas. Lupe, joven universitaria a punto de licenciarse, mediocre pasante y cada vez más descuidada cinéfila y María, fascinante mujer aún por descubrir, eficaz gestora de los asuntos de su padre y seductora irreductible de aquel americano de caballerosos modales hispánicos y perdonable falta de elegancia por su atractivo innato. Quizás Amelia no hubiera reconocido ni a la una ni a la otra. La fallecida amiga había abandonado el mundo con la idea de una compañera de habitación asexuada y la única preocupación de los próximos estrenos cinematográficos, escasa, por no decir carente, de intereses sentimentales de cualquier índole, pero nunca se hubiera imaginado esa metamorfosis, inclusive en la adopción del nombre antaño tan odiado por inútil pero, en aquellos días, Lupe tenía un objetivo concreto, con forma de neoyorquino atractivo en la cuarentena importador de vehículos de lujo. Adoraba todos y cada uno de los detalles que de él iba descubriendo, inclusive la blandura de la r con que pronunciaba María, casi una caricia verbal. Por eso había retomado esa parte de su nombre sin traumas, olvidándose sin más de mencionarle el diminutivo con que la conocía todo el mundo fuera de aquel pequeño despacho del edificio de la Plaza de España donde tenía su sede el negocio de Yates. Para él sería María, porque precisamente para él tenía que ser una persona distinta y subyugante. Echaba mucho de menos a Amelia. En días como aquellos hubiera deseado contar con alguien de confianza con quien compartir confidencias aunque, en una contradictoria sensación, deseaba estar a solas para rememorar los momentos vividos, todos los detalles que interpretaba desde un deseo desconocido como avances o retrocesos. Yates representaba lo que llevaba tiempo buscando, aunque sin saberlo, y no podía concebir otro comportamiento salvo aquel que le permitiese llegar a algo con aquel hombre, lo que fuese, las viejas normas de su antiguo colegio portugués de monjas quedaban discretamente olvidadas ante la furia de su obsesión. Así, esa mañana practicó también la amnesia selectiva sobre las correspondientes clases matutinas y se encaminó con paso resuelto al punto donde debía estar ese destino melodramático por ella mascullado mientras ca79
minaba por la Gran Vía. Quería que esa fecha concreta, y no otra, fuese el punto de inflexión, ¿para qué? Ni ella misma se había atrevido a hacerse esa pregunta final Dora, la secretaria que llevaba los papeleos y única empleada del señor Yates, le abrió la puerta. —Mister Yates no llegará hasta la una, por lo menos —dijo por toda forma de saludo, quizás aburrida de la presencia insistente de aquella joven para unos trámites en los que hubieran bastado un par de visitas—. Si quiere usted esperar… —Es igual, voy a dar una vuelta y volveré dentro de un rato. La ausencia de aquel hombre era una importante escollo en sus planes, pero también suponía la oportunidad de serenar el insoportable tamborileo de su corazón. Estaba muy nerviosa. Nunca había emprendido un acto de esa naturaleza y, por fin, comprendió el estado de agitación de Amelia las primeras veces que había acompañado a Jorge a aquella misteriosa habitación prestada en Malasaña. Vislumbraba lo que debían haber sido aquellas sesiones iniciales y su excitación por las imágenes perturbadoras superó al nuevo rapto de nostalgia que de ella solía adueñarse cuando se acordaba de su fallecida amiga, pero en esta ocasión lo espantó con un par de rápidos paseos Gran Vía arriba y abajo. Miró sin ver las carteleras de los cines y en la librería hojeó los volúmenes expuestos hasta que las manecillas de su reloj se situaron en el uno y en el nueve. —Pase. Mister Yates aún no ha llegado, pero debe estar al caer —dijo Dora como saludo en esa ocasión. Ella hizo lo que se le indicaba y se acomodó en un viejo sofá del hall de la entrada, en clara lucha por el espacio con la mesa, la máquina de escribir y la silla de la secretaria. Ésta se había vuelto a situar en su lugar de trabajo y mecanografiaba unos misteriosos formularios que Lupe identificó como documentación de aduanas. —Hace un día muy bonito, ¿verdad? Aunque quizás con algo de fresco —dijo, intentando entablar una conversación mínima. Dora se limitó a asentir con un esbozo de sonrisa y continuó con su tarea. Se notaba claramente que no tenía el menor interés en la compañía, así que los veinte minutos siguientes fueron un interminable aburrimiento colapsando los nervios de Lupe. Ya se planteaba volver otro día cuando por fin se abrió la puerta y apareció Yates.
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—María, qué agradable sorpresa —dijo al verla y ella sintió cómo se ruborizaba—. Pase, por favor —la invitó a su despacho y, galantemente, le colocó la silla para que se sentase. —Vine por aquí para ver cómo va lo del coche de mi padre, si hay novedades… —masculló, interiormente frustrada ante el sonido de pito de su voz, tan opuesta a la imitación de los tonos sugerentes de Marlene Dietrich practicados la noche anterior ante el espejo, para el horror de Ana. —Por desgracia, seguimos bloqueados con el permiso del que le hablaba el otro día. —Vaya, qué fastidio —masculló hipócritamente Lupe. En realidad, sabía que ese trámite podía tardar incluso meses, cosa que a ella le parecía perfecta para sus planes. —Aquí son muy reacios a las importaciones de estos vehículos, por eso nos están mareando tanto, y no sabe cuánto siento todas las molestias que esto pueda ocasionarles a su padre y a usted, señorita. Aunque lo cierto es que yo personalmente celebre dicho retraso porque eso me permite el placer de sus visitas. Perdone mi egoísmo. —No hay nada que perdonar, también son un placer para mí —farfulló Lupe arrobada. —Es usted encantadora —de nuevo, la blandura de la r la transportaba a paisajes idílicos, difícilmente comparables al gris espectáculo de aquel exiguo despacho. Lupe sabía que, si quería seguir en esa dirección, debía hacer algo, lo que fuera, pero se notaba acorralada por su arrobamiento: la habían señalado nada menos como la alegría ante las frustraciones cotidianas. —En fin, debo marchar a comer —dijo, para espanto de su plan—. Aún tengo que llegar a la residencia, no vaya a ser que me cierren el comedor. —Por favor, permítame invitarla. —¿A comer? —Para mí sería un honor, y es lo mínimo que yo puedo hacer en agradecimiento a la paciencia que está teniendo con nosotros. Después, si lo desea, la acercaré en mi coche hasta donde usted quiera. —Encantada, será un placer —contestó Lupe con un hilo de voz. Resultaba chocante lo bien que se podían resolver las situaciones dejándolas evo81
lucionar por sí mismas, pero era una paradoja que no pensaba analizar en toda esa jornada, no mientras se produjeran acciones como Yates ayudándole a ponerse el chaquetón sobre los hombros u ofreciéndole su brazo para salir de allí. Mejor disfrutar de los momentos espléndidos, ya bastaba con las penurias de los últimos tiempos. Ibáñez volvió a la mesa de su habitación. Allí le esperaban los apuntes, la regla de cálculo y el lápiz blando que el doctor le había permitido tener, preocupado porque un objeto de escritura más sólido como una estilográfica pudiese ser usado para autolesionarse. Acababa de participar en otra sesión de su terapia y había engullido sin discusiones las pastillas que una enfermera hosca le había dado. Ahora se encontraba atontado por ellas, pero su determinación le permitía distinguir entre brumas las distintas líneas de sus cálculos. Tras las infinitas espirales de dolor y locura, había conseguido llegar a la por fin precisa definición de sus objetivos, lo que le permitía retomar una normalidad por lo menos aparente y que había llevado al cuadro médico a comentar la posibilidad del alta. Él por fin estaba tranquilo ya que había descubierto dos grandes metas: una científica, como era rematar el trabajo de codificación de las variables conductistas para ERU, y otra personal, clave para todo: matar a Mario y, después, matarse él. La primera vez que lo había mascullado para sí mismo, en una de sus primeras e interminables noches de insomnio, lo había rechazado escandalizado pero, al cabo del tiempo, le parecía la solución más razonable, incluso le chocaba el retraso en su adopción. Mario era un traidor y un asesino o, por lo menos, cómplice de asesinos. Merecía por ello la muerte, si no con la lentitud que el sadismo alimentado durante ese período de encerramiento podía hacer desear, sí con la exposición clara y contundente mirándole a los ojos de los cargos en su contra antes de apretar el gatillo o hundirle el filo de cualquier arma blanca bien afilada. Se trataba, sobre todo, de una cuestión de justicia universal. Una joven talentosa y llena de ilusiones había sufrido una muerte horrible, él estaba en aquel agujero, despojado de cargos y con la posibilidad de volver a abrazar a su hija completamente perdida y su país sufriría un nuevo retraso en la carrera tecnológica. Alguien debía pagar y, ante eso, poco importaba quien hubiese sido el amor de su vida. Por fin, ya no caía en el error de recriminarse su controvertida tendencia en los afectos pero en su lugar se había instalado una tenacidad atroz que le hacía esquivar los recuerdos de la primera noche compartida con Mario en Barcelona durante la guerra, ambos en un colchón en el suelo y bajo una manta vieja mientras casi al lado estallaban 82
las bombas que arrojaban los aviones fascistas, ambos gastando la pasión tanto tiempo contenida con la urgencia de quien siente las horas contadas, pero también con la dicha de quien comprende que, finalmente, está con la única persona en todo el mundo con quien quiere estar, haciéndole de verdad el amor que, en el caso del matrimonio, se había limitado a la simple obligación mecánica anexa a ese estado civil. La sonrisa de su compañero con las primeras luces del alba mientras sacudía los cristales de la manta sería finalmente eliminada con el suicidio liberador. Sólo entonces comprendía que no podía llevar adelante la primera parte de ese plan: estaba encerrado en un manicomio como paradójica opción menos mala, con una celda esperando cuando recibiese el alta médica, como correspondía a un incriminado por violación y asesinato al que finalmente se suponía en uso de sus facultades psíquicas. Pensaba entonces en limitarse a poner en práctica esa parte final contra él mismo y revisaba los métodos más eficaces que esa inhibidora falta de libertad le permitía, si bien su objetivo laboral venía a retrasarla hasta descifrar la última ecuación. —Cristino, tienes que ir al despacho del director. El celador era un sádico situado en el sitio donde menos recomendable debía ser dicho rasgo de carácter y practicaba su habilidad gastando el nombre de pila de Ibáñez una vez comprobado lo mucho que a éste le molestaba. —Por favor, llámeme Ibáñez, todo el mundo me llama así —masculló como siempre, aunque, por otra parte, extrañado de ese requerimiento a unas horas tan impropias. —De acuerdo, Cristino. Venga, date prisa. Prefirió no hablar más en prevención de nuevos usos de su odiado nombre. En el despacho esperaba sentada una mujer de unos treinta y tantos años, ataviada con un traje negro y unas gafas redondas de gruesos cristales. El celador cerró la puerta tras salir e Ibáñez sintió cómo su perplejidad se incrementaba. —Buenas —saludó con prevención. —¿El señor Ibáñez? Soy Victoria Gurriarán, su nueva abogada. Yo llevaré a partir de ahora su defensa —se presentó la mujer, estrechándole la mano alegremente. —Debe haber un error. Mi abogado es Ignacio Porto-Cabana. 83
—No, si usted acepta el cambio. Quien va a pagar mis honorarios insiste en que usted lo acepte. —Pero… —Venga, amigo Ibáñez. Haga caso de lo que le dice la señorita. Negrín salió del pequeño servicio del despacho donde había permanecido oculto todo ese tiempo. —Señor presidente… —¿Cómo está, Ibáñez?, ¿le tratan bien aquí? —Señor presidente… —repitió Ibáñez, demasiado asombrado aún para preguntar el motivo de una presencia tan inesperada en aquel sitio. —Ni que decir tiene que nadie en absoluto puede ni debe saber de mi presencia aquí. Afortunadamente, cuento con la lealtad de un viejo alumno agradecido y con el obligado secreto profesional de la señorita Gurriarán. Yo soy el primero en comprender que esta visita es una completa majadería, si se enterase cualquiera de mis muchos enemigos políticos… pero necesitaba mirarle a los ojos y hacerle esta pregunta: ¿usted violó y asesinó a esa pobre chica? —Señor presidente, yo nunca… —la sola posibilidad de una cosa así volvía a sumirle en las fauces del horror—. Le juro por la vida de mi hija que yo no le toqué un pelo a mi alumna. Por Dios, era la sobrina del hombre que me salvó la vida y sentía por ella la mayor admiración. —Precisamente, esa admiración podía transformarse en otra cosa más peligrosa —apuntó maliciosamente la abogada e Ibáñez la miró con odio. —Qué espanto, ¿cómo puede decir eso? Yo… —no pudo más y, directamente, se derrumbó. Sólo los reflejos de Negrín le evitaron caer sujetándolo antes de que le acabasen de ceder las piernas y, ya en la silla donde fue acomodado, volvió a sollozar salvajemente, como tantas otras veces en los últimos meses de pesadilla—. Yo he sido víctima de una traición y, precisamente de quien menos me lo esperaba, eso es lo que ha pasado, pero yo nunca le haría daño a nadie, tiene que creerme, Juan —rogó, empleando un nombre de pila que en un estado de mayor serenidad nunca se hubiera atrevido a usar—, usted me conoce. Tenía un gran respeto por esa joven y yo, las mujeres… Por Dios, esto es tan injusto… Es por mi trabajo, nos tendieron una trampa y yo caí en ella como un imbécil 84
—concluyó sin aliento, ahogado por toda esa pena y vergüenza. Negrín se limitó a sacarse un pañuelo del bolsillo y a tendérselo. —¿Sabe qué, amigo Ibáñez? Yo le creo. De hecho, siempre he estado seguro de que ha habido una conspiración. Estaba convencido. Por eso debe usted aceptar a Victoria como su defensora. Le sacará de aquí. Es lo más urgente de momento. —Pero Ignacio… —Con todos los respetos al señor Porto-Cabana. Es un excelente especialista en Derecho Civil pero nunca ha llevado casos penales de importancia y yo sí. Por eso debe usted aceptar el ofrecimiento del presidente —explicó la abogada. —Por favor, Ibáñez, acepte sus servicios y yo los pagaré —insistió Negrín—. Victoria es una gran abogada, con métodos absolutamente novedosos y muy eficaces, y sé que si le pasa el caso conseguirá que en pocas días el juez lo deje en libertad. Ella tiene un gran porcentaje de fallos favorables en procesos penales enrevesados. Yo mismo hice unas cuantas averiguaciones antes de contratarla Ibáñez hizo un rápido cálculo: quizás si se viese en la calle podría llevar a cabo los dos extremos de su plan general. El futuro que se le adivinaba en el mejor de los casos, repudiado por la universidad, su propia familia y con el estigma imborrable de la sospecha por un crimen horrible, no le permitía mayores optimismos. —De acuerdo, acepto —dijo finalmente. —Excelente. Entonces necesito que me cuente todo, y digo todo, sin cortapisas. Es imprescindible para articular una buena estrategia de defensa. Ibáñez la miró con horror: una cosa era lo que otros pudiesen intuir sobre su vida privada y otra completamente distinta era contársela directamente a una mujer. —Pero… son cosas que no creo que una señorita deba oír —concluyó, sintiéndose ridículo. La abogada lo miró con sorna. —Escúcheme bien, señor Ibáñez, porque no se lo pienso repetir. Para usted, yo no soy una señorita, ni una señora, ni nada por el estilo. Soy nada menos que su abogada defensora y debe contarme todo, bueno o malo, horrible o precioso. Déjese de prejuicios absurdos sobre la naturaleza de lo 85
que debo escuchar porque, si va a seguir con ellos, será mejor entonces que se busquen a otra persona, preferiblemente de sexo masculino. —Hágale caso, amigo Ibáñez, ella representa su única oportunidad en este momento —sugirió Negrín—. Yo ahora debo marchar, pero se queda usted con ella —dijo tras ver las señas que el director le hacía desde la puerta. Negrín besó gentilmente la mano de la abogada como despedida—. Recuerde, señorita Gurriarán, las facturas a las señas que yo le indiqué, y sólo contacte conmigo en el número que apuntó antes, nunca de otra manera. —No se preocupe, señor presidente. Así lo haré. —En fin, amigo Ibáñez, le dejo en las mejores manos. Ánimo. Todo se arreglará. Ibáñez iba a darle la mano pero en una reacción absolutamente inesperada, Negrín lo abrazó y le palmeó amistosamente la espalda e Ibáñez volvió a sentir la humedad de las lágrimas aunque en esta ocasión fueran debidas a la emoción de reconocer una vieja lealtad. —Muchas gracias, señor presidente, nunca podré pagarle lo que está haciendo por mí —farfulló al separarse. —Desde luego que sí, volviendo a las investigaciones que tanto han hecho por la República. Ahora debo irme. El presidente salió antes de que Ibáñez pudiese decir algo más. —Bueno, iba a contarme su vida —dijo la abogada señalándole un asiento. Ibáñez aspiró aire angustiado pero sólo al articular sus primeras palabras comprendió que, finalmente, aquello podía ser la catarsis que tanto había esquivado. —Mario y yo fuimos amantes durante la guerra, mientras poníamos en marcha el primer dispositivo ERU en Barcelona —explicó serenamente, tras acomodarse en la silla ofrecida—. No era una cosa que yo buscase, en realidad, hasta ese momento me había abstenido de caer la tentación, aunque alguna que otra vez se me había presentado la oportunidad, pero sucedió así finalmente, por mucho que ambos intentábamos contener nuestros sentimientos. Por aquel entonces yo ya estaba casado con Elena y era padre de un bebé, y mi hija es lo que más quiero en este mundo, así que nunca me atrevía a llegar hasta el final, como él decía. —¿El final? 86
—Sí, por aquel entonces se veía la guerra perdida, y él quería que escapásemos del país, que iniciásemos una vida juntos en América o en Inglaterra, pero yo era un cobarde, sobre todo por mi familia. Además, quería seguir con la República hasta el final, así que él se marchó de polizón en un carguero y yo seguí aquí aunque, la verdad, en todos estos años no fui capaz de olvidarlo. La abogada anotó algo en su libreta antes de preguntar: —¿Tuvo algún contacto más con él en todo ese tiempo? —Al principio, él me escribía contándome lo bien que estaba en la UCLA y detalles de la vida en América —rememoró Ibáñez—. También me invitaba a irme con él, aunque cada vez menos, hasta que un día dejó de escribirme. Yo por esas fechas estaba ya con una crisis matrimonial, con la cátedra y con mi cargo de asesor científico del gobierno así que, la verdad, no pude pararme a analizar eso. —Comprendo, perdió todo contacto con él hasta que lo volvió a ver hace unos meses. —Efectivamente, tan sólo algún que otro artículo suyo en revistas especializadas, aunque lo cierto es que no se prodigaba mucho, pues él siempre estuvo más orientado, digamos, al trabajo de campo. Nunca fue muy aficionado a las publicaciones, decía que él era el práctico y yo el teórico y que a mí me tocaba pelearme con las palabras —explicó Ibáñez con gesto soñador, pese a su firme promesa de no deleitarse con ningún aspecto de su ex-amigo —O sea que lo vio de nuevo hace unos meses —apuró la abogada impaciente. —Sí, vino a mi facultad a buscarme, precisamente un día que yo estaba reunido con Amelia. Dijo que estaba de visita y durante unos días estuvimos saliendo tras mi trabajo: íbamos a cenar, paseábamos… —Ya, y volvieron a enredarse. Ibáñez de nuevo le lanzó una mirada horrorizada. —Venga, señor Ibáñez. Ya le dije que debe contarme todo. Déjese de prejuicios absurdos. Soy su abogada. —Sí —reconoció—, unos días antes de… 87
—Es decir, su, digamos, tendencia sigue ahí, pero creo que no ha hecho constar eso en sus declaraciones, ¿me equivoco? —Por favor, bajo ningún concepto lo mencione nunca. —Pero… —Escúcheme. Si esto se hace público… Ha sido la causa de mi divorcio. Mi mujer acabó descubriéndome con un chico que había conocido en una recepción y… Fue humillante. Ella se lo tomó fatal, casi consiguió retirarme el derecho a visitar a mi hija. Dijo que era una vergüenza para todos y me hizo prometer que no lo diría nunca. —No lo entiendo, ¿por qué? —No sé, Elena tiene una educación muy anticuada y es de las que cree que esas cosas pasan por incapacidad de la mujer, ya ve usted, pero debo cumplir mi palabra aunque ahora, de poco sirve. Ha conseguido una orden judicial que restringe por completo mis derechos de visita a la niña —explicó, ya con la voz quebrada por la pena. —Está bien. Olvidémonos entonces de hacer público ese secreto, aunque quizás no sea buena idea. —Gracias, se lo agradezco mucho. —Volvamos a sus encuentros con Mario —Ibáñez volvió a sentir como su corazón se retorcía— ¿Estuvo con él la noche de autos? —Sí, pero no recuerdo qué pasó exactamente. Ya se lo dije a la policía cuando me detuvo. —Pues ahora intente explicármelo a mí —ordenó la abogada con su tono más cortante. Ibáñez se pasó las manos por la cara antes de continuar. —Mario y yo pensábamos pasar la noche juntos, cosa que aún no habíamos conseguido hacer, yo en esas fechas estaba muy ocupado y… Fuimos a cenar a uno de esos tugurios cochambrosos que le gustan a él. —¿En donde? —Cerca de la iglesia de San Antonio de los Alemanes. Ahora no recuerdo el nombre, pero sé que constaba en mi declaración. —Está bien. Continúe. 88
—No hay mucho más que decir. Íbamos juntos, bromeando. Yo me sentía borracho, pese a que sólo había tomado un par de vasos de vino, aunque no le di demasiada importancia. Después no recuerdo más. Desperté en mi cama, con la pobre chica… —de nuevo sintió su voz quebrada por la angustia del recuerdo. —Y eso también lo dijo en su declaración. —Por supuesto, aunque sólo hablé de Mario como de una simple amistad. —¿Y qué pasó con Mario? —Eso es lo que yo quisiera saber, señorita, le juro que daría diez años de vida por esa información. Él nunca me dijo dónde se alojaba, me contestaba con evasivas, y, la verdad, tampoco era un dato que me interesase especialmente ya que siempre era él quien me venía a recoger, así que cuando fueron a buscarlo no supieron donde mirar. —Muy interesante —masculló pensativa la abogada tras apuntarlo—. Otra cosa, Mario, en algún momento, ¿intentó convencerlo para que le contase cosas de su trabajo o algo así? —No, aunque… —contestó Ibáñez, revisando las conversaciones nimias que ahora adquirían un significado más profundo—. Bueno, siempre me decía lo bien que estaría que yo me fuera con él al MIT, aunque la verdad es que yo también estaba insistiéndole siempre en que regresase a España. —Ajá —la señorita Gurriarán iba a formular nuevas preguntas pero se vio interrumpida por la entrada del director. —Lo siento, pero se ha acabado el tiempo. Deberá venir en las horas marcadas. Hoy he hecho una excepción por quien me lo pidió, pero aquí tenemos unas normas de visita muy estrictas. —De acuerdo, no se preocupe —aceptó la abogada mientras recogía sus cosas—. Una última cosa, Ibáñez: su pelo es negro con canas, ¿verdad? —Sí, pero… —No se preocupe, mañana volveré por aquí, aunque creo que ya he encontrado la manera de sacarlo. Seguramente, nuestros encuentros futuros serán mantenidos en mi despacho. 89
Jorge casi agradeció su despido de aquel colegio de niños consentidos, justificado por su escaso interés en las clases, sus continuas salidas de tono tanto con los alumnos como con el cuadro docente y directivo y rematado con su juicio por desórdenes públicos, bochorno inconcebible para una cantera de hombres de pro. En realidad, había cogido aquel trabajo única y exclusivamente por Amelia y, ahora que ella no estaba, carecía de sentido seguir allí. Sin embargo, no quería volver a sus estudios y, mucho menos, a depender de un padre desalmado. Ni en mil años le perdonaría su desinterés. El pobre chica farfullado con la boca llena con que había saldado el asunto para inmediatamente reclamar a la criada más patatas con el filete que se estaba comiendo le había dolido más que cualquier insulto cruel. Aceptaría solamente de aquel hombre el pago de los costos de su juicio y su defensa pero, para los restos, consideraría que no tenía ascendencia, imperdonable también la indolencia de su propia madre, más preocupada de cuidar y mimar como a un rajá a su maridito que de solidarizarse con las penas hondas de su hijo pequeño. Así pues, se impuso una búsqueda frenética de trabajo para seguir manteniendo esa independencia económica, tarea nada fácil con tan controvertidos antecedentes. Sus ansias iniciales de trabajo en una editorial, un periódico, revista o cualquier otro medio cultural pronto debieron verse reducidas al más amplio concepto del lo que sea que pronto le quedó claro tras el cuarto o quinto rechazo en las escasas horas de búsqueda del tercer día. Era un hombre joven, fuerte, con cierta educación e, irónicamente, con la amistad adecuada en el momento preciso. Nunca había considerado a Eduardo como uno de sus compañeros de facultad preferidos pero fue precisamente él quien se acordó de que en Chicote precisaban a un joven para recoger las mesas, barrer el local y lavar los vasos. Que Eduardo tuviese un tío camarero veterano allí facilitaba la contratación y, así, Jorge se pudo ver aquella primera noche en medio del sitio de moda por el que tan poco interés había manifestado siempre y ataviado con un uniforme que ni en mil años se hubiera imaginado llevar. Qué importaba, ya todo le daba igual y se trataba, por tanto, de ir dejando pasar los días de la mejor forma posible. Estaba dejando una bandeja de copas en el mostrador cuando notó que alguien le tocaba el hombro. Se giró y pudo ver a una joven muy engalanada de dimensiones modestas a la que le costó identificar como Lupe. —Jorge, ¿qué haces aquí? —preguntó ella con sorpresa al ver confirmadas sus sospechas. —Trabajo aquí, hoy es mi primer día, ¿y tú? 90
—He venido con un amigo —contestó señalando una mesa donde esperaba un hombre de unos cuarenta años que en aquellos momentos daba órdenes a uno de los camareros—. Ya me he enterado que, al final, lo tuyo se va a resolver con una condena condicional y cien pesetas de multa. —Sí. —Felicidades, es la sentencia más leve que podía tocarte, dadas las circunstancias. Has tenido suerte. Jorge debió controlar una dolorosa carcajada. Menuda suerte, despojado del mapa a una felicidad que en un momento dado había llegado a tocar con los dedos, frustrado de antemano con cualquier oferta que el mundo todavía pudiera hacerle y castigado a la subsistencia debida a la frivolidad de un lugar antaño detestado desde la honradez de una planteamientos ideológicos desechados con demasiada facilidad ante la tragedia particular. —Si le llamas suerte a estar más abandonado que un perro… —masculló con resentimiento. Volvía a recordar por qué le caía especialmente mal aquella joven. —Quiero decir… —farfulló Lupe—. Ya sé que sigues mal, te comprendo, pero la vida sigue, Jorge. No queda más remedio que mirar al frente y seguir. Amelia está… Ya no está aquí, y tu tienes que rehacer tu vida. —Gracias, así lo haré —contestó el con unos modos en el límite mismo de la grosería—. De verdad, gracias por tu consejo, pero ahora ya no es necesario que sigas siendo mi amiga, en serio, no te molestes en venir a hablar con un simple camarero porque era el novio de tu compañera de residencia, ya no es necesario. —Jorge, eso que dices es injusto —protestó Lupe. —Ahora, por favor, déjame. Tengo que trabajar. —Está bien, pero recuerda que siempre puedes contar conmigo. Seguiremos siendo amigos, aunque tú ahora estás tan dolido que vas a rechazar cualquier cosa que te diga. En fin, vuelvo con Stephen. Ya debe estar extrañado de mi tardanza. Lo dicho, sabes dónde encontrarme. —Sí, de acuerdo. Hasta luego. Lupe volvió a la mesa, donde su acompañante la recibió levantándose y separándole la silla y Jorge no pudo dejar de preguntarse quién sería ese 91
hombre. Lo cierto era que parecía gustar mucho a la vieja compañera de habitación de Amelia, si atendía a los ojos que ponía a las desde allí inaudibles apostillas sobre la bebida del tal Stephen. Recordó con nostalgia los preocupados comentarios de Amelia sobre la escasa suerte de la amiga con el sexo opuesto y se arrepintió de su actitud. No habían sido justas sus palabras, pero ahora su orgullo y, sobre todo, las estrictas normas laborales de aquel sitio le impedían acercarse a pedirle perdón. —Eh, nuevo —lo asaltó uno de los camareros veteranos—, recuerda que quizás te toque arrastrar después hasta un taxi al Urrutia. —¿A quién? —A ese pelma —señaló a un hombre trajeado que ya se derrumbaba sobre su mesa y que a Jorge se le hizo inmediatamente conocido, aunque no sabía de qué—. Se lía a beber combinados y luego a largar sobre su trabajo. Te juro que no hay quien lo aguante. El hombre se levantó a duras penas y, tras dejar un billete sobre la mesa, salió zigzagueando del local. —Vaya, hoy se fue por su propio pie. De la que te has librado —concluyó el camarero veterano. III La señorita Gurriarán atendía el teléfono hinchada como un pavo. No era para menos: estaba siendo calurosamente felicitada por el propio Presidente de la República. —Gracias, señor presidente —repitió por enésima vez—, lo cierto es que fue un golpe de suerte. Ahora, lo que importa es que el señor Ibáñez puede estar en la calle con un alta médica, y le aseguro que no pararé hasta demostrar por completo su inocencia, porque lo que yo tengo muy claro desde el primer día es que ese hombre no es culpable, mi instinto profesional me lo asegura, y pocas veces falla. —No sabe usted cuánto me alegra que otra persona diga eso —convino Negrín. —Porque es la verdad. Sinceramente, señor, desconozco si ha habido conspiración o, simplemente se trata de una jugarreta de algún enemigo re92
sentido, cosas más raras se han visto en este aspecto, recuerdo precisamente el caso de un marido celoso que… —la anécdota fue interrumpida por el discreto aviso de la secretaria sobre la llegada de las personas que la abogada estaba esperando—. Vaya, ya están aquí mis colaboradores —resumió a su interlocutor como fórmula discreta de despedida. —Muy bien, ya hablaremos en otro momento. No deje de llamarme si se produce alguna novedad. —Sí, señor presidente. Así lo haré, señor presidente. Tras colgar, fue hasta la puerta y con un gesto hizo entrar a quienes había identificado como colaboradores, un hombre y una mujer enlutados, con una edad quizás en el intervalo entre los sesenta y los setenta años, compartiendo ambos unas facciones similares y también un parecido gesto de hosquedad. —Hay que ver, niña. Es más difícil hablar contigo que con el propio Prieto —masculló la mujer como saludo. —A saber con quién estarías hablando, por la cara de triunfo que llevas —añadió el hombre con malicia. —Con un cliente preferente —resumió la abogada—. Venga, sentaos y contadme. Dentro de un rato tengo que ir a… —Sí, pues que se esperen. Por tu culpa, tengo las piernas destrozadas —protestó la vieja—, no voy a andar ahora a la carrera. —Ya nos hemos enterado, has conseguido poner en la calle a ese matado de la Universidad —dijo el hombre. —Sí, tuve suerte, era el juez Zúñiga y volvió a aceptarme la prueba del pelo, como en el caso Barreras —explicó Victoria con falsa modestia—. Sabía que si había sido una muerte violenta tenía que quedar en el cuerpo alguna muestra y resultó haber un pelo castaño cuando ese Ibáñez tiene pelo negro y cano. Lié la cosa y conseguí convencerlo de que debía ser del agresor. Bueno, primero conseguí demostrar que ya estaba sano que, si no, le tocaba seguir en ese manicomio por lo meno una semana más. No me interesa la posibilidad de la enajenación mental transitoria porque se trata de demostrar su absoluta inocencia. —Menuda potra. 93
—No creas. Tiene obligación de presentarse en comisaría todos los días y, en cualquier momento, el fiscal puede fastidiarme el plan, sin contar con que ahora lo harían ingresar en la cárcel y no en el psiquiátrico. Qué caray, es una prueba de lo más irregular, sin contar con que ahora dejo al pobre señor en una situación bien delicada si la cosa falla. —Menudo papelón —farfulló solidariamente la vieja. —Por eso necesito que pongáis los cinco sentidos y uno más en este asunto. —Pues tú dirás, niña, tanto Lisardo como yo llevamos toda la mañana dando vueltas para nada. Los de la calle de ese empollón coinciden en que nunca vieron entrar a ninguna mujer en su piso salvo a esa desgraciada. El portero dice que la chica llegaba a eso de las ocho y media, nueve de la tarde y que salía bien tarde a las once de la noche o así, que ese fulano la acompaña hasta la calle y la ayudaba a coger un taxi, y que no se veía mucho que entre ellos hubiese lío, que él siempre la trataba de una forma muy correcta y que a ella tampoco se le veía mucho interés en el andoba, y que precisamente el día del crimen la vio subir a eso de las nueve, pero que ya no la vio bajar, ni tampoco lo vio entrar a él, aunque no me pareció un tipo muy cuidadoso con su trabajo, si hasta lo tuve que ir a buscar al bar de enfrente para que me atendiese… y para eso horas y más horas a pie firme, con las varices que tengo… Allí nadie sabía si alguien les siguió o les dejó de seguir porque es un vecindario muy discreto. Bueno, la portera del edificio de al lado dice que a veces le ha parecido ver a un tipo merodear pero la verdad es una que… —la vieja hizo el gesto de acabarse una botella—. Por favor, si hasta cree que los rusos nos espían desde unos globos colocados a mucha altura… —Sí, la verdad es que su testimonio no valdría de mucho —reconoció la abogada. El hombre se echó aliento en las uñas y se las abrillantó contra la ropa en un petulante gesto de triunfo. —Aquí mi hermana Lucinda habla por ella, porque es una inútil y sería incapaz de encontrar nada aunque tuviese el tamaño del Palacio de Oriente, pero un servidor consiguió hacer un buen descubrimiento hablando con los de los bares. —Lisardo, mentiroso, cuando antes te pregunté me dijiste que tú tampoco tenías nada —protestó con resentimiento Lucinda. 94
—Era una novedad para nuestra querida ahijada. A ella le tocaba el honor de ser la primera en escucharlo —se justificó él. —Pero si la policía habló con ellos y no consiguió nada —recordó frustrada Victoria. —Claro, porque sólo habló con los camareros, pero no se molestó en interrogar a los que entran y salen de allí vendiendo loterías, por ejemplo. Un par de días antes, un chaval le ofreció un décimo al que acompañaba a ese tipo, y se fijó cómo subían en un Topolino con una matrícula igual al número que vende habitualmente, el 5674. La abogada pegó un bote en su asiento ante la naturaleza de lo que acababa de escuchar. Su defendido había hablado en alguna ocasión de ese modelo de coche, pero su perturbación y la típica y tópica naturaleza despistada de sabio le había impedido recordar algún detalle característico del vehículo, quizás porque siempre lo había cogido en horas de escasa luz. —¿Seguro?, ¿y cómo sabe que la otra persona era Ibáñez? —Eso mismo le pregunté yo, pero resulta que el chaval es todo un personaje. Le gustan mucho las Matemáticas y los números y está atento a todo eso, así que lo reconoció de los periódicos y también había ido a una charla de él el año pasado en el Círculo. En realidad, el chiquillo quería acercarse hasta ese Ibáñez y decirle algo, pero había mucha gente y ni siquiera se llegaron a cruzar, pero está seguro de que era Ibáñez. —Caramba, Lisardo, menudo descubrimiento —dijo admirada la hermana. —Qué te crees, yo cuando me pongo, me pongo. —¿Y por qué no se fue a la Policía a avisarles cuando sucedió todo? —Despierta, picapleitos —ordenó con sorna Lisardo—. Ese chaval y la policía… En fin, como que no dan muy bien, pero cuando le expliqué la situación, él dijo que iría adonde hiciese falta, siempre y cuando no le preguntasen por su forma de vida. La abogada estaba tan contenta que saltó de su asiento y plantó sendos besos en las mejillas de aquellos viejos. —Ni Sherlock Holmes, ni Hércules Poirot, ni nada, sois los mejores investigadores que una abogada puede tener. 95
—Lo que tú quieras, niña, pero con esto de andar por ahí a mí me está bajando la venta de flores que… —protestó lastimeramente la anciana—. Ni te cuento cómo están de mustios los ramos que he perdido de vender hoy. Esos ya los tengo que tirar directamente a la basura. —Lo mismo me pasa a mí con las rosquillas, están como piedras. Claro, los de ese barrio son unos finolis que no quieren postres tan bastos y con eso de que ya tenían un día… Ahora, no me las va a comprar nadie, y todo para que la niña pueda ganar un caso más. —No os preocupéis. Dejadle todo a mi secretaria y ella os lo pagará. Yo me voy a hablar con el juez para que acepte esta nueva prueba. Sois los mejores, de verdad. —Eh, tú, nuevo. Jorge resopló. Cualquier llamada de ese estilo significaba un trabajo enojoso que nadie quería hacer, pero no le quedaba más remedio que cumplir en aras de un sueldo fijo a fin de mes. Llevaba varias semanas allí, pero el resto de los compañeros seguían sin aceptarlo completamente, con lo que ello podía significar en el aspecto negativo para el período de prueba en el que aún se veía inmerso. Se añadía además la frustración invencible por lo que sabía desde esa mañana: Ibáñez estaba en la calle, seguramente, sin ningún tipo de vigilancia especial. Su juramento de venganza seguía vigente, pero, de no sabía dónde, había surgido en los últimos tiempos un sentimiento de derrota que le hacía desecharlo sin mayores explicaciones. En esos momentos, él se veía como el ser más impresentable, pero ni siquiera las falsas promesas sobre la mejor oportunidad y la mejor manera servían para distraerle de la hiriente verdad: quien una vez se había postulado como cabeza de la revolución universal no tenía coraje para tomar resoluciones radicales porque el sólo hecho de volver a comparecer en un juzgado le daba pánico. —Dime, Manuel —contestó a quien lo llamaba. —Hoy el Urrutia no se sostiene, y vamos a cerrar. Venga, cógelo y mételo en un taxi antes de que se quede dormido. Si no, no va a haber quien lo levante. Volvió a resoplar, el identificado como Urrutia ya había sido invitado por otros compañeros a marchar, pero aquel hombre seguía consumiendo su borrachera apoyado en la mesa. Jorge se acercó e intentó incorporarlo con suavidad, pero fue rechazado con unos movimientos imprecisos que a punto estuvieron de golpearle. 96
—Dejadme, cabrones. Estáis todos contra mí, pero no me vais a tumbar. Ya lo creo que no —farfulló el tal Urrutia con voz beoda. —Hoy está fatal, le han abierto un expediente en el trabajo por algo y no veas lo que ha pimplado —explicó otro de los camareros ante el gesto de desconcierto de Jorge—. Lo raro es que no le pasase antes, con el camino que llevaba. Jorge pensó con amargura que la cosa no podía ir peor, pero estaba en juego su trabajo y decidió intentarlo de nuevo. —Venga, señor Urrutia, tiene que irse a casa. Vamos a cerrar. —Prueba a llamarlo por su nombre de pila. A veces hace más caso —recomendó el otro camarero, quien probablemente ya se había visto en esa molesta tarea antes de su llegada. —¿Y cómo se llama? —Don Braulio. Utiliza siempre el don, si no, se pone hecho una furia. Jorge por fin recordó donde lo había visto antes: era el indeseable que había humillado a Luciano en la Facultad. Realmente, sí que la cosa podía ir peor, así que se antojaba lo más recomendable rematarla cuanto antes. —Venga, don Braulio, tiene que marcharse —ordenó dándole un fuerte tirón del brazo por el que consiguió que abandonase la silla—. Ahora vamos a salir los dos y lo voy a dejar en un taxi, ¿de acuerdo? —explicó mientras le ponía por los hombros el abrigo de cualquier manera y le calaba el sombrero hasta las cejas. —Sí, yo me voy, pero sois todos unos cabrones, como los de la Universidad, y esa mierda de gobierno. Cabrones, más que cabrones —insistió don Braulio, con la lengua cada vez más trabada. —Venga, vamos. Ya en la calle, Jorge pudo comprobar como siempre hay un peldaño más en la escala de las contrariedades: ni un solo taxi, una temperatura cruel para soportar con el único abrigo de la chaquetilla del uniforme y un cuerpo de más de setenta kilos en un constante bamboleo del que tener cuenta. —Cabrones, que son todos unos cabrones, con la de cosas que yo he hecho por el mundo libre. 97
—Sí, don Braulio, pero ahora estese quieto hasta que venga un taxi, hágame el favor —rogó Jorge. —Ni favor ni hostias. Ahora voy a tener que hacer lo que me diga un simple camarerucho. —Oiga, un respeto —protestó Jorge, conteniendo a duras penas las ganas de dejarlo allí tirado. —Qué respeto ni que… Gracias a mí he parado la invasión insidiosa de España por los rusos, ¿o que te crees que pretendía con su estudio Ibáñez con esa putita que se echó de ayudante? Suerte que yo avisé a quien tenía que avisar. Las manos de Jorge actuaron como si tuviesen vida propia y, antes de que pudiese ser plenamente consciente de lo que estaba sucediendo, estaban sujetando por las solapas con fuerza hasta elevarlo del suelo a aquel hombre. —¿Qué has dicho?, ¿de qué hablas? —preguntó angustiado. El cliente beodo se rió entre babas. —Y fíjate que injusticia, ni un año puedo disfrutar del cargo que a todas luces me corresponde porque esos bolcheviques me acusan de graves negligencias en mi trabajo. —¿Qué hiciste, desgraciado? —gritó Jorge sacudiéndolo violentamente, aunque don Braulio estaba tan ebrio que apenas se daba cuenta. —Simplemente, hablar con quien debía para que tomase medidas. Y así es como me lo pagan. De nuevo la mano derecha de Jorge actuó por voluntad propia y, cerrándose en un puño, se disparó a la mejilla de aquel sujeto infame. Urrutia se desmayó y en un ágil movimiento lo cogió en los hombros antes de que cayese al suelo, lugar de donde sería imposible levantarlo. No podía haber venganza contra Ibáñez porque una intuición lúgubre le decía que lo que acababa de escuchar demostraba a las claras su inocencia, pero Amelia seguía bajo tierra y no había nadie que todavía hubiese pagado por eso. Por tanto, la hora de saldar cuentas había llegado. Se fijó entonces en el tráfico de la Gran Vía: los escasos coches que a aquellas horas pasaban iban a bastante velocidad. Seguramente, pues, si un peatón borracho se cruzaba delante no tendrían la menor posibilidad de esquivarlo y lo atropellarían. Dio un par de pasos hasta el borde de la acera. Quizás por la determinación, pero Urrutia 98
parecía pesar menos, como una simple almohada. En una asociación inesperada, recordó las peleas de almohadas a que Amelia y él jugaban en la habitación de Malasaña y los ojos se le nublaron por las lágrimas contenidas. —¿Qué haces? —masculló Urrutia volviendo en sí. —Te vas a enterar de lo que hago, cabrón. El inspector Moure contuvo un gesto de dolor mientras se encaminaba a la sala 1. La metralla volvía a recordarle con crueldad su invasión de la cadera, pero no quería que el nuevo se percatase de su sufrimiento. Si, como le había prometido al comisario, iba a hacer de su sobrino un verdadero policía, bajo ningún concepto debía dar muestras de debilidad. Sin embargo, el joven se percató. —Inspector Moure, ¿se encuentra bien? —Sí, no es nada. —Parecía que le dolía algo. —No es nada —insistió Moure—. Tú, ahora, guarda silencio, haz lo que yo te diga en el acto y sígueme la corriente pase lo que pase, ¿estamos? —Sí, pero… —Tú haz lo que yo te digo. Éste parece un caso endiablado, pero creo que vamos a hablar con un listillo, y esos siempre terminan cayendo, ¿de acuerdo? En la sala 1 ya esperaba Tréllez-Grandes acompañado por quien Moure identificó enseguida como Martín Valera, habitual abogado de todos los niñatos del barrio de El Viso, y se relamió por dentro: ese picapleitos nunca aguantaría la presión en un caso complicado. No obstante, Moure mantuvo en todo momento un gesto neutro. —¿Señor Tréllez-Grandes? Soy el inspector Moure y él es el subinspector en prácticas Urdilde. No era necesario un abogado. Son sólo unas preguntas de rutina. —Por supuesto que sí. Sé que mis artículos levantan muchas ampollas entre el poder actual, y no quiero que aprovechen cualquier recoveco para calumniarme. 99
—Mi cliente contestará voluntariamente a cuanto ustedes le pregunten, pero quiere en todo momento un asesoramiento especializado para evitar cualquier malentendido. De ahí mi presencia —añadió el abogado. —De acuerdo, es usted bienvenido —dijo humildemente Moure mientras el nuevo colocaba cuidadosamente las carpetillas del expediente sobre la mesa. Al menos, para el trabajo de despacho parece valer, pensó aburrido. —Como quizás ya les ha dado a entender mi cliente, mantiene desde antiguo cierta tensión con los poderes actuales por el tono de sus artículos pero, como bien saben, están de acuerdo con la libertad de expresión reconocida por las propias leyes de la República. No tiene por qué justificar su información ante nadie —explicó con petulancia el abogado. —¿Por los artículos? —interrumpió el nuevo, pero enseguida se retrajo ante la mirada asesina de su superior. —Vamos a ver, el señor Tréllez-Grandes no ha sido invitado a venir por los artículos. Cuando hablábamos de información nos estábamos refiriendo a otra cosa. —No entiendo —reconoció el abogado entre los disimulados gestos de incomodidad que empezaba a mostrar su cliente. —Tiene que ver con la investigación aún abierta sobre el asesinato de la joven Amelia Pérez Pardeza. Queremos que nos explique su relación con Mario Gurméndez. —Es el ahora esposo de Nancy Bacheller, la hija de unos amigos muy queridos de Boston. Desgraciadamente, no he podido asistir al enlace… —¿Cuándo ha estado por última vez con ese caballero? —interrumpió Moure, con su instinto profesional en guardia ante el evidente tono hueco de las palabras del articulista. —Pues, hace unos meses estuvo por aquí y nos hizo una visita a mi esposa y a mí. Fue muy amable. —Parece ser que utilizó un Fiat 500, vamos, un Topolino, con matrícula número 5674 que en Tráfico consta como de su propiedad. —¿Acaso es delito prestarle el coche a un amigo? —saltó ofendido el abogado en una evidente muestra de incompetencia profesional. Esto no era lo mismo que conseguir la fianza para cualquier niño bien que había cometido 100
destrozos en un dancing. En bagatelas así podía valer la verborrea, pero estaba hablándose de un delito de asesinato. Palabras mayores que hubieran exigido un recogimiento de cualquier experto: excusatio non petita, accusatio manifesta. —Por supuesto que no, pero pudo ser utilizado en la comisión de un delito, con lo cual, la cosa se complicaría bastante —explicó tranquilamente Moure—. Además, usted se ha limitado a hablar de una simple visita. —¿Qué insinúa?, ¿está acusando a Joaquín de algo? —volvió a saltar el abogado, aunque con menos seguridad en sí mismo, quizás percatándose de su error anterior. Moure sonrió disimuladamente: la cosa evolucionaba según lo previsto. —Presté un par de veces el coche de mi hijo a Mario, aprovechando que Samuel está en Estados Unidos estudiando, y no vuelve hasta dentro de dos meses —masculló Tréllez-Grandes—. No sé que pudo hacer o dejar con él en las horas que estuvo fuera. —¿En las horas? Eso quiere decir que estuvo con ustedes por lo menos un día, ¿no? —En fin, no… —pequeñas gotas de sudor comenzaban a perlar la frente augusta de Tréllez-Grandes—. Bueno, como bien ha dicho Martín, no es ningún delito. Coincidió que Mario estaba de paso por Madrid y yo insistí en que se viniera durante unos días a mi casa. Al fin y al cabo, iba a ser de la familia de unos amigos muy queridos, qué menos que tener ese detalle, ¿no? —Por supuesto, es muy lógico —aceptó mansamente Moure—. Lo que no entiendo es por qué no nos lo ha indicado desde un principio para no perder el tiempo. Como usted bien ha dicho, no es ningún delito. Todos podemos acoger a amistades en nuestra propia casa. —Pero bueno, está hostigando a mi cliente. —En absoluto, señor Varela. Es un simple comentario de buena fe, ¿o es que usted no tiene también un montón de cosas que hacer en vez de estar aquí? Yo simplemente quiero abreviar esto —explicó hipócritamente Moure. —No hay nada que ocultar, Mario estuvo en mi casa unos días y yo le dejé el coche de mi hijo y punto —resumió Tréllez-Grandes, más envalentonado tras la intervención de su abogado—. Si no lo dije antes fue, simplemente, porque nadie me lo preguntó. 101
—Ajá —aceptó Moure y, tras apuntar algo en una de las carpetillas, quedó en silencio. Por el rabillo del ojo podía notar el nerviosismo tanto de las dos visitas como del agente en prácticas, pero prefirió seguir exprimiendo esa intranquilidad ojeando con calma los papeles de otra carpeta. —¿Hemos acabado?, ¿podemos irnos? —preguntó inquieto el abogado, ya levantándose y cogiendo su gabardina del respaldo de su silla. —Un momento, por favor —ordenó Moure y Valera quedó congelado en su movimiento de colocarse la prenda sobre los hombros—. Hay un segundo asunto que podría tener que ver con el caso. Necesitamos de su colaboración. —Pues usted dirá —dijo Tréllez-Grandes con una voz apenas audible. —¿Conoce a Braulio Urrutia? —¿No es un profesor de la Universidad Central? —En efecto. —Sí, pero muy superficialmente. Creo que hemos coincidido un par de veces en fiestas de amigos comunes. La verdad es que no tengo ningún trato con él. —Ajá. Pues él no dice lo mismo —Moure marcó cada una de las silabas. Quería disfrutar del efecto que ya sabía seguro en el articulista, inmediatamente desencadenado aún antes de que el inspector hubiese acabado la frase: Tréllez-Grandes empalideció a ojos vista y en sus movimientos se adivinaba una tensión nueva. —¿Y que dice ese caballero, si se puede saber? —preguntó tras tragar saliva sonoramente. —Pues que le ha pasado usted información relevante para pararle los pies a los enemigos del mundo libre. —¿Qué? —Borradores de las investigaciones del señor Ibáñez, lo que le había escuchado tras la puerta del despacho sobre su proyecto de investigación… —En fin, está todo recogido en el expediente —indicó, haciéndole un gesto a Urdilde para que se lo pasara. El novato le tendió sin dudar una carpetilla.
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—No entiendo —masculló el abogado, absolutamente perdido. —Pues mejor que vaya entendiendo, señor Valera. En uno y en otro caso, nuestra investigación concreta sobre el señor Ibáñez nos lleva a su cliente. Demasiada coincidencia, ¿no? Además, aquí estaríamos hablando también de traición, un asunto demasiado feo. —Joaquín… —imploró el abogado, en una humillante muestra de incapacidad profesional. Traición era definitivamente peor que cualquier acto vandálico de multa escandalosamente elevada con los que había tenido que enfrentarse hasta el momento y risible tope de su capacidad de letrado. Así aprenderás donde te metes, protege-niñatos, pensó con crueldad Moure. —No debía hablar… —farfulló Tréllez-Grandes—. En fin, no van a hacer caso ustedes de las elucubraciones de un borracho, ¿verdad? —preguntó, sobreponiéndose un poco. —Por supuesto que no, pero cuando el señor Urrutia hizo estas en concreto estaba plenamente sereno, y las firmó por propia voluntad. Desde luego, dejó clara en todo momento su participación en un complot contra el señor Ibáñez. Con lo que aquí tenemos —dijo, blandiendo la carpeta—, y lo que podemos deducir, mucho nos tememos que su cliente esté metido en asuntos… —concluyó Moure, dirigiéndose directamente al abogado. —Yo no… —tartamudeó Tréllez-Grandes. —Complicidad en un asesinato y conspiración contra un asesor científico del Presidente. Son cosas muy graves —añadió Urdilde con una voz asombrosamente grave para su juventud. —Esto no puede ser —saltó Tréllez-Grandes con furia—. Ese borracho sabía la necesidad de estar callado, pero yo no hice nada, sólo… —Por favor, Joaquín, cállate —rogó su abogado asustado. —Maldita sea, esta panda de filocomunistas quiere cerrarme la boca porque tienen miedo de mis artículos. Esto es una encerrona. Yo sólo hablé un par de veces con ese Urrutia, pero no hice nada con esa información. —Lo siento, señor Tréllez-Grandes. Eso no coincide con la declaración —rebatió Moure con serenidad—. En ella se apuntan pruebas inculpatorias suficientes para detenerlo ahora mismo.
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—No, no pueden detenerme. Yo no hice nada. Sólo mantuve un par de conversaciones con ese tarado. —Joaquín, silencio —ordenó el abogado tan perentoriamente que su cliente de inmediato cerró la boca—. Señores, en estos momentos me veo en la vergonzosa situación de desconocer la naturaleza de lo que está hablando mi cliente y así no puedo prestarle la ayuda legal necesaria. Si me concediesen un par de minutos para hablar con él… Tengo que asesorarle de la mejor forma y, como comprenderá… —Esto es muy irregular —resumió Moure—, pero mi compañero y yo vamos a salir unos minutos a telefonear. Volvemos enseguida, y espero que su cliente en ese tiempo le aclare las cosas. Venga conmigo, Urdilde —ordenó al joven en prácticas y éste, tras recoger las carpetas de un manotazo saltó de la silla y aún le dio tiempo a abrirle la puerta respetuosamente a su superior—. Lo dicho, estamos aquí en un par de minutos. Ya en el pasillo, el sobrino del comisario no dejaba de contemplar con una admiración rayana en la reverencia a su responsable de prácticas. —¿Qué te dije? La verdad siempre está en boca de los borrachos y de los niños —exclamó triunfante Moure. —No sé, me parece increíble, que pueda resultar veraz la información del borracho que trajo a empujones ese camarero…. Y yo que iba a detener al chaval por retención ilegal. —Hay que tener siempre un sexto sentido en estos casos, Urdilde. Borracho o no, comentó unos datos demasiado precisos, y enseguida calé a este indeseable: un señoritingo de los que se creen con derecho a hacer lo que les dé la gana sin que nadie les tosa. Nada más verlo supe que tenía algo que ver. Es lo que yo te digo: el sexto sentido del perro viejo. Bueno —se interrumpió en su auto alabanza—, lo cierto es que tuvimos suerte en su elección de abogado. Ese Martín Valera es un manta si se le saca de los juicios de faltas. Si hasta creo que su especialidad son los divorcios… Si hubiese tenido dos dedos de frente y nos hubiese exigido una copia de la declaración de Braulio Urrutia… —Se hubiese encontrado con una sarta de incoherencias de un borracho traído a la fuerza y que no tendrían el menor valor como prueba ante ningún jurado —concluyó alegremente Urdilde. —Así es. Sobre todo teniendo en cuenta que el otro testigo era el novio de la joven asesinada, un chaval muy alterado que sigue clamando venganza. 104
Pero, en fin, todo ha salido bien, porque, con este apoyo legal, éste terminará cantando como un pajarito. Valera se caga de miedo con un caso como éste. Por cierto, chaval. Muy bien tú, salvo tu salidita con lo del artículo que… —Es verdad, perdone —se disculpó avergonzado Urdilde. —No pasa nada, un simple error de principiante, pero estuvo muy bien tu rapidez en pasarme la carpeta sin dudar. Y después, tu aclaración con esa voz de cura: complicidad y conspiración —dijo, imitando la voz—. Muy bien, sí, señor. También tienes madera de policía, como tu tío. —Muchas gracias, señor —masculló ruborizado el joven. —Y ahora, vamos a llamar al juez. Ya tenía prisa con el chivatazo de la matrícula y ahora… Venga, quiero encerrar a ese miserable. Por las trapisondas de gente como ésa yo estuve a punto de perder una pierna en Brunete. —¿Estuvo en la guerra? —Sí. Acabé con la graduación de teniente. Un día de estos nos vamos a tomar unas cañas y te cuento mis batallitas.
IV Ibáñez no sentía la música, de hecho, ni reconocía el aria de Elixir d’amore que en aquellos momentos estaba sonando pese a ser una de sus favoritas. Seguía sintiéndose blanco de todas las miradas, pese a que la prensa parecía haberle dejado de lado en los últimos días. Nunca volvería a ser el mismo, de eso estaba seguro, y su plan trazado en el psiquiátrico se antojaba como un imposible más de los muchos con que la vida suele castigar a tantos y tantos seres humanos. Sólo le consolaba lo conseguido dos días antes en su propia casa. Ya estaba. Iba a poder publicar la Teoría Ibáñez-Pardeza sobre la predicción de movimientos bélicos de grupos armados no formales gracias a un trabajo frenético. La sobrina de Desiderio tenía razón: el conductismo era la clave para las nuevas codificaciones. Había conseguido los resultados esperados tras un trabajo ímprobo de días y de noches sin apartar la vista de los papeles y la revisión veloz de 105
toda la bibliografía disponible sobre esa teoría psicológica, con la única interrupción alocada de su obligada asistencia diaria a la comisaría, una gestión que resolvía a la carrera en menos de media hora, una borrachera final de cansancio que en momentos le llevaba a imaginar que seguía en el piso de Barcelona con las bombas estallando alrededor, como diez años antes. Sólo entonces, cuando se disponía a arrastrarse hasta el sofá para descansar unos minutos, pues no había vuelto a utilizar su dormitorio, recordaba la expresión de horror del cadáver de la joven y una especie de resorte interior le hacía regresar a su mesa y ponerse de nuevo con el trabajo. Se lo debía a ella y un improcedente sentimiento de culpa le hacía preguntarse entonces cuál era precisamente su parte de culpa en aquella muerte. Había otorgado a Amelia unas funciones demasiado comprometidas para su edad y sus responsabilidades civiles. Quizás había traicionado finalmente a quien le había salvado la vida colocando a su sobrina en primera línea de fuego. Ni la justificación certera de que aquella joven estaba realmente donde quería estar le valía para calmar un poco su ansiedad. Sólo retomar de forma frenética el trabajo le permitía ese exiguo descanso psicológico tan esquivo. Lo que no entendía era la reacción del Presidente. Cuando, nada más tener los resultados, había llevado al Pardo el informe final de sus investigaciones y, ante la ausencia del mandatario, se lo había dejado al secretario personal, esperaba por lo menos una llamada privada a las pocas horas o durante la mañana del día siguiente pero, nunca, aquel silencio constante, sin declaraciones, sin una simple nota de felicitación. Sólo esa extraña invitación llegada por recadero para un recital benéfico de arias de ópera, con una nota manuscrita con letra que no era del Presidente insistiendo en su asistencia. Así pues, se veía en aquella butaca próxima al pasillo, sin atender los gorgoritos finales de un tenor no muy bueno y sin distinguir la música, lanzando subrepticias miradas al palco presidencial donde, según se decía, estaban algunos miembros del gobierno. —Señor Ibáñez, por favor, acompáñeme. Pegó un salto sobre su asiento. Como una sombra entre los aplausos del público, se había acercado un hombre trajeado que, por su porte marcial, parecía de la Guardia de Asalto o de cualquier cuerpo armado. Su llegada y su reclamación habían sido tan sigilosas que ni la señora que estaba sentada a su lado se había percatado. En aquellos momentos, una soprano bastante correcta entonaba los primeros acordes del Vel di vedremo. Ibáñez se levantó con cuidado y, con el mismo sigilo, siguió a aquel misterioso hombre. 106
Fue conducido a un reservado. Allí esperaba Negrín, acompañado de unos Giral y Prieto claramente incómodos. —Amigo Ibáñez, ¿cómo está? —dijo el presidente, estrechándole calurosamente la mano—. Ya he leído su informe. Es extraordinario, lo ha conseguido. —Señor presidente, yo… —¿Conoce usted al Presidente del Gobierno, el señor Prieto?, ¿y al ministro de Estado, el señor Giral? Ambos le estrecharon la mano con prevención, mientras Ibáñez seguía preguntándose qué estaba pasando. —Esto es ridículo —dijo de repente Prieto—. No sé qué pinta él aquí. —Acude en calidad de asesor científico y como próximo enviado a las Naciones Unidas. El puesto que le hubiera correspondido si no hubiese sido víctima de un complot infame. —Señor, sigue estando inculpado de violación y asesinato —apuntó con una voz apenas audible Giral—. Ni siquiera tiene pasaporte para salir del país. Ibáñez se sintió próximo a la vergonzante llantina de un niño pequeño. Lo cierto era que los dos tenían razón: él no pintaba nada allí, era un simple delincuente con la simple ventaja de su libertad vigilada que comprometía con su presencia la credibilidad del presidente de la República. —Señor Presidente. Si quiere, yo esperaré fuera y después usted… —Nada de eso —interrumpió Negrín con enojo—. Usted es un hombre inocente. Es sólo cuestión de días, incluso horas, que quede plenamente eximido de todas sus acusaciones. Ya saben que hay un par de detenidos no muy colaboradores… —Sí, ya he sido informado de todos los detalles por Gobernación —reconoció Prieto—, pero, de cara a la opinión pública, él sigue siendo el profesor que violó y mató a su alumna. Es una decisión muy arriesgada compartir sala con él mientras el juez no tome una decisión. —Siempre con sus temores, Indalecio
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—Ni temores, ni… —protestó Prieto—. Tampoco entiendo esta reunión secreta. —Ahí le puedo responder yo. Señor. Insistieron en llevarla a cabo en este sitio. Esa persona puso unas condiciones muy peculiares —explicó Giral. —Ah, está bien que un ministro de mi gabinete me informe con esa celeridad —dijo Prieto con rencor. —Pero, ¿a quién esperamos? —preguntó Ibáñez sin poderse contener. Unos discretos golpes en la puerta interrumpieron la respuesta de Negrín. —Adelante —ordenó éste—. Aquí está la solución a su pesadilla de estos meses —contestó por fin a Ibáñez. Un hombre de unos cincuenta años, de elegancia innata y mirada dura entró, acompañado por quien Ibáñez enseguida identificó como el embajador de Estados Unidos. —Señor Negrín, señor Giral, señor Prieto, permítanme presentarle a Mister Redskin —el hombre se limitó a hacer un frío movimiento de cabeza—. Él va a ser el interlocutor secreto de mi gobierno. Con él es con quien deben tratar todos esos asuntos. Tiene total libertad por parte del presidente Truman para llegar a cualquier acuerdo que estime conveniente. —Está bien —aceptó Negrín, también con su voz más fría. —Vuelva a su palco —ordenó Mister Redskin al embajador en un español correctísimo—. Ya le daré aviso si necesito su presencia. —Con su permiso, señores —obedeció el diplomático sin dudar. En el reservado quedaron los tres miembros del gobierno español, Ibáñez y el misterioso enviado americano. Hubo unos segundos de un tenso silencio. —Bien, ya que usted es el interlocutor designado, espero, cuanto menos, una explicación apropiada y una disculpa —dijo Negrín. —No comprendo —masculló el americano hipócritamente—, como tampoco entiendo la presencia de este caballero en una reunión de Estado de esta naturaleza. —Pues yo creo que sí —saltó el presidente—, sabe perfectamente que este caballero es el señor Ibáñez, la víctima de su complot, orquestado por
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agentes de su Agencia Central de Investigación y con la colaboración de, al menos, dos españoles. —Como quizás sepa, el señor Tréllez-Grandes, escritor y articulista del diario ABC, ha sido detenido acusado en relación con el crimen de la señorita Pérez Pardeza, así como su participación en conspiración —informó Prieto, dando muestras por primera vez de labor de equipo con su presidente—. Asimismo, en estos momentos se está procediendo a la detención del profesor de la Universidad Central, don Braulio Urrutia, por su, digámoslo así, uso indebido de información confidencial de la facultad. El primero ha reconocido la existencia de una conspiración contra el señor Ibáñez, aunque está tan aterrorizado por la naturaleza de sus cómplices que se niega a dar más datos si no se puede garantizar su propia seguridad y la de su familia. Tan sólo admite que drogaron la bebida del señor Ibáñez en un descuido de éste y le colocaron en su propia cama con el cadáver de la infortunada joven, aunque en esta muerte asegura no haber participado. —Créame, señor Prieto. Sé eso y más cosas que usted ni siquiera sospecha. Sólo ha habido un error en la elección de colaboradores por parte de un agente concreto, pero a ése le exigiremos cuentas de inmediato —masculló con odio Redskin. —Lo que nos lleva a sospechar, mejor dicho, a estar seguros, de prácticas desleales y ajenas a toda norma de Derecho Internacional por parte de los servicios de inteligencia de su país, señor Redskin —dijo Negrín, mientras Ibáñez se veía obligado a sentarse ante el incontrolable temblor de piernas que dicha información le había provocado—. Es algo realmente grave. Tenga por seguro que informaremos a las Naciones Unidas y exigiremos alguna resolución por parte de la Asamblea General contra su política, señor Redskin. Esto no va a quedar así. Redskin sacó con calma un cigarrillo de una pitillera plateada, lo puso en una boquilla nacarada antes de llevarlo a los labios, lo encendió con un mechero también plateado y le dio una profunda calada. —Este gobierno no comprende el mundo en que le ha tocado vivir —dijo por fin, echando la ceniza meticulosamente en un cenicero—. No comprenden que estamos en una nueva guerra, aunque no haya campo de batalla ni ejércitos disparando. Su política respecto al dispositivo ERU por ustedes patentado va a conducirnos al fortalecimiento de todos los regímenes opuestos a nuestra forma de vida.
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—Eso son digresiones sin fundamento. Hemos puesto a ERU a disposición de las Naciones Unidas y va a tener la supervisión directa del señor Ibáñez, aquí presente, para garantizar un funcionamiento más eficiente de cara a la prevención de cualquier forma de agresión bélica. Precisamente, se trata de evitar cualquier veleidad conquistadora por parte de naciones hostiles para así preservar los derechos de los distintos países. —Se equivoca, señor Negrín. En definitiva, se trata de mantener un orden y evitar un caos. Usted nunca pondría en manos de un niño o de un retrasado mental un soplete. Esa herramienta deberá estar en las manos exclusivas del padre para evitar posibles daños y si ese padre ve que el niño la ha cogido, actuará de inmediato y le dará una azotaina si es necesario para que no lo haga de nuevo y no se lastime. Es siempre alguien responsable quien se hace cargo de los elementos más delicados y ese responsable concreto vela por el resto. —¿Y ustedes son esos padres responsables? —preguntó con cierta sorna Giral, quizás molesto con el tonillo condescendiente del americano. —No es necesaria esa burla encubierta, señor ministro —masculló ofendido el americano—. ERU sólo va a servir para poner en evidencia determinados aspectos de nuestra política exterior y eso mi gobierno no lo puede consentir. Si encima hubiesen descubierto la forma de predecir movimientos de grupos guerrilleros o… —Su información va un par de días atrasada, Mister Redskin —interrumpió el Presidente con satisfacción—. El señor Ibáñez ya me ha hecho llegar las conclusiones de sus investigaciones y yo me he tomado la libertad de ponerlas a disposición de los distintos foros internacionales. ERU ya puede deducir los distintos movimientos de grupos informales belicosos. Ibáñez, por favor, explique usted las líneas generales de su descubrimiento. —Se basan en la teoría conductista de la personalidad —obedeció Ibáñez con voz temblorosa—. Fue una idea de la malograda Amelia Pérez Pardeza, considerar las distintas variables objetivas de la conducta para codificar e introducirlas en ERU. De esa forma, tenemos los mejores parámetros para inferir cualquier actuación, tanto de un ejército estándar como de cualquier grupo espontáneo que emprenda un ataque armado. Por primera vez, el americano dio leves muestras de nerviosismo. Sus dedos se aflojaron por un minúsculo temblor y el pitillo fue a parar al cenicero, pero se repuso rápidamente. Tras quitar la colilla de la boquilla y poner
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otro cigarrillo, volvió a su reposada secuencia de encenderlo, darle una profunda calada y sacudir de nuevo con parsimonia la ceniza en silencio. —No saben ustedes el tremendo error que han cometido —dijo por fin con voz glaciar. —¿Bromea? —saltó asombrado Prieto— Si tanto miedo tienen ustedes a las revueltas, éste sería el dispositivo ideal, deberían ser los primeros en aplaudirlo. Ahora, con ERU se puede predecir hasta la primera pedrada de un revoltoso. Las naciones podrán evitar cualquier conflicto antes de que se inicie. —Y, estando en manos de organismos supranacionales como las Naciones Unidas, garantizamos que no haya abusos por parte de gobiernos no democráticos —añadió Giral ilusionado. —Y ustedes siguen sin comprender. No se trata de impedir los abusos, se trata de garantizar una posición de seguridad y esta sólo se consigue si se tiene la información apropiada o, por lo menos, la que otros no tienen. —Desde luego, tiene usted razón. No alcanzo a comprender sus intenciones en absoluto —reconoció Negrín molesto. —Se lo repito: estamos en una guerra peculiar, sin ejércitos ni campos de batalla, pero es una guerra real. Stalin impone su política de terror en las Repúblicas Soviéticas, encarcelando y matando a todos los disidentes, sin contar su influencia en todo tipo de movimientos sociales de Occidente, ¿de dónde cree que llega el dinero para muchos grupos radicales? El hecho de no haber podido desarrollar la bomba atómica y haberla detonado contra un objetivo en medio de un conflicto bélico porque precisamente ERU consiguió acortar la guerra le ha dado alas porque no ve un peligro real por nuestra parte. Si no tomamos medidas, muchos países se van a convertir en una delegación del PCUS, el suyo, sin ir más lejos. Por ello, debemos ser capaces de intervenir de cualquier forma, incluso las menos ortodoxas. Ustedes lo sufrieron y bien lo saben: en una guerra vale todo, incluso, si es necesario, el apoyo a grupos rebeldes que puedan desestabilizar a un gobierno hostil y que luego sean más receptivos a nuestras, digamos, sugerencias ¿Piensan que una forma de vida se defiende sólo con palabras bonitas? Triste porvenir les auguro. Hay que saber tener la sangre fría en todo momento para hacer cualquier cosa por el país que uno ama. —Está usted reconociendo de una u otra forma su juego sucio en nuestro país —resumió Negrín—. Dígame qué me impide ahora llamar a mi guar111
dia y ordenarle que lo retengan hasta que no tenga unas explicaciones claras por las vías oficiales. —Como bien ha dicho antes el embajador, soy la representación directa del presidente de los Estados Unidos en misión de carácter diplomático, aunque no conste en los organigramas de mi gobierno. Un acto de ese tipo sería interpretado poco menos que como una declaración de guerra y, sinceramente, señor Negrín, no le conviene. Mejor hablemos como gente civilizada. —Señor Redskin, resulta lamentable que usted solicite esa cortesía cuando está justificando una iniquidad como una conspiración contra uno de nuestros cerebros para ponernos contra las cuerdas —intervino Prieto, claramente molesto con las palabras de aquel hombre. —Desde luego, yo no puedo estar de acuerdo con todo lo que hacen nuestros agentes. Quizás en este caso hubo demasiada confianza por su parte en una serie de carambolas tanto sobre el señor Ibáñez como sobre la propia actuación de este gobierno, pero en una guerra como esta hay que buscar soluciones más o menos originales ante los problemas que se puedan avecinar. —Y eso pasa también por matar a una chica inocente —farfulló Ibáñez sin poderse controlar. Quería saltar al cuello de aquel hombre, pero la nausea por lo que acababa de escuchar le impedía moverse de su asiento. —Es verdad —asintió Negrín—, exigiremos explicaciones a su gobierno sobre ese crimen. Tienen que entregarnos a los culpables. —¿Se creen que mi gobierno va a dejar en evidencia a uno de sus agentes? —Por lo menos, tienen la obligación de retener a Mario Gurméndez. Es probablemente un cómplice —requirió Negrín. —¿No se lo dije? —preguntó con falso despiste el americano—. Mario apareció muerto ayer. Ibáñez finalmente saltó. Antes de que se pudiese dar cuenta estaba agarrando por las solapas a aquel hombre y sacudiéndolo con unas fuerzas inauditas.
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—¿Qué le han hecho?, ¿qué le han hecho a Mario, cabrones? —gritaba mientras buscaba la manera de soltar la mano y poderle lanzar un puñetazo que le hundiera la nariz en aquella cara desalmada. —Ibáñez, se lo suplico, apártese —rogó el presidente mientras tiraba de él ayudado por Prieto y Giral hasta que lo consiguieron separar. Redskin no se había alterado en todo el incidente y, cuando por fin se vio libre, se limitó a colocarse la chaqueta y a sacudirle las arrugas. —Le doy mi palabra de honor de que no le hemos hecho nada —contestó con una voz absolutamente serena—. Todos los indicios apuntan a que se ha suicidado con una escopeta de caza de su suegro. Un verdadero drama, recién casado como estaba… En fin, supongo que era el cargo de conciencia. Qué quiere que le diga, traición y asesinato son un infierno demasiado horrible para una persona de su sensibilidad. —Mario nunca haría una cosa así —protestó Ibáñez sin fuerzas. —¿No quería un culpable? Ahí lo tiene. Según parece, tenía el cabello del mismo color del que se encontró en la chica ¿Lo ve? Ya tiene otra prueba para el juez. —No pienso tolerar que un crimen tan infame no sea aclarado —dijo el presidente. —¿Cómo hizo usted con el de Andreu Nin? —Caballero, eso es un golpe bajo —masculló Negrín humillado, como siempre que se le recordaba ese episodio oscuro de su currículo, acontecido en un momento de la guerra donde todo estaba demasiado embrollado. —Mis disculpas, pero creo que ya es hora de hablar en términos de política real. Ni a ustedes ni a nosotros nos interesa esta situación de enfrentamiento y, créanme, pueden molestarnos, pero nosotros siempre llevaremos las de ganar. —Pero también sabemos que ustedes no las tienen todas consigo, si no, no estaría ofreciéndonos un pacto con tanta celeridad —añadió Prieto desde su perspicacia de antiguo periodista. —Como comprenderá, debemos establecer unas pautas cuanto antes, hasta que ya de una forma oficial se pueda firmar algún tipo de acuerdo. Ustedes tienen que volver a su palco y yo debo transmitir a la Casa Blanca las primeras conclusiones esta misma noche —aceptó el americano—. Pero no 113
voy a consentir la presencia de elementos ajenos a los dos gobiernos —concluyó señalando a Ibáñez—. Solicito firmemente que él abandone esta reunión ahora mismo. —¿Se atreve a exigir eso? —preguntó escandalizado el presidente. —Señor Presidente, en este aspecto tiene razón —sugirió Giral desde la sabiduría de su edad—. Esta es una negociación de estado y en ella Ibáñez no cumple ninguna función. —De acuerdo —aceptó Negrín de mala gana—. Amigo Ibáñez, me veo en la obligación de pedirle que se retire. Ya hablaremos. Ibáñez salió de allí como un autómata, sin despedirse y sin ni siquiera echar la vista atrás una sola vez. También como una autómata avanzó por los pasillos del teatro hasta llegar a la puerta de salida. Del escenario llegaban los ecos del Nessum Dorna. Su estado de shock le evitó recordar que ésa era precisamente el aria favorita de Mario y añadir una nueva agonía a su desesperación. Lupe llamó al timbre conforme a sus cálculos: las ocho menos dos minutos, el momento exacto en que la secretaria le abriría la puerta y después recogería sus cosas y se marcharía. —Hola, ¿está Ste… está mister Yates? —Pase, está en su despacho. La secretaria le acompañó educadamente. Su jefe estaba hablando por teléfono, pero lo apartó un momento cuando las vio entrar. —Pase, señorita, enseguida termino. Usted, Dora, puede irse. Ya cierro yo. Hasta mañana. Lupe se acomodó en la silla. Yates acataba en inglés las órdenes de alguien empeñado en puntualizarle un montón de cosas. Sólo al cabo de varios yes y okay más serviles consiguió colgar. Maldijo en inglés contra el auricular y la contempló por primera vez. —Hola, Stephen —saludó ella tímidamente ante la intensidad de aquella mirada. Por toda respuesta, él llegó a su lado y la besó. Lupe sintió acelerarse su corazón como cada vez que él la tocaba y como cada vez en los últimos días respondió con más pasión a aquella presión de sus labios hasta que 114
también como cada vez en los últimos días, se repitió la consecuencia lógica de la finalización en el sofá del despacho haciendo el amor. Tal y como se había propuesto aquel día, había llegado hasta donde la educación del colegio de monjas no le permitía siquiera pensar para comprender en definitiva que estaba enamorada de ese hombre y que precisamente necesitaba esos momentos para seguir sintiendo la tierra bajo los pies pues era con él que el mundo adquiría sus verdaderas formas y colores frente a la neblina aún por disipar que había sido hasta el momento. Stephen era todo lo que siempre había deseado, ese armazón de hombre hecho a sí mismo, moderno y con modales propios de un caballero de los tiempos legendarios, de naturaleza callada pero acogedora. La primera vez ella había llorado no por esa rotura y la sangre que las amenazas de la vieja sor portuguesa hacían imaginar similares a una herida de guerra terrible, sino por la alegría de haberlo hecho precisamente con alguien muy delicado, tanto o más preocupado de su bienestar que de su propio placer. Ahora, aún entre los gemidos de ambos, ella no podía apartar de la cabeza la tristeza que ese día su amante traslucía. Cuando acabaron y, como siempre, quedaron abrazados en el sofá, ella ratificó su primera impresión y una nube de angustia enturbió la alegría que solía sentir en esos momentos: Stephen parecía disgustado. —¿Qué te pasa? —preguntó con prevención. —María, eres una chica tan guapa… —masculló el con una sonrisa triste—. No sé cómo quieres estar con un viejo como yo. —No seas tonto —protestó ella peinándole con los dedos—. Como decimos aquí, estás hecho un roble. Fíjate en tu pelo: completamente castaño, sin una sola cana. Ya quisieran muchos de mis compañeros de facultad tener tu porte. —Eres maravillosa —concluyó él besándole la frente. —¿Pasa algo, Stephen? —Problemas con el trabajo. Tengo que dejar España. —¿Qué? —He tenido un par de errores con las ventas y mis jefes están muy enfadados. Quieren que vuelva a Estados Unidos. Es una especie de castigo. —Pero eso no es justo —saltó Lupe con los ojos llenos de lágrimas—. Tú no tienes la culpa de que los del Ministerio de Comercio sean unos incompetentes y… 115
—María, me encanta tu inocencia —la interrumpió él con un leve beso en los labios—. Éste es un negocio muy duro, hay que estar al cien por cien siempre y yo, por lo que parece, no lo he estado. He hecho todo lo que he podido, me he sacrificado e incluso he ¿tragado? —María asintió, angustiada— tragado con cosas que no me convencían en un principio pero, no les sirve. —No es justo —repitió Lupe, vertiendo las primeras lágrimas. —Me encanta tu país, pero no me queda más remedio que regresar al mío aunque… —¿Sí? —María, esto es… Nunca me había pasado hasta ahora. Es una locura, yo… Creo que me he enamorado de ti como un colegial, ya sé que soy mucho mayor que tú, que apenas nos conocemos y que no llevamos más que unos días juntos, pero, por favor, ven conmigo. No voy a ser capaz de irme sin ti. —Stephen, yo… —Nos casaremos en Nueva York, nada más lleguemos. Ya verás, te va a encantar mi ciudad. Allí puedes acabar tus estudios o, mejor aún, cumplir tu sueño, allí hay escuelas de cine. Podrías hacerte cineasta, que es lo que de verdad te gusta. No sé, lo que tú quieras. Qué me dices. —Claro, sí —contestó ella abrazándolo y besándolo frenéticamente y vertiendo un nuevo volumen de lágrimas aunque, en este caso, de auténtica alegría—. Yo también te quiero. Eres lo mejor que me ha pasado en mi vida. —Darling… —Había estado tan deprimida con lo de Amelia… —¿Amelia? —interrumpió él asustado. —No te lo había contado, ¿verdad? Es una cosa de la que no me gusta hablar. Amelia Pérez Pardeza era mi compañera de habitación y mi mejor amiga. Hace unos meses apareció asesinada en casa de su profesor, seguro que leíste algo en los periódicos, y yo estaba muy triste, hasta que te conocí. Tú me devolviste la alegría, pero… ¿por qué te has puesto tan serio, Stephen?
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Él aún estuvo con gesto intranquilo unos segundos eternos en los que Lupe se preguntó horrorizada si no se estaría arrepintiendo ya del paso a emprender. —No pasa nada, my love —contestó por fin con una sonrisa de lado—. Sólo estaba pensando que, si nos damos prisa, podemos estar en Ávila en dos horas o menos. Quiero hacer las cosas bien: voy a pedirle tu mano a tu padre. Venga, vamos a coger el coche.
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EPÍLOGO xcelentísimos miembros de la Academia: Este año su generosidad ha sido ilimitada al hacerme copartícipe del premio con el señor Glaser. De esta forma, están galardonando un gran descubrimiento por una parte y, por otra, una teoría fallida en su desarrollo final que, sin embargo, salvó muchas vidas en un determinado momento. Todo porque la codificación de variables de naturaleza psicológica mediante datos objetivos vino a revelarse finalmente como una simplificación excesiva. El ser humano es algo mucho más complejo, con dimensiones más profundas que la simple ecuación estímulo-respuesta. Sólo si el científico comprende eso y, finalmente, lo convierte en base de su trabajo, podrá en un futuro no muy lejano predecir cualquier acción violenta y actuar en consecuencia, pero siempre desde la ética y el más profundo respeto a los Derechos Humanos. Hace ya 22 años se hizo la ERU para parar una matanza. En la actualidad, el dispositivo a cargo de la ONU sigue previniendo los conflictos bélicos, pero la muerte y el sufrimiento siguen azotando la humanidad y es nuestra labor luchar contra ellos desde nuestra fortaleza epistemológica. No puedo dejar de decir que al recoger este premio me siento muy solo. Quisiera que hoy me acompañaran Amelia Pérez Pardeza y Mario Gurméndez. Ambos fallecieron hace doce años en trágicas y oprobiosas circunstancias y los dos fueron artífices de una u otra forma de la eficacia del dispositivo actual. —¿Qué estás haciendo? —preguntó Goyo al entrar e Ibáñez no pudo evitar un leve sobresalto, como si hubiese sido cogido en falta. —Nada, un borrador del discurso… —¿Tan pronto? Pero si aún faltan unos meses. A ver… —antes de que Ibáñez pudiese protestar, Goyo había cogido el folio y, tras calarse sus gafas, se puso a leerlo. Tal y como era de esperar, frunció el ceño en la parte final cuando apareció el nombre de Mario. —Son sólo unas ideas. Hay que pulirlo. —Sinceramente, Cris, yo de ti lo cambiaría todo, parece que no quisieras el premio. 118
—¿Tú crees? —Siempre estás hablando del fracaso de esas dichosas variables conductistas, como si tu descubrimiento no fuese de los más importantes del último siglo. Convéncete de una vez: eres el mayor genio científico que ha dado este país y, quizás, el mundo. —¿Tú crees? —repitió Ibáñez levemente ruborizado de satisfacción. —Vaya si no. Nunca un Nobel ha sido tan merecido como éste. —Bueno, ese Glaser es un tipo de 34 años que ya ha hecho una cámara de burbujas para la investigación atómica y… —Nada, nada. Es a ti a quien le debían el premio, convéncete. No tienes que ir a Estocolmo humillado, como si te estuvieran dando una limosna, y tampoco tienes por qué vivir en el pasado, recordando continuamente a los muertos, sobre todo a ese Mario. Por favor, Cris. Era un gran científico, pero también era un traidor, al país y a ti, sin contar lo demás. Ni siquiera creo que aquí siente bien ese homenaje a una figura así. Es a tus celos a los que no les sienta bien ese recuerdo, resumió Ibáñez para sí. Sabía que cada vez que, de una u otra forma, mencionaba aquel nombre lastimaba a su compañero en lo más hondo y una tonelada de culpabilidad le aplastaba entonces, pero no podía evitarlo. Mario iba a seguir presente siempre, era ya parte de él. —Será mejor que espere a que venga la niña y me ayude con el discurso. Ella es la que sabe de letras —se rindió finalmente. —Mecachis, que me olvidaba —recordó Goyo dándose un manotazo en la frente—. Tu hija llamó hace un rato, cuando tú bajaste al quiosco. Dice que cogerá el tren y que no sabe segura la hora de llegada, así que mejor vas tú solo a Prado del Rey y ella te sale allí desde la estación. —Pero así no va a estar durante la entrevista… —farfulló Ibáñez decepcionado. —Claro que sí, hombre, no seas agorero. Con lo que aún van a tardar en pasarte al estudio a ella le da tiempo de sobra. Caray, qué tarde es —dijo Goyo al ver la hora en el reloj de la mesa—. Marcho a la escuela, ¿te acerco hasta la facu?
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—No, no hace falta. Hoy sólo tengo una reunión a las seis. Ya cogeré un taxi después. —Desde luego, qué vida lleváis los catedráticos. Bueno, marcho —se despidió tras depositar un beso rápido en la coronilla de Ibáñez—, y vete pensando a qué sitio me vas a llevar este año por mi cumpleaños —la norma de convivencia de los últimos cinco años había sido un puntual regalo de viajes en esa fecha señalada en prevención de objetos mal elegidos a los que no poderse negar. —Al Escorial, que queda ahí al lado —bromeó Ibáñez. —Venga, Cris. No se cumplen cuarenta y cinco todos los días, y quiero ir a un sitio bonito. —Venga, ya hablaremos después. No vaya a ser el maestro el último en entrar. —Tienes razón —aceptó Goyo—. Por cierto, hoy tengo reunión de padres, llegaré tarde. Ibáñez volvió al folio que estaba escribiendo y lo revisó con un nuevo espíritu crítico: tenía razón su novio. No se podía vivir anclado en el pasado, y menos aún quien había hecho un dispositivo que de una u otra forma predecía el futuro, aunque solo fuera el referido a tropas y batallas. Hizo trizas el papel y lo arrojó en el cubo de basura de la cocina. Tenía tiempo de sobra para prepararse otro café y saborearlo con calma mientras acababa de leer el periódico y en su momento ya le ayudaría su hija con las palabras. Al fin y al cabo, era una flamante licenciada en Filología Hispánica. © Mª Concepción Regueiro Digón
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