Editor: José Joaquín Ramos de Francisco. Co–editor: Albino Hernández Pentón. Ilustrador de portada: Guillermo Romano. Resto ilustradores: Pedro Belushi, Mario C. Carper, Jorge Vila y William Trabacilo.
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ÍNDICE: PRÓLOGO................................................................................................................. 1 ANTIGUALLA por Miguel Martín Cruz............................................................................................ 5 ARSAHUAYA por José Antonio González Castro ........................................................................... 7 BLANCO COMO LA ESPUMA Giampietro Stocco Traducción del italiano por Adriana Alarco de Zadra ........................................ 13 BATTLE DEATH por Rakel Archer ..................................................................................................... 46 CONSCIENCIA IRREVERSIBLE por Luis Barrera Bermejo....................................................................................... 52 DESAPARECIDA por Frank Roger Traducción Carlos A Duarte................................................................................... 55 EL ASCENSOR por José Carlos Canalda Cámara........................................................................... 58 EL ASESINO SIN MANCHAS DE SANGRE EN LAS MANOS por Frank Roger Traducción Graciela Lorenzo Tillard .................................................................... 65 EL EDIFICIO Roberto Malo............................................................................................................ 70 EN EL JARDÍN BOTÁNICO por Adriana Alarco de Zadra ................................................................................. 76 ENTONCES por Juan José Castillo.............................................................................................. 78 HISTORIAS DE FAMILIA por Sergio Bayona .................................................................................................... 90 INFILTRADA por Ramón San Miguel............................................................................................ 99 LA CALAVERA MAYA DE CRISTAL por Jorge Martínez Villaseñor.............................................................................. 101 LA CUEVA por Sergio Llamas Díez.......................................................................................... 116 MANCHAS DE SANGRE por Frank Roger Traducción de Albino Hernández Pentón ........................................................... 131 MULTIPLICIDAD por Paula Salmoiraghi y Erath Juárez Hernández............................................. 134 NADIE OS CONTARÁ UNA HISTORIA COMO ÉSTA por Félix Amador Gálvez ...................................................................................... 139 OBEDECER por Adriana Alarco de Zadra ............................................................................... 148 SUEÑOS DE PLÁSTICO AMARILLO por Miguel Martín Cruz........................................................................................ 151 UN HORROR DE SERVICIO por Ramón San Miguel Coca ................................................................................ 161
UN NUEVO CORAZÓN por Adriana Alarco de Zadra ............................................................................... 170 VENTA PUERTA A PUERTA por Juan José Tena ................................................................................................ 173
PRÓLOGO
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stimado Lector: El miedo está ligado al hombre desde sus orígenes, cualquiera que hayan sido éstos. Su constante presencia está expresada en los mitos de la creación, en las tradiciones, en el surgimiento de los dioses y la magia como medio de exorcizar el mal o de producirlo. El infierno, los demonios, las criaturas que pueden nublar el raciocinio del más valiente se encuentran presentes en todas las culturas humanas. Son la expresión de nuestros temores ocultos convertidos en símbolos. Numerosas generaciones lo han plasmado en sus obras de arte con mayor o menor acierto, utilizando para ello diversos escenarios: desde castillos y monasterios en el terror gótico, hasta los ambientes más cotidianos y realistas del terror moderno.
La estética ha ido variando con el transcurso del tiempo. El romanticismo se ha transformado en erotismo e incluso en pornografía, el «susto» ha sido sustituido por el efecto psicológico, las escenas de tímidos fantasmas por la violencia gráfica del Gore, en algunos casos. Pero la esencia permanece. Hoy tenemos el placer de presentarles una serie de autores cuyo ingenio tiene poco que envidiar al de los maestros del género. ANTIGUALLA de Miguel Martín Cruz nos demuestra cómo el poder de la tecnología puede influir en nuestra apariencia, llegando a ser nosotros mismos. Ya no existe la posesión demoníaca, sino la posesión tecnológica. En ARSAHUAYA de José Antonio González Castro son los demonios de la psique quienes desatan la tragedia. Procuren no suministrarles la ayudita preceptiva. El terror puede venir del espacio para subyugarnos como en BLANCO COMO LA ESPUMA de Giampietro Stocco. Procuren no ser excesivamente curiosos o cultiven su fuerza de voluntad. La muerte puede esconderse en un juego para video consola. Así ocurre en BATTLE DEATH de Rakel Archer. Tengan cuidado con lo que compran. ¿Cuál es el mejor castigo para un criminal? ¿La carcel perpetua? Se me ocurre uno mejor. El que ha imaginado Luis Barrera Bermejo en CONSCIENCIA IRREVERSIBLE. 1
No hemos olvidado el Homenaje al maestro Hitchcock con DESAPARECIDA de Frank Roger. Tengan cuidado con los vagabundos y sus sucias caravanas. José Carlos Canalda tiene la particularidad de adentrarnos en universos axfisiantes de espacios reducidos. Esta vez es la caja de un ascensor, no un ascensor cualquiera, sino EL ASCENSOR. No lo lean si tienen que subir a menudo a un decimoquinto piso. En EL ASESINO DE MANCHAS DE SANGRE EN LAS MANOS de Frank Roger se confunden locura, imaginación y realidad para ocultar una serie de asesinatos. Imperdible. ¿Un edificio puede sentir celos? Es más, ¿un edificio puede tener un carácter posesivo? Roberto Malo opina que sí y ha escrito su relato EL EDIFICIO bajo esta premisa. En la literatura y la cinematografía abundan las transformaciones en hombres-lobo, seres de poderes extraordinarios, o incluso en moscas pero nadie que conozca ha explorado la transformación en una planta. Nadie excepto Adriana Alarco de Zadra en su cuento titulado EN EL JARDÍN BOTÁNICO. El tema de los zombies es un subgénero maldito dentro del que estamos tratando y lo es por lo manido de sus clichés. No obstante ENTONCES de Juan José Castillo es una honrosa excepción a la regla porque no acude a esos clichés y trata de darle un nuevo tratamiento al tema. HISTORIAS DE FAMILIA de Sergio Bayona quizás sea el menos terrorífico de los cuentos aquí incluidos pero cae cerca del ecuador del libro y quería darle un tono más relajado al mismo. Sin embargo tengan cuidado, no lo lean a la caida del sol pues al llegar a cierta parte del mismo, pueden verse absorbidos por la pantalla de su ordenador. No vale imprimirlo, el efecto es el mismo. Los cultores de los mitos de Chtulhu son muchos. Literariariamente hablando. Nos vamos a encontrar versiones jocosas como INFILTRADA de Ramón San Miguel Coca o más dramáticas como LA CALAVERA MAYA DE CRISTAL de Jorge Martínez Villaseñor. El primer relato es un divertimento pero el segundo tiene más seriedad por decirlo de alguna forma. La diferencia estriba en que en el segundo acabará dependiendo nuestra supervivencia de la acción de los protagonistas.
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En el siguiente cuento, LA CUEVA, Sergio Llamas nos enfrenta a un horror de carácter supernatural que ni hoy en día somos capaces de explicar a pesar del poder mediático de la televisión. La obsesión por los individuos alienados y los asesinos en serie de Frank Roger es paradigmática. Tan paradigmática como la obsesión por la manchas de sangre de la protagonista de MANCHAS DE SANGRE. La esquizofrenia es un recurso eficaz en las obras de terror. PSICOSIS es un buen ejemplo. Pero, ¿qué pasaría si esa esquizofrenía permite un desdoblamiento tanto de la mente como del cuerpo? Paula Salmoiraghi y Erath Juarez Hernández exploran esta posibilidad bajo la luz del sentimiento de culpabilidad provocado por un delito. ¿Creen en los milagros? ¿Y si tuvieran una vaga explicación científica? ¿Qué efecto tendría en los expectadores? Félix Amador Gálvez aporta esa pequeña explicación científica al mito de la resurrección en NADIE OS CONTARÁ UNA HISTORIA COMO ÉSTA y explora las reacciones de los expectadores en una situación límite. Todo sistema de poder tiende a la obediencia absoluta si no se le opone un contrapoder. Adriana Alarco de Zadra parece querer avisarnos que nos fiamos excesivamente de las nuevas tecnologías y estamos creando un estado totalitario como el de OBEDECER. ¿Qué decir de SUEÑOS DE PÁSTICO AMARILLO de Miguel Martín Cruz? ¿Creerían ustedes que un simple patito de goma amarilla curaría a su hijo? ¿Y si por la noche ocurriese un ritual diabólico? No creo que exista padre que se haya enfrentado a semejante dilema. Todos nos hemos padecido un pésimo servicio de hostelería pero, tengan cuidado, nunca se sabe hasta qué punto pueden ser perjudiciales para la salud determinados servicios de restauración. Si no me creen pregunten al protagonista de UN HORROR DE SERVICIO de Ramón San Miguel Coca. El tema de la explotación infantil es un hecho que Adriana Alarco de Zadra vive de forma lacerante en su país natal, Perú. No es de sorprender que haya escrito un relato tan sobrecogedor como UN NUEVO CORAZÓN. Sobrecogedor es también el relato de Juan José Tena, VENTA PUERTA A PUERTA. Bueno tal vez ustedes no piensen lo mismo si no son del oficio. Conste que no pienso rebajarlo ni un ápice de macabro. Bien no digan que no les avisé antes de leerlo. Claro que si odian a este tipo de vendedores hasta llegar al sadismo, tal vez disfruten. 3
Llegados a este punto, lo único que nos queda es desearles una «feliz» lectura. Los Editores
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ANTIGUALLA por Miguel Martín Cruz
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esultaba extraño que sonara el viejo móvil de Jaime, el chico menos popular del colegio. Jaime era bajito, con una sobrecarga de kilos y llevaba gafas de culo de vaso que parecían llenar por completo su cara. En el televisor pasaban una serie de dibujos animados que ya habían puesto otras veces, como un bucle infinito de programación catódica.
El día anterior había sido su cumpleaños y su tío, al que sólo veía dos veces al año, le había dado a elegir entre un sobre con dinero y una caja envuelta con papel de regalo de vivos colores. Jaime siempre elegía la caja, sólo un estúpido se conformaría con un poco de triste dinero. Como resultado, un nuevo y flamante celular descansaba en uno de los bolsillos de sus vaqueros. Le había colocado la tarjeta y la batería del antiguo, de modo que no tenía sentido que el otro sonara. Estiró el brazo hasta la mesa y cogió el viejo aparato que no dejaba de zumbar, oprimió el botón rojo y rechazó la llamada, al mismo tiempo que hacía a un lado la posibilidad de que se tratara de algo importante. Siguió viendo los dibujos hasta la tarde cuando el teléfono viejo volvió a hacer de las suyas. Jaime lo tomó y le abrió la placa trasera. Comprobado: no tenía batería.
© Pedro Belushi
Volvió a pulsar la tecla roja y el sonido cesó. Poco antes de la cena, cuando Jaime ya casi había olvidado el asunto, escuchó de nuevo la dichosa melodía. El chico frunció el ceño, corrió a su habitación, cogió el teléfono con las dos manos, aceptó la supuesta llamada y tras un leve crepitar al otro lado de la línea, escuchó un susurro que le hizo palidecer: «Ahora tú eres yo, y yo soy tú». —Vamos, cariño, es la
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hora de la cena —gritó su madre desde el comedor. Jaime corrió hasta el salón se sentó a la mesa y preguntó qué había para cenar. En mitad de la velada, el viejo móvil, ahora sobre el aparador, volvió a la carga; en esta ocasión su madre fue la que respondió: —¿Sí? Escuchó un sonido tenue, como si la voz estuviera enterrada bajo metros y metros de tierra: —¿Mamá? —Lo siento, creo que te has equivocado de número —contestó ella a la vez que pulsaba la tecla roja. Luego miró a Jaime, que sentado a la mesa engullía un poco de pollo asado, y le preguntó—: ¿No es éste el teléfono viejo? —Sí, pero no ha dejado de molestar todo el día. La madre se acercó hasta el cubo de basura y tiró la antigualla dentro. —Solucionado —dijo. Desde su asiento, sin gafas, sensiblemente más alto y con unos cuantos kilos menos, Jaime sonrió. © Miguel Martín Cruz MIGUEL MARTÍN CRUZ (Madrid, 1980), es Biólogo y gran aficionado (entre otras cosas) a la literatura y cine de Terror y Ciencia-Ficción. Escritor de artículos, críticas y relatos cortos, es colaborador de las páginas web de género Aullidos y Terroria, y de la web y revista de música Rockestatal. También ha publicado algunos microrrelatos en el ezine Efímero.
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ARSAHUAYA
por José Antonio González Castro La razón es la última corteza de la mente humana, pero debajo de ella se esconden terrores sin nombre
Freud I
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uando era niño una de las preguntas que con más frecuencia me hacía era: ¿qué son las estrellas? Recuerdo que en ese entonces sufría terribles pesadillas y, como una manera de postergar el momento de irme a dormir, solía quedarme hasta altas horas de la madrugada en el jardín de mi casa observando el cielo estrellado. Allí me había construido un pequeño fuerte, con palos y tablones, que usaba a modo de refugio y observatorio astronómico. ¿Cómo se llamará ese grupo de siete estrellas que forma un pequeño y gracioso signo de interrogación? ¿Vivirá alguien allí arriba? Por entonces, la escasa iluminación del pueblo me permitía disfrutar de todo el esplendor celeste.
Fue en uno de aquellos años cuando conocí a Marcos Sandoval. Vivíamos en el mismo pueblo y como compartíamos aficiones similares, pronto surgió entre nosotros una gran amistad. Tras estudiar ciencias químicas, su atención principal se dirigió al estudio de los principios activos de las plantas a las que los chamanes consideran sagradas, así que era habitual que desapareciera durante algún tiempo para perderse en alguna remota selva de Sudamérica. Hace unos años, surgió en mí un fuerte interés por los mitos y creencias religiosas de otros pueblos, por lo que, cuando me era posible, me desplazaba a algún exótico y lejano país. No era infrecuente que, debido a nuestros intereses afines, Marcos y yo viajáramos juntos, como el viaje que hace unos cinco años hicimos al Tíbet. Allí quedamos fascinados por las supersticiones y la concepción del mundo que tenían los lamas tibetanos, de los que se decía que, mediante un entrenamiento constante en el arte de la meditación y la visualización, podían llegar a materializar objetos y seres a voluntad. Entonces aprendí a meditar y, durante un tiempo prolongado, estuve utilizando las mismas técnicas con vistas a conseguir lo que de ellos se afirmaba, aunque sin éxito alguno. A pesar del intento fallido, la experiencia sirvió para que tomara la meditación como una sana costumbre diaria, que me producía una serenidad y paz mental como no había tenido antes. 7
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n día, tras volver de uno de aquellos viajes de investigación que acostumbraba hacer en solitario, Marcos me llamó entusiasmado para decirme que había descubierto algo que me interesaría, y que le había costado conseguir, pero que, al final, lo traía consigo. De inmediato, pensé que se trataba de alguna hierba o poción mágica, pues conocía la disposición de Marcos a experimentar lo que veía hacer a los chamanes durante sus ritos mágicos; como aquella vez que estuvo en México, donde tuvo su primera experiencia psicodélica con hongos. Y en efecto, en eso consistía; pero para mi sorpresa, me dijo que había conseguido extraer su principio activo y lo había potenciado en el laboratorio. Y se sentía impaciente por mostrarme su secreto.
Por naturaleza, Marcos era impulsivo y audaz en todo lo que se proponía. Había logrado describir la estructura molecular de la quinina y tenía una brillante carrera en una compañía farmacéutica. Y ahora, gracias a sus conocimientos de química, había conseguido potenciar los efectos nootrópicos de una planta procedente de una remota región y me impelía a reunirme con él. He de reconocer que, en cierto modo, le envidiaba. Así que, durante todo el tiempo que restó hasta la cita, no hacía otra cosa que preguntarme cómo lo había conseguido, pero sobre todo, qué efectos tendría sobre la mente humana. Quedamos en vernos en mi tranquila casa de campo y apenas llegó comenzó a hablar precipitadamente, como hacía siempre que algún tema le apasionaba: —En un principio pensé que sólo se trataba de leyendas, de historias fabulosas, pero tenía indicios para sospechar que debía haber parte de verdad detrás de todo ese asunto. Había algo en mí que me decía que tenía que existir. Ya sabes cómo soy, tengo esa especial intuición... —dijo esbozando una sonrisa pícara—. Es la mítica arsahuaya, sus hojas contienen una sustancia diferente a todo lo que he probado —continuó de manera enigmática mientras extraía del bolsillo de su chaqueta una bolsita de cuero—. Según los brujos que la conocen es un regalo enviado por los dioses, y muy poderosa. Pero lo mejor de todo es que sus efectos duran tan sólo unos minutos —siguió diciendo mientras abría la bolsita y volcaba parte de su contenido sobre la palma de su mano.
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—¿Qué tan poderosa es? Es decir, ¿crees que esto servirá para ampliar el poder de visualización? —pregunté mientras inspeccionaba, de cerca y con ojos curiosos, lo que Marcos me mostraba. —Así es, y por eso he venido. Posee una interesante propiedad que te va a venir muy bien para las técnicas de meditación que has estado utilizando. Allí fuman sus hojas para comunicarse con entidades desencarnadas y con sus guías espirituales. Dicen que cada chamán debe crear mentalmente el suyo propio para que, en futuros viajes al otro lado, el guía le dé consejos útiles, le auxilie para encontrar objetos perdidos y para sanar a los enfermos de la tribu. También le ayuda a no perderse en los laberintos que hay en el más allá y pueda evitar a los demonios que aguardan en cada rincón. Me contaron que la gente del pueblo en ocasiones ve a esos guías espirituales vagando por el poblado durante días, para desaparecer súbitamente poco después. Lo que te he traído es un fuerte disociador de la conciencia y multiplica cincuenta veces la potencia visionaria de una persona. Estoy seguro de que no existe en el planeta ningún enteógeno tan potente como éste. —Lo que estás es loco —dije sonriendo con ironía—. Pero todo lo que has conseguido es impresionante, Marcos. Quizás usando las técnicas de visualización que aprendí y esto... obtengamos por fin algo interesante. ¿Lo has probado ya? —pregunté. —Aún no. Pensaba hacerlo aquí, contigo —respondió. —Déjame a mí primero —sugerí mientras me dirigía a por un bong que tenía guardado en un mueble, donde colocamos un pequeño montón de diminutos fragmentos de hojas. A Marcos le pareció bien. En aquel momento consideramos que la cantidad escogida era suficiente para una primera toma y, aun-
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que sabíamos que nos enfrentábamos a algo desconocido, nuestro afán por abrir las puertas de la percepción y conocer los rincones ocultos de la mente era mayor que el temor al peligro que siempre acecha cuando uno intenta desentrañarlos. Tras varias inhalaciones profundas del extracto concentrado, me tumbé de espaldas con los ojos cerrados en la cama de la habitación en la que nos encontrábamos. El principio activo no tardó en hacer efecto. Pronto me di cuenta de la facilidad que tenía para visualizar objetos en mi mente con lo que yo llamaría una «calidad fotográfica», y también con los ojos abiertos. Podía ver claramente cualquier cosa que imaginara como si estuviera allí mismo, incluso podía percibir su textura: personas, montañas, árboles, nubes, cuevas, animales salvajes, muchas de ellas relacionadas con aspectos primitivos de la naturaleza que surgían sin una intención consciente. Mientras, una agradable sensación de paz invadía mi cuerpo y, con cada latido de mi corazón, fluían oleadas de un profundo sentimiento de serenidad que recorría todo mi ser. Así durante lo que me pareció una dulce eternidad... III
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e repente, un grito de Marcos me sobresaltó e hizo que me levantara de un salto en la cama. Al abrir los ojos, los efectos de la droga pa© Pedro Belushi recieron desvanecerse de inmediato.
—¡Mira, ahí, detrás de ti! —gritó alterado, apuntando con la mano—. ¡Ha aparecido de la nada! —¡Por Dios santo! —exclamé tras girarme hacia donde señalaba y ver lo que allí había—. ¿Qué demonios es... eso? —balbuceé mientras retrocedía. Ahí estaba esa criatura monstruosa, de pie frente a mí, inmóvil y observándome, impasible. Nada semejante a lo que yo me había esperado; de unos dos metros de altura y mitad humano, mitad bestia, lo que más destacaba de su silueta eran las imponentes alas de murciélago plegadas sobre la espalda de modo que parecía una perfecta simbiosis entre un sátiro y una gárgola. Su cuerpo, desnudo y musculoso, dejaba ver un enorme falo erecto y una espesa capa de pelo rojizo le caía por la espalda, cubría su cintura y llegaba hasta sus patas, gruesas, semejantes a las de un macho cabrío. Su 10
rostro, cubierto de una larga barba, resultaba grotesco, con cejas y pómulos prominentes, una nariz chata, orejas puntiagudas como las de un zorro y un par de protuberancias sobre la cabeza a modo de incipientes cuernos. Y sin embargo, en su expresión había algo de tristeza y compasión. Un extraño olor acre y nauseabundo invadió toda la estancia. Entonces resonó en toda la habitación una voz –que no me pareció que procediera de su boca, cerrada en todo momento–, profunda y desprovista de inflexiones, como si la persona que hablara no estuviera acostumbrada a pronunciar palabras; y exclamó: —A tus órdenes, padre... Y en ese momento sus ojos se humedecieron y dejaron caer lo que me pareció una lágrima, mientras inclinaba su cabeza hacia un lado y extendía sus brazos en mi dirección con las palmas para arriba, como en un acto de sumisión. Yo no podía dar crédito a lo que veían mis ojos. ¿Qué significaba todo aquello? Entonces tuve la terrible © Pedro Belushi impresión de que un poder misterioso estaba actuando sobre el entorno; los objetos de la habitación adquirieron una tonalidad extraña, con colores vibrantes, como si estuvieran ardiendo. Parecía que una energía maléfica hubiera surgido desde las profundidades del mismísimo infierno y se estuviera apoderando de todo lo que nos rodeaba. Una fuerza que me hechizó, puesto que no pude soltar palabra alguna. Es más, me hallaba inmovilizado e incapacitado para huir o realizar cualquier acción. Pero esta incapacidad desapareció a los pocos segundos, cuando ocurrió algo inesperado; en un momento, Marcos me agarró del brazo en un gesto por marcharnos de allí cuanto antes, y la bestia, por primera vez hasta en-
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tonces, fijó su atención en él. Y de una manera imprevisible y con un movimiento veloz, se lanzó sobre mi amigo, que cayó al suelo. La criatura se agachó hacia su cuello y él sólo pudo dar un grito ahogado. Fue lo último que oí, porque entonces se me nubló la vista y me desplomé, desmayado. Al despertar poco después, el monstruo había desaparecido, pero allí estaba el cuerpo de mi amigo, tendido en el suelo sobre un charco de sangre, con la cabeza separada del tronco descansando sobre su pecho. IV
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este momento me encuentro aquí, enclaustrado entre estas paredes blancas y vigilado constantemente, atormentado por lo ocurrido; porque mi amigo está muerto y porque nadie cree mi historia.
Ahora conozco el potencial de esa extraña droga: su capacidad para activar resortes ocultos en la mente y despertar elementos oscuros y enterrados desde hace mucho tiempo en el inconsciente. Y su misterioso poder para proyectarlos al mundo real en forma de entidad autónoma. Desde esta lúgubre habitación escribo estas líneas mientras observo a las Pléyades allá en lo alto a través de mi ventana, y vuelvo a hacerme la misma pregunta que se hiciera aquel niño de mente inquieta bajo una noche estrellada de verano: si verdaderamente estamos solos, si existen otras civilizaciones distantes, o si esos mundos con sus demonios ya están aquí. Aquí, sí, pero no entre nosotros, sino en lo más profundo de nuestra psique a la espera de ser despertados. © José Antonio González Castro JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ CASTRO nació en Cádiz en 1970. Le interesan temas tan diversos como la divulgación científica, la filosofía, la mitología, las religiones antiguas y la psicología, algunos de los cuales se ven reflejados en sus relatos. La capacidad para producir sentimientos asfixiantes que atrapen al lector le parece fascinante, por lo que se decanta por el terror, en especial aquel que tiene que ver con lo psicológico y lo sobrenatural. Sus autores favoritos son los clásicos de finales del siglo XIX y principios del XX, como Arthur Machen, Algernon Blackwood, Poe y Lovecraft.
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BLANCO COMO LA ESPUMA Giampietro Stocco Traducción del italiano por Adriana Alarco de Zadra
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1.
zio Firpo giró nuevamente su cigarro en la boca. Ocho horas antes fue un habano perfumado, un pequeño regalo que se hacía a sí mismo todas las tardes antes de terminar la inspección. Eso no era necesario, ya que la flota de remolcadores que estacionaban bajo el Puente Parodi tenía suficientes pilotos para patrullar todo el puerto de Génova. Sin embargo, él, Firpo, con una vida pasada en el mar, seguía las mismas costumbres desde que su mujer lo abandonara dos meses atrás. A las 19:30, una cena frugal; a las 20, una copita de licor; a las 20:30, la salida de inspección a bordo del Croacia. Sus colegas lo aprobaban, él era feliz y parecía transmitir su alegría también a la nave. Amaba ese casco de color anaranjado con aspecto poco agraciado que encerraba la potencia y la maniobrabilidad de un bergantín. La nave era su fiel compañero de aventuras que no lo reprendía jamás aunque llevara puesta la misma camisa durante tres días, o se dejara crecer la barba; ni siquiera si se abandonaba a su pequeño vicio de lujo. Apenas levaba el ancla, Firpo se ponía cómodo, abría con aire de gran conocedor su cajón cerrado con llave y extraía una caja metálica anónima. Con una uña levantaba la tapa y, finalmente, extraía un habano. Se lo acercaba a la nariz, con solemnidad, para aspirar el aroma a especias, y le cortaba una extremidad. Luego, encendía a la vez el cigarro y el motor, e inspeccionaba el golfo navegando durante media hora hasta la embocadura del dique foráneo. Navegar ida y vuelta por ese trayecto del mar lo calmaba. Las aguas, tranquilas o agitadas, acariciaban el casco con dulzura al lado costero de la barrera. No encontraba sorpresas desagradables; una vez regresó a casa una mañana y encontró medio armario vacío y un papel colgando sobre el refrigerador con dos líneas garabateadas. Firpo detestaba los sucesos imprevistos y se lo repitió varias veces, durante esa noche de julio. La luz era vívida, casi lo enceguecía. El cielo de levante había aclarado, proyectando un resplandor espectral sobre la ciudad asomada sobre el golfo. Un arco de color diamante atravesaba la noche, partiendo desde las colinas 13
para ir a morir al otro lado en Punta Chiappa. Iluminado por un relámpago, el monte de Portofino resplandeció por unos segundos. Reveló sobre las aguas una burda mole, para regresar en seguida a las tinieblas y al silencio. Ocho horas antes. En ocho horas, el trayecto de mar entre la salida del puerto de Génova y Punta Chiappa se convirtió en uno de los más transitados del mundo. Unidades de la Marina Militar se entrecruzaban con cautela, tratando en vano de establecer un cordón de protección que mantuviera lejos a barcos, embarcaciones con motor fuera de borda y lanchas a motor, cada vez más numerosas, que transportaban periodistas o simplemente curiosos. En medio de las naves repletas de humanidad frenética, estaba también el Croacia. Una hora después de que la luz color diamante muriera delante del promontorio de Portofino, Firpo recibió una llamada por teléfono. Se sorprendió al escuchar la voz del presidente. Visto que era el mejor remolcador de la zona, le dijo el gran jefe, deseaban embarcar en su nave a un grupo de reporteros de la televisión nacional. ¿Estaba de acuerdo? Sin tiempo para contestar, una embarcación con motor fuera de borda se aproximó por la derecha; llevaba tres hombres, dos cámaras de televisión y una mujer. La molestia amenazaba con convertirse en íncubo. Con extraños a bordo y el mar transformado en un caos, peor del que se forma a mitad del verano, se le hacía difícil pensar que eran sólo las cinco de la mañana y el cielo estaba recién empezando a aclarar. Firpo suspiró y lanzó una mirada hacia la costa. El faro militar transformó esa
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turbia masa en movimiento en una creciente multitud de curiosos: por la carretera estatal bajaban centenares de personas hacia la playa, arrastrando sillas plegadizas y tumbonas. Maldijo, sin dejar de corregir la ruta con la mano derecha para evitar colisionar con una barca de pesca repleta de cámaras de televisión. Impotente ante los propios huéspedes, no dudó en alzar el dedo medio escandalizando al grupo a bordo de la embarcación. Todos los marineros genoveses parecían haber cambiado la perspectiva de una noche de pesca por una visita de OVNIs, fuera de programa. Resopló. Finalmente se formuló la pregunta, luego de haberla alejado de su memoria durante toda la noche. Ese arco iris plateado, ¿era la estela de un platillo volador? —Pero, ¿estamos locos? —barbotó finalmente. Movió la cabeza varias veces para alejar un malestar doloroso y creciente. Participaría en las investigaciones, se trataba de un naufragio, eso era todo. Y, sólo sobre una cosa dio la razón a la arpía de su mujer: debía dejar la bebida de una buena vez. 2. —¿Mamá? —¿Qué pasa, Mirko? Sabes que no debes usar este número. y…
—¡Mamá, Brik ha ensuciado la cocina! Me ha despertado, he ido a ver,
—¡Basta, Mirko! Sabes que estoy ocupada, caramba. Te lo dije, ¿o no? ¡Tú debes ocuparte del perro! —Pero nunca ensució antes. ¡Creo que está enfermo! —Entonces, llama al veterinario. ¡Yo no puedo hacer nada desde aquí! —Está bien, mamá, está bien. Paula Agosto lanzó una imprecación al escuchar la línea interrumpida de su teléfono celular y, con una mano, detuvo una arcada de náuseas. El remolcador emitía pestíferas exhalaciones de gasolina y su hijo acababa de cumplir dieciséis años: entre los dos problemas no sabía cuál escoger. 15
Sí, en realidad, mejor y mil veces mejor era embarcarse en plena noche en una barcaza apestosa y con malestar en la cabeza, antes que pelear una guerra sin cuartel contra un adolescente. ¿Sería posible que su hijo no comprendiera que si una periodista se precipita fuera de casa a medianoche con un maletín de viaje al hombro y un teléfono repicando en la mano, es mejor dejarla en paz? Él no quiere a una periodista. Él quiere a su madre, la amonestó una vocecita. Qué carajo. Ha crecido y debe darse cuenta, respondió su yo consciente, mientras el teléfono le transmitía otro mensaje sobre los sucesos a lo largo de Punta Chiappa. En la zona se congregaba una verdadera expedición de guerra: tres fragatas de la Marina Militar, a las que se agregaba también el portaviones Garibaldi. Sobre la zona se entrecruzaban dos cuadrillas de F104 enviados desde Pisa y las unidades aéreas de La Spezia. Paula ya estaba enterada de que se acercaban varias naves de la OTAN por mar. Por una singular coincidencia, en medio del ruido ensordecedor del remolcador, escuchó otra vez repicar su teléfono. —¡Mamá, esto es un desastre! ¡La televisión avisa que ha caído un OVNI en Punta Chiappa! —Paula resistió el impulso de abandonarse a una serie de imprecaciones. —Te lo digo y te lo repito: ¡no me llames a este teléfono que sirve solamente para emergencias! —¿Y esto, qué es? Diablos, mamá, ¿llegan los marcianos y tú no me dices nada? —¡Cállate, por el amor de dios! ¡Los teléfonos pueden estar controlados! —Entonces, ¿es verdad? Mamá, te lo ruego, ¿puedo ir yo también? —¿Te has vuelto loco? Yo tengo que hacer. ¡Y tú eres un muchachito! —Pero todos mis amigos están allí —imploró Mirko; al parecer allí era el sinónimo de paraíso—. O, por lo menos, están yendo para allá —se corrigió en tono reflexivo. —Pero tú te quedas en casa. Es peligroso. Ya estás bastante grande y sabes que… —¡No puedo ser grande o pequeño según tu conveniencia! —Paula calló, apuntando un tanto a favor de su hijo. Se apretó la nariz entre los dedos y sintió que el dolor aumentaba en la zona ocular. Dulcificó su voz. 16
—Escúchame, tesoro, en serio, y lo digo por tu bien. Aquí no tienes nada que ver. Se trata seguramente de un fenómeno natural, pero también podrían ser terroristas. ¿Entiendes? No es prudente que salgas. Hazlo por tu mamá, ¿quieres? —¡Ajá! Bien. Pero, luego, me cuentas todo, ¿verdad? —Claro que sí —repuso automáticamente Paula. No le parecía normal que Mirko se rindiera con tanta facilidad. Y ese ajá la dejaba pensativa… No tenía tiempo para pensar. Cerró la comunicación y en la pantalla de su teléfono encontró varias llamadas de la agencia. Las ignoró. ¡Si sólo pudiese estar segura de que Mirko estaba realmente bajo las sábanas! Imposible. Desde que el hijo de puta de David la abandonara llevándose casi tres cuartas partes de las finanzas de la casa, le era imposible permitirse una mucama. ¡Al diablo!, pensó. Ahora debía prestar atención a esa maldita cosa que yacía en el fondo del mar. Siempre que pudiera sobrevivir al dolor de cabeza y, sobre todo, al desastroso remolcador. 3. Amadou fue uno de los primeros en notar el cometa plateado. Porque seguro es un cometa, reflexionó, mientras medía con largos pasos un tramo de la playa cerca de Punta Chiappa. Amanecía y los vendedores senegaleses ambulantes se habían pasado la voz. Los blancos llegaban a montones desde la carretera principal al litoral para espiar la investigación sobre aquel objeto hundido a las ocho de la noche anterior. Grandes negocios, había pensado Amadou, frotándose las palmas de las manos con gusto y apurándose a llegar a la playa junto con sus otros paisanos. Los blancos eran gente extraña. Estaban tan acostumbrados a hacer una vida cómoda y encuadrada en ciertos parámetros que podían perder el raciocinio en un instante, con cualquier débil pretexto. Amadou lo sabía muy bien. Era suficiente que un moro guapo lanzara un piropo a una señora rubia de mediana edad para que ella le comprara una cartera de marca falsificada a un precio escandaloso. Y, si él podía vender cualquier cosa, por ejemplo ropa firmada con apenas «algún defecto», ¿qué necesitaba para convencer 17
a una turba de blancos bobalicones que había caído un OVNI en Punta Chiappa? Un cometa, se corrigió convencido, abriendo sus bolsones y disponiendo su mercadería bajo la luz de los potentes faros eléctricos de un remolcador que navegaba a un centenar de metros de la ribera. —¡Un cometa, qué carajo! —exclamó en voz baja y en francés, recibiendo miradas recelosas de parte de las primeras familias que se acercaban. Amadou estudió Ciencias en París y sabía que un cometa no se hunde a tres millas de la costa sin dejar rastros. Las sienes le transmitieron un espasmo imprevisto, haciéndole parpadear. Se llevó los largos dedos al pecho y encontró la consistencia familiar del cuero de su grigri. Era solamente un envoltorio, lo sabía bien, que guardaba en su interior dos hojitas de papel doblados con cuidado con algunos versos del Corán que lo protegían del mal. Le vino a los labios una tonada que le enseñó muchos años atrás su marabuto. ¿Lo protegería también de esto? Porque, en nombre del Profeta, lo que estaba sucediendo aquella noche no era absolutamente normal. —¿Qué pasa, negro? ¿Le estás rogando al grigri que te ayude a satisfacer a tu mujer? ¿Has dejado tu asta de guerra durmiendo bajo el baobab? Djibril, otro vendedor ambulante de la costa de Marfil, tenía la costumbre de llamar «negro» a su compañero de negocios, igual que a todos los senegaleses. Amadou frunció el entrecejo. Luego, sobre el rostro del amigo se alargó una sonrisa esplendente, y Djibril le tendió la mano para recibir la del amigo. —¿Eso es lo que crees? —respondió Amadou sacudiendo la mano del compañero—. ¡Como buen saïsaï que eres, no piensas en otra cosa que en las mujeres! —¿Tú me dices a mí que maltrato a las mujeres? —fingió escandalizarse Djibril alargando aún más su sonrisa. Los dientes resplandecían bajo la pálida luz del alba, pero la blancura se desvaneció rápidamente. —¿Qué te preocupa? —preguntó Djibril, en voz baja, poniéndose en cuclillas y sacando a relucir estatuillas y piezas de tela. Amadou se frunció al verlas. La artesanía de la costa de Marfil era más refinada que las formas toscas que proponían los artesanos de Dakar. Eso lo entendían también los compradores que empezaban a agruparse con interés alrededor del petate de Djibril. Amadou probó el deseo de alejarse. Levantó la 18
mirada y sus ojos se ofuscaron por las luces de los faros, pero, luego, se alejaron de la ribera. ¿Qué es ese resplandor? Una mancha blancuzca había aparecido en la orilla a lo largo del promontorio de Portofino, semejante a una capa de algas sobre el agua. Amadou dejó caer las estatuillas de madera pintadas y se llevó una mano a la frente, tratando de distinguir lo que era. De improviso, tal cual apareció, la mancha vibró débilmente y se desvaneció bajo el color blanquecino del día incipiente. En el mismo instante en que Amadou la perdió de vista, algo le ofuscó la visión y se le humedeció el rostro. Una caricia mojada que lo amonestaba y lo invitaba. Ven. Se le erizaron los pelos del cuello, como clavos atraídos por un imán. Ven, ahora. Un nuevo espasmo en las sienes: el dolor tenía una nota imperiosa. Amadou parpadeó y se despabiló. Apretó el grigri en su mano derecha. —Éste es un extraño amanecer, Djibril —dijo al amigo, en francés—. Alba de espíritus. —Noche de ánimas, amigo y alba de espíritus. El día es nuestro. ¿Trabajamos, ahora? Djibril sonrió, aún inseguro. Cuando empezó a ensalzar las maravillas de sus propios objetos, Amadou, primero en voz baja y luego cada vez más alto, entonó el salmo que le había enseñado el marabuto. A los ojos de los clientes, él no era otra cosa que un ambulante que tenía una forma curiosa de ofrecer su mercadería. Después de algunos minutos de febriles tratativas por un collar de marfil artificial, vendido finalmente en quince euros, Djibril se volteó para vanagloriarse. A su lado, abandonado, estaba el petate con los objetos de Amadou. Manos anónimas habían ya empezado a llevarse sus estatuillas. No encontró rastros de su amigo. 4.
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—Camina, ¿por qué ahora te detienes a observar las baratijas de los ambulantes? Mirko desoyó a Mónica, deteniéndose en medio de la arena, desalentado. Ni siquiera podía explicarle que se sentía torpe y fastidiado al ser empujado por el gentío que se reunía en la playa. Resistió unos empellones y decidió esperarla con un ademán de brazos cruzados. —¡Nunca he visto tanta gente a esta hora de la mañana! —replicó ella arreglándose dos ondas de su cabello rubio, que le caían húmedas—. Es tan extraño. ¡Este calor y este cielo gris! —¿Has olvidado adónde ir? —Tú y tus ideas fijas sobre los extraterrestres. No, no lo he olvidado. Sólo tengo dolor de cabeza. Mónica abandonó el espacio de los ambulantes y siguió a Mirko que se desplazaba a grandes pasos en medio de la muchedumbre. La gruesa mochila para excursiones le saltaba sobre la espalda. ¿Por qué se había dejado convencer para proseguir con esta locura? Bien, ella también sentía curiosidad. Todos los noticieros de la televisión y del radio daban la noticia de aquella insólita luz sobre Punta Chiappa y la gran playa donde se bañaban parecía ahora el teatro de un concierto de rock. En el fondo, era agradable observar la espalda de Mirko, con sus músculos tan bien delineados, las piernas delgadas y fuertes que iban caminando arriba y abajo a manera de pistones. Bueno, si el paseo al amanecer, a caza de OVNI no daba sus frutos, podían siempre apartarse detrás de los arbustos de romero y… Pero no. La muchedumbre no los dejaría en paz en ninguno de sus escondites. En todas partes encontraban sillas y mesitas. Mónica resopló pensando en la cantidad de basura que esa marea humana iba a dejar detrás cuando todo hubiese terminado. Claro que sí, pero ¿qué era lo que tendría que terminar? Vio detenerse a Mirko. Más allá de una zona que se debía respetar, donde la gente no se reunía, habían dispuesto unos cordones militares. Discretos pero inexorables, los carabineros les ordenaron regresar, mientras al otro lado de la cinta roja y blanca que delimitaba el área protegida se veían pelotones de soldados que inspeccionaban los alrededores. Muchas personas, desde lejos, captaban la escena con máquinas fotográficas, cámaras de video y celulares. Sin dar explicaciones, algunos suboficiales de la Armada trataban de desalentar a los curiosos. 20
—No me han dejado pasar, los malditos —se lamentó Mirko—. ¿Qué me decías de tu cabeza? Ahora me revienta a mí también. —Anda, vamos a casa —repuso Mónica invitándolo—. ¿No ves la cantidad de gente que hay? Me ha venido una idea contra el dolor de cabeza… —No seas tonta. Hasta mi mamá está allá afuera con otros periodistas. Hay soldados. Todo el mundo está aquí, ¿y tú quieres regresar a casa? —¡Al menos sabríamos cómo pasar el tiempo! Quizás por el dolor de cabeza o quizás por la escasa sensibilidad de su enamorado, Mónica se sentía exasperada. Cuando Mirko fue a recogerla para ir a ver el OVNI, se imaginó una situación mucho más romántica. Y, con la intolerancia de sus quince años, ahora entendía que ella no era el centro de sus deseos. Y se amargó. —Vamos, necia, ven —la invitó Mirko de improviso, cambiando su mueca egoísta por una sonrisa—. ¡Yo sé por dónde pasar! —Y le tendió la mano que ella cogió por instinto. Él la jaló de golpe, haciéndola casi caer y arrastrándola detrás de él a pesar del peso de la mochila, hasta llegar a un arbusto perfumado que no escondía nada sino sólo alguna lagartija. Pocos metros más allá, observaron que un trozo de la cinta roja y blanca que no estaba custodiada por los carabineros. Mónica se preguntaba la razón, cuando escuchó voces y gritos. Luego entendió; la gente empezaba a empujar los cordones y los militares corrían hacia el otro lado. —¿Lo ves, ahora? —jadeó Mirko por la excitación de la carrera—. No nos están mirando porque la gran mayoría de la gente se ha apretujado en la playa. Aquí hay un riachuelo. ¿Lo recuerdas? Mónica se acordaba. Se llegaba allí por un sendero estrecho que salía justamente más allá del cordón de los carabineros. —¿Ves nuestro sendero? —le preguntó Mirko con complicidad—. Desde allí se baja hasta las Piedras Coloradas. ¡Luego se toma un bote y se llega bajo el monte! —¡No nos dejarán acercarnos! Mónica vaciló y se apoyó sobre una roca. ¿Cómo hacía Mirko para tener tanta energía? Si le dolía la cabeza la mitad que a ella, tendría que estar fuera de combate. Jadeó. El calor era sofocante y no era normal a esa hora de la 21
mañana, bajo un cielo caliginoso que se confundía con el agua, justo allí, bajo el monte donde quería llegar Mirko… —Anda, vamos a dar un lindo paseo. Si no tomamos el bote podemos siempre caminar por los senderos y mirar desde arriba. ¡No hay nadie en el monte! ¡Observa tú misma! —Pero, ¿no estabas mal tú también? —Ahora estoy mejor. ¿Vienes o no? —Mirko, ¡tengo una sensación terrible! —¿Quieres decir que tienes miedo? ¿Que debo ir yo solo? Quizás allá arriba encuentre a otra chica menos difícil que tú… —No me da miedo un carajo —contestó Mónica. Enderezó la espalda y empezó a caminar. Ya le iba a enseñar a ese tontito. Y si regresaban sanos y salvos del monte, pasaría mucho tiempo antes de que Mirko pudiese poner nuevamente sus manos sobre sus senos. 5. Paula encendió otro cigarrillo, la señal para una nueva vuelta; recibió una ojeada torcida del marinero. No había viento esa mañana calurosa y pegajosa por lo que el humo azulado invadía la pequeña cabina donde estaba acurrucado el piloto. Aunque continuaba girando en la boca su puro apagado, al piloto del Croacia parecía desagradarle el humo de los cigarrillos. Todos habían visto el extraño resplandor aparecido a lo largo de Punta Chiappa y lo incitaron a navegar más rápido. Era una lástima que su barco tuviese la máxima carga que podía soportar y era un fastidio, sobretodo, que con una aceleración brusca de los motores hacia el promontorio, la Capitanía del puerto lo hubiese notado. Dos guardacostas se acercaron por la derecha y lo siguieron sin perder de vista al remolcador ni por un instante. Mar adentro, más allá de una barrera invisible que les cerraba el paso, se notaba una concentrada actividad militar. Desde que apareció el resplandor, los aviones americanos no hacían otra cosa que volar sobre el monte, llenando el aire espeso con su estruendo. Paula botó el pucho con exasperación. Se arrepintió de haber preferido seguir la noticia desde el mar en vez que quedarse en tierra firme; a lo lejos 22
en la playa, se veía el tumulto de la multitud de curiosos y los carabineros quienes, evidentemente, habían levantado un cordón. Quieren ir al monte. Ese pensamiento le llegó con total certidumbre. Y luego pensó: ¿Dónde estará Mirko? Sintió que se le cerraba la boca del estómago. No se trataba de la ansiedad habitual sino de algo muy diferente… Le pareció estar mareada, de improviso, pero lo atribuyó al balanceo del remolcador; un movimiento producido por las continuas olas generadas con el ir y venir de naves y nadadores en un espejo de agua no más ancho que unas pocas millas. Apretó los dientes y trató de alejar las náuseas. Aumentó el dolor detrás de sus ojos, pero la ayudaba a aclarar sus ideas. En los últimos dos años, Paula había tratado de salir de su propio rol de madre, ese rol que era su deber, dada su relación con David, pero con él tan lejos ahora no tenía sentido. Mirko, en cambio había crecido rápidamente. En pocos meses se había hecho más alto y más robusto y ella esperaba, o confiaba, que su niño se hubiese convertido finalmente en un hombre. Así debían ser las cosas, ¿o no? Los muchachos crecen, antes o después. Con Mirko ya casi grande deseaba, primero con ansias y luego con rabia, volver a tener un trabajo interesante. Por el contrario, había pasado años parchando las noticias. Y como si alguien hubiese escuchado su imploración desesperada aparecía ahora en la forma de un cometa plateado que caía al mar frente a su propia casa: el reportaje más importante de su vida. Esta historia debía ser suya. Tenía que serlo. Así fue que primero recibió una llamada por teléfono, luego le vino el frenesí y escogió unos pocos objetos para meterlos en un bolso y salir corriendo. Observó toda aquella gente en la playa y el mar, primero de un color que parecía tinta, cambiar a blanco lácteo. Y ese resplandor… Sintió una nueva vibración dolorosa entre las sienes y los ojos, un rumor confuso, lejano. El sol ardía sobre su cuello y su espalda desnuda. Se arregló el cabello en un moño y se secó el sudor, posando nuevamente su mirada en la costa. La multitud empujaba el cordón de los carabineros. A lo lejos se destacaban las camisas azules de los militares entre la gente en trajes de baño. Ven. La voz explotó desde la misma desconocida raíz de donde provenía el dolor que le golpeaba las sienes. Paula escuchó con claridad que alguien hablaba a sus espaldas. Se volteó, pero sólo vio el delgado perfil del hombre 23
de la cámara, con el rostro acalorado que le volvió la mirada. Con los ojos rojos, levantó el entrecejo. El grupo estaba igual de cansado e incómodo que ella. Debía decidir pronto qué debía hacer. Ven, ahora. La voz le latió imperiosa detrás de los ojos. Tenía que ser el calor. No podía ser otra cosa que ese maldito bochorno que le quitaba la respiración y las ganas de vivir. Fijó la vista en el piloto del remolcador. El hombre, todo él músculos y huesos, batía los párpados como para alejar algún insecto molesto. Mirko. Esta vez, la voz la golpeó. Un dolor agudo le atenazó el vientre e hizo que se doblara en dos. Se sintió húmeda y maldijo su mala suerte. Sólo me faltaba que me llegase la menstruación en medio del mar, se irritó consigo misma. Sin embargo, se sintió aliviada de inmediato: tal vez por eso se sentía tan extraña hoy. La noche anterior no había comido nada y el calor había hecho el resto. Se movió hacia la sombra que daba la cabina del piloto y revolvió su bolso en busca de una botella de agua y un paño absorbente. Encontró ambos. Se metió en el minúsculo servicio higiénico para arreglarse, bebió un sorbo y se sintió mejor. Debía estar más atenta al sol, sobre todo era imperativo dejar de sentirse culpable. Con seguridad Mirko estaba corriendo detrás de Mónica, esa quinceañera con tetas más grandes que las suyas. Él no tenía necesidad de una madre en esos momentos. ¡Ve a buscar a tu hijo, ahora! La orden explotó en su mente, la hizo temblar y trepidar de pies a cabeza. Tuvo la sensación de que un sudor frío y pastoso la cubría y se apoyó en el brazo del piloto. El hombre la miró sin pronunciar palabra. —Haga el favor de desembarcarme, ahora —ordenó Paula sin dejar de reclinarse sobre su brazo—. Mi hijo está en el monte. 6. Amadou había abandonado su puesto poco antes de que la multitud de curiosos empezara a empujar los cordones de los carabineros. Todos vieron ese inusual resplandor que se difundió sobre las aguas, a lo largo del pro24
montorio, y no querían limitarse a un paseo matutino. Desde el monte, podrían observar mucho mejor, opinaban algunas personas. Además, varios de ellos bajaron de la colina desde sus casas hasta la playa antes de que los carabineros y los militares aislaran la zona, y no entendían por qué razón no podían regresar allí. No ayudaba para nada la difusión de cierto malestar entre la muchedumbre: algunos se lamentaban del calor, otros sentían náuseas y un extraño desasosiego. Poco a poco empezó la protesta. Rápidamente, centenares murmuraban contra el «abuso de autoridad» de las fuerzas del orden y los militares, cogiéndose por los brazos, tuvieron que proteger la playa por el lado del levante, dejando sin custodia los senderos más incómodos que trepaban por la colina atravesando un estrecho torrente. Además del monte que se alzaba en medio de la niebla esa calígine y la humedad le recordaban a Amadou los ambientes tropicales de Casamance. Si cerraba los ojos podía imaginar la vegetación baja de arbustos de un paraje de brousse donde, desde lejos, se podía ver despuntar la enorme silueta de un baobab. Ven al monte. La voz le llegó desde detrás de sus ojos; otro ser, y no su boca, le hablaba. Le susurró nuevamente en djola, su dialecto nativo. Amadou sonrió, tenso, y acarició otra vez su grigri. Recomenzó a cantar los salmos de su marabuto. En el fondo, el anciano no era un hombre malo a pesar de su apariencia tan severa. Después de que sus padres lo abandonaran en una calle de Dakar, lo llevó consigo y le enseñó a tocar y a cantar. En breve, Amadou aprendió a desempeñarse con la guitarra. Pensó a continuación que, si hubiese nacido en una época donde los cometas no desaparecían dentro del mar, se habría vuelto un griot. Porque lo que había visto ese día, y que sus antepasados lo protejan de ello, no era un cometa. Se sorprendió a sí mismo cavilando sobre la eventualidad de que si algo malo le sucedía no había un baobab en las cercanías donde enterrarlo, igual que a cualquier trovador senegalés que termina sus días lejos de casa. He defa li la neexoy hey yaw lila soop Sammkatou mboott moo xam ba ciy Sooxaoy ni meneuh kott noom daal amounou Mbaam hey defal li la nexx oo hey ¿what do you want? Le vino a la memoria lo sucedido a Youssou N’Dour. Era curioso que, justamente en esa canción, los versos hablaran de viajes y de desarraigos. Mientras cantaba penetró la inquietante vegetación de las laderas del monte 25
que semejaba una floresta extraterrestre. Eran plantas y arbustos acostumbrados a crecer en la aridez o bajo temporales imprevistos, tan arcillosa e infértil, y no en las rojas tierras de África. Tenían hojas lanceoladas parecidas a cuchillos, en vez de esas sábanas verdes de carnosidad casi indecente que le eran tan familiares. Mientras entraba en la espesura del promontorio, Amadou escuchó a los animales responder a su canto. Hasta que se encontró en un llano, suspendido entre el cielo y el mar. Sobre las encrespadas aguas, vio las embarcaciones que recorrían la ribera a lo largo del promontorio. Fijó su atención en una barca de color anaranjado, similar a las que escoltaban a las naves en el puerto de Dakar. La vio cruzarse en la ruta con un par de unidades militares que se perdieron más allá de su punto de observación. La estría espumosa se condensó en una oleada amplia que resplandeció débilmente bajo la claridad matutina. Con la mano siempre apretando el grigri, Amadou reconoció el resplandor que había observado con anterioridad desde la playa. En ese mismo instante, se interrumpió el silencio en la llanura; oyó un resoplido, el rumor de las patas fuertes y cortas de una mole maciza que se desplazaba en medio de la vegetación. Amadou entrevió dos ojos rojizos que avanzaban desde las sombras que luego se retiraron hacia la parte más tupida del bosque. Escuchó las pisadas de nuevo y el resoplido se transformó en un bramido de miedo. Se acercaba cada vez más hacia él hasta que fue interrumpido por otro grito de mayor potencia. Luego, nada. Amadou se abrió paso entre la vegetación para descubrir, a un centenar de metros, otra explanada rodeada de rocas gri© Pedro Belushi ses. Acurrucada delante de una de ellas, vio una figura infantil. Cuando se volteó, Amadou observó sus ojos di26
latados, el rostro cubierto de sangre, y unas manos parecidas a garras que aferraban el esqueleto sanguinolento de un jabalí. 7. Mirko deseaba huir, pero no se atrevía a moverse. Durante la subida al monte, Mónica se había quedado detrás de él todo el tiempo. Escuchaba su jadear anhelante y que le rogaba repetidamente que caminara despacio. Pero él no podía. Sentía una atracción hacia la cima. Dentro de su cabeza una señal luminosa lo guiaba, latiendo, entre senderos y caminos. Nunca se había alejado tanto por el bosque, pero podía jurar que alguien le sugería la ruta, atormentándolo. Por lo tanto, no se dio cuenta de que el jadeo de Mónica se había convertido en un gorjeo. Sucedió cuando llegaron a mitad de la subida y, ante ellos, descubrieron el mar entre la vegetación. Árboles y rocas a pico sobre las olas en un panorama que les quitó el aliento. Era extraño: el agua era lacticinosa, y las naves parecían navegar sobre un fluido denso. Había regresado el resplandor. De nuevo se formó en la superficie una mancha mucilaginosa. Relucía débil, casi parpadeante, bajo la luz de un sol que producía un calor enfermizo. Mirko percibió cierto rumor y volteó para mirar a Mónica. La muchacha estaba de pie, inmóvil, con los brazos caídos a los lados. Su rostro era pálido, con un efecto acentuado en los ojos volteados hacia arriba. Su respiración se convirtió en una hiperventilación rumorosa que parecía abrirse camino en unos bronquios obstruidos por flema. Con cada aliento, sus manos se abrían y se cerraban. Parecen garras, pensó Mirko aterrado. —¿Mónica? ¿Qué te sucede? ¡Mónica! Calló temiendo que la chiquilla despertase de golpe. —Cluckcluckcluck... —repetía su enamorada, bajando los ojos poco a poco dentro de las órbitas, tratando de fijar la vista sobre quizás qué cosa. La luz se volvió más blanquecina y el calor sofocante. Mirko clavó su mirada en ella sin proferir una palabra, capturado por el relámpago de curioso entendimiento que encerraba sus ojos. 27
No me está mirando. Casi al eco de la duda que se convertía en terror, la silueta de Mónica se estremeció a contraluz, y cambió. Mirko parpadeó, sentía que el sudor le quemaba. Sobre la pantalla enrojecida de los párpados, con ese dolor que le latía en la cabeza, el cuerpo de Mónica se alargó y se deformó, igual que la arcilla en las manos de un artesano. Piernas, brazos y busto parecieron encogerse y romperse en un conjunto de suspiros y tentáculos mientras la cabeza le crecía sin mesura. La boca era una hendidura enmarcada por una especie de pico quitinoso. Sólo los ojos conservaban su humanidad, o lo que fuese. Mirko gritó. Abrió los ojos y la alucinación se disolvió. Mónica ya no estaba donde la había dejado. La escuchaba gorjear. El canto era articulado y de un tono más alto, como si deseara comunicarle algo. Mirko se afanó persiguiendo el sonido y subió por el sendero. Pronto la vio trepando sin percatarse de los arañazos que se producía, destacándose entre las rocas, las piedras y las ramas secas. Parece… ir de caza, pensó Mirko espantado, mientras la chiquilla movía la cabeza hacia derecha e izquierda para luego arrastrar el cuerpo sobre el terreno. En cierto momento la vio detenerse, inmóvil, del modo que lo hacen los predadores. Su cabeza sobresalía sobre el resto del cuerpo; parecía que su columna vertebral se hubiese transformado en un elástico. Después de unos instantes, Mirko vislumbró el bulto de un pesado jabalí que se abría camino entre los arbustos. Los ojos rojos del animal se veían turbios y confusos. Mónica se arrastró, sobre las rocas de la explanada. Mirko podía jurar que había visto el cuerpo de la chica achatarse y modificarse sobre el granito. El jabalí empezó a gruñir sordamente. Los jabalíes son animales peligrosos, pensó Mirko. Hasta que se encuentran con algo más peligroso, agregó para sí después de un instante. El obsesivo cluck-cluck se repetía y subía de tono. El jabalí empezó a retroceder, con lamentos casi humanos. Aquella cosa que era también Mónica empezó a gritar, y Mirko vio que saltaba, proyectándose hacia el lomo peludo del animal, con las manos en garras hacia delante. Un espantado quintal y medio de músculos y colmillos afilados cayó al suelo bajo cincuenta kilos o menos de una grácil adolescente. ¿De dónde salía esa furia? Mónica apuntó directamente al vientre indefenso de la bestia, y lo rasgó, De un único mano28
tazo extrajo las vísceras, deshaciéndolas y arrojándolas a un lado. Mientras el jabalí exhalaba un último desesperado lamento, Mónica hundió el rostro en el caos que había excavado con sus garras y comenzó a devorarla. Mirko escuchó un grito más familiar. Era el suyo. Luego un parloteo en el fondo, en una lengua desconocida. Volteó hacia el borde de la explanada y vislumbró a un hombre alto de piel negra. El recién llegado movía el torso hacia delante y hacia atrás mientras apretaba entre las manos un pendiente que llevaba al cuello. Su salmodia se impuso por unos instantes al ruido bestial sobre la hierba. Entonces Mónica enderezó la cabeza y giró en un único y fluido movimiento. Posó sus ojos primero en el negro y luego en Mirko. El clamor se transformó en una invocación, mientras la mente del muchacho se retraía, acorralada por una salvaje lucidez. 8. Cuando apareció nuevamente el resplandor, Firpo decidió escupir el pucho del cigarro por la baranda de su nave. Sentía que una titánica criatura del fondo del mar había producido una inmensa bola de aire que llegaba a la superficie en una espuma luminiscente. El fenómeno se manifestó mientras el remolcador atravesaba la ruta del Perseo, la nave que debía patrullar la zona marítima desde Punta Chiappa hasta Nervi. Receloso por el cambio de ruta de aquella fragata y por el hecho de que ésta no trataba de obstruir el curso de su remolcador, Firpo interceptó las comunicaciones militares, aunque el código le resultó incomprensible. Sin embargo, era evidente el tono de extremo nerviosismo que caracterizaba el intercambio de los mensajes. Decididamente, no han visto nunca nada semejante, pensó al escuchar el tono de las voces, secas y alteradas. Y yo tampoco, agregó para sí mismo, observando la espuma blanquecina. Probablemente son fenómenos naturales, pensó tratando de consolarse. Se restregó la cabeza con energía para quitarse ese dolor que lo oprimía desde hacía horas. Pensó en cuántas veces los bañistas se lamentaban de las medusas y de que el agua no estaba limpia como en otros tiempos. El calor fuerte habrá atraído a bestias extrañas, se convenció hasta cierto punto, 29
cansado de intercambiar miradas asustadas con los operadores de las cámaras de televisión que se apretujaban en el remolcador. En cambio, la mujer parecía inmune al miedo. El ansia había cancelado toda otra emoción dentro de ella. Estaba de pie y cogía con ambas manos la baranda de proa, indiferente al mal olor y al estrépito de los motores. Firpo la observó. Tenía la cabeza inclinada a un lado; tal vez, sobre el clamor o aún más allá, podía escuchar una voz o un sonido que la orientaba. Nos está guiando, pensó. Realmente, más de una vez, aquella extraña periodista le había indicado la ruta a seguir. —Más allá, caramba. Más a la derecha, le digo o ¿acaso no me oye? Acérquese a la costa. Ahora navegue hacia el golfo. Firpo obedecía sin protestar, limitándose a sorber un trago de su provisión personal de güisqui. Le había ofrecido dos dedos de licor a esa señora angustiada, pero ella lo rechazó. Él no se resintió: en el fondo había embarcado a una madre que estaba en busca de su cachorro, ¿o no? No. Al menos, no solamente. Aquella mujer estaba siendo atraída por un faro invisible. Su hijo apenas era una excusa. Con seguridad, debía llegar a alguna parte. 9. Paula se cogió nuevamente la nariz con dos dedos. El dolor de cabeza estaba empeorando, y con él también ese murmullo que retumbaba por dentro. Percibía una extraña sensación, una conciencia desconocida y activada de pronto. Algo parecido a un navegador satelital o, mejor aún, a un perro de caza que apuntaba con insistencia hacia la costa, no sin antes tratar de abrirse paso, mordiendo o lacerando huesos y cartílagos, dentro de su cabeza. Ni siquiera un sabueso fastidioso e insistente habría recurrido a un sistema semejante; sentía un dolor atroz cada vez que el remolcador se desviaba unos grados más allá de lo que parecía ser su objetivo: un golfo reparado detrás del promontorio. Paula empezó a gritar las correcciones de la ruta; ella comandaba la nave y no aquel hombrecito de edad indefinida detrás del timón. Lo vio escupir su pucho de cigarro fuera de borda, de pura frustración. 30
Una vez que doblaron en Punta Chiappa, la situación empeoró. El sabueso dentro de su cabeza se volvió frenético y también aumentaron las punzadas, que se tornaron violentas y frecuentes, casi unas descargas eléctricas. —Más a la derecha —se escuchó decir—, le digo o ¿acaso no me oye? Acérquese a la costa. Ahora navegue hacia el golfo. El tono mismo de su voz, o la forma en que el piloto seguía sus órdenes, le dio a entender que estaba en lo cierto. Paula no dejaba de pensar en Mirko, perdido allá arriba, en los bosques. Pero la imagen de su hijo se diluía en algo muy diferente e indefinido; y era allí, a esa «cosa», donde Paula debía llegar con la mayor urgencia. ¿Qué era, en nombre de Dios? ¿Qué la esperaba encima de aquel monte? Nada bueno, pensó mientras observaba la mueca de tensión del hombre de la cámara y de los otros, de eso estaba segura. Ella también tenía miedo, pero no podía retroceder. Se negaba a dejarse vencer por aquella especie de arpón con el que aquella cosa del monte le traspasaba el cerebro. Ese ser, fuese lo que fuese, no necesitaba del miedo de Paula. Se servía de él, el miedo era un utensilio para conducirla a dónde deseaba. El piloto fijó de nuevo su mirada en la mujer. En su rostro apareció un profundo surco y Paula entendió que estaba sonriendo. Era más joven de lo que parecía. Se sirvió una copita de licor e hizo el gesto de compartirla con ella, pero Paula negó con la cabeza, decidida. La nueva punzada bajó de intensidad, ¿acaso su sobriedad complacía al sabueso que la desgarraba por dentro? Desembarcaron en la costa del golfo, dejando el piloto a bordo. Siguiendo su instinto, los reporteros a una apuntaron sus cámaras hacia las laderas del monte. Una nueva punzada. Paula se tambaleó y tuvo que sujetarse del tronco de un árbol. Se sentó bajo la sombra de las ramas tupidas pero el dolor no hizo otra cosa que aumentar. Desesperada, se levantó de nuevo, las manos tapándole la cara, tratando de evitar que ese sol tan poco natural y sus reflejos sobre el agua empeorasen la situación. Vislumbró el sendero que subía por el monte. Era ancho, un camino de herradura, y estaba bastante protegido del resplandor por la vegetación. El sabueso había encontrado su rastro y el dolor que sentía bajó a un nivel soportable. Paula empezó a subir, seguida a pocos pasos por los camarógrafos. 10. 31
Mirko no advirtió el menor cambio. Todo sucedió en un momento, como la cosa más natural del mundo: un instante antes estaba con su enamorada Mónica, de sólidos senos enormes; poco después ella era un depredador rapaz desconocido que luego de desgarrar las tripas comía las patas de un jabalí. Tenía Con el rostro embarrado de sangre, jirones de carne le chorreaban de la boca. La muchachita empezó a excavar dentro del animal. Luego, incapaz de llevar a cabo lo que se proponía, lo invitó con un gesto, volteando apenas la cara. Él obedeció, enganchado a un anzuelo invisible. Se aproximó al estrago y ambos empezaron a desarticular el fémur de la bestia. Mirko escuchó a su propia conciencia que protestaba desde ese rincón donde –¿alguien, algo?– la había encerrado; gritaba sorprendida de estar separada del resto de su cuerpo. En otro pequeño rincón, Mirko sentía fastidio y dolor por el esfuerzo que le exigía desmembrar un jabalí con las manos desnudas; no se preocupaba por sus brazos y la luxación de espalda que ese trabajo le había producido, para no hablar de las uñas de Mónica, rotas mientras desgarraba tejidos, tendones y músculos. A pesar de todo, en ese momento paladeaba un nuevo placer, un éxtasis de caza. Mónica arrancaba con fuerza los trozos de carne. Ofreció uno a Mirko que lo mordió, maravillándose de no haber vacilado. —Qué rico es esto, —balbuceó de improviso en un momento de lucidez. Mientras tanto, Mónica señaló un jirón de carne al hombre que se le había acercado, como una leona a su cachorro; era el tipo alto de piel negra que acariciaba todo el tiempo un extraño objeto que le pendía del cuello. Negó varias veces con la cabeza, tratando de convencer a Mónica que no le interesaba el alimento. La muchachita insistió y un pensamiento nítido se materializó en una frase en el oído de Mirko. Deben comer, si no no tendrán fuerzas suficientes. —Nononononono… —respondió con un hilo de voz, sin soltar su extraño pendiente. Mónica echó la cabeza de lado y empezó a repetir un sonido. —Cluckcluckcluckcluck… El rumor creció en los oídos y en la cabeza de Mirko hasta que su razón se refugió en algún lugar desconocido e inaccesible. El muchachito empezó a gritar, uniéndose al alarido del negro. 32
Finalmente, regresó el silencio. Mónica calló y ofreció otra vez un trozo de carne al hombre del pendiente. Sin dejar de mirar a los ojos a los otros dos. El hombre aceptó el alimento y empezó a devorarlo con avidez. Cuando terminaron de comer, continuaron juntos desmembrando al animal. Después de casi una hora, se levantaron. Mónica gruñó y movió la cabeza a la derecha y a la izquierda, señalando los tres troncones en que había dividido la presa. Mirko entendió; llenó las mochilas con las patas posteriores del jabalí. El negro cargó el resto del esqueleto en la espalda. No faltaba mucho para llegar a su destino final. 11. Amadou se había quedado observando, incapaz de moverse. La muchachita desgarraba el vientre del jabalí con las manos y luego probaba los interiores. Dio media vuelta y entonces había visto el rostro. Lo más aterrador no fue la sangre que le chorreaba, sino la mirada fija de sus ojos, profundos pozos donde no se reflejaba nada. Pero de pronto, desde esa nada, había emergido algo y, Amadou estaba ahora seguro, no se trataba de la conciencia de una adolescente blanca. Ese algo le había doblado la cabeza hacia un lado, ¿le recordaba una hiena?, y había emitido un extraño sonido: el gorjeo de un ave o un repicar. Amadou sintió que una extraña confusión le iba llenando la cabeza y entendió que se trataba de un llamado. El otro adolescente se había acercado con pasos lentos de autómata a la chica y tenía su misma mirada vacía. Toda la escena se había desarrollado con un fondo musical: algo entre un canto y un salmo que, según Amadou, era producido por él mismo. Los dos jóvenes lo ignoraron y continuaron su desayuno bestial durante largos minutos. Luego, movida por un impulso, la muchachita había separado un trozo de carne y lo había colocado detrás; entonces continuaron desmembrando el cadáver. Amadou vacilaba y luego advirtió que el dolor de cabeza aumentaba. Estrechó el grigri que llevaba al cuello y escuchó la voz de nuevo. Aliméntate. Es comida de la mejor calidad. —No puedo —replicó Amadou en dialecto djola—. Me lo prohíbe mi religión.
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Eso es estúpido, insistió la voz. Debes comer para tener fuerzas. Te servirán dentro de poco. Para subrayar el concepto, la chiquilla se volteó y empezó a repicar, a repetir un sonido. La presión en la cabeza de Amadou creció; se sentía bajo el sol del desierto. Debía cantar. Tu alma está confundida, agregó la voz. Si continúas con tus supersticiones, no resistirás la fatiga. Ten confianza en mí. Aliméntate. Amadou no pudo saber si entendía la última frase dentro de su mente o si la había escuchado. Sin embargo, advirtió que algo se abría de repente en su cabeza, que levantaba el telón de su conciencia. ¿Por qué no?, pensó. Miles de años atrás, sus antepasados se alimentaron de carnes impuras y aún así fundaron una civilización. Aceptó el regalo sanguinolento que le ofrecían y, con lentitud, arrancó un trozo de una dentellada. Sintió el fuerte aroma ferroso y en un rincón de su mente reconoció el sabor de la sangre. Nuevos y extraños salmos salieron de sus labios, melodías arcaicas y rudimentarias. Cerró los ojos. Le aparecieron imágenes confusas en secuencias que se sucedían una tras otra como relámpagos. Grupos de hombres de frente aplanada corrían desnudos hacia unos cuadrúpedos parecidos a los antílopes, que luego rodeaban y derribaban a golpes de lanza. Los degollaban con unos anchos cuchillos afilados y consumían la carne. Un cazador de piel oscura y rostro de mandíbulas extrañamente salientes entonaba una melodía familiar. Algo revivía en él, una única oda a la supervivencia. Amadou fue interrumpido nuevamente por el imperioso repicar. Sus dos compañeros desmembraban al jabalí con las manos desnudas. La chiquilla tenía largas uñas rojas. Al final, todo lo que quedaba eran las piezas ensangrentadas del esqueleto; gracias a la ayuda del amigo que arrancó los músculos y los tendones, quedó dividido en cuatro. La muchacha mantuvo la mano en alto, que le debía doler mucho, ladeó la cabeza y atrajo la atención de Amadou. Los tres empezaron a trabajar en los huesos del animal, desarticulando y separando las piezas. Al terminar, Amadou no sentía tanta presión ni dolor de cabeza, y volvió a escuchar la voz. Ahora vayan a la cima. Arriba todo será más claro. 34
—¿Qué hay arriba? —preguntó en francés. Tu trabajo puede servir aún. La chiquilla hizo un gesto y echó la mochila a su espalda, con una pata del jabalí adentro. Su amigo cargó las otras dos y Amadou, el resto del esqueleto. El sendero era ancho y empinado. Para engañar a la fatiga, volvió a cantar, pero a mitad del camino sintió de nuevo una opresión. Se acercaba el mediodía y el sol era fuerte. Entonces empezó la melodía en djola, pero se detuvo casi de inmediato. A la cosa parecía no gustarle la música melancólica. A una señal, la muchachita empezó otra vez su cluck-cluck en un tono más melodioso. Los dos adolescentes empezaron a trepar con brío. Amadou advirtió que el peso del esqueleto era menor. Cuando llegaron a la cima encontraron un prado rodeado de un bosque tupido. A los lados se abría la boca de un cráter y la hierba de la explanada parecía pisoteada. Un gran estanque de agua se hallaba al fondo de la cavidad. De la tierra mojada y removida emergía un cilindro de metal similar al aluminio. Alrededor se veía una tela de forma extraña, parecida a un paracaídas o una bolsa de aire, y estaba húmeda. —En el nombre del cielo, ¿qué está sucediendo aquí? —exclamó de improviso una voz de mujer. 12. Paula fue la primera en asomarse a la explanada sobre el monte. A pesar del calor y del sol encarnizado, la subida fue menos pesada que lo que imaginó, y sus fuerzas, en vez de debilitarse, aumentaron mientras más se acercaba a la meta. Asimismo, se alivió del dolor de cabeza que la afligía en las últimas horas. Mi hijo está allá arriba, pensaba continuamente, y eso era muy tonificante. Sin embargo, lo que vio en el claro del monte sobrepasaba su imaginación. Gran parte de la llanura estaba empapada de agua y cubierta con una especie de tela con abrazaderas, desbaratada alrededor de un cilindro de metal plateado. Una criatura se agitaba con fatiga y se asomaba, a medias, por el angosto habitáculo. Era de color gris, tenía la cabeza en forma de mar35
tillo y dos ojos chatos, oscuros y grandes. Bajo su cabeza maciza, se entreveía un serpentear de tentáculos. Tentáculos. Esa maldita cosa que se agita con fatiga es un pulpo gigantesco, pensó Paula. Primero se disgustó y luego le entró en pánico. Gritó con todas sus fuerzas, moviendo la cabeza y pateando el suelo. Un dolor, una lanza en medio de los ojos, le devolvió la lucidez. Se recompuso y se volteó instin© Pedro Belushi tivamente hacia el técnico de la cámara para asegurarse de que no estuviese corriendo la película. Horrorizada, vio a todos tendidos en el suelo, inmóviles. Su cabeza empezó a latir, pero no tan fuerte como antes. Ignoró el sufrimiento y la repugnancia, y se acercó hacia la criatura. Justo en ese momento arribaba, por el borde de la llanura, una procesión: delante venía un hombre alto de piel negra, después Mirko y al final Mónica. Paula se dio cuenta de lo que transportaban y se horrorizó. Un nuevo dolor le vino desde detrás de la frente y atrajo su atención hacia el ser blandengue que se agitaba cerca del cilindro plateado, tratando de acercarse al fondo del cráter para alcanzar el agua a la cual parecía pertenecer. Paula no podía asegurar haber escuchado un lamento, pero lo advirtió con claridad dentro de sí misma. Se esforzó y fijó la mirada en la gruesa cabeza de ese horror que se movía titubeante observando que por un costado se derramaba un líquido negro proveniente de una profunda lesión. Mi Dios, pensó Paula. Esa...cosa está herida.
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El negro se acercó primero a la criatura y puso con delicadeza el esqueleto del jabalí en el suelo. El ser alargó débilmente dos seudópodos y los introdujo en el corte del vientre. Sofocando el vómito que le subía a la garganta, Paula se dio cuenta de que esos tubos de carne se hinchaban rítmicamente; los trozos de carne fluían hacia el interior del cuerpo del monstruo. Está comiendo… Lo que sea ese ser ¡ahora se está alimentando! Mirko y Mónica sacaron de sus mochilas las patas del jabalí y las colocaron cerca del ser. Los ojos del pulpo gigante parecieron animarse. Algo parecido a dos grandes pupilas doradas se abrieron en los negros ojos chatos, y observaron el lugar con una mirada circular. Entonces posó sus ojos en Paula. El dolor detrás de la frente subió, en pocos instantes, hasta un nivel que parecía un tormento, y la periodista cayó de rodillas. Luego vio la sangre en los rostros de los muchachos y gritó. El negro permaneció a un lado, de pie con los brazos caídos. Mirko se acercó y se quedó parado, en la misma posición de espera, en tanto Mónica, un extraño animal con la mirada fija en Paula, empezó a repetir ese sonido semejante a una máquina de escribir. —En nombre del cielo ¿qué sucede aquí? —exclamó Paula, mientras las lágrimas le surcaban las mejillas. Levantó la mirada hacia el monstruo y vio que sus pupilas doradas la estudiaban con atención. El rítmico salmodiar de Mónica se interrumpió y la muchachita se colocó entre el negro y Mirko. Tú debes ser la madre, escuchó decir a esa voz familiar. Era la misma que Paula escuchara sobre el remolcador y a los pies de la colina. Tenía un sonido diferente, ahora parecía estar más segura y más… ¿Vigorosa? Sí, esta carne se adapta a mi metabolismo. (Alivio. Estudio de la situación). Ahora puedo atraer a otros clientes. (Evaluación de oportunidades. Reflexión). Escuchaba sólo los pensamientos del ser, pero tenían la consistencia de una mano que metiéndose bajo de las faldas. Paula se sintió violada. Consideró las pupilas doradas, evaluó la fría inteligencia y se estremeció. —¿Qué quieres de nosotros? —preguntó en voz alta. En ese momento recordó que la voz le hablaba en su inconsciente.
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—¿Qué significa «nosotros»? —transmitió la voz mentalmente a Paula—. ¿Te refieres a otras entidades? Porque aquí alrededor veo sólo alimento y clientes. —¿Clientes? Me vuelvo loca —balbuceó Paula. Tú eres la madre, continuó la voz. ¿Acaso no tienes el derecho de vida y muerte sobre tu prole? ¿Tus hijos no se dedican a cumplir todos tus deseos? Un lamento rompió el devanar telepático de la voz. Una emisión de dolor tan fuerte que Paula se espantó. Deseó esconderse. ¡Mis hijos están muertos! —tronó el ser dentro de su mente. Paula se acercó y divisó los tentáculos del monstruo posados con fatiga sobre un par de cabezas, similares a la suya pero mucho más pequeñas y destrozadas. Debían ocuparse de mí y ahora han muerto. ¿Cómo sobreviviré sin ellos? Planeta cruel. (Dolor. Separación. Congoja. Miedo del mañana). Los conceptos rebotaban dentro de la cabeza de Paula. —No hagas… eso —imploró. (Lamento. Indecisión). Tenía que reaccionar. El espantoso dolor que atenazaba a la criatura estaba devastando su mente. Dejó que su inconsciente decidiese, y lloró. Ahora siento tu dolor, continuó la voz, extrañada. (Observación. Estupor). ¿Es por eso que emites agua por los ojos? —Se llama… llanto —barbotó Paula, agradecida porque la tempestad emocional del extraterrestre se había detenido. Llanto. (Pena. Elaboración del luto). ¿Ustedes recuerdan a sus hijos después de su muerte? Eso es amor, pensó Paula y envió el mensaje sin hablar. Amor. ¿Eso significa ser útiles a un fin común? Al contrario, explicó Paula. El amor tiene un único fin que es el amor mismo. 38
Eso no es lógico. El amor no lo es, contestó Paula. ¿Ellos son tus criaturas?, preguntó la voz con interés. Un tentáculo se alargó, con humano desdén, para señalar al terceto que seguía de pie. —El muchacho sí lo es —respondió Paula en voz alta. ¿Es esta criatura? He notado que la miras en forma diferente que a los otros clientes. ¿Es eso lo que llamas amor? —Sí, caramba, ¡claro que lo es! ¡Quiero que me devuelvas a mi hijo! Conozco esa emoción, parecía rememorar el pulpo gigante. Es ira. Nosotros sentimos ira cuando no logramos nuestros objetivos. (Recuerdo. Evaluación de similares). Yo mismo he sentido ira cuando no pude llamar clientes para que me ayudasen después de la caída. Y luego me sentí… más fuerte. Pero tú quieres a tu… hijo, aún si tu amor por él no tiene ningún objetivo. No lo entiendo. (Desorientación. Indecisión. Reflexión). La cabeza empezó a oscilar rítmicamente. Paula creyó visualizar los pensamientos de la criatura. Yo ya no tengo clientes. Es por eso que los he llamado a ustedes. Son criaturas sociales, capaces de servir a un objetivo. Los que primero respondieron a mi llamado fueron unos seres. Entre ellas, ¿fue alguna capaz de entender el llamado? (Incredulidad. Elaboración de lo Absurdo). Seres... cuyos pensamientos tienen la claridad de los astros. Uniones que no entiendo pero cuya energía puede servirme. (Curación. Regreso a casa). Pero ahora es el momento, también. (Cansancio). Debe serlo. Si no es capaz, sentiré ira y dolor. (Incertidumbre. Miedo). —Yo no te permitiré que te sirvas de mi hijo, ¡maldito pulpo! Esto es ira, sin embargo. Y advierto desprecio en tus palabras. ¿Te refieres a mí? ¿Sientes cólera contra mí? Si te llenas de ira, significa que mis objetivos son opuestos a los tuyos. (Sospecha. Amigo. Enemigo). —¿Qué carajo estás barruntando ahora? —y Paula advirtió una dolorosa presión en la cabeza mientras la molestia crecía por dentro—. ¡Libera de inmediato a mi hijo! No deseo hacerlo. No puedo hacerlo. (Alarma. Reacción). 39
—¡Lo harás, maldito pulpo, o juro que te aplastaré esa cabeza llena de mierda! Si me obstaculizas, te neutralizo. (Ataque). La cabeza de martillo empezó a vibrar. Con los ojos de la mente, Paula vio las punzadas de dolor. Parecían hojas de cuchillo o esquirlas de vidrio que partían en ráfagas desde la cabeza del monstruo y llegaban a la suya, atravesándola cual mantequilla. Una agonía atroz le traspasó los ojos y la frente, obligándola a arrodillarse con la cabeza apoyada en el suelo. El tormento continuó y continuó, hasta que el dolor fue la única dimensión posible de existencia, y bajo esa presión se destrozaba su existencia en pedazos minúsculos. No puedes resistir. Todo es inútil. —Con un… carajo… que puedo. Ya verás… —respondió Paula con un hilo de voz. Sintió en su boca el sabor de la sangre. Ya voy a terminar, dijo la voz, casi lamentándose. Dentro de poco te ordenaré que ceses de respirar oxígeno, y morirás. Paula sintió que la aplastaba un peñón enorme. No podía respirar y en los oídos le tronaba un sollozo rítmico. Se dio cuenta que era, ella misma buscando desesperadamente de inhalar aire. Levantó los ojos hacia Mirko. Lo vio, velado por sus propias lágrimas, inmóvil e impasible, un súcubo de la criatura. Pero no vio el cambio en el resplandor: la mancha blanquecina a lo largo del promontorio tomó una forma neta de disco y empezó a brillar. Adiós para siempre, madre, dijo la voz. He encontrado esta frase en tu mente. Así se despiden ustedes de los enemigos cuando... Cluckcluckcluckckluckcluckkkkk… 13. La mujer blanca de rodillas le recordaba a una madre en el brousse natal, vencida por el hambre y la pobreza. Un relámpago de comprensión despertó a Amadou y se encontró de pie, al lado de dos muchachos hipnotizados y de una espantosa criatura similar a un enorme pulpo, con una boquilla quitinosa y ojos gigantescos, grotesca-
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mente similares a los de un humano. Un repicar rápido, un sonido estático y al mismo tiempo espeso, dominaba la cima del monte. Con una mano, Amadou cogió el grigri y cerró la otra en un puño. Vio dos seudópodos, similares a una anaconda, alargarse hacia la mujer de hinojos y supo por instinto lo que debía hacer. Se lanzó contra el pulpo gigantesco y hundió sus dedos en el centro maleable de su © Pedro Belushi cráneo. Un alarido de agonía explotó en su mente. Duró pocos segundos que le parecieron una eternidad. De repente, la mujer blanca se deslizó al suelo, desmayada. Del mismo modo, los dos muchachos salieron de la hipnosis y se sentaron en el suelo, llenos de confusión. Más allá, unos blancos tumbados el suelo empezaron a reanimarse. ¿Qué me has hecho, cliente?, resonó, débil, la voz de antes. ¿Por qué has levantado tu mano contra mí? No es lógico. (Estupor. Dolor). —Sí lo es —replicó Amadou en dialecto djola—. Estabas poseído por un espíritu malvado y yo lo he obligado a salir. No has hecho escapar ningún espíritu, cliente, sólo mi energía. Ahora no tengo fuerzas para vivir. (Lamento. Miedo). —Si es tu destino morir, lo justo es que desaparezcas. Mi pueblo debía establecerse aquí. Éste es un planeta de agua que se adapta a mi especie. Hubiéramos colaborado… 41
—Hace mucho tiempo —respondió Amadou—, los hombres con mi color de piel «colaboraban» con otros, así como pretendías hacer con la humanidad entera. No funcionó entonces, y no podría funcionar ahora. Con la energía de todas las mentes, yo activaría la nave hundida en el mar… Convocaría a otras mentes del rebaño y atraería la astronave… —Los espíritus de este mundo son demasiado fuertes para ti. En cierto modo, es verdad… Puedes hacerme un último… ¿cómo lo llaman ustedes? Ah, sí. ¿Un último favor? —¿Qué quieres? De nuevo empezó el sonido débil del repicar: cluck-cluck. Un líquido negro desbordaba del cráneo de la criatura manchando su cuerpo y sus tentáculos. Arrójame al mar. Que yo muera en el agua que ha dado vida a nuestra especie. El ser empezó a temblar. Sus enormes ojos se velaron. Amadou dio un paso hacia delante y rodeó con los brazos la mole vibrante de tentáculos. No pesaba demasiado. Advirtió una picazón, una pequeña descarga eléctrica, pero nada más. La boca de la criatura se abría y se cerraba, tal vez para hablar, pero de esa boquilla extraterrestre salía solamente un estertor cada vez más fragmentado. Amadou se acercó al extremo del precipicio, la levantó sobre su cabeza y la arrojó hacia abajo. Su silueta tentacular dio vueltas en la niebla de la tarde, luego tocó las olas casi inmóviles a seiscientos metros más abajo y desapareció para siempre. 14. Ezio Firpo ofreció una taza de té a la mujer que yacía en la litera bajo la cubierta del Croacia. —¿Mirko? —suspiró la periodista con voz débil. —¿Mamá? —respondió en tono similar un delgado adolescente. Su boca y su mentón estaban embadurnados de sangre, también los de la muchachi42
ta que se acurrucaba junto a él, al parecer sumergida en un sueño profundo. tenía metido el pulgar en la boca, reducido a un trozo sangrante. Mientras el muchacho y su madre se abrazaban, una mano oscura se posó en la espalda de Firpo. El piloto sobre el puente del remolcador controló los comandos de ruta puestos en automático y se volteó, dirigiéndose al esbelto senegalés. —Ahora, todo está bien —le dijo éste. —¿Estás seguro, amigo? —preguntó Firpo—. ¿De dónde viene toda esa sangre? —Eso no importa. Ahora los espíritus están en paz. ¡Observa! El resplandor volvió a aparecer sobre el espejo del mar delante del promontorio y luego se disolvió bajo los rayos del sol. El sol… La luz del astro caía sobre el golfo, amaneciendo en ese instante. La niebla se desvaneció bajo la dulce brisa con olor a albahaca y a otros aromas del monte. En las naves del golfo se sucedieron silbidos de sirenas, unos detrás de otros, como una señal misteriosa. Las comunicaciones radiales se sobreponían para anunciar la desaparición de la anomalía a lo largo del promontorio. El piloto levantó los ojos hacia las unidades aéreas y se dio cuenta de que maniobraban para alejarse de Punta Chiappa. En breve, también las naves se habrían marchado. Los carabineros retomaron el control sobre la ancha playa y la multitud, después de tanta excitación, se dispersó en grupos regresando a sus casas. —No creo que volvamos a ver esa mancha, ¿sabes? —dijo Firpo amigablemente al senegalés—. Y tú sabes una más que el diablo. ¿Cómo has dicho que te llamas? —Amadou, jefe. Amadou. El piloto señaló al grupo de periodistas, aún abatidos y desorientados. —¿Cómo regresó toda la gente hasta abajo? —Recobraron la lucidez, finalmente. —Amadou se llevó la mano al cuello y apretó un pendiente de cuero—. Todo ha sido gracias al grigri —aseguró—. El grigri habla la lengua de los espíritus y los espíritus lo escuchan. 43
—¡No me vas a decir que una persona tan despierta como tú cree en estas cosas! —se maravilló Firpo. Amadou sonrió misteriosamente: —Cada cosa contiene un espíritu —afirmó—, y aquel ser sobre el monte tenía muchos. —Señaló la explanada sobre la cima, que desde aquel punto no se divisaba—. La criatura era telepática. Firpo reclinó la cabeza hacia un lado, dudando sorprendido. —Ves, amigo, en Senegal hay muchos hombres magos que controlan la mente. Era igual a ellos. Sin embargo… —Sin embargo, ¿qué? —Necesitaba de nuestra energía para sobrevivir. —Su fuerza provenía de la cantidad de mentes que podía dominar — intervino Paula, fatigada—. Pero estaba herida y… —… en realidad —continuó Amadou—, fue por eso mismo que murió. Los de su raza no distinguen entre individuos. No tienen sentimientos. Cuando se concentró en la señora para aniquilarla —agregó señalando a Paula—, comprendió por un instante lo que significa tener seres queridos y eso la desorientó. Así perdió su control sobre mí. —Y tú lo mataste —agregó Firpo—. Eres muy hábil, ¿sabes? El piloto sonrió y abrió su caja metálica donde guardaba los habanos. Ofreció uno a Amadou, quien aceptó con gusto. —He vivido en medio de los huérfanos durante tantos años que entiendo perfectamente la importancia de tener una propia familia. Y cuánto se debe luchar, día a día, para conquistarla. —Mientras tuve a mi mujer cerca, la familia era algo que daba por seguro —reflexionó Firpo observando la extremidad ardiente de su cigarro—. Cuando ella se fue, tuve sólo tristeza. Lamentarse no conduce a nada y, por eso, la criatura no necesitaba de mí. El senegalés sonrió y sopló con satisfacción una nube de humo. Paula se estiró; sentía dolores por todas partes pero ya se le pasaría. Observó a los dos muchachos. Mónica acababa de despertar. Un color rosado 44
teñía su rostro mientras se apretujaba contra Mirko, con cuidado de no rozarlo con las uñas destrozadas. Su familia. Su niño, tan joven e igualmente, tan grande: un tesoro inestimable. Y para tenerlo, ella había luchado; ella, la estúpida individualista. Sonrió. —¿Puedo fumar un cigarro yo también? —preguntó de improviso—. ¡Juro que será el último de mi vida! —Sírvase, señora —contestó Firpo alcanzándole un habano. Luego volteó el suyo en la boca, desactivó el piloto automático y retomó el timón entre las manos. Su dolor de cabeza era sólo un recuerdo. Había llegado el momento de regresar a casa. © Giampietro Stocco © Traducción Adriana Alarco de Zadra GIAMPIETRO STOCCO nació en Roma el 13 de agosto de 1961. Graduado en Ciencias Políticas desde 1986, estudió en Dinamarca Historia de las Minorías Nacionales Europeas. Desde 1991 es periodista en RAI, el servicio público de radiodifusión italiano. Fratelli Frilli, editores en Génova, han publicado su primera novela, NERO ITALIANO (2003) y su continuación, DEA DEL CAOS (2005). En 2007 Stocco publicó “Figlio della Schiera” con Chinaski. El mismo año ganado el premio de ciencia ficción Alien. En septiembre de 2008 publicó la novela de historia alternativa DALLE MIE CENERI con Odissea-Delos Books. En este momento administra el sitio The Uchronicles http://www.giampietrostocco.it/ y http://www.alternatehistory.co.uk . Desde allí promueve el análisis de obras sobre historia alternativa sin olvidar su interés principal en la historia y la política.
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BATTLE DEATH por Rakel Archer
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o recuerdo exactamente dónde estaba, sólo sé que era un local que encontré de camino a casa. Demasiado arquetípico, aunque no como una tienda de segunda mano. El viejo que lo regentaba me miraba y sonreía de medio lado como si ya conociera todos mis movimientos de antemano y mis actos fueran predecibles. Como si yo fuese uno más de tantos que preguntan y compran las mismas cosas igual que autómatas. Me fijé en una pila de juegos que había en el suelo. Levanté el primero de ellos y soplé el polvo de la cubierta. BATTLE DEATH Se requiere control remoto con detector de movimiento Resultaba increíble. No era posible que ya hubiera versiones de segunda mano de un juego que estaba agotado poco después de ponerse a la venta. La carátula no especificaba qué tipo de consola se requería para leerlo. Busqué la fecha de fabricación, pero los arañazos conseguían esconderla muy bien. De todos modos, el nombre no tenía mucha lógica. Lo normal hubiera sido que se llamara Death Battle. No era que mi nivel de inglés me permitiera corregir a nadie, pero creí que sonaba mejor. Dándole vueltas a la caja lo comprendí: era de manufactura japonesa. Probablemente la persona encargada de ponerle el nombre se había fiado de los traductores gratuitos de Internet. Decidí llevármelo. Total, me costaba menos que la próxima cajetilla de tabaco. Le pregunté al tendero si sabía algo del juego. El viejo me dedicó una sonrisa socarrona y dijo: Es… para morirse. Menudo cretino, pensé yo. Llegué a casa y mientras esperaba que diesen las siete, cuando Helen vendría a cenar, me dispuse a perder el tiempo intentando echar una partidita. Mis padres se habían ido a pasar el fin de semana fuera y aproveché para montarme mi propio plan. Inicié la consola, introduje el disco y encendí un cigarro para dar tiempo a que se cargase la pista. Se escuchó un sonido, levanté la mirada y observé la pantalla del televisor que mostraba el fondo de un callejón.¿Y las instrucciones? pensé. Eché mano de la caja, pero no había nada escrito, ni siquiera en el interior. Así que la volví a lanzar sobre la mesita de centro. En aquel momento, aparecieron los primeros pixelados de unos zombis que se movían con torpeza.
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Apunté el mando y apreté el botón de disparo. Clic, clic, Esto no funciona... ¿Y cómo demonios se le da a la pausa? Tras otro par de intentos iba a rendirme cuando, en ese momento, el primero de los monigotes que se acercaba a velocidad respetable levantó la cabeza y la desplazó hacia atrás hasta perder el equilibrio y caerse. A la par de mis movimientos apareció en pantalla la punta roma de un bate de baseball. Ya veo como funciona esto, je je, perfecto para el estrés, ¡Vamos a dar un poco de leña! La tarde empezaba a prometer. Me levanté del sofá y empecé a arrear a aquellos monstruitos gordos con el bate virtual y después de unos minutos comprobé que cuanto más fuerte cargaba contra ellos, antes caían. No era cuestión de técnica, ni siquiera de puntería, era sólo cuestión de fuerza. Era como si te lanzaran miles de pelotas a la vez y tuvieras que sacudirles a todas: © Pedro Belushi un buen grip, y los talones bien clavados en el suelo. El ejercicio me hizo sudar. Aquellos seres aparecían sin descanso y yo sacudía el mando sin parar, haciendo eje en mi propio cuerpo, hasta que me di cuenta de que no había ningún marcador en la pantalla. Me pareció raro tanto el que no lo hubiera como el hecho de no haberme dado cuenta hasta ese momento. Quizás, tras superar aquel nivel pudiese tener otra oportunidad de saber cómo funcionaba el juego sin tener que intuirlo. Luego de un rato, sólo quedaban tres zombis a los que sacudir. Lo había conseguido. Por fin tendría mi merecido descanso... y quizás un marcador. Cuando el último enemigo cayó, el callejón pixelado quedó desierto, aunque los botones del mando seguían sin reaccionar. Lancé el aparato hacia atrás para que cayera sobre el sofá y miré el cenicero donde mi cigarro había muerto.
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Si algo saben hacer bien los japoneses es asustar. Sin venir a cuento, en la pantalla apareció el primer plano de uno de aquellos seres espantosos. Tenía la cabeza baja y alzaba la vista mirándome fijamente. Le faltaban trozos de piel. Su carne estaba seca como la de una cecina y las mejillas y mandíbula dejaban entrever partes de hueso. Tenía aspecto de haber sido un hombre delgado. El pelo era gris, igual que los ojos de pupilas blanquecinas que me dedicaban una mirada hambrienta. Daba escalofríos, pero no era más que una imagen hecha por ordenador. Brindé por la paranoia nipona encendiendo un nuevo cigarro. Era un trabajo excelente. Como la imagen no se movía llegué a la conclusión de que sería la carátula del menú principal. Pero no había opciones de menú. Mientras esperaba, me senté sobre uno de los brazos del sofá, coloqué un nuevo cigarro entre mis labios, inspiré bien hondo y luego expiré. El humo cubrió mi cara con una espesa niebla y ascendió hacia el techo. Tras volver a dejar el pitillo sobre el cenicero, cuando la nube se hubo disipado observé la pantalla; se había quedado en blanco. Sin apartar la vista de ella me puse de pie y sentí que había algo a mi izquierda. No estaba solo en la habitación, A partir de ese momento todo sucedió muy rápido. Mi corazón empezó a bombear con violencia. Giré la vista todo lo que pude sin mover la cabeza y lo vi. Aquella cosa enjuta y desecada había cruzado la pantalla y ahora me observaba desde la altura de mi hombro, aunque eso no estaba allí para mirarme. Mi primer impulso fue volver al sofá, pero no tuve tiempo. El monstruo se abalanzó sobre mí con las manos por delante y la boca abierta, emitiendo un ruido gutural y sólo atiné a retroceder. Caí al suelo y pateé con fuerza para escapar a alguna zona segura; aquello se había hecho jodidamente real y no había manera de detenerlo. Conseguí levantarme y quitármelo de encima, aunque no se dio por vencido. Corrí a la cocina. Los objetos cortantes podían ser útiles para la ocasión, pensé, 48
pero me equivocaba. Me acorraló. Giré con rapidez e intenté apartarlo con el cuchillo de carnicero que saqué de uno de los cajones. Le asesté varias cuchilladas; lo único que conseguí fue que la cocina pareciese un matadero. Por más que troceara a aquel tipo como un sushi, era inútil. Tras tambalearse un poco, no tardaba mucho en aprisionarme de nuevo y llevarme a sus fauces. Desesperado, después de zafarme una vez más, corrí hacia el jardín sin dejar de mirar atrás y me dirigí al pequeño cobertizo donde guardamos las herramientas. Localicé el hacha. No había terminado de hacerlo cuando sentí el ruido de una respiración a mis espaldas. No entiendo por qué en las películas presentan a los zombis como seres tontos y lentos. Aquel no tenía nada de eso. Ven aquí pequeño cabrón, dije volviéndome y esperé a que se abalanzara sobre mí para agacharme y hacerle perder el equilibrio. Le planté la primera estocada en la pierna derecha y se derrumbó como un castillo de naipes. Antes de que pudiera levantarse puse un pie sobre su frente y descargué el hacha desde lo más alto que podían llegar mis brazos. Se escuchó un crujido y eso fue todo. Las películas vuelven a mentir. No es tan fácil partir un cuello en dos, ni siquiera con una hoja bien afilada. Tuve que asestarle cuatro o cinco golpes antes que la cabeza se separara totalmente del cuerpo. No pude volver a mirar. Estaba tan aterrorizado por lo sucedido como por lo que había tenido que hacer para sobrevivir. Noté mis mejillas húmedas, fruto de la tensión acumulada. Las dudas llenaban mi mente. ¿Y si todo había sido una broma de mal gusto? ¿Y si presa del pánico había matado a un amigo? No, no, eso estaba fuera de toda lógica. Tan fuera de toda lógica como que un zombi salte al otro lado de la pantalla, y allí estábamos. Por un lado yo, muerto de miedo con un hacha entre las manos, temblando por toda la adrenalina vertida en mis arterias. Por otro, un muerto viviente que había tenido que decapitar para sobrevivir. Me registré el cuerpo en busca de mordiscos o heridas. Sólo encontré los golpes que había recibido al chocar contra los muebles. Mi cabeza era incapaz de procesar lo ocurrido. Me sequé las lágrimas que me impedían ver con claridad y volví a entrar en la casa con la idea de desconectar la consola. Sentía que la cabeza me iba a estallar. Recuerdo que la cabeza del hacha me golpeaba el tobillo producto de los temblores de mi mano. Miré la pantalla y la historia se repetía. Otro monstruo me miraba fijamente, pero éste era diferente. Era orondo y calvo, con la piel muy pálida. Apenas tenía cuello y no llevaba camisa. Era como una montaña de pliegues de carne muerta que me dedicaba una sonrisa desdentada y perversa. 49
Mierda. ¡No salgas! ¿Por qué? ¡Noo!. Empuñé el hacha con las dos manos temiendo por lo que estaba a punto de suceder. Me pasé el brazo por el rostro para secarme las lágrimas y el sudor y cuando volví a mirar la pantalla la imagen había desaparecido. Retrocedí hasta que mi espalda tocó una pared cercana. Estaba tan agitado que sólo podía oír mi propia respiración. Miré hacia todos lados, pero no logré ver a nadie. En ese momento oí cómo se abría la verja del jardín seguido de unos pasos. —¿Quién anda ahí? ¡Helena! ¿Eres tú? —¡Hola!, ¿hay alguien? —¡Lárgate de aquí! ¡Corre! —dije, demasiado tarde. Helena ya había atravesado la puerta—. ¡Vete! —¿Qué demonios haces con eso? Su mirada se quedó fija en mí, helada, como todo su cuerpo. Detrás de ella la silueta enorme de la aberración se movió. Un horrible chasquido de huesos y la cabeza de Helena se descolgó lánguida hacia delante y su cuerpo se desplomó en el suelo. Nuestro amigo inauguró su festín. Miré a la pantalla. De momento, no había nadie más al acecho e intenté moverme despacio hacia el sofá. Todavía no entiendo por qué lo hice. Todo aquello era demasiado real para confiar que una porra virtual pudiese ayudarme. Tenía un tipo con las carnes secas decapitado en el jardín y un zombi gordo, o lo que fuera, se estaba comiendo a mi novia. Me acerqué poco a poco por detrás del monstruo que devoraba felizmente. Deposité el hacha en el suelo, con cuidado, y agarré el mando con ambas manos. Es un bate, es un bate, es un bate... me repetía mentalmente. Lo acerqué con lentitud a mi hombro derecho y apunté a la cabeza del monstruo. Vamos, sujeta fuerte, un buen swing. Lo golpeé con tanta fuerza que perdí el equilibrio y caí hacia atrás. Funcionó. Aquel ser cayó sobre el cadáver de Helena y no se movió. Le di con la punta del pie para ver si reaccionaba, sin resultado. En ese momento aparecieron más caras desafiantes y sonrientes en la pantalla. Recuerdo que empecé a gritar a pleno pulmón hasta estar a punto de perder el conocimiento, a la par que me levantaba del suelo. Me coloqué frente al televisor y seguí jugando. Si no acababa con las infernales criaturas, saldrían para ponerme las cosas difíciles. Grité y golpeé hasta la extenuación. No había manera de parar la partida. No la había. En un último alarde de energía me lancé sobre la tele sujetando el mando a modo de lanza y lo clavé en el centro de la pantalla. ¿Ve estas 50
marcas? Son del estallido del halógeno. Acabé cubierto de cristales, pero la imagen había desaparecido. Intenté sacar el disco. Tiré del cable con la esperanza de que todo terminase pero la consola seguía funcionando aún sin electricidad. Como quieras. Recuperé el hacha y la golpeé con la poca fuerza que me quedaba hasta reducirla a chatarra. No estaba demasiado seguro y no sabía las repercusiones que podría tener el hecho de haber puesto en marcha ese juego. Hasta el momento había sido muy poco predecible y temía que realmente estuvieran fuera de control aunque no tuviesen por donde salir. Así que corrí de nuevo al cobertizo y regresé con un pequeño bidón de gasolina que mi padre tenía para el cortacésped, rocié la sala de estar, encendí unas cuantas cerillas que fui dejando caer y corrí fuera de la casa. —Vamos a ver, joven, ¿Comprende usted que lo que está diciendo no tiene ningún sentido? —Lo sé. —¿Y aún así pretende que le crea? —No tengo otra opción. —En los escombros de su casa sólo se halló un cadáver, el de Helena Casares. ¿Y usted quiere que yo salga en su defensa con ese argumento? ¿Se piensa que el tribunal es tonto? Vaya, creo que tenemos mucho trabajo por delante. © Rakel Archer A Rakel la encontraron a finales del siglo XX con una pluma estilográfica en la mano izquierda, una bola de papel arrugado en la derecha y la mente en blanco. Desde entonces se empeña en narrar sus propias pesadillas. Como escritora es caótica y como alumna, iconoclasta, aunque no puede negar el influjo de autores como Neal Stephenson, Stephen King o Jose Carlos Somoza. Publicó varios relatos en la recopilación Tiempo de Recreo, publicado por la web http://el-recreo.com. Entre historia e historia, nos deja sus retazos en el blog Angulos Extraños http://rakelarcher.wordpress.com/
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CONSCIENCIA IRREVERSIBLE por Luis Barrera Bermejo
D
esperté, y tras un pausado parpadeo, conseguí abrir los ojos por completo. Las remanentes brumas del sueño me hicieron desconfiar de mis sentidos durante unos instantes, y cuando éstas se disiparon, no quedó sombra de duda alguna: todo estaba sumido en la más absoluta oscuridad.
Acto seguido intenté situarme dentro de mis habituales referencias espacio–temporales; mayúscula fue mi sorpresa cuando comprendí que las desconocía. ¿Qué ocurre? ¡No recuerdo nada! –pensé aterrorizado. Pero la amarga sorpresa no había hecho sino empezar. Con la salvedad de los ojos, el resto de mi cuerpo estaba paralizado, indiferente a mi voluntad de movimiento. Los titánicos esfuerzos por arrancar la más ligera señal de vida a alguno de mis miembros fueron estériles. Intenté mantener la creciente angustia bajo control y pasé a revisar el estado de mi mente. Tras un breve intervalo, el autoanálisis arrojó alarmantes conclusiones: aunque la capacidad de raciocinio permanecía intacta, todos los contenidos de mi memoria a medio y largo plazo habían desaparecido por completo, así como la práctica totalidad del vocabulario. La situación parecía confirmar que sólo era un cerebro ignorante, aislado en un medio inexistente, carencia absoluta de estímulos… Tal vez esto fuera la Nada. Mi personalidad consigo misma, yo como primordial unidad… No podía concebir idea más espantosa. © Pedro Belushi
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La
incapacidad
de
asimilar la evidencia se apoderó de mi mente incompleta. El horror microorgánico, el horror celular, el horror primigenio… sin fin. Creí ver fogonazos de luminosidad cromática, creí sentir un movimiento circular que tomaba mi cuerpo como eje de rotación –e incluso escuchaba voces constantemente–, voces susurrantes que decían saberlo todo; aunque es probable que sólo fuesen estímulos alucinatorios que mi cerebro creaba como respuesta a la ausencia ambiental. Más allá de mis posibilidades estaba conocer por cuanto tiempo estuve inmerso en la sinrazón de la locura, y poco importaba, pues el tiempo tampoco existía para mí. De repente, una serie de fosforescentes caracteres tipográficos –minúsculos, pero perfectamente legibles– comenzó a dibujarse frente a mis ojos, sobre el invariable fondo negro. No se trataba de otra alucinación, pues ningún producto de la imaginación podría poseer semejante nitidez. Turbado, leí aquella línea de signos: Este mensaje fue grabado en la retina de su ojo derecho con fecha /21–07–2074/. El hecho de que usted pueda leer esta inscripción corroborará el correcto funcionamiento de los recursos tecnológicos intrínsecos a su proceso penal en curso. El Consejo Judicial dictaminó «Consciencia Irreversible» como sentencia final a su prolongado juicio, según los trámites pertinentes. En este momento acaba usted de abandonar el sistema solar, con una velocidad media aproximada de 27 km/s. Su cerebro se encuentra inmerso en fluido amniostable dentro de un cilindro biocomputerizado modelo Társic –virtualmente indestructible– con trayectoria autorregulada hacia su vacío interestelar más próximo. El resto de su cuerpo fue incinerado según normativa habitual. Su petición de clemencia fue aceptada por el Consejo Judicial; así pues su consciencia fue desactivada antes de iniciar el traumático proceso de extracción cerebral.
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Como habrá podido comprobar, su memoria se encuentra prácticamente anulada. No se preocupe, se encuentra en perfecto estado de conservación; e irá recuperando progresivamente su libre acceso a la misma con el paso de los eones, siguiendo el esquema psicométrico implantado según la pauta 7C–3 de su sentencia. De hecho, podrá usted recordar hasta la más nimia de sus experiencias vividas, y evaluar así el nivel de ajuste existente entre la naturaleza de su castigo y su grado de responsabilidad en el crimen cometido. Si el azar está de su parte, encontrará su final en el choque con algún cuerpo errático, aunque las probabilidades de impacto son abismalmente remotas. En caso contrario, su vida será eterna. Hasta siempre © Luis Barrera Bermejo LUIS BARRERA BERMEJO, nacido en Zaragoza, 1977. Ha colaborado con diferentes revistas (Dreamers, Nitecuento...) y sitios web (NGC 3660, Terror y nada más...). Habitualmente, se enfunda su máscara sangrienta de Luis Bermer para perpetrar relatos de terror y otras aberraciones de literatura oscura. Entre sus influencias destaca las obras de Poe, Bradbury, Pohl, Dick…¡¡y el Heavy Metal!! Su web oficial es www1.webng.com/luisbermer/ y ya está en preparación su libro «¡CORTADLE LA CABEZA! Y otros relatos de terror». Rumores sin fundamento le localizan deambulando por las tierras altas de Extremadura...
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DESAPARECIDA por Frank Roger Traducción Carlos A Duarte
–¿S
r. O’Keefe? ¿Me puede atender un momento? Timothy O’Keefe miró a través de la sucia ventana y vio que el hombre que había llamado a la puerta era un policía. Éstas no podrían ser buenas noticias. Se dio cuenta de que sus opciones eran limitadas, abrió la
puerta y dijo: —Buenos días, Oficial. Entre. ¿En qué puedo servirle? Al entrar el policía, Timothy ordenó a su perro que se echara. —Tranquilo, César —dijo con autoridad. Debía tratar de mantener al animal bajo control. Los ojos del policía exploraron el remolque, el perro, sus escasas y humildes posesiones. ¿Qué estaba buscando? —¿Puedo hacerle algunas preguntas? —No hay problema, Oficial. —¿No tuvo usted un visitante aquí ayer? ¿Una mujer joven? —Sí —dijo Timothy—. Vino una trabajadora social para hablar sobre un problema. —Cuénteme todo sobre esto. —Ella me dijo que había habido quejas. Algunas personas no pueden aceptar mi estilo de vida. Vivo una vida sencilla aquí en mi remolque, alejado del resto de la humanidad. Acá César es mi única compañía. Se podría decir que soy una especie de ermitaño. No necesito mucho, no le pido nada a nadie, me ocupo de mis propios asuntos y acepto lo que la naturaleza me ofrece. Sucede que algunas personas consideran parte de la naturaleza como su propiedad, y cuando acepto alguno de sus regalos, afirman que les he robado algo que les pertenece. Podríamos decir que existe un conflicto de intereses.
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—Sí, señor O'Keefe, estoy al tanto de su reputación. ¿Llegaron usted y la trabajadora social a algún acuerdo? —Es una buena manera de expresarlo. El asunto se ha resuelto. No debería haber más problemas. —¿Qué ocurrió después de su conversación? ¿Hizo o dijo la Srta. Sánchez algo especial antes de marcharse? Timothy sacudió la cabeza. César se levantó y comenzó a olisquear las botas del policía. Timothy se pasó la lengua por los labios y dijo: —Tanta conversación me pone sediento. ¿Le gustaría tomar algo? Me temo que agua es todo lo que puedo ofrecerle. Y tal vez un bocado ligero. Buscó en uno de sus improvisados armarios, sacó dos vasos, una jarra de agua, y un pequeño plato con trocitos de comida. Timothy vació su vaso; el policía tomó un pequeño sorbo del suyo pero no tocó los aperitivos. No cabía duda de que no deseaba exponerse a las normas gastronómicas de su huésped (o a la falta de ellas). —La Señorita Sánchez ha desaparecido desde ayer —explicó finalmente el policía—. Estamos hablando con todos los que la vieron, con la esperanza de encontrar alguna pista. Usted se encuentra entre las últimas personas que la vieron. Si sabe algo que pudiera resultar de utilidad, me gustaría escucharlo. No dude en ponerse en contacto conmigo si le viene a la mente algún detalle útil más adelante. Podemos usar cada una de las pistas. —Entiendo —dijo Timothy— Me temo que no puedo ayudarle. —Bueno, me tengo que ir ahora. Gracias por su tiempo. El policía exploró el remolque una vez más, como si esperara descubrir de repente el cuerpo de la Srta Sánchez, prolijamente apilado en uno de los armarios. Luego salió y caminó de regreso hacia su coche. Timothy arrojó los restos del aperitivo al suelo, donde César dio rápida cuenta de ellos. Vació también el vaso de agua del policía y sacudió la cabeza. ¿No se suponía que la policía encontrara pistas y localizara a las personas desaparecidas? Al parecer no eran tan buenos en su trabajo. Ese policía ni siquiera había reconocido aquellos pedazos de carne, todo lo que quedó de la Srta Sánchez, y los había tenido justo enfrente de él. ro Belushi
Por fortuna esta vez César había sabido comportarse. No había sido así cuando vino esa chica joven. Habían discutido el problema y entonces un 56
movimiento de la Srta Sánchez había sido malinterpretado por César. El perro, hambriento e irritable, había clavado los dientes en su pierna antes de que tuviera tiempo de intervenir, pero ella gritaba. Timothy se había asegurado de que los ruidos cesaran, pues podrían haber atraído una atención indeseable. Y como él y César aceptaban lo que la naturaleza ofrecía, y la naturaleza había sido tan amable como para ofrecerles a la Srta Sánchez… Hacía bastante tiempo que no comían carne. Ella representaba un cambio bienvenido de las malditas setas y la fruta que encontraba (o robaba). Y era increíble cuánto podía engullir un perro hambriento. Él echó los restos a los pocos perros abandonados que siempre merodeaban por allí, y eliminó meticulosamente todo rastro revelador. Timothy había comido su parte, pero no guardó demasiado —sin una nevera no tenía mucho sentido. Y aún así, el policía no había aprovechado ese raro lujo. Se alegraba de no haberle mentido. De hecho, había llegado a una especie de acuerdo con la trabajadora social, el asunto se había resuelto, y no habría más problemas. Y no había nada que pudiera hacer para ayudar. Todas sus palabras exactamente. Y el policía no tenía motivos para quejarse. Esos tipos eran duros y difíciles de digerir. ¿Alguna vez se daría cuenta de la suerte que tuvo? © Frank Roger © de la Traducción Carlos A Duarte FRANK ROGER nació en 1957 en Gante, en Bélgica. Se puede ver una biografía suya más amplía en el cuento Manchas de Sangre.
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EL ASCENSOR
por José Carlos Canalda Cámara
A
pesar de sus ya largos años de residencia en la gran urbe, José Luis Ortega no pudo evitar un fugaz estremecimiento al encontrarse de nuevo en la superficie, luego de abandonar el cálido y protector refugio que le brindaba la cercana estación del metro. Cierto que el tiempo, frío y lluvioso, contribuía a hacer desapacible ese típico día de enero cuando lo más apetecible era quedarse recluido en casa; pero lo que a José Luis le molestaba no eran las inclemencias del tiempo sino el tráfago hostil de la metrópoli, colapsado a causa de la persistente lluvia. Con estoicismo, José Luis cruzó la ancha avenida sorteando coches y charcos al tiempo que mascullaba alguna que otra maldición dirigida a todos los que aceptaban vivir en condiciones tan degradantes. Por fin, tras aguardar de mejor o peor grado en dos semáforos, se encontró frente a un edificio ubicado en la confluencia de la gran avenida con una de las calles transversales. Por cierto, su aspecto no contribuyó demasiado a calmar su desazón: nunca le habían gustado las estructuras con predominio de la altura sobre el ancho, y a ésta le calculó no menos de veinte pisos construidos sobre un solar inverosímilmente pequeño. En fin... tan sólo se trataba de recoger un paquete. Como era de esperar, el portero no se encontraba en su puesto. Lo que, bien mirado, era una ventaja dada la incapacidad de estos empleados para apreciar la sutil diferencia entre una custodia discreta y una impertinente curiosidad. Por lo demás, sabía a qué piso debía dirigirse. El ascensor era de los llamados de seguridad, con dobles puertas metálicas exteriores e interiores, lo que añadió un granito a la montaña de su ya creciente desagrado. Jamás había tenido problemas de claustrofobia, pero prefería los modelos convencionales en los que las ventanitas de las puertas daban con su mortecina luz la impresión de una libertad por etapas. El ascensor automático le inspiraba rechazo al parecerle un bruñido y aséptico ataúd dispuesto en todo momento a acogerlo en su seno. Claro, esta pequeña e instintiva repulsión no llegaba ni mucho menos a condicionarle hasta el punto de obligarlo a renunciar a su uso; amén de que quince pisos no eran una fruslería para una persona como él que, aunque joven, jamás había destacado por su fervor hacia los ejercicios. 58
Pulsó el botón que indicaba el décimo quinto piso a la par que observaba con satisfacción que se había equivocado por un escaso margen al calcular la altura del edificio. El ligero tirón de la inercia en su estómago le indicó, a falta de información visual, de la puesta en marcha del aparato. El contador digital tenía varios diodos fundidos, lo que hacía de la lectura un ejercicio tan discontinuo como inútil. Por fin el movimiento cesó o, al menos eso le pareció, pero las puertas no se abrieron. José Luis no era una de esas personas que se amilanan ante el © Jorge Vila menor inconveniente y hacía falta bastante más que un ascensor recalcitrante para conseguir ponerle nervioso. Al fin y al cabo bastaba con pulsar un botón y resuelto el problema. La casualidad quiso que no llegara a alcanzar su propósito. Alguien llamó el ascensor desde alguno de los pisos inferiores y éste comenzó a descender. José Luis tardó algún tiempo en reaccionar, pero a la altura del piso noveno (¿o era el octavo) presionó el botón de parada. Al tercer intento renunció a la incruenta pugna mantenida con su desconocido adversario. En la planta baja aguardaban dos señores de mediana edad con aspecto de ejecutivos de empresa, y ambos se apartaron para dejarle salir. Balbuceando una rápida explicación, José Luis les invitó a entrar. Sus compañeros de viaje se apearon en la segunda de las entreplantas. Por un momento José Luis estuvo tentado de acompañarlos y subir a pie el resto del camino; pero ocho pisos le parecieron demasiados, por lo que optó por seguir en su metálico encierro. Voy a tener suerte, se dijo, pero el proceso se repitió una y otra vez a pesar de los esfuerzos frenéticos de José Luis. El elevador subió, bajó, volvió a subir y en todas las ocasiones las puertas se negaron a abrirse. La situación comenzaba a pasarse de castaño oscuro. Es raro, pensó José Luis ya francamente nervioso; pero la lógica le impedía formular cualquier 59
pensamiento que no culpara de todo a una inoportuna cadena de fallos mecánicos. Quizás un falso contacto era el culpable del problema. Estaba enfrascado en encontrar una solución cuando de pronto el elevador inició el descenso con suavidad dejándole con el índice a menos de un centímetro del panel de control. Esta vez no se molestó lo más mínimo; bien mirado, lo mejor sería bajar hasta el vestíbulo y preguntar al portero la manera de llegar hasta el piso de marras. Sin embargo, el armatoste se detuvo en la primera entreplanta. Allí una señora gorda, embutida en un aparatoso abrigo de malas pieles, esperaba acompañada por un pequeño chucho de mirada asustada. La mujer olía a perfume barato y exhibía un maquillaje chillón que le daba aspecto de máscara. Fueron tan sólo unos segundos los que invirtió José Luis en estudiar a la inoportuna matrona. Este lapso fue suficiente para que ésta le bloqueara el camino hacia la libertad con una agilidad insospechada y lo arrinconara contra el fondo de la cabina mientras el pobre chucho, tironeado por su dueña, la imitaba. —¡Huy, perdone! —exclamó de manera poco convincente la arpía al tiempo que aplastaba el número seis con un dedo rechoncho. —Da igual, señora —masculló resignado José Luis mientras la asesinaba en su mente—. No tengo prisa. Prisa, en efecto, no tenía; ganas de salir de allí, sí. Y sobre todo de perder de vista al monstruo aquél que le robaba el aliento mareándole con los efluvios de su asqueroso perfume. Para su fortuna el viaje fue corto. Una vez que el mamotreto hubo salido y, tras él y casi a rastras, el infeliz perrillo, José Luis pudo respirar de nuevo. Estoy en el sexto nivel, pensó; ¿valía la pena bajarse allí y subir luego por la escalera los nueve restantes o bien bajar los ocho que le separaban del portal? Ninguna de las opciones le satisfizo. Y, puesto que tampoco le agradaba demasiado salir en pos de la gorda, se reafirmó en su decisión inicial pulsando con firmeza el botón marcado con el número cero. El contador comenzó a desgranar lentamente los pisos que le faltaban para llegar a su destino: seis, el manchón del cinco, cuatro, tres, apagado 60
para el dos, uno, apagado de nuevo para las dos entreplantas carentes al parecer de dígitos identificadores. El tiempo comenzó a antojársele eterno. La aprensión, sin duda, se dijo para sí mismo. No obstante, por muy subjetivo que pudiera parecerle, lo cierto era que el cero seguía sin mostrarse en la pantalla líquida. Miró el reloj: las diez y treinta y nueve minutos con diecisiete segundos. Aguardó y volvió a mirar: las diez y treinta y nueve con cuarenta segundos. Aguardó una vez más: las diez y cuarenta con cuatro segundos. No podía ser. Tenía que haber llegado ya... ¿O acaso se había detenido? Desde luego, José Luis no notaba ahora sensación alguna de pérdida de peso; el maldito vaivén a que había estado sometido, unido al azoramiento que por momentos sentía, había embotado por completo su sentido del equilibrio. Pulsó el botón que abría las puertas. No ocurrió nada. Luego el de la segunda entreplanta. Tampoco. El del séptimo, el del décimo quinto, todos a la vez... El ascensor se había convertido en un objeto inerte, insensible a su nervioso aporreo. El timbre de alarma estaba en apariencia mudo, aunque podía ocurrir que no sonara en la cabina del ascensor, pero sí en la portería. Estuvo dos minutos ininterrumpidos apretando el timbre de alarma. Aguardó otros cinco (¿o habían sido seis?) y volvió a insistir de nuevo. ¿Cómo era posible que nadie se enterara de que había alguien atrapado? El edificio estaba lleno de oficinas, y el trasiego de personas era continuo. Verían que el ascensor estaba bloqueado, irían a buscar al portero... Despechado, recordó que los elevadores eran dos. Esto complicaba las cosas, pero no impedía su rescate. Tenían que darse cuenta, tarde o temprano, de que uno no funcionaba. El portero... ¿Dónde diablos se habría metido el portero? Las once y catorce. Llevaba alrededor de media hora encerrado. Le dolían los puños de aporrear inútilmente el metal y comenzaba a escocerle la garganta por los gritos que había dado. Sentía calor, cada vez más calor. Se quitó el abrigo y se desabrochó la chaqueta. También aflojó el dogal de la corbata y soltó el botón que cerraba el cuello de la camisa. Se enjugó la frente con el dorso de la mano descubriendo que la tenía empapada de sudor frío, frío como la misma muerte. Dio una patada a una de las paredes. Esfuerzo inútil; tan sólo consiguió lastimarse el pie. 61
Las doce y cincuenta y dos. En mangas de camisa y sentado en el suelo José Luis Ortega meditaba sobre lo absurdo que a veces se mostraba el destino. Hacía como media hora había encontrado en uno de sus bolsillos un rollo de cinta adhesiva. Ahora el botón de alarma estaba sujeto con la cinta y teóricamente debería estar sonando de forma insistente e ininterrumpida... Las tres de la madrugada. ¿Es que nunca se iba a acabar este suplicio? Una ominosa luz brillaba inmutable en el techo a través del panel traslúcido. Su blanco fulgor, duro como un cuchillo, le producía la sensación de estar prisionero en un sofisticado y tecnológico infierno. El hambre y lo que era peor, la sed, comenzaban a atenazarlo. La excitación inicial había cedido paso a la abulia, prólogo a su vez de la desesperación. Habían pasado tres días según su reloj. ¿Tres días ya? Era imposible; nunca podría haber estado cerrado el ascensor durante tanto tiempo sin que alguien hubiera decidido investigar. No, no podía haber pasado tanto tiempo... Aunque su barba de varios días, el rincón maloliente que había convertido en forzoso excusado y, sobre todo, la debilidad creciente producida por un hambre y una sed en constante aumento, se encargaban de convencerle de lo real de su disparatada situación. Junto a él yacían los restos de sus gafas, inútil palanca con la que había intentado forzar a su cruel carcelero sin otro resultado que el destrozo de la improvisada herramienta. Abrumado por su insólita situación, José Luis Ortega contempló el arrugado pingajo en que se había convertido su corbata de seda, péndulo burlón que colgaba fláccido de su cuello. Por un momento, pensó dar un uso digno a tan inútil prenda ahorcándose con ella como manera rápida de acabar con sus sufrimientos; pero acabó desechando esta solución a causa, tanto de la inexistencia de saliente alguno, como por su instinto de supervivencia que, aunque debilitado y adormecido, le gritaba aún alentándolo a resistir mientras pudiera. Aunque remotas, todavía alentaba algunas esperanzas de que, tarde o temprano, vinieran a rescatarlo. ¿Cuánto tiempo había pasado ya? Lo ignoraba. Sin fuerzas siquiera para alzar el brazo y mirar el reloj, José Luis Ortega se moría. En el delirio final, su mente calenturienta había creído atisbar sombras fantasmales, que entraban y salían de su prisión, burlándose de sus desesperados e inútiles esfuerzos por seguirlos a través de las férreas mamparas que le separaban de
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la libertad. Mientras, ya no veía nada que no fuera un círculo luminoso que se iba estrechando poco a poco... ***** Encontraron lo que quedaba de él a la mañana siguiente: un puñado de piel y huesos cubierto por un manojo de ropas, caídos todos ellos en un rincón del piso de metal. El macabro hallazgo movilizó a policías y jueces que, a su vez, requirieron la ayuda de los forenses para tratar de desentrañar tan insólito caso, imposible de enmarcar dentro de los esquemas de la más estricta lógica. En un primer momento, se pensó que el cadáver pudiera haber sido trasladado desde algún otro lugar de dentro o fuera del edificio, pero un rastreo minucioso no dio el menor resultado. La identidad de la persona cuyo esqueleto había aparecido en el ascensor se determinó, sin ningún género de dudas, gracias al carné de identidad hallado entre sus ropas, y al estudio de la dentadura. Según los forenses la muerte se había producido por causas naturales, probablemente por inanición; un estudio detallado de los restos no había hallado el menor signo de violencia ni de substancias venenosas que pudieran haberla provocado. Todo encajaba bastante bien a excepción de un detalle: José Luis Ortega había sido visto con vida apenas veinticuatro horas antes de que se descubriera su esqueleto. Los forenses insistían en afirmar que el cadáver había sufrido una putrefacción natural que había durado, como mínimo, varios años. Se sabía, por los testigos (los ejecutivos y la señora del perrito), que José Luis Ortega había utilizado el elevador aproximadamente entre las diez y las once y media de la mañana. En su oficina, informaron que había ido a recoger un paquete a una delegación técnica situada en el piso décimo quinto del edificio; delegación a la que nunca llegó, tal como informaron los responsables de la misma. El portero del edificio, por su parte, explicó que no había visto subir a ese señor, y eso que sólo había faltado cinco minutos durante los cuales había ido a tomar café a un bar cercano... bueno, puede que hubieran sido diez, pero ni uno más. Además, él mismo había hecho la limpieza apenas un par de horas antes de que fuera descubierto el cadáver sin encontrar nada fuera de lo común. Y, en todo caso, muchas personas habían usado el ascensor 63
durante el resto de la mañana y por la tarde sin que nadie hubiera reportado nada extraño. Se trataba, pues, de un problema en apariencia irresoluble. Durante algunos días los medios de comunicación serios se interesaron por el tema, mientras periódicos y revistas sensacionalistas hicieron su agosto explotando el filón de la noticia llevándola hasta extremos tan exagerados como inverosímiles. Por su parte la policía, desconcertada por completo, acabaría por archivar el caso dictaminándolo como muerte natural. Varios meses después de aquel frío y lluvioso mes de enero nadie, o casi nadie, se acordaba ya del «extraño caso del muerto del ascensor», como fuera bautizado por algún periodista avispado. Un año después una revista especializada en parapsicología y temas afines publicó la teoría de un profesor extranjero de apellido impronunciable según la cual existiría un conjunto de universos paralelos yuxtapuestos al nuestro pero aislados entre sí; tan sólo de forma accidental se producirían entre ellos breves y discontinuos contactos durante los cuales podría haber fugaces intercambios de materia y energía antes de volver a la situación original de aislamiento total. Especulaba también el autor con la posibilidad de que cada universo tuviera una frecuencia temporal diferente, lo que conduciría a paradojas cronológicas que darían así sentido real a la conocida frase de la Biblia que afirmaba que para Dios un día era como mil años. Como es natural, nadie prestó demasiada atención a esta teoría a excepción de los escasos seguidores incondicionales de la revista. Pero durante algún tiempo, fueron varias las personas que afirmaron haber visto en aquel mismo lugar al llamado fantasma del ascensor; un joven pálido y de aspecto demacrado que alzaba hacia ellos sus manos crispadas implorando una ayuda que nunca llegaría antes de desvanecerse en la nada. © José Carlos Canalda Cámara JOSÉ CARLOS CANALDA (Alcalá de Henares, España, 1958) es doctor en Ciencias Químicas por la Universidad de Alcalá de Henares, y trabaja en un instituto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.) en Madrid. Aficionado al fantástico desde muy joven, cultiva tanto la vertiente del ensayo como los relatos.
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EL ASESINO SIN MANCHAS DE SANGRE EN LAS MANOS por Frank Roger Traducción Graciela Lorenzo Tillard
–¿O
ficial? Soy Samuel Bernard. Algo terrible ha ocurrido aquí, en mi casa. —¿Sí? —La voz sonó extraña, insegura, pero Samuel le contó al policía lo que tenía que decir.
—Temprano en la noche alguien llamó a mi puerta. Resultó ser una mujer joven, empapada, de aspecto triste y demacrado. Me dijo que su automóvil se había averiado en el camino, a unos metros de donde vivo, y que había caminado bajo la lluvia hasta mi casa. Yo vivo solo aquí, sin ningún vecino, de modo que no tuvo mucha elección. »La invito a entrar, la ayudo a quitarse la ropa y le doy alguna de la mía. No le queda bien, pero otra vez estamos muy escasos de otras opciones. Le pregunto si tiene hambre o sed y dice que no, aunque es obvio que algo le vendría bien, así que insisto y resulta que no le molestaría tomar un tazón de sopa caliente y algo de pan y queso, después de todo. Me sonríe, agradecida, y me pide permiso para hacer algunas llamadas telefónicas mientras le preparo una comida rápida en la cocina. »Puedo escuchar que habla por teléfono mientras estoy ocupado, y cuando regreso con la sopa y el resto de la comida, me agradece por mi gentil ayuda y dice que alguien vendrá a recogerla, la mañana siguiente, y si hay un lugar donde pudiera pasar la noche. Le digo que no hay moteles en la zona; que es bienvenida en mi casa. Sacude la cabeza, dice que será demasiado problema, pero insisto y le digo que no me molestará dormir en el sofá por una vez, y que ella puede usar mi dormitorio, sin problema en absoluto, y acepta mi propuesta aunque algo indecisa. Es evidente que encuentra toda la situación un poco embarazosa. »Devora su comida y cuando la termina me complace ver que se tranquiliza un poco y que disfruta de la tibieza de mi casa, de la ropa seca y de su estómago lleno. La sopa caliente puede obrar maravillas. Le digo que iré a preparar mi dormitorio para ella, y pregunta si podría por casualidad tomar
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una ducha o un baño caliente. Le aseguro que no es problema en absoluto, le muestro el camino hasta el baño, y me voy al dormitorio. »Regreso, me desplomo en el sillón y dejo que mis ideas vaguen durante un rato. Imagine mi situación: un vejete que vive solo, de repente frente a una mujer joven y guapa que es forzada a quedarse a dormir y quien podría estar deseosa de expresar su infinita gratitud en las horas venideras. Me quedo allí, soñando despierto, y después de un rato, como no escucho ningún sonido proveniente del baño, ni agua ni pisadas ni nada, me siento preocupado, me levanto y me acerco al baño. Llamo a la puerta y pregunto si todo está bien, pero no hay respuesta. »Golpeo varias veces más, y ahora me siento seriamente preocupado. Tomo la decisión y abro la puerta, y ante mi completo horror veo a la muchacha tendida y casi totalmente sumergida en el agua, que está roja por la sangre que se ha derramado de sus muñecas cortadas, al parecer con unas tijeras que todavía están sobre el piso junto a la bañera. Me pongo muy enfermo, grito y aúllo y me maldigo, y me toma un rato recuperar mi autocontrol. »Bueno, eso es todo, oficial. No puedo decirle más, ni siquiera sé el nombre de la muchacha. No © Mario C. Carper tengo idea de por qué 66
lo hizo, ni por qué escogió mi casa para hacerlo. Entonces, ¿qué hago ahora? ¿Sólo espero aquí hasta que venga su gente y se haga cargo de la situación? —Sí, Sr. Bernard —respondió el policía—. Sólo espere hasta que lleguemos. No toque nada. Estaremos ahí tan pronto podamos. —De acuerdo, oficial. Esperaré. ***** Rick dejó el tubo y se volvió hacia la Srta. Adrianson, sentada en su escritorio detrás de él. Ella levantó los ojos y lanzó una mirada inquisitiva a su aprendiz. —Era él —dijo Rick—. Samuel Bernard, el hombre del que usted me habló. Me llamó «Oficial», claramente convencido de que hablaba con la policía. —No sabe que todas sus llamadas son transferidas a la recepción — respondió Adrianson—. No podemos permitir que moleste a la policía ni a nadie más con sus locuras. Le daría a «Dorado Atardecer» una mala fama. —¿Y qué pasaría si se enterara? —No lo sabrá —sacudió la cabeza, resuelta—. Está muy encerrado en esta fantasía suya. Pobre tipo. Siento pena por él. —Era un escritor de guiones, si recuerdo bien. La señorita Adrianson asintió. —Sí, y con bastante éxito en su juventud. Solía escribir para varias series policiales de la TV, cosas muy buenas que lo hicieron muy rico y famoso... para ser un guionista. Por supuesto, la mayor parte de la gente sólo mira el programa sin molestarse en leer los créditos. Pero al decir de todos era muy exitoso. —¿Qué le salió mal? —En un momento dado, el rating de las series policiales por TV cayó dramáticamente y cancelaron la mayoría. Bernard nunca pudo aceptarlo. Era como si su propia vida hubiera sido cancelada. Rápidamente se fue cuesta abajo y al final encontró consuelo en lo que podría llamarse una es67
pecie de regreso a su viejo hábito, el que le había brindado tanta satisfacción y felicidad. De modo que todavía está inventando tramas para historias policiales que por lo común involucran a algunas preciosas mujeres jóvenes, pero ya no los escribe sino que los vive, dentro de su cabeza. ¿No acaba de contarle una de sus historias? —Sí, me sirvió una historia sobre esta muchacha que llegó a su casa y terminó por suicidarse en su baño. Le aseguré que iríamos a echar un vistazo. —Muy bien. No se preocupe. Básicamente es un anciano inocente, escondido en su cálido mundo de fantasía. No creo que debamos sacarlo de él y zambullirlo de nuevo en la fría realidad. —¿Y si llama otra vez? —Este seguro de que lo hará. Sólo finja que es un oficial de policía, escuche su historia, y dígale que está en camino. —Bien, de acuerdo —Rick sacudió la cabeza—. ¡Pobre tipo! ¡Qué manera de pasar su vejez, sumergido en sus propias fantasías! Entonces Rick volvió su atención otra vez a sus papeles. ***** —¿Paul? Soy el comisario O'Connor. Escucha, quiero que veas algo por mí. Acabo de pasar por este lugar llamado «Dorado Atardecer»... —¿El hogar para viejos en Blackmoor Drive? —Exactó. Noté una cantidad de automóviles en su estacionamiento, y los he visto parados allí durante semanas enteras. Me gustaría que verifiques si no son automóviles robados que han abandonado allí, o algo así. Te leeré las placas de matrícula, ¿de acuerdo? —De acuerdo, estoy escuchando. El comisario O'Connor le dio los números y esperó que su ayudante los buscara en la lista. Sólo tuvo que esperar unos pocos minutos. —¿Comisario? No va a creerlo. Todas esas placas están registradas a nombre de personas que están reportadas como desaparecidas, y se supone que los automóviles han sido robados. 68
—Bien, por lo menos encontramos los autos. —Hay otra cosa. Siete de los desaparecidos son mujeres jóvenes, blancas, de entre veinticinco y treinta años de edad. Definitivamente hay un patrón aquí, aunque no estoy seguro de qué clase. —Déjamelo a mí. Lo verificaré. Veré si alguno de los empleados del "Dorado Atardecer" está involucrado. Después de todo, es su estacionamiento. No pueden haber dejado de notar todos esos automóviles que han estado parados allí durante semanas. Dios mío, Paul, quién sabe con qué hemos tropezado aquí. Te aseguro que llegaré al fondo de esto. —De acuerdo, comisario. ***** Samuel Bernard se secó la frente con un pañuelo. Diablos, está haciendo calor, pensó. Me vendría bien un trago. Caminó con paso inestable hasta la cocina, abrió el refrigerador y se agachó para tomar una lata de Coca. Para su horror, su mano tocó la cabeza cortada de una mujer joven. Retiró con rapidez su mano temblorosa, y desenredó sus dedos del rubio pelo pegoteado con sangre coagulada. Retrocedió unos pasos sobre sus piernas tambaleantes y quitó su mirada de los ojos vidriosos de la muchacha que lo miraban sin vida. ¡Oh, Dios mío!, pensó Bernard. Oh, no, no otra vez. ¿Nunca terminará? ¿Continuará acosándome esta locura? Todavía acongojado por el horror y la incomprensión, caminó hasta el teléfono. © Frank Roger © de la Traducción Graciela Lorenzo Tillard FRANK ROGER nació en 1957 en Gante, en Bélgica. Se puede ver una biografía suya más amplía en el cuento Manchas de Sangre.
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EL EDIFICIO Roberto Malo
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esde el momento en que Nuria entró por primera vez en el inmueble de siete plantas, viejo y gris, algo empezó a cambiar. Fue como si en los mortecinos pasillos floreciera la vida, la esperanza. El edificio parecía brillar, orgulloso de la nueva inquilina.
Ella era joven, toda una belleza, la vecina que cualquiera desearía tener. Y en cuanto se instaló, quedó prendada de su apartamento. Cayó enamorada de su cama, de su bañera, de sus paredes. Le encantaba pasearse desnuda dentro de su casa. ¡Se sentía tan a gusto allí...! No podía imaginar que el edificio también se sentía muy a gusto de tenerla en su interior.
Una noche, tres meses después de haberse instalado, Nuria decidió invitar a su novio. —Venga, pasa —dijo ella abriendo la puerta principal del edificio. Su novio entró sonriendo; se llamaba César. Era un tipo alto, guapo, de tez morena y cuerpo atlético. Abrazó a Nuria y la besó. Sus manos recorrieron las sinuosas caderas cual alfarero trabajando con el barro, mientras las de ella acariciaban la fornida espalda, igual que un ciego que lee una apasionante novela escrita en braille. —Será mejor que subamos —dijo Nuria, señalando la escalera. —De acuerdo —sonrió él. Abrazados, entre besos y risas, subieron al sexto piso. Nuria sacó la llave, abrió la puerta y llegaron a trompicones hasta el dormitorio. Al pasar delante del gran espejo, César se detuvo y observó el reflejo de Nuria. —¿Qué haces? —dijo ella, mirándolo a través de la cristalina superficie—. ¿Por qué te detienes? César la miró a los ojos.
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—No hace falta que le pregunte —dijo en voz baja—. Yo sé que tú eres la mujer más hermosa del mundo. Ella sonrió y lo besó de nuevo. Silenciosa, imperceptiblemente, el espejo empezó a agrietarse por la parte inferior. —Te quiero —dijo ella abrazándolo—. Eres tan dulce. —Te amo —susurró él, y la besó. Mientras, la lámpara del techo parecía iluminar más de la cuenta, indignada, celosa. —Tengo que ir un momento al baño —se excusó Nuria; le guiñó un ojo a César y salió. César sonrió y se arrellanó en una de las sillas. Sentado ahí, observó que las dos hojas de la ventana se abrían por sí mismas de par en par, al igual que una mariposa que despliega sus alas. El frío y el ruido de la noche entraron en el cuarto. Antes de que César tuviera tiempo de hacer algo, la silla, con él encima, se alzó del suelo, y de un tirón se precipitó como una bala hacia la ventana abierta. César y su grito desesperado cayeron y cayeron y se aplastaron contra el asfalto de la calle, seis pisos más abajo. Al oírlo, Nuria irrumpió en el dormitorio. La puerta se cerró tras ella y cayó la persiana, obliterando la visión del exterior. —¿César? —dijo y quedó paralizada. La silla avanzaba hacia ella sobre sus cuatro patas, como riéndose en silencio de la situación. —Dios... –dijo Nuria, sin poder creer lo que veían sus ojos. Sentía que la habitación la estaba observando, cerrándose sobre ella. De pronto, un cajón se abrió y de él salió un lápiz de labios que empezó a planear como un diminuto cohete por el aire. Nuria lo observó alucinada. 71
El lápiz llegó hasta el espejo circular y escribió: NURIA, TE QUIERO Las letras color carmín le entraron a fuego por los ojos y se clavaron en su mente. Con urgencia se volvió y fue hasta la puerta. Tomó el pomo e hizo ademán de girarlo, pero éste no se movió ni un milímetro. Volvió a intentarlo, mas pronto desistió. Comprendió horrorizada que era prisionera en su dormitorio de su propio dormitorio. El lápiz escribió: TE DESEO. —¿Quién... qué eres? —profirió ella con espanto. SOY TODO LO QUE TE RODEA —¿Qué quieres decir? SOY EL EDIFICIO —¿El edificio? —repitió Nuria con la boca abierta. Y TE QUIERO Nuria pensó que iba a desmayarse. Se sentía atenazada por una de las manazas de King-Kong. Sí, el edificio era como un King-Kong enamorado. —El edificio... todo el edificio... —dijo al borde de la locura y comenzó a gritar. En grandes letras apareció en el espejo: NADIE VA A AYUDARTE. Una sospecha comenzó a rondar la mente de Nuria. —Los inquilinos. ¿Qué les has hecho a los inquilinos? La superficie del espejo creció hasta ocupar toda la pared. Y a través de aquel agujero de horror Nuria ob-
© Pedro Belushi
tuvo su respuesta. 72
La cama del matrimonio que vivía en el cuarto piso lanzó a sus dueños por la ventana, mientras el armario del solterón del quinto hacia otro tanto. La anciana del segundo sufrió el mismo destino: del sueño pasó a la muerte. Ahora, una voz dijo: NURIA, DESPIERTAS MI LUJURIA El edificio quería estar a solas con su amada. El portero se encontraba en el baño haciendo del vientre cuando de pronto la taza se levantó de golpe y lo lanzó por la ventana. Si bien sólo se rompió un brazo y una pierna, no tardó en morir, pues se estrelló sobre él la gorda viuda del séptimo piso. Poco a poco, todos los inquilinos fueron arrojados hacia la calle. El edificio era como un perro enorme que se quitaba sus pulgas. Una lluvia de personas y animales nubló el día, niños, adultos, un canario en su jaula, una pecera llena de peces. El edificio parecía un gran globo del que su tripulante, en un desesperado intento de no perder altura, desechaba todo lo que podía. El asfalto se tiñó de rojo y los cadáveres empezaron a formar una alfombra de carne aplastada. NURIA, TE QUIERO QUIERO QUE SEAS MÍA SÓLO MÍA Nuria escuchaba sin poder reaccionar. Se sentía como una actriz metida dentro de una película sin conocer el guión, y que, en consecuencia, no puede decir nada, de modo que se queda callada intentando hacerse una idea de lo que debe hacer o decir. TENGO QUE AMARTE —¡No puedes! —estalló Nuria, al fin—. ¡Tú no puedes amarme! SÍ QUE PUEDO —¿Cómo? —preguntó ella, con miedo. En ese momento, la silla de la habitación se dio la vuelta, flotó en el aire, y sus cuatros patas adoptaron formas fálicas. A la vez, el pomo de la puerta fue creciendo y estirándose hasta adoptar también la forma de un pene.
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TODO LO QUE ME PERTENECE TE PUEDE AMAR —¡Pero yo nunca seré tuya! —gritó con furia—. ¡Nunca! ¡Antes prefiero la muerte! Y se lanzó con fría determinación contra la pared más cercana antes de que el edificio se diera cuenta de lo que pretendía, antes de que pudiera detenerla. Fue como una bañista que se lanza a un lago helado. Su cabeza y el espejo se quebraron por igual. El edificio enmudeció. La silla cayó al suelo. El edificio no sabía por qué Nuria había obrado así, pero no tardó en darse cuenta de que había muerto. ¡Sí, muerto! ¡Su amada había muerto! ¡La mujer que había estado es© Pedro Belushi perando durante toda su vida había muerto! La había perdido. Y él estaba perdido. Su corazón de acero explotó, las cañerías rompieron a sangrar, los pilares se desmoronaron, los tabiques cedieron, la fachada se abrió de arriba abajo; todo él se derrumbó como una gran bestia herida de muerte, entre una gran confusión de ladrillos, hierros, polvo y humo, para asombro de los policías que se acercaban en sus coches; y murió, murió sepultando a su amada, convirtiéndose en su tumba. Una pareja de novios que estaba en la acera de enfrente en el momento en que comenzó el espectáculo se alejó corriendo al ver el ocaso del edificio. Por suerte, los escombros no los alcanzaron; sólo se mancharon las ropas de un poco de polvo y cal. Sin saber qué decir, sin saber qué pensar, se abrazaron apasionadamente, dándose cuenta de la suerte que tenían de seguir vivos, de seguir juntos. 74
—Te quiero —dijeron al unísono. © Roberto Malo ROBERTO MALO (Zaragoza, 1970) es escritor, cuentacuentos y animador sociocultural. Ha publicado el libro de relatos MALOS SUEÑOS (Certeza, 2006) y las novelas MALDITA NOVELA (Mira, 2007) y LA MAREA DEL DESPERTAR (Hegemón, 2007). Ha publicado más de cincuenta relatos en revistas, periódicos y diversas antologías.
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EN EL JARDÍN BOTÁNICO por Adriana Alarco de Zadra
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engo mucho que estudiar. Los nombres científicos son difíciles de retener. Estoy en el Jardín Botánico sentada en un banco y los párpados se me cierran por el cansancio. No voy a pasar el examen. ¡Es mañana! No sé qué hacer.
¡Me ha picado un bicho! Seguramente es una avispa o una abeja de las que zumban por aquí. Me miro y no creo lo que veo. ¡Oh, no!
© Mario C. Carper
¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Estoy alucinando! Trato de levantar los brazos y sólo veo ramas, hojas, pétalos y flores. Recapitulemos. Llegué, me senté en un banco del jardín, abrí el libro, dibujé algo en el cuaderno. ¡Y ahora estoy de pie sobre un montículo de tierra, incapaz de moverme! ¿Estoy soñando, o estoy hipnotizada? Veo una mosca. Abro mis pétalos sin sueño y la trago. Me ha gustado. Probaré una abeja o alguna oruga que se atreva 76
a pasear sobre mis hojas. Aún tengo dudas de qué es lo que sucede, pero tengo la esperanza de que alguien me ayude. Si vienen al Parque botánico no dejen de visitarme. Quizás pierdan un ojo, un dedo, la nariz… pero tendrán el sumo placer de conocerme... íntimamente. © Adriana Alarco de Zadra ADRIANA ALARCO DE ZADRA, además de escritora y poetisa es Presidenta de la Fundación Ricardo Palma, una entidad que se ocupa de administrar la Casa Museo del escritor peruano y de mantener viva su memoria y su obra. Desde hace tres años se ocupa de renovar el inmueble y de restaurar valiosos cuadros y muebles del Museo. Además, ha publicado cinco volúmenes con selecciones de Las Tradiciones Peruanas, en formato económico, para los escolares y los turistas que visiten el Museo.
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ENTONCES por Juan José Castillo I
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n la completa quietud del aire sobre el océano, los brazos sin consistencia de un obeso joven negro colgaban de una balsa; se mojó los dedos y despertó. Sus ojos se abrieron y a la vez se sintió extrañado pues, ¿cómo iba a estar en alta mar y postrado sobre una balsa a la deriva? En posición boca abajo, como si acabasen de dispararle, sin fuerzas.
Al volverse, percibió un cielo emborronado con nubes agolpadas. La balsa se bamboleó por el oleaje y el hombre que estaba a su vera despertó. Otro, un tanto más viejo, dormía en la otra punta; tenía la mandíbula abierta como si acabase de expirar. —¿Dónde estamos? —dijo el hombre calvo y blanco; sin esperar respuesta se asomó por la borda como si estuviese en un trasatlántico. —Acabo de despertar, como usted —contestó el chico negro—. No recuerdo haber subido a esta balsa con dos hombres, que no conozco —dijo, señalando al otro—. ¿Cómo se llama? —Jamás le he visto —contestó el calvo. —Me refiero a usted. El calvo se volvió y su cara se contrajo por el esfuerzo de recordar, pero fue inútil. —Hum… no sé —dijo, y empezó a registrar su chaqueta—. Por aquí debo tener... —Del bolsillo interior izquierdo sacó una cartera de piel marrón y la sostuvo en el aire antes de abrirla; algunos papeles cayeron. Al fin dio con la cartulina conocida—. ¿Usted recuerda? —preguntó sin quitar el ojo a la documentación. —Sé que me llamo Juan Jedediah —respondió—. ¿Y usted? Estaremos un tiempo juntos y no le gustará que lo llame blanco, como a mí no me gusta que me llamen negro.
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El calvo mostró el carné sin sonreír. —Pues tendrá que llamarme blanco —dijo muy seco. El documento exponía: HENRY WHITE. NUEVA YORK. 1969—. Quizás hemos tenido un accidente de avión. ¡La gente no aparece así como así en mitad del océano! La pequeña balsa se mecía con cualquier gesto. —A lo mejor nos conocemos y no lo recordamos —supuso el obeso joven negro—. ¡Esto es una langostera, tío! Lo del avión, como que... —Jedediah dio sendos golpes a las tablas arqueando una ceja y sacudiendo la cabeza en rotunda negativa. White lo miró con desprecio. —Quizás él lo sepa —dijo y se inclinó sobre el demacrado viejo en la proa. Henry y Juan pactaron no polemizar. Hasta que el moribundo despertó, habían analizado cada idea, cada plan. Las discusiones con el calvo de la chaqueta hicieron que Juan jurara que si no fuera porque se irían directo al agua, se hubiera levantado a patearle el trasero, a lo que White respondió con una sonrisa irónica. Las nubes parecían humo ahora, y la tonalidad del firmamento varió con la llegada de la tarde; se aproximaba la oscuridad. Entonces el hombre viejo empezó a hablar; rogó que no lo movieran y confesó estar a las puertas de la muerte por una herida en el pecho. —Hable, entonces —ordenó White—. No vaya a morirse sin contarnos qué ocurre. Juan pensó que el calvo era un cabrón, un hijo de puta; apremiaba saber, aun más si el viejo estaba herido, pero había que tener respeto. II —Tranquilo, Henry —dijo el viejo como si lo conociera. Tosió; con una mano se palpó el estómago; sonrió; se puso serio y volvió a sonreír. La poca luz se desvanecía como si alguien hubiera apagado una halógena, y los tres se convertían en sombras. Se preguntó cómo empezar; siempre cabía la posibilidad de que no le creyeran; recordó Corintios 2:17. 79
—Soy el capellán de vuestro pueblo y vuestro amigo. Me llamo Giraglia. —Cerró los ojos por un momento; y sintió como hervía su estómago, y a resentir la mala postura—. Verán, hace más o menos una semana el mundo perdió la razón... »Construida a lo largo de un enorme patio cuya masa rodea, con cantidad de árboles frutales, tomateras y un huerto de patatas, se encuentra la iglesia de Santa Ágata, la casa de Dios, y donde viví hasta el sopetón de noticias. »Recuerdo que la misma tarde en que se desvanecía la razón, observé cómo algunos viejos permanecían sentados en el muelle. Las personas que han vivido mucho tiempo son orgullosas y por tanto de mente cerrada; se niegan a sobrevivir en una vida que camina deprisa. »Entonces la esposa del señor White murió. Y él decidió que lo mejor era enterrarla en su pueblo natal, una villa costera donde tuvo una infancia maravillosa y feliz con sus hermanas, según sus propias palabras. El pueblo donde nacemos es difícil de olvidar, en eso estoy de acuerdo. Al parecer la señora White recordaba una y otra vez esos años vividos, y desde que la palabra cáncer apareció en su vida, aún más. Manuka White rogaba, imploraba, regresar. En cambio su marido, muy ocupado con una empresa domiciliada en Nueva York y cuya dirección de obra llevaba, no tenía tiempo de hacerla feliz. »Por entonces, los muertos empezaron a salir de sus tumbas. Nadie daba una explicación convincente del por qué. La radio relataba sucesos ocurridos en distintos puntos del país: una anciana que llamaba a la puerta de sus hijos el mismo día de su muerte; en las aldeas del litoral, la gente avistaba individuos que salían del mar, hinchados, verdes, errantes; la televisión, sin embargo, se convirtió en un zumbido muy molesto. La mayoría de las comunidades organizaban partidas de caza; el sheriff y sus segundos alistaban grupos de vecinos sin escrúpulos. »Como ya he dicho, ocurrió muy deprisa. El día que comenzó en nuestra aldea, usted, Henry White, el gran ejecutivo, apareció a las puertas de Santa Ágata seguido de su mujer en un coche fúnebre. Al parecer no se había enterado de las circunstancias que preocupaban a todo el mundo, y sin rodeos exigió que pusiera a su mujer muerta en el camposanto. Reflexioné; como hombre de ciudad desconocía las costumbres actuales, y no sabía que en el cementerio de la iglesia ya no se enterraba a nadie. Sin embargo, acepté asustado. No porque este señor me amenazara, sino porque delante de mí él era un hijo de Dios que necesitaba limpiar su conciencia. 80
»Al fin, decidí llevar a cabo la tarea. Según la radio (que no hacía otra cosa que asustar al público sin ningún miramiento) los no vivos retornaban en cualquier momento. Estaba claro que White no imaginaba lo que podía suceder en breve, y por eso resolví hacerlo cuanto antes; además, le acompañaban dos individuos corpulentos. Con un poco de suerte, el viudo estaría a cientos de kilómetros antes de que su mujer volviese a abrir los ojos. Sólo quise evitar más sufrimiento. »Preparé el oratorio con lo indispensable, mientras uno de los hombrones escuchaba la radio con las piernas apoyadas sobre el banco de la capilla, como quien lee en el parque. La emisora reiteraba los comentarios sobre los ataques, a cada cual más morboso. Los sucesos fueron afectando al hombre; los comentaba a su compañero con la cara desencajada y en voz muy alta. El otro, por el contrario, sonreía, se abría la chaqueta, mostraba su enorme pistola, y aparentaba estar al tanto. »En una esquina, con la cabeza entre las manos, se escondía Henry; el ejecutivo de la Gran Manzana lloraba con el corazón encogido. Decía que el alma de su esposa iría directa al infierno. Se acababa el mundo; las personas no creyentes, tienden a arrepentirse a última hora, pero el bueno de Dios siempre está ahí, para todos, eso le comenté. »Dispuse los enseres y fui hacia la derecha para abrir el portón que daba al jardín. Les dije que llevaran el féretro, que lo apoyaran con cuidado en los soportes de hierro, junto al murete. El hombrón asustado salió rápido, el otro lo siguió. Le pedí a Henry que me acompañara. »Una vez fuera, creí que él notaría que el lugar no se destinaba a enterrar cadáveres. Era un sacramental que rendía homenaje a personas célebres oriundas de la villa. Henry, mientras tanto, sollozaba y decía: la he perdido. »¿Qué sucede?, me pregunté. ¡Los Textos Sagrados no dicen que los muertos al resucitar se comerán a los vivos! Nada de eso. No cabe duda de que tengo algunas cosas que preguntarle a mi Dios. Aún las tengo. »En un par de ocasiones quise dialogar con Henry, pero fue como hablar con un bebé. Respondía con sonidos, muy ausente. Empecé a buscar un buen sitio donde realizar el entierro, un lugar entre las lápidas honoríficas donde poner un cuerpo verdadero, y que hubiera espacio para cavar. Me di cuenta de que debía traer las palas para facilitarles la labor; no quería prolongar la pesadilla dentro de la pesadilla. Los hombres ya se acercaban con el ataúd.
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»Entonces sucedió. Me encaminaba hacia el cobertizo sin quitar el ojo del césped, cuando oí un gran estruendo seguido por destellos que iluminaron el cielo. Puedo describir el suceso como fogonazos. Al darme la vuelta, vi que mi jardín se había convertido en una escena insólita: un cuadro digno de El Bosco. Los hombres tendidos sobre la hierba, el ataúd volcado, torcido, el cuerpo de la mujer... En mi cerebro trajinaban las historias de resucitados escuchadas en la radio; me dirijí hacia la caseta a por algo con qué defenderme; encontré un rastrillo. En el cielo hubo un relámpago; sin salir de allí, fui testigo de cómo se iluminaba el exterior con un fulgor tan claro como el sol. Y vi que la muerta lanzaba dentelladas al hombrón miedoso mientras él trataba de quitársela de encima, y que el otro procuraba sacar el arma de su chaqueta; la señora de lujoso vestido de encaje negro lo mordió como quien muerde una manzana. »Salí a la calle; oí gritos en las casas, en todas partes; en la lejanía, desde una furgoneta alguien disparaba sin ton ni son. El caos desbordaba las aceras. Giré un par de veces; encontré gente que luchaba con gente, resucitados que atacaban a sus familiares, vecinos que huían de sus animales. »La carretera principal tiene una larga bajada que encarriló mi trote hacia el puerto donde, cosa curiosa, no vi a nadie; mi objetivo era lanzarme al mar. »Llegué a la pasarela y alargué el paso. Me perseguían. Subí abordo de algunas chalanas y no pude forzar los amarres al muelle; volví a la pasarela y continué caminando hasta el final. El temblor de la madera me dijo que ellos se acercaban. Nervioso, agarré el último cabo que sujetaba una langostera y empecé a arrastrarla mar adentro; el oleaje me ayudó. »De pronto, alguien dentro de ella se incorporó y me disparó al pecho. Era el chico de los Jedediah; al percatarse de su error, remó para recogerme, como un valiente. »No todos los que me perseguían eran resucitados. A la cabeza venía el caballero que me había instado a realizar un entierro, usted, señor White. Trepé a la balsa como pude; Juan paleteó con fuerza pero yo se lo impedí. Nuestro semejante nos necesitaba, tenía posibilidades. Henry aprovechó la velocidad que traía y de un salto llegó a nuestro lado. III El cura tosió y un esputo de sangre brotó de su boca. 82
—Más o menos —dijo entre dientes. El lenguaje del inmenso azul se pronunciaba a través de la calma chicha. El pastor de Sta. Ágata se preguntó si los otros que viajaban con él no se habrían dormido. No los veía. Hacía rato que se desvanecieron con el crepúsculo. Oía un zumbido que bien pudiera ser un ronquido. Mientras tanto, las preguntas sin explicación reinaron en su cabeza. Una de ellas era la amnesia. No sabía por qué el ejecutivo de Nueva York y el chico de color habían perdido la memoria. A él no le pasaba. Una de sus teorías le llevaba a lo que sucedió en la iglesia. El haber entrado en el cobertizo le salvó –de eso estaba seguro–, los esplendores aturdían a la gente. Los que permanecían al aire libre, quedaban exhaustos. Eso debía de ser. ¿Perdían sus memorias en ese instante? Pudiera ser. No era despreciable. El señor White y sus escoltas estaban fuera cuando sucedió, Juan echado, y por qué no, mirando hacia arriba. La clave estaba en el cielo. —¿Por qué le disparé? —sonó la voz del joven negro gordo. —No sientas culpa —contestó el viejo—. Estabas confuso. —¿Confuso? —¿No recuerdas nada en el cielo? —interrogó Giraglia. Notó como su garganta se enfriaba, no así la sangre que bajo la presión de sus manos sobre su pecho, brotaba muy caliente. —No recuerdo nada —dijo Juan—. ¿Qué hacen exactamente las luces, te roban la memoria? —Así lo creo. La balsa osciló de proa a popa como si alguien se hubiese movido. Henry no hablaba. Tal vez le pertenecieran los ronquidos. —Si lo que usted cuenta es cierto —dijo Juan Jedediah—, los zombis pueden haber mordido a Henry y no lo recuerda. Alguien tosió. El chico imaginó al calvo con ojos enrojecidos, transformándose... Se recostó a su lado con los brazos en alto esperando un posible ataque.
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—¡No digas esa palabra! —reprendió Giraglia. —¿Qué? —Esa palabra con z. Esto no es el cine, nadie se contagia con mordiscos, eso no tiene lógica. Nada de lo que sucede la tiene, razonó Juan. Aunque lo que de verdad le preocupaba era saber qué sucedía con el calvo. La madera crujía incesantemente. —Señor White… ¿usted recuerda...? —preguntó temeroso para ver si hablaba. El bote siguió crujiendo. —Creo que está… —comenzó Giraglia. —Es muy extraño, padre —contestó al fin el ejecutivo—. He estado pensando en las luces de las que habla, suena más a cambio atmosférico. No me figuro un rayo-borra-cerebros saliendo del espacio y atontando a la gente. Hizo una pausa para aclararse la garganta y prosiguió: —Es un sentimiento extraño. Se preguntaran qué siento con toda esa historia que ha contado sobre mi mujer..., sinceramente, nada. No siento nada, es como si le hubiese sucedido a otro. La voz del neoyorquino se apagó en la noche y los hombres se retrajeron en sus dudas. El demacrado viejo cerró los ojos preguntándose qué se sentiría al morir. El calvo cerró los ojos intentando obtener alguna imagen de esa esposa. Y por último, el negro cerró también los ojos pensando que por supuesto, estaba jodido. Nadie se presenta ante Dios habiendo matado a uno de los que justifican su palabra. IV El despojo blancuzco en que se convirtió Giraglia asustaba de lejos. El cuerpo inerte yacía en la misma postura. Su piel se había vuelto más tersa, mostrando lo que había debajo, en lo que se convertiría con el paso del tiempo. Jedediah no contenía las lágrimas y éstas rasgaban sus mofletes. No podía. No podría con una muerte a sus espaldas. Su intuición le decía que todo era cierto. 84
Henry, por otro lado, buscaba opciones. Sin remos, otro medio debía mover la barca. En la parte de atrás dio con una cuerda con un nudo que bajaba hacia las profundidades. —¡Eh, échate a un lado! —exigió el calvo. —¿Qué haces? —se volvió Juan—. ¿Qué te pasa, tío? —¡Mira niño, aquí puede estar nuestra salvación! El gordo cambió de postura. —Creo que es un... —dijo White. El ejecutivo procuró tirar, costaba. Aún así, lo conseguía y..., pronto apareció una bolsa negra chorreando. Con rapidez, la subió a bordo. Rompió el plástico y, efectivamente, dentro se escondía un motor de gasolina. —¿Sabes usarlo? —preguntó Juan. —Que no recuerde, no significa que sea tonto —contestó Henry. Acto seguido, lo colocó en unas ranuras que concluían en unas pletinas de acero y que se atornillaban a uno de los extremos. —Aquí. Henry apretó hasta que las tirillas hicieron clic, ordenó al gordo que se sentara al otro lado (por el contrapeso y tal) y se puso en pie para tirar de la anilla. El motor rugió y la hélice farfulló bajo el agua. Henry, atento, enderezó el timón. —¡Bien, maldita sea, bien! ¡Ponte en la parte de adelante! Jedediah sonrió y aceptó. Por fin, iban a salvarse. Se quitó la camisa y, acercándose al difunto, le echó la tela por encima. Susurró su intención de hacerle un entierro decente. Lo juró. Unas horas después la motora les acercó a tierra. Una, dos..., tres trozos. Del gran azul brotaban islas. A priori, los peñascos no pintaban nada en medio del océano, simples bellezas, aunque no dejaba de ser un paisaje esperanzador. Los mazacotes de roca eran como gigantes de pelo verde. Surgían de las profundidades para elevarse unos quince metros por encima del nivel con una espesa flora selvática coronándolos. —¡Eh mira, allí hay alguien! —gritó Juan. 85
Henry viró el timón para no acercarse demasiado a los islotes. —¿Dónde? —dijo. A la derecha, un risco más pequeño, no menos formidable, se alzaba creando entre los demás una especie de canal. Allí apuntaba el joven. —Tío, juraría que había alguien junto a los pinos. —El hambre te pasa factura —contestó el calvo sonriente. Para el ejecutivo los trozos de tierra sólo significaban los primeros indicios de la salvación. —Muy gracioso. El bote entró en el estrecho y Juan observó a cada lado como en un partido de tenis. Al frente dio con una faja de tierra muy extensa. —¡Eh mira, mira, la orilla! —volvió a señalar Juan. El ejecutivo se aupó. Era cierto. Siempre y cuando no estuviese desierta, la playa se convertía en un respiro. —Espera, espera. El gordo giró y alzó una mano —No vayas directamente. No obstante, el pequeño bauprés seguía recto hacia la costa haciendo caso omiso al chico. Henry pasaba. Lo que hacía era escudriñar a cada lado con detenimiento pero sin cambiar de rumbo. También volvía a su cabeza el cuento del cura..., no cabía duda de que los primeros síntomas de la esquizofrenia pudieron con el moribundo..., quizás debido..., al accidente de avión. Él tendría una esposa, sí, hijos tal vez, un trabajo... Nada de historias de terror. —¡Recuerda lo que dijo, puede haber resucitados ahí! —El negro seguía en sus trece. —No lo creo. —¿Y por qué iba a mentirnos? 86
—¿Por qué estaba loco? —¡Venga tío, al menos, compruébalo! ¿Qué te cuesta? ¡No seas tan capullo de llegar hasta la arena! Henry apagó el motor. La parte desnuda de su cabeza sudaba: —Te daré esa oportunidad. El ambiente se esclareció de pronto. Las nubes abrieron paso y ambos se miraron instintivamente. Bajaron la cabeza. —¿No dices que no creías? —Casi rió Juan. —Soy precavido. Al instante, un gran estruendo retumbó en lo más alto. —¡Dios mío! Los dos contemplaban la superficie, la madera, las piernas del cura… —¡Dios mío!
© Guillermo Romano
—¡Voy a mirar, es una casualidad! —¡No lo hagas tío! Otro estallido y luego un centelleo. Tal y como dijo el capellán. Juan observó de reojo a Henry; no era capaz de mirar. Volvió la vista a la madera, a su regazo, a las piernas del... —¡Ostias! Juan vio que se movían. El desequilibrio lo llevó al agua. Henry vio como cambió en un abrir y cerrar de ojos. El cuerpo 87
inerte se incorporó y representó una mueca extraña, un líquido viscoso derramó por su boca. El calvo saltó. Salió a flote y nadó hasta alejarse lo bastante como para ser espectador. A unos metros chapoteaba su... La cabeza apenas salía una cuarta del agua cuando volvía a entrar. Causaba tanto alboroto que en lo que se había convertido el cura, se fijó y se abalanzó sobre él. No podría volver a la barca, tendría que sortearlos. Resignándose, comenzó a nadar hacia la costa. Sus zapatos pesaban, se los quitó, la ropa, también. ¡Por culpa del gordo, aún estaba lejos! V El cansancio era enervante. En la retaguardia desapareció el chapoteo. La gravedad de la situación aumentaba con el paso del tiempo; la falta de fuerzas, el oleaje, la tentativa fallida de establecerse con los brazos en cruz para descansar... De igual forma le preocupaba los viandantes de la playa. Tras varias peticiones de auxilio, decretó que eran muertos vivientes. Y, o salía y lo devoraban, o se quedaba y se ahogaba. Devorado o ahogado. Cuando se quiso dar cuenta, hizo pie. Vestía únicamente camiseta y calzones. Salió despacio, hasta ahora ninguno reparaba en él. Lo harían si no se quitaba de en medio. Una vez fuera, se apresuró hacia el boscaje. Entonces otra vez el ruido de aviones –¡Sí, eso parecía!–, y pasos. Seguramente lo hubieran visto introducirse en los matorrales. Esperó y procuró orientarse. ¿Dónde iría? La luz entre las ramas delataban sombras, caminaban oliendo. La opción era salir de nuevo. Al menos, en el exterior, los veía venir. Henry surgió y no vio a ninguno. Debían andar buscándole en la espesura. Le inundaba el miedo de tenerlos detrás, así que inició el trote. No tenía porque ser una isla desierta, los contornos del fondo parecían casas. Desde allí obviaba como los islotes ocultaban el pueblo. Sin dejar de estudiar el cielo, corrió e intentó descifrar el porqué del ruido de aviones. Si las casas no eran una salvación, miraría. Esperaría y miraría. ¿En qué consistía la ceremonia? Entonces..., un resplandor, dos y… los aviones. Henry no pudo evitarlo. Cayó en la arena y se sumió en un enorme letargo, su cerebro especulaba: ¡Seré comida fácil! Desplomado, la imagen se volvió borrosa. En la distancia,
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arriba, decenas de puntitos descendían a compás del aire: paracaídas que portaban seres rebosantes de viscosidades que los vivos no tienen. © Juan José Castillo Juan José Castillo nació en Diciembre de 1977 en la ciudad de Sevilla (España). Sus primeras publicaciones llegaron en el año 2000 de mano de dos revistas ya desaparecidas: El Centinela y Phantasmagoric´zine. Desde esa fecha se ha vuelto un escritor muy prolífico. Mantiene a su mujer y a su hija trabajando como Analista en un Estudio de Ingeniería en la Isla de la Cartuja. Actualmente, lucha por dar a luz su primera novela
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HISTORIAS DE FAMILIA. por Sergio Bayona
En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere. Julio Cortázar
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antander González luchó para poner el cambio de marchas con la mano izquierda y maldijo por centésima vez el sistema de tránsito inglés. En la pequeñez del vehículo, su enorme humanidad parecía ocupar cada espacio entre el volante y el respaldo del asiento, y su cabeza se despeinaba contra el tapizado del techo. Lanzó un bufido y se retorció para alcanzar la palanca de marchas, pero desistió con otra protesta aún más florida. A su lado, su esposa reprimió una sonrisa nerviosa y se concentró en el mapa carretero que descansaba en su regazo. La marcha entró con una protesta metálica y el Austin saltó hacia delante en la ascendente ruta de las tierras altas escocesas. Tras ellos, el camino serpenteaba descendiendo por la ladera de la colina. Verde a ambos lados y una rápida y empinada caída hacia el lago de superficie tranquila y cristalina. El césped parecía recién cortado. El cielo perdía su azul profundo sólo alrededor del sol que cabalgaba sobre las montañas en el horizonte. Era la primera vez desde que llegaron que veían el cielo tan límpido. Samantha McCleod levantó el rostro y la rosada luz del atardecer tiñó sus mejillas pecosas. La tierra de mis abuelos, pensó contemplando el paisaje a su alrededor. El sueño de toda su vida estaba a pocos kilómetros de realizarse, en el poco probable caso de hallar una aldea de la cual nadie había oído hablar en la zona. Pero no quería ni mencionarlo, en vista del estado de ánimo de su irascible marido. —Nos perdimos —dijo Santander con un gruñido mientras sacaba el vehículo del camino y lo detenía en una terraza natural frente al lago.
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—No… —comenzó a contestar Samantha y se detuvo; su esposo le quitó el mapa de un tirón. El papel se rasgó y una parte cayó al piso. —¡Mira lo que has hecho! —le gritó ofuscado el hombre, mientras se bajaba del auto. Con gesto brusco, desplegó el resto del mapa sobre el techo—. ¡Estamos en medio de la nada, por culpa de una maldita aldea! El viento soplaba lejano y frío desde el lago, subiendo por la ladera de la colina. En el silencio del atardecer, las voces se opacaban y morían sin ecos en el aire. El motor del Austin crepitaba al enfriarse bajo el capó. Había en el viento un ominoso murmullo, como el de un animal agitado a la espera de algo para saltar en rápida huida. Samantha se apeó por su lado y se estremeció al sentir el aire húmedo sobre sus brazos desnudos. Se volvió para sacar una campera del asiento trasero, pero se detuvo al advertir una columna de humo que se elevaba detrás de la colina, casi en la misma dirección que llevaba el camino. —Allí… —comenzó, señalando hacia la espalda de su esposo. —¡Mierda! —gritó él arrojándole el mapa hecho un bollo por encima del auto. —Allí hay un poblado —insistió Samanta con un tímido balbuceo, mientras se agachaba a levantar el ajado mapa. —¡El mapa no tiene nada! ¿Ves? —gritó golpeando con furia el techo del auto con la palma de la mano —¡NADA! ¡No existe tu maldito pueblo de mierda! Samantha estaba convencida de que el auto entre ellos la salvaba de un cachetazo, como era su costumbre cuando se ofuscaba. De pronto pareció darse cuenta de lo que le decía su esposa. —¿Dónde…? —dijo girando pesadamente hacia el sitio que señalaba Samantha—. ¡Ah! ¡Por fin! Sin casi darle tiempo a la mujer de volver a subir, se embutió tras el volante y arrancó; las ruedas arrojaron césped y tierra hacia atrás dejando una huella en la tierra milenaria. —Si no es el pueblo, nos volvemos de inmediato —amenazó Santander, con voz grave—. Aunque tendremos que pasar la noche en la ruta si lo hacemos —murmuró para sí. 91
Samantha se arrebujó en su asiento. Algo en su interior le decía que no estaba equivocada. La noche cayó sobre las tierras altas en un pestañeo. Cuando entraron en el pueblo, unas pocas luces delataban la presencia de las casas. Las calles carecían de luminarias. Santander encendió las luces altas del auto, satisfecho de haber encontrado otra razón para vilipendiar a su esposa. —Seguramente no habrá tampoco una miserable posada —murmuró, enojado—. Ni hablar de una oficina de turismo… ¡Ajá! Una taberna —gritó con voz de triunfo—. ¡Mil veces mejor que cualquier oficina de turismo! Detuvo el auto y, sin siquiera verificar si su esposa lo acompañaba, entró en el lugar. Cuando Samantha por fin lo alcanzó, su esposo ya tenía un vaso de whiskey frente a sí y trataba de sacarle información al tabernero. —McCleod —dijo con voz ahogada, luego un trago de whiskey—. Buscamos los descendientes o parientes de los McCleod. Se volvió a medias para mirar a su esposa. Una amplia sonrisa de vendedor de autos ocultaba su mal humor. Samantha se preguntaba a veces qué había visto en ese hombre para casarse con él. Esa sonrisa deslumbrante era parte de la respuesta. La simulada simpatía del hombretón y su sentido del humor la habían deslumbrado. A él, en cambio, lo habían impresionado los rumores de la herencia de los abuelos de ella. Eso lo sabía ahora, y esperaba que esa herencia la ayudara a librarse de él. El tabernero fijó sus ojos verdes en la roja cabellera de la mujer y su fruncido ceño se suavizó. —Adelante, querida —le dijo; salió de detrás de la barra y la acompañó a una mesa situada bajo la única lámpara del salón. Allí la contempló durante un momento como si quisiera reconocer a un viejo amigo. Al final, volvió a su puesto en silencio y sirvió otro vaso a Santander. —Los McCleod hace rato que dejaron esta parte de las tierras altas — dijo, sin dejar de mirar a Samantha—. Ellos se llevaron el apellido lejos del pueblo.
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—Ya lo sabemos —interpuso Santander—. Por eso estamos aquí. Mi querida esposa es su última descendiente y venimos en viaje de peregrinación para conocer su finca y sus tierras. Su voz tenía un tono avaricioso que no pasó inadvertido al tabernero. —No existe tal finca —le dijo—. Lo suyo eran las palabras y los libros. —¡Maldición! —explotó el hombre, abandonando su pátina bonachona—. ¡Tantas molestias para nada! —dio un puñetazo que sacudió toda la barra y derramó el contenido de su vaso—. ¡Encima esto! —gritó, y se apartó rápidamente antes de que el rubio líquido mojase su ropa. Sin inmutarse el tabernero continuó hablando. —Se fueron del pueblo hace mucho tiempo, pero dejaron su colección. Ahora están al cuidado del viejo… —¿Colección…? —lo interrumpió Santander—. ¿Qué colección? —De libros… muy viejos y muy raros. El tabernero no dejó de mirar a Samantha en ningún momento; había algo en la insistencia de su mirada que incomodaba a la mujer. —¡Libros! ¿Sólo eso? —dijo en tono despectivo Santander González. —Así es —contestó el tabernero, apartando esa mirada, para alivio de Samantha—. Libros viejos, algunos tanto que se desconoce la fecha en que fueron escritos. —Manuscritos, ¿no es verdad? —murmuró Samantha. —Algunos parecen escritos con sangre, por el hierro de las tintas, ya sabe. —Mi abuelo solía hablarme de ellos —repuso Samantha, con algo de añoranza en el tono—. Los Libros de Sangre, les decía y mi abuela lo retaba, no llenes de historias la cabeza de la niña, le decía. Después grita en sueños y despierta a toda la casa. Pero yo sabía que no era cierto. Jamás soñé, ni he tenido pesadillas, ni siquiera cuando murió el abuelo. Hace dos años, cuando cumplí mi mayoría de edad, un abogado vino a casa y me habló de su herencia. Aunque recién hasta ahora no he podido venir…
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—Para encontrar unos libros de mierda —la interrumpió su marido—. ¡Deme otra! —demandó, golpeando la barra con la mano abierta, y subrayó su pedido con un sonoro eructo. ***** —No estuviste nada amable con el tabernero —le dijo Samantha más tarde en un tono casual—. Y a pesar de todo, nos permite pasar la noche aquí. Eso habla muy bien de la hospitalidad escocesa. —Habla muy bien del poder que tienen las libras que le pagué —le contestó con cinismo el marido—. Aunque para la pocilga que nos ofrece ha sido muy caro. —Es un pueblo pequeño y fuera de las rutas turísticas, nada justifica tener un hotel, si sólo llegan los viajeros extraviados o quienes, como yo, buscan sus raíces —mientras lo decía, Samantha se acomodó en el poco espacio que le dejaba su marido en la cama. Le llevó un buen rato conciliar el sueño. La luz de la luna entraba por la ventana sin cortinas. Estaban en las tierras altas y desde allí veía la oscura silueta del horizonte que limitaba la inflamada circunferencia del astro. Los antiguos tomaron la luz de la luna y la mezclaron con la noche para hacer la tinta con la que escribían sus historias. Por eso ves negra la tinta al principio, pero si te quedas un rato mirándola verás cómo se vuelve roja. La voz de su abuelo seguía sonando en su cabeza. Esas historias sobre aquel pueblo sin nombre a orillas del lago llenaban los recuerdos de su infancia. Tal vez por eso nunca sueño, se dijo una vez, he vivido todas mis fantasías y ya no necesito nada más para conservar la cordura. La cama crujió y protestó mientras Santander González se acomodaba. Su respiración pesada y alcoholizada espesó la cálida atmósfera de la habitación de huéspedes. Tras un sonoro y largo pedo, volvió a moverse y murmuró incoherencias en sueños. Samantha cerró los ojos; se le habían llenado de lágrimas de impotencia y dolor. Rezaba porque al menos una de las historias que le había contado su abuelo fuera cierta. Los Libros de Sangre. El tabernero no los había llamado así, aunque había hecho alguna referencia a la tinta. En la mañana buscarían al albacea de su abuelo y verían su herencia. Si alguna vez tienes un problema que se te antoje irresoluble, consulta los Libros de Sangre. En ellos hay muchas respuestas a preguntas olvidadas y a otras que no se han formulado. Pero debes hacer un viaje muy largo. Sabrás que has llegado cuando ya no tengas esperanzas de encontrar mi pueblo. Así había 94
sucedido, nadie había oído hablar de ningún pueblo perdido en las tierras altas, y sólo la avaricia de su esposo había evitado que regresaran apenas descendieron del avión. El tabernero les había dicho que el albacea no comenzaba su trabajo hasta pasado el mediodía; las protestas de su marido recrudecieron; sólo lo calmó la perspectiva de una posible venta de libros muy antiguos. ***** Samantha se levantó tarde. Santander González había dejado la habitación hacía rato. Como siempre, encontraría en eso la excusa suficiente para mortificarla por su pereza. Pero estaban de paseo, no tenía ninguna obligación de hacer ningún desayuno ni ordenar la casa. Lo convencería de recorrer el pueblo para encontrar la oficina del albacea, por las dudas consintiera en atenderlos antes del mediodía. No tuvieron suerte y eso no contribuyó a mejorar el ya agrio humor de Santander González. —Diez casas miserables, ni siquiera merece el nombre de pueblo. Ahora comprendo de dónde viene tu indolencia —dijo, comenzando su ataque—. No se ve a nadie haciendo nada. Todo cerrado en plena mañana. Al menos tuvimos suerte de desayunar en la maldita taberna. Su voz se ahogaba, se quedaba sin aliento por efecto del frío de las tierras altas. Su corpachón no había hecho ni un segundo de ejercicio en toda su vida y ahora se cobraba el precio. «Las ventas son suficiente ejercicio y tu sangre corre como el demonio cuando la riegas con un buen trago. No se necesita más», solía afirmar, mientras encendía un cigarrillo. La mañana transcurrió entre ésta y otras palabras similares, en protesta por el aire, o las calles, o ella misma. Volvieron a la taberna a comer, pasadas las doce. Allí encontró otra excusa para atacarla: la comida típica de las tierras altas. —No es un restaurante internacional —trató de apaciguarlo—. Esto es lo que comen todos los días. —Por lo que cobran deberíamos poder elegir al menos entre dos o tres platos —contestó él zampándose un trozo de carne grasosa. Bajó el bocado con una generosa ración de whiskey—. ¡Aahh! Al menos esto sí vale la pena. 95
***** Entraron en la oficina del albacea pasadas las dos. Era un hombre de espaldas cargadas, piel ajada por los inviernos y cabello blanco con hebras rojas que asomaban de su nuca. Todo en él hablaba de una vida dedicada a los papeles. Los gruesos vidrios de sus anteojos no lograban ocultar su mirada vivaz. Santander González arrugó la nariz al entrar; un olor a vetustez manaba de cada rincón de la estancia. Parte de la razón eran los libros. Cientos de ellos puestos en estanterías que iban del piso al techo y de pared a pared. Casi cualquier superficie horizontal estaba cubierta también por los volúmenes: el piso, las sillas y sillones, el escritorio, hasta la escalera que iba al piso superior sólo tenía un tortuoso sendero flanqueado por pilas de libros. Una lámpara solitaria colgaba del techo y competía amargamente con la pálida luz del sol que se filtraba por la única ventana visible desde dentro. Hacía mucho tiempo © Jorge Vila que la lluvia había fijado la tierra sobre el vidrio, y otorgaba un tono macilento y enfermizo a la ya naturalmente nublada luz del astro. —Bienvenidos, pasen, adelante —los recibió el hombre. —Buenas tardes, soy Samantha McCleod y él es Santander González, mi esposo y… Con un jadeo avaricioso, Santander González se desentendió de la conversación y comenzó a recorrer los sinuosos pasillos entre los libros. Eventualmente tomaba uno y lo hojeaba para luego dejarlo en cualquier lado y tomar otro. Murmuraba calculando ganancias. 96
—Tu abuelo se llevó el apellido —le decía el hombre a Samantha en ese momento. —No entiendo a qué se refiere —contestó ella con timidez—. Él me hablaba de su pueblo y sus historias, pero jamás mencionó nada sobre el apellido… ¿qué apellido? ¿McLeod? —¡Oh! No lo entenderías a menos que hubieras nacido aquí. Ahora ya no tiene importancia, nos las arreglamos como podemos —dijo él descartando la cuestión con un gesto de la mano. Samantha notó que sus uñas eran de un color opaco y que necesitaban con urgencia ser cortadas. Casi por reflejo miró las suyas y luego las enfundó en los bolsillos de su abrigo. —Mi abuelo me contaba muchas historias sobre el pueblo y las agradables horas que pasaba en esta… eh, librería —dijo a falta de otra definición mejor—. ¿Era de su padre? El anciano cubrió su boca con la mano y cacareó una risa. —Perdona, me río de un chiste privado, no lo tomes a mal. Verás, esta librería, como la llamaste, ha sido siempre mía. Desde que llegó el primer libro a estas tierras. —¡Pero entonces usted…! —lo interrumpió Samantha, con los ojos desorbitados mientras se alejaba para mirar mejor al anciano. —Tengo más años de los que te imaginas. El aire de las tierras altas y una buena vida, rodeado de mis buenos amigos —explicó con un gesto de ambos brazos que abarcaba todo lo que contenía la habitación. Santander González se agachó tras una pila de libros y se irguió bufando con un pequeño ejemplar de tapas forradas en piel y herrajes de bronce. Una gran traba de hueso cerraba las tapas. —¡Soberbio! —exclamó al tiempo que luchaba para abrirlo—. ¡Oro! ¡El maldito tiene un libro con hojas de oro! —y otras cosas inaudibles. El grito alertó al anciano quien comenzó a avanzar hacia el fondo de la estancia.
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—Por favor, cierre ese libro, no es la hora adecuada para leerlo —le dijo, pero su voz era absorbida por la multitud de libros que parecía cernerse sobre ellos. Samantha se apresuró a ponerse frente al anciano. —¡Espere! Quiero que me confirme cierta historia en particular. —Más tarde, ahora no —dijo el hombre con premura—. Van a dar las tres —amagó con pasar al lado de la mujer. En ese instante una campana dejó oír su sonido metálico, reverberante, ominoso. El reloj de péndulo del piso alto anunciaba la hora. El primer tañido detuvo al anciano en su lugar, el segundo hizo que Santander González levantara la cabeza. —Aquí tiene una hoja en medio sin… —el tercer tañido cortó su voz y su vida. El anciano se detuvo y se volvió hacia Samantha con tristeza. Su pesadumbre se tornó en sorpresa al ver el rostro de la mujer, transfigurado por una sonrisa alegre y vivaz. —Lo siento —comenzó el anciano con un titubeo—, quise detenerlo pero ya era tarde. —¡De ninguna manera! —le contestó ella—. Fue justo a tiempo. Gracias, ya no necesito ninguna explicación. Sin dejar de sonreír salió de la librería. Más tarde se alejó del pueblo, que se desvanecía con la bruma en la luz del atardecer. © Sergio Bayona SERGIO BAYONA nació en Paraná hace 39 años y comenzó a leer cf a eso de los once, pero no sabía que era cf, hasta que se hizo más grande y empezó a comprar y a discriminar lo que compraba. Es técnico aeronáutico y Regente de una escuela técnica de su ciudad natal. Ha publicado en LiterArea de QuintaDimension, Axxon, Golwen en el Boletín de CCF y por supuesto en Alfa Eridiani. En el 91, ganó sendas menciones especiales, una en Cuasar y otra en la ya desaparecida revista Tierras Planas. 98
INFILTRADA por Ramón San Miguel
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o descubrí a poco de casarnos. Por su forma de mirar, por su forma de actuar. ¡Si llego a saberlo antes! Pero ya era tarde, muy tarde…
Mi trabajo en la Universidad de Miskatonic me ha hecho conocerlos profundamente. He estudiado los libros prohibidos que guardamos ocultos en lo más recóndito de la biblioteca, sólo accesible a unos pocos… En el De Vermiis Misteriis de Ludvig Prinn se habla de ellos, y el Conde D’Erlette en su Cultes de Golues también los menciona. Son agentes infiltrados, monstruos de forma humana que sirven a los Primigenios como quinta columna. Están entre nosotros, tienen el mismo aspecto que nosotros, pero no son como nosotros. Nos espían, y transmiten a sus verdaderos amos lo que sabemos y aprendemos sobre sus dioses. Y cuando consideran que lo que sabemos es demasiado… Llevo años y años estudiando los Cultos de Chtulhu. He conseguido evitar que los obscenos ritos que desarrollan algunos de sus servidores despierten al que duerme en R’Lyeh. He aprendido del espantoso Necronomicon cómo impedir que Nyar© William Trabacilo lathotep entre en nuestra dimensión… He pagado el precio, un precio terrible. Por supuesto, no podía ser de otro modo. Mis colegas de la Universidad me miran mal, me desprecian y me hacen a un lado. El Decano me ha apartado de las clases, los alumnos me han puesto motes, se ríen. Todo ello seguro que forma parte del plan. ¡Sí! ¡Síi! Lo veo muy claro. Y hace poco, he tenido la revelación final. Supe que los Primigenios me 99
espían, me siguen, se han introducido en mi sacrosanto hogar. ¿Cómo pude ignorarlo durante tanto tiempo? Su actitud lo demostraba. Siempre estaba vigilante. Siempre acechando y observando lo que hacía. Cuando me di cuenta, tuve que tomar una terrible decisión. ¿Qué otra cosa podía hacer? Luchaba por mi supervivencia, por la continuación de mi vital tarea. Cuando mi mujer entró en casa chilló histéricamente con su voz aflautada, su bello rostro deformado por las violentas emociones: sorpresa, incomprensión, terror… Intentó quitarme el cuchillo, pero ya no podía hacer nada. Espero que sepa perdonarme. Sólo lamento que ella tuviera que ver el espectáculo de su madre, mi suegra, muerta en el suelo, degollada. Sólo hubiera querido que ella, como hice yo, hubiera contemplado su verdadera y monstruosa cara, que apareció por unos instantes reflejada en el cuchillo mientras le cortaba el cuello. Entonces hubiera comprendido, sí, en vez de llamar a la policía. Y ahora estoy aquí, encerrado. Si nadie los detiene, los cultistas volverán a sus paganos ritos, más viejos que el tiempo, y los Primigenios despertarán… ¡Quítenme esta camisa de fuerza! ¡Déjenme salir! ¡Déjenme saliiiiiiir! © Ramón San Miguel Ramón San Miguel Coca es santanderino de nacimiento, aunque reside en Guadalajara. Licenciado en Ciencias Químicas, es Director Técnico de una empresa de Protección contra Incendios. Ha publicado dos novelas y varios relatos enmarcados en la Saga de los Aznar que le han supuesto dos nominaciones a los Ignotus (en la categoría de Novela Corta y de Relato). Fuera de la Saga, ha publicado varios cuentos cortos en Alfa Eridiani, el Sitio de Ciencia Ficción, y el Ezine de microrrelatos Efímero. Su cuento Procedimiento de rutina fue nominado al I Premio de las Editoriales Electrónicas, quedando finalmente en cuarto lugar.
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LA CALAVERA MAYA DE CRISTAL por Jorge Martínez Villaseñor
–E
ntonces ¿No estoy loca, doctor?
La que me hablaba así era una muchacha joven, delgada y de muy buen ver que, tras haberme dirigido esa pregunta, miró otra vez con un estremecimiento la calavera de cristal de roca que estaba sobre mi escritorio y cuyas vacías órbitas parecían mirarnos malignamente. —No —le contesté— puesto que usted y yo hemos visto las mismas imágenes. Y entonces para calmarla le relaté la historia de esas enigmáticas piezas de cristal que habían sido descubiertas en diversas partes del mundo, en épocas muy remotas algunas y muy cercanas otras. Todas las descubiertas, nueve hasta la fecha, poseían dos increíbles características. La primera era su perfecto tallado; los científicos de la actualidad no se explicaban aún cómo las habían realizado sin dejar rayas en el material, ni con qué clase de instrumentos. Varias habían sido talladas en contra del eje de simetría del cristal de cuarzo. Eso resultaba casi una imposibilidad técnica, porque así el cristal corría el riesgo de quebrarse fácilmente. La otra peculiar característica era que las personas que habían estado en contacto con ellas, tanto sus propietarios como los guardias del museo donde algunas de éstas estaban expuestas, afirmaban que, por las noches, se escuchaban extraños chirridos y veían que algunos objetos cercanos se deslizaban; todos ellos afirmaban que las calaveras poseían extraños poderes ocultos. Otros habían visto en su interior, a través de sus ahuecados ojos, extrañas imágenes que no supieron interpretar; tal cosa era más creíble, ya que todos los ocultistas sabemos que la luminosidad interior del cuarzo provoca a veces, en algunas personas sensibles, estados de trance en los que pueden ver cosas con toda claridad. De allí la costumbre de las adivinas de ver el futuro a través de las bolas de cristal. —Entonces, ¿quiere decir que las imágenes que hemos visto...? —me preguntó ella de nuevo. —Pues, francamente no 1o sé —le aseguré—. Están todavía muy confusas, necesitaremos echar otra ojeada para asegurarnos. Pero no tengo la 101
menor duda de que son ciertas. Y la mayoría de las personas que han mirado dentro de los objetos que nos preocupan han dicho lo mismo. Entonces le expliqué que la más importante había sido descubierta en la mitad de los años 2O, del pasado siglo, por una joven de nombre Ana, hija del explorador Mitchel Hedges, en unas ruinas cerca de Belice. En circunstancias muy similares a cómo la había descubierto Alice. —¡Yo descubrí ésta en Guatemala! —exclamó ella. Alice, en sus pasadas vacaciones había ido a explorar la selva de Guatemala con unos amigos y vio un leve brillo entre unas plantas muy cercanas a unas ruinas de unas antiquísimas construcciones mayas, todas cubiertas por la selva. Al acercarse a mirar, descubrió la calavera de cristal. Le comenté que presentaba características muy similares a la descubierta por Ana Hedges hacía ya casi ochenta años. Ambas eran de tamaño natural, con una mandíbula tallada aparte y perfectamente ajustada, de un cristal de roca translúcida que parecía emitir luz propia, muy brillante; ahora mismo podíamos percibir unas leves emanaciones o vibraciones en su entorno. Entonces le informé que en mi larga carrera de ocultista no había visto una pieza tan bien trabajada. Era mejor que las otras ocho, excluyendo la descubierta por la hija de Hedges. Con la que teníamos frente a nosotros sumaban once, y expresé que existía una leyenda relatada por los indios mayas durante siglos que decía que habían sido fabricadas por manos desconocidas trece calaveras de cristal que poseían poderes mágicos, y que si se reunían todas, transmitirían a los hombres la totalidad de sus conocimientos ocultos. Cuando de nuevo nos concentramos en el interior del cristal, le pedí a Alice. —¿Puede decirme lo que está viendo ahora? —Lo mismo que las otras veces —me contestó—. Una extraña nave, alargada y brillante, que baja del cielo y desde cuyo extremo se desprende una larga cuerda por donde va descendiendo algo con apariencia humana. Lleva un enorme casco del cual se desprenden alargados tentáculos y está casi por pisar la tierra... De no ser por el gran tamaño del casco yo diría que puede ser un astronauta de nuestro mundo. —Siga concentrada —susurré—. Y después ¿qué más observa? 102
—Ahora lo veo rodeado de muchos mayas postrados ante él, como adorándolo. © M. C. Carper
Yo mismo, en ocasiones anteriores, lo había visto, así como otras imágenes que mostraban cómo los mayas esculpían la figura de este dios, como la serpiente alada Kulculcán... Después, en otra escena, vi que el extraño ser languidecía, seguramente por falta de adaptación a la atmósfera terrestre y los mayas lo cubrían con bellos y variados objetos de oro, seguramente en un desesperado esfuerzo por prolongar su existencia. Vi que quedaba completamente inmóvil, cubierto por una pequeña montaña de oro. Luego, como en una película pasada a gran velocidad, empezaron a sucederse imágenes de los mayas que construían a su alrededor una pequeña pirámide de piedra. También vi que los últimos indígenas cerraban con un gran madero la puerta de entrada desde el interior, y que bajaban por unas escaleras hasta la tumba donde yacía el extraño ser, todo cubierto de diversos objetos de oro; entonces se aventuraban por un pequeño túnel que descendía bajo el suelo y cuya mitad inferior estaba cubierta de agua, y buceaban hasta salir 103
a la superficie de un pequeño cenote de paredes de rocas lisas. Desde lo alto, varios compañeros les tendían unas cuerdas para subirlos a la superficie. A través de los ojos de la calavera de Alice habíamos visto extrañas imágenes del espacio y de un mundo desconocido, no identificable con ninguno en la actualidad. Y estas imágenes se repetían, podíamos ver que comenzaban de nuevo una y otra vez. Yo no tenía duda de que en alguna parte de Guatemala se encontraba aquella pequeña pirámide con ese gran tesoro en su interior. Entonces, le sugerí a Alice: —¿Podría poner más atención en las imágenes y ver si hay en ellas algo que le indique dónde se encuentra situada la pirámide que acabamos de ver? Ella hizo un esfuerzo, claramente temerosa de volver a mirar en el interior de la calavera, y de pronto, con © M. C. Carper un grito de júbilo, exclamó: —¡Creo que ya lo tengo! El paisaje es muy parecido al de las ruinas donde la encontré. Creo que son los restos de la pirámide que hemos visto. A continuación me puse a reflexionar sobre dos cuestiones muy importantes. La primera, si merecía la pena viajar hasta aquel lugar para buscar ese gran tesoro. Y la segunda, ¿cómo sacarlo del país sin que 1o impi-
dieran las autoridades? 104
Alice contestó que ninguna de las dos representaba un gran problema. Aparte de contar con los medios económicos necesarios para financiar la expedición, ella tenía dos primos, Tom y Harry, estadounidenses, que podrían ayudarnos. Tom era un hombre que disfrutaba de las aventuras y Harry era piloto de helicóptero: él podría dejarnos en la playa más cercana a nuestro destino. Las ruinas de la pirámide estaban en plena selva y no habría manera de aterrizar cerca de ella, las copas tan apretadas de los árboles lo impedirían. De modo que teníamos que iniciar el viaje lo más cerca posible de nuestro objetivo. Yo también había sido incluido a ver si llegando allí pudiera ver en el interior de la calavera de cristal que íbamos a llevar con nosotros, algunas otras imágenes que nos dieran la certeza que la pirámide buscada estaba en el sitio hacia donde nos íbamos a dirigir. Tendríamos que escoger alguna ruta muy primitiva, muy oculta, donde nadie pudiera observarnos, pues tendríamos que llevar con nosotros una carga algo voluminosa: nuestros trajes de buceo, armas y explosivos, por 1o que pudiera surgir inesperadamente, y algunos fuertes sacos para transportar el oro, si lo encontrábamos. Por ello sugerí la compañía de dos personas más, como ayudantes, a lo que ella no puso ningún reparo. Así dio comienzo la aventura más extraordinaria de toda mi vida. Mientras volábamos en el helicóptero nosotros seis, mis dos nuevos ayudantes, Alice, su primo Tom y Henry piloteando a baja altura para no ser descubiertos por el radar de la frontera, provistos ya de todo el equipo necesario, recordaba toda la extraña historia de aquellas enigmáticas calaveras de cristal. Aparte de la de Ana Hedges y la de Alice, las dos mejores y más perfectas, se habían descubierto otras en varias partes del mundo, no tan perfectas. Una también en Guatemala y luego otra en el Perú; está última no tallada en cristal, sino en lapislázuli. Una había sido propiedad de San Ignacio de Loyola, otra fue hallada en China, tallada en amazonita y descubierta cerca del suroeste de Mongolia. También había otra similar a la de Alice, tallada en cuarzo y encontrada en una remota región de la Amazonía. Además estaba la calavera de cuarzo ahumado descubierta a principios del pasado siglo en un sitio en Guatemala; la llamaron Max, la mayor calavera de cristal jamás hallada. Había otra de cuarzo rosa, descubierta hace siglos por un monje cerca de su monasterio en Ucrania. Otras dos, también de cristal, se hallaban en el Museo Británico 105
de Londres, y una más en el museo del Trocadero en París; estas tres últimas fueron halladas por unos soldados en México, hacia 1880. Ninguna de ellas podría ahora ser reproducida, ni aún con una tecnología más moderna, y los expertos calculaban que para tallar tan sólo una de ellas se necesitarían al menos trescientos años. La gran incógnita era, ¿quién las había ejecutado y por qué? ¿Acaso habría que darles la razón a los que afirmaban que estos objetos eran de origen extraterrestre, o de civilizaciones desaparecidas hace miles o decenas de miles de años? El rugido de los motores del helicóptero cambió, y apareció una desierta playa a nuestros pies y muy a lo lejos; tanto que apenas podían verse las chozas de una pequeña aldea. En unos segundos más habríamos aterrizado felizmente, cosa que así sucedió. A continuación nos repartimos la carga, alimentos y medicinas incluidos; ya con ellos sobre nuestras espaldas, mientras Harry volaba hacia una deshabitada isla cercana en espera de nuestro llamado para recogernos, comenzamos a caminar rumbo a la aldea, como unos turistas que gustan de las aventuras, para conseguir un guía que nos llevase a través de aquellas intrincadas selvas hasta nuestro objetivo. Nuestra búsqueda había comenzado. No tardamos mucho en encontrar un guía en aquella pobre aldea, totalmente alejada de la civilización; se ofreció a llevarnos con algo de reluctancia, pero sus escrúpulos se desvanecieron ante la vista de un pequeño fajo de billetes del país que Alice le ofreció. Se llamaba Pablo y era un indígena alto y bien proporcionado, de rasgos inteligentes y de mediana edad. Al saber a dónde queríamos ir, dijo que la región era un lugar malsano y que nadie de su aldea osaba acercarse allí, pero él no creía todas las historias que se contaban y por eso, y por la buena paga, aceptaba acompañarnos como guía. Agregó que, por fortuna, el lugar estaba a no más de cien kilómetros y; si no sucedía nada extraño, en dos días estaríamos allí. Sus palabras nos levantaron mucho la moral, y empezamos a caminar con gran determinación, olvidando por un momento las pesadas mochilas.. Acordamos hacer un breve descanso y refrigerio cada dos o tres horas. Atravesábamos la densa selva casi en penumbras, por la altura y proximidad de las copas de los árboles. Dábamos machetazos a las plantas que estorbaban el camino y atravesábamos, a veces, densas nubes de mosquitos. Nos fuimos abriendo paso lentamente, o al menos así nos lo parecía, ya que teníamos prisa por llegar a aquellas ruinas y ver si junto a ellas se encontraba 106
el cenote que nos hiciere saber que nuestras visiones de las imágenes dentro de le calavera de cristal habían sido verdaderas. Así terminó nuestra primera jornada de viaje, un largo día sin nada importante que comentar, aparte del cansancio y la vista de algunos reptiles que se deslizaban a nuestro paso para ocultarse entre los árboles sin habernos causado hasta entonces el menor daño. De pronto, cuando menos lo esperábamos, sin transición, cayó la noche e instalamos nuestro primitivo campamento en un pequeño claro de la selva. Sentados en torno de la hoguera, más para ahuyentar a las posibles bestias nocturnas que al frío, confortados por la vivacidad de sus llamas y su luz, Pablo comenzó a contarnos la historia de aquella región: En tiempos muy remotos, por lo menos cinco siglos atrás, los sacerdotes mayas vieron aparecer de nuevo la figura del dios Kukulcán en forma de una larga serpiente que viajaba, brillante, por el cielo. De ella descendió el venerado dios. Pero muy pronto se dieron cuenta de que no era el verdadero Kukulcán que les había enseñado a las antiguas tribus una firme moral y las principales técnicas de progreso. Este nuevo dios, que se comunicaba con ellos a través de sonidos en su mente, dijo llamarse algo así como Kchulhu; ellos lo llamaron Kchulhu Kan, el Dios venido de las estrellas. Pero pronto comenzaron a ver que, a diferencia de su antecesor, éste era un Dios malo que fomentaba entre los hombres las más nefastas pasiones, y pronto la violencia, la codicia, las guerras y los asesinatos de hermanos contra hermanos comenzaron a multiplicarse. Y los sacerdotes, al comprobarlo, hicieron todo lo posible por eliminarlo; vieron que al contacto con el oro se debilitaba, entonces lo cubrieron con una gran cantidad de dicho metal para eliminarlo. Mientras Kchulhu Kan estuvo vivo causó casi la total desaparición del mundo maya, porque llenó los corazones de todos de ambición, y los hizo luchar entre sí, provocando la ruina del Imperio. La leyenda afirmaba que nadie debía quitar el oro sobre el dios, pues Kchulhu Kan podía despertar otra vez para llenar de maldad al mundo. Al escuchar aquel sorprendente relato, que confirmaba nuestras visiones, sentí que un soplo de placer nos recorría a todos; estábamos cerca de nuestro objetivo. Era verdad que en la época mencionada por Pablo, la civilización Maya se había derrumbado misteriosamente, y los mayas habían huido de sus principales ciudades y de sus majestuosos templos, pirámides y otras increíbles construcciones, y las dejaron abandonadas para siempre a merced de la vo107
raz jungla que, poco a poco, las cubrió por entero. Ninguno de los expertos historiadores había llegado a una definitiva conclusión que explicara la desaparición del poderoso imperio maya, y por qué sólo quedaban algunos indígenas en las aldeas más lejanas a estas orgullosas construcciones, hasta ahora los únicos supervivientes de tan brillante y enigmática civilización. Unos opinaban que los mayas habían desaparecido al agostarse sus tierras de cultivo; habían tenido que emigrar a otros lugares en busca de alimento, pero las ruinas ya descubiertas mostraban que algunas grandes construcciones, edificios enteros, habían sido abandonadas sin acabar, algunos con las herramientas de trabajo enterradas por el tiempo a sus pies. Otros aseguraban que había estallado una gran guerra civil que causó la muerte de la mayoría de los contendientes... No faltaba quien sugiriera la existencia de una aterradora plaga, de un mortal virus que acabó con la mayor parte de la población de aquella espléndida civilización. Unos pocos, entre ellos los ocultistas como yo, afirmaban que los mayas habían abandonado de repente todas sus ciudades a la vista de un gran cometa, promesa de terribles desastres que trataron de evitar y huyeron hacia regiones más seguras. Pero nadie del mundo exterior, a excepción de nosotros, conocía la extraña historia que esa noche nos acababa de contar nuestro guía Pablo y que nos impidió dormir con la calma que debiéramos. Yo, por mi parte, estuve toda la noche dando vueltas en mi bolsa de dormir, preso de una extraña intranquilidad como si presintiera una inminente catástrofe, una amenaza que adquiría mayor fuerza a cada minuto que pasaba. Así pasé esa larga noche y al despertar me pregunté. De ser cierto todo aquello, ¿por qué los mayas se habían tomado el trabajo de cerrar la puerta de la tumba por dentro? ¿Era para que nadie desde fuera pudiese entrar? ¿O para que, en caso de despertar de su letargo, el abominable Kchulhu Kan pudiera salir de su encierro y volver a las estrellas de donde había venido? Y así, sumidos en similares pensamientos, caminamos durante horas de aquel largo e interminable día, casi como autómatas, hasta que de pronto un inesperado obstáculo impidió nuestro avance. Se trataba de un ancho y caudaloso río que, por ser la estación de las lluvias, venía crecido y sus aguas pasaban veloces a nuestros pies. Afortunadamente, nos explicó Pablo, estas crecientes duraban poco tiempo y después las aguas se tranquilizaban, entonces podríamos cruzar en la balsa portátil que traíamos. Debíamos amarnos de paciencia y dejar pasar las horas en anhelante espera pues, según Pablo, nada más cruzar el río, entraríamos en la zona que evitaban todos los habitantes de su aldea. Más adelante, a unos cientos de metros más, 108
se hallaba la pirámide que buscábamos. Él sólo había visto sus ruinas de lejos, una vez en su vida; pero cierto temor, como la sensación de que algo malo podía sucederle si se acercaba más, le impidieron visitarlas. Ahora, en compañía de todos nosotros y «armados hasta los dientes», la mayor parte de sus irrazonables temores se habían disipado. Y así fueron pasando las horas, lentas, bochornosas. Horas en las que, llenos de impaciencia, anhelábamos estar a la vista de aquellas antiguas ruinas y ver si a su lado se hallaba el cenote que confirmara que todo lo que nos estaba sucediendo era real, y pronto podríamos tener una gran riqueza en nuestras manos. En cuanto al temible Kchulhu Kan, de ser cierta su existencia, sus huesos ya estarían hechos polvo por el paso de los siglos. De nuevo llegó la noche, armamos campamento y otra vez, en torno de la hoguera, volvíamos a tomar el tema de la civilización de los mayas y sus prodigiosos conocimientos astronómicos y matemáticos. Por sí mismos habían descubierto el número cero y con él fueron capaces de lograr atinadas mediciones astronómicas, entre ellas la duración completa de un año solar que se adelantaba en dos o tres cifras más después del punto decimal de los 365 días, cifras más completas y atinadas que las que los modernos astrónomos habían calculado, apenas el pasado siglo. Luego, estaba la medición del tiempo en largas eras de miles de años, los que, según sus profecías, sólo llegaban hasta el año 2012; después ya no habían hecho cálculo alguno del futuro en el tiempo ni emitido ninguna profecía. Parecía ser como si al llegar ese año, ya nos faltaba poco, algún suceso cataclísmico iba a suceder en el mundo. A lo mejor causado por el calentamiento global de la Tierra que ya estaba ocasionando tantos desastres climatológicos. Luego Alice comentó el asombro que había experimentado el primer día de primavera, al ver bajar las sombras de las escaleras en la pirámide de Kukulcán, en Chichen Itza. Ellas se iban proyectando en la pequeña baranda lateral, donde iban formando la imagen de una serpiente ondulada que bajaba hasta llegar a fundirse con la cabeza de una serpiente esculpida en piedra, al pie de la escalera. Cada principio de primavera, numerosos turistas iban a admirar aquel prodigio y se preguntaban cómo era posible que los Mayas tuvieran tantos conocimientos matemáticos y astronómicos, así como de arquitectura, para reproducir con fidelidad año a año aquel fenómeno. Poco después, la conversación fue languideciendo y todos nos encerramos en nuestras bolsas de dormir, pidiendo al cielo que al día siguiente las turbulentas aguas del río, junto al cual acampábamos, ya hubiesen acabado de fluir violentamente y nos permitieran el paso con los menores riesgos posibles. 109
Y el milagro se hizo, al amanecer todos pudimos ver que las aguas corrían ya más calmadas y el ruido del día anterior se había convertido en un suave murmullo, por lo que, inflando la balsa, nos dispusimos a atravesarlo de inmediato. Y así lo hicimos, acomodando en ella todos los paquetes de la expedición. La orilla del río en la que debíamos desembarcar se veía cada vez más cerca y en mi interior me alegré por haber podido pasar sin ningún riesgo. Como si mis pensamientos la hubiesen convocado, de repente a nuestra izquierda apareció una gran ola, producto de una nueva avenida causada por las lluvias caídas más allá de nosotros; en un segundo se lanzó contra nosotros y nos arrastró, ladeando la balsa peligrosamente. Pero el empuje de estas aguas nos llevó unas decenas de metros más abajo, hasta un promontorio de tierra que se adentraba un poco en el río y encallamos, no sin ver con desaliento que varios de los paquetes de nuestro equipo habían sido arrastrados por la corriente y ahora flotaban velozmente río abajo. Por fortuna ninguno de nosotros había sido despedido por la avenida y cuando pudimos finalmente ponernos de pie y hacer un recuento de los daños sufridos, vimos, con desaliento, que habíamos perdido todos los paquetes con comida y medicinas, así como los que contenían nuestras bolsas de dormir. Nos quedaban todas las armas, los explosivos, y el equipo de buceo, por lo que, haciendo de tripas corazón, seguimos adelante esperando terminar cuanto antes nuestra empresa. A poco más de una hora de camino nuestro guía nos informó que estábamos llegando a nuestro objetivo. Tras unos minutos más de caminata pudimos llegar a un extenso claro donde podíamos ver un pequeño promontorio, todo cubierto por las plantas de la jungla que, inexplicablemente, no habían crecido en el suelo en torno de él y sólo estaba cubierto de cortas yerbas y malezas. Un extraño sentimiento de aprensión nos invadió, y algo más, que se nos pasaba por alto, nos hacía sentir como si hubiéramos atravesado otra dimensión y entrado de pronto en un nuevo mundo diferente. Alice exclamó: —¡Escuchen! ¡No se oye nada! Y era verdad, los habituales ruidos de la selva, el trinar de los pájaros y el rugir de los animales, habían cesado. Ni siquiera se oía zumbar a los mosquitos que nos habían hostigado implacablemente en la primera etapa de 110
nuestro viaje. El promontorio y el paisaje que teníamos ante nuestros ojos tenía algo de irreal, ya que ni el aire ni las hojas de los árboles se movían. Parecía como si el tiempo se hubiese congelado y estuviésemos dentro de una proyección holográfica. Presintiendo un gran peligro sobre nosotros, de inmediato nos repartimos las armas y todo el equipo que quedaba. Pistolas bien cargadas, unos cartuchos de dinamita para cada uno, nuestros trajes de buceo y unas antorchas ultramodernas, parecidas a las bengalas que lanzan los barcos en peligro de naufragio, pero cuya luz, menos intensa, tenía casi media hora de duración, Entonces, nos acercamos rápidamente al lado izquierdo del montículo, donde apenas se podían distinguir algunas partes de la pirámide, a ver si se encontraba el cenote que era el paso a su interior. Y efectivamente, al avanzar un poco más, pudimos llegar hasta su mismo borde. Era un gran pozo con piedras que hacían las veces de una pared circular. Había unos cantos que parecían lajas puestas en sentido horizontal y, más abajo, a unos cuatro metros las tranquilas y oscuras aguas. Al ver todo esto, de inmediato forjamos un plan. Uno de mis compañeros, Tom y yo entraríamos a bucear en sus aguas, a buscar del túnel de acceso, si existía. Alice, Pablo y mi otro amigo debían quedarse fuera, en la superficie, vigilando y sosteniendo una gruesa cuerda así como tres lámparas de mano, totalmente impermeables; si no podíamos abrirnos paso por la puerta que estaba arriba de las escalaras, según las visiones de la calavera de cristal, nos ayudarían a subir por esas lisas paredes de piedra del cenote, completamente imposibles de escalar sin ayuda. Y así, ya todos de acuerdo, sin pensarlo más nos arrojamos a las oscuras aguas. Buceando bajo ellas, no pude menos que recordar que estos grandes depósitos de agua eran en realidad, en la antigüedad, lugares de sacrificio de víctimas humanas, en particular de hermosas doncellas, a las que ataviaban lujosamente y adornaban con collares de oro y piedras preciosas, jade y turquesas, para luego ser lanzadas como un sacrificio destinado a sus sangrientos dioses. En el fondo de otros cenotes sagrados en Yucatán que habían examinado los arqueólogos y los buzos, junto con decenas de huesos humanos, encontraron muchos otros objetos que estas doncellas llevaban al ser sacrificadas. Si escrudiñáramos el fondo de éste, a falta del tesoro de la pirámide, cuya existencia no podía aun aceptar, podríamos hallar oro y otras piezas preciosas para la arqueología y la historia, que seguramente compensarían con creces los costes de tal expedición.
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Pero mis pensamientos dejaron de discurrir por ese futuro camino al descubrir frente a nosotros la entrada de un túnel de dos metros de diámetro por el que nos internamos con un poco de aprensión. Allí las aguas estaban más oscuras, tal vez porque no llegaba ninguna claridad del día, y la luz de nuestras linternas hacía muy poco por disipar las sobras; mientras avanzábamos, sentí dos o tres formas viscosas y alargadas que me rozaban el cuerpo y trataban de pasar por entre mis piernas. El temor a los animales desconocidos, a las grandes serpientes marinas, o a otros anímales aún más extraños, me hizo acelerar. Yo iba al frente de mis otros dos compañeros, con un suspiro de alivio llegamos a la superficie, con el suelo firme del túnel bajo nuestros pies que seguía alargándose en un plano inclinado hacia arriba; a unos cuantos metros, vimos la cuadrada oscuridad tras un marco de piedras que formaban la puerta de entrada. Entonces los latidos de mi corazón se aceleraron; nada más cruzar este marco e iluminar su interior para saber si nuestras suposiciones habían sido acertadas o no. Con todas las precauciones posibles, cruzamos el dintel e iluminamos las paredes que rodeaban un desconcertante recinto cuadrangular de cuatro metros de lado y otros tantos de alto. No había inscripciones ni grabados, asimismo el techo formado por gruesas vigas que sostenían grandes y delgados bloques de piedra no tenía ningún adorno ni inscripción que revelara lo que albergaba. Y luego, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, apuntamos nuestras linternas al oscuro túmulo del centro que, bajo su luz, dejó ver el estremecedor reflejo de muchos objetos de oro en sus más diversas formas, esculturas, mascarillas, objetos de culto, cuencos y medallones; formaban el más grande tesoro jamás visto por ojos humanos en este lado de la Tierra; por unos cuantos segundos nos dejó mudos y sin aliento. Nos quitamos los respiradores para gritar estrepitosamente nuestro gozo y decidir lo que debíamos hacer de inmediato. Lo primero era bajar del túmulo aquel gran tesoro y clasificarlo; después, debíamos decidir qué sacar primero, porque era imposible llevarlo todo de una vez, por su gran peso y volumen. Dejaríamos el resto para una segunda vuelta. Ya mejor equipados y con el conocimiento de que el helicóptero de Harry fácilmente podría aterrizar en el claro y traernos más equipo; nuestras modernas bengalas no nos darían luz más que durante la siguiente media hora. Después, rápidamente, comenzamos a bajar al suelo todos los objetos de oro sin fijarnos detalladamente en su forma, ni para que servían; metíamos los más pequeños dentro de nuestras mochilas, pues nos bastaba con pen112
sar que eran del oro más fino y que, aparte de su valor intrínseco, tenían un superior valor histórico y arqueológico, razón por la cual, aún en el caso de tener que llegar a un acuerdo con las autoridades del país, todos íbamos a ser inmensamente ricos, más ricos que lo que jamás habíamos imaginado. Y como si este pensamiento hubiese sido simultáneo, nos dimos más prisa a bajar los objetos hasta el suelo cuando, de improviso, debajo de ellos, aparecieron las puntas de los pies en la forma de unas extrañas botas de piel: el ser yacía bajo aquel montón de oro. Su vista nos paralizó un instante, pero pensamos que sólo hallaríamos sus restos humanoides, quizá su esqueleto todavía entero y bien conservado. Con un poco menos de prisa y con un poco más de recelo y de cautela quitamos, uno a uno, los demás objetos que lo cubrían hasta el lugar de la cabeza, donde una grande y redonda escafandra de cristal dejaba ver los rastros de un horrible rostro, una cara que más que humana parecía pertenecer a un repulsivo monstruo del fondo de los mares, en lugar de barbas surgían largos tentáculos que se enroscaban en ella. Llenos de temor ante aquel ser desconocido quitamos, aún más lentamente, los restantes objetos de oro que lo cubrían; también dejamos al descubierto las manos, provistas de largos y extraños guantes, como aletas con un solo dedo. De repente, para nuestra gran estupefacción, uno de esos dedos se movió, y poco a poco la mano, y después el brazo; se alzó en el aire como una protesta por nuestra presencia. Entonces una gran sensación de poder y de maldad llenó la estancia, y un intenso miedo comenzó a invadirnos; vimos que el extraño ser, al que los indios llamaban Kchulhu Kan, el poderoso, el llegado de las estrellas, se levantaba de su tumba y arrojaba a un lado los pocos objetos de oro que lo cubrían; avanzó amenazadoramente hacia nosotros. De inmediato, volteamos la cabeza para ver por dónde escapar de él y de la maldad que se desprendía de todo su ser, vestido con un traje muy similar al de los modernos astronautas. Vimos las escalinatas que ascendían hacia la entrada de la pirámide y sin pensarlo más, encendimos nuestros cartuchos de dinamita y los lanzamos al ser, tras subir lo más aprisa posible, al tiempo que una horrorosa explosión se escuchaba a nuestros pies. Vimos claramente que una parte del techo se desprendía y cubría al extraño ser y a nuestro tesoro.
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© M. C. Carper
La explosión fue tremenda; mientras subíamos vimos que gran parte de la pirámide colapsaba sobre aquellos restos. Mientras llegábamos a la puerta cerrada por un largo madero, que quitamos, a un lado y a nuestros pies se114
guía desmoronándose la pirámide. Con un profundo suspiro de alivio al saber que aquel extraño ser se hallaba sepultado bajo toneladas de piedra, salimos corriendo al aire libre y bajamos a trompicones la arbolada cima; a duras penas pudimos llegar hasta la base antes de que sus últimos restos se derrumbaran. Después, sólo nos quedó llamar por el radioteléfono a Harry, indicándole nuestra posición para que viniera a rescatarnos. Luego relatamos a nuestros compañeros todo lo que habíamos pasado. De esa extraña e increíble aventura quedaron como testigos, aparte de la extraña calavera de cristal que ha seguido emitiendo extrañas luces y débiles chirridos así como desconcertantes visiones, los pocos objetos de oro que logramos sacar de la tumba. Al repartirlos entre todos, vi que uno de los míos tenía la forma de aquel extraño ser, y a uno de mis dos amigos le tocó un brillante objeto en forma de disco, como platillo volador pero que después los conocedores aseguraron que representaba al sol. Más tarde, ya en la quietud de mi hogar, me puse a pensar si aquel Kan no sería el enigmático Cthulhu de los Mitos, ya que, desde entonces, grandes males se han abatido sobre toda la Humanidad; terrorismo, robos, secuestros y asesinatos están a la orden del día. Por 1o que varias veces me he preguntado a solas, ¿seguirá Kchulhu Kan vivo, enterrado bajo la pirámide y enviando sus maléficas influencias sobre los habitantes de la Tierra? © Jorge Martínez Villaseñor JORGE MARTÍNEZ VILLASEÑOR, (Jiquilpan, Michoacán, México) es Ingeniero Civil e Industrial; cofundador de la Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía (AMCYF), profesor de Artes Plásticas, Literatura, Matemáticas y Ciencias Naturales. Ha ejercido también como pintor y periodista. Es autor de Leyendas jiquilpenses tomos 1, 2 y 3. Además de El día perdido, Cactus Ediciones, 2000, México. Es el escritor mexicano de Ciencia Ficción más publicado en el extranjero.
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LA CUEVA
por Sergio Llamas Díez
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arta que acompaña al paquete (remite un bibliotecario de Oviedo):
Estimados amigos del programa Futuro Milenio: Soy un gran seguidor de vuestro espacio, aunque debo decir que hasta hace poco era bastante escéptico en estos temas. No sé de qué forma documentan ustedes los casos que tratan. La verdad, grabaciones cubiertas de estática y fotografías borrosas no me dicen demasiado, pero me gusta el interés que demuestran hacia lo oculto y su afán de investigación. Por eso les envío este paquete a la espera de que lo que hallen en su interior suscite su interés. Sinceramente, para mí se ha convertido en tema de obsesión.
Si recurro a ustedes es porque disponen de mayores recursos, técnicos y humanos, mientras que yo sólo soy un bibliotecario curioso que de vez en cuando repasa la escasa bibliografía manuscrita a su cargo. Lo que envío es el original, por si desean realizar algunas pruebas a los textos. De hecho se lo hago llegar de la misma forma que apareció entre los fondos de la colección de mi municipio, a la espera de que los devuelvan en igual estado de conservación. Como verán tanto el documento escrito como el extraño objeto van dentro de una vieja caja metálica. Esta caja servía para guardar vendajes y material médico durante la guerra civil, o así me lo ha hecho entender un historiador amigo mío, que por lo demás cree se trata todo de una patraña bien urdida. Les dejo a ustedes decidir al respecto. Como no quisiera orientarles hacia ninguna de mis hipótesis, les dejo sin más con las pruebas. Aguardo impaciente lo que ustedes tengan a bien decirme. P.D. Una última cosa que creo puede serles de ayuda. La «piedra», aunque parece más bien una pequeña veta de algún metal azul, parece brillar si se la coloca cerca de un ser vivo, ya sea persona o animal. En cambio, cerca de una planta u objeto inanimado no re116
acciona. Sé que parece una locura, pero he realizado distintas pruebas con ella y el resultado ha sido siempre el mismo. Manuscrito incluido en el interior de la caja: 19 de Mayo de 1938 Gregorio Méndez Abelardo, al que todos llamábamos Abel, iba el primero. Llevaba la linterna colgada de un asa de la mochila para poder sujetar el máuser con ambas manos, lo que hacía que la poca luz con la que contábamos se fuera moviendo de un lado a otro como loca. Lo cierto es que resultaba aterrador avanzar por aquella cueva de aire viciado, con el eco de nuestras pisadas delatando nuestro paso, y las sombras que se estiraban y se encogían, se encogían y se estiraban con el vaivén del farolillo. Matías nos dio el alto. Siempre iba el último de los cuatro, atendiendo a la retaguardia como solía decir, aunque bastante tenía con cuidar de sus propios esfínteres. Tan propenso era a asustarse cada vez que oía un ruido fuera de lugar, que más de una vez le oímos saltar al intuir algún peligro. Todo aquello, por supuesto, hacía que nosotros estalláramos en carcajadas. Esta vez dio el aviso sin añadirle ningún movimiento de vientre. Nos detuvimos como nos habían enseñado: dando un golpecito en el hombro del que iba delante, sin hacer demasiado ruido, no fuera que al fondo de la cueva anduvieran durmiendo los rebeldes y nos dieran a todos para el pelo. Bastante nos delataba ya la linterna de Abel, cuyo ojo luminoso tapaba con la mano ahora que nos habíamos parado. —¿Qué ha oído esta vez? —me interrogó entre susurros Ramiro, clavándome sus ojos pequeños y siniestros tras las gafas rotas. —No sé —susurré. Y dándome la vuelta con la mano de Matías todavía sobre mi hombro (ya digo que era un poco gallina) le pregunté: —¿Qué has oído, Matías? —Gregorio, creo que algo nos está siguiendo. —Joder, Matías —le contesté con la misma voz en vilo con la que él me había hablado a mí—, a ti siempre te parece que algo nos está siguiendo.
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Espera, déjame a mí detrás. —No, no —se apresuró a interrumpirme—. Ya está, era el cierzo1, no pasa nada. —¿Qué sucede ahí atrás? —oí que preguntaba delante Abel. Cuando me di la vuelta tenía la linterna enfocándome la cara. Interpuse la mano, cegado, y él apartó la luz. No podía ver nada. —¡Mierda, Abel, no enfoques con eso que me ciegas! Abel susurró una disculpa. Yo seguía sin ver nada. Mis ojos tenían que acostumbrarse de nuevo a la oscuridad de la cueva. Sin embargo, mientras me los frotaba, me pareció distinguir una pequeña sombra grisácea, de silueta vagamente humana, moviéndose a toda velocidad unos metros por delante de nosotros. Achiqué los ojos para discernir algo, pero la sombra gris había desaparecido. Lo atribuí al fogonazo y no le di más importancia. La gruta parecía descender recto y, si los mapas que nos habían dado desde comandancia eran correctos, conectaba con los túneles de una vieja mina de carbón. —Sigamos, que Matías dice que era el viento. Y tú, más cuidado con la linterna. —Córtate, Gregorio, que aquí las órdenes las doy yo —contestó altivo Abel—. Que para eso yo soy sargento y tú un cabo de mierda. No dije nada. No estaba el horno para bollos. Abel era el que mandaba y no dejaba que se nos olvidara a ninguno. Esa misma mañana Ramiro había tenido que fregarse todas las cazuelas después de hacer guardia de seis horas sólo por haber llevado la escopeta descargada. La verdad es que a Abelardo le jodía que le llevaran prometiendo un puesto de oficial desde que estuvo en Bilbao cuando se montó la gorda, y que ahora, un año después, siguieran mandándole aquellas misiones miserables en las que se jugaba el pellejo. Buscar rebeldes por el monte, tragar el frío por las mañanas, tener que cagar entre brezales y beber agua de manantiales dudosos que provocaban diarreas un día sí y otro también no era el sueño de ninguno de noso-
1 cierzo.(Del cercĭus, por circĭus).1. m. Viento septentrional más o menos inclinado a levante o a poniente, según la situación geográfica de la región en que sopla. 118
tros. La verdad, era mejor estarse calladito y llevarse bien con los que te protegían el culo. Asentí y seguimos avanzando. Me colgué el rifle a la espalda y llevé las manos a la espalda de Ramiro: —Guíame que todavía no veo bien a oscuras —le dije. —Este Abel cada día es más capullo —sentenció en confidencia. Abelardo se detuvo en ese momento. Pensé que lo habría oído, pero después observé como asentaba la culata del máuser en el hombro y nos decía: —Creo que he visto algo. Me asusté y volví a echar mano del arma. Pensé decir que yo también había creído ver algo, pero lo que me había parecido ver era una figura gris claro (toda ella, incluida la cabeza) y eso no tenía ningún sentido. Probablemente Abel no había visto nada. Estábamos en Oviedo y quedaban pocos insurgentes por esa zona. Eso sí, los que todavía aguantaban eran demasiado hábiles como para dejarse ver sino era en una emboscada. Los alrededores estaban plagados de cuevas y minas en las que se escondían los rojos y siempre nos tocaba buscar a los mismos. Por aquel entonces yo le echaba a la guerra a lo sumo un par de meses más, pero al terminar el 38 y ver que seguíamos a tiros me fui olvidando de hacerme ilusiones. —Avancemos. Ahora con cuidado —sugirió el sargento, y todos le seguimos. Apenas sí alcanzo a recordar lo que cruzaba por mi mente durante aquellos días. Sé de una vaga sensación de irrealidad que me embargaba: el cansancio de los muchos días recorriendo los montes. El estrés de las escaramuzas vividas y aún peor de las que contaban de vuelta al campamento, cuando por la noche los veteranos sacaban al fuego los restos que aún conservaban de los embutidos traídos de sus hogares (las más de las veces cordones raídos con restos de tristes longanizas estranguladas por el rabo) y compartían un pellejo de vino con historias de compañeros muertos, de miserias traídas por el alzamiento, por los rusos, por la guerra… Intento convencerme de que no fue que nosotros quisiéramos ser bestias, sino que nos armaban de aparejos y nos daban de latigazos para que nos moviéramos. ¡Qué sabíamos nosotros si a nuestro paso arábamos el campo o lo estábamos matando! Sólo sabíamos que no había más remedio que coger un arma y lanzarte a disparar por el bosque, porque sino en seguida te colocaban en una pared y te usaban de diana. 119
Por todo ello no sé si era lo más correcto, pero decidimos avanzar. Abel insistía en que había visto algo y al fin y al cabo nuestra misión era encontrar posibles rebeldes ocultos. Contábamos con que en la entrada principal, cubierta de raíles, hubiera algún tipo de trampa conectada quizás a una granada (los rojos actuaban así), y que aquella cueva estuviera a lo sumo vigilada por uno o dos centinelas. En nuestra unidad no contábamos con perros rastreadores, pero Abel sabía bastante de las bombas que usaba el enemigo. Siempre nos contaba batallas del cinturón de hierro que era como llamaban algunos a la defensa de Bilbao. Nosotros le salíamos con que aquello fue un juego de niños, que la guerra de verdad se luchaba en Madrid, pero tratábamos de hacer caso de lo que nos contaba porque era el único de nosotros que había visto la guerra tal y como era. Así nos habló de las granadas que usaban para hacer sus trampas: las llamaban bola de cama porque se parecía a los adornos que hay sobre las patas de los camastros. Las hacían en las escasas ciudades que todavía defendían los republicanos, aunque las piezas más sofisticadas eran de los rusos. Abel nos explicó que ataban una cuerda a la espoleta, enterraban la granada con el seguro y la anilla quitados para que en cuanto se destensara la cuerda todo se fuera por los aires. Pudimos darnos cuenta de que las paredes de la cueva no habían sido protegidas con contrafuertes y no parecía lógico pensar que se arriesgaran a una detonación que pudiera sellar la entrada. Esto suena convincente y podría habernos hecho avanzar sin demasiadas contemplaciones en aquel momento, aunque creo que simplemente obedecimos a Abel por ser el veterano y el que mandaba. —Gregorio, tú delante —escuché que decía Abel. Aunque para entonces ya había recuperado la vista y los ojos se me iban acostumbrando a la oscuridad, protesté: —¿No puede ir delante otro? No veo a dos palmos. —Toma la linterna. Abel me daba algo más que la linterna. Cuando me acerqué más a él pude ver que se había echado el máuser a la espalda y me tendía las dos manos. En una tenía la linterna eléctrica. En la otra una star. Una pistola nueva con un cargador de siete balas. Era el privilegio de los sargentos. A mí me habían dado una ASTRA el día en que me reclutaron. Una mierda con forma de mechero que había conocido tiempos mejores. A distancia corta cumplía, pero no hubiera disparado con ella al enemigo de haber tenido piedras para lanzar. Tampoco era para quejarse. Según Abel, su batallón tomó Bilbao con 120
pistolas Campo-Giro, que si no las sujetabas bien te llevaban la mano del retroceso. Aunque seguía sin gustarme la idea de ir en vanguardia, no dije nada y cogí ambas cosas. Apoyé la linterna en la mira de la pistola y seguí adelante. Intentaba agudizar el oído para percibir cualquier sonido, pero sólo escuchaba nuestro lento y asustadizo paso por aquellos túneles. La entrada de la cueva se estrechaba y se curvaba lentamente hacia la izquierda, hasta alcanzar una bifurcación empedrada de raíles. Aquello debía formar parte ya de la mina de carbón. Miré al suelo y vi que la tierra revelaba huellas de pisadas recientes. Después de todo la galería sí había estado ocupada, y probablemente aún lo estuviera. Señalé el nuevo rastro con la linterna y después iluminé la pechera de Abel para tener su rostro en penumbra. A pesar de la tentación de cegarle con un destello, contuve el haz de luz a baja altura. —¡Eh! ¡Patrono! —sabía que le jodía que le llamáramos así, por eso lo hice—, ¿Confirmamos que las minas están ocupadas? —No soy patrono. Soy un oficial —corrigió en tono bajo pero disgustado—. Todavía no. Además, la cueva tiene dos salidas. Si salimos fuera, sólo podríamos cubrir una de ellas mientras dos de nosotros van al campamento, o arriesgarnos a poner a un único hombre en cada boca de gruta. —¿Sin comunicación? —se apresuró a preguntar Matías. Olía a miedo desde donde yo estaba. —Eso sería un suicidio. Si decidieran salir, no podríamos detenerles — informó Ramiro. —Lo sé. Por eso recomiendo seguir avanzando. Recordad las órdenes: descubrir cédulas rebeldes y desactivarlas —sonaba fatal cuando Abel utilizaba lenguaje militar. Más que nada por su acento cazurro y por aderezarlo de palabrotas que no se hubiera atrevido a utilizar ni una prostituta borracha. —¡Patrono! —llamé—. Aquí hay algo raro. —¡Coño, te he dicho que no me llames así! —habló demasiado alto. Si había alguien cerca, lo habría oído. Todos quedamos callados durante un segundo. Después volvió a acercárseme y me susurró—: ¿Qué pasa?
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—La huella, sargento, mire —Ahora no me atrevía ni a tutearle. Vale que fuera un capullo, pero si por tocar un poco las narices al sargento de turno nos iban a detectar a todos, prefería tratarle como a un obispo. El muy bastardo miró la huella de pasada y preguntó: —Ya la veo, ¿qué pasa con ella? —Fíjese bien que esa huella no la ha hecho ni un rebelde ni un nacional. Ni siquiera un ruso de mierda. Volvió a mirarla y pareció darse cuenta de lo que le decía. —Hostia, pues tienes razón. ¡Qué huella más rara! Trae la linterna. —A ver —se podía congelar el infierno. Matías se acercaba a la vanguardia. Parece que le venció la curiosidad, como a todos. En un segundo estábamos los cuatro encima de la huella—. Sí que es rara —observó Matías. —Para mí que el que la ha hecho iba descalzo —añadió Gregorio. Lo peor en mi opinión no era eso, sino que parecía un pie de menos de diez centímetros. Dije: —Creo que es de un niño. —O de una bailarina de ballet, no te jode —sentenció Abel—. Nada, esto es que está medio borrada. Dejaros de chorradas y vamos según lo previsto. Llevamos demasiado tiempo aquí parados y eso no puede ser. De esto no viene nada en los mapas. A ver, decidid, izquierda o derecha. Se notaba una ligera brisa por la derecha, así que me decanté por ésa. Creía que podía tratarse de una salida cercana, si hubiera sabido… —Derecha. —¿Cómo lo ves Ramiro? —preguntó Abel. —No tengo ni idea. Si Gregorio dice que derecha, por mí está bien. —Vale, pues vamos por la derecha, pero ahora Matías a vigilar bien la retaguardia, y si ves algo primero disparas y luego nos avisas a los demás, ¿vale?
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Asintió y todos seguimos por el túnel de la derecha, que para mi sorpresa y fastidio empezaba a descender a los pocos metros, y no sólo eso sino que se volvía una maraña de curvas retorcidas, como en una escalera de caracol. —¿Qué coño de mina es ésta? —susurró Ramiro detrás de Abel. Yo seguía en cabeza de fila, dispuesto a recibir el primer tiro mientras el cabrón de Abelardo iba el último y cagado de miedo, seguro. Intentaba no pensar demasiado, pero para entonces el asunto de la huella me estaba dando quebraderos de cabeza. Seguía buscando nuevas pistas en el suelo, pero este era casi por entero de piedra y no vi nada. Estuve a punto de comentar que antes había creído ver una figura cuando de pronto oímos una tos. Paramos en seco. —¿Habéis oído eso? —preguntó Abel. Ramiro y yo afirmamos con la cabeza. A Matías no hacía falta preguntarle, estaba blanco. —Oye, esto es una ratonera. ¿Por qué no nos vamos y pedimos que venga otro grupo con nosotros? —susurró. —Sí, y de paso que venga un escuadrón —estaba claro que Abel no iba a pedir refuerzos. Quería un ascenso y esta oportunidad le venía que ni pintada—. Matías, cuanto antes bajemos antes nos iremos. Seguro que son dos pelagatos que llevan escondidos desde el alzamiento. Les decimos que se vengan, les mandan a la cárcel a pelar patatas y listo. Aquello era mentira y lo sabíamos. Si eran leales a la república, en el mejor de los casos se pudrirían en una celda por el resto de sus días. Pero si les cogíamos, y la guerra se alargaba, las cárceles se iban a llenar de insurrectos e iban a empezar las excursiones de presos de los que luego no se volvía a saber nada. Se volvió a oír la tos, esta vez durante más tiempo y con un aire más agónico. Parecían estertores de muerte. Abel se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio y me señaló la lámpara. La apagué sin hacer ruido y pudimos ver que una tenue luz anaranjada, como de una fogata, llegaba del fondo de la gruta. Con la escopeta, Abel me indicó que bajara. Me olvidé de las huellas, de las figuras y hasta del cagado de Matías. Sólo existíamos la pistola y yo. Bajé despacio, sin hacer ruido. Ahora ya reconocía más sonidos: el crepitar del fuego, el sonido de los roedores recorriendo la cueva y una respira123
ción forzosa, como si proviniera de alguien con agua en los pulmones, y cada vez que cogiera aire lo hiciera entre silbidos. Llegué hasta el final del pasadizo, donde el camino se había a una gruta considerable, pero sin atreverme a entrar. Me fijé en si me seguían, y pude ver que Ramiro era quien iba ahora detrás de mí, mientras que Abel y Matías habían dejado una distancia generosa entre ellos y nosotros. Ramiro alzó la escopeta y supe que me cubría. Más alentado entré en la gruta. —¡Mierda! —fue lo único que pude exclamar. Y bajé el arma. Ramiro se puso a mi lado, con el máuser apuntando al suelo y una expresión de horror que debía de semejar bastante a la mía. Después llegaron Abel y Matías. El primero se puso a vomitar. Matías, como siempre, se expresó con el vientre. Dossier de producción de Futuro Milenio: PROGRAMA 163: LA CUEVA DEL HORROR: SUCESOS PARANORMALES DE LA GUERRA CIVIL MINUTAJE: –CARETA de ENTRADA– 0:00–0:05: Presentación del programa 0:05–0:15: Vídeo reconstrucción de los hechos 0:15 – 0:22: Pausa publicidad 1 0:22–0:30: Espacio cartas de los espectadores 0:30–0:45: Vídeo entrevista Gregorio Méndez, testigo 0:40–0:45: Pausa publicidad 2 0:45–0:57: Exploración de la cueva de los hechos 0:57–0:60: Despedida 124
–CARETA de SALIDA– PRESUPUESTO PROGRAMA DEL 15 DE JUNIO: 9.000 euros Nota de post-producción: Gregorio Méndez permanece internado en un sanatorio para la tercera edad. La entrevista ha sido realizada con actores en base a los documentos aportados por el bibliotecario de Oviedo, incluidos en el Apéndice de este informe. Preceder las reconstrucciones con un aviso informando de imágenes violentas que pueden alterar sensibilidades según los códigos de autorregulación adoptados en base a la Resolución del Parlamento Europeo, de 24 de octubre de 1997, sobre el Libro Verde relativo a la protección de los menores y de la dignidad humana en los nuevos servicios audiovisuales y de información. Apéndice del dossier de producción del programa 163 de Futuro Milenio: Estimados amigos de Futuro Milenio: Me ha encantado recibir una respuesta tan inmediata y aunque espero no se molesten, les pido me mantengan al margen de futuras investigaciones. Respecto a la información de los protagonistas del documento hay poco que decir. Del tal Matías y el supuesto Abelardo no he encontrado ninguna documentación en mis fuentes, ni en las del censo episcopal de Oviedo. El ejército no emite informes de carácter público sobre combatientes de la Guerra Civil, así que esa fuente también queda descartada. Sin embargo, gracias a lo que los bibliotecarios llamamos serendipity, investigaciones paralelas que me tenían ocupado catalogando los fondos históricos de la comunidad en la que trabajo me han aportado información sobre Gregorio Méndez. Después de la guerra Civil desempeñó labores de concejal aquí, en Oviedo. He seguido su rastro y he encontrado que se halla internado en una clínica de la tercera edad para mayores con problemas mentales. He intentado ponerme en contacto con él, y a pesar de las advertencias de los celadores del sanatorio una combinación de paciencia e insistencia hizo que me concedieran diez minutos de conversación incoherente. No pude obtener gran cosa, puesto que apenas 125
si recordaba su nombre. Sin embargo me llamó la atención que al mentarle los sucesos de la cueva, en el teléfono se hizo un incómodo silencio. Traté de hacerle hablar haciendo mención también de la piedra o veta metálica que adjunté en mi primer envío. Al hablar de ella sus palabras fueron: esa piedra te absorbe el alma y después de decir esto empezó a chillar como un loco. Los celadores ya me habían advertido de sus ataques. Pero a pesar de ello me asusté.
© Pedro Belushi
No obstante, llamé pasadas unas horas, y aunque esperaba que sus cuidadores me negaran hablar con él, para mi sorpresa me dijeron que Gregorio había dado un mensaje para mí. En éste me indicaba dónde buscar la última parte del documento y el resto de la piedra (ya lo ven, estaba incompleta), que adjunto en esta carta. Probablemente parezca una locura. Para mí lo es. Con respecto a la devolución del material que les hice llegar, de forma extraoficial y en confidencia, les pido que por favor se lo queden. No quiero volver a saber nada de este tema, de esa piedra, ni de lo sucedido aquel día de 1938. Un saludo, atentamente, el bibliotecario de Oviedo. 126
Última parte del documento, encontrada en el nicho de Ramiro Soto: Es posible que aquella gruta hubiera sido un escondite de los rebeldes, de eso no cupo nunca ninguna duda, pero algo más se había escondido allí… durante muchísimo más tiempo. Los silbidos agónicos provenían de un moribundo vestido con ropas de civil. Tenía una herida en el vientre y le sangraba a borbotones. No hacía falta ser médico para saber que aquello era mortal de necesidad. Sin embargo, no fue el hombre lo primero que miramos Ramiro y yo cuando llegamos allí. Agachado, a su lado, una figura gris que no alcanzaba el metro de altura. Tenía la piel acuosa y amoratada, de una forma que me recordó a la carne de calamar. Su cabeza era con diferencia lo más llamativo de su cuerpo. Una abultada forma ovalada mayor que el cráneo de un hombre adulto, con dos ojos violeta oscuro del tamaño de un puño. —Me cago en la puta —dijo Ramiro, pero el que casi se caga de verdad fue Matías, que como siempre, entró el último. La criatura, y esto era lo más siniestro, tenía la mano cubierta de sangre hasta la altura del codo, si bien hablar de mano y codo no puede ser del todo preciso. Era una sangre oscura y espesa como la que manaba del hombre herido. Cuando llegamos nosotros, con las armas empuñadas, el ser empezó a correr en dirección a un nuevo túnel que se perdía hacia profundidades aún mayores. Creo que fue en el momento en que la extraña criatura se marchó cuando reparamos en la matanza que se había organizado en aquella gruta. Debo reconocer que me quedé paralizado por el horror, como un maniquí más. Yo era uno de los pocos que continuaba de una sola pieza, en aquel siniestro escenario de sangre y vísceras. —Fijaos en los cadáveres —señaló Abel. —Creo que paso —dije yo, cuando recuperé el habla—. Tengo bastante con el olor. —No, mierda —añadió él—, me refiero a su aspecto. Deben llevar varios días muertos.
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—Pero éste sigue vivo —informó Ramiro, que se había acercado al único superviviente sin dejar de vigilar la gruta por la que había huido el monstruo—. ¡Oh, mierda! No supimos porqué había dicho aquello hasta que nos acercamos al moribundo. Matías, sin embargo, se quedó atrás contando los cadáveres, sintiéndose, imagino, terriblemente amenazado. —Tiene los ojos blancos… parece que lleva muerto una eternidad — afirmó Abel, y precisamente por su experiencia de guerra para nosotros era toda una autoridad en tema de cadáveres—. ¿Cómo puede ser que todavía respire? Entonces Ramiro señaló la piedra azul que sobresalía en su pecho. La habían clavado allí, a presión, hincándola entre sus órganos y dejándola como si formara parte de ellos. Lo más siniestro era que brillaba intermitentemente con una luz azul intenso, como si cada latido de su inerte corazón supusiera un nuevo fogonazo de luz. —Se lo ha debido de clavar hace un instante, y de alguna manera esto hace que viva —dijo Ramiro. —Eso no es vivir —contestó Abel secamente. —Chi-chicos… tenéis que ver esto —dijo Matías. Su voz sonaba ya con demencia, aunque no hubiéramos podido imaginar cuanta. Fui el único que se acercó hasta él, y entonces comprendí su espanto. A nuestros pies, los restos de un cadáver. Brazos y piernas habían desaparecido y el torso estaba cubierto de metralla. Pero lo peor sin duda era el rostro. Aunque destrozado, se reconocían en él los rasgos de Matías. Me levanté horrorizado, buscando entre los demás cadáveres. Otro de ellos tenía la inconfundible cara de Abel. También parecía haber muerto a causa de una explosión. Seguí buscando alguno que tuviera mi rostro, o el de Ramiro, pero no lo encontré. El resto de cadáveres, al menos unos cinco, parecían pertenecer a los republicanos. Me fijé en que Matías había sacado algo de su mochila. Era una granada Breda. Un modelo italiano de bomba de mano con un mango de madera en su parte inferior. Era la primera que veía, pero no me cupo duda de cuál era su función.
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Matías tiró de una lengüeta, se oyó un clic y, con una expresión pálida e inconfundiblemente enloquecida, se lanzó a la carrera por la gruta en la que habíamos visto desaparecer al extraño ser. Le vimos pasar como una exhalación, gritando y blandiendo aquella bomba sin que ninguno pudiéramos reaccionar. Ya no empuñábamos las armas. El olor a sangre y a muerte nos había devuelto a la realidad, y cuando vimos desaparecer a Matías por la cueva sólo quedaron tres cobardes. Dos, porque cuando al fin reaccionó, Abel se lanzó tras Matías por aquel túnel. Ni él ni Ramiro habían visto los familiares rostros muertos que habían enloquecido a Matías, pero entendí en aquel momento que sólo correspondía a aquellos dos perecer en la cueva y, pidiéndole a Ramiro que me siguiera con un grito de angustia, emprendí la marcha por donde habíamos venido. Tardamos unos cinco minutos en llegar a la boca del túnel. Durante todo el trayecto pensé que sería demasiado tiempo, pero al final, quizás porque en aquella cueva el tiempo transcurría de forma extraña, conseguimos salir a tiempo. Un fogonazo azul, como el de la piedra, salió del túnel. Después se oyó una explosión y la entrada a la cueva se derrumbó. Sólo más tarde pude ver que Ramiro había sacado de la cueva aquel trozo de piedra azul. Imagino que lo hizo porque entendió mejor que nadie, para que servía. Aquella noche, acampamos al fresco e hicimos una fogata. Yo pensaba en Abel, en Matías, y en lo prematuro de su muerte. Ramiro, en cambio, parecía obsesionado con la piedra. Usando el hacha que utilizábamos para partir leña consiguió dividirla en dos y me entregó una mitad. Con su parte, me dijo: © Pedro Belushi
—El día que muera quiero que me entierres con ella. Quiero que me la claves.
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Es una locura, pero durante los diez años siguientes pensé que Ramiro pretendía resucitar usando aquella piedra. Sólo más tarde, cuando murió, me di cuenta de que el hombre que había estado agonizando en aquella cueva había sido él. Sólo que un Ramiro con gafas y diez años más viejo. © Sergio Llamas Díez Sergio Llamas tiene 25 años y vive en Barakaldo, Vizcaya. Es periodista y desde hace algo más de un año trabaja en el diario EL CORREO, lo que le hace escribir más que nunca aunque no siempre de las cosas que a él le apetecen En su faceta de cuentista tiene varios relatos publicados en fanzines electrónicos como NGC 3660 o Aurora Bitzine. Más escasas son sus colaboraciones en papel, la última de las cuales apareció en el número 6 de MiasMa bajo el seudónimo de Antonio M. Rabones.
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MANCHAS DE SANGRE
V
por Frank Roger Traducción de Albino Hernández Pentón
irginia frunció el ceño cuando vio las manchas de sangre en el piso, la pared e incluso el antepecho de la ventana del baño. ¿Cómo era posible? Era por completo inaceptable, inexplicable, que hubiera manchas de sangre en su apartamento. Después de todo, ella limpiaba el lugar con minuciosa e invariable regularidad. Era impensable que pasara por alto alguna mácula de polvo en su semanal ronda de tareas, a menos que estuviera distraída o preocupada. Y no recordaba haber sufrido recientemente ninguna herida. Estas manchas de sangre sólo podían haber aparecido aquí de milagro.
Pero eso no era lo importante ahora mismo. Lo importante era deshacerse de esas horribles manchas. Su baño debía quedar tan requetelimpio, como el resto del lugar. Sentía un inmenso orgullo de la perfecta pulcritud que exhibía su humilde vivienda en todo momento. Agarró la fregona y los productos de limpieza, y puso manos a la obra. A medida que fregaba y pulía, un sentimiento de déjà vu la obligó a detenerse. ¿No había hecho esto antes, quizás, en varias ocasiones? ¿No hubo acaso manchas de sangre antes y con frecuencia? Intentó concentrarse, y un sinnúmero de recuerdos imprecisos afloró a la superficie de su mente, como crecientes formas apenas visibles en la niebla. El rostro de un hombre, demasiado tenue para reconocerlo. El sonido de unos gritos. Un cuchillo hundiéndose en la carne blanda. El olor a tela quemada. La urgencia de la sangre en sus venas. Un dolor en el brazo producto de los incansables y repetidos movimientos. La sensación de hambre, mitigada a medida que el loco ritual llegaba a su fin. El nauseabundo regusto aguijoneando su lengua. ¿Qué significaba todo esto? ¿Cuál era la conexión entre todas aquellas imágenes? ¿Serían escenas de una pesadilla que aun la perseguía? ¿O fragmentos de una película de horror que había visto en su juventud? ¿Quién era el hombre de su visión? ¿Lo conocía? ¿La había visitado alguna vez en su apartamento? No tenía respuestas para estas preguntas. Más recuerdos la inundaron, y sacudió la cabeza, intentando liberarla de aquellas desagradables visiones, vislumbradas como a través de un telón de lluvia. Hombres de uniforme lle131
garon a perturbar su paz mental con preguntas cuya única respuesta fue el silencio. Les permitió echar una mirada por allí, después de todo no tenía nada que ocultar. Se marcharon una vez que entendieron que ella era una anciana de débil memoria, que vivía sola en armonía con todo el mundo. ¡Espera! ¿Existía alguna relación entre esos uniformados y las manchas de sangre? Nuevos recuerdos resurgieron en su mente. Un hombre en el parque, de noche. Ella había salido a dar un paseo, lo que ocurría ocasionalmente. Él la siguió cuando ella le pidió ayuda. Sacudió la cabeza de nuevo, con mayor vehemencia. ¿De qué se trataba todo esto? Tenía que detener este flujo de inquietantes recuerdos. ¿Recuerdos? ¿Significaba que aquellas escenas en realidad habían ocurrido? ¡Un momento! Se le ocurrió otro pensamiento, una vez más de modo inexplicable La cocina. Tenía que revisar algo en la cocina, pero no estaba segura qué. Fue hasta allí deprisa y miró todo a su alrededor. Una sonrisa apareció en su rostro. El refrigerador. Algo le decía que eso era. Tenía que examinarlo por una razón u otra. Lo abrió, notando para su satisfacción de que existía una buena reserva de carne fresca. Estas provisiones podían durar varios días, quizás incluso algunas semanas. Todo estaría bien. La situación se encontraba bajo control. Cerró la puerta del artefacto y regresó a la sala. Los sobrecogedores recuerdos al fin se desvanecieron, restaurando su paz mental. Diez minutos más tarde inspeccionó el baño por última vez. Revisó el piso, los azulejos de la pared, la ventana, todo. Ni una sola mancha de sangre había escapado a su atención. Todo funcionaba de maravilla. No había razón para preocuparse. © Pedro Belushi
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Y se sintió feliz porque no sentiría la extraña urgencia de salir a cazar en el parque después de la caída del sol, por al menos un par de semanas. © Frank Roger © de la traducción Albino Hernández Pentón FRANK ROGER nació en 1957 en Gante Bélgica. Su primera historia apareció en 1975. Desde entonces, su obra se ha ido incrementando en número y toda suerte de magacines, antologías y medios. Desde 2000, se han publicado colecciones de relatos en varios idiomas. Además de ficción, también produce collages y trabajo gráfico en la tradición surrealista y satírica. De momento tiene publicadas más de 600 historias cortas (incluyendo novelas) en veintisiete lenguas. Se puede saber más sobre él en www.frankroger.be .
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MULTIPLICIDAD
por Paula Salmoiraghi y Erath Juárez Hernández
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uando menos se lo esperaba, la que negaba ser ella misma se encontró en un callejón con una de sus partes. Ya no recordaba haberla perdido, apenas la reconoció cuando la otra la saludó amable, casi irónica.
—Hola, Iris, tanto tiempo sin vernos ¿Creíste que te escaparías tan fácilmente? —¿Qué? ¿Es a mí? Mujer, que yo no me llamo Iris.
—Te he visto caminar por aquí muchas veces. ¿Por qué no te dignas mirarme siquiera? —¿Mirarte? ¿Por qué habría yo de mirarte? —¿Qué sucede contigo? Te ves fatal. Cada día que pasa, luces peor. Mira esas ojeras ¿Ya no duermes? Tu forma de caminar es espantosa ¿Estás deprimida? Te hago falta. No lo niegues, sin mí no eres nada. —No sé a qué te refieres. Yo soy yo, y nunca he necesitado de nadie. —Me duele que ni siquiera me recuerdes. Después de lo que hemos hecho juntas... Porque lo © Pat MacDougall que hicimos fue idea tuya, mía y de todas. Creo que fue lo único que nos unió alguna vez, lo que todas deseábamos... Bueno... Casi todas. ¿Y sabes qué es peor? Estás abandonando a las demás también. He visto a otras dos por estos suburbios. Ya no puedes ocultarte. Te encontramos. 134
—Mira, querida, no tengo ni idea de lo que estás hablando. No te conozco, no me conoces. Buenas noches —dijo la que se creía única, intentando dejarla con la palabra en la boca, con la mano extendida y seguir su camino. Luego tuvo miedo. Miedo de encontrarse con alguna otra parte de sí, más rencorosa todavía. No puedo dejar que éstas me delaten, pensó Iris que negaba ser Iris. ¿Y si decidían seguirla? No soportaría permanecer con ellas en la misma habitación. Había desorientado a la policía con éxito, había convencido a los psicólogos de lo incontrolable de su estado, había pasado años encerrada y rehabilitándose, no podía permitir que ahora éstas lo arruinaran todo. Estaba segura de que jamás encontrarían los cadáveres de su esposo y sus hijos, sin embargo... ¿podría callar a las demás? No le quedaba otra salida. Dio media vuelta y se fue por donde había venido. A sus espaldas escuchó como otras partes de ella misma consolaban a la abandonada. Al cruzar una ancha avenida, se sintió a salvo. Sólo le preocupa saber que no podía quedarse siempre del lado caro de la ciudad, sabía que mañana iba a tener que volver a los suburbios y que, en cualquier callejón, aquellas desmelenadas podrían atacarla. Caminó como si nada pasara hasta su casa. Entró. Comprobó que las otras no estaban y se maldijo por tenerlas en cuenta otra vez. Hasta ese día creyó que ya no existían, que las había enmudecido a todas. Se sobresaltó cuando sonó el teléfono. Un frío intenso recorrió su espina dorsal. Se resistía a contestar, podría ser una de ellas. Me quieren volver loca, pero no lo lograrán, odiaba hablar consigo misma y trató de soportar varios minutos la tortura del sonido del teléfono. Finalmente, tuvo que contestar. —¿Iris? ¿Por qué me haces esperar? —Yo no me llamo Iris, deje de molestarme. —Iris, soy yo, ¿no me reconoces? —Ya se había olvidado de ella. El tono de su voz le recordó a su parte tierna, a la boluda que fue de niña. —¿Por qué me hablas? ¿Qué quieren todas de mí? —Ya no puedo callar, lo que hicimos estuvo mal, tú sabes bien que fui la única que se opuso. Soy la que ha estado contigo todo el tiempo, la que te ha protegido de las demás, pero ya no tengo la fuerza para seguir. 135
—¡No quiero ir a la cárcel! —Comprendo lo que pasó con tu esposo, pero, ¿por qué tus hijos? —No me preguntes algo que yo tampoco sé. No era yo, debió ser Iris. —Tú eres Iris. Todas lo somos. —Si lo que quieres es desquiciarme, lo estás logrando. Dime de una vez qué deseas de mí. —Debes hablar con la policía y decirles dónde dejaste los cadáveres. Hazlo por tus hijos. —No voy a seguir escuchando. Déjame en paz. Toda mi vida haciendo de buena, de tolerante, de sufridora, de mujer perfecta que todo lo soporta y lo comprende... Deberían agradecerme la libertad que les he dado a todas; cada una puede ser y hacer lo que le guste. ¿No te has pasado meses en la hamaca que colgué en la vieja casa? ¿No anda la otra de fiesta en fiesta y de aniversario en viaje de placer? ¿Y alguna no ha logrado ser una escritora famosa, una actriz porno, una ejecutante de chelo, la amante eterna de un hombre casado? ¿No están todas conformes? ¿Por qué no me dejan en paz? Colgó con violencia, su respiración cada vez más agitada. Sentía la presencia de alguien en la habitación. Se asomó debajo de la cama, buscó en el closet y en el baño. Atrancó su puerta, cerró con doble seguro. No pasarán, ninguna pasará. —Iiiiriss... Iiiiriss...—Lo escuchó muy claro aunque no encontraba de dónde provenía el sonido. Estaba dentro de su cabeza, cada vez con mayor fuerza. Iiiriss... Iiiriss... Se estaba volviendo insoportable. Empezó a golpearse contra la pared, pero los susurros seguían, no podía alejar las voces que nacían y morían detrás de las paredes de su cerebro. Corrió a la cocina a buscar un martillo, se sacaría ese sonido de la cabeza. —Detente, no lo hagas. No vale la pena —gritó alguna que quería seguir siendo Iris. —No lo soporto —respondió Iris que ya no quería ser ella misma. —Aguanta, la policía está en camino—dijo otra que sólo quería poner orden. 136
—Prefiero morir antes que ir a la cárcel —sentenció la trágica. Se paró frente al espejo de su recámara. En el reflejo se veía a sí misma, no forcejeaba con otras, no sostenía el martillo con entusiasmo, no parecía loca ni suicida, no se notaba que alguna vez su vida había sido desgajada, mutilada, desgarrada. Un estruendo se escuchó desde la entrada. La puerta había volado en pedazos. Alguna de ellas creyó que era la policía que venía a llevársela, otra que eran los médicos que volvían a sedarla, otra que su marido y sus hijos estaban vivos y le reclamaban atención y cuidados permanentes. Todas tuvieron miedo de la cárcel, del loquero y del que decía amarlas, y a pesar de eso las insultaba, las golpeaba y las abandonaba. © William Trabacilo
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Alguna de las Iris quizás supo la verdad, quizás lo percibió tímidamente y no dijo nada, no movió ni un músculo mientras todas las demás desperdigadas por el mundo corrían a juntarse en un solo punto. Allí, frente al espejo. © Paula Salmoiraghi y Erath Juárez Hernández PAULA: Nací en Buenos Aires en 1969. Estudié Traductorado de Francés y Profesora-
do en Lengua y Literatura. Trabajo como docente y coordinadora de talleres literarios para jóvenes y adultos. He publicado poemas en revistas de Argentina, Brasil, Bélgica y Francia. Se pueden encontrar cuentos y artículos míos en revistas virtuales como Los Forjadores, Aurora Bitzine, Velero 25 y NM. Coedito las Crónicas de la Fragua, mantengo mi columna en el portal de Los Forjadores bajo el seudónimo, Irupé de la Forja y mi blog es www.lunesporlamadrugada.blogspot.com
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NADIE OS CONTARÁ UNA HISTORIA COMO ÉSTA por Félix Amador Gálvez
L
A Juan José Moreno, apasionado por los temas de la II Guerra Mundial y apasionado pacifista.
a nieve es como una droga. Te tumbas sobre ella con tu uniforme de campaña de invierno; debajo, toda la ropa interior que has sido capaz de reunir; las manos, dormidas bajo los guantes; y, al final, esas enormes botas canadienses que en la vida normal resultarían inconcebibles. La nieve te droga. Te tumbas ahí a esperar, diciéndote que tiemblas, de frío y no de miedo, esperando que los enemigos aparezcan de pronto o que sus balas comiencen a silbar entre los árboles y alguna te quite de en medio para siempre. Entonces el frío entra en ti, silencioso, adormeciendo tu circulación. Luego, la conciencia comienza a abandonarte. La nieve es como una droga. La semana pasada murió un chico de Kansas a pocos metros de mí, de frío, o al menos eso creímos. Omaha fue a rezarle, es algo normal, y vino diciendo que respiraba. Desde entonces, todos pensamos que ocurren hechos extraños en el campamento. La batalla de Las Árdenas, que debía convertirse en el colofón de la Segunda Gran Guerra, fue sólo un desastre más, un asedio largo y desordenado, una guerra de desgaste que allí, en medio de la nieve, se convirtió en un infierno blanco para muchos de nosotros. Después del Día D, habíamos desembarcado en Provenza el 15 de agosto para liberar París el 25 y Bélgica en septiembre. El plan de Hitler era hacerse con el puerto de Amberes para cercar a los ingleses en el norte y obligarlos a abandonar la guerra. Nuestro plan era más simple: impedirlo; pero el 16 de diciembre, el 5º Ejército Panzer nos sorprendió y tomó 7.000 prisioneros en una sola jornada. Diez días después, estancados en pleno invierno, la cosa parecía que iba a prolongarse. Muertos de hambre y de frío, aquella nochebuena de 1944 no se parecía a ninguna otra. Menos mal que estaban los muchachos. —Contemos alguna historia —dijo Jersey, un tipo bajito que antes del reclutamiento voluntario había sido aprendiz de sastre—. Una historia de miedo... para pasar el rato. Pasar el rato era lo único que se nos ocurría. Sentados en círculo alrededor de un pobre fuego, permitido gracias a la tregua de la Nochebuena, después de brindar con consomé de pastillas y galletas rancias, lo último que 139
deseábamos era dormir. Queríamos que la noche fuera eterna porque con la mañana vendrían de nuevo las balas. —Quiero contarles una historia que realmente le ocurrió a mi tío y que os pondrá los pelos de punta —anunció uno al que llamábamos Ohio, pero nos entretuvo apenas un rato hablando de noches sin luna y espantapájaros asesinos. Por supuesto que no le creímos, como tampoco las siguientes historias narradas en voz baja y con adjetivos redundantes. Tenderos caníbales, enfermeras cleptómanas y policías embrujados eran temores tan poco probables como imposibles, © Pedro Belushi y ninguno de estos relatos provocó otra reacción que una risa sana y cálida que alejó un poco el frío. Pero una historia, quizás por el tono de sinceridad y miedo que aún quedaba en la voz de su narrador, nos hizo temblar. —Yo fui abducido por los extraterrestres —musitó Omaha, con voz queda, mientras los demás aún reíamos el último desenlace. Todos nos volvimos hacia él. Omaha era uno de ésos que nunca abre la boca, un soldado que obedece las órdenes y raciona sus galletas, uno que no bebe, uno de esos tíos que resulta, casi siempre, invisible para los demás. —Vaya, vaya. Omaha tiene una historia —rió Tennessee. Omaha lo observó, severo, en silencio. Los demás increparon a Tennessee por su comentario. —Nadie os contará una historia como ésta —susurró Omaha.
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—Cuéntala entonces —lo invitó Tennessee, molesto, tendiéndole una petaca que Omaha, como era de esperar, rechazó. Demoró aún unos segundos para encontrar la palabra justa con que comenzar. Los demás esperamos, en silencio, como si presintiéramos un secreto, sin imaginarlo. Y lo tenía. © M. C. Carper
—Ocurrió una noche oscura de otoño —comenzó, en el mismo tono quedo y leve que nos obligó a callar para prestarle © M. C. Carper atención—. Yo no podía dormir. —Omaha susurraba sus palabras con la cabeza gacha, la vista perdida en el fuego—. Oía el viento entre el maíz y pensaba en las cosechas del año siguiente cuando oí aquel silbido. Era como si alguien me llamara desde el porche, como el sonido de una ventisca a través de las rendijas de las ventanas, pero constante, único e hipnotizante. »Me levanté de la cama para asegurar las ventanas; la sombra de los árboles me llamó la atención. No soplaba viento alguno. Esto, si conocierais Low Hills, sabríais que es de lo más extraño. Allí el viento...
—Omaha —protestó Tennessee, con acento de bourbon—, abrevia. —Salí al porche y presencié la noche más serena que haya visto en mi vida. Los árboles no se movían, los grillos no cantaban, todo estaba tan quieto como en una fotografía. Por inercia y porque ya estaba desvelado, me encaminé hasta la cerca para ver en qué estado se encontraban los animales, y cuando llegué allí me quedé sin aliento. Los cerdos, las vacas, los caballos, todos estaban muertos, dispersos sobre el suelo como si jamás hubieran tenido vida en sus... —tartamudeó. Todos creímos que la congoja iba a impedirnos oír el final de la historia, cuando, de repente, recuperó el tono sereno y dijo con voz segura, alta y clara—: Entonces, vi la luz. —Calló, para avivar nuestro interés, o buscando algún verbo apropiado—. Vi la luz. 141
»La verdad —añadió, tras una pausa— es que no debería estar contándoos esto. Yo... —Frunció el ceño; al parecer se le hacía amargo recordar—... vi la luz. No sabía de dónde procedía y fui al granero, a la porquera, al maizal... La luz venía de arriba. Lo descubrí tarde, cuando noté que caía sobre mí con un peso enorme. Cuanto más intenso era el resplandor, mayor la carga que sentía sobre mis hombros. —¿Te subieron a su... nave? —Lo hacen con un rayo de luz —afirmó Jersey, revelándose asiduo espectador de seriales cinematográficos. —Sí —afirmó Omaha—, fue un rayo de luz. Ni siquiera sentí que mi cuerpo se elevaba. Sólo sé que aparecí en un lugar lleno de luces, que no me podía mover, y a aquellos seres... —¿Los viste? Omaha negó con la cabeza. —¿Eran verdes? —¿Tenían seis brazos? ¿Cuántos ojos tenían? A que medían más de diez pies... —No, no. No los pude ver. Eran tan pequeños, eran micro... microfor... —¿Microscópicos? —Micros... cópicos. Eso es. No los podía ver, pero sabía que estaban ahí. Los sentía y... se comunicaban conmigo. —Hizo una pausa aprovechando la exclamación de sorpresa del corro—. Ya veis, no los entendía, no hablaban nuestro idioma; de hecho, aunque no hablaban me contaron cosas, cosas de su historia que luego he olvidado, sus motivos para viajar a través de las estrellas... y me enseñaron su ciencia. —¿Su ciencia? —protestó Tennessee—. ¿Cómo van a tener ciencia unos animalitos prehistóricos? —Microscópicos, imbécil. No prehistóricos. Microscópicos —le regañó Ohio. —¿Qué ciencia era ésa? —me interesé. —Callad, si queréis saber... 142
Todos guardamos silencio, expectantes, o incrédulos, o atemorizados, quizás. —Entraron en mí. Noté que corrían por mis venas. Escuché sus voces en mi cabeza. Mi cuerpo se aceleró, mi respiración... Era como si hubiera corrido de Omaha a la China sin parar y el corazón se me fuera a salir por la boca. —Respiró hondo—. Vinieron un millón de cosas a mi mente, y lo más increíble es que podía pensar en todas ellas al mismo tiempo, en unas, en otras, recordar y pensar qué haría a continuación, todo a la vez. Sé que me dejaron unos conocimientos que cuando estoy despierto, consciente, no recuerdo cómo usar, pero sé que están ahí. Omaha calló, la mirada perdida en la negrura de la noche belga. Los demás esperamos, escépticos, ignorantes, quizás deseando que rematara la historia con un chiste o una moraleja y que todo aquel cuento fuera eso, un cuento, y que ninguno tuviera que ver a aquel recluta como a un extraterrestre o, lo que podía ser peor, como a un loco. Entonces, Jersey rompió el silencio con una pregunta en voz baja: —¿Qué cosas te enseñaron?
© M. C. Carper
Omaha suspiró. —No lo sé. No consigo recordar cuando quiero hacerlo —casi gritó, levantándose. Luego se alejó, visiblemente herido. No dijo una palabra más. Los demás nos quedamos quietos, esperando a que volviera, sin apurar los cigarrillos ni decir una palabra. Ninguno se atrevió a confesar que aquel cuento no nos había sonado como el resto de tonterías que habíamos oído durante la noche. Sólo al rato, con voz entrecortada, el fantasmón de Tennessee dijo algo, creo, por decir. 143
—Entonces, ¿tú eres de Omaha? —preguntó a gritos. Omaha, desde el recodo de la trinchera, lo ignoró—. ¿Se puede ser de más lejos? No me extraña que no puedas dormir por las noches en un sitio tan apartado. ¡Hasta yo vería marcianitos por las noches! Los demás rieron, rompiendo así por fin la tensión; se rieron de Omaha y de sus marcianos, ellos, los mismos que un rato antes se habían arrugado de miedo oyendo hablar de chuletas de lomo de peluquera y de policías con poderes sobrenaturales. Ohio nos hizo una seña para que nos acercáramos y habló en voz baja. —A mí me han dicho que se desmaya cuando ve sangre. Más risas. —Eso ocurrió sólo una vez —lo defendí yo—, en Arhem. —¡Es cierto! Fue en Arhem. El sargento encontró a Omaha en la enfermería, desmayado en el suelo junto a la camilla de Billy Texas. —Lo de Arhem fue una carnicería —continué yo, a la defensiva—. Prefiero no hablar de ello. Murieron muchos compañeros. —Ese hijo de perra de Hitler se llevó... ¿a cuántos de nosotros? —insistió Ohio—. No importa. Billy Texas tuvo suerte. Sí, señor, tuvo mucha suerte. El doctor dijo que tuvo demasiada suerte —añadió, asegurándose de que le prestábamos la suficiente atención—. Una bala nazi le rompió una costilla y parecía que le había rozado el corazón, ¡y el muy cabrón se curó en un par de días! El reverendo Smith dijo que había sido un milagro. Todos asintieron, en silencio. Omaha, apartado ya del grupo, fingía pensar en otras cosas. —Sólo es un cateto con marcianitos en la cabeza —masculló Tennessee cuando comprobó que Omaha estaba lo bastante lejos como para que no lo oyera—. Un loco. Creo que ocurrió un evento muy extraño en su granja, que mataron a toda su familia, según me dijeron. —Algo debió sucederle. Los que dormían en su pabellón me contaron que pasa las noches en vela, que hace cosas raras... Dijeron que veían luces por la noche. —¿Qué creéis que hacía? 144
—Quizás jugaba con su mechero... —lo defendí de nuevo, pero nadie me escuchó. —Vaya mierda de compañero que se pasa la noche jugando con el mechero y no te deja dormir —apuntó Tennessee, arrancando de nuevo las risas fáciles del grupo. Entonces Ohio, que llevaba bastante rato callado, hizo aquella pregunta: —¿Omaha no estaba en la 29ª? —Algunos asintieron. Ohio continuó—: Los de la 29ª eran los mejores. Tenían una camaradería fuera de serie. Siempre eran los primeros en formar cuando tocaban diana, siempre impecables y de buen humor, todos eran capaces de sacrificarse por el de al lado —contó. Luego añadió, como hecho más relevante—: Se dice que silbaban durante los tiroteos no sé qué canción de Cole Porter. —Cole Porter es una antigualla —chilló Ohio, y todos estallaron en carcajadas, que yo interrumpí con un comentario entre dientes mientras me retiraba. —Una compañía como la 29ª hubiera querido yo para mí. Sí... Omaha, desde el otro extremo de la trinchera, debió oírme porque se estremeció. El alba trajo el ruido y la desesperación. En el aire frío que se resistía aún a las primeras luces, veíamos venir las balas con una estela de fuego detrás, rompiendo el sonido de las anteriores, en un concierto ensordecedor. Aguantabas la respiración, disparabas y te escondías, cargabas el arma, aguantabas la respiración de nuevo y asomabas la cabeza una vez más para disparar, para nada porque ni apuntabas ni acertabas, pero repetías el gesto para no pensar en lo que hacías. Al final, en Las Árdenas caímos 80.000 por cada bando, entre bajas, heridos y desaparecidos. Aquel 25 de diciembre estuvimos disparando desde el alba hasta el anochecer, sin descanso. Creíamos que volvería a haber una tregua al caer la noche; algunos bromeaban sobre eso, y sobre los carros que no habían llegado aún y sobre las miserables galletas que masticabas entre cargador y cargador. Era como un trabajo en cadena, como trabajar en una fábrica maloliente y mal pagada en cualquier lugar de Detroit. —Mejor que pienses eso —me dijo Ohio, con la boca llena—. Si no, te volverás loco. Reímos. 145
Entonces, vimos a Tennessee caer de espaldas, como si volara, los brazos muertos, la cara destrozada por un disparo. Nos miramos; una expresión feroz apareció en nuestros rostros, como imágenes en un espejo, y no tuvimos que preguntarnos qué hacer. Nos levantamos al mismo tiempo y comenzamos a disparar, a cargar y disparar sin escondernos, a lanzar contra aquellos hijos de puta tanta metralla como insultos, y un cargador, y otro, y © M. C. Carper otro. Cuando se nos acabó el último, nos dejamos caer pesadamente dentro de la trinchera. Las lágrimas veteaban el rostro de Ohio, sucio por el humo, y creo que posiblemente en el mío ocurría lo mismo, pero en el suyo había una indescifrable expresión de asombro. Me hizo un gesto para que mirase detrás de mí. Sentí una piedad enorme cuando vi a Omaha, el bueno de Omaha, pobre chico, de rodillas sobre el cuerpo (no quise pensar en otra palabra) de Tennessee, quizás rezando, quizás llorando su pérdida. La compasión me hizo temblar. Quería acercarme a él y decirle que estas cosas pasan, hacerle recordar que ya las había visto antes, jurarle que se sobrepondría. Me arrastré a lo largo de la trinchera sobre los codos, pero apenas había recorrido veinte pies cuando vi la luz. —¿Qué tipo de lámpara...? —exclamé, pensando que tal vez Omaha había acercado una linterna a lo que fuera la cara de Tennessee para verla mejor, lo cual ya era bastante siniestro; pero aquella luz azul no podía provenir de ningún mechero ni de ninguna linterna reglamentaria. Omaha no pareció darse cuenta de mi presencia. Se apartó un poco del cuerpo y pude constatar que la luz, aquella luz azul e indescriptible, ¡venía 146
de sus manos desnudas! Tragué saliva. Omaha movió lentamente los dedos sobre la cara destrozada de Tennessee. Lo acarició con la luz. Mi compasión se transformó en miedo, y un nudo en la garganta que comenzaba a ahogarme. Pasados unos momentos, el resplandor se volvió más intenso; casi dañaba; crecía y crecía en intensidad y al final, estalló como un relámpago, y Omaha cayó hacia atrás. Cuando mis ojos se acostumbraron de nuevo a la oscuridad de la trinchera y volví a la realidad del tiroteo, vi cómo Omaha comenzaba a reponerse, cómo intentaba incorporarse; a su lado Tennessee se puso en pie de un salto, como si tal cosa, miró de reojo a Omaha y soltó una imprecación con su habitual tono despectivo. —¿Qué hace este loco tendido aquí? Durante una fracción de segundo, la mirada de Tennessee se cruzó con la mía. Pude apreciar la dimensión de la herida, que ahora no era más que una cicatriz rosada que le cruzaba la cara como una enorme equis de lado a lado. Vi que recogía su fusil y que volvía al borde de la trinchera, a seguir disparando hasta que el sargento diera la orden de alto el fuego y todos a dormir. Cargó su arma y disparó, una y otra vez, mientras silbaba con displicencia una canción de Cole Porter. En el suelo, Omaha se frotaba los ojos como el que acaba de despertar de un sueño largo y profundo. Yo lo miré con odio, sí, con odio, porque sabía que nunca comprendería de modo cabal lo que acababa de ocurrir, y que él no querría explicarlo. © Félix Amador Gálvez FÉLIX AMADOR GÁLVEZ vive en Moguer (Huelva). Trabaja con números en un pequeño hospital, es padre, pinta, lee compulsivamente y, por contagio, escribe. Le gusta vivir al límite de la realidad, agarrado a un buen libro o viendo una space opera en estéreo 5.1, pero sus personajes están siempre llenos de una gran (¿o desconcertante?) humanidad. Este año ha publicado sus fantasías en las revistas digitales Alfa Eridiani (2º época, nº 1), NGC 3660 y Efímero, y en papel en el fanzine Miasma y en el próximo Libro Andrómeda CF (Especial Terror Cósmico).
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OBEDECER
por Adriana Alarco de Zadra
A
l regresar de mi revisión diaria encuentro un paquete en la puerta de mi casa. Lo abro sobre mi escritorio y compruebo que contiene material enviado por el Centro de Información y Educación del Planeta. Instalo el programa y lo hago correr en el ordenador. Dice:
Seis Nuevas Pautas para mejorar la calidad del sistema. Si no se siguen con precisión pueden ocurrir desastres. No podemos salirnos de la raya y debemos obedecer las leyes y ordenanzas. Tampoco debo pasar por alto los estatutos y señalizaciones. Es muy importante. Vivimos con los minutos contados. Copio las reglas en mi memoria: Primera: No desobedecer a tu ordenador Segunda: No escudriñar los contenidos Tercera: Iniciarlo diariamente Cuarta: Respetar sus deberes y derechos Quinta: No modificar las reglas Sexta: No eliminar el nuevo Programa para Sobrevivientes (PPS) En el PPS las pantallas sólo presentan la opción de aceptar. No hay vuelta que darle; si no cumplo las indicaciones, corro el peligro de desaparecer. ¡EL PELIGRO DE DESAPARECER! Eso es muy grave; debo saber cómo evitarlo. Leo las instrucciones: Primero: Seguir todos los puntos de forma ordenada (lo estoy haciendo.) Segundo: Anotar en los cuadros en blanco si está de acuerdo o no (he puesto lo que me parece que es correcto, algunas luces se prenden y se apagan.) Tercero: Los que hasta ahora han sobrevivido deben continuar con el cuestionario y terminarlo (al menos, todavía estoy aquí.) Cuarto: En las respuestas no use palabras alienígenas: ¿Cuáles? ¿Cómo? ¿Qué tengo que decir? (Si digo alguna, ¿me borrarán?) 148
Quinto: Nunca desobedezca al programa (¡No estoy desobedeciendo!) Sexto: Si ha respondido correctamente a todas las preguntas apague el ordenador. Por más que pulso «Cerrar sesión» el ordenador no responde. Se ha colgado. Busco en las ventanas: «ayuda», «detectar y reparar». No encuentro nada allí. Voy a los iconos «suprimir», luego «eliminar», «excluir», «prescindir», pero ninguno obedece. Opto por hacerlo de forma manual y obtengo el mismo resultado. ¿Habrá dejado de funcionar el microprocesador? Hago un clic en autorecuperación. Mi imagen aparece en la pantalla. Ya no estoy en mi escritorio. He entrado en el programa. Leo desde cerca la regla: «Si ha respondido correctamente a todas las preguntas apague el ordenador». ¿He contestado correctamente a todas las preguntas? Pienso que sí. Busco en la pantalla la Barra de Herramientas y pulso el icono: «Archivo»/«Cerrar». No ocurre nada. No debo desobedecer al programa, pero el ordenador no me obedece. Me estoy volviendo loca. Activo el icono «ejecutar», seguido de «suprimir», «abortar», eliminar, exterminar, aniquilar y mi imagen empieza a desaparecer de la pantalla. Ya no me veo, ya no existo. ESTOY DESVANECIÉNDOME.
© Pedro Belushi
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Ya no tengo cuerpo ni peso ni reflexión ni clon ni original ni copia ni grabado ni plantilla per-
sonal ni imagen ni animación... Ni............. oooooooooooo. © Adriana Alarco de Zadra Adriana Alarco de Zadra, además de escritora y poetisa es Presidenta de la Fundación Ricardo Palma, una entidad que se ocupa de administrar la Casa Museo del escritor peruano y de mantener viva su memoria y su obra. Además, ha publicado selecciones de Las Tradiciones Peruanas, en formato económico, para los escolares y los turistas que visiten el Museo. Pueden encontrar sus cuentos y dramas, sus recetas, su guía del Perú en inglés y castellano en su página www.adrianaz.com
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SUEÑOS DE PLÁSTICO AMARILLO por Miguel Martín Cruz
R
ecién nacido y a punto de morir. Era el único pensamiento que anidaba en la cabeza de Fernando. Desbordaba el resto de sus ideas como si de aguas fecales se tratara. Todo se reducía a esa simple frase. Recién nacido y a punto de morir.
—¿Irá al Cielo siendo tan pequeño? —preguntó Abel, su primogénito, sano como una manzana recién caída del árbol.
Fernando miró a su hijo de siete años y asintió con la cabeza. Decir que sí a un niño es mucho más cómodo que explicarle qué difícil es creer en un Cielo cuando un recién nacido está a punto de fallecer. —Y cuando yo vaya al Cielo, ¿seguirá mi hermano igual de pequeño o habrá crecido? Fernando no supo qué contestar; escuchó el sollozo de su esposa y mandó a Abel a su cuarto. —¿Estoy castigado? —preguntó, mientras se alejaba arrastrando los pies. Fernando metió las manos en los bolsillos y caminó hasta la cocina. Luisa lloraba pausadamente, como si hubieran pulsado el botón de cámara lenta de su cara. —¿Estás bien? —preguntó Fernando. Ella le miró con los ojos encharcados. Negó con la cabeza. —Tranquila —dijo Fernando sin mucha convicción—. Ya verás cómo mejora. —Los médicos no saben qué tiene nuestro bebé —dijo ella, sorbiendo los mocos; su voz sonaba ronca, como producida desde el estómago y no en su garganta—. ¿Cómo quieres que esté tranquila? Fernando se tragó el llanto que pugnaba por salir. Le dolía la garganta de tanto engullir el dolor. Salió de la cocina, sintiéndose impotente y un poco mareado. Su mujer quedaba atrás, sentada en una banqueta y hundida en 151
su propio infierno. Fernando se dirigió hacia el cuarto de Abel, entornó la puerta y espió el interior. Su hijo jugaba, inocente, con su colección de muñecos articulables. Cerró con sigilo, evitando llamar su atención. Estaba comenzando a hartarse de tanta pregunta con respuesta tabú. Abrió la puerta de la habitación contigua, en cuyo centro había una cuna de madera de la que sobresalía un mantón azul celeste. Fernando se asomó para ver al recién nacido. Estaba muy delgado y unas ojeras moradas se extendían bajo sus ojos. Los médicos le habían realizado multitud de pruebas, pero no sabían qué le ocurría. Quizás algo metabólico, propusieron. Luego lo mandaron a casa por deseo expreso de su madre. —Prefiero que muera en casa. En su cuna. En su cuarto —dijo. Los médicos estuvieron de acuerdo. La habitación donde se encontraba la cuna estaba adornada para el bebé, el propio Fernando la había estado arreglando desde que se enteró del embarazo de su mujer. El techo resplandecía de estrellas de quita y pon, y las paredes estaban empapeladas con un color azul claro muy parecido al de la manta que lo arropaba. Ricardo, ése era el nombre que le habían puesto en recuerdo del padre de Luisa, que había pasado a mejor vida sólo un año antes. Dentro de poco habrá otro Ricardo haciéndole compañía en el Cielo, pensó Fernando con amargura. En ese momento, el bebé comenzó a llorar. Lo tomó en brazos y se sorprendió de su liviandad. Cada día pesaba menos, como si estuviera consumiéndose al compás de las agujas del reloj. El niño siguió llorando, él lo acunó entre los brazos y susurró una vieja canción que solía cantar su abuela. El pequeño Ricardo continuó sollozando. —Necesita un peluche —dijo Abel desde el umbral. —¿Un peluche? —Sí. Siempre llora así cuando necesita un peluche —explicó el chico. Fernando dejó al niño sobre la manta azul y se dirigió al baúl donde guardaban sus juguetes, muchos de ellos reciclados de su hermano mayor. El mueble estaba vacío. —Mamá estuvo el otro día por aquí —dijo Abel—. Le dio uno de sus arrebatos. —Joder —susurró Fernando. Sabía perfectamente a qué se refería su hijo. Cuando trasladaron al bebé a su casa, después de su inútil estancia en 152
el hospital, Luisa tuvo un ataque: le dio por romper todos los platos que encontraba—. Vuelve a tu cuarto, Abel. El chico obedeció de inmediato. El bebé seguía berreando mientras hacía aspavientos con sus cuatro extremidades. Fernando salió de la casa sin despedirse de su mujer. Caminó hasta los cubos de basura colocados en la acera de enfrente y abrió una de las bolsas. Lo primero que vio fue la cabeza degollada de un oso de peluche, un poco más abajo las tripas de un juguete que estaba de moda cuando Abel era más pequeño. Fernando sintió las lágrimas quemarle los párpados, se pasó el dorso de la mano por los ojos y se alejó corriendo de allí. ***** La primera tienda en que se detuvo era un bazar de aspecto destartalado. Aquí valdrá, pensó Fernando. Entró, atravesando una larga cortina roja. —Buenos días —dijo un chino del otro lado del mostrador. Tenía unos rasgos ciertamente peculiares, uno no podía saber si era un hombre de edad joven o más bien tirando a mayor. —Por favor, ¿tiene peluches? —En los estantes de la derecha, al fondo. Fernando enfiló por el pasillo indicado. Una caja de cartón estaba a rebosar de juguetes de todo tipo. En un costado, a lápiz, alguien había escrito 3 euros. Fernando metió la mano y sacó al azar un conejo blanco con un lazo rosa atado al cuello. Era horrible, pero en esas circunstancias Fernando pensó que al pobre Ricardo no le importaría. Se dirigió a la caja, el dependiente atendía a una señora de cabello lacio y sucio. Fernando puso el peluche encima del mostrador y comenzó a rebuscar en los bolsillos. —¿Qué tal va todo? —preguntó la señora del pelo descuidado al darse la vuelta. Era una de sus vecinas, la cotilla oficial del barrio. —Genial —dijo Fernando fingiendo una sonrisa. —¿Y su esposa? —interrogó de nuevo. —Ahí anda… —dijo él dejando la frase en el aire. 153
—¿Y el niño? ¿Murió ya el pobrecito? Fernando hizo un esfuerzo para controlar sus impulsos, tragó saliva e hizo crujir los nudillos de sus manos. —No. Sigue luchando —espetó con rabia. —Pobrecillo —repitió la vecina con su perpetua cara de no haber roto un plato en su vida. — Ojalá no sufra mucho. Dicho lo cual, la señora salió del establecimiento. —Hija de puta —masculló Fernando. —¿Tiene un hijo enfermo? —preguntó intrigado el dependiente. —Sí, ¿por qué? —Fernando estaba cerca de perder los estribos. El chino miró a ambos lados, cerciorándose de que estuvieran solos en la tienda, se llevó una mano a la boca y susurró: —Espere aquí un momento —luego se metió en la pequeña trastienda. Era evidente que aquel hombre guardaba algún secreto, Fernando decidió quedarse allí, esperando como le había indicado. Jugó con los tres euros en las manos sudorosas y calientes hasta que el chino volvió. Traía algo. —Tome —le dijo. Fernando lo recibió. Era un juguete amarillo, de cabeza redonda y cuerpo ovalado. No era un peluche, más bien parecía estar hecho de plástico duro. Y su cara tenía los rasgos difuminados, como si el paso del tiempo los hubiera borrado para siempre. —Es suyo —dijo el chino ante la cara de estupefacción de Fernando—. Para su hijo enfermo. —Oh… Gracias. De todas formas me llevo también el conejo. —De acuerdo —dijo el otro, metiendo ambos juguetes en la misma bolsa—. Son tres euros. —¿Tres euros? —repitió Fernando.
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—Sí. El otro es un regalo —dijo mientras su enigmática sonrisa dejaba entrever un par de dientes negros. ***** Fernando volvió a su casa. Su mujer seguía llorando en la cocina. Sin tiempo ni ganas de consolar a nadie, se dirigió al cuarto del bebé. Abel lo esperaba junto a la cuna de su hermano. —¿No te dije que fueras a tu cuarto? —Sólo quería hacerle compañía hasta que volvieras —respondió. Fernando abrió la bolsa de plástico y cogió un muñeco en cada mano. —Da miedo —dijo Abel señalando el juguete amarillo. —Y que lo digas —respondió Fernando sosteniéndolo en alto. Se acercó a la cuna, donde el recién nacido seguía llorando en un volumen cada vez más bajo. Le acercó el conejo de peluche, y el bebé reaccionó con una leve sonrisa. Luego le enseñó el muñeco amarillo, y tendió las manos con intención de cogerlo. —Que raro —dijo Abel—. Con lo feo que es… Breves instantes después, el pequeño Ricardo abrazaba con fuerza el muñeco de plástico amarillo. Ya no lloraba, y su cara reflejaba una calma que su escuálido cuerpo desmentía. Desde luego, era realmente sorprendente. —Nunca entenderé a los niños —dijo Fernando dejando en la bolsa el conejo de peluche. ***** Fernando se desperezó en mitad de la noche, miró la hora en su reloj de pulsera y se levantó del sofá del comedor. Desde que su esposa regresara a casa con su hijo moribundo, Fernando dormía en el sillón. Luisa no podía soportar el más leve contacto de su marido, por lo que compartir la cama de matrimonio resultaba imposible. Fernando podía llegar a entenderlo, pero no sentía igual. Al fin y al cabo, Ricardo también era hijo suyo. Él también se 155
sentía morir cada vez que el bebé comenzaba a toser, o cuando vomitaba sin razón aparente. —Papá —dijo Abel en la oscuridad; Fernando dio un respingo —¿Qué quieres? Deberías estar durmiendo —dijo bostezando; Luego caminó hacia la cocina para beber un trago de leche. —Hay ruidos. En el cuarto de Ricardo. —Seguro que no es nada —dijo. Miró a su hijo, estaba visiblemente asustado—. Está bien, echaré un vistazo. Antes siquiera de abrir la puerta del cuarto, Fernando comprendió a lo que se refería Abel. Era un ruido de desgarro, de succión. Y provenía de allí dentro. —Quédate aquí —le dijo a su hijo mayor. ¿Era posible que a su mujer le hubiera dado otro de sus ataques? ¿Qué estaría rompiendo ahora? ¿Jarrones? ¿Conejitos de felpa? Abrió la puerta y encendió la luz. Su mujer no estaba allí. Sin embargo, el ruido era cada vez más limpio, más perceptible. Caminó hacia la cuna, desde donde parecía proceder aquel extraño sonido. Miró en el interior y sintió que sus músculos se paralizaban de repente. Había sangre, mucha sangre. También carne suelta, enferma, piel desgarrada y tejido muerto. El muñeco amarillo tenía sus dientes afilados hincados en el cuello del bebé, que estaba abierto dejando al descubierto un revoltijo amorfo de carne y sangre. Fernando parpadeó dos veces; la sangre había desaparecido cuando volvió a abrir los ojos. Sin embargo el muñeco amarillo, cuyos rasgos eran ahora bien visibles, seguía dando dentelladas al pequeño y delgado cuerpo de su hijo. Fernando salió de su trance, agarró al muñeco con las dos manos y apretó con todas sus fuerzas. El bebé comenzó a llorar, pataleando en la cuna y propinando puñetazos al aire con sus débiles manos. Parece una pesadilla, pensó Fernando un instante. Siguió apretando el juguete; en un momento dado abrió la boca en un gran hueco amarillo y le propinó un tremendo mordisco en una de las manos. —Dios —dijo a la vez que abría los puños con un gesto de dolor. El juguete amarillo, con los dientes manchados de sangre, se escabulló en la oscuridad. Fernando miró a su bebé, cuyo berrinche parecía haber finalizado. No había nada anormal en él, ni rastro de herida alguna ni una sola gota de sangre. Incluso su cara parecía estar mejor, con unas ojeras de color más 156
sano y de diámetro ostensiblemente inferior al que exhibían aquella misma mañana. ¿Me lo habré imaginado todo?, pensó Fernando. Un pinchazo en la herida de su mano le recordó que las alucinaciones no dejaban marcas como aquellas. Pasó esa noche en vela, atento a posibles ruidos que pudieran provenir del cuarto del bebé enfermo. ***** Aquella misma mañana Fernando volvió al bazar del día anterior. El mismo dependiente esperaba tras el mostrador. —Hijo de puta —dijo Fernando dándole un bofetón en la cara—. ¿Qué demonios es ese… esa maldita cosa? El chino se llevó la mano a la mejilla y acarició la zona afectada. En ningún momento pareció que la sonrisa fuera a abandonar su rostro. Aquel gesto le restaba años… y a la vez le hacía parecer más maduro. —Esa maldita cosa, como usted la llama, hará que su hijo se ponga bien. —¿Cómo, maldito cabrón? ¿Comiéndoselo por dentro? —La imagen de sangre y carne suelta de la noche anterior aún pesaba sobre su memoria. —No. Sólo devora la enfermedad. —¿Está usted loco? —Si realmente quiere que su hijo viva, dejará que actúe todas las noches que haga falta. No puede volver a interrumpirle —dijo, y señaló la mano vendada de aquel padre preocupado. Fernando salió mareado de la tienda. ¿Volver a dejar que aquel ser amarillo se acercara a su hijo? Ni loco. Se apoyó en un árbol y vomitó el desayuno. Regresó a su casa y fue directamente al cuarto del bebé. Se llevó una sorpresa al ver a Luisa allí de pie. Miraba al bebé con cara de felicidad. Hacía mucho tiempo que no la veía tan serena, por no hablar de la gratificante ausencia de lágrimas en los ojos.
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—Parece que está mejor. ¿No lo has notado? —dijo ella con una sonrisa como hacía tiempo que no tenía. Fernando se acercó a su esposa, miró a su hijo y sintió un escalofrío al verle abrazado al juguete amarillo. —Sí. Tiene mejor aspecto —dijo Fernando medio ausente. ¿Era su imaginación, o los rasgos de aquel endemoniado juguete era ahora más nítidos, más reales? ***** Fernando se desperezó en el sillón en mitad de la noche. Quería que su hijo mejorase del todo, pero la parte racional de su cerebro ya se había hecho a la idea de que aquel bebé estaba condenado a morir. Recién nacido y a punto de morir. Una putada, sí, la mayor putada que puede sucederle a nadie. Pero, ¿podía aquella cosa evitar su muerte? La mente de Fernando se negaba a creerlo. Era imposible. ¿Cómo podía alguien ser salvado con mordiscos y arañazos? No sólo era increíble, sino que en cierta manera era aborrecible. ¿Salvación por medio del dolor? ¿Vida a través de dientes afilados y lenguas ponzoñosas? Imposible, imposible y mil veces imposible. Se incorporó y se encaminó a la habitación del recién nacido. Antes siquiera de entrar, Fernando pudo escuchar los ruidos. Sin encender la luz, dirigió sus pasos hacia la cuna. Allí estaba el monstruo amarillo, tan pequeño y tan voraz como la noche anterior. Fernando mantuvo una distancia prudente mientras veía aquella orgía de sangre y dolor. Sintió nauseas, pero aún así reprimió la tentación de actuar. Aquello parecía estar aliviando al bebé, así que debía tragarse las náuseas para que el joven Ricardo tuviera una oportunidad de salir adelante en la vida. El muñeco amarillo agarraba con sus dientes la garganta del bebé, luego movía la cabeza de izquierda a derecha y hundía un poco más dentro su morro. Como si estuviera bebiendo directamente de un grifo oxidado y macilento. Fernando cerró los ojos. Es por su bien, es por su bien, se repetía. Abrió los ojos, la sangre había desaparecido, como si todo formara parte de una gran alucinación, una tremenda mentira. Sin embargo, el muñeco seguía allí aferrado al pescuezo, mientras Ricardo respiraba dificultosamente a causa del peso que estaba soportando. Fernando sintió resbalar una única lágrima por su mejilla; aquel espectáculo era tan difícil de tragar que ya no podía evitar el llanto tanto tiempo 158
postergado. Parpadeó y la sangre volvió a ocupar su lugar en el desvencijado cuerpo de su hijo. Podía ver el cuello abierto, la piel arrancada y el tejido triturado.
© Willian Trabacillo
El juguete amarillo descansó un instante, dejando al bebé extenuado y respirando a través de la garganta abierta. Luego atacó ligeramente más abajo, justo en el estómago del pequeño, con una tremenda dentellada que salpicó sangre fuera de la cuna. Es todo una alucinación, realmente no hay sangre, ni tripas, ni este maldito olor…. Y sin embargo, ante sus ojos, todo se inundaba de sangre y de tripas. Por no hablar del fétido olor a intestino y enfermedad que anegaba sus fosas nasales. Era algo insoportable, antinatural, monstruoso. Fernando se acercó a la cuna, agarró al muñeco amarillo y lo lanzó lejos de su hijo. El juguete se golpeó con la pared más lejana, luego aterrizó sobre una alfombra. Tras unos segundos de duda, el muñeco correteó hacia Fernando con la boca abierta. Dejaba ver diversas filas de dientes, como si fuese algún familiar no muy lejano de los tiburones. Por lo visto también tenía la misma voracidad que aquellos. Al llegar a la pata de la cuna, Fernando vol159
vió a atacar, propinándole una fuerte patada en la cabeza que le hizo volar hasta debajo del baúl. Aquel ser amarillo aguardó unos instantes en la misma posición, pareció bufar (aunque Fernando tampoco podría jurar si aquel sonido era o no un bufido) y luego salió de detrás del mueble. Caminó con sus gruesas patas hasta la pared, se pegó a ella y trepó hasta la ventana. La atravesó sin romper el cristal y desapareció en mitad de la noche. Fernando suspiró aliviado y miró a Ricardo. Por supuesto no había sangre, ni tripas al aire, ni carne despegada. Un poco más tarde, Fernando lloró unas cuantas lágrimas sobre su hijo enfermo. © Miguel Martín Cruz MIGUEL MARTÍN CRUZ (Madrid, 1980) es Biólogo y gran aficionado al mundo de la Ciencia Ficción y el Terror en cualquiera de sus variantes creativas. Colabora activamente en la página web de género Aullidos y en la revista de música RockEstatal. Ha publicado alguno de sus relatos en Terroria, Efímero y resultó finalista del Primer Certamen Letras Para Soñar de Relato Fantástico con CORAZÓN DE GALLETA. También escribe críticas para la web Fantasymundo y ya ha participado anteriormente en la revista electrónica Alfa Eridiani (número 28).
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UN HORROR DE SERVICIO
–P
por Ramón San Miguel Coca
or favor, ¿me puede indicar donde queda el baño? El camarero señaló hacia una escalera sin decir nada, casi sin mirarle, y se marchó con las tazas de café en la mano.
—¡Pues vaya un maleducado! —comentó el hombre a su compañero de mesa con el ceño fruncido, a la par que se levantaba—. ¡Es lo que faltaba! Un horror de servicio el de este sitio, oye. El camarero primero nos trae la comida equivocada, luego nos sirve el café tarde y, claro, frío y sin siquiera darnos ninguna excusa, y ahora esto. ¿Tú crees que es forma de tratar a un cliente? Me parece que voy a presentar una reclamación. —Tranquilo, Juan, el muchacho tiene pinta de ser nuevo. Yo, desde luego, no lo he visto en otras ocasiones, así que puede que esté nervioso, o que no conozca aún nuestro idioma lo suficientemente bien. —¡Otro tanto a mi favor! Si no sabe, ¿para qué le ponen a servir? —argumentó Juan con su especial lógica—. Además fíjate en esos tatuajes tan raros y todos esos abalorios que tiene encima... Sí, decidido, voy a poner una reclamación para que le larguen de aquí en el acto. ¡Faltaría más! ¡Se va a enterar…! Su compañero de mesa lo contempló mientras se alejaba y suspiró. Siempre igual. Juan no cambiaría nunca. Por un momento compadeció al camarero, un inmigrante, probablemente de Europa del este, que estaba ganándose la vida en un entorno extraño y, sí, cruel y hostil. Seguro que si su amigo se quejaba el hombre acababa en la calle. Aún gruñendo para sí, Juan se dirigió al baño. Una escalera descendía en la penumbra del sótano. Sumido en pensamientos airados, bajó rápidamente. Una luz tenue que brillaba en una esquina le reveló a duras penas que se encontraba en un pequeño vestíbulo, en cuyas paredes, cubiertas de lo que parecía una raída tela tipo moqueta, marrón oscurecido o algo similar, se abrían las tres típicas puertas: una con el rótulo de Privado, no pasar, y las otras dos con los consabidos simbolitos del hombre y la mujer. Juan dudó unos instantes. A saber si el servicio de caballeros de este local cumplía con las normas de higiene. Siempre había sido muy escrupulo161
so. La calidad del servicio de camareros y la limpieza del baño eran los puntos que consideraba de mayor importancia en un restaurante, y el primero aquí era un desastre, como ya había comprobado. Si se lo hubiera llegado a imaginar, de qué iba a estar él en este local. Pero su amigo había insistido, asegurándole que se comía muy bien a un precio razonable, y él había accedido. Bueno, a lo hecho, pecho. Permaneció así otro par de segundos, plantado y dudando delante de la entrada, mas como la necesidad apretaba empujó con decisión la puerta. Si no cumplía las normas, tanto peor para el dueño. Denuncia a Sanidad al canto. ¡Se les iba a caer el pelo! Bueno era él para estas cosas. El lugar se encontraba a oscuras, así que tanteó en busca del interruptor, sin atreverse a pensar qué manos habrían tocado antes la pared. No tuvo que buscar mucho, enseguida encontró la plaquita de metal, justo allí donde se suponía que debía estar. Una luz blanca, aséptica, iluminó el servicio, casi deslumbrándole. Miró el interruptor. La lucecita roja que indicaba su posición no existía. Luego echó un vistazo al interior, ahora ya agradablemente sorprendido. El cuarto de baño estaba pulcro y arreglado, las baldosas del suelo resplandecientes. Era bastante grande, dado el tamaño del local, y todo relucía como si acabaran de ponerlo nuevo. Justo enfrente de la puerta se disponían tres lavabos incrustados en una repisa corrida de piedra rosada, cada uno con su brillante grifo metálico. Encima, un gran espejo reflejaba su figura y añadía sensación de amplitud y luminosidad. A la derecha, los urinarios, cuatro, de color blanco inmaculado. A su izquierda, tres puertas semiabiertas permitían ver en su interior las pulcras tazas, todas con su tapa en perfecto estado, todas con sus rollos de papel sin estrenar. Olía a desinfectante, a limpio. ¡Bien! pensó para sí. Seguro que acaban de remozarlo. Parece que de ésta se van a librar. Se acercó a uno de los urinarios, el más próximo a los lavabos. La puerta se cerró automáticamente tras él sin que Juan oyera el suave clic que produjo al hacerlo. Notaba, eso sí, la presión interna en su vejiga, producto de las varias cañitas de cerveza ingeridas. Tenía que aliviarse, ya. Procedió con su ritual de enfrentar el urinario, aclararse la garganta, escupir y proceder a bajarse la bragueta. Justo al terminar de hacerlo, un suave golpecillo en la oreja derecha interrumpió la rutina. Agitó mecánicamente la mano para espantar lo que fuera que se había posado en ella. Mierda de moscas. Ya sabía yo que no podían faltar en este sitio. Retomó el proceso, y otro golpecillo volvió a interrumpirle. 162
—¡Ya está bien! —se oyó decir en voz alta. Como si el bicho, o lo que fuera, le entendiera. Se sintió estúpido, hablando solo en el servicio, y rió quedamente. Su mano, en camino de nuevo hacia su bragueta, se detuvo al instante. ¿Eran imaginaciones suyas, u otra risilla se había superpuesto a la suya? ¿Había alguien en el baño aparte de él? Miró hacia atrás. Nadie. Todo vacío. Meneó la cabeza. ¡Que tontería! Hala, a lo nuestro. Se volvió para proseguir… y notó un soplo de aire frío en el cogote. Y esta vez, oyó claramente la risita. —Ji, ji, ji… —¿Hay alguien ahí? —exclamó— ¿Qué clase de bromitas son éstas? ¡Déjenme orinar en paz, hombre! Silencio. Nadie respondió. Olvidó por unos instantes sus ganas y se subió la cremallera. Dio una vuelta por el cuarto. Vacío, claro. Abrió del todo las puertas de los excusados. Miró debajo de los lavabos. La verdad es que no había sitio donde nadie pudiera meterse. Alguien estaba jugando con él, alguien probablemente escondido tras alguna pared, que de seguro le observaba por algún orificio para pervertidos. Pero ¿dónde? Miró en todas direcciones para intentar localizar el agujero, y volvió al urinario. La verdad es que no podía aguantar. Orinaría, y luego ya vería el guasón ése. Se iba a enterar. Y el dueño del restaurante, claro. Le iba a caer un paquete que para qué. Bajó de nuevo la mano hacia la cremallera… y notó que ésta se deslizaba suavemente hacia abajo, sin su intervención. Su reacción fue automática. Dio un fuerte salto hacia atrás y ambas manos se unieron sobre su zona viril a modo de protección. Había comenzado a sudar, y notó que se le erizaba el poco pelo que tenía. ¿Qué coño estaba pasando? No lo sabía, pero se largaba de allí cagando leches. Ya buscaría otro lugar donde orinar. 163
Caminó, o más bien corrió, hacia la puerta. Tiró del pomo, y su mano resbaló de él, soltándose. La puerta ni se movió. Lo que faltaba pensó, ya casi fuera de sí. Volvió a asir el pomo y volvió a tirar, con fuerza. Nada. ¡Que tonto soy! se dijo Seguro que lo que tengo que hacer es empujar… Así que lo hizo. Nada. —¡Ábrete, jodida puerta! —gritó, entre furioso y asustado, tirando y empujando rápidamente, con violencia. Volvió a oír la risita, queda, lejana, casi inaudible. Juan respiraba pesadamente. Esto había ido demasiado lejos. ¡Encerrado en un servicio de un local de mala muerte, con un pervertido bromista! Aporreó la puerta con ímpetu. —¡Ábranme! ¿Me oyen? ¡Ábranme, he dicho! Calló, y escuchó. Seguro que alguien había oído sus gritos y venía a ver qué pasaba. No te oyen… Juan dio un fuerte respingo. ¿Había oído realmente esa frase? ¿O se lo había imaginado? Se llevó la mano al nudo de la corbata, aflojándolo. Necesitaba aire. Miró, con ojos desorbitados, buscando ansioso al culpable de su estado. —¡Sal de donde estés, imbécil! —gritó, amenazando con el puño en dirección al espejo, y la solución al enigma le llegó como un rayo. ¡El espejo! Pues claro, hombre. ¡Ahora lo entendía! ¡Seguro que se trataba de uno de esos programas de cámara oculta de la tele! El alivio le inundó. Incluso hasta lo de la bragueta debía tener alguna explicación. Lo habrían hecho con imanes o algo así. Por unos instantes había llegado a pensar… ¿Qué? ¿Qué había pensado? No se atrevía a decirlo, ni siquiera para sí mismo. No le pareció oír, junto a esa risita burlona, ese sonido que le estaba poniendo de los nervios. —¿Quién…? —Ahora notó claramente que un sudor frío y pegajoso volvía a su frente y axilas. Miró hacia el espejo y se fijó en su propio rostro, desencajado, demacrado. Dios, ¿soy yo ése? pensó, en tanto su mirada era atraída por algo que se movía en la repisa de los lavabos. Algo diminuto, negro, con muchas patas que de pronto se detuvo. Juan supo, más que notó, que unos diminutos e invisibles ojos facetados le miraban a él, precisamente a él. 164
—¡Una cucaracha! —gritó. No las soportaba. Podía con los bichos voladores, pero los que se arrastraban, y en particular las cucarachas, le daban un asco horrible. Se quitó el zapato derecho, y lo esgrimió a modo de espada, en alto, dispuesto para abatirse. Avanzó con lentitud hacia el bicho, que no hizo ningún movimiento para escapar. Simplemente le miraba. El zapato cayó, vengador, imparable, la justicia hecha rayo, concentrando en la cucaracha toda la furia y el miedo del hombre. Sonó un plof grande, muy satisfactorio. —¡Te pillé, bicho! –exclamó. Levantó el zapato. Ni una marca en el impoluto mármol de la repisa del lavabo. Le dio vuelta entonces al zapato para mirar la suela en busca de los restos del asqueroso insecto. Sólo polvo y las consabidas «chinitas» incrustadas en la suela. La maldita risa resonó de nuevo en sus oídos, ese ji, ji, ji justo al límite de lo audible. Risita que fue sustituida por otro ruido, una especie de golpeteo continuo. Aunque temía hacerlo, pues se imaginaba lo que vería, se volvió con cautela. De las ahora no tan limpias tazas de los excusados salían ríos de cucarachas, negras, marrones, grandes, pequeñas que iban ocupando el suelo frente a él. Juan, zapato en mano, retrocedió dos pasos, golpeándose la cadera con el urinario. No entendía en absoluto lo que estaba pasando. ¿De dónde habían salido tantos bichejos? Su mente racional le decía que aquello era imposible, y peor aún: ¿por qué se habían detenido formando un semicírculo frente a él? Y le miraban. Sí, le miraban; notaba sus ojillos acusadores fijos en su persona. Y entonces la luz del baño se apagó. Juan dio un respingo, aterrorizado. Justo en el instante previo a que se fuera la luz, creyó ver en el espejo una figura alta y negra, a su izquierda, junto a la puerta.
© M. C. Carper
No se atrevía a respirar. Inmóvil, paralizado. Y la oscuridad era completa, una ausencia absoluta de cualquier luz. No se colaba luminosidad por la rendija de la puerta, ni ninguna lucecita indicaba la posición de un interrup165
tor. Jamás había experimentado una oscuridad tan total, excepto en sus pesadillas. Finalmente la naturaleza venció sobre el terror, y su orina tanto tiempo contenida se escapó mojando los pantalones. Como hombre con un gran sentido del ridículo, una sensación de bochorno y vergüenza le invadió, arrolladora, neutralizando el pavor animal que le había dominado momentos antes. ¿Qué pensarían de él, cuando saliera todo mojado? Volvió a oír la risita, peor esta vez, en lugar de una ji, ji, ji travieso, le pareció un jo, jo burlesco e insultante. Entonces, algo surgió de la oscuridad, un punto de luz blanco brillante que fue creciendo rápidamente ante los aterrados ojos de Juan, formando una cara, una máscara, de una blancura sobrenatural que destacaba sobre la profunda oscuridad primigenia que la rodeaba. Sus labios inmóviles estaban extendidos en una sonrisa. Y sus ojos... sus ojos eran lo peor de todo: rojos como el fuego, vivos, burlones, y parecían mirar no su cara, sino su interior, penetrando su mente, escarbando sus pensamientos. Volvió a sonar la risita. Ahora más clara, mucho más aterradora. No pudo soportarlo. ¡Tenía que salir de allí! A tientas, con las manos extendidas, llorando de puro horror, corrió hacia donde suponía se hallaba la puerta con la intención de cargar contra ella si hacía falta. No llegó a dar ni dos pasos. Al igual que la cremallera, la hebilla del cinturón de su pantalón se soltó de pronto y los botones se desabrocharon, cayendo hacia los tobillos como si alguien tirara de él bruscamente. Enredadas sus piernas en la ropa, el tropezón era inevitable y cayó cuan largo era, golpeándose la cabeza contra la puerta. ***** El contacto de una mano sobre su hombro le hizo soltar un grito, un sonido que era un aullido frenético de terror. —¡Juan! ¡Juan! ¿Estás bien? —exclamó a su lado una voz sorprendida y preocupada. —¡Miguel! ¿Eres tú? —preguntó balbuceante. La luz volvió a sus ojos repentinamente y le hizo parpadear varias veces antes de poder enfocarlos en la figura de su compañero.
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—Pues claro… ¿Qué te ocurre? Al ver que tardabas tanto, he venido a ver si te pasaba algo, y te encuentro aquí, parado como un pasmarote. —¿Parado? —Juan miró a su alrededor. Se encontraba afuera del servicio, en el vestíbulo. Se palpó la ropa. Llevaba los pantalones puestos, y permanecían secos. Su rostro debió expresar la confusión que sentía. ¿De que manera había conseguido salir? Lo último que recordaba era el golpe en la cabeza. Se la palpó. No notó ni chichón, ni dolor alguno. —Juan, estás rarísimo. ¿Qué te ha pasado, hombre? ¿Te duele algo? ¿El pecho, quizás…? —No, nada —respondió, evasivo. Por la escalera aparecieron dos personas, una de ellas era el jefe de camareros. —¿Ocurre algo? Nos ha parecido oír un grito. Juan no contestó enseguida, se volvió hacia la puerta del servicio. —Me ha pasado algo ahí dentro, algo difícil de explicar… —vio la mirada de curiosidad mezclada con preocupación de su amigo, mientras los otros les contemplaban, expectantes. ¿Qué les podía decir? ¿Que alguna clase de ente burlón con ojos de fuego le había bajado los pantalones y se reía de él? ¿Que el servicio estaba… embrujado? Sin decir nada, empujó la puerta, arrastrando a Miguel dentro… y de nuevo le asaltó una sensación de incomprensión, de extrañeza. Este servicio no se parecía en nada a aquel en el que había estado antes. Sólo dos urinarios, limpios pero no brillantes. Un lavabo a un lado. Un pequeño espejo y dos excusados con las puertas llenas de graffitis. No podía ser. Su mente se negaba a aceptarlo. Espera, ¿y si antes había entrado en el de señoras? Era absurdo, sí, ya que el servicio en el que estuvo tenía urinarios. Sin embargo tenía que agarrarse a cualquier cosa, aunque fuera un clavo ardiendo para mantener la cordura. Se volvió hacia la otra puerta y la abrió de un golpe. —Juan… —oyó decir a su sorprendido amigo—. ¿Qué haces? Tú no estás bien. 167
—No, no lo estoy —musitó. El otro cuarto de baño tampoco era en el que había estado. Se dirigió al jefe de camareros—: ¿Dónde está el servicio nuevo? —¿Perdón? —preguntó, con cara de no comprender nada, y asustado ante la mirada de loco del tipo que le interrogaba—. El servicio de caballeros es ése, y… —¡NO! ¡Yo he estado en otro, nuevo, mucho mayor! Su amigo le cogió por el brazo y tiró de él. —Mejor nos vamos, oye. Creo que necesitas aire fresco. Y quizás que te vea un médico. —¡Espera un momento! —Lanzó una mirada al jefe (no se atrevía a calificarlo de maître) entre furibunda y asustada y volvió a entrar en el desconocido cuarto. —Miguel, por favor, mantén la puerta abierta, ¿quieres? —Sí, sí, claro —contestó éste, completamente descolocado por la extraña actitud de su compa© Pedro Belushi ñero. Juan se acercó a uno de los urinarios… y se alivió, mirándolos a todos con cara de desafío, aunque por dentro temblaba de terror. —¡Vámonos ya! — casi gritó al otro según salía—. No quiero permanecer aquí ni un segundo más… ha comenzó a decir el Jefe cuando subían la escalera.
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—Señor, si algo le incomodado… —
—¡Cállese! —Le espetó, perdida casi la compostura. A grandes pasos recorrieron la distancia que les separaba de la puerta—. ¡No quiero oírle! Nos vamos. No creo que yo vuelva aquí. —Comen-zó a temblar de forma incontrolada. Le urgía salir, largarse. Mientras abría la puerta su rostro desencajado se volvió hacia la barra. Su mirada se cruzó por un momento con el camarero que les había atendido, que estaba recogiendo una bandeja con bebidas. Por un instante le pareció ver en su cara una leve sonrisa de burla… y aquello de sus ojos ¿no había sido un destello rojo, como de fuego? Ji, ji, ji… sonó de nuevo la odiada risita en sus oídos. Juan dio un fuerte respingo, y salió a toda prisa del local. Jamás volvió ni siquiera a acercarse por allí. © Ramón San Miguel Coca Ramón San Miguel Coca es santanderino de nacimiento, aunque reside en Guadalajara. Licenciado en Ciencias Químicas, es Director Técnico de una empresa de Protección contra Incendios. Ha publicado dos novelas y varios relatos enmarcados en la Saga de los Aznar que le han supuesto dos nominaciones a los Ignotus (En la categoría de Novela Corta y de Relato). Fuera de la Saga, ha publicado varios cuentos cortos en Alfa Eridiani, el Sitio de Ciencia Ficción, y el Ezine de microrrelatos Efímero. Su cuento Procedimiento de rutina fue nominado al I Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas, quedando finalmente en cuarto lugar.
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UN NUEVO CORAZÓN por Adriana Alarco de Zadra
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o tengo un momento de descanso. A veces me duermo con el soplete de soldar en la mano y eso es peligroso. Podría quemarme, aunque no creo que a nadie le importe más que a mí.
Ya soy grande y este año cumpliré trece, si he hecho bien las cuentas, aunque no sé en qué día nací. Agradezco este colchón que me han dado. Tiene huecos y bultos, también pulgas, pero son mejores que la rata que me muerde los dedos en la noche. De cualquier manera, es mejor dormir aquí que en la caja de cartón donde dormía antes. Quisiera conocer lo que hay afuera. No me deja salir de aquí ese hombre malo que llaman Camarón. Me hace trabajar, aunque sí es verdad que me da algo de comer. Él dice que estoy mejor que mucha gente. ¿Cómo será la otra gente? El día que quise escaparme, se me echó encima y me rompió un palo en el trasero. Pero pude salir un rato. Vi la luz, vi la calle y a otras personas caminando. Me dieron unas monedas sin que yo les pidiera nada, y eso me dio gran alegría. No todos son malos, pienso yo, hay algunos bondadosos. No pude alejarme mucho pues Camarón me encontró. «Es mejor que no conozcas a la gente que hay afuera», me dijo. No volví a tratar de escaparme y por eso me regaló el colchón. Lo haré otro día y me llevaré a mi hermano. Hoy estoy cansado. Deberé escabullirme antes de que me muela a palos y me quede tieso como esa rata que quemé con el soplete la otra noche. Miguelito duerme. Me ha dicho que le duele la mano porque se ha cortado con una lata al alcanzármela para que yo la suelde. Estoy harto de trabajar de día y también de noche. Espero que Camarón no se dé cuenta de la mano herida de Miguelito porque es capaz de encerrarlo en el hueco del desagüe. Aunque no nos dejará morir, si no ¿cómo pagaríamos esa suma que dice le debe nuestro padre? Veo una luz por debajo de la puerta. ¿Habrá entrado un extraño? ¿Será un ladrón con su linterna? Si logra pasar le pediré que me lleve lejos de este sitio. Cualquier cosa debe ser mejor que permanecer aquí aunque Camarón repite siempre que estamos en un paraíso. ¡Quisiera conocer el paraíso para ver si dice la verdad! Yo no lo creo. 170
Ojalá que el extraño no se tope con el malvado que tiene por lema «camarón que se duerme amanece en el plato». ¡Ha abierto la puerta y ha entrado aquí! No sé lo que es. Es un ser luminoso que no habla, como un fantasma verde. Su cara es muy blanca pero no la veo bien porque está oscuro. Debe ser un personaje de otros mundos que me llevará a conocer las estrellas, que yo no veo casi nunca, ni de noche. La figura luminosa parece que flotara por el aire y da vueltas. Me está mirando, creo que me está mirando pero no llego a distinguirla. Trato de tomarle el vestido y se aleja ligerita por el cuarto. La sigo y se desvanece rápido antes de que pueda dirigirle la palabra. ¿Se habrá despertado Camarón? Oigo susurros al otro lado de la puerta. ¿Estará conversando con la Luminosa que ha venido de otros mundos? Yo también quiero salir pero no puedo. El Camarón ha echado cerrojo. Sé que puedo escapar como la otra vez, si él no me escucha. Puedo deslizarme por el silo del desagüe que está detrás de las planchas de hojalata. Aunque sé que está sucio y lleno de ratas, debo enfrentarme con mi suerte. Esa luz que ha venido a visitarme es mi destino. La Luminosa puede ayudarme, estoy seguro. Basta que me tape la nariz con ese trapo y así no respiro. Soy rápido y puedo arrastrarme hasta afuera como había planeado. Así pensando, muevo las planchas de hojalata despacito para no despertar a Miguelito ni a Camarón. Bajo por el hueco y me arrastro en medio de la porquería, botando las ratas con un palo para que no me muerdan. Sé que al fondo hay una salida que llega a la calle por donde va tanta cochinada. Finalmente veo la luz cuando ya casi estoy ahogándome con el gas que sale de este túnel espantoso. No quiero saber cómo me veo. Soy una piltrafa de la vida. Pienso que no valgo nada. Menos aún si estoy apestando a mierda y a desagüe. La Luminosa me espera. La veo allí, en la calle con su figura larga toda verde, cabellos rojos que escapan de una gorra verde y ojos verdes sobre un pañuelo verde que le tapa la boca. Me indica con la mano que entre a un vehículo blanco. Obedezco. Adentro hay camas. ¿Me llevarán lejos de aquí? Afuera ha quedado ella. ¡Veo que habla con el Camarón! ¿Me habrá descubierto? ¡Ojalá que no me vea! La Luminosa pone un fajo de billetes en su mano y el maldito se retira. Respiro con alivio. Me echan y me lavan con esponjas. El agua sale negra. Me dan de beber. Me pinchan con agujas. Seguramente voy a viajar a otros mundos y me están preparando. Llegaré a lo alto, donde están brillando las 171
estrellas. Voy a ir a conocer a mi mamá. Luego, regresaré por Miguelito. Pobre Miquito, ¡quién lo defenderá ahora! Cierro los ojos. Creo que me duermo del cansancio. Lo último que oigo es que necesitan un corazón del mismo tipo que el que yo poseo. Me volteo. Hay otro niño echado en la cama del costado. El vehículo se mueve y nos vamos alejando. He entendido. Ese niño necesita un corazón. Yo voy a regalarle el mío para poder viajar al cielo y visitar a mi mamita. © Pedro Belushi
¿Debo estar contento? Espero que sí. Finalmente voy a co-
nocer el paraíso. © Adriana Alarco de Zadra ADRIANA ALARCO DE ZADRA, además de escritora y poetisa es Presidenta de la Fundación Ricardo Palma, una entidad que se ocupa de administrar la Casa Museo del escritor peruano y de mantener viva su memoria y su obra. Desde hace tres años se ocupa de renovar el inmueble y de restaurar valiosos cuadros y muebles del Museo. Además, ha publicado cinco volúmenes con selecciones de Las Tradiciones Peruanas, en formato económico, para los escolares y los turistas que visiten el Museo.
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VENTA PUERTA A PUERTA por Juan José Tena
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ablo tenía veinte años y porque no le iba bien en la universidad, dejó de estudiar y se puso a buscar trabajo. Como carecía de experiencia profesional, se colocó en una inmobiliaria. No había sido una buena opción. No tenía la astucia para engatusar al cliente. Al ser novato, y no muy bueno, le habían dado el puesto de captador de pisos. Iba de puerta en puerta promocionando los servicios de la agencia. Si lograba alcanzar un mínimo de personas que quisieran comprar o vender a través de la inmobiliaria, pasaría el periodo de prueba. La mañana estaba resultando frustrante y agotadora. En la mayor parte de los domicilios ni siquiera le abrían. Las pocas veces que lo hacían, no prestaban la menor atención al discurso que había preparado. Incluso hubo veces que algunas personas mayores aprovecharon su visita para distraerse y tener conversación. Una vez comprendía que no había interés, se marchaba tras dejar sus folletos y la tarjeta de visita. Bien avanzado el mediodía probó suerte en un viejo edificio, en una zona deprimida de la ciudad. Bolsas de basura abarrotaban el portal y el suelo era un mosaico de manchas de orina. Las paredes estaban cubiertas de pintadas que formaban una maraña de símbolos y graffiti dibujados a spray. La mayoría eran los habituales insultos entre chavales del barrio, groserías, o mensajes entre bandas, otros eran menos comunes. Uno en especial le produjo escalofríos. Decía: «La muerte es el camino». Todas las ventanas de la planta baja y el primer piso se encontraban cerradas a cal y canto; al lado del patio, en un rincón, una vieja moto a medio desarmar; en uno de los pisos superiores se escuchaba el incesante ladrido de un perro por encima del ruido de los coches. La puerta del patio no estaba bien cerrada y pudo entrar en la finca. Como se imaginaba, no había ascensor. Empezó a llamar puerta por puerta. En una de las viviendas, una joven ama de casa, inmigrante y rodeada de niños, le cerró la puerta en las narices. En otro, una anciana comenzó a quejarse de sus hijos que la visitaban poco, sin prestar ninguna atención a los intentos de Pablo por recitar su guión. Cuando llegó al último piso ya pensaba que de seguir las cosas así, poco futuro iba a tener en la empresa. Tocó el timbre y un anciano en bata, alto y delgado, le abrió la puerta. Tenía el cabello blanco y escaso y sus ojos eran de un azul intenso. 173
© William Trabacilo
—¿Qué quiere? —dijo el anciano. —Buenos días, me llamo Pablo Gómez, comercial inmobiliario. Si le interesa vender este piso o comprar otro, le podemos asesorar sin compromiso. —No me interesa vender el piso. Tengo aquí muchos recuerdos. Tiene un gran valor sentimental para mí. —Se lo podemos tasar de forma gratuita. Creo que le sería fácil venderlo, y mudarse a una zona más tranquila. —Está bien, pase. Me llamo Luis de Torreblanca —dijo el anciano. Se dieron la mano. Al estrechársela notó que el viejo la tenía anormalmente fría. —¿Le apetece un café? —No se moleste, muchas gracias. —No es molestia, tome un cafecito. 174
Durante los siguientes minutos Pablo comenzó a perder la paciencia. Don Luis, como le gustaba que le llamaran, empezó a charlar sobre fútbol, política, lo mucho que añoraba su antiguo trabajo, y lo aburrida que había sido su vida de jubilado hasta que se buscó nuevas aficiones. —Acompáñeme, le mostraré el piso —dijo, al fin. Del salón pasaron a la cocina a través de un pasillo. De inmediato, Pablo lamentó haber probado el café. El lugar se veía lleno de desperdicios y restos de comida en estado de putrefacción. Además había gran cantidad de trastos y cachivaches, seguramente recogidos de contenedores. En un rincón, un montón de bolsas de basura, apiladas y a medio cerrar, rezumaban un líquido hediondo, parvas de periódicos amarillentos y muebles desvencijados ocupaban las esquinas. También había algunas muñecas con brazos y piernas rotas. Dudaba si las habría cogido de la basura también, o serían recuerdo de alguna nieta. Pablo decidió que ya había visto bastante. Le dejaría al viejo su tarjeta y si quería vender el piso, primero tendría que adecentarlo un poco. Cuando se lo comentó, Don Luis no pareció muy complacido. —Aún no ha visto el piso, ni lo ha tasado. Es precioso. Ya verá como le gusta. —En otro momento. Por la zona y los metros ya me hago una idea de su precio. La verdad, es que se me hace tarde. He quedado con otros clientes. —Se lo acaba de inventar. —Disculpe, Don Luis, me tengo que ir —dijo Pablo un poco molesto por el comentario del anciano. Se dirigió a la puerta y no pudo abrir. Estaba cerrada con llave. —¿Me abre, por favor? Don Luis sacó la llave que llevaba en el bolsillo, la mostró y volvió a guardarla, mientras le miraba fijamente a la cara y le sonreía. —Si no lo hace tendré que llamar a la policía. Cogió su móvil y en el justo momento que empezaba a marcar el número, recibió un tremendo puñetazo, que le dejó tirado y casi sin poder respirar. Mientras se incorporaba jadeando, vio como el anciano destrozaba el móvil 175
que había caído al piso. No podía comprender, le había golpeado sin darle tiempo de ver cómo lo hacía. Al ver que el viejo pisoteaba el teléfono, no pudo contener su rabia e intentó zarandearlo. Pero Don Luis, pese a su apariencia frágil, tenía una fuerza sorprendente, casi sobrehumana. Sin aparente esfuerzo le dio un empujón, y Pedro volvió a caer. Se levantó y, en vista de que le bloqueaba la salida, comenzó a alejarse en dirección opuesta para ganar tiempo; quería ver si el viejo se calmaba y desaparecía su ataque de locura. Por si acaso, mientras caminaba por un pasillo, iba buscando cualquier cosa que pudiera servirle de arma. Conforme pasaba creyó ver por un instante algo raro por el rabillo del ojo. Una de las habitaciones parecía estar llena de fotos de cuerpos ensangrentados. En la siguiente, en medio de una montaña de basura, vio una cabeza humana. Comenzó a chillar pidiendo auxilio. —Chilla todo lo que quieras, el piso está insonorizado —dijo el anciano con mucha calma. Al final del pasillo, Don Luis lo acorraló. —Me sentía muy solo aquí, pero ahora tengo amigos. ¿Quieres ser uno de ellos? —el anciano sacó un bote de un cajón de la cocina lleno de cucarachas, cogió una, se la puso en la boca y comenzó a masticarla. Pablo no respondió, intentando dominar el asco y el terror que sentía. —Exquisita. Por cierto, voy a enseñarte la única habitación del piso que no has visto. Así podrás tasarlo bien. Voy a abrir la puerta, la tengo cerrada con llave. Pese a que Pablo trató de zafarse, lo agarró con facilidad, como si fuera un niño pequeño. En medio de la refriega el batín de Don Luis se abrió y entonces vio como en vez de piernas llevaba unas extrañas prótesis de metal. —Eso fue por un accidente que tuve con mis amigos, al principio. Aunque son muy prácticas —dijo el anciano. Lo agarró con más fuerza aún, inmovilizándolo por completo y abrió la puerta de la habitación. Pablo vio que estaba llena de cadáveres de hombres y mujeres, muchos de ellos desmembrados, colgando de ganchos del techo. —Mirad chicos, tenéis un nuevo amigo. Dadle la bienvenida. Entonces Pablo pudo ver como los cadáveres que aún conservaban la cabeza sobre los hombros, abrían los ojos y sonreían. Mientras su mente se 176
hundía en la locura más absoluta, el viejo le empujó dentro de la habitación y cerró la puerta. Sonriente y relajado, Don Luis volvió al salón, encendió la televisión y se sentó a terminar el café. © Juan José Tena JUAN JOSÉ TENA nació en 1973. Gran aficionado a la literatura, la música y el cine, escribe relatos, fundamentalmente de terror y poesía. Ha publicado en Alfa Eridiani el poema La Puerta (nº 8 II época), y en Miasma, Axxon, NGC 3660, Efímero, y el fanzine La Ventana. Uno de sus relatos ha sido seleccionado para la antología Sonrisas y asteroides, de Libro Andrómeda. Su blog es http://jjttextossecretos.blogspot.com/
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