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La noche en un hotel de diseño
Begoña Sieiro H. L.
Mientras observo los platos del desayuno a medio guardar y el montón de ropa sucia sin lavar, y evito recordar la cantidad de correos electrónicos pendientes de responder, le doy un trago a mi café y decido que es momento de darme un regalo: una noche en un hotel.
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Los regalos de mí para mí tienen jerarquía. El siempre justificable: libros (y cuadernos y plumas). El de celebración de una fecha: un comidón con festín incluido. El de hartazgo por la rutina: un masaje, un facial, una tarde de compras. Pero mi máximo regalo siempre es un viaje. Aunque sea un viaje al centro de la ciudad; nada me dice tanto «te quiero» como una noche en un hotel bonito.
Porque esa es otra cuestión: debe ser un lugar lindo. No tiene que estar lejos ni cerca, puede ser un viaje al municipio contiguo o cruzar el océano Atlántico —o Pacífico, si mejor nos va. Y es que el regalo es la escapada, la pausa en lo cotidiano. Y el destino es un hotel con encanto. No muy grande, normalmente, aunque hay sus excepciones. Con detalles pensados. Decorado con intención. Con rinconcitos dedicados al disfrute; diseñados con ganas de que alguien se siente ahí, con un libro o una copa de vino, a contemplar el momento que eligió ponerle stop a la vida y decir: «necesito un descanso, vámonos a este hotel».
Me gusta la idea de un mundo así, de mentes que funcionan de esa forma: imaginando y recreando espacios que acogen a quien los disfrutará, aún sin conocerlos. Es magia pura.
Siempre me han llamado la atención los detalles con los que se arma una habitación de un hotel de diseño. Lo funcional y la comodidad aprenden a convivir con el objetivo de ser sumamente agradables a la vista. Los elementos combinan entre sí, y cada artefacto y objeto parecen (son) elegidos o creados especialmente para el lugar en el que se encuentran. Me gusta la idea de un mundo así, de mentes que funcionan de esa forma: imaginando y recreando espacios que acogen a quien los disfrutará, aun sin conocerlos. Es magia pura.
Busco un hotelito en el centro. Reservo directo. Cierro los ojos. Y con ellos también la puerta de mi casa. Detrás de ella quedaron los juguetes tirados, los platos sucios y las camas sin hacer. Ahí se quedó la computadora con 62 mails sin leer y un texto sin corregir. A la vida sí se le puede poner pausa a veces. Mientras cierro con llave, dejo ahí el cansancio y el hartazgo, la rutina y las obligaciones diarias, para regalarme una noche para mí. Manejo tranquilamente con las ventanas abajo, música fuerte y un bolso grande, sin cerrar, en el que asoman un libro (o dos), una botella de vino y una barra de chocolate.
«Bienvenida, señorita, la esperábamos.» Hace demasiado que dejé de ser señorita, pero no digo nada, al final esta noche se trata de olvidar, aunque sea por un rato, que mis obligaciones de señora son —básicamente— lo que me lleva a necesitar un descanso.
Celebro en silencio y me dispongo a analizar mi alrededor. Me quedo en este momento por un instante más. Quiero retenerlo.
La vida moderna es un constante ir y venir. Escribir y contestar —mails, whatsapps, comentarios en Instagram . Decir sí y no. Tal vez. Pagar, pagar, pagar. Trabajar, negociar, cuidar hijos evitar que se caigan de un árbol o quemen la casa cuidar a los padres, mantener las amistades. Comer, lavar trastes, lavar ropa, limpiar la casa, sacar al perro y lavar trastes otra vez. Dormir las ocho horas y tomarse los ocho vasos de agua, hacer algo de ejercicio, practicar el mindfulness, comprar productos orgánicos y mantenerse al día con la lectura —las obligadas y los gustos culposos.
A la vida sí se le puede poner pausa a veces. Mientras cierro con llave, dejo ahí el cansancio y el hartazgo, la rutina y las obligaciones diarias, para regalarme una noche para mí.
Y, en medio de todo eso, nos toca también cuidarnos. ¿Cómo? Regalándonos momentos de gozo. Y para mí no hay mayor gozo que ponerle pausa a todo por uno o dos o más días y darme una escapadita a un hotel que elegí por las fotos, por los detalles, por el comentario de alguien: «está divino» o «te llevan una charolita con café y fruta en la mañana y te la dejan en la puerta». You got me, mister! A mí dame café y tiempo para leer y me convierto en un ser que experimenta extrema alegría. Si hay fruta con yogurt y galletitas, bonus: soy un unicornio color arcoíris.
Me entregan la llave, me señalan el camino y les digo que yo lo encontraré sola. Así camino por los pasillos y conozco el hotel mientras encuentro mi cuarto y descubro, de pasadita, los rincones especiales que siempre hay: una pared plagada de enredadera que huele a verano todo el año; un árbol milenario que da una sombra espectacular y que tiene, para mí muy particular felicidad, una silla cómoda debajo; una alberca chiquita y un refri con cervezas bien frías a cinco pasos. Algunos incluso tienen una terraza con vista privilegiada a todos los tejados de alrededor, o un techo para contemplar una panorámica de la ciudad. Otros se jactan de sus cuidados jardines, en los que, con suerte, puedes perderte un rato y encontrar una banquita para escuchar el silencio que tanto extrañabas en casa.
La vida se compone de momentos. Los hay de todo tipo. Sin embargo, los memorables son aquellos que elegiste conscientemente. Que te tomaste el tiempo de armar, decorar y saborear sin prisa. Por eso los viajes son los mejores regalos que hay. Por eso una noche en un hotel es el máximo self-care: porque son horas de elegirte tú, de consentirte y de disfrutar con conciencia lo que alguien más creó, hasta el más mínimo detalle, para tu disfrute.
Cierro una puerta más, esta vez de la habitación número 8, y le digo adiós al mundo por un día. Me pongo la bata (siempre me pongo la bata) cuando el agua de la tina ya está corriendo, mientras olfateo uno a uno los botecitos de amenidades. La botella de vino ya se destapó y se sirvió en una copa, que aguarda impaciente en la cubierta del baño, mientras es tiempo de meter cada parte de mi cuerpo en un reset de agua hirviendo —con burbujas y sales— en mi nuevo lugar favorito del momento: un hotel de diseño.
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