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Las vicisitudes de la gestión cultural
Blanmi Núñez
S i pensamos en el origen etimológico de la palabra gestión, hallaremos que proviene directamente de gestionis, que significa «llevar a cabo», y se relaciona con gesta, que significa «llevar encima». Creo que no hay mejor manera de explicar la gestión cultural. En mi caso, llegué a ella por casualidad, pero con toda la intención de quedarme. Así es como puedo describir los últimos diez años que le he dedicado.
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En el libro Trabajos de mierda, de David Graeber, se habla de cómo existen dos tipos de trabajo, los que se basan en procesos de producción y los que surgen de una suerte de vocación.
Algunas personas en este mundo decidimos gestar cultura, la llevamos encima, la nutrimos, la vemos crecer y tratamos de que pueda continuar sin nosotros. La cultura, en lo abstracto, vive en el imaginario de las personas para ser cuidada, protegida y defendida; es el estandarte que utilizan administraciones, empresas y diversas instituciones para lograr la aceptación de la sociedad, porque qué clase de indiferencia sería no procurarla, ¿cierto?
Conceptualmente, se la coloca como algo estático y dado, como si se comprara en una tienda departamental y se pusiera en una vitrina para presumirla cuando vienen visitas a la casa. Stuart Hall, teórico de estudios culturales, hace hincapié en que la cultura está en constante movimiento y ocurre desde todas las prácticas cotidianas que se viven en un territorio.
Para tener cultura hay que producirla, y para ello se necesitan recursos. Veo aquí las dos principales complicaciones de un campo laboral generalmente precarizado: nadie sabe qué hacemos y, cuando lo saben, quieren que lo hagamos gratis. En mi familia es muy claro qué hace cada quién. Mi hermana estudió Negocios Internacionales; mi prima, Gastronomía; mi papá es ingeniero civil. Cuando toca hablar de qué hago, mi papá se enreda entre el cúmulo de profesiones que he acumulado y lo que le resulta más fácil decir es «trabaja en cultura».
La concepción del trabajo cultural es «romantizada» en el imaginario colectivo. La terrible frase «el amor al arte» es la gran maldición de la gestión cultural. En el libro Trabajos de mierda, de David Graeber, se habla de cómo existen dos tipos de trabajo, los que se basan en procesos de producción y los que surgen de una suerte de vocación (docentes, enfermeros, artistas, entre otros).
El capitalismo premia a los primeros y exige a los segundos. Es decir, que a todas las personas que trabajan en estas labores se les paga menos porque tienen la ventaja de hacer lo que aman. Sobre esta lógica, se nos exige sentirnos afortunados y hacer nuestro trabajo sin quejas, felices y siempre sonriendo.
Durante siete años coordiné un programa de estímulos artísticos gubernamentales, en el que conocí a muchos creadores escribir en una libreta. de diferentes disciplinas artísticas —música, dramaturgia, literatura, artes plásticas, danza, cine, por mencionar algunas—, y la pregunta que siempre se repiten es «¿cómo puedo vivir de esto?». En la gran mayoría de los casos, los creadores son gestores de sus propios proyectos, por lo que he visto a las mejores bailarinas de mi generación hacer insufribles trámites burocráticos para poder presentarse en una plaza pública, a directores de teatro que se vuelven arquitectos para crear una experiencia espacial de la puesta en escena, a realizadores de cine con hojas de Excel que tienen miles de pestañas llenas de rutas críticas y presupuestos para el desarrollo de una película, a lauderos con extraordinarias habilidades fotográficas para hacer un registro perfecto de los instrumentos que construyen y a poetas expertos en edición de video para mostrar lo performativo de sus lecturas en vivo. Se reclama y se espera que los creadores no solo sean gestores de sus proyectos, sino que lo hagan de manera impecable. En los últimos diez años he atravesado por una inmensidad de convocatorias, en algunas he trabajo y en otras aplicado, en las que existe una constante: en la mayoría de los casos no hay un rubro para el pago de honorarios de los artistas. Recuerdo un caso en el que una guionista me preguntó qué poner en el presupuesto de su aplicación si ella lo que iba a hacer durante un año era escribir en una libreta. Al final, esa aplicación estuvo llena de justificaciones absurdas cuando la realidad es que tendrían que existir los espacios en donde ella pudiera poner: «para vivir, ese dinero es para que yo pueda vivir».
La complejidad de la gestión cultural está atravesada por el imaginario colectivo, la idealización y las políticas públicas, en donde la disonancia de lo que se espera no concuerda con lo que se necesita para desarrollar proyectos culturales. Se tiene que hacer un análisis sobre a qué le damos valor como sociedad y por qué se piensa que la cultura existe sin la necesidad de una constante construcción de la misma.
Les sugiero que la próxima vez que vayan a cualquier evento cultural —proyección de cine, exposición, puesta en escena, concierto— piensen que alguien que está trabajando ahí debería de ganar más dinero.