Encierro en la Catedral

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CEREMONIA EN LA CATEDRAL Y OTROS ENCIERROS José Luis Mediavilla


© José Luis Mediavilla © EDICIONES NOBEL, S.A. Asturias, 8 33004 OVIEDO ISBN: 84-87531-46-6 Dirección de Arte: Luis Vallina Ilustración de sobrecubierta: La Misa, de Romano Parmeggiani, tomada de El Huevo (Plaza & Janés, 1989) Las ilustraciones interiores proceden de Encyclopédie Médiévale, de Viollet le Duc (Inter-Livres, 1992) Filmación: Maguncia, S.L., Oviedo Impresión: Gráficas Summa, S.A., Llanera (Asturias) Depósito Legal: AS. 1.171-95 Prohibida la reproducción total o parcial, incluso citando la procedencia Hecho en España


A mis hijos JosĂŠ Luis y Mercedes.



“Me han engañado a mí también. ¿Qué puedo hacer? Piensa, hijo, en tu alma, y olvida, si puedes, todo lo demás.” Réquiem por un campesino español Ramón J. Sender



PRÓLOGO

HACE un mes largo que, en demanda de presentación, me entregó esta obra, Ceremonia en la Catedral y otros encierros, su autor, José Luis Mediavilla. La leí de un tirón, solazándome con el análisis que practica en el universo acotado de los personajes, entre la reviviscencia de ambientes y el verbeneo de actitudes, propósitos, creencias o ilusiones. Y estuve pensando en las intenciones plúrimas y contradictorias que podrían descubrirse por la contigüidad de las palabras “ceremonia” y “encierros”. La ceremonia estaba clara; pero ¿a qué encierros se refiere el título? ¿A la propia ceremonia, a clausuras onerosas durante el inciso civil, a la inmersión íntima de cada personaje en

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su propio hondón intransferible? Acaso a todas esas cosas, e incluso a alguna más. Y cuando me disponía a escribir unas líneas de introito, las obligaciones me apartaron de ello. En camino inverso al del protagonista, y con designio distinto, he venido precisamente a la tierra en que él se cumplió y de donde, envuelto en intensas nostalgias nuevas, fue arrancado en nombre del quimérico intento de resucitar un ayer interrupto, glorioso en la añoranza, pero ya exhausto. Como resulta que me he dejado en casa el texto, tan necesario para no hablar de él de memoria (y de memoria, más que prendida con alfileres, suelta y deshilvanada), ¿qué podré decir ahora, desde esta tierra plutónica y palustre, ubérrima, desmesurada de luces, gentes y contaminaciones, de flores y frutos rutilantes, de aromas y fragancias trascendentes, de perfección funcional del desbarajuste, de feliz resignación risueña ante el disparate, de amable dejación casi mística al curso líquido y espeso del tiempo indiferente y magnífico? Sobreponiéndome, sin embargo, a la pigricia sabrosa con que la altura, la calidez y la sorpresa molifican mi ánimo, arrostraré, gracias al acicate pingüe, untuoso y reconfortante de moles y de

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chiles, el empeño de prologar esta historia tan de acá y tan de allá, tan de siempre y tan nuestra. José Luis Mediavilla es doctor en Medicina, se ha especializado en psiquiatría y cumple las funciones propias de su especialidad, ejerciendo la misma de forma puntual y diligente. Es un hombre ocupado. Mas el que lo conoce de cerca y lo ve caminando despacio por la calle, acompañado de algún amigo y hablando sin prisa, se preguntará acaso: ¿cómo es posible que ese señor alto y delgado, grave y en sosiego como caballero decimonónico, y jocundo e informal como deportista en asueto, desarrolle tamaña actividad y llegue siempre a tiempo? Se acuerda uno de Sócrates, pero hay una diferencia: el griego no tuvo nunca oficio ni beneficio, y aunque habló mucho, nunca escribió nada, mientras que Mediavilla sí que tiene obligaciones, y además ha escrito mucho sin haber dejado de hablar nada. De la cuestión del escribir, no hace falta recordar que antes de esta obra que el lector tiene delante, Mediavilla ha publicado ya varias novelas, varios libros de su especialidad y hasta ha conseguido algún premio literario, como el primer “Tigre Juan” que se concedió en la húmeda y re-

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concentrada ciudad de Oviedo. No es momento de analizar su producción novelesca anterior, donde se juntan la visión realista, la mirada irónica y el ojo clínico avezado del galeno para construir relatos de andadura precisa en que se aprovechan todas la enseñanzas de los grandes narradores, desde Cervantes hasta los últimos experimentos que pretenden reflejar el curso oscuro del pensamiento de los personajes. A este fin no es ajena la experiencia del psiquiatra, buen conocedor de la lengua nacida en los límites enigmáticos de lo lógico. Con esto está dicho que en Mediavilla se alían a la vez tradición y vanguardia, naturalismo científico e imaginación lírica, siempre desde la vida, sin que nunca se enturbie la lúcida vigilancia de la razón. Ceremonia en la Catedral y otros encierros es un relato fundamentalmente escrito como monólogo interno del protagonista, Liberto Bermejo, ex presidente de un ente autonómico, que, mientras asiste a los funerales del obispo, Celesto Manso, amigo suyo de la infancia, pasa revista, de asociación en asociación con el oficio de difuntos, a la historia de su conciencia y a los parajes por donde anduvo. En la recordación se suceden imágenes y ambientes de la niñez dichosa, de la juven-

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tud subvertida y tronzada por la guerra civil, de la madurez fatigosa en una transición durante la cual, entre añoranzas ilusorias y crudas realidades, es fácil caer en el escepticismo, si ya no en la decepción. Son nombres sonoros y significativos los de los dos personajes, casi simbólicos, pero los recuerdos de uno y otro se entrecruzan en sus respectivas evocaciones y casi podrían atribuirse a cualquiera de los dos, o a ambos fundidos en uno. Como que a veces, trabucando nombres y apellidos, nos sentimos tentados a llamarlos Liberto Manso y Celesto Bermejo, tan complementarias en el fondo nos resultan sus vidas paralelas y opuestas. Uno ante la muerte inminente y otro todavía empujado a seguir viviendo, coinciden en la misma esperanza final: “nada nos puede pasar”. Porque, en efecto, ya todo ha pasado, ya todo es nostalgia, de la luz radiosa de Roma en Celesto, del brillo exuberante de México en Liberto. Los dos han soñado. Entre tanto, ya desvanecidos sus ensueños y transcurridos sus hechos, continúan en torno revolviéndose en agitación eterna los humanos. Al empezar el funeral, unos niños juegan en la plaza, ajenos y absortos, a la guerra. A la salida, sepulto Manso y anonadado Bermejo,

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“continuaban los niños jugando a la guerra... Una bandada de palomas, en vuelos cortos y rasantes, parecía participar en aquella contienda interminable”. Así acaba el texto, dejando ancho y hondo horizonte abierto para la meditación trascendente. De vuelta en casa, otra vez descendido a la humedad ovetense, compulso los datos y, ya olvidado de lo que quería seguir diciendo, quiero reanudar lo que dejé allá interrumpido ante la incertidumbre indecisa del horizonte. Releo, pues, lo escrito tratando de buscar el hilo conductor perdido, y al fin me pregunto: ¿se juzgará por lo apuntado más arriba que la obra de Mediavilla es una novela triste y melancólica? Es inevitable que tales ingredientes se deslicen en toda narración que refleje la vida humana, sobre todo si está vista con humor. Porque el humor es lo que preside la escritura de Mediavilla, con sus innumerables matices. No todo es cómico en el humor, aunque comicidad, burla y gracia transitan a menudo por estas páginas. La gravedad sin aprestos solemnes también es necesaria para que el humor funcione. Y es ello lo más sobresaliente en la historia que Mediavilla nos

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cuenta, lo que tiñe con visos alternativos el conjunto. Podrían disgregarse aspectos varios en su desarrollo. Cierta ironía establece la distancia necesaria para restaurar con objetiva mirada las memorias exactas de los acontecimientos intrahistóricos de la guerra civil. Se ha conseguido admirablemente el equilibrio desnudo y aséptico de las dosis de inconsciencia, de crueldad, de mala intención, de ingenuidad, desplegadas en aquellos años funestos, sin caer jamás en el fácil mani queísmo. Un alborozado regocijo, dentro de un canon sobrio y austero, unge de vitalismo saludable tantas escenas mexicanas y romanas. La emoción lírica, sin concesiones a la fácil emotividad lacrimosa, trasciende al evocar muchos personajes y ambientes del lejano edén originario. Y siempre presente, aunque siempre al pairo, aparece, de nombre también significativo, el tío Vitaliano, vital y estoico, trayendo el Tiempo al primer plano: “Ah, el Tiempo, ese monstruo que había nacido con el mundo... y se entretenía en contemplar la noria que empujaba las generaciones, inventándose y destruyéndose mutuamente, llevándose unos a otros, alternativamente, sobre las espaldas en una marcha obstinada e interminable”.

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Mediavilla ha logrado fundir con unidad perfecta todos estos elementos (humor, crítica, ironía, fervoroso afán de la maravilla suculenta de la vida, dolorida emoción de lo transitorio) en una novela de decurso vivo, tenso, rápido y hondo, que tira del lector incoerciblemente con la sugestión de su prosa ágil y precisa, de alacridad a la vez severa y juguetona. Emilio Alarcos Llorach Académico de la Real Española de la Lengua

(Empezado en México D.F., a 2 de abril de 1995, y acabado en Oviedo C.P., a 22 de abril de 1995, en el aniversario común de las gloriosas “epifanías terráqueas” de autor y prologuista).

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I

ANTES de salir de casa, Liberto Bermejo recogió la esquela de defunción de Celesto y la guardó en uno de los bolsillos de la chaqueta. Faltaba casi una hora para la ceremonia. En lugar de ir directamente hacia la catedral, decidió, como otros días, dar un paseo. Desde que había dejado de ser presidente, era como si el tiempo se hubiera alargado. Seguramente en ello influía el que sus ocupaciones actuales eran mínimas en comparación a cuando ostentaba el cargo, y quizá también a un menor contacto con la gente. Muchos de los que antes se le acercaban con una actitud entre servil y aduladora, ahora apenas levantaban la vista para cruzar un saludo. Liberto Bermejo llegó al portal. Pasó la calle pensando dirigirse a la catedral por la

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Plaza Mayor, pero optó por hacerlo por el parque; el color de la tierra, el susurro del viento en las ramas cercanas de los árboles y el canto de los pájaros le transportaban a días lejanos: el pueblo, el campo, la escuela, las tardes en la zapatería del tío Vitaliano aprendiendo a tocar la caja y la gaita, las fiestas, la orquesta, la guerra, la cárcel y el exilio, todo girando en la cabeza, apareciendo y desapareciendo al conjuro de frases y olores y canciones, y al fondo, distante, pero siempre presente la imagen de Celesto Manso, unas veces Celesto Manso de niño cantando al son de la gaita, otras Celesto Manso ensotanado de seminarista, de cura y de obispo, siempre con aquella expresión de total ausencia de picardía, sobre la que el paso de los años parecía haber perfilado un gesto de paternal ternura. Llegaría a tiempo al funeral de Celesto, su viejo amigo, su fraternal amigo, distanciados desde la infancia por la vida pero unidos también por la vida en momentos cruciales. Atravesó el viaducto volviendo a pensar de nuevo que parecía como si el tiempo se le hubiera hecho más largo, como si discurriera ahora más lento que cuando lo de la presidencia, de un lado para otro, de reunión en reunión, de celebración en celebración, de ciudad en ciudad. Inaugura-

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ciones, clausuras, congresos, visitas. A veces tenía la impresión de que era indiferente lo que dijera o callara. Esto no significaba que estuviera insatisfecho o pesaroso de aquellos años, simplemente que había adquirido una clara conciencia de los límites de su papel. Por eso cuando desde el sindicato, los mismos que fueron a buscarle, trataron de disuadirle de la conveniencia de su renuncia, “pura estrategia renovadora, presidente”, no supuso esta determinación ninguna contrariedad de ánimo. Sin apenas percatarse de ello había atravesado el parque. Una larga fila de hombres y mujeres ocupaban la acera esperando turno en la puerta de una agencia de viajes. Cabezas grises asomándose entre los colores ocres y pardos de las gabardinas. Seguramente aquellos cientos de jubilados habrían pasado la noche a pie firme, quien algo quiere algo le cuesta, para llegar a tiempo a la asignación del viaje del Inserso. Era como una prueba de esfuerzo, como una medida de resistencia física y moral de aquel colectivo de ancianos en cuyas cabezas no parecía existir otra esperanza que el viaje al sol, sobrenadando una memoria habitada por horarios fijos, nombres de medicamentos, treinta gotas cada ocho horas, ci-

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fras de los últimos análisis, Fuengirola, Ibiza, Benicarló, Lloret del Mar, el que quiera peces que se moje el culo, a ver; que los ordenadores se bloquean con tantos jubilados, protestan los empleados de las agencias; después el cansancio, y a bailar, a bailar, toda España jubilada en fila esperando bailar al sol, esperando el último viaje al sol. Liberto Bermejo no pudo evitar un sentimiento de temerosa identidad ante aquellas gentes apiñadas, que inevitablemente evocaban el desamparo y la invalidez. Cruzó la calle Europa y pensando en dirigirse a la catedral encaró la Travesía Alta, llena de bares a derecha e izquierda. La calle ofrecía ahora un aspecto de abandono y suciedad, como si hubieran volcado en ella los contenedores de basura. Un hombre baldeaba agua sobre la acera tratando de limpiar restos alimenticios. Algunos jóvenes dormitaban sentados en el suelo, o tumbados en los capós de los coches aparcados en el borde de la calzada; otros, más abajo, vestidos con calzones pegados a las piernas y cazadoras de cuero, hablaban a alguien que permanecía dentro de otro coche parado pero con el motor encendido. Una adolescente sucia y despeinada se despereza bostezando en brazos de un muchacho vestido con una cazadora negra llena de clavos y un

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pendiente en una oreja. Se vio a sí mismo sentado presidiendo la mesa donde los ministros vaciaban sus carteras con folios llenos de estadísticas, cifras, proyectos, que exponían tantas veces de forma atropellada, improvisada y vacua. El paro, el aborto, la vejez, la delincuencia, la sanidad, todo marchaba por el mejor de los caminos, siempre en vías de solución, bajo riguroso control, sin el menor problema. A veces tenía la sensación de estar haciendo de crupier en una mesa cuyos componentes desconociesen los números y las reglas del juego. Nada de lo que allí hablaban parecía tener relación con la realidad, con lo que sucedía mas allá de la sala donde estaban reunidos. Esto aburría a Liberto provocándole un adormecimiento cosquilleante, que hacía que precipitara el fin de las sesiones. Había desembocado en la plaza de la catedral, y vio, de lejos, que entraba la procesión en el pórtico. Unos niños jugaban en la plaza, como en dos bandos: se apuntaban con unas pistolas de plástico y simulaban los disparos, con sus gritos, estás herido, y tú prisionero. Se acordó de la guerra, los terribles días de la guerra y del día de su detención, la denuncia de la Jovita y la Damiana, sólo por un despecho infantil. Hay que olvidar, se dijo. Todos esos re-

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cuerdos sólo sirven para mantener los odios a fuego lento. Entonces le vino a la cabeza la figura de Rosendillo Naranjo, el peluquero poeta que se hizo militar y cuando su proceso escribió una carta en su defensa. Rosendillo declamaba sus versos a voz en grito con la blusa blanca de peluquero debajo de la cual asomaba el verde caqui de los pantalones y las botas altas con espuelas: Contemplé mi tierra absorto y palpé mi cuna al verla y vi yo en ella una perla un diamante en ella vi. A querer me enseñó ella aprendí de ella a soñar de ella a reír y a llorar todo de ella lo aprendí.

No se arredraba por los comentarios del tío Vitaliano, que sin soltar el zapato en el que estaba poniendo medias suelas, le miraba compasivo. Contemplé todo su encanto admiré sus recios montes lo salvaje de sus riscos la tradición de sus torres...

Nos reíamos todos, el Tobías con el acordeón colgado de un hombro, el tío Melitón con el tam-

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boril entre las rodillas y los palos sobre el parche, esperando que Rosendillo hiciera una pausa para que el tío Vitaliano sentenciara casi en voz baja con alguna de sus frases o sus preguntas, ante las que Rosendillo no se inmutaba: Vi el atardecer dorado en esas crestas nevadas al horizonte cortadas por vivos rayos de sol. Vi penetrantes destellos que cual mil lanzas cruentas hieren las nubes sangrientas del encendido arrebol. Y escuché el ritmo y el orden de ríos y de fontanas, y el tañer de las campanas de gestas vivas me habló. Y escuché la poesía...

Pensó también en Celesto cuando algunos años después lo encontró como capellán de la cárcel, y sacó la esquela del bolsillo de la chaqueta. Dentro de la esquela, debajo de una cruz centrada en la parte superior del papel, podía leerse: CELESTO MANSO CANTALAPIEDRA OBISPO DE PANDORA DISPENSADOR DE LOS MISTERIOS DE DIOS

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MAESTRO DE LA SANTA DOCTRINA ANIMADOR DE LA CONCORDIA DE LA VIDA CRISTIANA DESPUÉS DE XXX AÑOS DE EPISCOPADO LLAMADO A LA CASA DEL PADRE EL DÍA 6 DE MAYO DE 1992 AL PRÍNCIPE DE LOS PASTORES ENCOMENDAMOS SU ALMA PARA QUE ENTRE EN EL GOZO DE SU SEÑOR

Liberto Bermejo bordeó la Plaza llegando hasta la gran puerta de madera tallada. Caminó entre la gente por la nave central hasta alcanzar la cercanía del altar. Estremecía la sobriedad interna del templo. Al fondo, el gran retablo de tres cuerpos mostraba una superficie dorada cargada de multitud de imágenes de santos. Los púlpitos de mármol blanco labrado se levantaban a ambos lados. En el presbiterio deambulaba una muchedumbre vestida de albas y estolas. Otros llevaban casullas de color morado y podían distinguirse también algunos tocados de mitras, seguramente obispos llegados de otras regiones para la celebración. Mientras Liberto observaba asombrado la ordenada colocación que iban adoptando en el coro los concelebrantes y cómo los portadores de

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mitras se situaban en los sitiales de honor, Telesforo, el jefe de protocolo, acercándose a él le invitó a seguirle hasta uno de los bancos destinado a las autoridades y donde hasta hacía pocos meses en señaladas fiestas él había ocupado el sillón central. Liberto agradeció a Telesforo la deferencia y ya desde el banco, próximo al catafalco donde estaba depositado el féretro, pudo distinguir con claridad la figura yacente de Celesto. Doce cirios llameaban alrededor dándole escolta. “Requiem aeternam dona eis Dómine: / et lux perpetua luceat eis... ”: cantaba un coro de voces que emergían como náufragos de entre la música del órgano. El celebrante encendió el cirio pascual.

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II

Junto al cuerpo, ahora sin vida, de nuestro hermano Celesto, encendemos, Oh Cristo Jesús, esta llama símbolo de tu cuerpo glorioso y resucitado.

MIENTRAS los rezos, Liberto observó la significativa ausencia de una parte de las autoridades. Vio también delante de él, a unos cuatro o cinco metros, una mujer de espaldas. Recordó a su Lupita muchos años atrás, sus piernas largas y bien torneadas, sus caderas anchas y proporcionadas, una espalda y un cuello armónicos graciosamente coronados por el pelo negro recogido en la nuca. Miró también Liberto Bermejo con disimulo a su alrededor y tuvo la impresión de que algunos de los allí presentes le observaban con socarrona cu-

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riosidad. Gente de orden, se dijo a sí mismo, siempre hay mucha gente de orden en estas ocasiones, se repetía al tiempo que sus ojos se volvían de forma ya rutinaria e infantil al cuerpo espléndido de aquella mujer que tenía delante y miraba también todo aquel tumulto de curas con sus albas y sus estolas, yendo de un lado a otro del altar, y dos obispos con sus mitras sobre las cabezas, como crestas de gallos de pelea recién liberados de su capuchón, los dos se miraban como hipnotizándose, arriba abajo, derecha izquierda, arriba abajo otra vez, saltaban, se atacaban, retrocedían y se lanzaban con furia metálica uno sobre otro, plumas brillando en arcos, quirieleison, quiquiriquíes, voces, apuestas, carcajadas, en el patio del Rancho Alegre, ¿a poco no eres macho, cabrón?, arrímate otro trago, cincuenta pesos más, la sangre saltando por los aires, los patojos miraban entre las sillas al gallo herido tratando de librarse, clavando sus uñas en el cuello del contrario, orita, orita, ándale, lo derribaba, le picoteaba el cuello y la cabeza y los ojos como si fuesen uvas no más, o granos de maíz macerados en sangre, y cuando agonizante perdía el derrotado toda resistencia, el gallo vencedor lo zangoloteaba, el cuerpo trincado por el cuello, esta crueldad

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Lupita es una inconveniencia, suprimamos todo esto en Rancho Alegre, bien, lo que quieras Liberto, asintió Lupita mientras torteaba la masa, le daremos un cambio verás como te hace, se paraba Liberto que ahora miraba el cuerpo de la mujer que tenía delante y luego un poco como arrepentido, un poco vergonzosamente, al catafalco donde estaba depositado el féretro de su amigo el obispo Celesto Manso. Toda aquella gente que le rodeaba como un océano, como en otras ocasiones, estaría pensando vaya usted a saber qué maldiciones, mentándole la madre, un rojo como éste, ahora, lo que hay que ver, un agnóstico como usted por aquí, a última hora suceden estas cosas, un golpe de fe, ¡quién sabe! Parecía oírles. Las mismas voces que casi medio siglo atrás hicieron que se levantara contra él un atestado como autor material, así decía, en la preparación para el asesinato del que fueron objeto las ocho personas que había detenidas en el local de Santa Tecla durante la dominación roja, la Damiana y la Jovita, dicen, decían, que tuvieron conocimiento de que Liberto Bermejo la noche del doce al trece de agosto de mil novecientos treinta y seis concurrió voluntariamente al local de Santa Tecla convertido en cárcel y los ocho detenidos que allí había

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fueron maniatados y bárbaramente maltratados y conducidos después en coches fuera de la población y asesinados, entre cuyas víctimas figuraba el padre de la que hablaba, la Damiana, ignorando la denunciante si el Liberto concurrió también en el lugar en que su padre fue asesinado, pero que tenía la convicción de que sí tomó parte en la preparación, que a la dicente le constaba que el citado Liberto durante la dominación roja del pueblo fue un destacado elemento marxista y de perversas intenciones, toda vez que constantemente profería insultos contra el ejército nacional e infundía con su presencia gran temor ante aquellas personas que pudieron librarse de correr el riesgo que otras corrieron. Mientras colocaban sobre el féretro la casulla, la mitra, el báculo pastoral y el evangelario, rezó el celebrante: Mira, Señor, con misericordia a tu siervo Celesto, nuestro obispo, que mientras presidía esta comunidad en tu nombre llevaba esta vestidura y este ornamento de fiesta.

Volvió Liberto a la mujer que tenía delante, volvió a fijarse en su pelo negro, su cuello largo, la espalda más bien estrecha en relación a las ca-

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deras, lo que confería a las nalgas una mayor presencia, las piernas largas, mostrando los graciosos hoyuelos de las corvas, las pantorrillas, el pie izquierdo soportando la mayor parte del peso del cuerpo y el derecho un poco adelantado, abierto casi en ángulo recto. Los curas en el altar, ensimismados, como en un ballet, pugnando por ocupar el centro de la escena, y Liberto entre los fieles, la gente de orden, miradas de soslayo, pensamientos, voces lejanas en el tiempo. Sabían de sobra la Damiana y la Jovita que él no había participado en aquellos desmanes. De lo único que podían acusarle era de su amistad con el tío Vitaliano, el zapatero, con el que había aprendido a tocar la gaita y el saxofón. Primero hay que empezar por la caja, raqueparraquerraque, golpeando los palillos encima del parche, con humildad y ritmo, sentenciaba el tío Vitaliano. Y que también era cierto que se reunían, el tío Vitaliano, el tío Melitón que era capador, y tocaba el tamboril, con el Tobías Chaparro que tocaba el acordeón, y que algunas tardes venía también con ellos Rosendillo Naranjo, el peluquero, que hacía versos y quería aprender a tocar la corneta para irse a la mili voluntario. A veces leía sus versos y lo hacía declamándolos de una forma solemne y trágica

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hasta quedar afónico. El tío Vitaliano se sonreía al oírlo y cuando Rosendillo hacía un descanso le decía se ve que tienes dotes de mando y espíritu de campaña, Rosendillo, pero cuida la garganta y no te esfuerces tanto, que en una de estas puedes romperte la tráquea. Durante los veranos, las fiestas patronales de los pueblos. Diana por las mañanas, pasacalles y jotas al mediodía, la procesión, acompañamiento a las autoridades, baile por la tarde y noche y a veces hasta velada. Después formaron la Orquesta Charleston, y mandaron imprimir unos tarjetones anunciando el conjunto con sede social en la Zapatería de Vitaliano Portillo. Los atestados y la cárcel vinieron a continuación. Proseguía rezando el oficiante, mientras colocaban el báculo pastoral: Que el obispo de esta iglesia que, al cuidar de la grey del Señor llevaba este báculo, signo de pastor, sea reconocido por Cristo, el Supremo pastor.

Ni uno solo de la Orquesta Charleston quedó sin ser detenido e interrogado. Primero fue el tío Vitaliano. Lo sacaron esposado de la zapatería y se lo llevaron en un coche negro. A la semana siguiente se supo que también habían detenido al

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tío Melitón. Después fue el Tobías. Durante las últimas fiestas de Corbión la sobrina del cura se había fugado con el Tobías, y el cura ecónomo teniendo noticias de que V. E. tenía abierta una información sobre la conducta de Tobías Chaparro, al iniciarse una época feliz y venturosa de reconstrucción y regeneración creía un deber ineludible de todo ciudadano cooperar a la gran obra emprendida de depuración de las retaguardias por lo que deseando sumarse al espíritu nacional de su querida patria y sintiéndose una gota de ese río se identificaba con los que labraban las grandezas de su patria libre y espontáneamente declaraba a V. S. que el Tobías Chaparro, acordeonista de un grupo de ideas anarquistas, había sido siempre de conducta licenciosa, haciendo alarde de su vida de escándalo con mujeres de mala nota y engañando y seduciendo a otras de honesta condición, además el Tobías Chaparro al iniciarse la cruzada huyó de Valdelpino, mientras los buenos patriotas luchaban con denuedo, arrojo y heroísmo por arrancar de las garras marxistas la zona, mientras dicho señor vivía como un cobarde, sin exponer nada por la patria, hombre sin honor ni dignidad, su mala fama y desprestigio era público y notorio, sus actos eran como azadonazos que ca-

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varon la sepultura de la patria, su ideal fue el juego, la corrupción de las mujeres y el engaño, nunca se movió por otros principios que por su egoísmo a costa de hundir las buenas costumbres y a nuestra patria. En testimonio de verdad, lo firmo y lo sello. Solamente Rosendillo Naranjo se libró de la persecución, porque para aquellas fechas ya había marchado voluntario al ejército.

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III

Que el obispo de esta iglesia goce ahora contemplando cara a cara, aquella misma verdad que ya cuando vivía en la luz limitada de este mundo, vislumbró en la palabra de Dios y predicó a sus hermanos.

AQUELLO que acababa de decir el cura de que vislumbró la palabra de Dios y predicó a sus hermanos le pareció a Liberto que hacía referencia a Celesto Manso cuando se marchó a estudiar a la Escolanía. El primer verano que volvió al pueblo de vacaciones, venía como asustado, hablando de extrañas historias de niños castrados, con miedo a que llegaran a castrarle también a él. Lo hacen para que la voz se mantenga siempre pura y lim-

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pia, le confesó obsesionado, y entonces para tranquilizarlo, se lo preguntaron al tío Melitón, que era capador, y éste se echó a reír diciéndoles que eso no podía ser cierto, capar a los curas, que nunca había oído tal cosa, porque habéis de saber muchachos que los curas tienen hijos como cada cual, que a los curas todos les llamamos padre, menos sus hijos verdaderos que les llaman tíos. Después se fueron a la biblioteca donde había un diccionario enciclopédico que ocupaba todo un armario y allí buscaron palabras como cura, castrado, castración, testículo, hasta acercarse a la horrorosa realidad que atormentaba a Celesto, en la que el niño era drogado con opio por la madre o alguna criada y se le introducía en una bañera con agua muy caliente para suavizar las partes y hacerlas más insensibles. Voces angelicales, voces puras que enamoraban por igual a hombres y mujeres y a los que ofrecían coronas de laurel y reproducían en miniaturas. Miles de niños castrados en la clandestinidad, donde nadie sabía ni cómo ni dónde: los de Milán contestaban que en Venecia, los de Venecia que en Bolonia, los de Bolonia que en Florencia, los de Florencia que en Nápoles y estos que en Roma...

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Oremos. Oh Dios que pusiste al frente de esta familia tuya a nuestro hermano Celesto haz que el que fue pastor de esta Iglesia pase ahora al banquete festivo de Su Señor. Por Nuestro Señor Jesucristo.

Un banquete festivo a ver si engorda de una vez la Jovita que está, estaba, en los puros huesos, al contrario de la Damiana que era rolliza y colorada, aunque caminando se fatigaba enseguida y se ponía a sudar hasta empapar toda la ropa. A esa déjamela a mí, anda retírate, que ahora me toca a mí, adentro no, sólo por encima, qué horror, que esto sólo se hace por amor, pero luego os echáis novia y a mí para esto sí, pero después si te he visto no me acuerdo. Bendita sea tu pureza, y eternamente lo sea. Más puras que nadie, casado, pero se iba a enterar ese con quien se gastaba los cuartos, que nosotras por encima de todo éramos gente decente, y a ver cómo convencía ahora al tribunal de que él no había estado en el cuartón de Santa Tecla, y de que no había participado en el asesinato de los ocho que estaban presos, que lo pasado pasado estaba y aquello eran chiquilladas entre los trigales y el sol y el zumbido de las

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moscas. Que no se pensara que por estar casado con la Amparito la hija de Don Bonifacio el abogado la cosa estaba resuelta, porque también había un recado para el suegro, que todo el mundo sabía que era un masón y de poco iba a servirle la toga, ni tanta concurrencia a la iglesia y tanta reunión con la gente de bien para disimular, porque hasta en los periódicos se había publicado lo de que las logias y el Komintern recomendaban a sus adeptos que adoptaran una posición hipócrita y taimada cesando de poner obstáculos a la idea nacionalista pero cuidándose de alejar del poder a los nacionalistas más intransigentes, y Don Bonifacio, como todo el mundo conocía, era un viejo lobo con piel de oveja que ya había sido expulsado del casino por difamar al General Primo de Rivera y al celebrarse las elecciones de concejales el año 1931 presentó candidatura como republicano independiente lanzando unas octavillas de propaganda hechas en la imprenta de Terencio Suárez que entre otras cosas decían que su padre había sido el primero en dar el grito de rebeldía en Cuba y que él, como era de su sangre, también lo daba en contra de la odiosa Dictadura de los Militares a los que había que extirpar y otros tópicos parecidos haciendo alarde de su republica-

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nismo en todos los lugares y momentos, amigo íntimo de todos los del Frente Popular como para tener escondido en su propio domicilio a Don Ubaldino Peña al que buscaban las turbas para asesinarle; y un día sostuvo en la vía pública una riña con el carnicero, Sr. Cabrerizo, teniendo que intervenir una patrulla de milicianos pretendiendo detener a los dos; entonces Don Bonifacio, en presencia del Sr. Cabrerizo, se dirigió a los milicianos en estos términos: “a mí no me podéis detener porque soy mucho más izquierdista que vosotros, porque soy masón, y para convenceros acercaros hasta mi casa y lo veréis”. Al salir los milicianos se llevaron detenido solamente al Sr. Cabrerizo y a Don Bonifacio le dejaron a la puerta de su casa despidiéndose de él con muestras de acatamiento a un superior. Por si todo esto fuera poco, Don Bonifacio nunca fue molestado durante el tiempo de dominación roja, antes bien facilitó chapa de su propiedad para blindar un camión para el Ejército Rojo que se construyó en esta ciudad, Pepe, el municipal fue testigo de ello. En aquellos días, yo, Daniel, estaba llorando y oí la palabra del señor:

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Serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora.

¡Más que difíciles! Aunque vistos desde aquí parece como si no hubieran existido nunca. Y la Damiana, con aquellas tetas descomunales que tenía y aquella risa simple, un poco boba, que le brotaba en los momentos más inoportunos y le dejaba a uno como sin ganas, y luego las denuncias, y el odio que acabó destruyendo a la Amparo, su pobre mujer que fue la verdadera víctima de todo aquel juego estúpido, que no le tocaron más que sufrimientos, la boda, el embarazo, y al poco tiempo a ver cómo podía librarle a él de la pena de muerte y luego un mal parto en el que dejó la vida.

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IV

Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para la vida perpetua otros para la ignominia perpetua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia; como las estrellas por la eternidad.

JUSTICIA, sí, muchos se despertarán del polvo para la vida perpetua, los que cantaban a su alrededor, los mismos de entonces de las denuncias, marxista, rojo, colaboró con las partidas armadas de milicianos haciendo guardias e intervino en el asalto a domicilios, asesino, corrupto, perverso, ladrón, sacrílego, libertino, que con el pretexto de ser músico y tocar la gaita y el saxofón, asistía a todas las fiestas, frecuentando las casas de leno-

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cinio y de juego, todo eso y más, pero luego, las mismas gentes, cuando su regreso, se perdían en elogios, Don Liberto Bermejo, oh, sí, Presidente, cuánto se le ha echado en falta, tanto tiempo, lo mejor de lo posible, la ecuanimidad, la sabiduría, la ponderación, la generosidad, la cordura; pero las censuras y los elogios hacía tiempo que habían dejado de preocuparle. Quería despedirse de Celesto, su viejo amigo, con el que esta vida le unió en tantas situaciones inolvidables. Qué sabían todos estos que ahora cantaban frenéticamente alrededor del catafalco del obispo muerto, viéndole en el cielo con los ojos de la carne pidiéndole que no olvidara reservarles desde allí un puesto cómodo, en un lugar caliente... Sin embargo, él le veía muerto en el féretro, pero vivo en el recuerdo, entre mil pensamientos que no sabría decir si buenos o malos, pero que, en todo caso, nada tenían que ver con su viejo afecto, y su respeto: pensaba en Lupita, allá en México esperando su regreso, en sus hijos, Porfirio, Carmela y Adelita, qué lindos, con qué empuje crecieron hasta encontrar cada uno su camino, haciendo su vida, pensaba también en Mamerto con sus patas de caballo y en Rosendillo

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Naranjo, y en el tío Vitaliano, y en esta mujer que tenía plantada delante, y que con la imagen de su cuerpo le estaba zarandeando la cabeza con el viejo recuerdo de su Lupe, de su chamaca Lupe, la piel suave, sus caricias, su perfume, y dejándole atónito desde el momento mismo que la vio. El señor es mi pastor, nada me puede faltar. El señor es mi pastor, nada me falta en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y recupera mis fuerzas.

Las tranquilas fuentes de las que hablaba el cura le trajeron algunos versos de Rosendillo Naranjo: Dichoso el pastor que en la alegre sierra entre mil fontanas cuida sus ovejas cruzando collados cruzando praderas y allá junto al río de mansa ribera ver bajar el agua besando las piedras.

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Declamando en alta voz, derecho en medio de la zapatería con los brazos levantados como un director de orquesta, presa de un extraño arrebato entre lírico y guerrero, del que el tío Vitaliano trataba de despertarle: muy bien, pero los pastores son parte de la masa obrera, Rosendillo, y son seres explotados, ¿cuánto cobra el dichoso pastor de tu verso?, ¿y qué es de su mujer?, ¿y sus hijos, cuántos tiene? Volvió vestido de uniforme a Valdelpino y así se mantuvo días y días, como en milicia permanente. Botas altas, galones, metales relucientes por el pecho y las bocamangas y un paso marcial por la calle, silbando o musitando marchas castrenses. También en su casa introdujo el nuevo estilo. La humilde barbería que ya su padre heredara de su abuelo y que casi durante cien años se anunciaba con letras sencillas en la parte superior del marco de la puerta, fue sometida a un cambio radical: el viejo cuarto fue ampliado al añadirle otras dependencias hasta entonces dedicadas a cuadra de cabras y almacén de piensos. Cuando hubo concluido la obra de reforma, cambió el mobiliario y los espejos, colocando un cartel que abarcaba casi el frente de la casa y en el que se destacaba el texto con grandes letras góticas: Peluquería General. Se arreglan cabezas.

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Servicio Higiénico y Patriótico. Además del rasurado de la barba y el recorte del bigote de moda (trazo fino y perfilado sobre el borde del labio superior), los cortes de pelo tenían varias modalidades: al cero, al uno, corte con gallo, corte a cepillo y corte normal o patriótico. También se ofertaban otros cortes más sofisticados como esculpido a navaja, quemado de puntas, aunque estos en realidad sólo se anunciaban como prueba de lo nutrido del repertorio y de la calidad del servicio. Personalmente, Rosendillo recomendaba el cero para después de las enfermedades o para ir a la mili, el gallo para los niños hasta la edad de catorce años, el flequillo para los adolescentes y algunos hombres maduros y el normal para los caballeros. Muestra de cada uno de los cortes y de distintas formas de bigote podían verse expuestos en fotografías y grabados colocados en las paredes del salón. También hacía pelucas. Compraba trenzas largas, algunas de ellas fruto de promesas cuaresmales, y las peinaba separando el cabello en largura hasta obtener el necesario, después lo colocaba en un armazón... En los ratos libres tocaba a veces solos de corneta para ensayar la diana, oración, retreta, silencio. Ni siquiera en la peluquería se desprendía del

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uniforme que conservaba debajo de la blusa blanca. También dedicaba algún rato de la tarde a componer versos que guardaba celosamente en una gran carpeta y que gustaba declamar en la zapatería del tío Vitaliano: Salve, patria, voz del pueblo eco eterno de la historia que entre laureles de gloria cantas canciones de amor; nombre que fragua en el pecho el valor más encendido fogosamente esculpido en el yunque del honor. Nombre por el que tus hijos su dulce paz inmolaron y a la lucha se lanzaron por levantarte triunfante; nombre por el que el soldado entre el inmenso fragor del cañón devastador su vida te dio arrogante...

El tío Vitaliano una vez que la emoción de Rosendillo se amainaba trataba de preguntarle ¿qué es el pueblo?, ¿quiénes son las masas proletarias? ¡Deberías interesarte más por todas estas cuestiones, leer otra cosa que los versos! La vida es poesía, replicaba Rosendillo Naranjo, y lo que no es

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poesía es naturaleza mortal, no me interesa. Aquel Rosendillo Naranjo, que dedicaba de forma incansable sus versos a la patria, a los padres, a la virgen, a los montes, al sol y a las tinieblas, volvió a marcharse al ejército, donde Celesto Manso le hizo llegar la noticia del presidio y de la condena de muerte de Liberto Bermejo. Todo esto constaba en el Sumario. Allí estaba la carta de Rosendillo Naranjo, cosida entre el resto de los documentos. Con el mismo énfasis que escribía sus versos, más para ser recitada desde un escenario que para ser leída por miembros que componían el tribunal, decía: Juro por mi honor de Oficial del Ejército que conozco a Liberto Bermejo desde la infancia, así como a toda su familia, que durante muchos años formamos parte de una orquesta cuyos ensayos se realizaban unas veces en la zapatería del Tío Vitaliano y otras en la Peluquería que yo entonces atendía en Valdelpino. Que habiendo tenido noticias de que se han presentado contra él algunas denuncias, como consecuencia de las cuales se encuentra dentro de un proceso sumarísimo, me siento en la obligación de manifestar, deseando que mis palabras sirvan de aval de su conducta, que tanto su familia, como él mismo, mostraron siempre costumbres ca-

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tólicas, amantes de la Iglesia y del orden, asistiendo a cuantas ceremonias hubiere lugar, la mayor parte en mi compañía, y que tras larga convivencia siempre observé en él un amor a Dios y a la Patria sin límites, poseyendo un gran sentido del honor, siendo generoso y prudente, y cuando en alguna conversación se suscitaban cuestiones morales o políticas, salía siempre en defensa del desvalido hasta el punto de que sus opiniones fueron decisivas para encauzar mi vida al servicio de la patria. Por todo ello me atrevo a aventurar que las denuncias contra él serán seguramente fruto de exageraciones malintencionadas y no reflejo de la realidad. En consecuencia reitero mi juramento de oficial en todo lo anteriormente expuesto, lo cual ratificaría gustoso donde procediera, si la superioridad lo ordenara...

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V

El Señor es mi pastor, nada me puede faltar. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan...

DESDE las vidrieras descendía una luz que impedía ver con nitidez la cúpula dorada en su totalidad. La sobriedad de la piedra y la madera, los cantos fúnebres y la muchedumbre apiñada, formaban un solemne escenario. Recordó Liberto cuando Celesto Manso entró en su celda. Se le veía asustado, hablaba titubeando y sudoroso, atrapado por el alzacuello de la descuidada sotana negra. Su corpulencia y robustez no se correspondían con las palabras tímidas y amedrentadas: “no puede pasarte nada, hay que hacer algo, buscaremos quien interceda en tu caso, tranquilízate”.

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Pero Liberto, tras conocer la condena de muerte, se había sumido en una especie de anestesia y abandono. Allí en la celda, Liberto rastreaba el suelo con la mirada o miraba el cielo lejano y plomizo a través de la pequeña ventana de la pared. Las paredes húmedas y el suelo de piedra por el que transitaban a veces las hormigas. Se resignaba a la muerte por momentos y en otras ocasiones se levantaba en él un huracán de cólera y rebeldía. No podía morir. Nada de lo que se le acusaba era como se le había relatado. Además, no habían pasado cuatro meses desde su matrimonio y su mujer estaba embarazada, le necesitaba más que nunca, no quería morir; pero después, ante la impotencia, volvía a sufrir como un desmayo interior, la desesperación: a la mierda la vida y la muerte, los ojos y los oídos se llenaron de alquitrán y todo se confundió en una gigantesca bola de inmundicia, el mar, las voces, las nubes, el ruido de las ametralladoras. Recordaba a su madre, frágil imagen sentada frente al fogón de la cocina con la caja de costura sobre las rodillas. El color blanco de su cabello, sus ojos de un azul intenso, llenos de luz y bondad, esperando siempre, siempre resignada, perseverante y alegre, y a su padre, levantándose al alba cada día, saliendo de

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casa hacia el trabajo para volver cansado al caer la tarde con alguna herramienta entre las manos. Amparo, su mujer, comenzó a visitarle en las noches, difuminada en sueños, entre bosques, cantos de pájaros, perfume de margaritas, nubes. Sus cuerpos ingrávidos traspasaban las paredes, se sentaban al lado de los ríos, y hablaban sin cesar. A veces llegaba acompañada de otros personajes que él desconocía o apenas recordaba, como si comenzasen la existencia de otra vida. Con estos recuerdos volvió a sentir Liberto un aire de esperanza. Entonces fue cuando Celesto Manso le trajo el saxofón barítono y como en la escuela de Valdelpino, antes de que Celesto marchara a la Escolanía, comenzó a cantar suavemente, mientras Liberto soplaba en el saxofón, acompañándolo: Por ser amiga de diversiones porque fue alegre en su juventud en coplas se vio la Dolores la flor de Calatayud.

Se movió la mujer que tanto le recordaba a Lupita cuando joven, y su cuerpo macizo, discretamente ceñido dentro del vestido, dibujó más nítidamente su anatomía, la espalda, los hombros, las piernas. Celesto volvía cada tarde a la

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celda de Liberto y le traía encargos y noticias. Por las noches Liberto se quedaba solo y venían los guardias recorriendo las celdas para llevarse a alguno. Luego dejaron de hacerlo. Fue cuando le invadió de nuevo un miedo invencible, miedo a una esperanza infundada, miedo a que se hubieran olvidado casualmente de su existencia, miedo, ganas de llorar, deseos de morir de una vez, de desaparecer para siempre. Cielo cobalto desplegaba recuerdo vago espigas también, en vaivén de oros, padre encorvado caminando sobre surcos, perro blanco con pintas oscuras rastreaba surcos, aullaba a las espigas pájaros en vuelos circulares, moscardones zumbantes una y otra vez, julio, quizá también agosto. Búscala, busca, busca, el perro olfateaba, el sol quemaba el azul que se hacía fuego, una plaga de soles acababa con espigas, ojos de espigas brillaban en el aire en la era, mulas daban vueltas tirando de perros que ahuyentaban moscas con el rabo, botijos al aire, saltaba el chorro de agua a la boca, arre, arre, a ver cuantas fanegas este año, bebe tú también échate un trago, buena cosecha, para ir tirando solamente, antes de las lluvias, meter la paja, el año pasado el granizo, la plaga hace dos años, como nube, cayó como incendio

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voraz, todo roído y muerto, sólo cuervos graznando después, tocarás el chiflo a la tarde cuando el sol comience a ponerse, esto no es vida, siempre a merced del tiempo, esto no es vida, el saxofón se lamentaba, Carlos Marx levantaba la batuta en el aire para que prestaras atención a la partitura. Tranquilízate, Liberto, le repetía Celesto, no está todo perdido, ya lo verás. No va a pasarte nada. Tenemos mucho que hablar todavía. Liberto se acostumbró a su presencia y esperaba con alivio la hora de su visita, en la que no le hablaba del cielo ni del infierno, tan solo en algún momento de la confianza, la caridad y la esperanza. El Señor es mi pastor, nada me puede faltar. Preparas una mesa ante mí enfrente de mis enemigos.

A los pocos días, Liberto cayó con fiebre y hubo de ser trasladado a la Enfermería. Después, de forma inesperada se le conmutó la pena de muerte y aún no restablecido del todo fue enviado a un campo de trabajo. El desolado barracón. Las colchonetas extendidas sobre el suelo, una cuchara, el cántaro volcado. Un sol de limón en los fríos amaneceres. Pequeñas calles bordeadas de piedras encaladas. Viento de arenilla oscura, vien-

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to de arenilla marrón, viento gris-marrón de las mañanas frías. Ruido de cazos y cucharas. Sacudir de mantas. Cien, doscientas, ochocientas cabezas al sol, guardando espacios y distancias. Lejos pasaban los trenes perdiendo su bufanda gris, y caía la noche borrando montes y encinas. Quedaba una bombilla derramando su baba fina y amarillenta sobre los barracones. Había en el barranco un intenso miedo en los inquietos ojos de las ratas más grandes. Los guardias del campo recortaban su silueta en la luna.

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VI

Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del señor por años sin término.

PRONTO supo que el campo de trabajo estaba cerca de Portugal. El encargado de transportar la basura era de Valdelpino. Se llamaba Celedonio, un hombre gordo y blasfemo. Entraba y salía del campo llevando un carro tirado por un mulo sin que los soldados de la vigilancia le prestaran la menor atención. Liberto le prometió favorecerlo si le ayudaba a salir de allí. Celedonio le explicó que la mejor manera de hacerlo sería hacia el oeste. La salida sólo era posible por la frontera de Portugal. Te llegarás hasta Soto Serrano y allí preguntarás por Eulogio Corral, un hombre tuer-

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to que vive al lado de la panadería y que trafica en bacalao, vino y legumbres, pasando frecuentemente la frontera. Le dices que vas de mi parte. Un día, Liberto se vistió con ropas de paisano, se metió entre la basura y Celedonio arrojó sobre él algunos cubos hasta ocultarlo. El peso se le empezó a hacer insoportable y cuando estaba dispuesto a desistir, el carro comenzó a deslizarse. Una vez fuera del recinto, esperó la noche, y comenzó la fuga campo a través de la oscuridad, una carrera en medio de un horizonte desierto donde algunos árboles susurrantes levantaban sus brazos amenazantes como para delatarle. La angustia le subía desde el vientre hasta la garganta y el corazón le golpeaba en el pecho. Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo.

Encontró a Eulogio Corral quitando los aparejos del caballo. Eulogio le hizo algunas preguntas y le invitó a un vino y un cigarro. Se alegró de saber de Celedonio, pero sin dar demasiadas muestras de amistad. No habló para nada del campo de trabajo, ni de política. Sólo dijo: sí,

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aquí están mal las cosas, bastante mal, desde luego. Cada uno a su avío, sabe usted. En el carro había un falso suelo en el que apenas cabía una persona tumbada y encogida. Eulogio le explicó que aunque el viaje podía hacerlo sentado entre unos sacos de patatas, en caso de necesidad tendría que meterse allí. Tardaron dos noches en atravesar las Hurdes hasta llegar a la frontera, donde entraron por Puebla de Azaba. Eulogio se despidió deseándole suerte. Después, caminando, subiendo en los trenes en marcha, pasó por Belmonte hasta Castelo Branco y de allí a Lisboa. Había oído que desde Portugal podría marchar a África o a América. México sería quizás el país más dispuesto a dar entrada a los españoles evadidos. En Lisboa no existía una embajada mexicana, aunque sí un consulado, pero allí le explicaron que no podían recogerlo ya que dada su situación podría resultar altamente peligroso, “pero no pierde usted nada visitando a Don Protasio Mendes, vive tres calles más abajo, en el número doce” Todos compareceremos ante el tribunal de Dios, porque está escrito: “Por mi vida, dice el Señor, ante mí se doblará toda rodilla, a mí me alabará toda lengua”.

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Por eso, cada uno dará cuenta a Dios de sí mismo.

Mientras pensaba en el recibimiento que le hizo en Portugal Don Protasio Mendes, las palabras del celebrante le trajeron la letra de la Internacional: Ni en Dios, ni en reyes, ni en tribunos /está el supremo salvador. “Nada de embajadas”, le dijo Don Protasio, “la cosa está que arde y nadie quiere complicaciones. Las embajadas tienen sus compromisos y sobre todo un miedo irracional a los espionajes, no quieren líos, ya me entiende, a la primera de cambio le entregan a la guardia portuguesa que tampoco anda con remilgos, le devuelven rápidamente a España o le encierran en la cárcel, y no exagero, que la Caleia de Alsube está llena de españoles”. Con los consejos y ayuda de Don Protasio, Liberto se dirigió al puerto, y desde allí, en un barco lento y renqueante, salió rumbo a México. Dormía en las bodegas, y colaboraba en las tareas de la cocina donde gobernaba Cándido, un castellano mofletudo de barba y cabellos hirsutos, que le fue dando a conocer entre la tripulación: el capitán, Elpidio, un hombre cachazudo y terco, Casiano, el contramaestre, corpulento de mediana edad y Ju-

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lián, un marinero joven de gran experiencia ágil y alegre. El barco llevaba más de dos años sin entrar en dique y en sus fondos se habían criado algas, percebes, mejillones, que más que el casco de un barco parecía una roca flotante. Casiano, el contramaestre, era un hombre de un comportamiento primitivo y singular. Nacido en un pueblo de La Coruña, llevaba afeitada la cabeza, de rostro atezado y enjuto surcado por dos profundas arrugas que separaban las mejillas y los carrillos del mentón en el que aparecía una perilla negra como el azabache, el torso descubierto por completo y lleno de tatuajes que se extendían a los brazos y antebrazos. Cubría la cabeza con una visera y llevaba anudado el cuello con un breve pañuelo blanco. Uno de los días, Liberto comenzó a sentirse mareado. Cuando Casiano le vio tendido en el suelo después de haber vomitado, dándole una palmada en la espalda, le llevó a su camarote en el que existía un olor penetrante a brea y alcohol. Apenas hubieron entrado puso sobre la mesa unos vasos que llenó de un líquido incoloro, al tiempo que como adoctrinándole le decía a Liberto: tocino y orujo, es lo mejor para mantenerse en forma, medio kilo de tocino diario y por lo menos media botella de orujo, y se acabaron

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las enfermedades y los fríos. Porque las enfermedades, como el mareo, vienen del miedo, y no hay que dejarse vencer por el miedo, hay que hacer frente a la situación para que no aparezcan fantasmas. No hay mejor cosa para ello que mantenerse fuerte, comer mucho tocino y beber orujo, buen orujo, como este que yo tengo. Y ya ves, ni frío en invierno, ni calor en verano. De cuando en cuando se descubría la visera para secarse el sudor o para sacudirla entre las manos. Protegía las muñecas con brazaletes de metal sobre los que podían verse cabezas de clavos y tornillos. Comer, beber y fornicar. Sólo el cuerpo es el que sabe lo que verdaderamente necesita, y hay que saber escuchar al cuerpo. Un día me llamó el capitán para decirme que me estaba matando por comer tanto tocino y beber tanto orujo, y que debía de comer la dieta del resto de la tripulación, y ¿sabes lo que le contesté?, que a mí no me viniera con esas, porque si se ponía así, que en adelante no contara conmigo, que me largaba del barco, y me dejó de monsergas, y aquí me tienes, de norte a sur, con bonanza y tempestades, con calores que hacían hervir el agua en las chapas de la cubierta o con un frío como en el Canadá que te dejaba las lágrimas de los ojos como cristales y que tenías

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que quitártelas despegándolas con los dedos. Y sin embargo, yo como si tal cosa, a pecho descubierto por el puerto y cuando abandonamos el puerto para ir a la ciudad, y la gente me veía pasar desnudo por las calles, me echaba las ropas desde las ventanas pensando que no tenía dinero para comprarme abrigos o cosas así. Y con el calor, lo mismo, te puedes imaginar por África, los negros que trabajaban cargando madera en el barco me traían sus hijas y sus hermanas hasta el camarote pensando que así ganaban mis favores. A veces tenía que llamarles y devolverles a alguna de ellas porque eran casi unas niñas. El frío y el calor le templan a uno como al acero, pero no lo olvides, mucho tocino y orujo, mucho orujo, y no hacer caso de médicos ni de libros, que lo único que me pesa es el haber aprendido a leer, porque por las letras es por donde entra la enfermedad y la maldad. Si algo hay malo en mí, es lo que me ha venido por los libros. Ah, y otra cosa importante, no caigas nunca en esa tontuna que dicen que es el amor, porque entonces, entraría en tu cuerpo una debilidad tal que cualquier enfermedad o desgracia acabaría contigo. Tocino y orujo. Salud.

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VII

Aleluya, aleluya, aleluya. Yo soy la resurrección y la vida —dice el Señor— el que cree en mí no morirá para siempre.

LLEGABA el amanecer con la tenue luz de la aurora, aumentando gradualmente en intensidad, extendiéndose por el cielo. Algunas estrellas persistían tenaces en mostrar su centelleo. Surgían de las sombras las figuras plateadas de las ballenas flotando y sumergiéndose perezosamente para asomar de nuevo sus lustrosos lomos sobre la superficie del mar, lanzando al aire potentes surtidores de agua y espuma. Apuntaba el sol entre inquietas nubes que pasaban amontonándose y empujándose. El mar, el cielo, el sol, la brisa, días y días a diferentes rumbos, atravesando in-

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mensas llanuras cubiertas de hierbas acuáticas bajo las cuales se deslizaban multitud de peces, a veces arreciaba el temporal, bajo una lluvia torrencial acompañada de rayos que iluminaban el horizonte. Dormía en la bodega, rendido por el sueño, el mareo y el temporal. Le llegaban entonces imágenes y ruidos de la celda, quejidos en voz baja, la humedad en el cuerpo, la penumbra, truenos, quizá cañonazos, vigas caídas por el suelo, cascotes, ruinas entre las que asomaban fotografías familiares abandonadas, libros abiertos por el viento, armarios reventados, perros aullando arrimados a las paredes con el rabo entre las piernas. El mar se tornaba en hirviente espuma que al batir contra el casco lo cruzaba de banda a banda... Otros días el tiempo era bueno, el viento fresco, la mar rizada, el cielo azul purísimo, los horizontes diáfanos y el barco navegaba con velocidad pero sin esfuerzo. La vida a bordo se deslizaba sin sobresaltos, y la alegría iba creciendo a medida que surgían señales que anunciaban la proximidad de tierra. Parecía imposible volver a respirar y continuaba respirando, parecía imposible vivir y sin embargo continuaba viviendo. Todo aquel drama que pudo haberle costado la vida podía resumirse en una adolescencia ingenua, su

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afiliación al sindicato, una denuncia y el ojo certero y amenazante de un fusil, con una condena a muerte; fue entonces cuando comprendió la futilidad de las ideas, cómo aquellas que hacen posible la vida pueden ser las que le lleven a uno a la muerte. Un zarpazo que de pronto le había arrancado la tierra, la mujer, la hija, para arrojarlo definitivamente al exilio. Sólo la eternidad y México para empezar de nuevo: la calle, la carnicería, la venta de libros a domicilio, Araceli Fosati, la asaduría de pollos, Lupita... Liberto era el encargado de recoger, pesar y pagar la carne que traía Mamerto del Torno, un español emigrado que se ganaba la vida cazando caballos salvajes y vendiendo la carne de aquéllos que no sobrevivían a sus acosos. Le contó que se llamaba así por haber sido encontrado en el torno de un hospicio el día de San Mamerto, que se crió en el hospicio al cargo directo de una de las monjas, cuyo nombre era Sor María Madre del Niño Perdido, y cómo la monja supo criarle y cuidarle como nadie en este mundo lo hubiera podido hacer. Apenas recién recogido del torno, Sor María observó que el pequeño tenía los pies torcidos en una postura en la que al intentar ponerlo de pie solamente se apoyaban los dedos en el suelo. Era como si el pie no

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pudiera flexionarse y se mantuviera en una extensión incorregible. Sor María lo comunicó a la Superiora y avisaron de ello al médico encargado del hospicio. Cuando el médico lo examinó habló de los pies equinos, y aunque recomendó algunos vendajes, acabó por confesar que la única solución, si es que la había, era quirúrgica. Sor María Madre del Niño Perdido se aplicó en vendar los pies de Mamerto con esmero, sin embargo ningún tipo de modificación anatómica se hacía visible. Por el contrario, las uñas fueron fundiéndose unas sobre otras y a lo largo de unos ocho meses, los pies habían tomado la forma clara de un casco de caballo. También las piernas se fueron cubriendo de un pelo fuerte y duro de color rojizo que llegaba hasta la corona bordeando la parte superior del casco. Mamerto del Torno fue llevado por las monjas a varios pediatras, sin resultado alguno, pasando a la Facultad de Medicina. Allí quedó internado en una sala junto a otros niños y le hicieron todo tipo de estudios analíticos y radiográficos. Uno de los profesores había pasado su infancia en el campo y olvidándose de los tratados de pediatría se atrevió a opinar con las palabras que le dictaba su corazón: Mamerto no tenía un pie equinus, sino las patas como los caba-

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llos, con su pierna, su punta del corvejón, su corvejón, el espejuelo, la caña, el menudillo, la corona, y el casco con la pared claramente diferenciada. Cuando lo dijo en el anfiteatro de la Facultad, el catedrático de pediatría y los otros profesores adjuntos no dijeron nada, se miraron perplejos en silencio hasta que uno de ellos, con una medio sonrisa se atrevió a insinuar que habría que trasladarlo a la Facultad de Veterinaria. Sor María Madre del Niño Perdido lo llevó varios días a la Facultad de Veterinaria. Allí volvió a repetirse el mismo auto teatral que en la de Medicina, variando únicamente algunos hallazgos: su caso pertenecía claramente a los mamíferos de pezuña entera, esto es, solípedos, imparidigitados o perisodáctilos, o dedos impares, a diferencia de los de pezuña hendida que constituían el orden de los bisulcos paridigitados o artiodáctilos, de dedos pares, y así como en éstos últimos, los bisulcos de pezuña hendida, el eje del pie pasaba por entre los dedos tercero y cuarto, que son simétricos entre sí, apoyándose el pie principalmente en estos dos dedos, en aquéllos, en los solípedos, como era el caso de Mamerto, el eje del pie pasaba por el centro del tercer dedo, que era simétrico en sí mismo, constituyendo el principal punto de apo-

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yo de la extremidad... Idas y venidas a la Facultad de Veterinaria, hasta que cansada Sor María de divagaciones, conjeturas, teorías e hipótesis decidió criar a Mamerto conforme a su naturaleza. Así Sor María pudo observar cómo Mamerto mostraba una inclinación morbosa a pisar, a tumbarse e incluso a revolcarse en el barro. Sor María aprendió a secar el polvo húmedo y desprenderlo después con un cepillo con paciencia. Aprendió también que Mamerto no se beneficiaba con lavados constantes porque disminuía la resistencia al agua de su pelo. Diariamente limpiaba por dentro los cascos, cepillaba el pelo utilizando un cepillo de cerdas cortas y suaves, y les aplicaba un aceite que mejoraba su aspecto impidiendo al mismo tiempo que se secaran o se volvieran quebradizos.

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VIII

Padre, este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo.

FUE CUANDO organizaron la Orquesta Charlestón, por las tardes en la zapatería. El tío Vitaliano con el cuello flexionado metía y sacaba la lezna en las suelas de los zapatos o golpeaba sobre el pie de hierro con el martillo, hasta que llegaban todos, y entonces se levantaba del asiento, se quitaba el delantal de piel y tomaba en sus manos la gaita para empezar los ensayos. En los breves descansos el Tobías hablaba de la próxima fiesta de Corbión a la que le habían invitado, o del pasacalles que

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habrían de dar en Castronido, o que debían de cambiar el repertorio. El tío Vitaliano apenas se inmutaba. Tanto daba un pueblo que otro. Los pueblos eran el pueblo, al fin y al cabo, pues como decía Mao —sentenciaba—, el pueblo y sólo el pueblo es la fuerza motriz que hace la historia mundial. Y nosotros nos debemos al pueblo, nuestra música es música para el pueblo al que debemos divertir, distraer, formar y querer, porque los que integran las filas revolucionarias deben cuidarse entre sí, tenerse afecto y ayudarse mutuamente... Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste.

Stalin, siempre Stalin, con sus bigotes desmesurados, peinados sobre las comisuras, los pómulos como montañas sobre las que miraban los ojos rasgados, la única fuerza que obliga al cambio era la energía revolucionaria de las masas, Stalin mirando las masas desconcertadas por los viejos y polvorientos caminos, el pueblo apiñado en los puertos esperando embarcarse, los tíos vitalianos y melitones escondidos debajo de los montes, y

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Stalin peinándose las puntas de los enormes bigotes y las cejas enfundado en su guerrera de cuello alto. Le llegaron las primeras noticias de Amparito, su mujer. Los guardias iban y venían a su casa, una y otra vez, preguntaban, no cesaban de preguntar, querían saber cosas de Liberto, con quien se relacionaba, qué cartas recibía, qué libros tenía, qué comentarios hacía. A veces la llevaban hasta el cuartel y entonces los interrogatorios eran más minuciosos, casi interminables. Pero la Amparito sabía poco de lo que ellos querían saber, no sabía nada, no entendía nada de lo que estaba pasando, no alcanzaba a conocer el motivo por el que le hacían tantas preguntas, ni por qué Liberto había sido condenado a muerte. Lloraba sola. Había escrito a Teresa, su amiga del colegio que estaba casada con un capitán de Infantería explicándole aquella pesadilla, había visitado a Don Ramón el canónigo del que se decía que tenía muchas influencias en asuntos políticos, había ido a ver al Gobernador y se había caído delante de él de rodillas suplicándole para que hiciese algo por Liberto. Unos meses más tarde supo de la muerte de su mujer en el trance del parto. Tampoco la niña pudo lograrse, le dijeron. La desesperación y el

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odio brotaban dentro de él como en un volcán. Le habían convertido en polvo, en un grano de arena perdido en el desierto de la humanidad trashumante. Gente de orden, y él con las hordas marxistas como decían la Jovita y la Damiana. Esta gente un buen día se había puesto a pensar que el vecino era diferente, y por lo tanto peligroso. Y no teniendo más que decir por ser lo expuesto la verdad, le pasó el turno a su prima la Jovita que manifestó que en los últimos días de abril y por referencia de Juan Gordo, procesado en Valdelpino, tuvo conocimiento de que Liberto Bermejo la noche del doce al trece de agosto de mil novecientos treinta y seis concurrió voluntariamente al local de Santa Tecla, donde fueron maltratados los ocho detenidos que allí había, siendo después conducidos en coches fuera de la población y asesinados, entre cuyas víctimas figuraba un hermano de la denunciante llamado Saturnino, ignorando si el citado Liberto concurrió en estos actos, aunque tiene noticias de su marcada significación marxista durante la dominación roja del pueblo, y de sus insultos al ejército nacional infundiendo gran temor ante aquellos que pudieron librarse de correr la suerte de las ocho primeras víctimas, pues en todo momento se destacó

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en defensa de la causa roja, y no teniendo más que decir por ser lo expuesto la verdad, se da por terminada la presente una vez que le ha sido leída y hallándola conforme, la firma con el que certifica. Hermanos: Oremos a Dios padre misericordioso, que nos reúne para celebrar la muerte y resurrección de su hijo, para que conceda la felicidad de su reino a nuestro hermano Celesto, a quien en el bautismo llamó a la vida eterna y en el sacramento del orden puso al servicio de su pueblo.

En México, primero, de empleado en una floristería, después vendiendo productos para la salud por los mercados ambulantes, durante otra temporada vendiendo libros a domicilio, a comisión, enciclopedias, colecciones, la editorial Plus Ultra, de Araceli Fosati, la argentinita. Supérese a sí mismo, aprenda el hipnotismo, hay que ir bien ensayado Liberto, no se puede picar a una puerta sin saber qué decir, la influencia hipnótica hace al hombre nuevo, los hombres prominentes de negocios, los hombres de profesiones, y muchas otras notabilidades, cordialmente aprueban el hipnotismo, todo el mundo puede dominar los misterios ocultos de esa maravillosa fuerza, ape-

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nas quedan ejemplares, adquiéralo ahora mismo si desea de verdad demostrar el valor y la fuerza práctica de esta nueva ciencia, en los negocios, en la sociedad, en el hogar, en la política, en el amor y en las enfermedades, como factor para influir y dominar el ánimo de las personas en su propia casa, adquiera la Filosofía de la Influencia Personal, una obra directamente importada de París y editada por el Instituto Sage, no pierda una verdadera oportunidad, sepa distinguir cuando el sol pasa por su puerta... Araceli Fosati era flaca en extremo, se anunciaba como clarividente y recibía en su casa a todos aquellos que querían saber de su futuro. Otras veces extendía los naipes sobre la mesa, la carta astral o recurría al Tarot, o a las esferas de cristal. No comía, o lo hacía siempre a escondidas. Había cuestiones de las que no podía hablarse en su presencia: sus costumbres respecto a la comida, su delgadez o cosas por el estilo. Tampoco podía siquiera sugerirse algo acerca de su aspecto, sobre todo aludiendo a que hubiese engordado. Todo esto la tornaba excitada y agresiva hasta extremos impensables. Liberto vivió con ella todo un invierno y casi la primavera. Cuidaba el jardín, llevaba el control de la editorial, y hacía fotos por los parques, parejas re-

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cién casadas, muchachitas al borde de los estanques, buscando distintos planos, enmarcadas en ramas arqueadas o al trasluz de los pórticos, persiguiendo sonrisas a través del objetivo, un poco agobiado por la responsabilidad de conseguir una imagen que llevara para siempre el amor en los ojos, volvía cansado de transitar jardines, plazas y arrabales, depositaba el trípode y la máquina en el suelo y se zambullía en las sombras de Araceli Fosati donde brillaban perfiles de jarrones, perros de porcelana, butacones y cojines de raso. En ocasiones participaba en las sesiones espiritistas, sentándose a la mesa acompañando a Araceli y otros visitantes, para anotar las palabras y los ruidos surgidos en cada una de las sesiones. La mesa se movía y de pronto se oían misteriosas voces que deletreaban mensajes, he vivido hace muchísimo tiempo, hoy regreso, mi nombre es Alexis Boorman, nací en Inglaterra en 1585, en el Dorsetshire. Araceli pasaba el día leyendo las obras de Allan Kardec, de Swedenborg, de Madame Blavatsky, de Sai Baba, de Swami Vivekananda, practicando yoga y sometiéndose a masajes de los cuales se encargaba su amiga Olivia Cienfuegos con la que se encerraba en la cámara italiana una hora al día. (“¡Ay, Araceli, sos gata flora, si se lo ponen

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grita y si se lo quitan llora!”) Salía más distendida, dispuesta a volver a ordenar toda la casa. Mira, Liberto, te lo voy a decir orita mismo, porque hay tipos que nacen cagados, como el Pelicano ese, el vendedor de helados que vive con la negra Juanita y no hace más que venir acá para lo del sindicato y lo de un comité de barrio que está organizando y que para ello cuentan contigo, para poder poner freno a tanto desalojo y a tanto policía huevón que anda por ahí detrás de la mordida, pero ya le he dicho que vos estás retirado de esos asuntos, y que te dejen de basurear la vida de una vez, así que vete al boliche Carlitos y tráete un kilo de azúcar y dos libras de chocolate y una barra de pan, y que anote la mercadería en cuenta hasta finales de mes que pasaremos no más a pagarle. La flaca Araceli no comía, sólo picaba germen de trigo, verduras, y dulces, sobre todo chocolate. En los cajones de la cómoda y de los armarios la ropa estaba mezclada con cajas de chocolate y tubos de píldoras laxantes. El ruido de la báscula se oía cada seis horas, que si cien gramos de más, que si doscientos, qué horrible, qué espantoso, así no puedo seguir. Un atracón de chocolate en la despensa, los vómitos después y el ruido de la cisterna.

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IX

Por nuestro hermano Celesto, obispo, elegido para hacer las veces de Cristo en medio de la comunidad cristiana, para que sea contado entre los servidores fieles y reciba el premio de su trabajo, roguemos al Señor.

FUE CUANDO Liberto compró de nuevo un saxofón, y volvió a refugiarse en su música como años anteriores lo hacía en Pandora. A veces salía de aquella isla que era el espacio de Araceli y se perdía con un grupo de amigos que se pasaban la noche en el café la Madrecita tocando y canturreando corridos. ¡Ándele, ándele, no se achique, que la cosa viene brava! Se le fue pegando el lenguaje poco a poco, guitarreando hasta el amanecer, empujándose tequilas para terminar acurru-

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cado echando madres y cantando, como si nada hubiera pasado en su vida, como si fuese lo más feliz sobre la tierra. Y en estas una chamaca se le metió por medio, qué te pasa hoy compadre, ¿qué me va a pasar?, pero la chamaca lo sabía todo, hasta el punto que Liberto nunca hasta entonces había sabido lo poco que sabía y lo que aún le quedaba por aprender. Guadalupe Juárez, Lupita, le vino a él por el saxofón, y él se lo decía, trataba de explicarle que el saxo siempre le trajo suerte, y le contaba cosas de su vida, de cuando aprendió a tocar con el tío Vitaliano y el Tobías, tarari-larilo-lilirayro... primero la gaita y después el saxo con sus lamentos románticos y dormilones; pero Lupita le replicaba, qué bueno, no más, qué cosas le han pasado, se asombraba Lupita, que tenía un pelo negro brillante y liso, y un cuerpo esbelto y ágil, tan ágil como quizá fuese también el cuerpo de la mujer que ahora tenía delante, en la catedral, y que al mirarlo parecía como si adquiriera movimiento, y se imaginaba que por un momento fuera a darse la vuelta para llegarse hasta él con los pechos al aire, y le cogiese por los hombros y le empujara hacia el suelo alfombrado, rodillas, muslo, jazmín, jazmines, la estrecha cintura cimbreante, muslos, penumbra

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entre la carne desnuda, abajo el calor, abajo el jazmín obsceno subía embriagador, la mano deslizándose hacia el calor donde toda la abundancia confluía para absorber, avanzaba, adelante, para perderse entre la cálida avenida de la ciudad que sólo desembocaba en orificios, caracol, suave y lento, abajo se congestionaba la sangre, verga, vergajo, salía el toro de la puerta del toril, como un monte negro que se desplazara corral adentro, el sexo de la vaca, caracol, suave y mucilaginoso, mientras otra vez el olor a jazmín y a interiores, profundo y rosa, le hacía sucumbir en la humedad viscosa, cuerno de rinoceronte ponte, mamporrero, anda majo por la burra, chis, ahora, anda majo, penetraba, buscaba, extraía la suavidad viscosa del caracol que apretaba fuertemente alrededor. Ni siquiera volvió por casa de Araceli, directamente se marchó con Lupita. Mientras él dormía la chamaca se levantó y casi vestida le dijo, tenemos que irnos, es hora de abrir. Siguió pagando las cuotas del sindicato en el exilio, y mantuvo un discreto silencio, porque desde lo de la denuncia había aprendido que las palabras no se las lleva el viento sobre todo si alguien se encargaba de helarlas o convertirlas en cristal y hierro, que unas palabras estaban hechas para volar

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por fuera de uno y otras para volar por dentro, y que ni convenía dejar a las de fuera que entraran, ni a las de dentro que salieran. Por el que fue ordenado para ofrecer sobre el altar el sacrificio de Cristo uniendo a él la oblación de los fieles, para que participe para siempre en el banquete celeste y en la alabanza de los bienaventurados, rogamos al señor. En el Rancho Alegre, Lupita accedió a suprimir las peleas de gallos, y las apuestas, a atender las comidas, y a mantener un ambiente confortable. Con los platos de cocina tradicional, molepoblano, enchiladas, crepas de cajeta, y un clima de discreción y concordia fueron llegando los buenos clientes. Pasados unos años Mamerto del Torno se integró en el Rancho Alegre llegando a ser el más eficaz vigilante del restaurante, el encargado de la realización de los más diversos quehaceres, de comprobar los pedidos, de recoger a los chamacos a la vuelta del colegio, de contarles mil historias después de la cena... Y el destino de Liberto fue también amansándose, dejándole dor-

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mir las mañanas y algunas siestas a la sombra en el patio, oyendo el trajín de los cacharros y el animado susurro de las conversaciones de la sobremesa. A veces llegaba Mamerto del Torno, viejo, cómo dice que le va, que seguía contando sin terminar de su habilidad para descubrir los abrevaderos de las manadas de caballos y reconocer las huellas. Oteaba el terreno, estudiaba las vaguadas, los repechos, y luego distribuía los jinetes en círculo, esperando que la manada se agotara para lanzar los lazos sobre los cuellos de los caballos que caían al suelo. Y daba grandes gritos, saltando imitando el trote, golpeando sus pezuñas contra el suelo y ayudándose con los puños sobre la mesa. Un día aparecieron unos muchachos preguntando por el compañero Liberto Bermejo. Venían, le dijeron, de la madre patria. Comían y bebían con desenfreno. Etelvino Escanciano, Timoteo Parra y Jacinto Viña, eran los encargados de su localización, aunque en realidad, según ellos mismos le dijeron, otros trescientos sesenta y dos delegados habían invadido Hispanoamérica bajo la consigna de encontrar y recuperar a los viejos exiliados. “¡Que tiene que venirse con nosotros!”, y ándale, otra copita, “¡Allá todo el mundo le espera!”, insistían. Durante los quince

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días que duró su visita se hacia difícil un entendimiento, dado el estado en que los muchachos se mantenían. Relataban las más exaltadas historias de la madre patria y de su paso recién por el Caribe, conquistas eróticas a cambio de ropa interior o comida, todo ello mezclado con alardes revolucionarios, mentando frases de Villa y Zapata, de Lenin y Marx, de Castro y Ortega. “¡Es usted toda una gloria nacional, y tiene que venirse a poner las cosas en su sitio!” gritaban en medio del comedor. “Pero, bueno, pues, está bien, no me platiquéis más”, les explicaba Liberto horas después en el reservado, como tratando de resistirse, “que vosotros sois muy jóvenes y no podéis comprender muchas cosas, que mi historia queda ya muy atrás y también tiene uno derecho al olvido”. “No nos venga ahora con esas”, protestaban ellos, “que hay días que no pueden borrarse y todos sabemos de su vida, de que salvó el pellejo de puro milagro, así que vamos a concretar el asunto que a eso hemos venido”. Entre parranda y parranda, prosiguieron su asedio con discursos patrioteros, y a Liberto Bermejo se le fue encendiendo la sangre. Le hicieron tomar tragos a los que no estaba acostumbrado, le interrumpieron el sueño cada noche, alteraron la cal-

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ma de la casa y del restaurante, alborotando a los clientes con chanzas burlonas y obscenas, expresiones intempestivas.

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X

Por esta comunidad que conoció la dedicación pastoral de nuestro hermano Celesto, para que guarde con amor su memoria y persevere siempre en la fe, rogamos al Señor.

CONSIGUIERON ponerle patas arriba la tumbona y quitarle las siestas, desvelarle el sueño soplando en sus oídos en medio de la noche, atizar las ascuas del fuego que estaba ya extinguido en su corazón y fueron poniéndole llamas primero en la frente, y después en los ojos y en el pecho, y en el vientre, y en los pies, hasta que una madrugada no pudo más y Liberto se levantó de la cama dando saltos y gritando viva la Revolución, viva Pancho Villa, carajo... Los vecinos recogieron a

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Liberto en plena agitación en el porche de la casa, miren, no más, cómo me lo dejaron esos pinches, exclamaba Lupita mientras le abrazaba sollozando. Pobre mío, no le va a quedar otro remedio que mudarse del otro lado y marchar con ellos, ya se lo advertí, mira Libertito que te estás embolando con esos escuincles, pero él hacía como si no le oyera, y entre todos lo llevaron a dentro de la casa, agárrenlo bien que no caiga y una vez acostado en la cama Lupita lo fue tranquilizando sujetándole la cabeza y dándole a beber tragos de tila e infusiones, ¿no querés más? Poco a poco, Liberto fue entrando en razón y comprendiendo las razones de Lupita, que la única manera de salir de aquel laberinto era mandar marchar para siempre a aquellos muchachos parranderos o irse con ellos a la madre patria o al fin del mundo. Oh Dios, que quisiste dar pastores a tu pueblo, al elevar nuestras oraciones en favor de nuestro hermano Celesto, obispo, te pedimos que le concedas el premio prometido a tus servidores fieles y solícitos.

¿Pastores al pueblo?, se preguntaba dentro de sí, y recordaba al tío Vitaliano mostrándoles aquellos escritos donde Stalin anunciaba que habían pasado los tiempos en que los jefes podían consi-

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derarse como los únicos creadores de la historia sin tomar en cuenta a los obreros y campesinos, las masas, amigos, porque las masas, afirmaba el tío Vitaliano mirando por encima de las gafas de alambre, son el pueblo, es decir el conjunto de gentes cuyos intereses han de ser satisfechos por la victoria de la revolución... Sanctus, sanctus, sanctus, Dominus Deus Sabaoth Pleni sunt caeli et terra gloria tua Hosanna in excelsis.

A su regreso a Pandora, entre las noticias que Liberto pudo leer en los periódicos locales, lo que le llamó especialmente la atención fue el nombre del obispo, Celesto Manso Cantalapiedra: el mismo nombre que el de su viejo amigo cura. Lo imaginó vestido de obispo entrando de nuevo en la celda, ensotanado ahora de púrpura, con el báculo y el anillo cuajado de destellos luminosos en la mano discretamente levantada en una bendición sin descanso. Se acercaría flanqueado por un séquito bisbiseante al que haría permanecer fuera del aposento... Cuando Liberto Bermejo fue nombrado presidente de Pandora, pensó en Celesto Manso, el obispo y en que habría de encon-

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trarse con él. Y en efecto, a los pocos días recibió una carta suya de felicitación en la que había añadido unas palabras de su puño y letra, “con mi afecto, y mi deseo de poder realizar un esfuerzo común por el bien de este pueblo”. Coincidieron después en celebraciones oficiales y procesiones a las que Liberto nunca dejó de asistir. Celesto Manso conservaba la misma corpulencia, el mismo acento de voz, la misma cadencia entrecortada de sus frases, pero su espalda se había ido encorvando y su cabeza mostraba una venerable calva orlada de cabellos blancos. Se cruzaban un saludo cordial, pero ninguno de los dos hizo por traer el pasado. Guarda mi alma en la paz junto a tí, Señor. Tú conoces, Señor, mi corazón. Tú conoces todos mis caminos.

Durante su período de presidente no pudo evitar satisfacer su curiosidad de ver el procedimiento sumarísimo de urgencia que figuraba a su nombre en el Ministerio del Ejército. Allí estaba todo lo que había sido la mayor pesadilla de su existencia. Una voluminosa carpeta de papeles cosidos, llenos de anotaciones marginales a lápiz rojo, sellos y rúbricas, con las declaraciones: Ten-

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go el honor de remitir a V. I. el adjunto atestado instruido contra Liberto Bermejo por denuncias formuladas contra él mismo por los vecinos de esta localidad. Dios guarde a V. muchos años. Al juez instructor. Estaban también las alegaciones escritas de Celesto Manso, la carta de Rosendillo Naranjo, las súplicas de Amparo, las sentencias, los traslados. Apenas había trascurrido un año de su nombramiento como presidente, cuando le anunciaron que el obispo había solicitado verle. El motivo de la audiencia era interceder por unos obreros que se habían encerrado en la catedral con reivindicaciones laborales. El obispo entró en el despacho y Liberto se levantó del sillón yendo hasta él. Le estrechó la mano y Liberto hizo un ademán de besársela, pero el obispo la retiró con discreción. Se sentaron en el tresill o. Se miraron con curiosidad y comenzaron a hablarse rastreando a hurtadillas sus rostros, sus gestos, sus expresiones. Más allá de las palabras del obispo, el presidente adivinaba un rumor de voces de obreros ahogadas, de quejidos y amenazas. El obispo había cargado sobre sus hombros el peso de la intercesión, como en los tiempos que le visitaba en la celda.“Tienes que declarar en tu descargo, Liberto; debes defender tu vida, es necesario desvane-

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cer dudas en el tribunal”. Señor obispo, cálmese ante todo; usted no conoce estos movimientos y naturalmente eso hace que se sienta confundido. No son lo que ve, no son lo que imagina. Así como el cielo seguramente tiene sus reglas, que usted conoce mucho mejor que yo, este mundo tiene las suyas, que nosotros los políticos conocemos mejor que usted. A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, no se inquiete en vano: no es cuestión de milagros... Era tal el comedimiento y la prudencia con la que le hablaba el obispo que Liberto se vio contestándole con las mismas palabras que hubiera pronunciado ante un extraño. Bajo el cielo de los párpados del obispo, Liberto creía adivinar recuerdos que también eran suyos; oscilaban, volaban, entre todas aquellas imágenes lejanas otras más recientes llenas de presagios. Veía al obispo compungido y atribulado, como no atreviéndose a exponerle con franqueza las razones de sus temores. Liberto no pudo evitar sentirse irritado ante aquella escena sólo comprensible suponiendo que el obispo le estuviera atribuyendo un poder del que desde luego estaba lejos. Seguramente Celesto ni siquiera se había llegado a percatar que sus acciones estaban sometidas a todo tipo de presiones, tantas veces

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inconfesables, a órdenes que de una forma sutil invadían el palacio a través de los medios más insospechados. Si él mandara de verdad, esos obreros no habrían llegado a la situación en la que ahora se encontraban, y el obispo no tendría que estar ocupándose de estos asuntos que posiblemente no eran de su competencia; para entonces él ya sabía perfectamente que su función no era otra que mantener la apariencia del mando, aunque dejando mandar a aquellos que detentaban el poder, y porque lo sabía, intuía claramente que su paso por la Presidencia de Pandora no habría de prolongarse demasiado. El orgullo no reina en mí ni mis ojos son altaneros. He guardado mi alma en paz sin buscar honores ni grandezas.

Respaldada la gestión del sindicato, su función habría concluido. Cualquier día, aquellos muchachos que habían ido a buscarle, se reunirían a debatir su relevo, a tratar de matarlo, no más, porque como se dice por allá: sólo hay un muerto incapaz de resurrección: un muerto político. Por eso a Liberto le hubiera gustado que el obispo no hubiera llegado con los mismos o pare-

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cidos modales con los que él se encontraba, que hubiera entrado diciéndole: “Mira, presidente, que en el cabildo se ha comenzado a rumorear que aquello ya no es un encierro, sino un desmadre, que se han tomado la catedral como la casa de tocamerroque, que se suben al coro, tocan el órgano, revuelven los cajones y se visten las albas y las casullas, que han llenado la sacristía de bancos para dormir, y han colocado aparatos de televisión en los altares, y hasta tengo entendido que pretenden instalar una antena parabólica en las torres. Además me consta, presidente, que algunos curas, e incluso canónigos, visitan a los obreros sumándose a sus juegos de cartas, echando pulsos, cantando jotas y habaneras. ¿Qué puedo hacer?” Todo esto le hubiera gustado a Liberto que le contara el obispo, sin embargo, sus ojos parecieron encenderse de ansiedad o de ira, y sólo dijo: “No hablo de milagros, presidente, los años me han enseñado a no pretender salvar las almas sin salvar antes los cuerpos. Y estos hombres viven, trabajan, comen y mueren, eso es casi todo. Tienen mujer e hijos y su encierro y sus protestas son para mí una forma de rezar. A diario, trato de repetirme a mí mismo la lección de que para lle-

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gar a los derechos divinos es necesario hacer valer primero los derechos humanos”. El celebrante descendió del altar y acercándose al féretro, dijo en alta voz: Vamos a cumplir ahora con nuestro deber de llevar a la sepultura al cuerpo de nuestro hermano; y fieles a la costumbre cristiana, lo haremos pidiendo con fe a Dios, para quien toda criatura vive, que admita su alma entre sus santos y que, a este su cuerpo que hoy enterramos en debilidad, lo resucite un día lleno de vida y de gloria.

No supo Liberto qué decir. El obispo no hablaba del cielo, ni de la caridad, ni de Dios, ni de los santos, hablaba de la tierra, de los obreros, del trabajo y eso le confundía. “Bien, bien”, se levantó con descortesía, “haré todo lo que pueda, todo lo que esté en mi mano, se lo prometo, monseñor”. Se sentía invadir por la incertidumbre y antes de que se trasluciera en sus gestos, prefirió refugiarse en el silencio. Inclinó la cabeza ante el obispo que le extendió la mano, después le acompañó hasta la puerta de salida. No le dijo entonces el obispo lo que unos meses después habría de contarle, cuando Liberto le

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abrió su corazón ante el dolor de su mujer y su hija muertas, su flaqueza interior, su vida en el exilio, esa tierra de nadie y luego este regreso, Celesto amigo, no como persona, sino como si fuera una reliquia, un muñeco del que se espera que mueva la cabeza en un sentido u otro, o los brazos o las piernas según el hilo que mayor fuerza ejerza en el momento, ese es el asunto, obispo, que, aunque me llamen presidente, y me vengan resbalosos con que convendría esto o lo otro, mis decisiones no cuentan en realidad, porque esa runfla de hijos que están ahí tienen ya decidido lo que tengo que hacer, y les importa un soberano carajo mi experiencia y mis desvelos, así que Celesto, compadre obispo, a tí te lo puedo decir porque te quiero un friego y siempre me caíste de madres, como te digo creo que lo mejor que puedo hacer es dejar esta comedia y volverme a México, porque aquí no tengo a nadie en realidad, y allá tengo a mi Lupita y a mis hijos y a mis nietos, y la verdad, amigo del alma, que a tí sí te puedo decir lo que pienso, y es que lo único que he venido a hacer a la madre patria es el pendejo, porque lo que de verdad siento en este palacio es una gran nostalgia del exilio.

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Que en el momento del juicio, use de misericordia para nuestro hermano, para que libre de la muerte, absuelto de sus culpas, reconciliado con el padre, llevado sobre los hombros del buen Pastor y agregado al séquito eterno, disfrute para siempre de la gloria eterna y de la compañía de los santos.

TAMBIÉN Celesto Manso mostró a Liberto, meses después, el rostro sombrío de su alma, cuando de seminarista, viviendo en Roma había conocido a una muchacha, Vittoria Colonna, a la que había amado y que aún recordaba cuarenta años después. Todo parecía haberse desvanecido con el paso del tiempo, pero con motivo de un sínodo

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había vuelto a Roma. Era el mes de agosto, multitud de turistas invadían las calles. El tráfico era incontrolable. Habían desaparecido las tiendas de los pequeños artesanos para ser suplantadas por pizzerías o snack-bars, ya no había carrozas, aquellas botticelle, la plaza de San Pedro, las columnas de Bernini y la fachada de la basílica mostraba una desnudez gélida tras haber descarnado la pátina del tiempo. La periferia de la ciudad se había dilatado en bloques de cemento y hormigón devorando el verde de los jardines. Sin embargo, las campanas ajenas al bullicio le habían traído imágenes dormidas. Sin apenas pensarlo, fue recorriendo los paseos, contemplando el azul del cielo, sentándose en los bancos de piedra tallada, dejándose inundar por la claridad de la tarde, el canto de los pájaros en los árboles, el ruido y el olor de las terrazas hasta que de pronto le invadió el recuerdo de Vittoria, su figura, sus versos, sus silencios, quiso volver al piso que ocuparon en la parte norte de la Vía Babuino, un quinto piso desde el que podía observarse una montaña suave cubierta de magnolios y laureles, los cipreses y los pinos sombreaban los bordes del cielo, y desde la terraza que se asomaba al Pincio podían contemplarse lejanos los montes Sabinos, y más

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acá la cúpula de San Pedro, elevándose sobre un mar de tejados, Vittoria, en el recuerdo volvió a vivir y pasear con ella por el Corso y sus alrededores, por la Fontana de Trevi, la Plaza de España, había subido hasta la iglesia de la Santísima Trinidad de Monti, se habían entretenido, sentados los dos, en las escalinatas cargadas de flores, mezclados entre jóvenes que permanecían mirándose entre sí, absortos, en pequeños corrillos. Celesto Manso sentía la presencia de Vittoria, observándola, hasta el extremo de tener que hacer un esfuerzo para comprender que ya no podría verla nunca más, que transitaría en vano las calles buscando el calor de su cuerpo, las manos entrelazadas, porque esa esperanza sólo pertenecía al pasado... Tras unos momentos de silencio, el celebrante continuó diciendo: No temas, hermano, Cristo murió por ti y en su resurrección fuiste salvado. El Señor te protegió durante tu vida; por ello, esperamos que también te librará, en el último día, de la muerte que acabas de sufrir.

Obsesivo como un río, volvía Celesto Manso al recuerdo de Vittoria, la buscaba en la nada,

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rastreó su nombre en las guías de teléfonos, llamó enfebrecido a todos los Colonna preguntando por Vittoria, al fin, alguien desde el otro lado del auricular pareció recordarla, murió, sí, murió hace treinta años por lo menos, quizá en el Cementerio de Verano. Buscó sus poemas en librerías y bibliotecas, en la Biblioteca Nacional encontró dos de sus libros, Nave sin ancla y La palabra en otoño, después solicitó al bibliotecario los anales del cementerio de verano. Treinta y seis tumbas destinadas al apellido Colonna, dos de ellas con el nombre de Vittoria. Anotó el número y como un sonámbulo salió de la Biblioteca en dirección al Cementerio. Al fin, al fin, se decía en el coche mientras transitaba las calles. Llevaba el número de la sepultura anotado en un papel, recuadro 53 bis, al lado del recuadro 87. Se precipitó en el Cementerio, sepulcros, tumbas abandonadas, nombres, coronas, flores, sepultura 84, 85, 86 y vio una pequeña porción de tierra de no más de seis-siete metros por tres, completamente cubierta de ortigas, yedra y maleza, y Celesto Manso, con el corazón palpitante, con manos temblorosas comenzó a limpiar aquel pedazo de tierra, hasta que finalmente apareció una losa en la que podía leerse: Alessandro Moreschi, “el último castrati”,

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¡castrati!, un rayo le abrió en dos, ¡castrado!, era la ironía de Dios, era el castigo, Señor, ten piedad, gruñían los cerdos en Valdelpino cuando el tío Melitón les capaba, el frío de las lápidas y las sombras, los niños introducidos en bañeras calientes para reblandecer sus órganos, las sepulturas eran como gigantescos confesonarios de jacarandá, perdón.

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Dios te dio su Espíritu Santo, que consagró tu

cuerpo como templo suyo; el incienso con que perfumaremos tus despojos será símbolo de su dignidad de templo de Dios.

MESES después de haber sido relevado en la Presidencia, Liberto Bermejo se enteró de que el obispo había sido ingresado en el hospital enfermo de un cáncer y en estado terminal. El hospital había sido construido en el mismo solar que ocupara la cárcel. Después de tantos años, se hacía difícil reconocer el paisaje. Bloques de viviendas habían crecido por doquier sustituyendo las casuchas que entonces brotaban salteadas en el descampado. Liberto tocó con los nudillos de la mano en la puerta de la habitación y la entreabrió. Un débil

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foco de luz iluminaba la pared manteniendo la estancia casi en penumbra. Se acercó hasta la cabecera de la cama: “Monseñor”, le llamó. El obispo abrió los ojos dirigiendo hacia él una mirada insegura. “Soy Liberto”, le dijo. “¡Cómo has venido hasta aquí!”, exclamó el obispo semidormido. “¡Me he enterado de tu estado y he creído que te alegraría el verme!”, le contestó Liberto en voz baja. “¡Claro, hombre, que me alegro, y mucho, cómo no!”, dijo y después de un largo silencio el obispo le confesó implorante: “¡Qué va a ser de mí, Liberto...!, ¡Ya sabes cómo es el lenguaje de los médicos, nunca hablan claro...! ¡Cómo me presentaré ante Él...!” Ese temor, y esa esperanza del obispo era el mismo del que hablaban en la iglesia y en el colegio cuando niños, Dios y la vida y la muerte, entendidas así no eran sino una continua ceremonia regida por la idea de Dios; por un momento parecía hacérsele asequible a Liberto la idea de Dios: el punto más alto de una pirámide bajo la que transcurrían su existencia los que la hacían posible. No creer en Dios era vivir fuera del rito, fuera de la comunidad, dejar de existir, cargar sobre sí todo el peso de lo ajeno, contrariar la vida. Donde fueres haz lo que vieres, rezaba el viejo refrán que gustaba repetir el tío

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Melitón durante las tardes en la zapatería de Valdelpino, creer en aquello que todo bien nacido decía creer, sumergiéndose en el mismo lenguaje, acomodándose a los horarios y las normas, sólo después llegaría la paz, sólo de este modo sería posible vivir y morir en paz, en la paz del señor, en la paz que sólo se obtenía tras el cumplimiento de las leyes establecidas por el padre desde el principio de los tiempos. Y el obispo cerraba los ojos como adentrándose en un estado de sopor: estaba solo en el mundo. Todo lo demás se le hacía presente como una gran ausencia. Cuarenta días y cuarenta noches habían diluviado grandes torrenteras sobre su cabeza y sobre su corazón, y sus sueños estaban poblados de paisajes apocalípticos: primero fue el agua suave sobre los prados resecos del verano: saltaba en corro con jóvenes alegres. El sonido de la gaita y el tamboril acompañaba al ritmo de la danza y él bailaba por las calles de Valdelpino el día de la fiesta. Ya en la víspera tocaban un pasacalle por el pueblo, y diana al amanecer. Después, la procesión. Cuando en la iglesia cesaba la música del órgano, los mozos tomaban a San Cristóbal en las andas y lo levantaban en hombros para llevarlo por las calles. Sobre las cabezas, en suave

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movimiento de vaivén, el santo atravesaba la nave central hasta alcanzar la puerta. El santo gigante mostraba al sol su melena alborotada, sus musculosos brazos asomándose debajo de sus ásperas ropas, los pies al aire sobre las sandalias y un niño cargado sobre uno de sus hombros al que miraba con veneración y asombro. Por un momento la cara del santo era su propia cara que miraba al niño que tenía en su hombro. ¿Quién eres?, le preguntó Celesto al niño, y el niño le respondió, yo soy el niño que fuiste y tú eres ya un gigante porque tienes la suficiente fuerza como para poder llevarme sobre tus hombros. Tableteó el tambor con su redoble y pocos segundos después el sonido de la gaita acalló las voces susurrantes de los asistentes. La luz de la mañana se derramó de pronto sobre el interior del pórtico y pudo verse la cara del santo esbozando un gesto de satisfacción y alegría. Era el comienzo del baile. Cada año la gente se acercaba a los pies del santo y dándole siempre la cara elevaban los brazos comenzando una danza saltarina que habría de prolongarse hasta el fin de los tiempos. Tirurí, tirurí, tirurí, tirurailaaaa..., con el redoble del tamboril impertérrito de fondo. De un año para otro los danzantes esperaban este momento. Lle-

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gaban desde los más lejanos lugares y se iban apostando en los alrededores de Valdelpino, unos por el cielo, en globos como nubes, otros con el viento escalando la sierra, otros por el río, otros a pie por atajos como milenarios peregrinos, hombres, mujeres, viejos y niños, sanos y enfermos, ricos y pobres, muertos y vivos, allí estaban los padres de los padres y los hijos de los hijos, ocupaban los más recónditos lugares, los más misteriosos caminos. Podía vérseles en las noches claras del verano alrededor de hogueras en el monte, con los cabellos como ramas de sauces y blancas barbas como nubes, podía vérseles también en la madrugada al borde de los ríos aclarando sus ojos con el agua. Bailaba Celesto al ritmo de la gaita y el tamboril y Vittoria, vestida de sol, se le acercaba sonriente con una ramita de romero en la mano derecha; y vio siete ángeles que estaban en pie delante de Dios, y les fueron dadas siete trompetas, y se aprestaron para tocarlas y el primer ángel tocó la trompeta y cayó granizo y fuego sobre la tierra, y fueron abrasados los árboles y la yerba verde, y Vittoria tomó de la mano a Celesto y le hizo ir tras ella hasta la ribera del río, quedando ambos cubiertos por unos arbustos floridos. Vittoria le besó y él notó en su cuerpo el calor y

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la ternura de sus senos. Y el segundo ángel tocó la trompeta y un gigantesco bosque ardiendo fue arrojado al mar, y el mar se trasformó en sangre. Se oían los motores de los aviones y ya no se podía percibir más que el resplandor lejano de los lanzallamas. Vittoria continuaba besándole el rostro y la frente al tiempo que le preguntaba por qué tan larga ausencia. Después la imagen de Vittoria se elevó volando con dos grandes alas de águila y huyendo al desierto se desvaneció en la noche. Y el tercer ángel tocó la trompeta y cayó del cielo una estrella ardiendo como un hacha sobre los ríos y las fuentes y el agua ardió como hierro líquido cubriendo el cuerpo de Celesto. El cielo se convirtió en una densa plancha de acero plagado de aviones prestos al bombardeo. Y los ángeles tocaron las trompetas en medio de la oscuridad. Todo quedó en tinieblas: el cielo, la tierra, el mar, las avenidas, las calles, los aeropuertos. Y después vio descender del cielo otro ángel exclamando: cayó Babilonia la grande y se ha convertido en morada de demonios y en guarida de todo espíritu inmundo y en albergue de toda ave sucia y abominable. Y llorarán y se herirán los pechos sobre ella los reyes que fornicaron y vivieron en deleites, y los mercaderes llorarán y

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se lamentarán diciendo, ay, ay, de aquella gran ciudad que estaba cubierta de lino finísimo y de escarlata y de grana y de oro y de piedras preciosas y de margaritas, que en una hora han desaparecido tantas riquezas. Y los traficantes viendo el lugar del incendio dieron voces y echaron polvo sobre sus cabezas diciendo entre alaridos: ¡Ay de aquella gran ciudad que en una hora ha sido desolada! El celebrante da la vuelta al féretro asperjándolo con agua bendita; luego pone incienso, lo bendice y da una segunda vuelta perfumando el cadáver.

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XIII

Libera me, Domine. Oremos. A tus manos, Padre de bondad, encomendamos el alma de nuestro hermano con la firme esperanza de que resucitará en el último día, con todos los que han muerto en Cristo.

LIBERTO se mantuvo un largo rato callado. Era como si estuviese confesando al obispo, ora susurrando visiones de sueños, ora haciéndole partícipe de sus flaquezas y temores. “Tranquilízate, Celesto”, le dijo Liberto Bermejo apoyando la mano sobre su hombro, ¿de qué vas a tener miedo? No va a pasarte nada. Nunca pasa nada en realidad. Además aún nos quedan muchas cosas de las que hablar. ¿Recuerdas cuando yo tocaba el saxofón soprano y tú cantabas? Tenías una bonita voz. Me

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gustaba mucho oírte La Paloma, Granada, Oh sole mío, aquellas canciones nadie las cantaba como tú... Celesto se sonrió, ¡es verdad!, ¡qué rápido ha pasado todo! Recuerdo que canté contigo en la cárcel... Y mientras cantaba pensaba que también cantando podía salvarte... Claro que sí, le interrumpió Liberto, y me salvaste cantando, me acuerdo como si fuese ahora. Los ojos de Celesto se humedecieron, y comenzó a cantar quedo, acompañado por Liberto que unas veces hacía la segunda voz y otras imitaba el sonido del saxofón... Cualquiera que nos oiga pensará que hemos perdido el juicio, comentó fatigado Celesto. Te damos gracias por todos los dones con que lo enriqueciste a lo largo de su vida.

Entonces, Liberto, eras tú el preso, pero ahora lo soy yo y sospecho que sin esperanza de libertad posible. Se hizo de nuevo el silencio. El obispo entornó los ojos y sus facciones adquirieron una expresión tensa. Y miró y vio una nube blanca y sobre la nube sentado a uno semejante al hijo del hombre que tenía en su cabeza una corona de oro y en su mano una hoz aguda. Y salió otro ángel del

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templo clamando en voz alta al que estaba sentado sobre la nube: Echa tu hoz y siega, porque es venida la hora de segar por estar ya seca la mies de la tierra. Y fue hollado el lago fuera de la ciudad y salió sangre del lago hasta los frenos de los caballos. Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue lanzado en el estanque del fuego... Celesto Manso abrió los ojos súbitamente y apretó la mano de Liberto. Estás aquí, estás aquí todavía... Recuerdo, sí, cuando lo de la celda y la pena de muerte. Después te pasaron a un campo de trabajo y desde allí te fugaste, desapareciste..., habló el obispo, como recriminándole ¿Qué otra cosa podía hacer, dime?, le preguntó Liberto. Hiciste lo que debías, desde luego, sentenció el obispo entrando de nuevo en el silencio. Dios de misericordia, acoge las oraciones que te presentamos con este hermano nuestro que acaba de dejarnos y ábrele las puertas de tu mansión. Y a sus familiares y amigos y a todos nosotros los que hemos quedado en este mundo.

Liberto pensó en todos los que habían ido quedando en este mundo y se le hizo presente su última visita a Valdelpino, donde las casas de piedra habían sido reemplazadas por edificios de

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arquitectura monótona y rectangular. Aquel Valdelpino era otro. Donde un día estuvo la peluquería de Rosendillo Naranjo se anunciaba un supermercado, en el mismo lugar que recordaba la Zapatería del tío Vitaliano había una sucursal bancaria, las únicas imágenes que se le ofrecían familiares eran las del ayuntamiento, la iglesia y las escuelas. También, a lo lejos, la silueta del monte. Eran muchos los que se habían ido con aquel Valdelpino de caminos de barro donde quedaban impresas las patas de las cabras al pasar el rebaño, donde el sol doraba cada tarde las arenosas piedras, donde las campanas doblaban impacientes esperando el primaveral retorno de las cigüeñas. Un viento huracanado había arrancado de cuajo las frágiles columnas de humo ascendiendo desde las rústicas chimeneas, las sábanas tendidas secándose en los prados, la música del baile en la plaza los domingos, las voces y las risas, calle abajo, como en un tren imparable, como en un entierro de sombras y de flores se habían refugiado entre las cuatro ruinosas paredes del camposanto, los padres, los amigos, Amparo, sólo trozos de mármol, cruces, ramas, nombres, fechas y pájaros gorjeando en torno, tierra y césped. Todo lo demás había sido anulado, trans-

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formado, deformado, las mismas gentes que se acercaban a saludarle resultaban seres extraños y ajenos. Comió en casa del Tobías Chaparro y la Juana, su mujer, aquella sobrina del cura con la que se marchó de mozo. La Juana se mantenía delgada y ágil, pero el Tobías sólo era ya un anciano obeso y somnoliento preocupado únicamente por la dieta y su corazón, cualquier día me repite otro ataque y la diño, Liberto, lo que son las cosas, quién iba a decir que un día volverías a Valdelpino con coche oficial y escolta, nosotros, ya ves, fuimos saliendo adelante como pudimos, sin complicarnos en nada, que después de lo que pasamos y de ver cómo se llevaron al tío Vitaliano y al tío Melitón y a los demás, se nos quitaron la ganas de gallear, me metí en lo del transporte y a trabajar, y si había que cantar el caralsol, pues se cantaba, y si había que dar vivafrancos, pues se daban, y la verdad es que no nos volvieron a molestar más. Tobías comía y hablaba como justificando los años transcurridos, como rindiendo cuentas, era un pobre viejo rendido a la vida, un vetarro rajado como dirían por allá, pero bueno, Tobías, no te aflijas, que en llegando ciertos momentos cada quien es cada quien, y aquí me tienes ahora, cuenta conmigo para todo. Y pensó de

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nuevo en Rosendillo que era también de los que se había quedado en este mundo, tenía noticias de que vivía en Barcelona, retirado de Comandante, y de que se pasaba los días en una peluquería que tenía en la Diagonal (Peluquería General. Se arreglan cabezas. Servicio Higiénico y patriótico. Pelucas y postizos modernos), enfundado en su blusa blanca, que seguía escribiendo versos, que leía sólo para sí, en voz baja, como rezando, para que no se le oyera, llegando a juntar trescientos volúmenes encuadernados en tela de color verde caqui... En el largo silencio del obispo, una lluvia de sangre caía chapoteando sobre el suelo. Inútil todo esfuerzo. Inútil toda palabra. Los coches, los autobuses, los trenes, los quirófanos, las máquinas de exploración habían sido fundidas para hacer con ellas tanques antiaéreos, aviones de bombardeo, misiles. El silencio iba invadiendo cada vez más al obispo, un silencio poblado de imágenes que transcurrían veloces, difícilmente alcanzables. Vittoria regresaba desde la lejanía con los brazos abiertos, su cuerpo blanco y tibio, su palabra, su sonrisa. Todos los altares habían sido cubiertos de morado y se esperaba que él, el obispo, llegara a predicar, a pronunciar alguna palabra, a

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hacer algún gesto que pudiera iluminar su propio destino. Sabía que algo se moría en él, pero ignoraba qué. Como en una procesión sobreflotaba en un océano de banderas, estandartes y cruces. Vio llegar un hombre hasta un monasterio de Taormina. Era una tarde de verano bañada por una luz tenue y roja. Caminó hasta la capilla llena de fieles congregados que esperaban impacientes. El hombre vestía un traje negro desteñido, y bajo el cuello de la camisa asomaba una corbata torpemente anudada. Avanzaba y subía las breves escalinatas con paso lento, como sin rumbo, un poco inclinado hacia el lado derecho. ¿Quién es?, se preguntaban unos a otros mientras le abrían paso, respetuosamente. Parecía un evadido de un campo de trabajo, un desterrado de su patria, ¿Era él, o era Liberto?, dudaba Celesto. El hombre del traje negro se adelantó, cruzando por el centro de la iglesia. Al ver el altar, bajo la luz del crepúsculo se detuvo, después avanzó de nuevo entre los cirios parpadeantes, y al acercarse al presbiterio, vio un reclinatorio y la silla pontifical. Cristóbal, el buen gigante, estaba allí derecho, esperando. Vestía una túnica de lino bajo la que asomaban sus grandes pies descalzos. Era grande como una torre y fuerte como un toro, tal

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como lo describían los santorales. Su voz retumbaba en las paredes del templo: hoy es un día de gozo para todos porque ha llegado hasta nosotros un obispo español, el excelentísimo prelado Celesto Manso Cantalapiedra, obispo de Pandora. Todas las miradas confluyeron en aquel anciano cansado que acababa de postrarse en el reclinatorio, y en el que al fin Celesto se reconoció a sí mismo. La voz de Cristóbal fue amansándose a medida que fue cargándose de tiernas palabras. Al final, conmovido, pidió que hablara el obispo. Celesto se alzó del reclinatorio y se sentó en la silla pontifical. Desde allí, con el torso inclinado, la garganta seca, y los ojos húmedos se dirigió a la concurrencia: Hermanos míos, bien amados copartícipes del destierro. Su mano, ya sin anillo, se deslizó en un cansado gesto por el canoso pelo que orlaba su calva, hermanos míos, navegaba moribundo en un barco lleno de camas, y quirófanos, un barco a la deriva azotado por las tempestades. Nadie oía, nadie contestaba. Pero al llegar a esta ciudad, al llegar a este puerto, este buen gigante ha encendido todas las luces de los faros, ha hecho repicar todas las campanas, y remando su bote ha hecho llegar el barco a tierra

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firme. Hermanos míos, orad por mí, orad por vosotros mismos. Llegaban ruidos sordos de autobuses y coches a través del ventanal cerrado de la habitación del hospital. Gracias por haber venido Liberto. Tú lo has dicho muy bien, nada nos puede pasar. Sólo Dios sabe...

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XIV

Que el Señor abra las puertas del triunfo a nuestro hermano para que, terminado el duro combate de su vida mortal, entre como vencedor por las puertas de los justos.

LIBERTO comprendió que no iba a volver a verlo más. Pensó en Dios y en el Tiempo, y en que el tío Vitaliano sólo hablaba del tiempo y nunca de Dios. Ah, el Tiempo, ese monstruo que había nacido con el mundo y que habitaba en las áridas llanuras del polo ártico, subido a una columna de mármol, como el Estilita, mostrando su cabeza bifronte compartida por los suaves rasgos de la juventud y las arrugas de la vejez, su cuerpo erecto en actitud permanente de iniciar el vuelo, apoyando su pie sobre un reloj de arena, la guadaña

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en sus manos y los ojos acechantes, no había días, ni años, ni fortaleza o debilidad, ni virtudes o vicio que no entrara en su juego perverso de sorpresas, su risa sarcástica diluyendo los desvelos de la ciencia, la ternura de los misericordiosos, la complacencia de los homenajes, las ingenuas argucias del hombre para ignorarle, y es que sólo el Tiempo sabía que a la postre todo caería a sus pies, coronas y armas, sabios e ignorantes, reyes y vasallos, y se entretenía en contemplar la noria que empujaba las generaciones, inventándose y destruyéndose mutuamente, llevándose unos a otros, alternativamente, sobre las espaldas en una marcha obstinada e interminable. Así hablaba el tío Vitaliano del tiempo. Y había buenos y malos tiempos. Cuando uno nacía empezaba a vivir porque así lo quería el tiempo. Lo mismo cuando moría, porque se le había acabado el tiempo. Por eso cuando alguien le hablaba de Dios sólo pensaba en el tiempo. Al oír hablar ahora a Celesto, tuvo la certeza de que el tiempo le estaba abandonando, de que el tiempo iba a perderlo al doblar la primera esquina de la agonía. Mientras conducían el féretro a la capilla, el coro comenzó a cantar:

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Acuérdate de Jesucristo resucitado de entre los muertos.

Concluía la ceremonia y se alzaba un murmullo de satisfacción. Los dos obispos se movían ahora por el altar con mayor arrogancia, como por un firmamento de albas oscilantes. No, ya no eran dos gallos fieros de pelea, sino pavos, dos pavones arrogantes por el color de sus plumajes, ebrios de gozo desplegando sus colas cuajadas de ojos desiguales, de reflejos, de luces, pavos contoneándose entre pavas absortas por los gigantescos abanicos seductores de las colas, pavas giróvagas oscilando aturdidas por la luz y el incienso. La mujer del pelo negro recogido en la nuca se santiguó y se perdió entre la multitud. Liberto con los cánticos en los oídos, se dejó llevar por aquel caudaloso río de gente que avanzaba hacia la gran puerta de la basílica, y mientras llegaba al atrio, pensó que su amigo Celesto Manso Cantalapiedra, obispo de Pandora, había encontrado la libertad, y pensó también en su huida del campo de trabajo, aquella noche, y en la travesía por mar, y en su vida en México empezando de nuevo, y en la mamacita Lupe, y en sus tres hijos, y en los nietecitos, y en el Rancho Alegre, con los

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tacos, los platos típicos de molepoblano, enchiladas, pastel de marmolillo, frijolitos, tortillas, calditos de pollo, y en Mamerto del Torno y en las siestas tumbado en la hamaca del patio, oyendo el ruido metálico de los cacharros de la cocina apagado por el sueño y algún corrido que venía de algún rincón lejano, y volver, volver, volver, estaban bonitos aquellos recuerdos. Quería volver allá, porque allá hasta la muerte era algo distinto, casi como una fiesta, y en el día de los muertos, los chamaquitos se vestían rechulos y marchaban de madrugada hasta el cementerio llevando juguetes y manteles de colores, como hacían en Janitzio y en Jaracuaro y tantos y tantos lugares, y allá los muertos caminaban entre los vivos y se comían las sabrosas calaveras de dulce, y a la muerte se la llamaba familiarmente, sin ningún miedo, con nombres cariñosos como flaquita, pelada, pelona, huesuda, tiznada. Quería volver allá junto a su chamaca. Se dejó llevar entre la muchedumbre hasta rebasar la puerta. En el atrio, un cinturón humano de mendigos se apiñaban levantando las manos hasta casi rozarle la cara. Suplicaban, lloraban, gemían, maldecían, imploraban. “Una caridad por el amor de Dios”, “tengo seis hijos y estoy sin trabajo”, “¡una ayuda, se-

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ñor!” Se hacía difícil desembarazarse de aquella muralla humana de movimientos incoordinados, olores rancios y lamentaciones. En la plaza, continuaban los niños jugando a la guerra. Unos estaban apostados detrás de uno de los muros donde se mantenía la verja, y otros se parapetaban en una furgoneta de reparto de bebidas. Absortos en sus maniobras, simulaban disparar sus armas imitando con sus voces el ruido de los disparos. En cada grupo, uno de los niños mantenía una pequeña bandera de papel, ambas de diferentes colores. Una bandada de palomas, en vuelos cortos y rasantes, parecía participar en aquella contienda interminable.

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ÍNDICE

PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Emilio Alarcos Llorach

I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 IV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45 V . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 VI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 VII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 VIII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79 IX . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89

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X . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197 XI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 XII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 XIII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123 XIV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133

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