Las máscaras de dios II - Mitología oriental

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JOS EPH CAMPB EL L LAS MÁSCARAS DE DIOS MITOLOGÍA ORIENTAL VOLUMEN II

ATA L A N TA







MEMORIA MUNDI

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JOSEPH CAMPBELL L A S MÁSCAR AS DE D I OS MITOLOGÍA ORIENTAL VOLUMEN II

TRADUCCIÓN BELÉN URRUTIA E D IC IÓ N R E V IS A DA P O R S A N T I AG O C E L AYA

ATA L A N TA 2017


En cubierta: Rādhā y Kṛṣṇa, Punyab, Basohli, ca. 1730 En guardas: pintura budista zen, Sengai, ca. 1830 Dirección y diseño: Jacobo Siruela

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo ex­cepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Repro­gráficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Todos los derechos reservados. Título original: The Masks of God: Oriental Mythology © 1963, 1969, 2016, Joseph Campbell Foundation © De la traducción: Belén Urrutia © EDICIONES ATALANTA, S. L. Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-946136-9-2 Depósito Legal: GI 1215-2017


Índice

Preámbulo A la conclusión de Las máscaras de Dios 19 Primera parte La separación de Oriente y Occidente Capítulo 1 Las signaturas de los cuatro grandes dominios I. El diálogo entre los mitos de Oriente y Occidente 25 II. El mito común del uno que se convirtió en dos 33 III. Las dos concepciones del ego 38 IV. Las dos vías de la India y de Extremo Oriente 50 V. Las dos lealtades de Europa y del Levante 59 VI. La edad de la comparación 63 Capítulo 2 Las ciudades de Dios I. La edad del asombro 65


II. Mitogénesis 67 III. Fase cultural y estilo cultural 78 IV. El Estado hierático 82 V. Identificación mítica 94 VI. Inflación mítica 111 VII. El Dios inmanente y trascendente 124 VIII. El clero del arte 135 IX. Subordinación mítica 139 Capítulo 3 Las ciudades de los hombres I. Disociación mítica 150 II. Virtud mítica 162 III. Tiempo mítico 165 IV. El diluvio mítico 173 V. Culpa mítica 184 VI. El conocimiento de la aflicción 193


Segunda parte Las mitologías de la India Capítulo 4 La India antigua I. El contrario invisible 207 II. La civilización del Indo: ca. 2500-1500 a.C. 217 III. La edad védica: ca. 1500-500 a.C. 239 IV. Poder mítico 259 V. La filosofía del bosque 271 VI. La divinidad trascendente e inmanente 282 VII. El gran retorno 288 VIII. La vía del humo 297 IX. La vía de la llama 318 Capítulo 5 La India budista I. El héroe occidental y el héroe oriental 327 II. Las nuevas ciudades-estado: ca. 800-500 a.C. 334


III. La leyenda del Salvador del Mundo 342 IV. Perpetuación mítica 344 V. La vía intermedia 348 VI. El nirvana 372 VII. La Edad de los Grandes Clásicos: ca. 500 a.C.-ca. 500 d.C. 386 VIII. Tres reyes budistas 389 IX. La vía de la visión 405 X. El mundo recobrado, como sueño 418 Capítulo 6 La Edad de Oro india I. La herencia de Roma 427 II. El pasado mítico 435 III. La Edad de las Grandes Creencias: ca. 500-1500 d.C. 448 IV. La vía del placer 455 V. El asalto del islam 481


Tercera parte Las mitologías de Extremo Oriente Capítulo 7 La mitología china I. La antigüedad de la civilización china 489 II. El pasado mítico 500 III. La edad feudal china: ca. 1500-500 a.C. 522 IV. La Edad de los Grandes Clásicos: ca. 500 a.C.-500 d.C. 540 V. La Edad de las Grandes Creencias: ca. 500-1500 d.C. 577 Capítulo 8 La mitología japonesa I. Orígenes prehistóricos 604 II. El pasado mítico 610 III. La vía de los espíritus 622 IV. Las vías de Buda 628 V. La vía de los héroes 651 VI. La vía del té 655


Capítulo 9 El Tíbet: Buda y la nueva felicidad 662 Notas 677 Índice analítico y onomástico 719


Índice de ilustraciones

Figura 1. Templo en un recinto oval. Sumeria (Irak), ca. 3500 a.C. 69 Figura 2. La energía autoconsuntiva. Sumeria, ca. 3500 a.C. 71 Figura 3. El señor de la vida. Sumeria, ca. 3500 a.C. 72 Figura 4. El sacrificio. Sumeria, ca. 2300 a.C. 74 Figura 5. El lecho ritual. Sumeria, ca. 2300 a.C. 75 Figura 6. Mural funerario en Hieracómpolis. Egipto predinástico, ca. 3500 a.C. 83 Figura 7. Paleta de Narmer (anverso). Antiguo Egipto, ca. 3050 a.C. 85 Figura 8. Paleta de Narmer (reverso). Antiguo Egipto, ca. 3050 a.C. 89


Figura 9. El barco de la muerte. Petroglifo, Nubia (Sudán), ca. 500-50 a.C. 108 Figura 10. El Secreto de los Dos Compañeros. Antiguo Egipto, ca. 3000 a.C. 116 Figura 11. La doble coronación. Antiguo Egipto, ca. 3000 a.C. 119 Figura 12. El poder dual. Antiguo Egipto, ca. 2686 a.C. 123 Figura 13. El zigurat de Nippur. Reconstrucción artística, Sumeria, ca. 2000 a.C. 153 Figura 14. Figurilla de una sirvienta. Valle del Indo, ca. 2500 a.C. 220 Figura 15. Figurilla de un sacerdote. Valle del Indo, ca. 2000 a.C. 222 Figura 16. El sacrificio. Valle del Indo, ca. 2000 a.C. 231 Figura 17. La diosa del árbol. Valle del Indo, ca. 2000 a.C. 232


Figura 18. El señor de las bestias. Valle del Indo, ca. 2000 a.C. 234 Figura 19. El poder de la serpiente. Valle del Indo, ca. 2000 a.C. 236 Figura 20. El Señor de la Vida. Francia, ca. 50 d.C. 411 Figura 21. La isla de las gemas. Rajputana (India), ca. 1800 d.C. 445 Figura 22. Antiguo estilo del Pacífico, ca. 1200 a.C. 527 Figura 23. Antiguo estilo del Pacífico, ca. 200-1000 d.C. 528

Los dibujos de las figuras 2, 3, 4, 5, 7, 8, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22 y 23 son obra de John L. Mackey.



Om



Preámbulo A la conclusión de Las máscaras de Dios

Cuando echo la vista atrás, hacia los doce satisfactorios años dedicados a este empeño tan gratificante, encuentro que su principal resultado para mí ha sido la confirmación de una idea que he mantenido larga y confiadamente: la unidad de la raza humana, no sólo en su historia biológica sino también en la espiritual, que por doquier se ha desarrollado a la manera de una única sinfonía, con sus temas anunciados, desarrollados, ampliados y retomados, deformados y reafirmados, y que hoy día, en un gran fortissimo con todas las secciones tocando a la vez, avanza irremisiblemente hacia una especie de poderoso clímax, del cual ha de surgir el próximo gran movimiento. Y no veo razón alguna para que se pueda suponer que estos motivos acabados de escuchar no se oirán otra vez en el futuro, en unas nuevas relaciones, por supuesto, pero manteniéndose siempre iguales. Todos ellos se presentan aquí, en estos volúmenes, con muchas indicaciones que sugieren las maneras en que pueden ser utilizados por personas razonables para fines razonables, o por poetas para fines poéticos, o por insensatos para la 19


necedad y el desastre. Pues, como dice James Joyce en Finnegans Wake: «Tan imposibles como son todos estos hechos, resultan tan probables como aquellos que pueden haber sucedido o como cualesquiera otros que nadie pensó nunca que pudieran ocurrir».

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Las máscaras de Dios Volumen II: Mitología oriental



Primera parte La separaciรณn de Oriente y Occidente



Capítulo 1 Las signaturas de los cuatro grandes dominios

I. El diálogo entre los mitos de Oriente y Occidente El mito del eterno retorno, que sigue siendo básico en la vida oriental, presenta un orden de formas fijas que aparecen y reaparecen en todas las épocas. El periplo diario del sol, la luna creciente y menguante, el ciclo anual y el ritmo orgánico de nacimiento, muerte y nuevo nacimiento representan un milagro de surgimiento continuo que es fundamental para la naturaleza del universo. Todos conocemos el mito arcaico de las cuatro edades de oro, plata, bronce y hierro, según el cual el mundo sufre un declive cada vez más acusado hasta desintegrarse en el caos para brotar de nuevo, fresco como una flor, y recomenzar espontáneamente su inevitable curso. Nunca hubo un tiempo en el que el tiempo no existiera. Tampoco lo habrá en el que cese este juego caleidoscópico de la eternidad en el tiempo. Ni el universo ni el hombre, por tanto, ganan nada con la originalidad y el esfuerzo individual. Los que se identifiquen con el cuerpo mortal y sus inclinaciones descu25


brirán necesariamente que todo es doloroso, pues –para ellos– todo debe acabar. Pero para los que han encontrado el punto fijo de la eternidad, alrededor del cual todo gira –incluidos ellos mismos–, las cosas son aceptables tal como son; de hecho, incluso es posible experimentarlas como gloriosas y maravillosas. En consecuencia, el primer deber del individuo simplemente es desempeñar su papel prefijado –como hacen el sol y la luna, las especies animales y vegetales, las aguas, las rocas y las estrellas– sin resistencia, sin tacha; y después, si es posible, organizar su mente de tal forma que identifique su conciencia con el principio que habita en todas las cosas. El hechizo de esta tradición contemplativa, orientada metafísicamente, donde la luz y la oscuridad danzan en un juego de sombras cósmicas creadoras de mundos, trae hasta los tiempos modernos una imagen cuya edad es incalculable. En su forma primitiva es ampliamente conocida en las aldeas de la selva de la zona ecuatorial, que se extiende desde África hacia el este, a través de la India, el sudeste asiático y Oceanía, hasta Brasil, donde el mito básico refiere una edad nebulosa original en la que no había nacimiento ni muerte, y que sin embargo terminó cuando se cometió un asesinato. El cuerpo de la víctima fue cortado en trozos y enterrado. De las partes enterradas surgieron las plantas que sirven de alimento a la comunidad, y en todos los que tomaron su fruta aparecieron los órganos de reproducción; de esta forma, la muerte, que había llegado al mundo con un asesinato, se contrarrestaba con su opuesto, la generación, y la vida –ese algo que se autoconsume y se alimenta a su vez de vida– iniciaba su curso interminable. En las verdes y oscuras junglas del mundo abundan no sólo sangrientas escenas de caza de animales, sino también terribles ritos de comunión caníbal que representan dramá26


ticamente –con la fuerza de una convulsión iniciática– la escena del primer asesinato, acto sexual y banquete, cuando la vida y la muerte, que habían sido una, se separaron y los sexos, que habían sido uno, se hicieron dos. Las criaturas empiezan a existir, viven de la muerte de otras, mueren y se convierten en el alimento de otras, perpetuando así, a través de las transformaciones del tiempo, el arquetipo inmemorial del principio mitológico; y el individuo no es más importante que una hoja caída. Psicológicamente, el efecto de ese rito es desviar la atención de la mente de lo individual (perecedero) para centrarla en el grupo eterno. Mágicamente, es reforzar en todas las vidas la vida eterna, que parece ser múltiple pero en realidad es una, para estimular el crecimiento de las batatas, los cocos, los cerdos, la luna y el árbol del pan, así como de la comunidad humana. En La rama dorada, sir James G. Frazer muestra que en las primeras ciudades-estado nucleares de Oriente Próximo, de donde proceden todas las civilizaciones superiores del mundo, se sacrificaba a reyes-dioses como en este rito de la jungla,1 y la excavación de sir Leonard Woolley de las tumbas reales de Ur, en las que cortes enteras habían sido enterradas vivas ceremonialmente, revelaron que en Sumeria tales prácticas continuaron aproximadamente hasta una fecha tan tardía como ca. 2350 a.C.2 Además, sabemos que en la India, en el siglo xvi d.C., los reyes se descuartizaban a sí mismos en un ritual público3 y que, durante milenios, en los templos de la terrible diosa negra Kālī –designada, entre muchas otras maneras, como «aquella a la que es difícil aproximarse» (durgā), cuyo estómago es un vacío que nunca se llena y de cuyo vientre nacen eternamente todas las cosas– no ha dejado de correr por canales labrados un río de sangre de las víctimas decapitadas para devolverla, todavía viva, a su fuente divina. 27


Actualmente se siguen sacrificando seiscientas o setecientas cabras a lo largo de tres días en el Kalighat, el principal templo de la diosa en Calcuta, durante su fiesta de otoño, el Durgā Pūjā. Las cabezas se apilan ante la imagen y los cuerpos son consumidos por los devotos en comunión contemplativa. Asimismo, innumerables carabaos, ovejas, cerdos y aves son inmolados en su honor y, antes de la prohibición de los sacrificios humanos en 1835, recibía de cada región del país ofrendas aún más ricas. En el impresionante templo de Thanjavur [anteriormente denominado Tanjore] dedicado a Śiva, un niño era decapitado ante el altar de la diosa cada viernes a la hora sagrada del crepúsculo. En 1830, un insignificante monarca de Bastar, para obtener sus dones, le ofreció veinticinco hombres en su altar de Danteshvari y, en el siglo xvi, un rey de Cooch Behar inmoló a ciento cincuenta en ese lugar.4 En las montañas de Jaintia, en Assam, cierta dinastía real ofrecía cada año una víctima humana en el Durgā Pūjā. Tras lavar y purificar a la víctima, se la vestía con nuevas ropas, se la untaba de sándalo rojo y bermellón y se la adornaba con guirnaldas. Entonces se la colocaba en una plataforma elevada ante la imagen, donde pasaba algún tiempo meditando mientras repetía sonidos sagrados, y cuando estaba preparada hacía una señal con el dedo. El ejecutor, tras elevar la espada y también pronunciando sílabas sagradas, le cortaba la cabeza, que inmediatamente era presentada a la diosa en una bandeja de oro. Los pulmones eran cocinados y comidos por yoguis, y la familia real ingería una pequeña cantidad de arroz empapado en la sangre de la víctima. Para este sacrificio normalmente se ofrecían voluntarios, pero cuando faltaban víctimas se las raptaba en otro estado. En 1832 desaparecieron cuatro hombres de la colonia británica, uno de los cuales pudo 28


escapar y contó la historia; al año siguiente el reino fue anexionado, sin esa costumbre.5 «Mediante un sacrificio humano con los ritos adecuados, la diosa queda gratificada durante mil años», leemos en el Kālikā Purāṇa, un texto hindú del siglo x d.C. aproximadamente, «y mediante el sacrificio de tres hombres, durante cien mil. Śiva, en su aspecto terrible como marido de la diosa, queda aplacado por espacio de tres mil años con una ofrenda de carne humana. Pues la sangre, consagrada de inmediato, se convierte en ambrosía, y como la cabeza y el cuerpo son sumamente gratificantes, deben ser presentados en el culto a la diosa. Los prudentes harán bien en añadir carne, sin pelo, a sus ofrendas de alimentos.»6 En el jardín de la inocencia, donde es posible practicar tales ritos con perfecta ecuanimidad, tanto la víctima como el sacerdote del sacrificio pueden identificar su conciencia, y por tanto su realidad, con el principio presente en todas las cosas. Cada uno puede decir y sentir verdaderamente que, en palabras de la Bhagavadgītā, «como aquel que se despoja de sus viejas ropas para vestir otras nuevas, así abandona el antiguo cuerpo para habitar otro nuevo».7 No obstante, para Occidente desapareció hace mucho tiempo la posibilidad de tal retorno impersonal a la condición del espíritu anterior al nacimiento de la individualidad, y es posible que la primera fase importante de la separación se produjera precisamente en esa parte del Oriente Próximo nuclear donde los antiguos reyes-dioses y sus séquitos fueron sepultados ritualmente durante siglos, es decir, en Sumeria, donde una nueva percepción de la separación de las esferas divina y humana empezó a ser representada en los mitos y los rituales alrededor del 2350 a.C. El rey había dejado de ser un dios para convertirse en un sirviente del dios, en su Colono, supervisor de los esclavos de raza humana creados para servir 29


a los dioses con su continuo trabajo. El gran problema ya no era la identidad sino la relación. El hombre no había sido creado para ser Dios, sino para conocerle, honrarle y servirle. Por eso incluso el rey, que según la concepción mitológica anterior era la principal encarnación de la divinidad en la tierra, había devenido un simple sacerdote que ofrecía sacrificios en honor a Uno superior; ya no era un dios que volvía a sí mismo en el sacrificio. Durante los siglos siguientes, este nuevo sentido de separación provocó un anhelo del retorno, no a la identidad, porque ésta ya no era concebible (creador y criatura no eran lo mismo), sino a la presencia y la visión del dios perdido. A su debido tiempo, la nueva mitología trajo consigo un alejamiento de la anterior concepción estática de los ciclos que retornan. Surgió una mitología progresiva, orientada temporalmente, de una creación definitiva al principio del tiempo, una caída posterior y una obra de redención que todavía continúa. El mundo ya no se entendía como una mera manifestación en el tiempo de los paradigmas de la eternidad, sino como el terreno de un conflicto cósmico sin precedentes entre dos poderes, uno claro y otro oscuro. Al parecer, el primer profeta de esta mitología de redención cósmica fue el persa Zaratustra, del que no sabemos con certeza cuándo vivió. Se le ha situado entre el 1200 y el 550 a.C. aproximadamente,8 por lo que, como Homero (ubicado en el mismo margen de años), quizá deba ser considerado más un símbolo de una tradición que un hombre concreto. El sistema asociado con su nombre se basa en la idea de un conflicto entre el Señor Sabio, Ahura Mazda, «primer padre del Orden Justo, que otorgó al sol y a las estrellas su ruta»,9 y un principio maligno independiente, Angra Mainyu, «El que engaña», el principio de la mentira, que se introdujo en cada partícula una vez 30


que todo había sido creado a la perfección. Por tanto, el mundo es un compuesto donde el bien y el mal, la luz y la oscuridad, la sabiduría y la violencia, luchan por la victoria. El privilegio y el deber de cada hombre –que, como parte de la creación, también es una mezcla del bien y el mal– es participar voluntariamente en la batalla del lado de la luz. Se supone que con el nacimiento de Zaratustra, doce mil años después de la creación del mundo, el conflicto dio un giro decisivo en favor del bien y que cuando él vuelva, al cabo de otros doce milenios, en la persona del mesías Saoshyant, se producirá la batalla cósmica definitiva, en la que el principio de la oscuridad y la mentira será vencido. A partir de entonces, todo será luz, no habrá historia, y el Reino de Dios (Ahura Mazda) se habrá establecido en su forma primigenia para siempre. Es evidente que aquí se presenta una poderosa fórmula mítica para la reorientación del espíritu humano, colocándolo en el camino del tiempo, proponiendo al hombre que asuma una responsabilidad autónoma para la renovación del universo en nombre de Dios y fomentando así una nueva filosofía, potencialmente política (y en último término no contemplativa), de la guerra santa. «Que seamos nosotros», dice una oración persa, «los que traigamos esta renovación y hagamos progresar a este mundo hasta que se haya alcanzado la perfección.»10 La primera manifestación histórica de la fuerza de esta nueva concepción mítica fue el Imperio aqueménida de Ciro el Grande (m. 529 a.C.) y Darío I (r. ca. 521-486 a.C.), que en varias décadas extendieron sus dominios desde la India hasta Grecia y bajo cuya protección los hebreos desterrados reconstruyeron su altar (Esdras 1, 1-11) y su herencia tradicional. La segunda manifestación histórica fue la aplicación de ese mensaje universal de los hebreos a sí 31


mismos; la siguiente, la misión universal del cristianismo; y la cuarta, la del islam. «Ensancha el espacio de tu tienda, extiende las lonas de tus moradas, no te cohíbas, alarga tus cuerdas y refuerza tus estacas, porque te extenderás a derecha e izquierda, y tu descendencia poseerá las naciones y poblará las ciudades desiertas.» (Isaías 54, 2-3; ca. 546-536 a.C.) «Será predicado el Evangelio del reino en todo el mundo, como testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el fin.» (Mateo 24, 14; ca. 90 d.C.) «Y matadlos dondequiera que los encontréis, y expulsadlos de donde os hayan expulsado, pues el desorden y la opresión son peores que la matanza [...]. Y combatidlos hasta que no haya más desorden ni opresión y prevalezcan la justicia y la fe en Alá, pero si desisten, que no haya hostilidad excepto contra quienes practiquen la opresión.» (Corán 2, 191, 193; ca. 632 d.C.) Por tanto, al mundo moderno han llegado dos mitologías totalmente opuestas del destino y la virtud del hombre, que contribuyen conflictivamente al proceso de creación de toda nueva sociedad. Pues del árbol que crece en el jardín donde Dios pasea al fresco del día, los hombres sabios al oeste de Irán han probado la fruta del conocimiento del bien y el mal, mientras que los que están al otro lado de esa linde cultural, en la India y en Extremo Oriente, sólo han saboreado la fruta de la vida eterna. No obstante, se nos dice que los dos miembros se unen en el centro del jardín, donde forman un solo árbol cuyas ramas se bifurcan cuando alcanzan cierta altura.11 De la misma forma, las dos mitologías hunden sus raíces en Oriente Próximo. Si el hombre probara ambos frutos, se convertiría en Dios mismo (Génesis 3, 22); ésta es la gran posibilidad que nos ofrece hoy el encuentro de Oriente y Occidente. 32





Memoria mundi Mitolog ía oriental «Que la editorial Atalanta haya decidido publicar de manera integral esta obra descatalogada durante años es más que un acontecimiento editorial, pues pone a disposición del lector una herramienta básica de pensamiento narrativo, mitológico y antropológico.» Ivan Pintor Iranzo, «Cultura|s», La Vanguardia

Nadie como Joseph Campbell ha hecho comprender mejor a nuestra época el sentido mítico del mundo. En su prólogo al monumental estudio comparativo de las mitologías, cuya nueva edición continúa publicando Atalanta con este segundo volumen, afirma que el hombre no puede sostenerse en el universo sin otorgar un sentido a las ideas míticas heredadas, porque la crónica de nuestra especie no es sólo la de su historia biológica, o la que se apoya en el desarrollo tecnológico, sino también la historia espiritual de las diferentes razas humanas. Publicada entre 1959 y 1968, Las máscaras de Dios está dividida en cuatro volúmenes. El primero, dedicado a la Mitología primitiva, indaga los motivos mitológicos de las culturas prehistóricas a la luz de los descubrimientos arqueológicos, antropológicos y psicológicos más recientes. El segundo volumen, Mitología oriental, se ocupa de las religiones de Egipto, la India, China y Japón. El tercero, Mitología occidental, es un estudio comparativo de los temas universales que subyacen en el arte, los cultos y los textos de la cultura europea. La obra se completa con Mitología creativa, que trata sobre la importancia que ha tenido la herencia mitológica en el mundo moderno y sobre el ser humano como creador de sus propias mitologías. Esta nueva edición en castellano de Mitología oriental ha sido revisada por la Fundación Joseph Campbell con el fin de conservar toda su vigencia científica como libro de referencia.

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