THOMAS DE QUINCEY CONFESIONES D E U N O P I Ó FAG O I N G L É S LA DILIGENCIA INGLESA
ATA L A N TA
Escritas en 1821, las «Confesiones de un opiófago inglés» narran los primeros vagabundeos del autor por Gales y Londres; cómo empezó a tomar opio, a modo de analgésico y calmante nervioso, y llegó a ingerir nada menos que ocho mil gotas diarias, y de qué forma, tras años de continuo consumo, comenzaron a asediarle toda suerte de pesadillas, hasta que decidió acabar con su hábito. El enorme éxito alcanzado por este libro se explica, en primer lugar, por las grandes cualidades literarias de la prosa de De Quincey; en segundo lugar, por las patéticas circunstancias que narra, con una natural sinceridad que siempre convence y nunca le lleva a moralizar sobre su vicio. Todo ello lo ha convertido en un clásico que no envejece, y sigue siendo tan aclamado por los lectores de hoy como lo fue en su momento por los románticos del XIX. «La diligencia inglesa» (1849), por su parte, es una de las obras literarias de De Quincey más perfectas y modernas. Estructurada en cuatro partes bien diferenciadas, forma una especie de sinfonía verbal en donde el humor y el horror, el análisis psicológico y el juicio político, la descripción precisa y la fantasía dramática se interrelacionan con gran maestría. Como dice Jorge Edwards en su epílogo, «De Quincey fue un precursor, un hombre que abrió espacios para la imaginación moderna», aunque él mismo, abrumado por sus desgracias personales, no tuviera ninguna conciencia de ello.
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THOMAS DE QUINCEY CONFESIONES DE UN OPIÓFAGO INGLÉS LA DILIGENCIA INGLESA
TRADUCCIÓN CARMEN FRANCÍ
OPIO Y METAFÍSICA JORGE EDWARDS
A T A L A N TA 2007
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En cuarta de cubierta: Thomas de Quincey por Sir John Watson-Gordon, © National Portrait Gallery, Inglaterra.
Todos los derechos reservados. Título original: Confessions of an English Opium-Eater The English Mail-Coach © Del prólogo: Jorge Edwards © De la traducción: Carmen Francí © EDICIONES ATALANTA, S. L.
Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN 13: 978-84-935313-5-5 ISBN 10: 84-935313-5-9 Depósito Legal: B-19659-2007
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ÍNDICE
Confesiones de un opiófago inglés Extracto de la vida de un hombre de letras 9
Al lector 11
Confesiones preliminares 16
Segunda parte 57
Los placeres del opio 60
Introducción a los males del opio 77
Los dolores del opio 94
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La diligencia inglesa o el esplendor en movimiento 119
La llegada con la victoria 148
La visión de la muerte repentina 158
Fuga onírica 180
Opio y metafísica 193
Confesiones de un opi贸fago ingl茅s Extracto de la vida de un hombre de letras
AL
LECTOR
Aquí tienes, amable lector, la narración de un período excepcional de mi vida; y, por el uso que pretendo darle, confío en que no sólo resulte una narración interesante, sino también útil y muy instructiva. Con esa esperanza la he redactado y ésa será precisamente mi disculpa por quebrantar la delicada y honrosa reserva que, en general, nos impide mostrar en público nuestros errores y debilidades. Nada es, sin duda, más desagradable a los sentimientos de los ingleses que el espectáculo de un ser humano empeñado en exhibir sus úlceras o cicatrices morales y en apartar las «decorosas vestiduras» con que las hayan cubierto el tiempo o la indulgencia ante la flaqueza humana; por ello, la mayor parte de nuestras confesiones (me refiero a las confesiones espontáneas y ajenas al ámbito de la justicia) proceden de mujeres de dudosa reputación, aventureros o sinvergüenzas: y para encontrar semejantes actos de humillación gratuita por parte de quienes imaginamos acordes con el sector digno y decente de la sociedad, tenemos que buscar en la literatura francesa o en esa parte de la alemana contaminada de
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la sensibilidad espuria y deficiente de los franceses. Estoy tan convencido de ello, y me siento tan sensible al reproche de esa tendencia, que durante muchos meses he dudado de la conveniencia de permitir que ésta o cualquier otra parte de mi narración apareciera ante la mirada del público antes de mi muerte (tras la cual, por diferentes motivos, se publicará íntegramente); y sólo tras sopesar con inquietud todas las razones a favor y en contra, por fin me he decidido a dar este paso. Por un instinto natural, la culpabilidad y la desgracia tienden a ocultarse de la atención pública: buscan el retiro y la soledad; incluso, cuando escogen una tumba, algunas veces se alejan de la mayor parte de la población del cementerio, como si no quisieran sentirse miembros de la gran familia del hombre y desearan (en las conmovedoras palabras del señor Wordsworth) expresar humildemente una soledad penitente. En conjunto, es bueno para todos que así sea: no seré yo quien manifieste disconformidad con sentimientos tan saludables ni haré, mediante palabras u obras, nada que los debilite. Pero, por una parte, esta acusación contra mí mismo no equivale a una confesión de culpa y, por otra, aunque lo fuese, el beneficio que supondría para los demás la crónica de una experiencia por la que he pagado tan alto precio podría compensar con creces la mencionada violación de los sentimientos y justificaría el quebrantamiento de la norma general. Los padecimientos y la desdicha no implican necesariamente culpabilidad. Se aproximan o retroceden de las sombras de esa oscura alianza en proporción a los probables motivos y perspectivas del infractor y a los atenuantes, conocidos o secre-
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tos, de la ofensa: en proporción a la fuerza que tuvieron las tentaciones desde el principio y a la resistencia que, medida en actos o esfuerzos, se opuso hasta el final. Por mi parte, y sin faltar a la verdad o a la modestia, puedo afirmar que mi vida ha sido, en conjunto, la de un filósofo: desde la cuna me convirtieron en una criatura intelectual; e intelectuales han sido mis objetivos y placeres en el más elevado sentido del término, incluso desde mis días de colegial. Si el consumo de opio es un placer sensual y si me siento obligado a confesar que he abusado de él de un modo tal como todavía no se conocen registros escritos,1 no es menos cierto que he luchado contra esta fascinante esclavitud con un celo religioso y he conseguido, al final, lo que todavía no he oído nunca decir de otro hombre: me he liberado, casi hasta los últimos eslabones, de la maldita cadena que me aprisionaba. Esta conquista de mí mismo bien podría ponerse como contrapeso a cualquier tipo o grado de tendencia al recreo en los placeres. No hay que insistir en que, en mi caso, la conquista de mí mismo fue incuestionable, y la laxitud, en cambio, está sujeta a las dudas de la casuística, según ese término abarque los actos destinados al mero alivio del dolor o se limite a los que tienen como objeto el puro placer. Por lo tanto, no reconozco culpa alguna; y si lo hiciera, es posible que me mantuviera firme en la decisión de confesarme en consideración al favor que puedo prestar con ello a todos los opiófagos. Pero ¿quiénes son? Lamento decirte, lector, que forman un grupo muy numeroso. Me convencí de ello hace años, cuando conté, 1. Quiero decir exclusivamente que «no se conocen registros escritos», ya que, si lo que cuentan de un famoso contemporáneo es cierto, me ha superado con creces en lo que a las dosis se refiere.
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en aquel tiempo, el número de quienes, en un ámbito reducido de la sociedad inglesa (entre aquellos hombres que se distinguen por su talento o por su pertenencia a una clase social eminente), conocía yo de modo directo o indirecto como comedores de opio; por ejemplo, el elocuente y bondadoso ***; el difunto deán de ***; lord ***; el señor ***, el filósofo; un difunto subsecretario de Estado (que me describió la sensación que lo llevó a consumir opio por primera vez en los mismos términos que el deán de ***, a saber: «Me sentía como si las ratas me royeran y arañaran las paredes del estómago»); el señor ***, y tantos otros, casi tan conocidos como los citados, que sería tedioso mencionar. Así pues, si una clase relativamente pequeña podía proporcionar tantos casos (y a partir de los datos de un solo observador), era natural deducir que entre toda la población de Inglaterra se daría un número proporcional. Sin embargo, dudé de la solidez de esta deducción hasta que tuve conocimiento de ciertos hechos que demostraron su veracidad, cosa que me satisfizo. Mencionaré dos: en primer lugar, tres respetables boticarios londinenses, de barrios muy distantes entre sí, a los que estuve comprando pequeñas cantidades de opio, me aseguraron que el número de opiófagos amateurs (por así llamarlos) era, en aquel momento, inmenso; y que la dificultad de distinguir a esas personas, a las que el hábito había hecho necesario el opio, de aquellas que lo compraban con ánimo de suicidarse les ocasionaba a diario preocupaciones y disputas. Esta prueba sólo se refería a Londres. Pero, en segundo lugar (cosa que tal vez sorprenda aún más al lector), hace unos años, cuando me hallaba yo de paso por Manchester, varios fabricantes de tejidos de algodón me informaron de que sus obreros estaban aficionándose rápidamente a tomar opio, hasta tal punto de que los sábados por la tarde los mostradores
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de los boticarios estaban cubiertos de píldoras de uno, dos o tres granos en previsión de la consabida demanda de última hora. La causa inmediata de esa costumbre era la exigüidad de los salarios, que, en la época, no les permitía disfrutar de la cerveza o de los licores; y podría pensarse que si subieran los salarios, cesaría esa costumbre, pero como me cuesta creer que quien ha probado alguna vez los lujos divinos del opio quiera después descender a los toscos y mortales placeres del alcohol, doy por sentado que ahora comen quienes nunca comieron, y quienes comieron siempre ahora comen más. Incluso los médicos, que son sus mayores enemigos, admiten en sus escritos el poder de fascinación del opio: tal es el caso de Awsiter, boticario del hospital de Greenwich, que, en su Ensayo sobre los efectos del opio (publicado en el año 1763), cuando intenta explicar por qué Mead no fue lo bastante explícito al hablar de las propiedades de esta droga o de los productos antagonistas, etcétera, se expresa en estos términos misteriosos (ϕωναντα συνετοισι ): «Tal vez pensó que se trataba de una sustancia de naturaleza demasiado delicada para que se divulgara; y, como mucha gente podría utilizarla de manera indiscriminada, se perderían el temor y la prudencia necesarios para impedir que experimentara el inmenso poder de esta droga; pues posee muchas propiedades que si se conocieran universalmente convertirían su consumo en algo habitual y la harían más frecuente entre nosotros que entre los mismos turcos. El resultado de este conocimiento –añade– supondría una desgracia general». No estoy totalmente de acuerdo en que se trate de una conclusión inexorable; pero tendré oportunidad de hablar de
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ello al final de mis confesiones, cuando ofrezca al lector la moraleja de mi narración.
CONFESIONES
PRELIMINARES
Por tres motivos distintos, he juzgado conveniente empezar con estas confesiones preliminares o narración introductoria a las aventuras juveniles que pusieron los cimientos de la costumbre del escritor de comer opio en años posteriores: I. Porque se adelantan y responden de manera satisfactoria a una pregunta que, de otro modo, surgiría y entorpecería las «Confesiones del opio»: «¿Cómo es posible que un ser humano razonable se someta a un yugo tan penoso, incurra voluntariamente en un cautiverio tan servil y se ate, a sabiendas, dando siete vueltas a una cadena?». Si semejante pregunta no recibe una respuesta plausible no dejará de interferir, a través de la indignación que surgirá contra un acto de caprichosa locura, en el grado de simpatía que necesita un autor para alcanzar su objetivo. II. Porque proporcionan la clave de algunas partes de ese tremendo escenario que más adelante pobló los sueños del opiófago. III. Porque crean cierto interés personal previo en el protagonista de las confesiones, que, sumado al interés suscitado por éstas, terminará por hacerlas más intere2 santes. Si un hombre «que habla de bueyes» se convir2. Podría añadirse una tercera excepción; y si no lo hago, se debe sobre todo a que el escritor al que me refiero sólo cultivó los temas filosóficos en sus esfuerzos juveniles; en su madurez dedicó su capacidad a la crítica y las bellas artes (por motivos muy justificables e inteligentes, teniendo en cuenta la dirección que ha tomado la opinión de la pobla-
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tiera en comedor de opio, es probable que soñara también con bueyes (si no fuese demasiado lerdo para soñar); en cambio, en el caso que tiene ante sí, el lector se encontrará con que el opiófago se tiene por filósofo; y, por lo tanto, la fantasmagoría de sus sueños (durante el sueño o la vigilia, despierto o dormido), corresponde a la de alguien que, de acuerdo con el personaje, humani nihil a se alienum putat. Pues entre las condiciones que el autor considera indispensables para respaldar cualquier pretensión al título de filósofo no sólo se halla la posesión de un intelecto superior en sus funciones analíticas (sin embargo, en este aspecto de la pretensión Inglaterra apenas ha podido presentar candidatos durante varias generaciones; al menos, el autor no recuerda a ningún aspirante a ese honor que pudiera denominarse pomposamente «pensador sutil», con la única excepción de Samuel Taylor Coleridge, y, en un campo de pensamiento más reducido, la ilustre y reciente excepción de David Ricardo), sino también la constitución de las facultades morales que le otorguen una visión e intuición capaces de ver los misterios de la naturaleza humana: facultades, en definitiva, que nuestros poetas ingleses han poseído en el más alto grado (entre todas las generaciones de hombres que desde el principio de los tiempos, por así decirlo, se han ción en Inglaterra). Dejando a un lado esta razón, tal vez debería ser considerado un pensador más agudo que sutil. Además, en relación con su dominio de los temas filosóficos supone un gran inconveniente que carezca de las ventajas que se derivan de una educación formal: no leyó a Platón en su juventud (lo que, probablemente, fue sólo cuestión de mala suerte), pero tampoco ha leído a Kant en su madurez (lo que ya es sólo culpa suya).
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desplegado en la vida en este planeta) y los profesores 3 escoceses, en el más bajo. Me han preguntado con frecuencia cómo llegué a convertirme en un opiófago habitual; y he padecido, muy injustamente, en opinión de mis conocidos, que se considerara que soy la causa de todos los sufrimientos que a continuación voy a narrar por haberme permitido tanto tiempo un consumo meramente destinado a crear un estado artificial de excitación placentera. Sin embargo, sería una tergiversación explicar así mi caso. Cierto es que durante casi diez años consumí opio ocasionalmente por el exquisito placer que me proporcionaba; pero mientras lo tomé con este objetivo estuve protegido de todas las consecuencias adversas por la necesidad de interponer largos intervalos entre los momentos de complacencia con el fin de renovar las sensaciones agradables. No fue para obtener placer, sino para mitigar el dolor en su más alto grado por lo que empecé a consumir opio a diario. Cuando contaba veintiocho años, me sobrevino un terrible dolor de estómago que ya había experimentado diez años antes por primera vez. Esta afección tenía origen en el hambre extrema que había pasado de niño. Durante la temporada de esperanza y felicidad que sobrevino después (es decir, de los dieciocho a los veinticuatro años de edad), permaneció aletargada; durante los tres años siguientes revivió a intervalos, y después, bajo circunstancias desfavorables, derivadas de una depresión de ánimo, me atacó con una violencia que sólo mitigaba el opio. Dado que los padecimientos juveniles que están en el origen de esta alteración gástrica son interesantes por sí mismos y por las circunstancias que 3. De ningún modo es una alusión a profesores vivos, ya que, en realidad, sólo conozco a uno.
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Virginia Woolf, James Joyce, Henry Miller, William Burroughs, Borges y Baudelaire, con su larga descendencia francesa, son algunos de sus más ilustres deudores.
Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931) es quizá el más destacado representante de la literatura chilena. Ha cultivado la novela, el cuento, el ensayo periodístico y la biografía. En 1994 recibió el Premio Nacional de Literatura de Chile; en 2000 el Premio Cervantes y la Orden al Mérito Gabriela Mistral. También ha sido galardonado con la medalla de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia.
EPÍLOGO: JORGE EDWARDS TRADUCCIÓN: CARMEN FRANCÍ
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