ATA L A N TA
DA M A S A R A S H I N A S U E Ñ O S Y E N S O Ñ AC I O N E S D E U N A DA M A D E H E I A N
Hace más de mil años, una dama japonesa, cuyo auténtico nombre desconocemos, dejó escrito un libro autobiográfico que no llegó a titular. Todo cuanto sabemos de ella está contenido en este breve volumen, pues el resto de su obra no se ha conservado. Su autora pertenece a ese extraordinario grupo de escritoras que floreció en Japón durante el periodo Heian, entre las cuales se encuentra Murasaki Shikibu, la incomparable autora del Genji Monogatari. Escrito durante el último periodo de su vida, este sincero y original relato autobiográfico –con ochenta y nueve poemas intercalados– nos cuenta los primeros viajes que realiza esta dama con su padre hasta llegar a Kioto; su profundo amor a la literatura y la emoción conmovedora que sintió cuando recibió por primera vez el regalo de los cincuenta libros de la historia de Genji; sus decepciones como dama de compañía de la princesa imperial; sus peregrinaciones a los santuarios budistas; sus sueños, sus cuitas... Con una prosa limpia, natural y moderna, Sarashina nos sumerge en el corazón de un mundo lejano, dominado por el culto a la belleza, una suave melancolía y un profundo sentimiento budista acerca de lo ilusorias que resultan todas las acciones humanas. Sin embargo, su delicada y poética introspección no se aísla de todo lo mundano, sino que, al mismo tiempo, nos informa de la vida cotidiana de la época a través de precisas descripciones.
ARS BREVIS
ATA L A N TA
22
DAMA SARASHINA SUEÑOS Y ENSOÑACIONES DE UNA DAMA DE HEIAN
PRÓLOGO CARLOS RUBIO
TRADUCCIÓN DEL JAPONÉS AKIKO IMOTO Y CARLOS RUBIO
ATA L A N TA 2008
En cubierta y contracubierta: Periodo Kamakura, segunda mitad del siglo XIII. Las ilustraciones que se reproducen en este libro provienen de las xilografías de la edición de Sarashina nikki (1704).
Dirección y diseño: Jacobo Siruela.
Todos los derechos reservados. Título original: © Del prólogo: Carlos Rubio © De la traducción, prólogo y notas: Akiko Imoto
y Carlos Rubio © EDICIONES ATALANTA, S. L.
Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-935763-5-6 Depósito Legal: B-38379-2007
ÍNDICE Prólogo 11 Recuerdos de la niñez 45 El viaje a la capital 48 La partida 48 El río Futoi 50 El templo de Takeshiba 52 Las bailarinas de Ashigara 57 El monte Fuji 58 Una rama de ciruelo 66 Las historias 70 La gata 76 El campo de bambú 81 En Higashiyama 85 El bosque de la nostalgia por los hijos 93
La visión del espejo 100 En el Palacio Imperial 108 Un encuentro 118 De peregrina 126 En Ishiyama 126 En Hasedera 127 En Kurama 136 Amigas 140 Entre las olas de Ishizu 144 Separaciones 148 El sueño de Amida 152 Soledad 155 Tabla cronológica 159 Árboles genealógicos 163
Pr贸logo
EL SIGLO XI EN JAPÓN
Sociedad y literatura Hace exactamente mil años nació la autora del diario que tiene el lector en sus manos, el cual aparece por primera vez en lengua española. Es un libro extraordinario por varias razones: como documento que atestigua el irresistible hechizo que los relatos de ficción, los monogatari, ejercían en su tiempo; como literatura en donde se crea una realidad sutil a partir de poemas, sueños y ensoñaciones; como expresión candorosa de un alma femenina que siente y vibra a la sombra de la sofisticada corte del Japón del siglo XI. Desconocemos el nombre de aquella mujer, pero valoramos la precisión de su pincel en el registro de ese delicado equilibrio entre vistosidad exterior y tristeza interior que pone el sello a todo quehacer literario de la época de Heian (708-1185). Las razones de esa vistosidad eran antiguas; las de la tristeza, recientes. La apacible y secular tradición de buen gusto que caracteriza la época iba a verse amenazada a mediados del siglo XI, en el horizonte sociopolítico e ideológico, por unos negros nubarrones que personas sensibles y aficionadas a ensimismarse en la contemplación de paisajes del alma y de la naturaleza, como esta autora anónima, detectaron con fatídica naturalidad. En el año 1052 el poderoso Fujiwara no Yorimichi (990-
11
1074), árbitro de la política japonesa durante medio siglo, convierte su palacio de Uji en el templo Byôdôin y se hace monje. Y al año siguiente es construida la capilla de Amitâbha con la intención de plasmar en este mundo el paraíso budista de la Tierra Pura. El budismo japonés sitúa en el año de 1052 el inicio de la Ley del Último Día (mappô), el comienzo, con visos de catástrofe milenarista, del Periodo Postrero del Budismo: una cordillera de pesadumbres, una era de degeneración, caos y desastres que conduciría al fin del mundo. En el año 1052 acaba de iniciarse la Guerra Anterior de los Nueve Años (Zenkunen no eki), que representa una seria amenaza al control fiscal del gobierno central. Veinticuatro años antes, la revuelta de Taira no Tadatsune había mantenido izada la bandera de rebelión durante tres años. En las lejanas regiones del norte los futuros samuráis tensaban sus arcos. En el mismo año 1052 se inicia la era de Tengi y, poco después, Buda Amida se aparece en sueños a la autora sin nombre, ya entonces de 48 años, para anunciarle que pronto vendrá a buscarla. Este libro debió de componerse en la década de 1052-1062. Cinco años después, el emperador Goreizei –el primero en mucho tiempo sin consanguinidad directa con los Fujiwara– va a subir al trono (1068-1073), quebrando para siempre el control político del hasta entonces todopoderoso clan de los Fujiwara. Había, por tanto, buenas razones para mirar al pasado con nostalgia. En los cerrados círculos cortesanos del siglo XI, nostalgia y pasado cobran vida en el mundo de los monogatari, relatos de ficción de cuya inmensa popularidad es testimonio la obra aquí presentada. Entre estos relatos descollaba La historia de Genji.1 «Sarashina» (como llamaremos a nuestra autora por el título japonés del libro) confiesa haber leído «con el corazón tembloroso» los más de 50 libros de que consta el Genji que tan formidable influencia ejercería en su
1. La historia de Genji (trad. de J. Fibla, Atalanta, 2005-2006).
12
propia realidad, en sus sueños y ensoñaciones. Sarashina es la primera admiradora conocida del relato que pasa por ser el más representativo de la literatura japonesa. La historia de Genji es una larga narración de los amores de su protagonista, «Su Gracia, el Resplandeciente Genji», de sus relaciones con esposas y amantes, así como, tras su muerte, de las de sus hijos y descendientes.2 A lo largo del relato, incluso en sus episodios más tristes, corre la hebra de un deleite en la belleza. El destino triste de algunas heroínas de la obra, como Ukifune y Yûgao, los devaneos y galanterías de los caballeros, las reservas y sobresaltos de las damas, los poemas y mensajes amorosos, los paisajes, las flores, los claros de luna, las playas solitarias, las intrigas de palacio, los perfumes y los frufrús de kimonos de seda, las lágrimas y los suspiros, todo ese mundo idealizado y, sin embargo, tan cercano y familiar del Genji va a alimentar las ilusiones infantiles y juveniles de nuestra autora, según reiterada y propia confesión. Pero tal atracción sólo se entiende a la luz de los valores sociales y estéticos de la época en que nace Sarashina, la edad de oro, por así decir, de Heian. Es el comienzo del siglo XI. Fujiwara no Michinaga vive sus años de esplendor; se compone el Genji; ocurre el hecho extraordinario de que un emperador –Ichijô– tenga dos esposas principales3 al mismo tiempo; en el séquito de una y otra emperatriz brillan escritoras de la talla de Sei Shônagon y Murasaki Shikibu; la literatura japo2. El sinnúmero de episodios amorosos está engastado de gemas de atractivos colores, formas y aromas. Para empezar, el protagonista, siempre irresistible y siempre en peligro, es un dechado de perfecciones: noble nacimiento, gran fortuna, deslumbrante apostura, amabilidad y generosidad, virtuosismo en las artes. Quizás el único atributo que significativamente no adorna su persona es el valor. Probablemente, este hecho refleja un aspecto social característico del periodo Fujiwara. En efecto, los ideales marciales, como la valentía y el sacrificio, eran ya asuntos de profesionales de la guerra y la violencia: los famosos yumiya no hito («gentes de arco y flechas»), los futuros samuráis (véase «Violence and Culture in the Ancient World», pp. 47-77, de E. Ikegami, The Taming of Samurai, Cambridge-Mass, Harvard U.P., 1995). 3. Una, Shôshi (Akiko), era chûgû; y la otra, Teishi, era kôgô, título que también designaba a la emperatriz. Esta última, sin embargo, había muerto en 1001. Lo extraordinario del hecho obedeció a la voluntad de Michinaga, el padre de Shôshi.
13
nesa es sacudida por una eclosión sin precedentes de brillantes figuras literarias femeninas. Entre los valores de esa sociedad, sobresalía el amor a un refinamiento discreto y elegante que en japonés se encierra en la palabra miyabi.4 «El refinamiento se aplicaba a todo: a la indumentaria, al aspecto físico, a la caligrafía, a la habilidad artística. Las emociones se expresaban de manera indirecta, y las relaciones de amor se insinuaban a través de un perfume, un poema sincero y a la vez ingenioso, la combinación de colores de una manga, una caligrafía primorosa, en la que se valoraban detalles como el color, el tipo de papel, sus dobleces, la presentación y la gradación de la tinta. Las mujeres de la corte elegían cuidadosamente los colores de los doce sucesivos vestidos de seda que constituían su atuendo, y dedicaban muchas horas a combinar aromas, a cuidar sus largas trenzas negras o la cascada del cabello embadurnado y partido al medio, a emblanquecer sus rostros, a oscurecer sus dientes, en un mundo de amores fugaces y relativamente abiertos, donde la seducción se medía más por criterios estéticos que por códigos morales.»5 Al esteticismo de Heian, por idealizado que haya sido en Occidente, no se le debe restar un ápice en grandiosidad por haber desarrollado un modo de existencia dedicado a una aguda percepción de la belleza y a un refinamiento de las relaciones sociales. Más interesante –y relevante para conocer el mundo de nuestra autora– será destacar la exclusividad de ese modo de existencia. Su ejercicio, en efecto, era prerrogativa absoluta de las clases nobles. Este hecho, llamativo para la sensibilidad del lector contemporáneo, y sobre el cual abundan ejemplos en la literatura de ese periodo, debe ser interpretado a la luz de la historia japonesa y del budismo, la religión dominan4. Otros términos que recogen matices diferenciadores son ga, furyû y uruwashi. Véase la brillante obra Los valores estéticos en la cultura clásica japonesa, de F. Lanzaco (Madrid, Verbum, 2003; pp. 42-63). Sobre las causas sociales de la eclosión de esa literatura femenina, véase la obra Claves y textos de la literatura japonesa (Madrid, Cátedra, 2007; pp. 137-141). 5. Cien poetas, cien poemas, trad. de J.M. Bermejo y T. Herrero (Madrid, Hiperión, 2004; p. 25).
14
te en los círculos cortesanos de la época. Según la doctrina budista, la pertenencia a determinada clase social era un asunto gobernado por la ley de causas y efectos acaecidos en existencias anteriores. Haber nacido en el seno de las clases aristocráticas, los yoki hito o «buenas personas», era un mérito per se que daba derecho exclusivo al cultivo de las artes y a la persecución de la belleza. En consecuencia, el sistema de valores de la aristocracia fundía las categorías conceptuales de la ética y la estética en un sentido indistinto de virtud. En otras palabras, apreciar el refinamiento a través del ideal de vida cortesana –preconizado, como ejemplo supremo, por La historia de Genji– era ser bueno. Los nobles consideraban la persecución sincera de la perfección en las artes como la prueba de su virtud espiritual, como señal de buen karma, como promesa de redención. «Bueno» y «bello» eran, en la edad en que florece nuestra autora, términos intercambiables. De la virtud, segundo valor de la época inseparablemente unido a la belleza, participa Sarashina como un miembro más de las clases nobles. Es preciso tener en cuenta esta apreciación para hacer justicia a la importancia de esta obrita. Nuestra dama funde con habilidad forma y función: forma artística y función de un libro de recuerdos o diario (nikki). Se trata de una fusión penetrante, como lo demuestran la costumbre de intercalar poemas en la prosa y la misma naturaleza de los monogatari, que eran simultáneamente obra de solaz, historia biográfica y texto didáctico; o como lo prueba asimismo la identificación de caligrafía (forma artística reveladora de la individualidad, «voz» espiritual del texto) y poesía (gesto social de prestigio, mensaje codificado en determinados cánones de belleza). Esta fusión natural hace pensar en la producida entre música y canto en la liturgia cristiana. Precisamente, la caligrafía, la poesía y la música debieron de ser las tres disciplinas básicas que se enseñaban a las jóvenes de las clases nobles de la época de Sarashina. Los chicos, además, estudiaban los graves estudios chinos: la historia, la poesía en chino, la erudición, la filosofía. Un tercer valor –éste en plena categoría de la estética– que domina a la sociedad literata de la época es el de mono no aware. Kitayama Keita, en su diccionario de La historia de
15
Genji (donde registra 1.018 incidencias), lo define como «la sensibilidad emotiva que penetra toda la literatura del periodo Heian. Y se descubre por el sentimiento profundo que nos embarga al contemplar una hermosa mañana de primavera, y también por la tristeza que nos sobrecoge al mirar un atardecer otoñal. Pero, ante todo, es un sentimiento de delicada melancolía que puede derivar en una profunda tristeza al sentir hondamente la belleza caduca de todos los seres de la Naturaleza».6 Este sentimiento (que sin duda es padre de la singular predilección del japonés de hoy en día por la contemplación de las flores del cerezo) impregna con un aroma inconfundible cada una de las páginas del diario de Sarashina. Las palabras «triste» y «tristeza» que se repiten en cada capítulo son emanaciones de mono no aware. La reacción ante el abandono de su nodriza, ante la discontinuidad de un ilusionante encuentro con un caballero, ante la muerte de una misteriosa gata o ante la luna del alba son algunas de las expresiones de ese firme valor. En todas ellas la tristeza de Sarashina –esta lacrimae rerum– tiene un claro componente de deleite estético. Es una sutil mezcla de dulce aceptación, de alta melancolía, de callada elegancia. Las mujeres fueron sus mejores intérpretes. Anónimas, merecieron, por lo menos, la adscripción de un apodo o del nombre de su relación con algún miembro masculino de su familia. Sólo así han pasado a la historia. La autora del Genji, Murasaki Shikibu, es conocida por el nombre de una heroína de su obra y por el cargo de su padre; la autora de El libro de la almohada recibe el nombre del apelativo chino de su familia y el apellido del cargo de su tercer marido; a nuestra autora se la conoce en la literatura japonesa por el nombre de Sugawara Takasue no musume o «la hija de Sugawara no Takasue». Sin embargo es sobre todo a través, de estas mujeres anónimas de las clases altas, y no de los hombres, por quienes conocemos la naturaleza de los sentimientos e ideas de la sociedad de su época. Los miembros masculinos de las clases nobles estaban en 6. Citado por F. Lanzaco en Los valores… (óp. cit., pp. 58-59), que espiga citas diversas para ilustrar este concepto.
16
lo más alto; en la cúspide, era señora la familia imperial. Por debajo se situaba una rígida estratificación social de clases y subclases determinada, de forma inamovible, por el nacimiento. La nobleza, a la que pertenecía nuestra autora, era hereditaria, aunque la adopción no era infrecuente. Estaba dividida en ocho rangos, además de por rangos iniciales. Los ocho rangos, a su vez, se subdividían: los tres primeros rangos, en dos niveles, veterano y joven; los otros cinco, en cuatro niveles, veterano superior e inferior, y joven superior e inferior. En los tiempos de Sarashina, el número de los miembros de los tres primeros rangos, con derecho a sentarse en el Gran Consejo del Imperio, no debía superar la treintena de varones, aunque sin duda muchos de sus puestos estaban vacantes. Gran parte de ellos los ocupaban miembros de las ramas dominantes del clan Fujiwara. Actuaban en nombre del soberano y lo servían directamente. El siguiente grupo consistía en los nobles del cuarto y quinto rango a quienes el soberano elegía expresamente para su servicio personal. Eran los tenjôbito o «nobleza de servicio», una especie de nobleza media cuyo número podía oscilar entre la treintena y el centenar. Solamente esas dos subclases de nobleza tenían acceso al Palacio Interior del soberano. En tercer lugar, la baja nobleza, o jige (de la que se va a nutrir la clase de los literatos y las escritoras de la época), podía llegar a los mil individuos y estaba integrada por la mayor parte de los miembros del cuarto rango para abajo. Componían el funcionariado de la capital y asumían los puestos de gobernadores y vicegobernadores de la provincia. El padre de Sarashina y, por lo tanto, también su marido, pertenecían a este tercer segmento de la nobleza y a la clase de gobernadores provinciales (zuryô). El nacimiento, el reconocimiento del padre y el nombramiento por el emperador determinaban la adscripción del rango nobiliario,7 que solía estar asociado a un cargo en el gobierno. La cabeza titular del gobierno era, naturalmente, el emperador (tennô o «soberano del Cielo»), por un derecho divino 7. De la adscripción a un rango nobiliario no se libraban, en ocasiones, fantasmas, navíos e incluso animales, como la famosa gata Myôbu, con título de nobleza por capricho del emperador Ichijô, aficionado a los gatos. Véase
17
legitimado desde una antigüedad mítica fabricada en el Kojiki,8 la obra literaria conservada más antigua de Japón (712). Desde el soberano para abajo, todos accedían a los distintos cargos de la corte o a las filas de los ocho rangos por nombramiento, no por progenitura (la sucesión imperial tampoco la seguía) ni por méritos.9 Una vez nombrado, el emperador actuaba como una especie de sumo sacerdote de la religión sintoísta: presidía ritos y ceremonias, y daba legitimidad, por medio de sus edictos, a cualquier empresa, cargo o individuo. Las mujeres del emperador, que aspiraban a ser nombradas esposa principal o consorte (kôgô o chûgû), tenían la función de asegurar la descendencia imperial masculina. El nombramiento de uno de sus hijos como príncipe (shinnô) solía depender del rango de la madre o de sus influencias familiares. Y si el rango de la madre no era alto (como le ocurrió al protagonista de La historia de Genji, Hikaru Genji), era apartado de la línea sucesoria y dotado de un apellido. El príncipe heredero (haru no miya o tôgu) solía ser seleccionado entre los hijos de una madre Fujiwara. Por ocupar el trasfondo social y político de nuestra obra, conviene detenerse en estos usos. El clan de los Fujiwara fue probablemente fundado ya en el siglo VII. Su creciente influencia en la corte a partir del siglo siguiente les había llevado a instaurar la costumbre de ofrecer sus hijas a los emperadores. Este hábito, piedra angular de su futura prosperidad y poder, significó con el tiempo que mujeres Fujiwara fuesen emperatrices, madres y suegras de emperadores; y que, en calidad de abuelos maternos, padres, tíos y suegros de emperadores, los líderes del clan llegasen a ejercer una tremenda influencia. Poseían enormes fincas, reclutaban tropas, dispensaban mecenazgo, exiliaban rivales. Para afianzar más el control, Yoshifusa, miembro de los Fujiwara, creó en 866 el puesto de Regente (sesshô), con poder absoluto El libro de la almohada (trad. de I. A. Pinto Román et al., Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2002; p. 59). 8. Crónicas de Antiguos Hechos (Kojiki), trad. de R. Tani y C. Rubio (Madrid, Trotta, 2008). 9. Como hicieron los chinos, de quienes los japoneses habían copiado el modelo administrativo, aunque no la sustancia, trescientos años antes.
18
mientras el emperador niño no alcanzara la mayoría de edad. Y él mismo asumió el cargo. Los Fujiwara, prácticamente, hacían y deshacían emperadores teniendo siempre listo el vientre fértil de alguna de sus hijas o sobrinas. Lo importante era tener a un niño emperador en casa y a una jovencita del clan preparada para volverse esposa productiva lo antes posible. Y hacer el relevo oportunamente, pues se controlaba mejor a un nieto de dos años que a una hija de dieciocho. La única grieta del sistema era que el puesto de Regente se quedaba vacante cuando el emperador niño llegaba a la mayoría de edad. Pero la tapó muy pronto otro Fujiwara, creando el puesto de Canciller (kampaku), con funciones de portavoz y mano derecha del emperador, aun cuando éste fuera un adulto. Tan completo era ya el dominio del clan y abarcaba tantas esferas de la vida social y cultural que los últimos tres siglos de la época Heian, desde el año 894 al 1185, son comúnmente referidos como el «Periodo Fujiwara» de la historia japonesa. A Sarashina le tocó vivir, en su infancia, el esplendor de los Fujiwara con Michinaga, abuelo de tres emperadores y padre de cuatro emperatrices; y, en su juventud y madurez, la decadencia del periodo con su hijo Yorimichi, en el séquito de cuya nieta, Yûshi, sirvió de forma intermitente, según relata en su diario. El gobierno de los Fujiwara era, en suma, aristocrático y cortesano. Para ser promocionado, contaban los lazos de sangre con la familia imperial y la cuna del padre. A final del periodo, los servicios a la familia imperial, ominosamente militares, constituirán un tercer criterio de ascenso social. Paradójicamente, este criterio de creciente importancia en el siglo XII, dará por dar al traste con el gobierno cortesano y con la época de Heian, y acabará instaurando desde 1185 una oligarquía militar que durará setecientos años. Pues bien, cada una de las casas de esos gerifaltes de la política japonesa y miembros de la extensa familia imperial del siglo XI poseía un séquito de damas de honor, que, en una corte caracterizada por el aislamiento, el clasismo y la endogamia constituía un mundo cerrado. Este mundo japonés de las meninas en el siglo XI tiene en su haber la producción de una literatura cuya fresca naturalidad, delicada introspección y
19
técnica narrativa siguen seduciendo, mil años después, a los lectores de cualquier latitud. En realidad, es la forma escrita de la vistosidad exterior y de la tristeza interior a la que aludíamos en este Prólogo, la expresión de una mirada nostálgica a un pasado reciente, la afirmación de un mundo obsesionado con la belleza-virtud en su rutina diaria. Ignoramos la intención de Sarashina, Murasaki, Shônagon, Izumi y otras escritoras, pero futuras generaciones hallaron en sus escritos la expresión de un ideal cortesano y un válido «manual de urbanidad». En un sentido más amplio, las obras de esas mujeres llegaron a ser las formulaciones clave de un «gusto japonés», continuamente invocado hasta nuestros días como estándar de primor estético y bandera de consumación cultural.
Costumbres y creencias Las costumbres maritales en ese mundo de la corte de Heian son el telón de fondo de la escena en que se mueven los personajes de nuestra obra, entre ellos la misma autora. En general, se caracterizan por una poligamia selectiva del varón y –como es natural en una sociedad cerrada y endogámica– por el matrimonio entre iguales y, frecuentemente, entre primos carnales o primos adoptivos. Los hombres de las clases altas solían tener más de una pareja, ya que era una costumbre aceptada que no todos los hijos gozaran del mismo rango que el padre. Tal era el caso del padre de Sarashina, de quien sabemos que tuvo dos esposas al mismo tiempo. Cuando los hijos crecían, el padre podía asignarles su mismo rango o uno menor, o bien, con más frecuencia, debían depender del parentesco materno para recibir el reconocimiento público procedente del rango de la madre. La adopción, en especial de hijos varones, era común (del mismo modo que lo ha sido en el Japón moderno) como recurso in extremis ante la ausencia de hijos varones, con el objetivo de preservar el apellido paterno. El marido solía residir temporalmente en la casa de su esposa, mientras que, paralelamente, mantenía su propia vivienda de soltero, desde la cual podía visitar a otras mujeres por la noche y volver «con el rocío del alba». En cuanto a las mujeres, de-
20
bían conducirse con cuidado, pues un embarazo avanzado requería el reconocimiento del varón de otra familia a fin de que el futuro hijo gozara de un rango igual o superior. Una forma de promoción social para su familia consistía en atraer a un varón de rango superior (como consiguió hacer el padre de la dama de Akashi en La historia de Genji). En cambio, las mujeres cuya familia era de rango más bajo, a no ser que circulasen rumores sobre su belleza o sus dotes artísticas, tenían más dificultades para atraer a varones de alto rango, ya que no les resultaba fácil dispensar regalos suntuosos, vestidos y carruajes al posible buen partido que pudiera residir en su casa, o bien conceder rentas y cargos a los hijos futuros. Como contrapartida, el rango de un hijo (acordado por el reconocimiento de la familia del padre y de la madre) determinaba la posición y los ingresos que tendría de adulto y, además, confería categoría a la familia materna mientras viviera con ella y no fuera adoptado por otra familia. Las relaciones entre los sexos estaban favorecidas por esa necesidad de hallar varones o hembras capaces de ser padres o madres de hijos de rango más alto que el propio. La categoría social de las mujeres, en efecto, estaba determinaba por el rango de sus hijos, que podían ser de diferentes padres. Para una mujer de la nobleza baja como Sarashina, servir en la corte y darse a conocer a varones de clases más altas con fines matrimoniales constituía, sin duda, una aspiración común. Nuestra autora, de hecho, alude en más de una ocasión a «tener suerte en la corte», a su deseo de que la suerte le sonreía «de forma natural» sirviendo en palacio. Una suerte que, por desgracia para ella, y tal vez por fortuna para nosotros como lectores, no le llegó a tocar con su varita mágica. Las relaciones entre los sexos se veían atemperadas por rígidas convenciones de reserva y discreción. Entre éstas llama la atención, al menos desde nuestra perspectiva social, la incomunicación visual directa entre hombres y mujeres. Y eso a pesar de las libertades sexuales que reinaban en la época. La piel desnuda de la mujer, de la mano o de la cara, era visible, como en las sociedades musulmanas, exclusivamente para el marido; y, hasta cierto punto, la reserva se aplicaba también a padres y hermanos. Cortinas, kichô (persianas portátiles) y
21
celosías separaban a hombres y mujeres durante toda la vida. El encuentro delicioso de Sarashina con su discreto admirador, en el capítulo 11, hay que escenificarlo bajo esas circunstancias. Salvo la piel, todo lo que insinuaba la presencia femenina se podía ver, oler y oír: abanicos, velos, cabello, indumentaria, perfumes, papeles, melodías. De ahí la importancia y la riqueza semiótica que adquiría la visión del pelo de las damas, largo como una cascada, que se dejaba ver por debajo de la cortina,10 de la manga o del tiro del kimono, en cuya vistosidad y armonía con las estaciones del año la mujer ponía tanto esmero. En definitiva, era extraordinario el valor del mundo de símbolos que suplía la visión del rostro: el aspecto de la caligrafía, el sonido de un instrumento o de la propia voz, el doble sentido de un verso, el rumor de una belleza, la envolvente oscuridad de las habitaciones, etc. No hay libro que ofrezca un retablo más variado de las costumbres cotidianas de Heian que el chispeante El libro de la almohada de Sei Shônagon, escrito sesenta años antes que el diario de Sarashina.11 Detengámonos en el prototipo de belleza femenina de la época de Heian. A diferencia de lo que ocurre actualmente en Japón, en las mujeres se apreciaban los ojos estrechos. Las cejas eran depiladas y pintadas en medio de una frente amplia; los dientes, ennegrecidos (hábito que al parecer fue adoptado también por los hombres de la nobleza cien años después); la nariz, pequeña y fina; los labios, menudos; y el mentón, redondeado. Se admiraba la blancura delicadamente sonrosada del cutis, evitándose a toda costa que los rayos del sol pudieran broncearlo, siendo ideal una piel «blanca como el plumón del polluelo de un ganso salvaje» y que exhalara además una suave fragancia. También los hombres de la corte usaban cos10. Tal importancia estética tenía el cabello para las mujeres de Heian que incluso cuando algunas de ellas, como la madre de Sarashina, deciden abrazar la vida religiosa budista y hacerse monjas, se tonsuran el cabello solamente hasta la altura de los hombros. 11. Además de la edición ya citada de Lima, hay otra traducción del original japonés de Amalia Sato (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004). Excelentes son también las notas de la versión inglesa de Ivan Morris, The Pillow Book of Sei Shônagon (Nueva York, Columbia U.P., 1991).
22
méticos.12 El rasgo tal vez más llamativo del ideal de belleza femenino es el horror que provocaba la desnudez del cuerpo humano.13 Ya hemos mencionado que faltaba la comunicación cara a cara entre hombres y mujeres, pero, como compensación natural, abundaba la comunicación escrita. La caligrafía, especialmente, asumía un abanico de registros de significado casi tan rico como la voz en la comunicación verbal. Delicadeza o energía, ambigüedad o claridad, firmeza o indecisión; todo eso y mucho más podía expresarse por medio de la caída del trazo, del grosor o tono de la tinta, de las curvas de los caracteres (kana) empleados en la comunicación emocional y en los que está escrito este diario. La caligrafía, esa voz del corazón, era tan inseparable del goce estético de un simple escrito literario, como lo eran los mensajes codificados en pequeñas poesías, que no en vano la aparición de la imprenta de obras literarias se retrasaría en Japón seiscientos años, mientras que la de obras religiosas ya era moneda corriente. Constituía una parte esencial de la etiqueta que el caballero escribiera una carta de amor –en forma de poema– a la mujer con quien había pasado la noche. Y debía escribir de inmediato, tan pronto había vuelto a su casa de soltero o desde el lugar de su oficio. La mujer, en justa correspondencia, debía responderle con otro poema si deseaba que la relación siguiera adelante. El mensaje escrito entre dos personas, aunque fueran del mismo sexo, asumía forma de poema. Resulta difícil hallar un equivalente en nuestra vida diaria que nos ayude a imaginar por un momento la función que desempeñaba la poesía en las relaciones sociales de las clases nobles de Heian. Quizás, aunque el anacronismo sea chirriante, pudiera pensarse en el uso del teléfono hoy en día. Para las gentes de Heian, la asociación etiqueta/poesía tiene una equiparación, si bien prosaica, en la
12. Incluso los soldados de la guardia imperial se ponían polvos en la cara. Se los quitaban cuando iban de expedición, dejando su piel expuesta «como el suelo cuando la nieve se ha derretido» (G. Sansom, A History of Japan, Tokio, Tutle, 1963; vol. I, p. 188). 13. Obsérvese que, en efecto, son escasos los desnudos en el arte japonés de todas las épocas.
23
de inmediatez/comunicación telefónica para nuestra época. La apreciación de un paisaje, un recuerdo, un sentimiento, una valoración del tiempo atmosférico o incluso un nombramiento oficial, todo ello se codificaba en forma de poema. Una codificación en que la concisión del waka (poesía japonesa),14 con sus 31 sílabas, era el primer requisito. El segundo era la dicción: debía emplearse el léxico preconizado por las grandes colecciones de waka, especialmente por el Kokinshû,15 del año 905, un léxico limpio de extranjerismos, léase palabras de origen chino. El tercero era que debía estar escrito predominantemente en kana (caracteres fonéticos), la escritura de las emociones, y no en los extranjeros ideogramas (kanji). Los casi 90 poemas de la presente obra de Sarashina, en forma tanka o poemas breves, obedecen a esas normas. Otro hecho destacable a propósito de la poesía es su identificación con la prosa literaria. Es decir, prosa y poesía confluyen en una corriente narrativa continua e integral. Se entiende mejor esta cualidad teniendo en cuenta que los orígenes del monogatari, la prosa de ficción, hay que buscalos en los uta monogatari, especie de relatos de poemas o, más bien, de poemas glosados, ya que el poema era un pretexto para detallar las razones de su composición y otras circunstancias relacionadas. Precisamente, una de las teorías más aceptadas sobre la génesis de esta obra –compuesta unos cuarenta años después de los sucesos narrados– sostiene que originalmente hubo un diario poético que habría sido glosado mucho después en la forma actualmente conocida. Respecto a la naturaleza de la poesía japonesa hay que considerar también la identificación entre waka y lengua de las emociones. Si el kanshi era el vehículo literario propio de un estatus académico exclusivo de los hombres, por medio 14. En oposición al kanshi o poesía en chino que también escribían los japoneses. 15. Se trata de la primera antología de waka que recibe el patrocinio imperial. Sus 1111 poemas fueron estudiados y memorizados por generaciones de japoneses en las décadas siguientes. En el diario de Sarashina se mencionan más de 5 poemas de esta obra. Hay una versión parcial española de T. Duthie, en Poesía clásica japonesa (Madrid, Trotta, 2005) y otra de C. Rubio (Kokinshû, Madrid, Hiperión, 2005).
24
«Con la notable excepción de La historia de Genji, la escritura de estas mujeres es intensamente personal. En sus notas, cartas y diarios se revelan a sí mismas en toda su desnudez, describiendo cada matiz del sentimiento, cada íntima esperanza, cada secreto desengaño.» Ivan Morris
Dama Sarashina (1008-1057) vivió su primera infancia en Kioto, y al cumplir 9 años se trasladó a Takasue, después de que su padre fuera nombrado gobernador. Al cabo de unos años regresó a Kioto, donde permaneció el resto de su vida. Con 31 años se convirtió en dama de compañía de la princesa imperial, aunque, debido a su carácter reservado y ensoñador, no tuvo mucho éxito en la corte. Se casó dos años después y tuvo tres hijos. Murió a los 49 años.
Akiko Imoto es licenciada en Literatura japonesa. Desde 1991 vive en España, donde trabaja como traductora y profesora de japonés en la EOI y en la ESCI de Barcelona. Carlos Rubio, profesor de Lengua y Literatura japonesas ( CES Felipe II, Universidad Complutense de Madrid), es traductor de obras capitales de la literatura clásica japonesa: Kokinshû, Heike monogatari, Kojiki. PRÓLOGO: CARLOS RUBIO TRADUCCIÓN: AKIKO IMOTO y CARLOS RUBIO
w w w. a t a l a n t a we b . co m
A rs b rev i s