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Edición 180 | junio 2014
La recientemente publicada Antología universal del relato fantástico, seleccionada y prologada por Jacobo Siruela, propone la perturbadora experiencia de asistir a la intrusión de lo misterioso en la vida cotidiana y a la corrosión de las certidumbres que proporciona el paradigma de realidad establecido.
Obras maestras del relato fantástico en una nueva antología
El asalto de lo extraño por Carlos Alfieri
Hernán Garbarino (garbarito.tumblr.com)
L
a aparición en Buenos Aires, en 1940, de la Antología de la literatura fantástica compilada por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo constituyó un hito decisivo para el reconocimiento y la revalorización de ese territorio literario en el ámbito de la lengua castellana. En su estela de excelencia se inscribe la flamante Antología universal del relato fantástico (1), que editada y prologada por Jacobo Siruela publicó hace unos meses la editorial española Atalanta, y que reúne las cualidades precisas para convertirse en una obra perdurable. El criterio de selección de Siruela difiere del de los escritores argentinos en el severo recorte espacial y temporal con que procede a escoger a los autores representados en su bella y voluminosa –pero muy manejable– antología: sólo caben en ella los que produjeron sus textos en los siglos XIX y XX; salvo el japonés Junichiro Tanizaki y el indio Naiyer Masud, todos son europeos y americanos. Sin embargo, esta
restricción (válida, por supuesto, aunque traiciona la universalidad que anuncia el título) no mengua en absoluto la espléndida calidad de los cincuenta y cinco relatos reunidos, la inteligencia, el equilibrio, la sagacidad que guió su elección, la amplitud con que representan los múltiples senderos del campo de lo fantástico. Siruela no incurre ni en la pereza de volcar en su antología sólo a los escritores canonizados, ni en la frivolidad efectista de excluirlos y reemplazarlos por otros casi o totalmente desconocidos, para asumirse así como un hierofante que inicia a los demás en una sabiduría secreta. Por eso encontraremos en su libro a los maestros imprescindibles –Hoffmann, Poe, Hawthorne, Turguéniev, Gautier, Maupassant, Henry James, Borges, Cortázar–, y también a otros –como el mexicano Francisco Tario, el inglés Robert Aickman o el mencionado Masud– que serán gratas revelaciones para muchos lectores. Y un mérito no menor de esta antología se asienta en su extenso exordio –60 pá-
ginas–, que es en sí mismo una magnífica introducción al mundo literario de lo inquietante. Siruela, que se muestra reluctante a establecer taxonomías estructurales y apropiadamente escéptico ante las teorizaciones rotundas y sus interminables polémicas, sabe comunicar con sensibilidad y sólido conocimiento la apasionante experiencia del ingreso a ese mundo. Fronteras huidizas La delimitación del terreno de la literatura fantástica, como ocurre con la de buena parte de los conceptos del mundo de la cultura, ha generado caudalosas, arduas, a menudo contradictorias elaboraciones teóricas, que siempre han fracasado, al menos parcialmente, en su propósito de
englobar el contenido y los límites de este fenómeno. Es comprensible que así ocurra si se tiene en cuenta que el campo de la literatura es complejo, está en permanente proceso de cambio, es inestable, sus lindes son porosas, permeables, y sus objetos y procedimientos retóricos migran sin cesar de un lado a otro. Obviamente, si se entiende por literatura fantástica toda aquella que presenta elementos sobrenaturales, constatamos que existe desde siempre; es tan antigua como el Poema de Gilgamesh de los sumerios, como Homero, como la Biblia, como las narraciones mitológicas, las religiosas, las epopeyas y las leyendas remotas de todos los pueblos. Una clasificación que atienda solamente a la oposición binaria natural/sobrenatural, o racional/irracional, sólo puede ser útil para una primera aproximación, grosera, pero pronto habrá que abandonarla, porque su exagerada amplitud la torna tan imprecisa que deja de lado, por ejemplo, textos adscribibles a lo fantástico y que sin embargo no apelan a elementos sobrenaturales ni excluyen una explicación racional. El estudioso francés Pierre-Georges Castex aportó, a mediados del siglo pasado, una definición mucho más rica y adecuada: “No debe confundirse lo fantástico con las convencionales historias de invención del orden de las narraciones mitológicas o de los cuentos de hadas, que implican un traslado de nuestra mente a otro mundo. Lo fantástico, por el contrario, se caracteriza por una intrusión repentina del misterio en el marco de la vida real; en general se relaciona con estados morbosos de la conciencia, la cual, en fenómenos como el de la pesadilla o el del delirio, proyecta ante sí las imágenes de sus angustias y de sus terrores” (2). Unos años después, su compatriota, el ensayista Roger Caillois, profundizaba este camino conceptual: “Lo fantástico pone de manifiesto un escándalo, una vulneración, una irrupción insólita, casi insoportable, en el mundo de la realidad. (…) Lo fantástico es, pues, ruptura del orden reconocido, irrupción de lo inadmisible en el seno de la inalterable legalidad cotidiana, y no sustitución total del universo real por un universo exclusivamente prodigioso” (3). Ya en el siglo XIX otros escritores (a veces, ellos mismos autores destacados de obras fantásticas, como Charles Nodier o Guy de Maupassant) habían ido afinando sus caracterizaciones de lo fantástico. Singularmente penetrante es la que pergeñó el filósofo, teólogo y poeta ruso Vladimir Sergeevich Soloviev en su prólogo a la novela de Alexéi Tolstói El vampiro: “Lo auténticamente fantástico (…) no debe presentarse nunca abiertamente, por decirlo así. Sus manifestaciones no deben imponer una fe en el sentido místico de los acontecimientos humanos, sino más bien apuntar, aludir, a tal sentido. En lo auténticamente fantástico existe siempre la posibilidad formal, exterior, de una explicación simple, basada en las relaciones normales y habituales entre los fenómenos. (…) Cada uno de los detalles, considerado en su singularidad, debe tener un carácter familiar, y únicamente la conexión del todo debe apuntar a una causalidad de otro tipo” (4). Así se fue delineando una diferenciación básica entre literatura de lo maravilloso o prodigioso y literatura fantástica, que culmina en el trabajo ya clásico de Tzvetan Todorov de 1970 Introducción a la literatura fantástica (5). El famoso lingüista búlgaro-francés propone un concepto riguroso y restrictivo de lo fantástico, y lo define como un género literario situado entre el relato maravilloso y el extraño o insólito. Admite que lo fantástico
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tiene su origen en la intrusión de un hecho extraordinario, inexplicable para nosotros, en nuestra realidad habitual, y que por lo tanto subvierte sus reglas. Quien lo percibe puede optar por la aceptación plena de ese acontecimiento como algo sobrenatural, perteneciente a un mundo misterioso cuya legalidad desconocemos, con lo cual validaría el territorio de lo maravilloso, o inclinarse por una explicación racional que no destruya el andamiaje lógico de nuestra realidad y que lo remita al ámbito de lo extraño o insólito. “Lo fantástico –dice Todorov– ocupa el lapso de tiempo de esta vacilación; apenas se ha optado por una u otra solución se abandona la dimensión de lo fantástico para entrar en otra de un género semejante, la de lo extraño o la de lo maravilloso. Lo fantástico es la vacilación (l’hésitation) que experimenta un ser, que sólo conoce las leyes naturales, ante un acontecimiento aparentemente sobrenatural. ”(…) Lo fantástico sólo dura el tiempo de tal vacilación; vacilación común al lector y al personaje [de ese relato]; ambos deben decidir si aquello que perciben forma parte o no del campo de la ‘realidad’ tal y como ésta es en opinión de la generalidad de la gente. En cualquier caso, al final de la historia, el lector, cuando no el personaje, toma una decisión, opta por tal solución o por tal otra y así, con ello, elude lo fantástico.” El paradigma teórico de Todorov tuvo gran aceptación y alcanzó pronto el estatus de referencia ineludible. Pero también tuvo sólidas refutaciones por parte de estudiosos como Rosemary Jackson, Irène Bessière, Lucio Lugnani y muchos otros. En realidad, las definiciones de lo fantástico son tantas como los investigadores que abordan su examen. Casi todas contienen observaciones acertadas y sagaces hallazgos, pero todas resultan insuficientes. Lo fantástico parece tan lábil, multiforme y escurridizo que ninguna red conceptual logra apresarlo. Ni siquiera son seguras las categorías de lo maravilloso, lo extraño y lo fantástico, porque los textos demuestran que se produce una constante interpenetración entre ellas, deslizamientos y permutaciones de procedimientos, temas, poéticas. Por eso hoy existe un consenso bastante generalizado en considerar lo fantástico no como un género autónomo y específico sino como un modo literario –tal vez podría hablarse también de un tono– que atraviesa los más variados géneros. Consuelo y perturbación En el relato maravilloso el narrador instaura desde el principio, claramente y sin ambigüedades, un mundo distinto del nuestro, un mundo autónomo regido por otras leyes (mágicas), donde todo es posible, y que es aceptado sin mayores conflictos por el narrador y por el lector; típicos ejemplos son los cuentos de hadas o las invenciones épicas del estilo de El Señor de los Anillos, de Tolkien. Por otra parte, en este mundo feérico las intervenciones de los seres sobrenaturales suelen ser benéficas, no siembran inquietud. Es cierto que existen también entes malignos, como brujas y ogros, pero al final son derrotados y su acción es neutralizada por los espíritus del bien. La literatura maravillosa es generalmente tranquilizadora, porque en definitiva proporciona confianza en la restitución del bien y de la justicia, ofrece un consuelo (mágico) frente a las penurias de la realidad con el procedimiento de una sustitución total de ella por un ámbito imaginario. La narración fantástica, en cambio, nace de la perturbación que provoca el cruce de un mundo desconocido, amenazador, inexplicable, con el nuestro de todos los días, familiar, previsible, en el que se supone que todos los fenómenos pueden ser
esclarecidos por la razón. Sin esa intersección de ambos mundos, sin esa irrupción de lo misterioso en nuestra vida cotidiana (que a veces asume formas menos bruscas y violentas, como una leve fisura que se produce en la superficie de la realidad) no habría conflicto. Es sabido que Freud prestó lúcida atención a este fenómeno, y en su célebre ensayo “Lo siniestro” (6), escrito en 1919, se aventuró a indagar “bajo qué condiciones las cosas familiares pueden tornarse siniestras, espantosas”, para lo cual desarrolló el concepto de lo unheimlich, traducido en castellano como lo siniestro y en algunas otras lenguas como lo inquietante, lo ominoso o lo perturbador. En su investigación, Freud toma como ejemplo para su análisis el clásico cuento de E. T. A. Hoffmann “Der Sandmann”, generalmente traducido al español como “El hombre de arena” (es el que abre la antología de Siruela), aunque el traductor del texto freudiano, Luis López-Ballesteros, prefiere llamarlo, tal vez con mayor acierto, “El arenero” o “El hombre de la arena”. La interpretación psicoanalítica de Freud de los terrores de la literatura fantástica como transposiciones de traumas inconscientes, que contiene rasgos de una notable agudeza, engendró una ingente cantidad de estudios literarios que adoptan, con diferente fortuna, las herramientas metodológicas del psicoanálisis. Louis Vax, autor de L’art et la littérature fantastiques (1960) (7) y uno de los más conocidos investigadores del dominio de lo fantástico, se queja del abuso de las interpretaciones psicoanalíticas, que “condujo a la consideración de las obras como meros documentos clínicos” y deja de lado su dimensión estética. El potente influjo desasosegante, cuando no el horror, que genera la literatura fantástica radica en que en última instancia pone en cuestión el paradigma dominante de realidad, discute su estatuto, atenta contra su inteligibilidad; es decir, provoca una crisis epistemológica de vastos alcances. En este sentido es subversiva, porque vulnera las certezas tranquilizadoras sobre las que se asienta la concepción mayoritaria de lo real, las problematiza, siembra la duda acerca de las verdades establecidas: es esencialmente ambigua, y esa ambigüedad produce perplejidad y espanto. Pero esto no implica necesariamente la destrucción de todo paradigma de realidad, la suplantación total de un mundo por el otro, la mera fuga hacia el ámbito de la ilusión. Lo fantástico puede proceder mediante la expansión de lo real hasta límites desconocidos, puede contribuir, mediante el distanciamiento, la multiplicidad de los puntos de vista, la ampliación de la percepción, a una nueva mirada hacia lo real, a una nueva lectura del mundo, a la manera del extrañamiento (ostranénie) que proponían los teóricos formalistas rusos para una revelación más profunda de los pliegues de la realidad. Kafka (no entraremos aquí en la inagotable controversia sobre si su literatura pertenece o no al ámbito de lo fantástico) procede de manera inversa: en vez de fantastizar lo real, naturaliza lo anómalo. Temor y temblor La transgresión permanente de las fronteras –entre sueño y vigilia; entre real e irreal; entre unidad y duplicidad del yo; entre racional e irracional; entre lo muerto y lo vivo; entre lo animado y lo inanimado; entre el pasado y el presente– es un rasgo central del relato fantástico moderno. Hijo dilecto del romanticismo, conoce sus orígenes y su apogeo en la primera mitad del siglo XIX, en que se erigen como sus grandes maestros E. T. A. Hoffmann y Edgar Allan Poe, pero reconoce sus antepasados
cercanos en la novela gótica inglesa de finales del siglo XVIII –la primera de ellas, El castillo de Otranto, de Horace Walpole, se publica en 1764– y en el francés Jacques Cazotte, autor de El diablo enamorado (1772), quien fue, en opinión del antes mencionado Castex, “el verdadero iniciador del cuento fantástico moderno”. La novela gótica impone sus deleitables terrores, sus castillos tenebrosos, sus aparecidos, sus fantasmas, sus cadenas chirriantes, sus tétricos escenarios medievales o renacentistas a través de una maquinaria narrativa frecuentemente tosca y
Freud investigó “bajo qué condiciones las cosas familiares pueden tornarse siniestras, espantosas”. mecánica, y explica lo sobrenatural o bien admitiendo su mera existencia, o bien devolviéndolo al mundo natural mediante el desenmascaramiento –no menos torpe e ingenuo– de los artificios empleados por determinados personajes para simular su existencia. Esta proto-literatura fantástica era demasiado burda para instalarse en la zona de la duda, de la indecisión sobre la índole de lo narrado que señala Todorov como esencia de lo fantástico. Pero a lo largo del siglo XIX el cuento fantástico irá refinando cada vez más sus procedimientos formales y haciendo cada vez más compleja su temática, multiplicando los puntos de vista y sus planos narrativos: los franceses Téophile Gautier y Prosper Mérimée escriben relatos de innegable perfección literaria, de rara elegancia, en los que se alían el terror y el humor, la ironía y una cierta mirada distante que hace más resbaladiza y desconcertante su lectura. También se hacen presentes los incisos metaficcionales. Ya Hoffmann, en “El hombre de arena”, escrito en 1817, permitía a su narrador preguntarse acerca de cuál sería la forma más adecuada de contar su historia, una disquisición autorreferencial que ponía al descubierto el carácter de artefacto literario del texto (lo cual no era nada nuevo: Cervantes lo había hecho mucho antes en su Quijote). En la Inglaterra victoriana vive su apogeo la ghost story, el relato de fantasmas, que alcanzará su cumbre con Otra vuelta de tuerca, de Henry James, magistral ejemplo de ambigüedad que posibilita una pluralidad de interpretaciones. Y en el siglo XX se registra una dilatación extraordinaria del territorio de la literatura fantástica, con manifestaciones tan radicalmente diversas como las representadas por Saki y Lovecraft, Borges y Buzzati, Machen y Cortázar, Montague Rhodes James y Papini, Felisberto Hernández y Bioy Casares, para nombrar tan solo unos pocos ejemplos. Durante mucho tiempo, cuento fantástico y cuento de terror fueron casi sinónimos, porque la intrusión de lo inexplicable asumía habitualmente los ropajes de lo macabro, de lo fantasmático, de lo monstruoso. El pavor ante la muerte, las manifestaciones del mal, de lo oscuro, de lo perverso, de lo demoníaco, el enigma de la vida de ultratumba formaron desde siempre el tejido de las pesadillas humanas: la literatura fantástica asumió la expresión y la recreación de esos terrores profundos. Lo ominoso habitaba en la oscuridad, en la no-
che, en la niebla; la luz era la aliada del bien. Pero también esos escenarios fueron cambiando: el terror puede morar a plena luz; lo hiperreal puede engendrar tanto pavor como lo borroso e indefinido. Para tomar un ejemplo del cine: los paseos en triciclo del pequeño Danny Torrance por los pasillos perfectamente iluminados y desolados del hotel de El resplandor, la notable película de Stanley Kubrick basada en un libro de Stephen King, se cuentan entre las secuencias más inquietantes del film. Lo cierto es que la experiencia del terror es para muchos uno de los elementos esenciales del cuento fantástico. Lovecraft, por ejemplo, afirma: “La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido. Pocos psicólogos pondrán en duda esta verdad; y su reconocida exactitud garantiza en todas las épocas la autenticidad y dignidad del relato de horror preternatural como género literario” (8). Pero el campo de lo fantástico es mucho más extenso, y la intromisión de lo perturbador, a lo largo del siglo XX, fue asumiendo las más variadas formas, cada vez más complejas y sutiles, aunque lo terrorífico puro sigue permaneciendo como una parcela importante de la literatura fantástica. Puede decirse que todo gran texto literario (y los de la narrativa fantástica no son una excepción) es, de alguna manera, un palimpsesto, porque su texto de superficie esconde un texto subyacente, y éste tal vez otro, como en un juego de cajas chinas: se trata de capas superpuestas de sentido que permiten una pluralidad de lecturas. Si no horror, el amplio abanico temático que aborda el relato fantástico del siglo XX no deja de suscitar en el lector, por lo menos, una profunda inquietud. Los pasadizos que de pronto comunican nuestro mundo con otros paralelos, la incertidumbre sobre la naturaleza del yo y de lo real, el vértigo del soñador soñado (de muy antigua data; por ejemplo, aproximadamente del año 300 a.C. es este “Sueño de la mariposa”: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”), las mutaciones y los intercambios de la identidad, las metamorfosis, los enigmas del espacio y el tiempo, la angustia del infinito, el mal, la memoria, el absurdo, la nada y tantos otros dilemas metafísicos son algunos de los sustratos sobre los que se erige la admirable cuentística de Borges y de otros autores –Bioy, Cortázar, Buzzati, Papini…–. Los caminos que conducen al universo de lo extraño son múltiples; esta Antología universal del relato fantástico es una guía de viaje valiosísima para internarse en él. g
1. Jacobo Siruela (editor y prologuista), Antología universal del relato fantástico, Ediciones Atalanta, Vilaür, Gerona, España, octubre de 2013, 1.247 páginas. 2. P.-G. Castex, Le conte fantastique en France de Nodier a Maupassant, José Corti, París, 1951. Citado en Remo Ceserani, Lo fantástico, Visor, Madrid, 1999. 3. R. Caillois, Au coeur du fantastique, Gallimard, París, 1965. En R. Ceserani, op. cit. 4. Citado en R. Ceserani, op. cit. 5. Tzvetan Todorov, Introducción a la literatura fantástica, Premiá Editora, México, 1981. 6. Sigmund Freud, “Lo siniestro”, Obras completas, Tomo XVIII, Biblioteca Nueva/ Editorial Losada, Madrid/Buenos Aires, 1997. 7. Louis Vax, Arte y literatura fantásticas, Eudeba, Buenos Aires, 1965. 8. Howard Phillips Lovecraft, El horror en la literatura, Alianza Editorial, Madrid, 1989.
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