GIACOMO CASANOVA H I S TO R I A D E M I V I DA Prólogo de Félix de Azúa Tra d u cc i ó n y n o ta s d e M a u ro A r m i ñ o
TOMO II
ATA L A N TA
MEMORIA MUNDI
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GIACOMO CASANOVA HISTORIA DE MI VIDA TOMO II
PRÓLOGO FÉLIX DE AZÚA
TRADUCCIÓN Y NOTAS MAURO ARMIÑO
ATA L A N TA 2020
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En cubierta: dibujo de Casanova de autor anónimo. En guarda delantera: F. Boucher. Odalisca (ca. 1740). Museo del Louvre. En guarda trasera: P. Longhi. Fragmento de El rinoceronte (1751) Ca’Rezzonico, Venecia. Dirección y diseño: Jacobo Siruela Coordinación y maquetación: Rosa María García Corrección: Santiago Celaya y Noelia Moreno
Segunda edición
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Todos los derechos reservados. Título original: Histoire de ma vie © De la traducción: Mauro Armiño © Del prólogo: Félix de Azúa © EDICIONES ATALANTA, S. L.
Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-9372473-3 Depósito Legal: B-34645-2009
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ÍNDICE
Volumen 7 Capítulo I Fin de mi aventura con la monja de Chambéry. Mi huida de Aix 1653 Capítulo II Las hijas del portero. Los horóscopos. Mademoiselle Roman 1666 Capítulo III Mi marcha de Grenoble. Aviñón. La fuente de Vaucluse. La falsa Astrodi y la jorobada. Gaetano Costa. Mi llegada a Marsella 1693 Capítulo IV Rosalia. Toulon. Niza. Mi llegada a Génova. El señor Grimaldi. Verónica y su hermana 1720 Capítulo V La comedia. El Ruso. P-i. Rosalia en el convento 1741 Capítulo VI Me enamoro de Veronica. Su hermana. Ardid contra ardid. Mi victoria. Desilusión recíproca 1759
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Capítulo VII Una trampa bien hecha. Pasamos a Livorno. Pisa y Corilla. Mis opiniones sobre los ojos bizcos. Florencia. Nuevo encuentro con Teresa. Mi hijo. La Corticelli 1778 Capítulo VIII La Corticelli. El empresario judío apaleado. El falso Carlos Ivanoff y la mala pasada que me hace. Orden arbitraria de salir de la Toscana. Llego a Roma. Mi hermano Giovanni 1794 Capítulo IX El cardenal Passionei. El papa. Mariuccia. Llego a Nápoles 1820 Capítulo X Mi breve pero feliz estancia en Nápoles. El duque de Matalona, mi hija, doña Lucrezia. Mi partida 1840 Capítulo XI Mi coche estropeado. Boda de Mariuccia. Huida de lord Lismore. Mi regreso a Florencia y mi marcha con la Corticelli 1866 Capítulo XII Llego a Bolonia. Soy expulsado de Módena. Voy a Parma, a Turín. La bella judía Lia. La R…, vendedora de modas 1887 Capítulo XIII Mi victoria sobre el vicario director de la policía. Mi marcha. Chambéry. La hija de Désarmoises.
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El señor Morin. M. M. de Aix. La pensionista. Lyon. París 1905 Volumen 8 Capítulo I Mi estancia en París y mi partida para Estrasburgo, donde encuentro a la Renaud. Mis desventuras en Munich y mi triste estancia en Augsburgo 1927 Capítulo II Los cómicos y la comedia. Bassi. La estrasburguesa. El conde hembra. Mi regreso a París. Mi llegada a Metz. La bella Raton y la falsa condesa de Lascaris 1955 Capítulo III Vuelvo a París con la Corticelli, improvisada condesa de Lascaris. La hipóstasis fallida. Aquisgrán. Duelo. Mimí d’Aché. Traición de la Corticelli que termina perjudicándola. Viaje a Sulzbach 1971 Capítulo IV Envío a la Corticelli a Turín. Iniciación de Hélène en los misterios del amor. Doy una vuelta por Lyon. Mi llegada a Turín 1993 Capítulo V Mis viejas amistades. La señora Pacienza. Agata. El conde Borromeo. Un baile. Lord Percy 2034
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Capítulo VI Cedo Agata a lord Percy. Parto para Milán. La peregrina de Pavía. La condesa A. B. Desilusión. El marqués Triulzi. Zenobia. Las dos bellas marquesas Q. y F. Barbaro el veneciano 2053 Capítulo VII La condesa humillada. La boda de Zenobia en la Cascina dei Pomi. Faraón. Conquista de la bella Irene. Proyecto de mascarada 2076 Capítulo VIII Mascarada única. Mis felices amores con la bella marquesa Q… La marsellesa abandonada; me convierto en su salvador. Mi partida para Sant’Angelo 2104 Capítulo IX Un antiguo castillo. Clementina. La bella penitente. Lodi. Declaración de amor recíproco sin temor a las consecuencias 2131 Capítulo X Partida de placer. Mi triste separación de Clementina. Parto de Milán con la amiga della Croce. Mi llegada a Génova 2158 Volumen 9 Capítulo I Encuentro a Rosalia feliz. La signora Isolabella.
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El cocinero. Bisbís. Passano en prisión. Mi sobrina, vieja conocida de Rosalia 2183 Capítulo II Mi hermano el abate y su infamia. Me apodero de su amante. Partida de Génova. El príncipe de Mónaco. Mi sobrina vencida. Llegada a Antibes 2200 Capítulo III Mi llegada a Marsella. Mme. d’Urfé. Mi sobrina es bien recibida por Mme. Audibert. Me libro de mi hermano y de Passano. Regeneración. Partida de mme. d’Urfé. Constancia de Marcolina 2222 Capítulo IV Mi partida de Marsella. Henriette en Aix. Irene en Aviñón. Traición de Passano. Marcha de Lyon de Mme. d’Urfé 2251 Capítulo V Encuentro en Lyon a los embajadores de Venecia y al tío de Marcolina. Me separo de esta encantadora joven y parto para París. Viaje de amor con Adèle 2277 Capítulo VI Obligo a mi hermano abate a dejar París. Madame du Rumain recobra la voz gracias a mi cábala. Broma pesada. La Corticelli. Llevo al pequeño d’Aranda a Londres. Mi llegada a Calais 2306 Capítulo VII Mi llegada a Londres. La Cornelis. Soy presentado en la corte.
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Alquilo una casa amueblada. Hago muchos conocimientos. Moral de los ingleses 2326 Capítulo VIII La reunión de la Cornelis. Aventura en Ranelagh House. Mi aversión a las cortesanas inglesas. Paulina, portuguesa 2355 Capítulo IX Historia de Paulina. Mi felicidad. Su marcha 2381 Capítulo X Singularidad de los ingleses. Castelbajac. El conde Schwerin. Mi hija Sofia en un pensionado. Mi recepción en el club de pensadores. La Charpillon 2412 Capítulo XI La Charpillon y las funestas consecuencias de ese encuentro 2433 Capítulo XII Continuación del anterior, pero mucho más singular 2462 Capítulo XIII Bottarelli. Carta de Paulina a través del señor de Saa. El papagayo vengador. Pocchini. El veneciano guerra. Encuentro de nuevo a Sara; Mi proyecto de casarme con ella y seguirla a Suiza. Las hannoverianas 2493
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Volumen 10 Capítulo I Las chicas de Hannover 2521 Capítulo II Augusta se convierte en amante de lord Pembroke mediante contrato formal. El hijo del rey de Córcega. El señor du Clau o el jesuita Lavalette. Marcha de las chicas de Hannover. Mi balance. El barón de Henau. La inglesa y el recuerdo que me deja. Daturi. Mi fuga de Londres. El conde Saint-Germain. Wesel 2538 Capítulo III Mi curación. Daturi apaleado por los soldados. Partida para Brunswick. Redegonda. Brunswick. El príncipe heredero. Mi estancia en Wolfenbüttel. Biblioteca. Berlín. Calzabigi y la lotería de Berlín. Mademoiselle Bélanger 2557 Capítulo IV Milord Keith. Cita del rey de Prusia en el jardín de Sans-Souci. Mi entrevista con el monarca. La Denis. Los cadetes de Pomerania. Lambert. Voy a Mittau. Mi excelente acogida en la corte y mi excursión administrativa 2581 Capítulo V Mi estancia en Riga. Campioni. Sainte-Héleine. D’Aragon. Llegada de la emperatriz. Partida de Riga y mi llegada a Petersburgo. Voy a todas partes. compro a Zaira 2607
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Capítulo VI Crèvecœur. Bomback. Viaje a Moscú. Continuación de las aventuras que me ocurrieron en Petersburgo 2635 Capítulo VII Veo a la zarina. Mis coloquios con esa gran soberana. La Valville. Dejo a Zaira. Mi partida de Petersburgo y mi llegada a Varsovia. Los príncipes Adam Czartoryski y Sulkowski. El rey de Polonia Estanislao Poniatowski, llamado Estanislao Augusto. Intrigas teatrales. Branicki 2661 Capítulo VIII Mi duelo con Branicki. Viaje a Leopol y regreso a Varsovia. Recibo del rey la orden de irme. Mi partida con la desconocida 2697 Capítulo IX Mi llegada a Dresde con Maton. Regalo que me hace. Leipzig. La Castelbajac. Schwerin. Regreso a Dresde y mi partida. Praga. La Calori. Mi llegada a Viena. Celada de Pocchini 2737 Capítulo X Recibo la orden de partir de Viena. La emperatriz la suaviza, pero no la revoca. Zawoiski en Munich. Mi estancia en Augsburgo. Fanfarronada en Ludwigsburg. El gacetero de Colonia. Mi llegada a Aquisgrán 2763 Capítulo XI Mi estancia en Spa. El puñetazo. Una estocada. Crosin. Charlotte, su parto y su muerte.
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Una lettre de cachet me obliga a dejar París en veinticuatro horas 2796 Capítulo XII Mi marcha de París. Mi viaje a Madrid. El conde de Aranda. El príncipe della Cattolica. El duque de Losada. Mengs. Un baile. La Pichona. Doña Ignacia 2824 Volumen 11 Capítulo I Mis amores con doña Ignacia, hija del remendón gentilhombre. Mi prisión en el Buen Retiro y mi triunfo. Soy recomendado al embajador de Venecia por un Inquisidor de Estado de la República 2853 Capítulo II Campomanes. Olavide. Sierra Morena. Aranjuez. Mengs. El marqués Grimaldi. Toledo. La señora Pelliccia. Regreso a Madrid, a casa del padre de doña Ignacia 2884 Capítulo III Mis amores con doña Ignacia. Regreso del señor de Mocenigo a Madrid 2917 Capítulo IV Cometo una indiscreción que hace de Manuzzi mi más cruel enemigo. Su venganza. Mi partida de Madrid. Zaragoza. Valencia. La Nina. Mi llegada a Barcelona 2944
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Capítulo V Mi imprudente conducta. Passano. Mi detención en la Torre. Mi partida de Barcelona. La Castelbajac en Montpellier. Nîmes. Mi llegada a Aix-en-Provence 2972 Capítulo VI Mi estancia en Aix-en-Provence; grave enfermedad; la desconocida que me cuida. El marqués d’Argens. Cagliostro. Mi marcha. Carta de Henriette. Marsella. Historia de la Nina. Niza. Turín. Lugano. Madame de… 3000 Capítulo VII Marazzani castigado. Mi marcha de Lugano. Turín. El señor Dubois en Parma. Livorno. Partida de Orlov con la escuadra. Pisa. Stratico. Siena. La marquesa Chigi. Mi partida de Siena con una inglesa 3030 Capítulo VIII Miss Betty. El conde de l’Étoile. Sir B. M. atiende a razones 3062 Capítulo IX Roma. El cómico felón castigado. Lord Baltimore. Nápoles. Sara Goudar. Marcha de Betty. Agata. La Calímene. Medini. Albergoni. Miss Chudleigh, duquesa de Kingston. El príncipe de Francavilla. Los nadadores y las nadadoras 3092 Capítulo X Mis amores con Calímene. Mi viaje a Sorrento. Medini. Goudar. Miss Chudleigh. El marqués
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della Petina. Gaetano. El hijo de la Cornelis. Anécdota de Sara Goudar. Los florentinos burlados por el rey. Mi feliz viaje a Salerno, mi regreso a Nápoles, mi partida de esa ciudad y mi llegada a Roma 3121 Volumen 12 Capítulo I Margherita. La Buonaccorsi. La duquesa de Fiano. El cardenal de Bernis. La princesa de Santa Croce. Marcuccio y su hermana. Abolición de la excomunión en el locutorio 3163 Capítulo II Cena en la posada con Armellina y Emilia 3193 Capítulo III El florentino. Emilia casada. Scolastica. Armellina en el baile 3218 Extracto de los capítulos IV y V 3244 Capítulo VI La Denis. Medini. Zanovich. Zen. Mi marcha forzada y mi llegada a Bolonia. El general Albergati 3265 Capítulo VII La Electora viuda de Sajonia y Farinello. La Sclopitz. Nina. La comadrona. La Soavi. El abate Bollini. La Viscioletta. La costurera. Triste placer de una venganza. Severini va a Nápoles. Mi marcha. El marqués Mosca en Pésaro 3292
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Capítulo VIII Tomo por compañero de viaje a un judío de Ancona llamado Mardoqueo, que me persuade para que me aloje en su casa. Me enamoro de su hija Lia. Tras una estancia de seis semanas, voy a Trieste 3311 Capítulo IX Pittoni. Zaguri. El procurador Morosini. El cónsul de Venecia. Gorizia. El cónsul de Francia. La señora Leo. Mi dedicación al Tribunal de los Inquisidores de Estado. Strasoldo. La Carniolina. El general Bourghausen 3338 Capítulo X Aventuras de Trieste. Sirvo bien al Tribunal de los Inquisidores de Estado de Venecia. Mi viaje a Gorizia y mi regreso a Trieste. Encuentro de nuevo a Irene convertida en actriz y muy hábil en los juegos de azar 3367 Bibliografía 3393 Índice onomástico 3399
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VOLUMEN 7
CAPÍTULO I FIN DE MI AVENTURA CON LA MONJA DE CHAMBÉRY. MI HUIDA DE AIX
–Ayer –me dijo ella– dejasteis entre mis manos los dos retratos de mi hermana veneciana M. M. Os ruego que me los regaléis. –Son vuestros. –Os quedo agradecida. Ése es uno. El otro favor que os pido es que aceptéis mi retrato, tal como os lo entregaré mañana. –Será, mi querida amiga, la más apreciada de todas mis joyas; pero me sorprende que me pidáis eso como un favor, cuando sois vos quien me hacéis uno que nunca me habría atrevido a pediros. ¿Cómo podría volverme digno de haceros desear el mío? –¡Ay, querido amigo! Me gustaría mucho; pero Dios me libre de tenerlo en el convento. –Me haré retratar vestido de san Luis Gonzaga1 o de san Antonio de Padua. –Me condenaré. Llevaba puesto un corpiño de bombasí con cintas de color rosa y una camisa de batista que me había impresionado, pero la discreción me impedía preguntarle de dónde provenían, y me limité a tenerlos ante mi vista; sin embargo, adivinando fácilmente mi pensamiento, me dijo riendo que era un regalo que la aldeana le había hecho al ver que le gustaba estar en la cama. –Al verse rica –continuó–, piensa en todos los medios de convencer a su benefactor de que le está agradecida. Ved esa gran cama, seguro que ha pensado en vos al comprarla; ved estas finas sábanas. Y esta camisa tan delicada, os confieso que me produce 1. San Luis Gonzaga (1568-1591), jesuita, patrón de la juventud.
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placer. Dormiré mejor esta noche, siempre que pueda librarme de los seductores sueños que me han inflamado el alma la noche pasada. –¿Creéis que esa cama, esas sábanas y esta camisa logran alejar de vuestra alma los sueños que teméis? –Al contrario. La molicie excita la voluptuosidad de los sentidos. Todas estas cosas se quedarán aquí, porque ¿qué dirían en el convento si me vieran así en la cama? Pero me parecéis triste. Estabais tan contento la noche pasada. –¿Cómo podría estar contento viéndome reducido a no poder juguetear con vos sino estando seguro de disgustaros? –Decid mejor que estáis seguro de complacerme demasiado. –Consentid entonces en disfrutar un poco de placer a cambio del que sois dueña de darme. –Pero vuestro placer es inocente, y el mío culpable. –¿Qué haríais si el mío fuera tan culpable como el vuestro? –Si así fuera, anoche me habríais hecho infeliz, porque no habría podido negaros nada. –¡Cómo! ¿Infeliz? Pensad que, si lo hubierais hecho, no habríais tenido que luchar contra los sueños y habríais dormido perfectamente bien. Además, la aldeana os ha hecho, al daros ese corsé, un regalo que me entristecerá para toda mi vida; pues, de no ser por él, al menos habría visto a mis hijitos sin miedo a los malos sueños. –Pero no debéis estar resentido con la aldeana, porque, si cree que nos amamos, también debe saber que no hay nada más fácil que soltar un corsé. Querido amigo, no quiero veros triste. Eso es lo principal. Mientras me decía estas palabras, todo su hermoso rostro se puso colorado, y me dejó inundarlo con mis besos. La aldeana subió para poner el mantel sobre una preciosa mesa totalmente nueva justo en el momento en que iba a soltarle el corsé sin ver en su cara la sombra de la menor resistencia. Ese excelente augurio me puso de buen humor; pero también vi que M. M. se volvía pensativa. Me guardé mucho de preguntarle la razón, porque ya la sabía, y además no quería llegar a pactar condiciones que la religión y el honor habrían vuelto inviolables. Excité su apetito ofreciéndole el mío como ejemplo, 1654
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y bebió un excelente clarete con el mismo placer que yo, sin temer que, al no estar acostumbrada, el vino pudiera despertar en ella una alegría enemiga declarada de la virtud de la continencia, aunque amiga de las otras. No pudo darse cuenta, porque esa misma alegría, volviendo más brillante su razón, la hacía parecer más hermosa, y la unía al sentimiento mucho más que antes de la cena. En cuanto nos quedamos solos, la felicité por su alegría, asegurándole que era cuanto yo necesitaba para alejar de mí cualquier sombra de tristeza y hacerme pasar con ella horas enteras como si fueran minutos. –Sólo te pido que seas generosa conmigo, querida amiga, y me prodigues los mismos dones que anoche me diste. –Prefiero condenarme, querido amigo, y morir mil veces antes que correr el riesgo de poder parecerte ingrata. Toma. Se quitó entonces la cofia, dejó caer sus cabellos, se liberó del corsé y al sacar los brazos de la camisa se mostró a mis enamorados ojos igual que vemos a las sirenas en el cuadro más hermoso del Correggio.2 Pero cuando la vi hacerme sitio a su lado, comprendí que ya no se trataba de razonar y que el amor exigía que aprovechase el momento. Me abalancé más hacia ella que sobre ella, y, estrechándola entre mis brazos, pegué mis labios a los suyos. Un minuto después volvió la cabeza y, como había cerrado los párpados, creí que iba a dormirse: entonces me aparté un poco para contemplar mejor las inapreciables riquezas que la fortuna y el amor me ofrecían, y de las que debía apoderarme. M. M. dormía; no podía fingirlo, dormía. Pero incluso en caso de que fingiera, ¿podía dejar de agradecerle aquella argucia? Verdadero o fingido, el sueño de una criatura adorada dice a un amante comprensivo que se vuelve indigno de gozarlo en cuanto dude si le está permitido aprovecharse o no de ello. Si es verdadero, no corre riesgo alguno; si es fingido, ¿puede conceder a su amada una satisfacción menos justa y menos honesta que la de negar su propio consentimiento? Pero M. M. no era capaz de fingir. Las 2. No se sabe de qué cuadro se trata; quizás el Júpiter e Ío, del Kunsthistorisches Museum de Viena.
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adormideras de Morfeo volvían radiante su rostro. Articulaba mal unas palabras incomprensibles para mí: estaba soñando. Me decido a desnudarme, sin saber si era para alcanzar un sueño igual al suyo, o para calmar mi ardor apoderándome de ella. Pero no tardé en saber qué era lo que debía hacer. Una vez acostado a su lado, no temo despertarla estrechándola entre mis brazos; el movimiento que entonces hizo para acercarse a mí me convenció de que continuaba soñando, y de que, cuanto yo hubiera podido hacer, sólo habría podido contribuir a volvérselo real. Termino de quitarle la delgada camisa y entonces se mueve como un niño que, al sentir que le quitan los pañales, respira. Consumé el dulce crimen dentro de ella y con ella; pero antes de terminar abrió sus bellos ojos. –¡Ay, Dios mío! –exclamó con voz moribunda–, entonces es verdad. Después de haber dicho estas palabras, acercó su boca a la mía para recibir mi alma mientras me daba la suya. De no ser por ese feliz intercambio, los dos nos habríamos muerto. Cuatro o cinco horas después, al despertarnos en la misma postura y ver la débil luz del amanecer mezclada con la pálida que salía de las mechas carbonizadas de las velas, nos contamos uno a otro, tranquilos y contentos, todos los detalles de nuestra dulce historia. –Pero ya hablaremos más despacio esta noche –me dijo–; vistámonos deprisa. Nos amábamos, y hemos coronado nuestro amor. Por fin me he liberado de todas mis inquietudes. Hemos seguido nuestro destino, obedeciendo los preceptos de la imperiosa naturaleza. ¿Me sigues queriendo? –¿Puedes dudarlo? Esta noche te responderé. Me vestí con la mayor presteza que pude y la dejé en la cama. La vi reír cuando fue a recoger la camisa que no recordaba haberse quitado. Cuando llegué a mi posada, era ya pleno día. Le Duc, que no se había acostado, me entregó una carta de la Z que había recibido a las once. Yo había faltado a su cena y había perdido el honor de acompañarla hasta Chambéry; ni siquiera me había acordado. Estaba molesto, pero no sabía qué hacer. Abro su carta y sólo veo seis líneas; pero decían mucho. Me aconseja que no vaya nunca a Turín porque ella encontraría el medio de ven1656
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garse de la sangrienta afrenta que le había hecho. Me reprochaba la pública marca de desprecio que le había dado faltando a su cena, ausencia por la que se decía deshonrada. A mí me era imposible ir. Desgarré su carta, me hice peinar y fui a la fuente. Todo el mundo empezó a reprocharme que no se me hubiera visto en la cena de Mme. Z; me defiendo alegando como excusa mi dieta de salud, que no me permitía cenar; pero se burlan de mí, me dicen que lo sabían todo, y la amante del marqués,3 colgándose de mi brazo, me dice sin ceremonias que tenía fama de infiel; obligado por la cortesía, le respondo que no tengo ese infame defecto, pero que, en todo caso, nadie podría reprochármelo si tenía el honor de servir a una dama como ella; mi cumplido la halaga, y me arrepiento de habérselo hecho porque, con el aire más amable del mundo, me pregunta por qué no voy a almorzar alguna vez con el marqués. Le respondo que lo suponía entregado a sus ocupaciones; me contesta que no lo estaba, que lo complacería, y termino por comprometerme a ir al día siguiente, diciéndome, para mi tranquilidad, que el marqués siempre almorzaba en el cuarto de ella. Esta mujer, viuda de un hombre de condición, era bastante joven, indiscutiblemente hermosa, y dominaba a la perfección la jerga de la inteligencia; pero no me atraía demasiado. Como acababa de poseer a Mme. Z y había alcanzado el colmo de mis deseos con la monja, no tenía en ese momento la facultad de pensar un solo instante en un nuevo amor. Sin embargo, debía fingir que me sentía muy dichoso por la preferencia que aquella dama me daba sobre cualquier otro. Preguntó al marqués si podía volver a la posada, él le dijo que debía terminar un asunto con la persona con la que estaba hablando, y que podía acompañarla yo. De camino me dijo que si Mme. Z no se hubiera marchado ella no se habría atrevido a cogerme del brazo. Sólo podía responderle besándola, porque no quería comprometerme con ella de ninguna manera. Pese a esta decisión, hube de subir a su cuarto, donde tuve que sentarme y donde, como había dormido muy poco la noche anterior, resulta que bostecé. Le pedí mil per3. El marqués de Prié.
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dones jurándole que estaba enfermo; y ella lo creyó. Y hasta me habría dormido si no hubiera puesto bajo mi nariz un poco de eléboro, que, provocándome el estornudo, me mantuvo despierto a la fuerza. Llegó el marqués y, mostrándose muy contento de encontrarme con ella, me propuso una partida a los quince.4 Le rogué que me dispensara, y la señora dijo riendo que si seguía estornudando de aquella forma realmente me resultaría imposible jugar. Bajamos a cenar, y no les costó mucho convencerme para organizarles la banca, picado además por la pérdida de la víspera. La hice, como siempre, de quinientos luises, y hacia las siete anuncié a todos los presentes la última mano, a pesar de que mi banca había disminuido en dos tercios. Pero el marqués y otros jugadores muy fuertes estaban empeñados en hacer saltar la banca; la fortuna me favoreció tanto sin embargo que al final me recuperé y gané doscientos o trescientos luises. Me marché prometiendo a la compañía la misma banca para la noche siguiente. Todas las damas habían ganado porque había ordenado a Désarmoises5 no corregir nunca su juego salvo que lo viera demasiado peligroso. Tras guardar el dinero en mi cuarto y haber dicho a Le Duc que pasaría la noche fuera, fui a ver a mi nuevo ídolo totalmente mojado por una fuerte lluvia que me sorprendió a mitad de camino. Encontré a mi amor vestida de religiosa y echada sobre el lecho a la romana. Tras secarme todo lo que pudo, la aldeana se fue y yo pregunté a M. M. por qué no me había esperado en la cama. –Nunca me he sentido tan bien, querido amigo, salvo una pequeña indisposición que, por lo que me ha dicho mi comadrona, aún me durará cinco semanas. Por eso me he levantado para cenar sentada a la mesa. Si te complace, luego vamos a acostarnos. –Espero que también te complazca a ti. 4. Véase nota 28, pág. 1599. 5. El crupier podía corregir el juego, esto es, trampear, costumbre que Casanova admite y que, dentro de ciertos límites, no era reprochable.
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–¡Ay!, estoy perdida. Creo que moriré cuando llegue el momento de tener que dejarte. –Ven conmigo a Roma y déjame hacer. Te convertirás en mi esposa y seremos felices hasta el final de nuestros días. –Nunca me decidiré a hacerlo, y te ruego que no vuelvas a hablarme de ese tema. En la seguridad en que estaba de pasar la noche con ella, charlamos agradablemente durante una hora. Al final de nuestra cena, la aldeana le entregó un paquete y nos deseó una buena noche. Le pregunté por el contenido del paquete; me dijo que era el regalo que me había prometido, su verdadero retrato; pero que yo no debía verlo hasta que ella hubiera ido a acostarse. Curioso e impaciente por verlo, le dije que era un capricho, y me replicó que sí, que me gustaría. Quise desnudarla yo mismo y quitarle la cofia; cuando estuvo acostada, abrió el paquete y me dio una vitela donde la vi muy parecida, totalmente desnuda, en la misma postura en que estaba M. M. en el retrato que yo le había regalado. Aplaudí la habilidad del pintor que tan bien la había copiado, y que únicamente se había limitado a cambiar el color de los ojos y del pelo. –No ha copiado nada –me respondió–, porque no habría tenido tiempo. Sólo ha hecho unos ojos negros, cabellos como los míos y más espeso el toisón. Así podrás decir ahora que tienes en un solo retrato la imagen de la primera y de la segunda M. M.; y la nueva ha de hacer que olvides a la primera, que también ha desaparecido en el retrato decente, porque, mira, estoy vestida de monja con ojos negros. Así pintada, puedo dejarme ver por todo el mundo. –No podrías imaginar cuánto me agrada este regalo. Cuéntame, ángel mío, cómo has podido llevar a cabo tan bien tu plan. –Ayer por la mañana se lo comuniqué a la aldeana; me dijo que tenía en Annécy un hijo de leche que estaba aprendiendo a pintar miniaturas, pero que sólo se serviría de él para encargarle llevar las dos miniaturas a Ginebra, al más hábil de todos los pintores de ese género, que por cuatro o seis luises haría la metamorfosis sin pérdida de tiempo en dos o tres horas. Le entregué los dos retratos, y aquí están, hechos a la perfección. Al parecer, ella los ha recibido justo cuando has visto que me los ha 1659
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entregado. Mañana por la mañana podrás saber de sus propios labios todo el detalle de esta simpática historia. –Tu aldeana es una mujer imprescindible, y debo recompensarla. Pero dime por qué no has querido darme tu retrato antes de desnudarte. ¿Puedo tratar de adivinar la razón? –Adivínala. –Para que pueda ponerte sin pérdida de tiempo en la misma posición en que estás retratada. –Justo. –La idea es bella y ha tenido que ser sugerida por el amor; pero ahora debes esperar a que me desnude yo también. En cuanto ambos nos encontramos en el divino traje de la inocencia, coloqué a M. M. como se la veía en la vitela, y quedó contenta. Adivinando lo que iba a hacer, abrió sus brazos cuando le dije que esperara un momento, porque también yo tenía en un paquete algo que debía gustarle. Saco entonces de mi cartera una pequeña prenda de piel muy fina y transparente de ocho pulgadas de largo, sin abertura en la parte superior y que, a manera de bolsa, tenía en su entrada una estrecha cinta de color rosa. Se la presento, la contempla, se echa a reír y me dice que también yo me había servido de una prenda como aquélla con su hermana veneciana, y que sentía curiosidad. –Yo mismo te la pondré –me dice–, y no puedes imaginar qué grande es la satisfacción que siento. ¿Por qué no la has utilizado la noche pasada? Me parece imposible no haberme quedado encinta. ¡Desdichada de mí! ¿Qué haré dentro de cuatro o cinco meses cuando ya no pueda dudar de mi segundo embarazo? –Querida amiga, hemos de tomar el único partido posible, que consiste en no pensar en ello, porque si el mal está hecho no hay remedio Puedo decirte, sin embargo, que la experiencia y un razonamiento conforme con las leyes comunes de la naturaleza pueden hacernos esperar que lo que hicimos ayer en medio de la ebriedad de nuestros sentidos no tenga la consecuencia que tememos. Se dice, y se ha escrito, que no puedes temer antes de que se produzca lo que aún no has visto, creo yo. –Crees bien. –Por eso, alejemos de nosotros ese terror pánico que en este momento sólo puede sernos funesto. 1660
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–Me dejas totalmente consolada. Pero, según lo que acabas de decirme, no comprendo por qué temes hoy lo que ayer no se podía temer. Me encuentro en la misma situación. –Los hechos, ángel mío, han desmentido muchas veces a los médicos más sabios pese a sus pretendidas experiencias. La naturaleza es más sabia que ellos; guardémonos de desafiarla y perdonémonos si ayer lo hicimos. –Me gusta oírte hablar como un sabio. De acuerdo. Seamos prudentes. Ya estás encapuchado por mis manos. Quizá sea lo mismo, pero, a pesar de la finura de esa piel y de su transparencia, este pequeño personaje enmascarado me gusta menos. Me parece que esa envoltura lo degrada, o me degrada, lo uno o lo otro. –Lo uno y lo otro, ángel mío; pero disimulemos por el momento ciertas ideas especulativas que sólo pueden mermar nuestro placer. –Lo recuperaremos enseguida en toda su pureza; déjame ahora gozar de mi razón, a la que nunca me he atrevido a dar rienda suelta en esta materia; ha sido el amor el que ha inventado6 estas pequeñas prendas, pero tuvo necesidad de aliarse con la precaución, y me parece que esa alianza ha debido entristecerlo, porque semejante preocupación sólo deriva de la triste política. –¡Ay!, es cierto. Me sorprendes. Pero, querida amiga, ya filosofaremos después. –Aguarda un momento todavía, porque nunca he visto a un hombre y jamás he sentido tanta curiosidad como ahora. Hace diez meses habría dicho que estas bolsas fueron inventadas por el diablo, y hoy creo que no fue tan diablo, porque si el jorobado Cou… lo hubiera utilizado no me habría expuesto a perder el honor y la vida. Pero dime, por favor, cómo es posible que dejen vivir en paz a los impúdicos sastres que hacen estas bolsas, porque deben ser localizados y cien veces excomulgados o sometidos a fuertes multas, y a penas corporales si son judíos, como creo. Mira. El que te hizo ésta te tomó mal la medida. Aquí es demasiado estrecha, aquí demasiado ancha; es casi una percha y 6. En Inglaterra, a finales del XVII o principios del XVIII.
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parece estar hecha para un cuerpo arqueado. Qué necio ignorante en su oficio. Pero ¡qué veo! –Me haces reír. Y la culpa es tuya. Palpa, palpa, es lo que debía ocurrir. Me lo esperaba. –No has podido esperar ni un momento. Y sigues; estoy molesta, mi querido amigo; pero tienes razón. ¡Oh, Dios mío, qué lástima! –No te preocupes, no es muy grande el mal. –¿Cómo que no es muy grande? ¡Desdichada de mí! Está muerto. ¿Te ríes? –Deja que me ría, porque tu alarma me encanta. Dentro de un momento verás al hombrecito resucitado y tan lleno de vida que no volverá a morir tan fácilmente. –Es increíble. Quito la funda, la dejo a un lado y le presento otra que le gusta más porque la encuentra más ajustada a mi tamaño, y se echa a reír cuando ve que puede ponérmela. M. M. no conocía estos milagros de la naturaleza. Antes de haberme conocido, su mente, estrechamente encorsetada, se hallaba en la imposibilidad de penetrar la verdad; pero una vez liberada, la elasticidad del resorte que contenía había franqueado sus límites con toda la rapidez de su temperamento para proceder luego con mayor dulzura. Me dijo que, si la funda terminaba rompiéndose durante la acción, la precaución resultaría inútil. La convencí de lo difícil de aquel percance; la informé de que aquellas bolsitas se hacían en Inglaterra, que se compraban al azar en cuanto al tamaño, y le dije dónde se encontraban aquellas pieles. Después de toda esta conversación, nos entregamos al amor, luego al sueño, luego de nuevo al amor hasta el momento de volver a mi posada. La aldeana me dijo que su hijo de leche sólo había gastado cuatro luises7 y que ella le había regalado dos. Le di doce. Dormí hasta mediodía, sin preocuparme por ir a almorzar con el marqués de Prié, pero hice que se lo comunicaran. Su amante estuvo enfurruñada conmigo durante toda la cena, pero se amansó cuando me dejé convencer por ella para organizar la banca; pero, al ver que jugaba fuerte, no lo permití, y, tras ha7. Moneda de oro francesa, equivalente a 24 libras.
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berse visto corregida dos o tres veces, se retiró a su habitación; pero su amigo ganaba y yo perdía cuando el silencioso duque de Rosebury llegó de Ginebra con Schmit, su preceptor, y otros dos ingleses. Se acercó a la banca para decirme únicamente oudiouduser,8 y jugó, animando a sus amigos a hacer lo mismo. Después de cortar las cartas, viendo mi banca en agonía, envié a Le Duc a mi cuarto para que me trajera el cofre, de donde saqué cinco cartuchos de cien luises. El marqués de Prié me dijo fríamente que iba a medias conmigo, y con la misma frialdad le rogué que me dispensara de aceptar su ofrecimiento. Continuó jugando sin ofenderse por mi rechazo y, cuando dejé las cartas para retirarme, él había ganado casi doscientos luises; pero como la mayoría de los otros había perdido, sobre todo uno de los ingleses, también yo me encontré con más de mil luises de ganancia. El marqués me pidió que lo invitara a chocolate al día siguiente en mi cuarto, y le respondí que me haría un gran honor. Tras haber acompañado a Le Duc a mi cuarto con mi cofre, me dirigí a la choza bastante satisfecho de mi jornada. Encontré a mi nuevo ángel con un velo de tristeza en su preciosa cara. –Un joven aldeano –me dijo–, sobrino de mi anfitriona, muy discreto según ésta me asegura, y que conoce a una lega de mi convento, llegó de Chambéry hace una hora y le ha contado que había sabido por esa mujer que dentro de dos días dos legas saldrían al amanecer para venir a recogerme y llevarme al convento. Ésa es toda la razón de mi tristeza y de mi llanto. –Pero si no debía enviarlas hasta dentro de ocho o diez días. –Ha decidido hacerlo cuanto antes. –Somos desdichados incluso en medio de la dicha. Decídete. Vayamos a Roma. –No. He vivido bastante. Déjame volver a mi tumba. Después de cenar le dije a la aldeana que debía enviar a su sobrino a Chambéry y darle orden de partir y regresar en el mismo momento en que las legas se pusieran en camino; caminando deprisa, llegaría a nuestra casa por lo menos dos horas antes que ellas. Prometí a mi ángel quedarme a su lado hasta que 8. How do you do, Sir? («¿Cómo estáis, señor?»)
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el sobrino volviera. Así disipé su tristeza; pero la abandoné a medianoche para estar en mi cuarto de la posada por la mañana, pues me había comprometido a invitar a desayunar al marqués, que vino con su amante y otras dos damas acompañadas por sus amigos. Además del chocolate, le ofrecí todo lo que pudo ocurrírseme y que puede corresponder a un sedicente desayuno; luego ordené a Le Duc cerrar mi habitación y decir a todo el mundo que me encontraba indispuesto y escribiendo en la cama, y que no podía recibir a nadie. Le dije que permanecería fuera todo ese día, toda la noche y también el día siguiente. Le ordené por último que me esperara hasta mi vuelta sin salir de la habitación salvo en caso de necesidad. Me fui a comer con mi pasión, decidido a no separarme de ella hasta una hora antes de la llegada de las legas. Cuando M. M. me vio y supo que no la dejaría hasta media hora antes de la llegada de las dos mujeres enviadas por la abadesa, se estremeció de alegría. Decidimos prescindir de la comida y hacer en cambio una cena exquisita para acostarnos después y no levantarnos hasta que viniese el joven a anunciarnos la llegada de las dos monjas. Se lo comunicamos inmediatamente a la aldeana, a quien nuestra idea le pareció sublime. Las horas no se nos hicieron largas. Nunca falta tema de que hablar a dos amantes porque el objeto de su conversación son ellos mismos. Después de una cena muy delicada, pasamos doce horas en la cama haciendo el amor y durmiendo alternativamente. Al día siguiente volvimos a acostarnos después de comer, y a las cuatro subió la aldeana para decirnos que las legas llegarían a las seis. Nos hicimos entonces todas las caricias que pudimos y yo sellé la última con mi sangre. Si la primera M. M. la había visto, la segunda debía verla también, y se asustó mucho, pero no me costó demasiado calmarla. Le rogué que me guardara cincuenta luises, asegurándole que iría a recogerlos a su reja antes de que pasaran dos años,9 y comprendió los motivos que 9. En diciembre de 1762 Casanova se encontraba en Chambéry, según la correspondencia de Bono, de Pernon y de Prié, dirigida siempre al caballero de Seingalt o Saint-Galt.
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le impedían negarme aquel favor. Empleó el último cuarto de hora en llorar, mientras yo contenía mis lágrimas para no aumentar su dolor. Después de haber prometido a la aldeana que volvería a verla al día siguiente por la noche, regresé a la posada, donde me acosté para levantarme al alba e ir al camino de Chambéry. A un cuarto de legua de Aix vi a mi ángel que caminaba despacio, y a las dos monjas, que me pidieron limosna en nombre de Dios. Les di un luis y les deseé buen viaje. M. M. no me miró. Volviendo sobre mis pasos fui a ver a la aldeana; me dijo que M. M. había partido al amanecer tras hacerle un solo encargo: decirme que me esperaba en la reja. Después de haber dado a su sobrino todo el dinero suelto que llevaba encima, regresé para ordenar que atasen mi equipaje a la carroza, y me habría puesto en marcha inmediatamente de haber tenido caballos. Me aseguraron que los tendría a las dos. Voy a la posada y subo a la habitación del marqués para despedirme. Encuentro a su querida totalmente sola. Le anuncio que debo partir a las dos; me contesta que no me marchara, que la complacería quedándome allí dos días más. Le respondo que era sensible a su solicitud, pero que un asunto de la mayor importancia me obligaba a irme. Mientras me decía que debía quedarme, se planta delante de un gran espejo y se suelta el corpiño para atarlo mejor después de haberse ajustado la camisa. En medio de estas maniobras me deja ver unos pechos capaces de volver vana cualquier resistencia, pero finjo no verlos. Adiviné que era un plan premeditado, pero estaba decidido a eludirlo. Ella pone un pie en el borde del sofá donde yo estaba sentado y, so pretexto de atarse una liga por encima de la rodilla, me deja ver una pierna perfectamente torneada, y saltando a la otra me deja vislumbrar unas bellezas que me habrían dominado de no haberse presentado el marqués. Éste me propone una partida a los quince con apuestas no muy altas, la dama quiere ir a medias conmigo, me da vergüenza rechazarla; se sienta entonces a mi lado, y ayudaba al marqués; cuando vinieron a decir que la comida estaba servida, abandoné perdiendo cuarenta luises. La señora me dijo que me debía veinte. A los postres Le Duc me anuncia una carroza a la puerta. Me levanto, la señora me repite que me debe veinte luises, se empeña en pagármelos y me obliga a acompañarla a su habitación. 1665
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Nada más entrar me explica en tono serio que, si me marcho, la deshonro, porque todo el mundo sabía que se había comprometido a conseguir que me quedara. Me dice además que no creía merecer tanto desprecio, me empuja sobre el sofá y vuelve a la carga atándose de nuevo delante de mí sus malditas ligas. Como no podía negarme a ver lo que ella veía que yo estaba viendo, le hago grandes elogios de todo, toco, beso, ella se deja caer encima de mí y se siente orgullosa cuando encuentra la prueba infalible de mi sensibilidad; pegando su boca a la mía me promete ser enteramente mía al día siguiente. Como ya no sabía qué hacer para liberarme, la conmino a cumplir su palabra, y, en el preciso momento en que estoy diciéndole que voy a mandar que desenganchen, entra el marqués. Salgo como si fuera a volver mientras la oigo decirme que va a darme la revancha. No le respondo. Salgo de la posada, monto en mi carroza y parto.
1. En la posada de los Tres Delfines, probablemente. 2. François Léonard, marqués de Valanglart, capitán de dragones del delfinado, de guarnición en Grenoble desde diciembre de 1757; en 1778 era maestre de campo de caballería.
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Memor i a mundi Las «Mémoires» de Casanova constituyen el cuadro más completo y detallado de las costumbres de la sociedad del siglo XVIII: una auténtica autobiografía de ese periodo. Probablemente ningún otro hombre en la historia haya dejado un testimonio tan sincero de su existencia, ni haya tenido una vida tan rica, amena y literaria junto a los más destacados personajes de su tiempo. Escrito en francés, en sus años de declive, cuando Giacomo Casanova (1725-1798) era bibliotecario del castillo del conde Waldstein en Bohemia, el manuscrito de sus memorias fue vendido en 1820 al editor alemán Brockhaus. Éste encargó su edición a Jean Laforgue, quien no se conformó con corregir el estilo, plagado de italianismos, sino que adaptó su forma de pensar al gusto prerromántico de la época, censurando pasajes que consideraba subidos de tono. En 1928, Stefan Zweig se lamentaba de la falta de un texto original de las «Mémoires» que permitiera «juzgar fundadamente la producción literaria de Casanova». No fue hasta 1960 cuando la editorial Brockhaus decidió desempolvar el manuscrito original para publicarlo por fin de forma fiel y completa, en colaboración con la francesa Plon. La edición de Brockhaus-Plon se había traducido al inglés, alemán, italiano y polaco, pero no al español. Atalanta brinda al lector la oportunidad de gozar por primera vez en español de la auténtica versión de este gran clásico de la literatura universal, traducido y anotado por Mauro Armiño y prologado por Félix de Azúa, con cronología, bibliografía e índice onomástico. «Era un hombre de mucho “esprit”, carácter y conocimientos; en sus memorias se confiesa como un aventurero, hijo de padre desconocido y de una mala actriz de Venecia […]. Haré todo lo que pueda para recordar sus memorias, cuyo cinismo, entre otras cosas, es su mayor mérito, pero esto será lo que impida que vean la luz. Tienen dramatismo, agilidad, comicidad, filosofía, novedades sublimes e inimitables.» «Fragment sur Casanova», Príncipe de Ligne
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