NAIYER MASUD AROMA DE ALCANFOR
ATA L A N TA
Naiyer Masud ha vivido siempre en Lucknow (Utta Pradesh), en una casa construida por su padre, que le puso por nombre «Adabistan» (Casa de la Literatura). Ahora, Masud es admirado en su país gracias a sus libros de relatos, que ha ido escribiendo lentamente a lo largo de su vida. Alejada del exotismo y el realismo mágico que han infectado parte de la literatura india de las últimas décadas, su escritura significa lo contrario de una manufactura lista para ser exportada: el sutil clima fantástico de sus relatos se apoya en una gran destreza psicológica que se desprende de su mordaz y profunda humanidad. Masud crea un amplio abanico de personajes que se mueven en un mundo exuberante, lejano, en el que la línea que separa la realidad del sueño se vuelve casi imperceptible. Un perfumista es adicto al aroma de alcanfor porque puede evocar sus melancólicos recuerdos de niñez asociados a su amor por una niña enferma que ha marcado su vida. Tras escapar de una relación con su tía, un joven se hace inspector urbanístico y descubre su extraño don para percibir en las casas aquellas zonas oscuras cargadas de miedo y deseo. Un niño es llevado por su padre a vivir con un cómico ambulante en un pueblo junto a un lago, regido por la viuda de un bandido, madre de una hija fascinante que siempre ha vivido en una barca sin tocar tierra firme y cree poder andar sobre el agua. Un hombre lo arriesga todo al robar un pájaro cantor del jardín de un sultán de «Las mil y una noches». Absorbentes, cautivadores, los relatos de Masud son la obra madura y cumplida de un artista verdadero.
TRADUCCIÓN : ROCÍO MORIONES ALONSO
ARS BREVIS
ATA L A N TA
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NAIYER MASUD AROMA DE ALCANFOR
TRADUCCIÓN DEL URDU Y NOTAS ROCÍO MORIONES ALONSO
ATA L A N TA 2010
En cubierta y contracubierta: Lucknow, 2009. Fotos de Rocío Moriones Alonso Dirección y diseño: Jacobo Siruela.
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Todos los derechos reservados. Título original: Itr-e-kafur © Naiyer Masud, 1999 © De la traducción y entrevista: Rocío Moriones Alonso © EDICIONES ATALANTA, S. L.
Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-937247-6-4 Depósito Legal: B-39.688-2009
ÍNDICE
Aroma de alcanfor 11 Interregno 55 Lo oculto 77 Shisha Ghat 107 El velatorio de la señora 131 Los vestigios de la familia Ray 151 La mina del Jardín de los Pavos Reales 171 Entrevista a Naiyer Masud 223 Nota de la traductora 235
Aroma de a lcanfor y otros cuentos
AROMA DE ALCANFOR Pues sobre sus alas había una mezcla oscura, y al batirlas, se desprendía una esencia tan intensa como para destruir a un alma que la conocía bien. Edgar Allan Poe Gar nau-bahar ayad-o-pursad ze dostan Gu ay saba keh an hame gulha gayah shudand. (Si viene la primavera y pregunta por sus amigas, dile, brisa del este, que todas las flores se tornaron en broza.) Amir Khusro
Nunca aprendí el complejo y sutil arte de la elaboración de perfumes practicado desde la antigüedad y ahora casi desaparecido, o quizás ya extinto; desconozco también los nuevos métodos de preparación de fragancias artificiales. Por eso, nadie comprende las esencias que yo preparo, ni nadie hasta ahora ha sido capaz de imitarlas. La gente cree que conozco ciertas fórmulas secretas que guardo con celo en mi interior y que están destinadas a morir conmigo, de modo que en ocasiones insisten en que las preserve para la posteridad. Como respuesta, permanezco en silencio. Mis perfumes no tienen nada de especial, salvo el hecho de que elaboro fragancias comunes sobre una base de extracto de alcanfor. De hecho, cada perfume que fabrico es en realidad un extracto de alcanfor oculto bajo un aroma familiar. He experimentado con muchas fragancias. Hubo un momento en el que llegué a acumular tal cantidad de sustancias aromáticas que el mero hecho de acercarse a ellas provocaba mareos. La fragancia de cada sustancia se difundía y se evaporaba por sí sola. Al final, llegaba un momento en el que permanecía la 11
materia, pero su aroma se había desvanecido en el aire, y para identificarla, tenía que verla o tocarla. Sin embargo, el alcanfor es muy diferente porque se evapora a la vez que su aroma: una vez que su fragancia se ha disipado es imposible que su sustancia permanezca, aunque sí es posible que se evapore el alcanfor y que permanezca el aroma. No obstante, en mi perfume no se aprecia el aroma del alcanfor ni de ninguna otra fragancia. Consiste en una mezcla incolora contenida en un frasco de porcelana de base cuadrada. Al quitar el tapón redondo, de la estrecha abertura del frasco no surge ningún tipo de fragancia. Cuando se intenta olerlo se siente una desolación vacía, y al siguiente intento, al inhalar más profundamente, se descubre algo en esa desolación. Al menos, eso es lo que yo siento. No puedo decir qué es lo que los demás sienten ya que, aparte de mí, no hay nadie que haya inhalado nunca el extracto en su forma más pura. Es cierto que cuando preparo un perfume con esta base, aquellos que lo inhalan creen que bajo su aroma subyace algo más. Obviamente, no son capaces de reconocer qué es, ya que mi perfume de alcanfor carece de fragancia. Al igual que el alcanfor, su perfume también se evapora y se extingue con su aroma, o incluso antes. Mi logro, si es que se puede denominar así, consiste simplemente en hacer que el alcanfor no desaparezca con su fragancia. Cuando transformo el alcanfor en una disolución, su aroma se intensifica. Después conservo la disolución, pero eso hace que su aroma se desvanezca. En ocasiones, el aroma se disipa por completo, haciendo que la disolución no se distinga lo más mínimo del agua pura, y me veo obligado a tirarla toda. Esto únicamente ocurre cuando me distraigo durante el proceso y mis manos vacilan. Normalmente, no me distraigo con facilidad. Una vez que me hallo concentrado en la preparación del perfume, no oigo ni los ruidos intensos, ni las voces cercanas. En cambio, me puede distraer el suave piar de un pájaro lejano o cualquier otro sonido igualmente 12
tenue y desconocido. Cuando eso ocurre, mi mano se detiene, y cuando intento volver a mi tarea, descubro que el punto inferior de la fragancia ha comenzado a emanar de la disolución y se eleva serpenteando hacia el techo como el cabo de una cuerda, sin que sea posible hacer que regrese. Yo no me lamento porque se haya desperdiciado mi trabajo, y vuelvo a mi tarea resuelto a no distraerme nuevamente. Al poco tiempo, observo cómo pugna por ascender el aroma de la nueva disolución. Remuevo la mezcla lentamente hasta que comienza a formarse un pequeño remolino. La fragancia gira en este remolino, para después alzarse como un leve tornado. Yo dejo que ascienda. Su extremo superior se eleva sinuosamente hacia el techo, pero en el instante en que su extremo inferior está a punto de salir, me apresuro a remover la mezcla en sentido contrario haciendo que el diminuto remolino cambie también de sentido, y que el lánguido tornado de perfume comience a descender. Nunca soy capaz de controlar el tiempo, pero creo que este proceso dura un lapso bastante largo, durante el cual no ceso nunca de mover la mano, removiendo la disolución en una dirección y después en la dirección opuesta, una y otra vez. Al final, la fragancia ascendente y descendente se debilita y empieza a difuminarse. En ese momento nada me debe distraer. La fragancia continúa elevándose y descendiendo cada vez con más debilidad hasta que llega un momento en que desaparece. A continuación, vierto esa disolución incolora en el frasco de base cuadrada y cierro el tapón mientras dirijo mi atención deliberadamente a otra cosa, pero parece como si mi mano se moviera hacia el frasco por su propia voluntad. En ese momento, inhalar el aroma de alcanfor sólo provoca una sensación de desolación, y posteriormente, la revelación de algo en esa desolación, pero sea lo que sea lo que se revele en ella, es algo que existía ya antes de la concepción del extracto. Es más, la preparación del extracto depende de su existencia. 13
Nunca he tenido gran habilidad para reconocer diferentes especies de pájaros. Durante mi infancia únicamente conocía unos cuantos nombres de pájaros comunes, y cada vez que oía el canto de algún pájaro que estuviera posado en la cerca de mi casa o sobre la rama de algún árbol del jardín, preguntaba su nombre a algún familiar, pero después terminaba olvidándolo ese mismo día. No obstante, yo mismo ponía nombres de persona a todos los pájaros de mi jardín. Cuando llamaba a alguno de ellos por el nombre que le había dado, éste se volvía hacia mí. En su momento, aquellos pájaros terminaban muriéndose, y yo los recordaba durante unos cuantos días después de su muerte y luego los olvidaba, y al final, terminaba olvidando también el nombre que les había puesto. Ahora ya he olvidado todos los nombres que puse excepto uno, que no es un nombre de persona ni tampoco de ningún pájaro real. Es el nombre que le puse a un pájaro que estaba representado en un cuadro. Era un cuadro que había hecho una niña de mi familia, y como la niña murió al cabo de unos días, colocaron el cuadro sobre la chimenea del salón, de tal manera que todo aquel que entraba en aquella habitación lo primero que veía era el cuadro, e indefectiblemente, el recién llegado se quedaba mirándolo para, acto seguido, acercarse y observarlo con gran atención. Realmente, era digno de verse. Para hacerlo, la niña pegó sobre una plancha de madera oscura un trozo de corteza de árbol que cortó de modo que semejara una fina y larga rama de árbol, y sobre ella, juntando varios copos de algodón, hizo el cuerpo del pájaro. Para las alas extendidas, además de algodón, utilizó plumas blancas auténticas. Como ojos puso dos cuentas de cristal rojo, e hizo las patas puntiagudas utilizando espinas de un arbusto. Sin embargo, en vez de estar colocado sobre la rama inferior, estaba ligeramente más arriba, por eso no se sabía bien si se estaba posando en la rama o si estaba alzando el vuelo. 14
Quizás ésa fuera la razón de que al contemplarlo durante un rato, uno se quedara desconcertado, pero en mi familia se daba por hecho que representaba a un pájaro alzando el vuelo. Yo lo llamaba «el gorrión de alcanfor». Al contemplar sobre la tabla de madera oscura aquellos copos de algodón impolutos y aquellas alas de blancura inmaculada sentía una especie de frialdad. Era la misma frialdad que sentía al ver el alcanfor que habitualmente había en mi casa, ya que en mi casa preparaban un bálsamo de alcanfor que se distribuía gratis y al que denominaban «el bálsamo frío». Un día, una de las criadas estaba moliendo el alcanfor sobre una piedra de moler, y yo me senté a su lado. Ella se levantó un momento para hacer algo, y yo aproveché para hacer un montoncito con el polvo que había disperso sobre la piedra. Después, lo empecé a aplastar con la mano y a extenderlo por todas partes. Entre tanto, volvió la criada, y llamando a alguien le dijo en tono de queja: –¡Mire, lo ha estropeado todo! Yo me sacudí las manos y me levanté. Al contemplar el polvo blanco extendido sobre la piedra recordé las alas desplegadas del pájaro del salón y la frialdad que éste me producía. Por eso, desde aquel día lo empecé a llamar «el gorrión de alcanfor», y todos en mi casa también lo empezaron a llamar así, ya que nadie conocía su verdadero nombre. Es más, quizás ese tipo de pájaro no existiera y la niña que lo hizo se lo inventara, aunque guardaba cierto parecido con algunos pájaros entre los cuales se encontraban algunas aves de presa. Yo no tenía la menor idea de esto, pero lo supe un día que vi en el salón a unos invitados que acababan de volver de caza. Estaban de pie frente al cuadro, hablando de él, y señalaban las diferentes partes del gorrión de alcanfor comparándolo con distintos tipos de pájaros. Yo no entendía la mayor parte de lo que decían, pero al cabo de un rato el gorrión de alcanfor me empezó a parecer algo tremendamente complejo, y una vez que los invitados se hu15
bieron ido, me quedé de pie durante un rato contemplándolo desconcertado frente a la chimenea. En principio, su factura no parecía presentar la menor complicación. Observé con atención cada una de sus partes, y al final me convencí de que la niña no había tardado mucho tiempo en hacerlo y le había resultado muy fácil, y de que yo también lo podría hacer sin ninguna dificultad. Me sorprendió no haberlo intentado hasta entonces, y a partir de ese momento comencé a reunir todo aquello que me hacía falta para hacerlo. Al cabo de unos días me coloqué frente al pájaro de alcanfor con una tabla de madera e intenté reproducirlo sin éxito alguno, y llegó un momento en que el salón, que siempre estaba limpio y ordenado por si venía algún invitado, se empezó a llenar de restos de algodón y de plumas blancas estropeadas, y tras llamarme la atención dos o tres veces, terminaron por prohibirme terminantemente que trabajara en el salón. Empecé a trabajar en mi pequeña habitación, pero cada dos por tres tenía que levantarme para ir a ver el cuadro, aunque no tenía que andar mucho ya que una de las puertas de mi habitación daba al salón. Me quedaba durante un rato observando con atención el gorrión de alcanfor, y después, volvía rápidamente a mi habitación y comenzaba a pegar los copos de algodón sobre la tabla de madera. A veces pensaba que una parte me había quedado perfecta, pero cuando hacía la siguiente, me parecía que la anterior estaba mal, y por eso también me empezaba a parecer que ésa estaba mal, pero a pesar de todas esas dificultades seguía estando convencido de que era algo muy fácil de hacer y, al cabo de un rato, me ponía frente al cuadro y me preguntaba por qué no conseguía hacerlo. Un día al mediodía estaba en el salón contemplando el cuadro y entró a buscarme un amigo con el que solía jugar. Él también se quedó mirándolo un rato y después me dijo: –Allí hay posado uno igual que éste. –¿Dónde? –En el árbol del pozo –me dijo, señalándome hacia fuera. 16
–¿Has ido allí? –le pregunté. Asintió con la cabeza y me dijo: –Voy ahí todos los días. –¿Y quién vive ahí ahora? –Nadie. Está vacío. Señalando el gorrión de alcanfor le pregunté: –¿Es exactamente igual que éste? –No se puede ver muy bien, por las hojas –dijo–, pero las alas son exactamente iguales. Ven a verlo. –Ya se habrá ido volando. –No, lleva ahí posado toda la mañana. Eso hizo que aumentara mi curiosidad. –Vamos a verlo –le dije, y salimos fuera. Cuando nos acercábamos al extremo occidental del solar, le volví a preguntar: –¿No vive nadie allí? –¡Si ya te lo he dicho! Está vacío. Aquella casa normalmente estaba vacía. Era la única, aparte de la nuestra, que daba a ese solar. La puerta principal de la casa daba a la calle, pero en la parte posterior, situada justo enfrente de la puerta principal de nuestra casa, había un gran jardín con una puerta pequeña que daba al solar. Esa puerta tenía las dos hojas medio sueltas y bastante hundidas en la tierra, pero los niños de mi edad podían pasar entre ellas. Mis amigos y yo solíamos jugar en el solar, y a veces, cuando la casa estaba vacía, nos colábamos en el jardín atravesando aquella pequeña puerta. Aquel día, mi amigo y yo pasamos por ella uno detrás del otro y entramos en el jardín. En vez de apresurarme a llegar al árbol, me detuve en la puerta y contemplé todo el jardín. Había tal cantidad de zarzas que parecía una selva, y por todas partes había desperdigados montones de basura de diversos tamaños que eran los restos que quedaban de las sucesivas personas que habían habitado aquella casa temporalmente. Eché un vistazo a todo y le pregunté a mi amigo: –¿Dónde está? 17
Él me hizo una señal para que me callara, y caminamos sigilosamente hacia la izquierda hasta llegar cerca del pozo. Estaba tan cubierto de tierra, basura y ramas de árbol que sólo quedaban sin cubrir las dos o tres filas superiores de ladrillos hexagonales que conformaban su boca redonda. El árbol estaba situado entre el muro izquierdo del jardín y el pozo, y como el muro le impedía crecer hacia la izquierda, estaba bastante inclinado sobre el pozo. Nunca nos subíamos a él, pues, aunque a simple vista las ramas más gruesas parecían resistentes, en realidad, no podían soportar demasiado peso. Sus grandes hojas redondeadas estaban cubiertas de una especie de pelusa compuesta fundamentalmente de un polvo cuyo roce producía picor. En ese momento no soplaba la más mínima brisa, por lo que el árbol estaba tan inmóvil que parecía como si estuviera muerto. Cuando soplaba el viento, todo el árbol se movía al unísono en la misma dirección, y ese movimiento le daba un aspecto aún más mortecino. Cuando el viento soplaba muy fuerte, crujía, y siempre se rompían una o dos ramas y se caían al suelo. Mi amigo se colocó bajo el árbol, alzó la vista y comenzó a observar las ramas con atención. Yo también me acerqué a él silenciosamente. Apoyé la espalda en el tronco y miré hacia arriba. Tenía las hojas secas y estaban a punto de caerse. Entre el entramado de hojas había algunos claros a través de los cuales se podía vislumbrar el cielo blanco. En varias ocasiones confundí aquellos claros con la forma de un pájaro. Finalmente, mi amigo me dio un codazo y me señaló hacia arriba. En un principio confundí el cuerpo del pájaro medio oculto por tres o cuatro hojas grandes con un trozo de cielo, pero después, al lado de esa forma blanca, pude distinguir la forma de unas alas. El pájaro no estaba a demasiada altura, y tenía la cabeza oculta por el follaje. Le dije a mi amigo por señas que iba a subir al árbol. Él me hizo un gesto para que me detuviera, pero yo ya tenía un pie puesto en el tronco. 18
Anteriormente, sólo había subido a aquel árbol en una ocasión en que hice una apuesta con mis amigos, pero en cuanto trepé un poco, volví a bajar, ya que ellos, al ver que yo había ganado la apuesta, estaban a punto de escaparse. Sin embargo, fue suficiente para que me diera cuenta de que si no se cargaba demasiado el peso del cuerpo en el árbol se podía llegar hasta arriba. Con esta idea en mente, me apoyé en las ramas más gruesas y comencé a trepar. Finalmente, llegué a una altura en la que podía alcanzar el pájaro con la mano derecha. Rodeé con el brazo izquierdo una rama, y apoyando con fuerza los pies en la rama inferior, incliné todo el cuerpo hacia donde estaba el pájaro. Sólo se le veía un ala, pero yo quería cogerle las dos a la vez para que no pudiera salir volando. Para intentarlo, adelanté un poco un pie en la rama inferior y ésta crujió ligeramente. Mi amigo me llamó desde abajo y me dijo algo. Con un impulso levanté los dos pies de la rama y me sujeté con más fuerza a la rama de arriba con la mano. Tenía la otra mano un poco más arriba del pájaro. La rama inferior volvió a crujir y todo el árbol se agitó. Mi amigo volvió a llamarme y a decirme algo, pero para entonces yo ya tenía el pájaro en la mano. Me fijé en cuál era la rama que crujía y para bajar fui apoyando los pies en otras ramas, aunque al poner el pie notaba que no eran muy resistentes. Tenía extendida la mano en la que llevaba el pájaro y me parecía sentir un ligero cosquilleo. Bajé deslizándome por el tronco con una sola mano y cuando llegué al suelo me costó un poco mantener el equilibrio. Justo cuando mi amigo estaba rodeando el pozo para acercarse a mí, se oyó el fuerte crujido de una rama grande y ésta cayó sobre la boca del pozo alcanzando ligeramente a mi amigo. Yo tiré de él para soltarlo y nos quedamos de pie a cierta distancia del pozo. –¿Lo has cogido? –dijo mi amigo sacudiéndose la ropa. Yo me miré la mano. Estaba llena de hormiguitas rojas que se movían de un lado a otro, y el pájaro, que debía estar muerto desde hacía varios días, estaba hueco por dentro. 19
Tenía trozos de hojas enganchados entre las uñas de las patas, tenía el cuello caído sobre el pecho, y sus ojos ya habían desaparecido. Lamenté que mi esfuerzo hubiera sido inútil. Lancé el pájaro hacia donde estaba mi amigo, y empecé a soplar para quitarme las hormigas que me recorrían la mano. En ese momento oí que mi amigo daba un grito ahogado. El pájaro estaba en el suelo y mi amigo tenía un pie sobre él. Justo entonces recordé que a él le daban miedo las cosas muertas y que cuando se asustaba se quedaba paralizado. Me adelanté un poco y tiré suavemente de él hacia mí. Se quedó paralizado unos instantes, pero de repente reaccionó y se quedó mirándome desconcertado. A continuación, bajó la mirada hacia sus pies y se echó hacia atrás. Yo me acerqué a él, pero en ese momento, se giró, echó a correr, y salió por la puerta trasera. Yo fui detrás de él, pero al llegar a la puerta me di cuenta de que no había observado el pájaro con atención, de modo que volví. Al llegar al lugar donde estaba, me agaché. Se había quedado aplastado por la presión del pie de mi amigo, y si debajo de él, en vez de tierra blanda, hubiera habido una tabla de madera, me habría parecido como una copia desmañada del gorrión de alcanfor del salón.
Después de aquel suceso dejé de interesarme por el gorrión de alcanfor y empecé a construir otro tipo de cosas. Ya desde muy pequeño, acostumbraba a recoger cosas sueltas y a juntarlas, y después les preguntaba a los demás qué era lo que había hecho. Mis familiares me respondían lo primero que se les ocurría, y yo me convencía, no sólo de que era justo eso lo que yo había hecho, sino de que era lo que quería hacer desde un principio. Sobre la chimenea del salón colocaba algunas muestras de mis obras, y no me parecían de menor calidad que el gorrión de alcanfor. Me negaba a considerar juguetes las cosas que hacía, hasta el punto de que en una ocasión en que junté dos o tres trozos de made20
ra y me dijeron que había construido un coche muy bonito, estuve varios días empeñado en que mi familia fuera a dar una vuelta en ese coche. Sin embargo, al cabo de unos días siempre terminaba olvidando las cosas que había construido, y al final las retiraban de encima de la chimenea. Poco a poco reuní unas cuantas herramientas viejas y medio rotas, y una gran variedad de cosas con las cuales construí distintos objetos. A pesar de que, en realidad, el parecido de esas cosas era bastante superficial, se podían reconocer. En mi pequeña habitación, debajo de mi cama, había todo tipo de herramientas, trozos de madera, retales de telas de colores, planchas de hojalata, alambres, y hasta huesos de frutas, e incluso en la oscuridad era capaz de meter la mano debajo de la cama y encontrar en ese montón aquello que necesitaba. Con la emoción de reproducir el gorrión de alcanfor me había olvidado de todo ese material, pero ahora me interesé por él mucho más que antes. En mi cuarto se oían a todas horas golpes y martillazos que perturbaban la tranquilidad de los demás, pero nunca me pusieron impedimento alguno ya que yo era el niño mimado de la casa. Sin embargo, como yo era muy descuidado a veces me hacía heridas, y dejaba de trabajar durante uno o dos días. Cuando me empecé a hacer heridas con frecuencia, dejé en mi habitación un frasco grande de bálsamo de alcanfor, a pesar de que ese bálsamo sólo se usaba para cortes más serios y heridas pertinaces. Mis heridas eran superficiales y momentáneas y se podían curar con cualquier crema del mercado, pero, como ya he mencionado antes, yo era el niño mimado de la casa. Sin que yo lo dijera, ponían mis cosas como decoración sobre la chimenea y se las enseñaban a los invitados. A veces, cuando no se me ocurría qué hacer, subía a la azotea, desde donde podía ver con claridad el tejado de la casa situada al otro lado del solar y el muro del jardín trasero. En ocasiones, la brisa cálida parecía envolverme en una oleada de aromas conocidos y desconocidos que hacían que surgiera en mi mente una imagen borrosa que, al cabo de unos instantes, 21
volvía a desaparecer. De repente, mientras contemplaba estas imágenes que aparecían y se desvanecían, decidía construir algo, así que me apresuraba a bajar y me encerraba en mi habitación. Un día me encontraba en la azotea contemplando las nubes que después de la larga estación de sol intenso y vientos abrasadores se acumulaban en el cielo desde por la mañana. En ese momento se encontraba conmigo aquel amigo que se había asustado al ver el pájaro muerto. A los dos nos encantaba empaparnos con las primeras lluvias y, al ver los primeros indicios de tormenta, él vino a buscarme y subimos a la azotea. Estábamos jugando a reconocer las formas que creaban las nubes de distintos tamaños. En algunas partes se veía brillar el azul del cielo entre las nubes, pero poco a poco, se fueron juntando hasta formar un plomizo manto uniforme. Yo estaba esperando a que empezara a soplar el viento y a llover, y en esa espera me olvidé por completo de mi amigo. Al cabo de un rato empezaron a levantarse ligeras ráfagas de viento. Con alguna de esas ráfagas sentí una especie de aroma frío como el hielo, pero no era un aroma que percibiera con la nariz sino con los ojos, y tras elevarse ante mí como el cabo de una cuerda blanca, desapareció. En ese momento oí la voz de mi amigo que decía: –Es igual que el otro. Estaba mirando hacia arriba. Yo también alcé la vista. Sobre nosotros había un pájaro revoloteando en torno a un mismo punto, y con él se movía una cuerda blanca. «¿Y esa cuerda?», me pregunté a mí mismo. –La habrá cogido por ahí para construir su nido –dijo mi amigo. El pájaro descendió un poco y después se elevó dando vueltas. –No –dije yo–, lleva la cuerda atada debajo. –Entonces debe ser que se ha escapado de algún lado –dijo mi amigo–. No sé de quién será. A continuación seguimos observándolo en silencio. Por 22
la forma en que volaba se notaba que estaba cansado. Siguió volando alrededor de la azotea aleteando cansinamente. Era como si estuviera buscando un lugar en el que posarse. Al final se posó en la torreta que había a nuestra izquierda. Parecía estar contemplando algo en la lejanía y era evidente que no había notado nuestra presencia. Yo le hice una señal a mi amigo para que permaneciera en silencio, y me dirigí a la torreta muy despacio. Cuando estuve cerca de ella, me detuve. En ese momento no veía al pájaro pero tenía la cuerda colgando delante de mí y la podía coger con la mano. Me di la vuelta y le volví a hacer a mi amigo una señal para que estuviera en silencio, pero en ese momento oí un aleteo, y cuando me giré hacia la torreta el extremo de la cuerda se había elevado y ya no lo podía alcanzar con la mano. Regresé donde estaba mi amigo. En ese momento el pájaro estaba volando rápidamente hacia la otra casa, pero en vez de hacerlo en línea recta, se iba moviendo de un lado a otro como una persona que caminara haciendo eses, y tras de sí ondeaba la cuerda blanca como una serpiente. –¿A que es igual que el otro? –dijo mi amigo. Yo seguí mirando al pájaro sin responder. Había cruzado el muro del jardín de la casa de enfrente y no hacía más que dar vueltas sobre un mismo lugar y a cada vuelta descendía un poco más. Al final, desapareció de nuestra vista tras el muro, pero al cabo de un rato volvió a aparecer en ese mismo lugar. Batió las alas con fuerza y luego descendió. A continuación volvió a aparecer allí mismo, y se quedó aleteando suspendido en un mismo lugar durante un rato, y al final, descendió lentamente y desapareció. Nosotros nos quedamos esperando a que volviera a salir, pero no lo hizo. –¿Qué estará haciendo ahí? –dijo mi amigo sin dejar de mirar al otro lado del muro. Oí el sordo tronar de las nubes, y la luz de los relámpagos iluminó fugazmente el cielo plomizo en varios lugares para luego volver a desaparecer. Justo en el mismo instante en que yo también caí en la cuenta dijo mi amigo: 23
–Allí es donde está el árbol del pozo. Nos miramos el uno al otro y permanecimos en silencio. En lo alto el sonido de los truenos cambió de lugar, luego descendió hasta tocar la tierra y volvió a ascender lentamente hasta desvanecerse en el cielo. Cogí a mi amigo de la mano. –Vamos –le dije–. Lo liberaremos. –No –me contestó, intentando soltarse. –Vamos –le volví a decir. –No –me dijo–, no vamos a ir allí. –¡Que ése no está muerto! –le dije–. Aunque si llueve… Entonces, se le empezó a enfriar la mano y se quedó mirándome medio paralizado. –Bueno, olvídalo –le dije. Lo dejé allí y bajé yo solo.
En aquel momento hacía calor y las grandes hojas del árbol se mecían suavemente, pero bajo la pelusa polvorienta de su superficie comenzaba a brillar el verde. Rodeé el pozo y me quedé justo debajo del árbol. Aunque no veía nada moverse ni oía ningún sonido, estaba seguro de que el pájaro estaba oculto en alguna parte entre las hojas de la copa del árbol, por eso lo estuve buscando durante un rato. Finalmente, empecé a pensar que se habría ido volando antes de que yo llegara, pero justo cuando me disponía a marcharme, oí un leve sonido que provenía de las hojas y que no era capaz de identificar. A pesar de ello, decidí inmediatamente que era el sonido que producían sus alas al rozar las hojas. Me detuve y comencé a mirar hacia arriba. Aquel sonido parecía provenir de todo el árbol. Entonces me di cuenta de que había comenzado a llover de forma silenciosa. Después de esperar un rato más salí a una zona descubierta. Cuando ya estaba a cierta distancia, me volví y miré hacia el árbol. Su aspecto estaba cambiando poco a poco. Las gotas de 24
lluvia iban trazando rayas verdes sobre las hojas polvorientas, para después, ya turbias, caer al suelo, mientras las hojas mustias comenzaban a enderezarse poco a poco, lozanas. De repente, la lluvia se intensificó, y yo me giré hacia la puerta trasera. Comencé a sentir un suave olor a tierra, y al mismo tiempo, oí el sonido de un fuerte batir de alas. Me giré de nuevo y dirigí la mirada hacia el árbol. El pájaro estaba a muy poca altura de él, suspendido, batiendo las alas a toda velocidad, y los goterones de lluvia, al chocar con sus alas, se dispersaban de tal modo que el pájaro parecía estar completamente envuelto en una nube blanca. La lluvia incesante que caía sobre aquella nube trémula iba descendiendo desde el cielo hasta la tierra a través de hilos blancos. El jardín estaba completamente anegado. Había desaparecido aquella fragancia conocida que había surgido con las salpicaduras de las primeras gotas de lluvia sobre la tierra seca, y ahora comenzaban a emanar los aromas enterrados en las entrañas de la tierra. A medida que caminaba, surgían las fragancias de la tierra y se quedaban flotando durante un instante en un lugar para después volver a desplomarse, sacudidas por una ráfaga de lluvia. Sin embargo, yo no les presté demasiada atención ya que estaba contemplando el árbol sobre el cual había desaparecido aquella nube trémula y el sonido del batir de alas que de ella provenía. Al mojarse, las hojas del árbol habían cobrado un color verde oscuro y el tronco se había vuelto negro. La lluvia se tornó aún más intensa haciendo que todo el árbol cobrara un aspecto brumoso. Entonces me di cuenta de que tenía toda la ropa empapada y de que yo también me estaba mojando. Justo cuando estaba corriendo hacia la puerta trasera, el viento se hizo aún más fuerte. Como estaba tiritando de frío, me empezó a parecer que la puerta estaba muy lejos, así que di la vuelta y corrí en dirección opuesta, refugiándome en el largo y estrecho porche que había pegado a la casa, cubierto con un tejado de metal. El agua caía por el tejadillo for25
mando una cortina ante mí, a través de la cual el diluvio que contemplaba en el jardín se asemejaba a unas grandes sábanas de humo blanco que el viento meciera, hinchándolas, plegándolas, y zarandeándolas en todas las direcciones. El viento también llegaba hasta debajo del tejadillo, y hacía vibrar sus planchas de metal. El frío me había calado hasta los huesos, de modo que miré en todas las direcciones en busca de un lugar en el que refugiarme de la lluvia torrencial. Detrás de mí había tres puertas arqueadas por arriba, sobre las cuales había cristales azules. Yo ya había visto esa casa en varias ocasiones y sabía que detrás de esas puertas había un salón con tres chimeneas. Recordé que, cuando era muy pequeño, a veces entraba en esa habitación con mi familia y después de insistir mucho, alguno de mis familiares me cogía en brazos para que me pudiera asomar por el cristal de la puerta central, ya que me encantaba ver todo el jardín de color azul. Después me acordé de la última familia que habitó aquella casa. Eran unas seis o siete personas que pasaban la mayor parte del tiempo sentadas, separadas, cabizbajas y en silencio. A veces, las mujeres se levantaban para hacer alguna tarea de la casa, para volver al cabo de un rato y sentarse nuevamente en su sitio, en silencio y cabizbajas. Cuando los hombres regresaban del trabajo, se dirigían silenciosamente a alguna de las habitaciones, y después de cambiarse de ropa, salían y se sentaban cabizbajos. A veces una de las niñas le preguntaba algo a la otra, aquella le respondía, y después las dos, cabizbajas, se volvían a sumir en el silencio. Todas aquellas personas parecían hallarse envueltas en una especie de nebulosa. En esa época tuve que ir a aquella casa varias veces. Siempre volvía cansado y enfadado, y al llegar a mi casa me ponía a imitar el modo en que se sentaba esa gente, y le decía a mi familia que no me volvieran a mandar otra vez allí. Ellos se reían, pero al cabo de dos o tres días me volvían a enviar para cualquier recado. Un día sacaron todas sus pertenencias de la casa y se marcharon sin avisar. Desde entonces, seguía vacía. 26
«Masud escribe sobre un Lucknow y una India de los cuales nada sabíamos antes de que se plasmasen en su obra. Es un apasionado y sereno realista de lo extraño; su prosa precisa, meticulosa, describe los borrosos estados de la mente en que se basan y se fundan nuestras vidas. Probablemente sea la voz más extraordinaria que ha emergido de la literatura india en esta década.» Amit Chaudhuri «La maravillosa delicadeza de “Aroma de alcanfor” emana de la habilidad que tiene este escritor para dar forma y voz a los raros detalles de otra cultura, y de su elegante prosa (...) cada uno de estos siete relatos, plenos de maestría, están iluminados por una ironía tan fina como compasiva.» Sara Suleri Goodyear. Univ. de Yale «“Aroma de alcanfor” es una peculiar reunión de criptogramas líricos para aquellos que gustan de las perturbaciones que se demoran.» Bill Marx. «Boston Globe»
Naiyer Masud (1936) es catedrático de lengua persa en la Universidad de Lucknow y traductor de Kafka y de literatura persa al urdu. Además de ensayos literarios y algunos cuentos infantiles, ha escrito tres volúmenes de relatos que han recibido importantes premios de la India. Sin embargo, su verdadera pasión, según confiesa él mismo, es la lectura. Kafka, Poe y Borges son sus autores predilectos.
Ars brevis
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