Música, derecho y epidemia: dietario de un ritornello que no cesa

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Música, derecho y epidemia: dietario de un ritornello que no cesa


CONSEJO EDITORIAL M iguel Á ngel Collado Yurrita Joan Egea F ernández José Ignacio García Ninet Luis P rieto Sanchís F rancisco R amos M éndez Sixto Sánchez L orenzo Jesús -M aría Silva Sánchez Joan M anuel T rayter Jiménez Isabel F ernández Torres Belén Noguera

de la

Muela

R icardo Robles P lanas Juan José T rigás Rodríguez Director de publicaciones


Música,

derecho y epidemia: dietario de un ritornello que no cesa María Jesús Montoro Chiner Catedrática de Derecho Administrativo de la Universitat de Barcelona

Juan Manuel Alegre Ávila Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Catabria

Prólogo de Francisco Sosa Wagner Catedrático de Derecho Administrativo


Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en los arts. 270, 271 y 272 del Código Penal vigente, podrá ser castigado con pena de multa y privación de libertad quien reprodujere, plagiare, distribuyere o comunicare públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte, sin la autorización de los titulares de los correspondientes derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios.

Partitura de la cubierta: Michael A. Kruge, Dialogue for string sextet (as arranged for piano duo) © 2022 María Jesús Montoro Chiner y Juan Manuel Alegre Ávila © 2022 Atelier Santa Dorotea 8, 08004 Barcelona e-mail: atelier@atelierlibros.es www.atelierlibrosjuridicos.com Tel. 93 295 45 60

I.S.B.N.: 978-84-18244-93-3 Depósito legal: B 2383-2022 Diseño y composición: A ddenda, Pau Claris 92, 08010 Barcelona www.addenda.es Impresión: Winihard Gràfics, Avda. del Prat 7, 08180 Moià


Sumario

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Francisco Sosa Wagner

Pretexto Música,

vírico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

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Prólogo

Mis amigos y compañeros de oficio María Jesús Montoro y Juan Manuel Alegre me piden un prólogo para este hermoso libro en el que, de nuevo, maridan la música con el derecho por medio de un diálogo fecundo y lleno de evocaciones artísticas y precisiones técnicas. Imagino que el hecho de distinguirme con esta solicitud deriva de que, hace ya bastantes años, publiqué «Los juristas, las óperas y otras soserías» (Civitas, colección Marginalia, 1997) donde hacía una atrevida incursión en este mundo en el que ellos se están significando ahora como curtidos maestros. En aquella ocasión me permitía señalar las diferencias entre ambos espacios. El Derecho —escribía— es lo sólido, lo firme, representa la consistencia, cierta grave espesura; la música es, por el contrario, leve, frágil, delicada, se escribe con signos que son como dibujos juguetones mientras que el derecho se escribe en papel de instancia y se le sepulta en artículos, catafalcos donde se entierra a la justicia. En la música nos encontramos la nota breve, la redonda, la blanca, la negra, la corchea, la semicorchea, la fusa, la semifusa, todos nombres quiméricos que esconden sonidos inesperados bajo su engañosa apariencia de palos de jugar al golf y todo al cabo se traduce en balsámica armonía, en exaltación de los sentimientos, en un deslumbrador castillo de fuegos que no por artificiales calientan menos.


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El derecho es lo útil, aquello que resulta imprescindible para que los humanos no nos comamos los unos a los otros, que es en rigor nuestra natural inclinación, sin el derecho el edificio social se vendría abajo, demolido por las termitas de nuestro incurable egoísmo, de la insensibilidad y de la falta de solidaridad, estigmas de la condición humana. Juan Manuel Alegre lo explica bien en sus frecuentes comentarios a la jurisprudencia de los tribunales. La música es, por el contrario, superflua, innecesaria, pero es esto lo que la hace paradójicamente indispensable y la amplia cultura de María Jesús Montoro lo pone bien de manifiesto. La música es inútil pero solo en la inutilidad anida la belleza. Y es que si la música es un excedente, un excedente de la capacidad de creación y de la inteligencia humana, es al mismo tiempo un excipiente que es esa sustancia que se mezcla a los medicamentos para darles forma, sabor u otras cualidades que faciliten su uso. Pues bien, en tal sentido digo que la música es un excipiente porque es la sustancia mágica, la pócima de cuento, el brebaje mirífico que nos permite tragarnos el medicamento de la vida. La música pues como excedente y la música también como excipiente. Sólo así se la puede comprender. De otro lado, la música es un gran paisaje, una gran pasión, la vida, en suma, pero transcrita a notas, a claves, a tonos y esto es lo que le quita el dolor y la sangre. La música es lo que queda entre nosotros después de haberle hecho al mundo una saludable sangría. La música es el mundo pasado a limpio. Pero el jurista se encuentra ese mundo sin sangrar y sucio y por ello ha de encauzarlo todo y meterlo en leyes, en reglamentos que es como ir poniendo diques y construyendo presas. Piénsese en el legislador. Éste ha de encerrarlo todo para construir un mundo armónico. El compositor ha de liberarlo todo para crear su propia armonía. También entre el proceso judicial y la sinfonía o el concierto hay una gran distancia. Pues mientras el proceso es el laberinto donde acaba perdiéndose la verdad, en la sinfonía o en el concierto sencillamente no hay verdades porque todo queda remitido a una mentira ingenua, a la blanda excitación de los senti-


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dos, siendo las óperas donde menos verdades encontramos porque todo es enredo imaginario, intriga sin intriga, cabriola fútil, un lujo descansado y apacible. En ellas, aun en las más dramáticas, hay siempre una serenidad fina, reconcentrada, porque todo se disuelve al cabo en un doblar de campanas que suenan tersas, brillantes y absolutorias. Y hay también humor, mucho humor, ironía de la que se expende metida en el celofán del buen gusto. En el espectáculo operístico asoman personajes inflamados de pasiones, tuberculosas con la mirada oscurecida por la hemoptisis, poetas serios o poetas chirles, bufones, locos que pasean su locura como si fuera una bienaventuranza, seres que llevan su existencia quimérica de duendes o de elfos con dignidad y a veces su punto de guasa, moros con voz de hebreos y hebreos con voz de moros, patriotas con erisipela de epopeya, generales dispuestos a comerse el mundo y otros comidos ya por ese mismo mundo, marinos apoteósicos de charreteras, condes que sostienen el Antiguo Régimen persiguiendo los compactos glúteos de las sirvientas, hay amantes, amadas, celosos, cornudos, jardineros, maestros de música, maestros de danza, correveidiles, algún cura y un sinfín de enredadores ... ¿Y los juristas?, ¿somos personas apropiadas para una trama operística? Si repasamos el repertorio habitual advertimos cómo los dos mundos, el de la música —en este caso, el de la ópera— se entrelaza con el derecho —este libro es un testimonio sobresaliente— y así son muchas las obras en las que vemos a los notarios y escribanos u otros funcionarios: en Mozart (en «Cosí...», en «Las Bodas...»), pero también en Bellini, en Donizzetti, en Massenet, en Meyerbeer, en Wagner, en Johann Strauss, en Puccini y tantos otros. Y como las óperas, las zarzuelas. El ejemplo supremo es «La Gran Vía» (de los maestros Chueca y Valverde), representación escénica y musical de un proyecto urbanístico consistente en abrir en Madrid una gran calle para descongestionar el centro de la ciudad. El Ayuntamiento aprobó el proyecto en febrero de 1887, el Consejo de Estado se pronunció en diciembre de 1888 y las obras no comenzaron hasta abril de 1910. La ejecución de


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este ambicioso plan supuso la desaparición de muchas callejuelas, sucias y estrechas, y el derribo de más de trescientas viviendas. Pues bien, es toda esta operación urbanística (entonces no había ley del Suelo y todo ello se llevó a cabo de acuerdo básicamente con la legislación de expropiación forzosa) la que sirve como guión a Felipe Pérez y González para su libreto: chispeante, gayo, guasón, lleno de agudeza. Es «La Gran Vía» el mayor éxito de la música española, su corona de laurel. Aparecen en ella doña Municipalidad, las calles y plazas llamadas a desvanecerse, soliviantadas y nerviosas; el Comadrón que anuncia la inminencia del alumbramiento municipal; el barrio de la Prosperidad vestido de mendigo y el del Pacífico, de camorrista; la puerta del Sol; la Fuente que el Ayuntamiento quiere desplazar porque estorba a los tranvías; de nuevo el Comadrón que anuncia ya el nacimiento de la Gran Vía. Todo ello en medio de números musicales que forman parte del subconsciente musical de cualquier español: el vals del Caballero de Gracia, el tango de la Menegilda, la jota de las ratas, la mazurca de los marineritos, el chotis del Elíseo madrileño («yo soy un baile de criadas y de horteras»)... en fin ¿hay algún español —juristas incluidos, aun los más negados para la música— que no sepa de memoria o no haya tarareado decenas de veces los números más populares de «La Gran Vía»? Esto es el arte pues que el arte nace y logra expresarse con ocasión de cualquier nadería, de cualquier futesa. De una noticia de un periódico nace una novela, de una conversación captada casualmente se forja un poema y un cuadro se escapa del pincel del pintor cuando contempla a su hijo mirando por una ventana. Y es que, a fuer de sencillos, los más elementales acontecimientos esconden, para la pupila del artista de raza, toda la sutileza, toda la belleza o toda la abstracción que él necesita para crear. Así en este caso: ¿hay algo en el mundo más prosaico que un proyecto urbanístico de reforma interior de una población? Pues de él, de ese material tan poco artístico, ha nacido una hermosísima música y una pieza imperecedera. * * *


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María Jesús Montoro y Juan Manuel Alegre son dos fuentes en pleno desparrame acuático porque son decenas de ocurrencias las que se les acumulan y trasladan a esta obra. Me ha alegrado mucho la cita que se hace de la opereta «El Murciélago» de Strauss: «Glücklich ist wer vergißt was doch nicht zu ändern ist» (Es feliz quien se olvida de lo que no se puede cambiar). Y ello porque este texto lo he tenido colgado en el despacho que ocupé en la Facultad mientras estuve en activo como catedrático y hoy lo tengo en mi casa en un sitio prominente. Me han gustado también las referencias a los necios anglicismos que son expresión de la estupidez más compacta que el ser humano puede acumular. Nosotros, los juristas, podríamos emplear decenas de latinajos que proceden del acervo jurídico pero un sentido de la medida y del pudor nos lo impiden. Esa estupidez de nuestros compatriotas, por lo demás pobres y vacilantes en el uso del idioma inglés, es la prueba suprema de su trivialidad mental. Un joven político muy apreciado en la bolsa de los sondeos y encuestas, un influencer, afirma hacer spinning para mantenerse en forma. Lo importante —asegura— es llegar a los electores «con memes y videos virales». Los «zascas» también funcionan bien, así como el envío de emoticonos. «Consigo además en breve tiempo generar miles de likes» ha declarado con el desenfado del memo en un informativo. Eufórico, consciente de la alta misión que la vida ha puesto en sus manos, busca followers al tiempo que confiesa ser un campeón en marketing electoral, atento siempre al bandwagon effect y al flooding demoscópico. Encima, cuenta con un troll para mofarse de quien le pete en las comunidades de Facebook y en un abrir y cerrar de ojos hace trending topic al partido político de sus amores y desvelos. ¡Así ya se puede! ¡qué antiguo queda todo lo pasado! La época en que se rebuscaba luz en los clásicos para entender el presente, qué atraso y sobre todo qué pérdida de tiempo: con lo fácil que es encontrar un trending o un meme. Y pensar que Locke se dedicó a escribir sobre el gobierno civil y Rousseau sobre el contrato social y el pobre Montesquieu sobre la división de los poderes. Pues, ¿qué decir de Marx, de Tocqueville o


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de nuestro Ortega y Gasset? Si hoy volvieran a nacer se les caería la cara de vergüenza por haber pasado la vida, no solo dilapidando energías sino también emborronando cuartillas, con grave deterioro de los inocentes bosques. Y —me muero de risa de pensarlo— la cara de panolis que pondrían cuando se afeara justamente a ese Ortega o a ese Tocqueville no haber valorado nunca el bandwagon effect. ¡Viva el meme, la hiperventilación, el zasca (y su padre, el zascandil), el follower y la madre que lo parió! Y así entre hiperventilaciones, zascas, emoticonos, influencers y memes virales pasamos el tiempo convirtiéndonos poco a poco —pero de forma segura— en imbéciles de envergadura, aptos para ser engullidos por tópicos y propagandas hueras. Dicho de otra forma: en el imbécil que contempla los descalabros a su alrededor considerándolos simples efectos especiales, perdón, special effects, de esos polichinelas de quienes nos quieren hacer complacidos juguetes. * * * ¡Son tantos los asuntos que abordan María Jesús Montoro y Juan Manuel Alegre con pluma afilada! Como no puedo hacer inacabable este levantamiento del telón que supone un prólogo, me referiré a algunos de ellos. Aparece la prostitución porque se ha declarado la guerra a este negocio carnal. Me he acordado de un autor alemán, Frank Wedekind, hoy olvidado pero que fue en vida (murió en 1918), muy celebrado como autor teatral y escritor prolífico e ingenioso. Para que nos hagamos una idea, el personaje de Lulu es conocido por la ópera de Alban Berg, pero Lulu salió de la imaginación de Wedekind, de su obra «Erdgeist» («El espíritu de la tierra») que luego se completa con «La caja de Pandora». Merece la pena detenerse en esa espléndida creación. Lulu es recogida por el editor Schön que la educa y la convierte en su querida aunque la casa con un médico, quien, a su vez, pone a Lulu en contacto con un pintor para que la retrate y a quien Lulu seduce en la sesiones de posado, descubriendo el


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pastel el marido burlado. Lulu se casa con el pintor quien, gracias al editor de periódicos, que sigue siendo su amante, se hace famoso y rico. El editor Schön es malvado y le cuenta al pintor el origen menesteroso de Lulu y entonces se suicida con su navaja de afeitar. La obra continúa con las andanzas de Lulu como bailarina. Se ha casado con Schön pero es a la vez amante de tipos muy variados, incluida una condesa. Schön, desesperado, quiere incitarla al suicidio, pero lo que hace al final es matar ella a su marido, al propio Schön, lo que la lleva a la cárcel después de un proceso penal rocambolesco. Es la condesa quien la libera de la cárcel gracias a favores tiznados de ilegalidades. El final lo escribió Wedekind en Londres adonde acudió fascinado por la historia de Jack el destripador y es a manos de este salvaje como muere Lulu, convertida en una prostituta. Una tragedia donde se combaten todas las convenciones sociales, todos los tabúes de la sociedad guillermina y su moral falsificada. Alban Berg pone a Lulu al servicio de su arte musical y de las exigencias de la trama operística donde no faltan resonancias jurídicas. Pues bien, todo esto viene a cuento porque Wedekind sostuvo en muchas ocasiones que «antes acabarán las guerras que las putas». Hay, en fin, en este libro de María Jesús Montoro y Juan Manuel Alegre referencias a las máscaras y mascarillas ¿cómo olvidar un «Ballo in Maschera»? Pero, también, ¿cómo olvidar las máscaras en el «Don Giovanni» mozartiano, en «Cosi fan tutte» —todo el enredo una mascarada—, en «El Turco en Italia» rossiniano, en «Die Fledermaus» … O las alusiones al «Viaggio a Reims», también salido del estro del «cisne de Pésaro», que me remite al libro reciente de Orlando Figes «Los europeos», donde se recrea la vida de Pauline Viardot-García y donde se conecta la expansión de la ópera en el siglo xix con el nacimiento del ferrocarril, gran servicio público que nos lleva a decisivos capítulos del derecho administrativo que los autores a buen seguro han explicado muchas veces en sus clases.


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* * * No puedo resistir la tentación de hacer una referencia a los toros ya que los autores dedican buen espacio a este espectáculo. Y también porque soy muy aficionado. Entro derechamente al trapo (ya que de toros hablamos): el toreo como arte. A mi juicio, tal afirmación no se sostiene si se la presenta sin los pertinentes matices. Paso a explicarme. A mi juicio, el toreo es un espectáculo de valentía, de gallardía, de color, de alegría festiva, teatral si se quiere, que reproduce el enfrentamiento del hombre con un animal que no tiene muy buena educación, un espectáculo mítico, mitológico, como se le quiera adjetivar. Pues bien, es en ese espectáculo en el que se producen instantes artísticos: con la capa, con la muleta ... Para mí, y quiero subrayar esta afirmación, son aquellos en los que ni el torero ni sus engaños tocan al toro. Por eso desaprobamos los enganchones. No es arte el tercio de varas ni siquiera el de las banderillas por efectistas que puedan ser. Son ambos momentos de exhibición de una habilidad. En los veinte minutos que está el toro en el ruedo, como digo, pueden producirse esos momentos mágicos (instantes artísticos): en una verónica, en un pase de pecho o en el toreo al natural. Cuando esto ocurre, lo que no es frecuente. De manera que si el toro no lo permite o el torero no está inspirado, ni hay arte ni nada. La existencia de esos instantes artísticos es fácil de detectar porque se advierte en nuestra actitud como espectadores: nos podremos distraer en el tercio de varas o en el de banderillas, pero cuando el torero está cuajando un toro, es decir, cuando se están produciendo esos instantes artísticos a los que aludo no hay espectador que pierda ripio. Y de ese no perder ripio y estar ensimismado es de donde sale el olé, de las entretelas incontrolables. Tampoco es arte la suerte de matar. Es una habilidad pasmosa —y de una valentía extraordinaria por supuesto— por-


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que el torero entra a pecho descubierto metiéndose entre los cuernos del toro. Es de nuevo una pericia excepcional pero no es arte. Lo exigirá el espectáculo, el rito ... en esto no entro. Y hablando de la muerte es de ver cómo, cuando el torero monta la espada, el toro está esperando la muerte. Con qué mansedumbre podríamos decir. Porque el torero le ha podido. Y ¿por qué le ha podido? Porque el torero juega con ventaja. Y esa ventaja no está, como cree el antitaurino tontorrón, en que le han picado o le han puesto las banderillas. No, esa no es la ventaja. La ventaja consiste en que el torero conoce al toro porque está familiarizado con el encaste, con sus reacciones etc. Por eso los toreros que mandan eligen las ganaderías pues en ese conocimiento anida la ventaja que le llevan al toro que no tiene tiempo de conocer al torero. Los toreros que no mandan han de conformarse con toros cuyas reacciones son imprevisibles. Por la misma razón, cuando el toro es listo y le valen los veinte minutos para conocer a su enemigo humano, le coge y le cornea. Porque en eso, en el conocimiento previo de las reacciones del toro, radica la ventaja del torero. Claro es que esto no es matemático y porque no lo es se producen las cornadas. ¿Cuándo? Insisto: cuando el toro, al ser listo, le arrebata esa ventaja al torero. En estos términos debe abordarse el carácter artístico de las corridas de toros, realzando los instantes artísticos que en ellas se producen. Cuando se producen. Su intensidad, empero, es de tal calibre que han inspirado obras de especial belleza en la prosa, en la poesía, en la pintura, en la escultura... Por eso es lamentable que algunos políticos chirles, retorciendo el Derecho, las leyes y todo lo divino y humano, intenten expulsar de España el mundo del toreo, tan poblado de encantamientos como de sufrimientos. * * *


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Y una referencia de actualidad: cuando esto escribo, acaba de fallecer Edita Gruberova. Como homenaje a su memoria quedémonos con dos de sus creaciones inolvidables aunque poco o nada tengan que ver con el Derecho o precisamente por ello: su interpretación de «La reina de la Noche» de «La flauta mágica» mozartiana y su «Zerbinetta» de la «Ariadna en Naxos» de Richard Strauss. A esta diva, la eternidad, poblada de sonidos lujosos, la habrá acogido en un escenario apoteósico. * * * Soy consciente de que con estas páginas mías he confeccionado una mezcla o popurrí de desordenados fragmentos, pero es que también el libro que prologo, de imprescindible lectura, es una adorable brasa en la que se oyen chisporrotear con el mismo acierto galano el brillo artístico y la finura jurídica.

Francisco Sosa Wagner


Pretexto

vírico

Uno. El mundo vive bajo la férula coriana/coviana desde, al menos, los comienzos de 2020 [sin duda, el principio de la presente centuria, al modo como el precedente principió con el desencadenamiento de la, entonces, Gran Guerra], bien que el estado de emergencia tuviera su estreno, a mediados de marzo del ¿pasado? año, con la formal declaración de alarma [la primera de las dos de ámbito nacional puestas en acción para conformar el orden jurídico de emergencia con que atender a la emergencia/crisis vírica], y que, con poliédricos y proteicos avatares, se prolonga hasta el día de hoy… y hasta que retorne una cierta normalidad, en ningún caso la normalidad pre-coriana/coviana. Dos. El de las epidemias no es, ciertamente, asunto novedoso en el devenir de la historia. A despecho de su carácter global o mundial [que ha llevado a acuñar el, por otro lado, notoriamente impropio, palabro pandemia… afortunadamente, no todo es epidemia en esta, presente, actual, contingencia], la virulencia coriana/coviana no ha alcanzado [y, confiemos en ello, no es previsible que alcance] los niveles o cotas de letalidad de tantos y tantos episodios epidémicos registrados a lo largo de los siglos [se manejan cifras del siguiente tenor: unos doscientos millones de muertos, hasta finales del siglo catorce, por la peste negra; entre cincuenta y cien millones de fallecidos


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durante la, mal llamada, gripe española del trienio 1918-1920]; la diferencia cualitativa de la reciente respecto de situaciones víricas anteriores es, sin duda, como efecto anudado a la rampante [en la cuarta acepción del término] globalización o mundialización, la voraz propagación del virus actualizado por la ciudad y por el orbe. Una circunstancia u observación que, por supuesto, no ha pasado desapercibida o inadvertida a los numerosos autores y estudiosos que, de un modo u otro, se han ocupado con carácter científico del asunto o que lo han tomado como pretexto literario [permítasenos la cita de tres nombres y sus sendos títulos; José Enrique Ruiz-Domènec, El día después de las grandes epidemias. De la peste bubónica al coronavirus —Taurus, 2020—; Pablo Martín-Aceña Manrique, La guerra eterna. Grandes pandemias de la historia —Galaxia Gutenberg, 2021—; Óscar Tusquets, Vivir no es tan divertido, envejecer, un coñazo —Anagrama, 2021—]. Tres. El cañamazo de la composición que el lector tiene en su manos es el dietario vírico; la melodía, el dueto lamento cantabile/rapsodia fúnebre. Una melodía con la que quienes estos firman retoman la disposición con que fueron concebidos y puestos por obra los libretos Paisajes con fondo musical. Naturaleza y bienes histórico-artísticos. Música y Derecho y «Música callada» para un Derecho Administrativo incierto [junto con el tercero, Derecho y Música con Literatura. «Una imagen tridimensional», ahora «refundidos» en Derecho, Músicas y Literaturas en imagen trigonal —prólogo de Santiago Muñoz Machado, Iustel, Madrid, 2021—]. Un dietario vírico ideado como diorama [«Panorama en el que lienzos transparentes pintados por ambas caras permiten, por efecto de iluminación, ver en un mismo sitio dos cosas distintas», según la primera acepción del DRAE] cuyo resultado final no es tanto fruto de la «iluminación» cuanto de la «música», de esa melodía contrapunteada de dueti y rapsodiae, y a la que prestan aliento, una vez más, el derecho y la literatura. Quienes estos firman confían, en ello ponen sus votos, en que el efecto, en el sentido de «impresión hecha en el ánimo», alumbrado no deje


Pretexto vírico / 21

de provocar en el atento y amable lector una, discreta, aunque firme, iluminación jurídico-musical. Nota bene. De nuevo nuestro agradecimiento a Michael A. Kruge, que ha puesto en el diseño de las portadas su Dialogue for string sextet (as arranged for piano duo). María Jesús Montoro Chiner Juan Manuel Alegre Ávila


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