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Introducción: Juana de Arco

Introducción Juana de Arco

En el firmamento de la historia, Juana de Arco es una gran estrella. Su luz reluce con más fuerza que la de cualquier otra figura de su misma época y zona. Su historia es excepcional y, al mismo tiempo, tiene un alcance universal. Como es bien sabido, se trata de un icono proteico: una heroína para nacionalistas, monárquicos, liberales, socialistas, la derecha, la izquierda, católicos, protestantes, el régimen de Vichy y la Resistencia francesa. Es un tema recurrente y un motivo repetido en el arte, la literatura, la música y el cine. Y el proceso de narrar su historia y convertirla en un mito comenzó en el momento de su aparición en la vida pública. Durante su corta existencia fue tanto un objeto de fascinación como un motivo de polémica vehemente, igual que lo ha sido desde entonces.

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A grandes rasgos, su historia es tan profundamente familiar como sumamente extraordinaria. Sola en los campos de Domrémy, una joven campesina oye voces celestiales que le transmiten un mensaje sobre la salvación de Francia, que se encuentra devastada por obra de los invasores ingleses. Contra todo pronóstico, la muchacha se persona ante el delfín Carlos, el heredero desposeído del trono de Francia, y lo convence de que Dios le ha encomendado la misión de ahuyentar a los ingleses de su reino. Ataviada con una armadura y con el pelo corto, como si fuera un hombre, capitanea un ejército para liberar al pueblo de Orleans del asedio inglés. La fortuna y la moral de los franceses da un giro de ciento ochenta grados y, en cuestión de semanas, la joven sigue avanzando por el corazón del territorio ocupado por los ingleses hacia Reims, donde asiste a la coronación del delfín como rey Carlos VII de Francia. Sin embargo, pronto la apresan los aliados de los ingleses, a quienes la entregan para que la juzguen por herejía. Ella se defiende con valentía y sin dejarse intimidar, pero —evidentemente— acaba condenada a

morir. Y la queman viva en la plaza del mercado de Ruan, pero su leyenda demuestra ser mucho más difícil de exterminar. Casi quinientos años más tarde, la Iglesia católica la reconoce no solo como una heroína, sino como una santa.

Una de las razones por las que conocemos tan bien su historia es porque su vida está muy bien documentada, en una época lejana en la que eso solo ocurría en casos muy contados. En términos relativos, sus contemporáneos utilizaron tanta tinta y tanto pergamino para hablar sobre Juana de Arco como papel e imprentas se han empleado en siglos posteriores. Han sobrevivido crónicas, cartas, poemas, tratados, actas y libros de cuentas. Y, sobre todo, existen dos fajos de documentos extraordinarios: las actas de su juicio por herejía de 1431, que incluyen los largos interrogatorios a los que se la sometió, y las del «juicio de anulación», que los franceses celebraron veinticinco años más tarde para anular el proceso anterior y rehabilitar el buen nombre de Juana. En estas transcripciones oímos no solo a los hombres y mujeres que la conocieron, sino también a la misma Juana, que habla de las voces, de su misión, de su pueblo natal y de las experiencias extraordinarias que vivió tras partir de Domrémy. Testimonios de primera mano, de Juana, de su familia y de sus amigos: vestigios excepcionales del mundo medieval. ¿Acaso puede haber algo más fidedigno o revelador?

Con todo, no es tan sencillo como parece. No se trata solo de que las transcripciones oficiales de sus palabras se escribieran en el latín del clero y no en el francés en el que se pronunciaron; esta es una traducción notarial que nos pone en guardia frente al hecho de que esta fuente primaria no es tan inmediata como podría parecer en un principio, sino que, además, y como corresponde a un astro de su talla, Juana ejerce una atracción gravitacional inmensa. Para cuando quienes la habían conocido se pronunciaron sobre su infancia y su misión como testigos en el juicio de anulación de 1456, sabían perfectamente en quién se había convertido y qué había logrado. Al recordar acontecimientos y conversaciones de un cuarto de siglo atrás, estaban luchando contra los antojos de unos recuerdos muy preciados y contando historias imbuidas de sentimientos que habían desarrollado a posteriori, y a esas alturas ya incluían ideas no solo sobre su vida y su muerte, sino también sobre la derrota definitiva de los ingleses en Francia entre los años 1449 y 1453, unos sucesos que sirvieron

para justificar las aseveraciones de Juana sobre los designios de Dios más que cualquier otro hecho ocurrido durante su vida o en años posteriores. En muchos sentidos, pues, la historia de Juana de Arco, tal y como se narra en el juicio de anulación, es una vida que se cuenta al revés.

Y lo mismo podría afirmarse del relato de Juana sobre sí misma en el juicio condenatorio de 1431. La convicción inquebrantable en su causa y la extraordinaria serenidad que la había llevado ante la presencia del delfín en Chinon, en febrero de 1429, creció con el paso de los años. Por ejemplo, la llamamos «Juana de Arco» —tomando el apellido de su padre, «d’Arc», para transferírselo—, pero se trata de un nombre que ella nunca utilizó. Apenas unas pocas semanas después de su llegada a la corte, ya se refería a sí misma como «Jeanne la Pucelle»; es decir, «Juana la Doncella», un título preñado de significado que no solo sugería su juventud y pureza, sino también su estatus como sierva elegida por Dios y su proximidad a la Virgen, a quien profesaba una devoción especial. Y la percepción de sí misma que manifestó en el juicio no fue un relato «neutral» de sus experiencias, sino una defensa de sus creencias y acciones en respuesta a un interrogatorio incesante por parte de acusadores hostiles que pretendían poner al descubierto que era una mentirosa y una hereje. Y, como tal, es un texto rico, absorbente e intrincado, pero también tan complicado de interpretar como inestimable.

Como cabría esperar, el efecto del campo gravitatorio de Juana —la atracción narrativa y autodefinida de su misión— es igual de evidente en las narraciones históricas sobre su vida. La mayor parte no se inician con la historia de la larga y encarnizada guerra que había asolado Francia desde antes de su nacimiento, sino con la misma Juana, en el momento en que empieza a oír voces en su pueblo natal, Domrémy, en el extremo oriental del reino. Eso significa que llegamos a la corte del delfín de Francia en Chinon al mismo tiempo que Juana, en lugar de experimentar la conmoción que supuso su llegada, y, por ende, no resulta fácil comprender del todo la complejidad del contexto político en el que se adentró ni la naturaleza de las reacciones que suscitó. Y debido a que toda la información de que disponemos sobre la vida de Juana en Domrémy nace de sus propias afirmaciones, y de las de sus amigos y su familia en ambos juicios, las narraciones históricas que parten de ese punto están impregnadas, desde el

principio, de los mismos sentimientos que su figura ha inspirado a posteriori y que estos testimonios también rezuman.

La distorsión, pues, es un riesgo; pero, más allá de eso, lo que ocupa el centro de este campo gravitatorio es muy difícil de interpretar. Si se examina más detenidamente, puede parecer, de una forma desconcertante, que la estrella de Juana podría convertirse en un agujero negro. Cuando volvemos a las actas del juicio, en casi todas las cuestiones existen discrepancias entre las versiones de distintos testigos sobre los pormenores de los sucesos, su temporalidad y su interpretación; y, a veces, incluso dentro del testimonio de una misma persona, incluida la propia Juana. En otras palabras, las explicaciones de que disponemos no constituyen de forma directa un solo relato coherente y congruente. No es de extrañar: al fin y al cabo, el testimonio de cualquier testigo presencial puede diferir incluso sobre sucesos recientes y en circunstancias en las que existe poca presión o bien esta es relativa. Debemos tener presente que Juana fue interrogada durante muchos días por procuradores que, como sabía, buscaban demostrar su culpabilidad; y, por otro lado, que el juicio de anulación pretendía limpiar su nombre pidiéndoles a quienes la habían conocido que recordaran lo que había dicho y hecho veinticinco años atrás.

Con todo, incluso si no resultan sorprendentes, estas inconsistencias y contradicciones plantean la cuestión sobre cómo deberían interpretarse las declaraciones de la mejor manera. A veces los historiadores han seleccionado los distintos testimonios como han creído conveniente, han escogido algunos detalles para entretejerlos y confeccionar una historia sin costuras y han pasado por alto otros que no cuadran, sin explicar por qué han preferido los unos a los otros. Otras veces, también se han aceptado partes de un único testimonio mientras que se han descartado otros, al parecer más a causa de la plausibilidad que se percibe que de cualquier otra razón. (De la información que Juana ofreció solamente en su juicio, por ejemplo, su identificación de las voces de san Miguel, santa Margarita y santa Catalina se toman en serio; en cambio, su descripción de la aparición de un ángel en la cámara del delfín en Chinon, no). Y, en general, se ha prestado mucha menos atención a las preguntas que se plantearon a los testigos que a las respuestas que dieron, a pesar de que el alcance de las segundas estaba definido y limitado por las primeras. En ambos procesos judiciales surge la duda de por qué punto exacto pasaba

la línea divisoria entre la fe real y la herejía. Por consiguiente, no se invitó a los testigos a describir sus experiencias relacionadas con Juana —o, en el caso de ella misma, la suya propia—, sino que se les pidió que respondieran a artículos de investigación precisos —los comprendieran los interrogados o no— que estaban enmarcados en principios teológicos concretos.

Esto supone una complicación adicional para nosotros: ¿con una forma de pensar de una época muy distinta, somos capaces de comprender no solo las sutiles complejidades de la teología tardomedieval, sino también la naturaleza de la fe en el mundo que habitaron Juana y sus coetáneos? Poco sentido parece tener, por ejemplo, tratar de diagnosticarle algún trastorno psicológico o físico que podría, para nosotros, explicar el fenómeno de las voces, si los términos de referencia que usamos son completamente ajenos al universo de creencias en el que vivió. Juana y sus coetáneos sabían que era completamente posible que seres espirituales se comunicaran con hombres y mujeres en pleno uso de sus facultades mentales; ella no fue ni la primera ni la última persona de Francia en la primera mitad del siglo xv en tener visiones u oír voces. El problema no residía en cómo explicar su experiencia de oír algo que no era real, sino en cómo determinar si esas voces procedían del cielo o del infierno, y por eso la pericia de los teólogos pasó a primer plano en el momento de evaluar sus afirmaciones.

Del mismo modo, podría parecernos que parte del poder de Juana se basaba en que esgrimió a Dios en el contexto de la guerra; y que eso, mediante la introducción de la idea de un mandato del cielo en un reino exhausto tras años de conflicto, revigorizó la moral francesa. No obstante, en la mente medieval, la guerra siempre se interpretaba como la expresión de la voluntad divina. Durante la década de 1420, el trauma concreto de Francia lo constituía el hecho de que su estatus como reino «más cristiano», profundamente arraigado, se había puesto en entredicho a causa de la sangría provocada por una guerra civil y una derrota aplastante a manos de los ingleses. ¿Cómo podía explicarse el desastre de Azincourt —que los ingleses denominaban Agincourt, como bien sabían los franceses— y los años de sufrimiento posteriores si no como una prueba de que Dios se había sentido contrariado? Ese era el contexto en el que fue tan poderoso el mensaje de Juana sobre la salvación que traía por

mandato divino, y la necesidad de determinar si las voces que había oído eran de origen angelical o demoníaco resultó fundamental e inapelable.

Y por esta razón he optado por comenzar esta crónica sobre Juana de Arco no en 1429, sino catorce años antes, con la catástrofe de Azincourt. Mi objetivo no es únicamente ver el mundo de Juana, ni tampoco hacerlo solo a través de sus ojos, sino que estoy determinada a contar la historia de Francia durante esos años tumultuosos y a comprender cómo una joven adolescente llegó a jugar un papel tan excepcional en la misma. Empezar en 1415 permite explorar el cambio de perspectiva de diversos protagonistas de la trama, tanto ingleses como franceses, y hacer hincapié en el hecho de que, a lo largo de esos años, lo que significaba ser «francés» se había puesto en entredicho de forma trascendental. La guerra civil amenazaba la identidad de Francia a nivel geográfico, político y espiritual, y la comprensión de Juana de quiénes eran los franceses, a los que Dios pretendía ahora otorgar la victoria a través de su misión, no era una percepción que compartiera con muchos de sus compatriotas.

Las páginas que siguen a continuación constituyen un intento de contar la historia de la Francia de Juana, y de la misma Juana, siempre hacia adelante, y no al revés, como un relato en el que los seres humanos se esfuerzan por comprender el mundo que habitan y —como nos ocurre a nosotros— no tienen ni idea de lo que les depara el futuro. Por supuesto, durante este proceso también yo he tenido que seleccionar testimonios y elegir qué hilos enhebrar para tejer una historia sin costuras, pero en las notas incluidas al final del libro he tratado de aportar cierto sentido a cómo y por qué he elegido lo que he elegido y dónde podrían encontrarse los escollos en las mismas fuentes y en el arduo proceso de traducción desde el latín y el francés, en los que están escritas la mayoría. Entre los muchos desafíos que presenta esta cantidad ingente de material, lo más complicado es abordar los juicios, unos sucesos que definieron la vida de Juana y su memoria, y al mismo tiempo aportar los argumentos para interpretarlos. Mi objetivo ha sido, en la medida de lo posible, dejar que ocuparan su lugar como sucesos en su propia historia; en otras palabras, permitir que el testimonio de Juana sobre sí misma y el del resto de testigos posteriores se desarrollaran tal y como se manifestaron y se anotaron, en lugar de leer sus recuerdos e interpretaciones

desde el futuro, volviendo la mirada a hechos que ya habían sucedido y que se estaban describiendo.

El resultado es una historia sobre Juana de Arco que difiere de la que todos conocemos: un relato en el que la misma Juana no aparece durante los primeros catorce años de su vida y con el que conocemos datos de su familia y de su infancia al final de la historia, y no al principio. Muchos historiadores han tenido, y sin duda continuarán teniendo, una opinión distinta sobre la mejor manera de emplear estas inusuales fuentes para explicar la vida de una mujer realmente extraordinaria. Para mí, sin embargo, esta era la única forma posible de comprender a Juana en su propio mundo: la combinación del personaje y de sus circunstancias, de la fe religiosa y la maquinación política que la convirtieron en una excepción única a las normas que gobernaban las vidas de las demás mujeres.

Esta es una historia extraordinaria y, cuando termina, su estrella sigue brillando.

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