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¿QUIERE DIOS QUE SUFRAMOS PARA HACERNOS MEJORES?

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A U L A

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José Álvaro Martín Profesor de Filosofía Campus Adventista de Sagunto, Sagunt, València

¿Tiene razón San Pablo al sugerir que Dios permite nuestras pruebas (1 Corintios 10:13) o acierta el apóstol Santiago al afirmar que Él no tienta a nadie (Santiago 1: 13)? ¿Siempre que nos alcanza el dolor es porque nos hemos comportado inmoralmente o debemos ser probados? ¿Qué plantea Job al respecto?

Sabía de lo que hablaba. Su padre y abuelo, ya fallecidos, habían sido pastores protestantes.

Por eso Nietzsche (1844-1900) sostuvo que si Dios permite o nos envía el mal (para que podamos aprender de él), en realidad, es alguien a quien le viene bien que dicho mal exista.1 Si el propio Dios utiliza las dificultades, porque -solo así-, puede llegar a mejorarnos, no pretende acabar, efectivamente, con todo sufrimiento. En realidad, las penalidades que nos envía o permite, le resultan muy beneficiosas, al posibilitar que podamos perfeccionarnos como seres humanos. Y a esto debe añadirse que nos trata como simples ratas de laboratorio, haciéndonos sufrir primero, para liberarnos, después…, manipulando nuestros malestares.

¿Tiene razón Nietzsche con esta crítica? Veamos cómo se plantean estas cuestiones, en, por ejemplo, una parábola como la del hijo pródigo (Lucas 15:1132). Allí se describe a un hijo que reclama heredar, estando su padre todavía vivo. Como es bien conocido, recibe el dinero y lo malgasta. Pero, más tarde, reflexiona sobre las consecuencias de lo vivido, para decidir volver. En el relato, el padre (que representa a Dios), no influye sobre las actuaciones del hijo, no

1 C. S. Lewis (1898-1963), medievalista británico y autor de la serie Narnia, considera en su libro titulado El problema del dolor, Madrid: Rialp, 1994, que Dios utiliza el sufrimiento para le sitúa en condiciones de reclamar su herencia o dilapidar sus recursos. Los errores provienen de decisiones libres que realiza ese mismo hijo. No estamos ante un Dios-Padre que envía o permite el mal, como sí sucede, en cambio, dentro de la mitología griega. Aquí, la explicación bíblica, sitúa siempre el mal como ajeno a Dios. Así, por ejemplo, la parábola de la cizaña (Mateo 13:24-30) subraya cómo las malas hierbas no proceden del sembrador, sino de un enemigo. combatir el orgullo humano, pero tras la muerte de su esposa, matiza esta concepción con Una pena en observación, trad. Carmen Martín Gaite, Barcelona: Anagrama, 1994.

Pero, además, la absoluta pobreza y desamparo, padecidos, finalmente, por el hijo, resultan de sus propias elecciones. Si decidimos erróneamente, sufriremos la negatividad desencadenada por nuestros propios errores. El padre no promueve, ni organiza, las oscuridades que su hijo atraviesa. Lo destructivo del mal es que siempre desencadena sus atrocidades necesariamente, sin margen para evitarlas. Y son, finalmente, estos desgarros vividos por el hijo, quienes le invitan a reflexionar. No estamos, pues, ante una situación de aprendizaje diseñada por su progenitor, sino frente a una reflexión asumida por el propio protagonista, al vivir los mazazos insalvables de un mal que destruye sin tregua.

Por último, cabe observar cómo el padre no se desespera ante tanto desmán y fracaso educativo, ni tira la toalla considerándose como un coach ineficaz. Decide, por el contrario, concederle una oportunidad a la aceptación incondicional que siempre puede abrir posibilidades para lo nuevo.

En idéntico sentido, observamos la historia de José, descrita por el Antiguo Testamento. Allí, Dios no promueve los celos de sus hermanos; ni la atracción poderosa que hacia él experimenta la pareja de Potifar; ni siquiera fomenta su propia prepotencia en el hogar familiar.

Pero Yahvé sí le acompaña en el sometimiento de la esclavitud; en la opacidad de la cárcel y en su emigración hacia una sociedad distinta. Lo hace para que esa negatividad no le destruya, para que descubra posibilidades de superación tras todas esas amargas penalidades.

Si observamos el caso de Jesús, Dios no organiza las torturas que le infligen los dominadores romanos; ni promueve el odio religioso de quienes, en su época, aspiran a cumplir escrupulosamente la ley; ni, siquiera, suscita el comportamiento abstencionista de Pilato al lavarse, acomodaticiamente, las manos.

Pero sí actúa garantizándole que la muerte no va a ser lo último; que su apuesta por la justicia, la paz, el perdón o la verdad, no está destinada al fracaso; que las tentaciones del desierto resultan enfrentables; que la soledad y el abandono de la cruz, no van a ser definitivas.

Es lo que sostiene Pablo: «para quienes confían en Él, todas las cosas que suceden, pueden convertirse en algo positivo» (Romanos 8:28). Y no porque desaparezcan nuestros desgarros, sino porque Dios está a nuestro lado para evitar que esos garrotazos nos descuarticen: «Así, aunque llenos de problemas, no nos encontramos sin salida; tenemos preocupaciones, pero no nos desesperamos; nos persiguen, pero no estamos abandonados; nos derriban, pero no nos destruyen» (2 Corintios 4:8,9).

El apóstol Santiago subraya cómo estas negatividades no son promovidas por un Dios que aspira a hacernos mejores: «Cuando alguno se sienta tentado a hacer el mal, no piense que es Dios quien le tienta, porque Dios no siente tentación de hacer el mal, ni tienta a nadie para que lo haga» (Santiago 1:13). El apóstol subraya la diferencia entre el Dios de la Biblia y las distintas divinidades griegas que luchan contra los seres humanos, llegando a dañarlos decisivamente (por ejemplo, en un mito tan machista como el de Prometeo, Pandora acaba abriendo la caja con todos los males).2

2 Para una buena comparación entre los mitos griegos y el relato del Génesis, vid, Paul Ricoeur, Finitud y culpabilidad, trad. de Cristina de Peretti et al., Madrid: Trotta, 2004.

Para las Escrituras, por el contrario, lo que nos destruye procede de nuestros propios impulsos o de una realidad que «gime con dolores de parto» (Romanos 8:22). Dios no envía, permite o utiliza el mal, sino que permanece a nuestro lado para evitar que nos anonade, permitiéndonos vislumbrar siempre algún tipo de salida. Cuando alguien sufre, Dios solo pretende que, a pesar de ese dolor y oponiéndose a él, la persona pueda confiar en que tiene sentido enfrentarlo.3

Job no comprende el absurdo de que alguien solidario, justo o tolerante, pueda ser descuartizado por la tragedia. Y se rebela, le grita a Dios su queja. Al final del libro, Yahveh, desautoriza a sus amigos, por creer que el propio Dios envía el sufrimiento como castigo de los errores humanos: «Después el Señor dijo a Elifaz: “mi ira se ha encendido contra ti y tus dos amigos, porque no habéis dicho la verdad acerca de mí, tal y como lo ha hecho mi siervo Job”» (Job 42:7). Desde esta perspectiva, Dios no puede ser el autor de ese absurdo, no puede estar detrás de un dolor infligido a un inocente.

Y es que también Jesús, muestra al Padre haciendo salir su sol sobre buenos y malos (Mat 5: 45), enfrentando toda concepción retributiva de ese mal que castiga los errores humanos («¿Quién pecó, éste o sus padres?», Juan 9:2). Por todo ello parece difícil entender a un Dios que envíe, permita o utilice ese sufrimiento con el magnífico propósito de mejorarnos… ¿Es siempre el mal padecido una consecuencia de nuestros comportamientos inadecuados?; ¿podemos establecer una correlación entre sufrimiento y depravación moral? (Salmo 73); ¿cada vez que nos alcanza el dolor es porque Dios nos está… probando?…

3 Vid., François Varone, El dios «sádico»: ¿Ama Dios el sufrimiento?, Santander: Sal Terrae, 1988, p. 243.

Sin embargo, la Biblia plantea textos que parecen afirmar la presencia de situaciones difíciles (permitidas por Dios), para hacernos mejores. Pablo en 1 Corintios 10:13, escribe: «podéis confiar en Dios, que no os dejará sufrir pruebas más duras de lo que podáis soportar». En este caso parece que el Señor permite esas pruebas o nos las deja sufrir. Aunque, basta con seguir leyendo la parte final del mismo versículo: «Cuando [esta prueba llegue], Dios os dará el modo de salir de ella, para que podáis soportarla». Aquí Pablo parece señalar la acción de Dios, como una aportación decisiva para superar el desagarro, con lo que su compromiso consiste no tanto en permitirlo, como en mantenerse a nuestro lado, para enfrentarlo con éxito. Si Dios considera que lo podremos soportar, no es tanto porque lo envíe, sino porque nos acompaña para combatirlo. En un mundo donde los humanos somos libres y existe el mal, Dios promete hermanarse con nosotros, para enfrentar, codo con codo, cada uno de nuestros naufragios más íntimos. Solo así podremos burlar el derrotismo y rebelarnos ante tanta negatividad. Como en la parábola del hijo pródigo, Dios permite nuestra libertad y nos habilita para transformar sus usos erróneos, en posibilidades de crecimiento. Sin enviarnos el mal, ni utilizarlo de manera cómplice.

Un segundo texto que aparece en 1 Pedro 4:19, habla de sufrir conforme a la voluntad de Dios. Así: «De manera que quienes sufren según la voluntad de Dios, deben seguir haciendo el bien y confiar en Él». Leyendo desde el versículo 12 del mismo capítulo 4, podemos observar que Pedro se está refiriendo a una forma de vivir. Los cristianos, apuestan por la paz, la justicia, la solidaridad o la tolerancia y, eso, puede despertar oposición en otros sectores sociales. Por ello, el apóstol les invita a no centrarse en las dificultades, sino descubrir que, asumiendo estos valores, pueden convertir el mundo en un lugar más humano.

Por último, el texto de Colosenses 1:24: «Ahora me alegro de lo que sufro por vosotros, porque de esta manera completo en mí mismo lo que falta en los sufrimientos de Cristo». Los versículos siguientes (vers. 25, p. ej.) describen cómo Pablo continúa transmitiendo la buena noticia de Jesús entre los gentiles (vers. 27), lo cual supone suscitar la misma oposición que el Maestro encontró.4 De ninguna manera se describe a un Dios implacable que, insatisfecho con lo sufrido por Cristo, requiere de nuevos padecimientos humanos.

Por lo que hace al Antiguo Testamento, cada vez que se sugiere el hecho de que Yahvé prueba a su pueblo, son descritas actitudes del propio pueblo que le dañan o le impiden abandonar sus herencias esclavizantes (Deuteronomio 8:2; 13:4…). Resulta conocido como el autor del Pentateuco atribuye las decisiones libres humanas al propio Dios, por considerarlo omnipotente y, responsable último de todo cuanto acontece, debido a su acción u omisión. En esta línea, por ejemplo, cuando se describe la liberación de Egipto, el faraón reacciona negativamente a la petición de Moisés, pero su cerrazón es atribuida equívocamente a Yahveh (Éxodo 7:3), cuando, realmente, responde a una decisión libre del propio dirigente político. No tendría sentido que Dios le hiciera negarse a la liberación de su pueblo y le sancionara, después, con plagas, por no consentirla.

En el episodio de Abrahán con Isaac (Génesis 22: 1), más que de probar su fe, se trata de desmontar los sacrificios humanos circundantes. Por ello se le muestra que el propio Dios le libera y nos libera de nuestras culpabilidades, así como de todas nuestras obsesiones por reparar los males cometidos, asumiéndolos, personalmente, Él mismo.

Concluyendo, la Biblia no habla tanto de un Dios que envía, permite o utiliza el mal para hacernos mejores. Más bien describe a Alguien que sufre con nosotros sus consecuencias, para permitirnos plantarles cara, comprometiéndonos en la lucha contra todas sus manifestaciones, y creyendo, esperanzadamente, que, bajo ningún concepto, esa negatividad asfixiante, va a tener, finalmente, la última palabra.

4 En su Carta Apostólica sobre el sufrimiento titulada «Salvifici Doloris» (El valor salvífico del sufrimiento), publicada el 29 de marzo de 1984, Juan Pablo II, describe rasgos positivos producidos por el dolor, siempre que se le atribuya un sentido.

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