Otra visión del mundo Luis Villoro La Jornada 17/1/09 Otra visión del mundo es posible; para que pudiera realizarse, sería necesario primero despertar de una ilusión: la ficción de la hegemonía de la modernidad occidental, la cual ha causado los grandes males que padece la actualidad, como declaran tres filósofos occidentales, Jurgen Habermas, David Held y Will Kimlicka (diario El País, 6 de junio de 2005, página 14). La “globalización” – señalan- ha conducido a Occidente “a una explotación inicua de los trabajadores”, a “amenazas sobre el medio ambiente natural” y a “injusticias globales” en una “sociedad mal estructurada”. Ante estos males se suele reaccionar –prosiguen los autores- “con el refugio en las tradiciones que conducen a la intolerancia y al fundamentalismo religioso”. Ante ello, a los tres filósofos sólo se les ocurre proponer algo simple, a saber: “fortalecer las instituciones internacionales vigentes y crear otras nuevas”, porque –cito– “el gran reto del siglo XXI es configurar un orden mundial en el que los derechos humanos constituyan realmente la base del derecho y de la política”. La “Declaración” que comento es, en mi opinión, correcta en lo que se refiere a los males causados por la modernidad del capitalismo occidental. ¿Pero lo es también en su remedio? No. Creo que éste es totalmente insuficiente. No bastarían las buenas intenciones, como tal vez piensan los tres autores, para lograr este nuevo orden basado en los derechos humanos universales, cuyo cumplimiento se ha visto tantas veces conculcado. Frente a los males causados por el capitalismo me parece que el único remedio sería caminar hacia un orden mundial diferente, y aun opuesto, al capitalismo mundial. Sería un orden plural que respondiera a la multiplicidad de culturas. Porque la llamada “globalización cultural” no ha sido obra de una comunicación racional y libre en una pretendida cultura mundial. Ha significado, por el contrario, para muchos pueblos, la enajenación en formas de vida no elegidas. De ahí que la tendencia hacia una cultura universal se acompañe a menudo de una reacción contra la hegemonía de la cultura occidental. Se reclama entonces la libertad de cada cultura a determinar sus propios fines, el valor insustituible de las diferentes identidades culturales. Porque la hegemonía de la cultura occidental moderna se ha acompañado de efectos nada deseables, tales como la depredación de la naturaleza por la tecnología, la primacía de una razón instrumental frente a la ciencia teórica y, en el orden social y político, el individualismo egoísta contra la preeminencia del bien común. ¿Cuál podría ser la alternativa? Cualquiera que fuere tendría que ser una que eliminara o, al menos, aminorara los males causados por la cultura pretendidamente universal del capitalismo moderno. Cualquiera que fuere
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tendría que ser considerada desde un punto de vista distinto y aun opuesto al del Occidente moderno. Supondría entonces la revalorización de nuestro pensamiento en América Latina, lo cual podría tener varias consecuencias. Una sería la oposición, sea sorda o violenta, frente al otro. Podría darse también, en cambio, la asimilación parcial de la otra cultura en un mestizaje cultural, aunque, en el fondo, pudiera mantenerse cierta resistencia. Se presentarían, por tanto, dos posibilidades: oponerse al dominador o aceptar, en alguna forma, su dominación en un mestizaje cultural. En uno u en otro casos el dominado recobra su dignidad frente al dominador. Entonces puede dar lugar a un contraste entre diferentes culturas: la cultura del dominador frente a las culturas dominadas por él. Porque frente a la cultura occidental moderna, otras culturas han manifestado valores comparables o incluso superiores. Tomemos un ejemplo: el de las culturas históricas que se desarrollaron en la América indígena. Frente al Occidente moderno, las culturas indoamericanas expresaban una cosmovisión distinta. Más allá de sus diferencias, tenían puntos comunes que podrían verse como una alternativa frente al pensamiento occidental moderno. Así, en contraste con la modernidad occidental, presentan otra manera de pensar basada en una tradición diferente. Ésta se manifiesta en Indoamérica, donde existe otra manera de ver y vivir el mundo. Es el pensamiento de los pueblos originarios de América. Ahora bien, el pensamiento de dichos pueblos presenta un gran contraste frente al pensamiento de la modernidad occidental. Podríamos resumirlo brevemente en algunos rubros centrales que contrastan con el pensamiento de la modernidad. Se presenta, de hecho, en varios países que tienen una amplia población de raíces indígenas, en México, Perú, Guatemala, Ecuador, Bolivia, e incluso en partes de Venezuela, Colombia y Brasil. Se trata, pues, de dos cosmovisiones que, en varios puntos, son incompatibles. Trataré de resumir en tres puntos generales el contraste entre el pensamiento de los pueblos indígenas de América frente al pensamiento occidental; contraste entre dos cosmovisiones diferentes. Tendría los tres puntos siguientes: Primero: frente al individualismo del pensamiento occidental moderno, el de los pueblos indígenas se acercaba a la vivencia de su pertenencia a la totalidad. Lo cual conduce a la noción de la armonía entre el hombre y el mundo, al respeto y equilibrio entre las fuerzas naturales y a la posibilidad de escuchar al todo de la naturaleza. Porque, como dice Carlos Lenkersdorf, “todo vive, todo tiene corazón” (Carlos Lenkersdorf vivió más de 20 años entre los tojolabales en Chiapas, escribió varios libros sobre ellos y, ante todo, compartió su visión del mundo y de la vida). Pues bien, como dice él, “los pueblos indígenas nos enseñan a escuchar a la madre tierra, a la totalidad. El Occidente moderno se olvidó o nunca supo escuchar a las plantas, a los animales, a las aguas, al suelo y a tantos hermanos y hermanas más. Porque la vida está presente en todo, también en la fauna, en la flora, en los astros. Porque todo vive, todo tiene corazón”. (Lenkersdorf, C., en Filosofar en clave tojolabal y Los hombres verdaderos, Siglo XXI, México 1999.)
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Ideas parecidas se encuentran en Jean Marie le Clezio, reciente ganador del Premio Nobel de Literatura (Le Clezio sabe de lo que habla. Él vivió muchos años en México, conoció varias comunidades indígenas en Michoacán y el sureste. De ellos obtuvo inspiración para varios libros, entre ellos El sueño mexicano). Pues bien, Le Clezio creyó percibir en el pensamiento de esos pueblos una armonía entre el individuo que sueña y la colectividad que lo abarca, en todos los casos, dice, equilibrio entre dos instancias: la realidad y lo otro, lo otro del sueño, del mito y de la realidad. (Le Clezio, J.M. El sueño mexicano, en Le Monde Diplomatique, No. 3, Nov. 2008.) Hasta aquí el primer punto sobre la noción del todo. Segundo: contraste entre el individualismo que permea a todo el pensamiento occidental, por un lado, y el comunitarismo de los pueblos indígenas. En la época moderna el pensamiento estuvo centrado en el sujeto individual, desde Hobbes, Descartes, Kant. Frente al individualismo occidental, donde el “yo” es el centro, el “nosotros” comunitario. Porque el todo es más que la suma de las partes. En el universo, conduce a la conciencia de nuestra pertenencia, como una parte, a la totalidad. En la sociedad, la realización del individuo con la colectividad que lo rebasa era la base de la mayoría de las sociedades de la América indígena, la cual daría lugar a lo que hoy podríamos llamar una “democracia comunitaria”. Ésta sería lo contrario de la actual democracia representativa. Una democracia comunitaria es la que trataría de realizar el bien común para toda la comunidad. Seguiría los principios siguientes en la sociedad: acercarse a la no desigualdad, a la complementariedad y a la reciprocidad, basada, para ello, en una economía distributiva. Una democracia comunitaria eliminaría así toda forma de exclusión de cualquier persona o grupo. Frente a la desigualdad existente, se acercaría a la equidad y a la redistribución adecuada de los recursos. Al seguir y realizar estos principios, una sociedad se convierte en una comunidad. Se refleja entonces en la moral y en el derecho. Frente a los derechos individuales, los derechos colectivos; frente al individualismo occidental, el “nosotros” colectivo. Tercero. En las sociedades comunitarias esto da lugar a una relación diferente con el poder. En las zonas zapatistas de Chiapas, por ejemplo, se efectúa de hecho esta relación frente al poder en las llamadas “juntas de buen gobierno”. Éstas se conducen conforme a los siguientes principios: participación de todos los miembros de la comunidad en la elección, rotación del mandato, revocabilidad y rendición de cuentas. Estos principios expresan el lema zapatista del “mandar obedeciendo”. Sólo la comunidad tiene el mando, no el individuo o los grupos de individuos. De ahí la noción diferente frente al castigo de que quien no cumple con su deber o delinque está obligado a trabajar –sin retribución- para la comunidad durante un tiempo determinado. Sólo así se restaura el equilibrio en el todo de la comunidad. Habría, en suma, dos tipos de democracia: la democracia representativa actual, como la que existe en la mayoría de los países occidentales modernos, y una
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democracia que podríamos llamar “participativa” o “comunitaria” (Gustavo Esteva prefiere llamarla “democracia directa”). Democracia comunitaria es a la que tienden las comunidades en el ámbito de nuestra América indígena. Termino esta intervención con unas palabras. Empecé diciendo “otra visión del mundo es posible”; ahora terminaré afirmando que, frente a la visión de la modernidad occidental, ese otro mundo posible ya está aquí, ahora, en pequeño, en las juntas de buen gobierno de la zona zapatista. Ahí se empieza a abrir la posibilidad de una nueva visión. No como una utopía (utopía significa etimológicamente “no lugar”) sino como un lugar real, existente. Y ese lugar está en las comunidades de la zona zapatista. Saludo al zapatismo por su contribución a la realización, aquí y ahora, hoy, de la verdadera utopía.
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