¿Cuán Muertos están los Muertos? por Atilio R. Dupertuis
Se cuenta que había una vez un rey sentado en una en una de las salas de su palacio. Las ventanas estaban abiertas, y de pronto entró una golondrina por una de ellas y, sin detener su vuelo, cruzó la sala y salió por la ventana del lado opuesto. El rey, después de reflexionar unos instantes, dijo pensativo: “Así es la vida del hombre, fugaz como el vuelo de esa golondrina”. Hace ya varios milenios el patriarca Job se lamentaba sobre lo incierto y breve de la vida cuando dijo: “El hombre nacido de mujer, corto de días y hastiado de sinsabores, sale como una flor y es cortado. Y huye como la sombra, y no permanece” (Job 14:1, 2). Nadie cuestiona que la vida es breve y la muerte una realidad inevitable. “Los que viven saben que han de morir” (Eclesiastés 9:5), nos recuerda la Escritura. Hacia allá nos encaminamos todos. Lo que sí se presta a discusión, y existen muy diversas ideas al respecto, es en cuanto al más allá, a qué hay más allá de la muerte. ¿Qué sucede cuando la persona muere? ¿Continúa existiendo de alguna manera? Quienes no profesan fe en Dios arguyen, naturalmente, que la muerte es el fin de todo; que no hay vida más allá de la tumba. Que el momento fugaz de la existencia en esta tierra es el todo. Pero entre los cristianos, que creen en las enseñanzas de la Palabra de Dios, hay diferentes opiniones sobre este particular. Hay quienes creen, por ejemplo, que existe en el hombre algo inherentemente inmortal, y que cuando el ser humano muerte, esa entidad, generalmente llamada alma o espíritu, abandona el cuerpo con destino desconocido. Según esta creencia, para esa alma se presentan distintas posibilidades. Si la persona vivió una vida digna, al morir, el alma ascenderá directamente al paraíso, a la presencia de Dios, donde disfrutará desde ese mismo momento las delicias celestiales. Pero si su vida ha sido reprochable, descenderá al infierno, donde sufrirá tormentos por la eternidad. Las almas de quienes no alcanzaron a merecer el paraíso, pero que son
rescatables, podrán ir a un lugar intermedio, llamado purgatorio, donde después de pagar deudas pendientes de la vida presente, podrán finalmente llegar a la presencia de Dios. Puesto que Dios es el único que conoce los corazones, resultaría imposible para un ser humano opinar con certeza en cuanto al destino de alguien que ha muerto. Otros entienden que cuando la persona muere simplemente deja de existir, que cesa la vida; como si se apagara la luz. Creen que no hay nada inherentemente inmortal en el hombre, ya que la Biblia dice que Dios es “el único que tiene inmortalidad” (1 Timoteo 6:16), y por lo tanto la muerte es algo así como un sueño profundo; la persona permanecerá en ese estado hasta el día de la venida del Señor Jesús, cuando se llevará a cabo la resurrección de los muertos ¿Habrá alguna manera de saber, a ciencia cierta, qué es la verdad? ¿Qué es lo que en realidad sucede cuando una persona muere? Nuestro único recurso, como cristianos, es acudir a la Sagrada Escritura. Porque la verdad no la determina la filosofía, la tradición o las especulaciones humanas, sino la revelación divina. El mismo Señor Jesús siempre tenía a flor de labios las palabras: “Escrito está” para responder a toda pregunta (ver San Mateo 4:4). Cuando el apóstol Pablo se dispuso a explicar la naturaleza de la salvación, algo que también se prestaba a mucha discusión en su tiempo, comenzó con una pregunta muy importante: “¿Qué dice la Escritura?” (Romanos 4:4). Y esto es precisamente lo que haremos ahora. Veremos qué dicen el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento Cuando vamos al Antiguo testamento, notamos que el libro de Génesis contiene el registro de la creación de todas las cosas, incluyendo la creación del hombre. Al leer este registro con detención, encontramos información muy clara y orientadora en cuanto a la naturaleza del hombre. En primer lugar, nos dice que “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7). Cuando Dios formó a Adán, éste evidentemente estaba listo para funcionar, para vivir,
para amar, pero era sólo un muñeco hecho del polvo de la tierra. Pero tan pronto como Dios alentó en su nariz el soplo de vida, es decir, lo conectó consigo mismo —la fuente de la vida—, comenzó la existencia de Adán. Antes de la unión de la materia y la vida, Adán no existía; un momento después era un hombre, un hijo de Dios. Dios creó también a Eva, y así quedó formada la primera pareja, los progenitores de la raza humana. Adán y Eva fueron advertidos de las consecuencias que traería la desobediencia. Podían vivir en el hogar edénico mientras sus vidas estuviesen en armonía con la voluntad de Dios. El Creador les dijo que la desobediencia les traería aparejada la muerte; dijo, dirigiéndose a Adán: “el día que de él comieres [del árbol de la ciencia del bien y del mal], ciertamente morirás” (Génesis 2:17). El relato nos informa, además, que el enemigo, un ángel caído, hizo su aparición en el Edén, y tentó a Eva con palabras que claramente contradecían lo expresado por Dios. Le dijo que el comer del fruto prohibido no resultaría en su muerte, sino que entraría en una esfera superior de existencia (ver Génesis 3:4). Finalmente, cuando Adán hubo pecado, Dios le explicó claramente cuál sería su castigo, y en qué consistiría la muerte. Le dijo: “polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis 3:19). Estas son las palabras de Dios, y no hay ninguna insinuación de que algo del hombre sobreviviría la muerte. No le habló de ningún sufrimiento inmediato, porque “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23), nos recuerda el apóstol Pablo. Evidentemente, cuando Adán murió se llevó a cabo el proceso de la creación a la inversa; fue desconectado de la fuente de la vida, y todo lo que quedaba de él se volvió al polvo, conforme a la sentencia divina. Así como Adán no existía antes que se uniera el soplo de vida a la materia, al separarse estos elementos en la muerte, Adán sencillamente dejó de ser. El salmista David se hizo eco de esta realidad cuando escribió: “Les quitas el
hálito, dejan de ser, y vuelven al polvo” (Salmo 104:29). “Pues sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos” (Salmo 146:4), y “No alabarán los muertos a Jehová, ni cuantos desciendan al silencio” (Salmo 115:17). Y el sabio Salomón agrega: “El polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu [el soplo de vida] vuelva a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7). Es bien claro que el Antiguo Testamento enseña que el hombre es una unidad que existe como un todo; que al morir, deja de existir. El Nuevo Testamento El Nuevo Testamento continúa la misma línea de enseñanza, que el hombre es una unidad indivisible, que nada consciente sobrevive a la muerte. Si bien hay algunos pasajes que, tomados en forma aislada son más difíciles de entender, el tenor de la enseñanza es el mismo. Notaremos un caso, no un texto aislado, sino un incidente en el que Jesús mismo estuvo involucrado. Nos cuenta el Evangelio que Lázaro, un amigo de Jesús, estaba enfermo, y que finalmente falleció. Hablando a sus discípulos de la muerte de su amigo, Jesús dijo: “Nuestro amigo Lázaro duerme, mas voy para despertarle” (S. Juan 11:11). Cuando Jesús llegó a Betania, donde vivía Lázaro y sus hermanas Marta y María, ya hacía cuatro días que Lázaro estaba en el sepulcro, y cuando Jesús pidió que quitaran la piedra que sellaba la puerta de la tumba, Marta protestó: “Señor, hiede ya, porque es de cuatro días” (S. Juan 11:39). Luego de unos momentos, Jesús clamó a gran voz, diciendo “¡Lázaro, ven fuera!” (S. Juan 11: 43), y Lázaro, obedeciendo la voz del dador de la vida, salió de la tumba. ¿Dónde había estaba Lázaro esos cuatro días? En la tumba. Jesús no ordenó que viniera de ningún otro lugar, sino que saliera de la tumba. Jesús volvió a darle la vida, volvió a conectarlo con la fuente de vida. Si el alma de Lázaro, según creen algunos, fue al cielo en el momento de su muerte, y había estado gozando de la compañía de Dios, los ángeles y los redimidos de todos los tiempos durante cuatro días, uno supone que hubiera protestado contra Jesús por haberlo traído nuevamente a este mundo de
oscuridad, de pecado y sufrimiento. Cuando el apóstol Pablo afrontaba dificultades y peligros, y temía por su propia vida, pronunció aquellas palabras memorables: “Por lo cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé en quien he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Timoteo 1:12), hasta el día de la resurrección. La Biblia enseña que la esperanza del cristiano es la resurrección. Hace ya casi medio siglo apareció un pequeño libro, de sólo 60 páginas, que revolucionó el pensamiento cristiano en cuanto al más allá. Fue escrito por Oscar Cullmann, uno de los eruditos bíblicos más reconocidos del siglo XX, bajo el título ¿Inmortalidad del alma o resurrección de los muertos? El testimonio del Nuevo Testamento. El autor argumenta con mucha sapiencia y mucha fidelidad a la Escritura que el Nuevo Testamento enseña que el hombre es una unidad, que no posee un alma inmortal que sobreviva a la muerte, que la enseñanza bíblica es la resurrección de los muertos en momentos de la Segunda Venida de Cristo, no la inmortalidad del alma. Si esta es la enseñanza de la Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, ¿de dónde proviene la idea popular que el alma sobrevive la muerte y recibe inmediatamente su recompensa o su castigo? Cullmann explica en forma irrefutable que se debe a la influencia del pensamiento griego que se introdujo en la teología cristiana en los primeros siglos de la historia de la Iglesia. Los griegos creían en la existencia de dioses impasibles, espirituales, que existían en algún lugar del universo, y que el hombre estaba compuesto de materia y de espíritu. En ocasión de la muerte, la parte espiritual abandonaba el cuerpo y ascendía para unirse con los dioses. El cuerpo sencillamente desaparecía, era algo así como una prisión para el espíritu; la muerte posibilitaba su liberación. Para ellos no había resurrección. La Resurrección de los Muertos Jesús enseñó con toda claridad la doctrina de la resurrección de los muertos, lo cual
ocurrirá en ocasión de su segunda venida. Nunca dio la más mínima impresión de que algún componente del hombre sobrevivía en forma consciente la muerte del cuerpo. Frente a la tumba de su amigo Lázaro, consoló a los dolientes con las siguientes palabras: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (S. Juan 11:25). Aclaró además que la resurrección ocurrirá en el día final: “Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (S. Juan 6:39). En otro lugar del mismo Evangelio dio una explicación que es imposible malentender. Dijo: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (S. Juan 5:28, 29). La doctrina de la resurrección, tan central en la enseñanza bíblica, sería en realidad superflua, innecesaria, si las personas al morir reciben ya su recompensa. ¿Qué necesidad habría de que un alma —que ha estado disfrutando de las bendiciones del cielo, en algunos casos durante cientos o miles de años—, vuelva a reunirse con el cuerpo? Toda persona recibirá su recompensa o castigo en el día final, según lo enseñó claramente el Señor Jesús: “Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (S. Mateo 16:27). ¿Están muertos los muertos? Según las palabras de Jesús duermen, como su amigo Lázaro, hasta el momento en que oirán las palabras del dador de la vida llamándolos a despertar del sueño. Génesis 50:19,20. 2Ver 1 Pedro 5:7.
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Atilio R. Dupertuis es retirado como profesor de Teología en la Universidad Andrews. Tomado de http://www.elcentinela.com. ©Edición Digital by aip_aaa.