Buscar indicios, construir sentido, Babel, 2017

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frontera ensayo [3]

y a la globalización; esto es, luchando en el campo político con las armas propias de su campo, de su trayectoria, de su posición. Porque vio desde los comienzos las peligrosas e inevitables relaciones entre la política, la economía, el poder y la literatura es que pudo encarar las trasformaciones de fin de siglo y dar una vuelta más en los laberintos de sus cavilaciones. GRACIELA MONTES Mirando perpleja, defendiendo el caos y construyendo sentido aún en tiempos de industria cultural y globalización forzada, expresiones todas que utiliza en sus últimas conferencias. ¿Qué miraba, perpleja, Graciela Montes? Podríamos decir que la revolución conservadora de la edición. Miraría los nichos, los rankings, la fastuosa lógica mercantil, es decir, la constitución de nuevas-viejas reglas de juego. Y todas esas palabras largas y pesadas que hemos ido incorporando a nuestro vocabulario. Miraría a los demás. Nos miraría. Miraría el borramiento de las fronteras, el espectáculo, los cambios de posición en el campo literario, en el campo cultural y en el campo político; las complacencias o peor aún las complicidades, las obscenidades de algunas personalidades. Y miraría con su proverbial optimismo, llamando a la reflexión, a

BUSCAR INDICIOS, CONSTRUIR SENTIDO 11


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Encantada de conocerte, Graciela Montes 7

elogio de la perplejidad 15

de la consigna al enigma

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de lo que sucedió cuando la lengua emigró de la boca 73

las plumas del ogro 105

el bosque y el lobo 131

la ocasión 163

tiempo, espacio, cuento 185

sola en la balsa, dibujando el río 199

las ciudades invisibles y sus constructores agremiados 223

retirados a la sombra de nuestros párpados 239

lectura y poder 271

la formación de lectores y el llanto del cocodrilo 305

mover la historia 309

el lugar de la lectura 335

¿por dónde va la lectura? 353

espacio social de la lectura 367 13



elogio de la perplejidad

en el comienzo fue el Caos. Es lo que dice la cosmogonía de la mayor parte de los pueblos que se fabricaron una. “Hay una cosa formada confusamente, nacida antes que el Cielo y la Tierra. Silenciosa y vacía. Está sola y no cambia, gira y no se cansa. Es capaz de ser la madre del mundo”. Eso dicen los chinos (al menos es lo que decía Lao Tsé). Otros pueblos hablan de “maleza impenetrable” o de “gran huevo”. Los griegos le pusieron el nombre de Caos —literalmente, “bostezo”—, bostezo abismal o Gran Bostezo. Hesíodo, el encargado de poner disciplina y método en la vieja 15


cosmogonía, describió con alguna precisión esa especie de Big Bang, ese tremendo acontecimiento por el que el Caos comenzó a ser Cosmos. Para eso, dialécticamente, echa mano de un segundo principio, o mejor dicho una pareja, constituida por Gaia, la Tierra paridora, la del ancho vientre, y Eros, el más bello y enervante de los dioses. Por un lado y el primero de todos, Caos, el Total, el Oscuro, que da nacimiento a Erebus (las Tinieblas) y Nyx (la Noche negra). Y, por otro lado, empezando a ser junto al Caos, un poco después que el Caos, pero no sus hijos en realidad, Gaia y Eros, algo así como la Tierra Enamorada, de la que nacerán, tarde o temprano, todos los dioses. Aristófanes, en su comedia Los pájaros, hace una interesante “corrección” satírica a esta cosmogonía oficial acercándola más a la variante órfica. Es un parlamento del Coro en el que se niega el doble principio. No hubo sino Caos en esos oscuros comienzos, dice el Coro de pájaros. “Primero fue el Caos, y las Tinieblas y la Noche, y el Tártaro inmenso y triste, pero la Tierra (Gaia) no estaba, ni el Cielo, ni el Aire”. Pero, sigue diciendo —cito el pasaje, que es muy bello—: Sucedió que la Noche emplumada puso un huevo, nacido del remolino. Y de ese huevo, con el correr del tiempo, 16

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nació el Amor, el seductor, el brillante, el audaz, con sus plumitas de oro, él mismo un remolino refulgente y centelleante. Y el Amor, fundiéndose con Caos el Sombrío, en el vientre del Tártaro inmenso, nos empolló a nosotros —concluye el Coro—, a nosotros, los pájaros, que somos por lo tanto los primogénitos, los nacidos del Amor primero, los más viejos, anteriores a la Tierra y al Cielo y al Mar y a todos los Dioses Inmortales.

Voy a quedarme con ese “huevo arremolinado” de Aristófanes, menos solemne pero, por otra parte, muy parecido a tantos otros “huevos primordiales” de que dan cuenta las viejas cosmogonías, y tan semejante además a las imágenes de las “galaxias remolino” que describen los astrónomos contemporáneos. Un huevo que todavía no es, pero está por empezar a ser. He elegido, ya ven, una puesta en escena cósmica para nuestro cotidiano, contante y sonante planteo en torno a la lectura. No es una elección ociosa y confío en que a la larga resulte justificada. Por ahora permítaseme recordar el Caos nada más, dejarlo ahí suspendido, como bostezo abismal, preñado, sí, pero aún no parido. Vuelvo al mundo. e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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Estamos todos muy preocupados por la desaparición o la crisis o el debilitamiento progresivo de la práctica de la lectura. Eso por un lado. Y a eso se suma la preocupación por el libro también, el no saber si será reemplazado definitivamente, o no, por el electrónico, o por el texto on line o el cedé. Y está también la preocupación por los posibles rescates, en los que no nos ponemos de acuerdo, tal vez porque los intereses no son siempre los mismos. Y todas estas preocupaciones, para colmo, dentro de una sociedad que se globaliza y parece otra vez volverse huevo. Un remolino que gira y, al girar, parece ir despidiendo hacia los márgenes abismales a millones y millones de humanos que, sin embargo, quieren sentirse cosmos, que son cosmos y merecedores de lectura (al menos según nuestra manera de ver las cosas, la de nosotros, los que estamos aquí adentro, que tal vez constituyamos un nuevo Coro aristofánico, no de pájaros sino de lectores). Arrebatados por ese vértigo general, tendemos a pensar todas nuestras cuestiones a la disparada y lanzándonos hacia el futuro. ¿Qué ha de pasar? ¿Se seguirá leyendo? ¿Qué se leerá? ¿Quiénes leerán? ¿Cómo leerán los que lean? ¿Qué pasará con las obras 18

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que nuestra cultura lleva acumuladas? ¿Se perderá lo que llamamos “cultura occidental”? ¿Se convertirá en el culto de unos pocos? ¿Y las mayorías, entonces, qué leerán? ¿Cambiará el concepto de “obra” tal como lo conocemos, y por lo tanto el de “autor”? ¿Qué géneros de los llamados literarios sobrevivirán a la gran transformación (si es que sobreviven), la poesía, el cuento, la novela? ¿Bastará el sustento de la palabra? ¿Y en qué se sustentará la palabra a su vez, dónde encarnará? ¿Cuál será la ficción de los nuevos tiempos? ¿Cómo se construirán y debatirán las ideas? Y ¡ay! una más: ¿tendrá sentido, en medio del vértigo, hacer lo que hacemos en este mismo momento, sentarnos a hablar de lectura? Todas estas y muchas preguntas más —el solo formular preguntas podría resultar un ejercicio excelente— nos producen tamaña conmoción, tamaña ansiedad que de pronto todo parece precipitarse en un remolino confuso. Sin asideros además, porque, a cada nueva pregunta, el escenario se sacude nuevamente y nuevamente gira y nos deja ahí, desconcertados y manoteando el aire. Todo parece ponerse en cuestión a cada instante, y el sentimiento que nos embarga, mezcla de desazón y parálisis momentánea e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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y electrizante sorpresa, es el de perplejidad. Estamos, de veras, perplejos. Y no sabemos hacia donde ir ni a qué aferrarnos. Este rato de charla tiene para mí un único propósito: salir en defensa de la perplejidad. Demostrar, si puedo, que la perplejidad es algo elogiable, bueno, y preñado, aunque todavía no parido, algo así como el estado de ánimo del caos. Y el comienzo de toda lectura. Tal vez no estemos tan mal parados para “leer” lo que nos está pasando, puesto que estamos perplejos. También yo lo estoy, y seguramente no lo estaré menos cuando termine de leer esto. Tampoco ustedes estarán menos perplejos por escucharme pensar en voz alta. Sólo espero que, al concluir, nos sintamos todos mejor dispuestos a aceptar esa perplejidad no como un mal sino como un bien, como el gran huevo que es, de donde nacerán significaciones nuevas. Voy a relatar muy brevemente cómo fui llegando a esta reivindicación de la perplejidad. El particular camino de mi pensamiento no tiene en sí ningún valor especial, pero sus idas y vueltas, sus laberintos, y el auxilio que le fueron prestando otros pensamientos mucho más contundentes —auxilios que en realidad 20

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nunca tomaron la forma de un camino trazado sino, otra vez, la de nuevos laberintos— pueden servir para reflejar, de alguna manera, ese movimiento de la perplejidad que me he propuesto defender aquí. La primera vez que se me apareció la cuestión de la lectura, la pregunta acerca de la lectura, no fue en mi calidad de lectora (en tanto lectora, la lectura era para mí algo natural, nunca me había parecido un problema), sino, paradójicamente, en mi calidad de escritora, en particular de escritora de libros para niños. Fue en ese carácter que recibí en pleno rostro por primera vez la famosa pregunta —falsa pregunta, en realidad, o afirmación disfrazada— acerca de por qué los niños no leen, o por qué ya no leen (entiéndase “ya no tanto como antes”). La pregunta suele ir acompañada de una escenita de contrariedad que incluye algún mohín compungido, un movimiento apesadumbrado de cabeza: por qué será que ya no leen, ay, pobrecitos, qué barbaridad, qué pena la enfermedad que los aqueja. Una pregunta incómoda, que olía a mentira, pero que de todos modos siempre llevaba la batuta. Se la podía negar, escamotear, replantear, pero, en última instancia, era la pregunta que mandaba. Me llevó algún tiempo entender hasta qué punto e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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esa pregunta había resultado eficaz para ocultar la verdadera cuestión detrás de un falso decorado. El primer plano lo tendrían los niños. Los niños, como buenos chivos expiatorios que son —siempre lo han sido—, se harían cargo de las pérdidas de los adultos. Ellos, que no tenían una reputación que defender, purgarían el crimen. Con la valiosa ayuda de algunos pensamientos muy claros —el de Marc Soriano, que me enseñó a historizar y a contextualizar los temas, el de varios psicoanalistas, Winnicott sobre todo, el de los historiadores de la infancia—, y la ayuda además de algunas preguntas, esas sí francas y frescas, de mis lectores niños que querían saber por qué me gustaba tanto leer cuando era chica (¿por qué sería?) y cómo fue que me metí a escritora (tienen razón, ¿cómo fue que me metí en esto?), pude correr de lugar la cuestión (sólo para mí y en mi propio pensamiento hubo corrimiento; los entrevistadores improvisados no se movieron un ápice y aun hoy siguen repitiendo, con cándida estupidez, la misma cantilena). Algo sucedía en torno a la lectura, puesto que todos se preocupaban casi etnográficamente por ella. ¿Sería una práctica en peligro de extinción? 22

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Había algo sobre lo que reflexionar, pero no pasaba puntualmente por los niños. Tenía más bien la forma de una paradoja histórica: la cultura escrita había alcanzado una extensión máxima, como nunca antes en el planeta (se espera, o se propicia, un analfabetismo cero para dentro de quince años), pero ese triunfo, con el que habían soñado educadores y revoluciones, se producía, al parecer, en medio de un creciente desinterés por la lectura. Para cuando estuve en Madrid, a fines del 98, se me había hecho muy evidente la pérdida de la significación social de la lectura. Veía que la lectura no ocupaba un lugar en el imaginario colectivo como el que antes había ocupado, o al menos el que había ocupado en ciertos lugares del planeta y en ciertos sectores sociales. Comparaba esta situación de hoy con la de otros momentos históricos en los que la lectura sí había sido significativa, había representado un gesto social fuerte, incluso un desafío y hasta una transgresión. Digamos momentos en los que los que leían sabían que estaban leyendo y sabían lo que hacían cuando estaban leyendo. Esta contextualización social de la cuestión de la lectura —que cobró nuevo sentido para mí a partir de la lectura de grandes historiadores de la e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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cultura, como Roger Chartier o Raymond Williams o George Steiner— debía leerse a la luz de esa democratización extraordinaria al parecer “desperdiciada” puesto que los alfabetizados no tenían “interés” en leer y leían sólo lo que se veían forzados a leer para abrirse paso en la vida cotidiana. ¡Qué extraño y complicado parecía todo, qué desconcertante! ¿No sería que habría que redefinir la palabra “leer”, y “lectura”, haciéndola entrar en juego con las nuevas condiciones? Al mismo tiempo traté de echar un vistazo a mi propia práctica de lectura, eso que no había hecho al comienzo, cuando la cuestión era otra y parecía venir desde afuera. Tal vez porque les seguía debiendo a mis lectores una respuesta a eso de por qué leía, y por qué me gustaba tanto leer cuando era chica. Recalé en la noción de “frontera”, un “sitio” —asociado de alguna manera al juego— donde yo estaba cuando leía, y cuando me leían, y también, después, cuando escribía. Un sitio que no era ni yo misma ni el mundo, sino otra dimensión, que en esa práctica y con esa práctica se volvía habitable y acogedora. También se me apareció la noción de enigma, de acertijo. Leer era las dos cosas. Por un lado, era sentirse “en casa”, habitar un sitio, y por otro perseguir 24

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algo. Había algo de búsqueda en lo que prometía el texto, algo de promesa de revelación en el abrir un libro, en el internarse en una historia. Un misterio, algo escondido. Leer no me lo resolvía —el enigma es, por definición, insoluble— pero me acercaba a él, me permitía rodearlo, explorar sus bordes. Además, me sentía menos sola, más acompañada por otros que también habían constatado su presencia y explorado sus bordes. Esta búsqueda —búsqueda sin hallazgo, en realidad—, este perenne acertijo, esta provisoria construcción de sentido que significaba la lectura para mí se me aparecía muy contrapuesta a los “instructivos”, y a las consignas muy precisas con que algunos regulaban la lectura y que parecían anular de antemano esa confrontación con el enigma. La consigna escamoteaba el enigma. Pero el enigma era necesario. Una cierta confusión, un cierto desconcierto hacían falta. Recordando mi propio pasado de lectora, y pensando siempre en dar una respuesta honesta a quienes honestamente me preguntaban por él, tuve por primera vez la sensación clara de la perplejidad necesaria. Yo, al menos, leía desde la perplejidad. La perplejidad era para mí mejor motor de lectura que el mée l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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todo y la garantía. Y, si lo que me pasaba a mí también les pasaba a otros, tal vez éste no fuese un mal sino un buen momento para la lectura, a pesar de las tormentas. Motivos de perplejidad no nos faltaban. Pienso en la irrupción en nuestras vidas del espacio virtual de la computadora, por ejemplo. La pantalla y todas sus asombrosas consecuencias. Anulación del espacio real. Carácter “alado” de las noticias. Y esa nueva promiscuidad —o nuevo Caos— en el que uno podía zambullirse con sólo darle el sí a una tecla. Era para sentirse perplejos. Por otra parte, se había producido una especie de inversión generacional: nosotros, los adultos, experimentados lectores, parecíamos torpes recién llegados, y los niños —nuestros discípulos— daban la sensación de ser los verdaderos expertos. Este súbito cambio de roles, de alguna manera, también contribuía a la perplejidad reinante. Y la perplejidad nos obligaba —al menos a mí me obligaba— a seguir pensando. Si era cierto que buena parte de la lectura futura se iba a producir allí, en el espacio evanescente de la pantalla, ¿no habría que redefinir “lectura” tomando en cuenta ese deslumbrante Nuevo Continente? ¿No habría que releer 26

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a la luz de esa situación nueva todo el pasado de la lectura y, a la vez, leer este nuevo presente a la luz de ese pasado? Pensemos en un cuento, por ejemplo. Un cuento había empezado a ser en la voz del que lo contaba, ligado indisolublemente a su lengua, al flujo de su sangre, al palpitar de sus vísceras. En ese sentido estaba vivo. Pero, a la vez, era evanescente como el presente mismo, “en un punto ido y acabado”, como decía Manrique. Después el cuento había sido letra y libro, hecho cuerpo él a su vez, ambicioso de derrotar el tiempo. Los libros, la biblioteca, el gran triunfo de la memoria. ¿Y ahora? Ahora de pronto todo era pura descorporización, con una nueva memoria y una nueva evanescencia. ¿Cómo no suponer que esa novedad acarrearía consecuencias generales para la lectura? ¿Cómo no imaginar que la lectura debería ser “leída” de nuevo? Tuve la suerte de intercambiar algunas ideas con Emilia Ferreiro, pensadora muy vigorosa, y de leer la conferencia que dio en el Congreso de Editores que tuvo lugar en Buenos Aires en mayo de 2000. Lo admirable de esa conferencia de Emilia Ferreiro —que se daba en un marco de pánico, en el que los enviados de Microsoft Corporation, como arcángeles e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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informáticos, amenazaban a los editores tradicionales con la pronta extinción y los editores tradicionales se abroquelaban, con gesto ofendido, en sus tradiciones libreras— es que puso la cuestión adentro de la historia, sin quitar el conflicto ni la perplejidad que genera en todos, sino más bien montándose en esa perplejidad y obligándonos a apretar pedal a fondo. Y aquí estoy hoy, viendo si puedo pensar un poco más, o desde otro sitio, esta cuestión de la lectura que, desde hace años, se me arma, se me desarma y se me vuelve a armar de manera diferente a cada rato. Lo primero que se me apareció fue la palabra esa: “perplejidad”. Una palabra que siempre me gustó bastante. No estaba muy segura de que fuera una palabra respetable, seria, porque tenía que ver más bien con un estado de ánimo, una especie de “emoción intelectual”. Pero se me ocurrió que tal vez no fuera del todo irrelevante desde un punto de vista epistemológico. Tal vez fuese incluso una condición para la lectura. Todo esto me pasó por la cabeza durante la noche (pensar problemas es una buena manera de mantener el insomnio a raya). “Perplejidad” era mi palabra. De perplexus: enmarañado, mezclado, tortuoso, lleno de vueltas (como 28

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un laberinto), y del griego pleko: trenzar, rizar, anudar con lazos; dícese también de la voluta del humo, del repliegue del cuerpo de la serpiente, de las voces que se entrelazan en coro y de los discursos que se tejen con palabras. Bravo por “perplejidad”, era una linda palabra. Lo intuido de noche en el insomnio quedaba corroborado de día en el diccionario. Fue entonces que se me apareció el viejo Caos. Si todo era confuso, no había más que apoyarse en la confusión misma. Sin intentar resolverla de un plumazo, sino más bien dejándose flotar en ella. Yendo y viniendo por el laberinto, yendo y viniendo por la biblioteca. Así que empecé por el Caos. Retomé Hesíodo y Aristófanes, los dos en ediciones muy viejas. Hacía rato que no los leía y volví a sentir un cariño agradecido por ellos. Tuve un momento de zozobra al pensar: ¡ay!, ¿y si los olvidaran?, ¿será posible que los futuros los olviden? Los dejé sobre la mesa, no quise volver a colocarlos en el estante. Busqué referencias a viejas cosmogonías en enciclopedias físicas y virtuales, y cosmogonías nuevas en el libro de Carl Sagan, donde hubo algunas imágenes —las de los cuadros de Jon Lomberg— que me e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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hicieron pensar otra vez en el “huevo luminoso” de Aristófanes. Inquietante coincidencia. Me asomé apenas a los llamados “científicos del Caos” a través del artículo de una revista de divulgación y un par de capítulos del libro de James Gleick, Caos, la creación de una ciencia. Las primeras noticias del Caos de los científicos me habían llegado de una manera muy incidental, en la mesa, mientras cenábamos con mi familia, y a través de los comentarios de mi marido —una persona abierta a la perplejidad y los enigmas nuevos— y, después, de mis hijos; los tres son muy curiosos de la ciencia. La lectura de Gleick me resultó difícil. No terminé de entender si, como decían algunos, se trataba de encontrar cosmos en el caos (cierta predictibilidad, algún “diseño” en el desorden que tarde o temprano se repetía) o si más bien, como decían otros, la teoría no hacía sino demostrar que todo cosmos contiene en sí mismo el caos. Me pareció de buen augurio que también los científicos, tan confiables ellos, se sintieran perplejos. Navegué algunas horas por Internet montada sólo en la palabra “perplejidad”, y llegué a algunos sitios sorprendentes. En particular a uno, de un tal Donald Justice (nueva emoción por el juego involuntario de 30

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palabras), que se llamaba Benign obscurity (oscuridad benigna) y que trataba ¡de poesía! Decía: “Hay poemas que toman posesión de uno mucho antes de la comprensión” (el autor los comparaba con una súbita ráfaga de viento). En esos casos la comprensión (al menos la analítica) quedaba suspendida en el rapto. Contaba también cómo el poeta T.S. Eliot decía haberse sentido apasionadamente atraído por la poesía francesa mucho antes de ser capaz de traducir una línea siquiera. Justice —el “hombre justo”— me decía desde la pantalla: “Creer o sospechar que ahí, detrás de esa cortina de palabras, hay algún significado oculto es importante, creo, para todos los lectores”. Aunque, a su modo de ver, no todas las oscuridades fueran benignas; bondadosas eran las que daban señales de que no nos iban a dejar caer en el desconsuelo, de que algo tenían que hacía que valiera la pena el esfuerzo de penetrarlas. Seguía una delicada puesta en valor de un poema de Gerard Hopkins. La “buena” oscuridad. ¿Una proximidad con el enigma? ¿Estarían esos buenos y apretados poemas en los arrabales del cosmos y, entonces, tocándose casi con el caos, de ahí la perplejidad y el furibundo atractivo? En ese punto —vean ustedes lo perpleja e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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que estaba yo, cómo iba y venía por mis bibliotecas, la de mi casa, la de mis redes, la de mi memoria— me acordé de una cita de Borges que tuve que ir a corroborar para ver si no me fallaba el recuerdo. Hice bien en ir porque sí me fallaba, algunas cosas me habían venido recortadas y dadas vuelta. Es una frase muy borgeana —Borges era maestro en perplejidades— que está al final de La muralla y los libros: La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.

“La inminencia de una revelación, que no se produce”, ésa, sobre todo, era la imagen que yo buscaba. Algo para entender, que nunca se entiende del todo. Algo para atrapar, que nunca se atrapa. La víspera expectante, que mueve al lector, lo acucia, lo hace desafiar el Caos y lo oscuro. ¿Habrá un lugar para la oscura perplejidad en la prédica contemporánea en favor de la lectura? ¿O habrá quedado erradicada por la brillante eficacia? 32

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Los argumentos que se dan en favor de la lectura suelen ser del tipo tranquilizador. La lectura da acceso al saber. La lectura favorece la apropiación de la lengua. La lectura da a uno la posibilidad de criticar, de pensarse. La lectura ensancha horizontes, permite la polifonía cultural, lo hace ingresar a uno a círculos de pertenencia cada vez más amplios. La lectura es eficaz socialmente, un excelente instrumento para otros logros. Todos esos argumentos son ciertos. Y, sin embargo, la lectura es algo más y algo mucho menos tranquilizador, o tan tranquilizador como asomarse a un abismo. La lectura lo pone a uno frente al acertijo. Lo “perplejea” digamos (pido permiso para un neologismo). Lo deja al borde de la inminencia. Y es ese acertijo, esa inminencia, esa primera oscuridad con la que uno confronta lo que lo lleva a leer, justamente. Es ése el vacío que llenar. Ése el silencio que se llena con palabras. Es así como respira la lectura. El aire no entra por su cuenta a nuestros pulmones, es el vacío que se hace en los pulmones el que arrastra hacia adentro el aire (todos los que hemos tenido crisis asmáticas conocemos el misterio). Y con la lectura es igual. Tiene que haber un vacío que se llenará leyendo. Si el vacío no está, de nada e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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vale empujar hacia adentro la lectura. Ésa es la condición previa. El vacío, metafóricamente la pregunta, lo que no se sabe, lo que a uno le falta. Que, por supuesto, como demostraba Sócrates, es el inicio de todo saber bien parido, ya que —y ahora nos podemos acordar de Nietzsche en el Ecce Homo— “en última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe”. Se podría decir que la lectura (en el sentido en que la usamos cuando nos preguntamos ¿quiénes son los lectores? o ¿qué va a pasar con la lectura?) es un periódico y saludable regreso al viejo bostezo desconcertante, al Caos, a la “inminencia del huevo”. Sin embargo, el argumento de la perplejidad y de la oscura necesidad de completarse de algún modo en lo leído rara vez era esgrimido. Los argumentos que se esgrimían siempre eran otros. Mirándolos más de cerca parecía posible agruparlos en dos familias, o dos corporaciones: estaban los argumentos prácticos (que insistían en lo instrumental de la lectura) y estaban los argumentos emocionales (que insistían en el placer de la lectura). Los argumentos instrumentales eran muy fuertes. El aspecto instrumental de la lectura era innegable. 34

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Buscar el nombre de una calle, el número de teléfono de un tal García, desentrañar lo que pide un formulario, enterarse de las noticias, leer un instructivo o las contraindicaciones para un cierto medicamento eran instancias prácticas en las que ser analfabeto podía acarrear feas consecuencias. Que en nuestra sociedad había un sitio para la lectura instrumental era sencillo de demostrar. ¿Lo había para la lectura llamada “placentera”? La lectura había sido una “distracción”, un entretenimiento, una actividad de tiempo libre desde fines del siglo xviii y sobre todo en el siglo xix, cuando se había vuelto masiva. En alguna medida lo seguía siendo, aunque el cine primero y luego los medios de comunicación audiovisuales, la radio y la televisión, con sus teleteatros y, más modernamente, sus “noticias noveladas”, habían terminado por ocupar ese lugar emocional y por satisfacer las necesidades de ficción de millones de personas que antes devoraban folletines. Pero de todas formas la gente seguía hojeando revistas y devorando best sellers. Aunque había que reconocer que se parecían tanto la postura de un lector de folletín y la de un espectador de un teleteatro que uno se preguntaba si no era un poco e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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injusto que la idea de “lector de tiempo libre” actual se vinculase sólo al código escrito. En todo caso, tanto la postura instrumental como la postura placentera quedaban justificadas. Uno podía fácilmente imaginar un lector práctico, que decodifica para abrirse paso en la vida, y también un lector “enganchado”, que sigue las peripecias de una historia en un libro, como podría seguirlas en una pantalla. Pero seguiría faltándonos algo. Otra postura de lector. Cuando decimos de alguien que “es un lector” y lo imaginamos como alguien audaz y avisado, alzado contra los discursos paternalistas o represivos, alguien inquieto, curioso, hurgador de ideas y lo bastante valiente para entrar sin guías de turismo en los laberintos (como pedía Nietzsche), no parecemos estar pensando exactamente en un lector de instructivos, y tampoco posiblemente en un devorador de folletines. No porque no sea necesario saber leer un instructivo para abrirse paso en la vida o no sea grato y feliz devorar las peripecias de un folletín sino porque la lectura es algo más. Si ese algo más es materia de diseminación, transmisión o contagio, ya se verá. Ya se verá si es posible, o no, “educar” en esa otra lectura. Pero que es algo más, parece indudable. Y ese “algo 36

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más”, según mi modo de ver la cosa, no es periférico, o agregado —una especie de plus— sino primario, el verdadero motor del lector autónomo. Pensando en ese lector autónomo, que se apropia de la lectura, recordé a los humanistas. El Humanismo había sido un momento histórico y cultural especialmente propicio a la lectura independiente, en que la lectura —es cierto que limitada todavía a los eruditos pero a punto ya de extenderse por efecto de la imprenta— se había definido como una práctica audaz y en rebeldía contra los paternalismos represivos, el sitio donde se recogía toda la memoria de la especie, la experiencia de la ciencia y del arte. Ahí resolví que llamaría a esta pequeña charla en torno a la perplejidad “Elogio de la perplejidad”, como homenaje directo a Desiderio Erasmo de Rotterdam y su Elogio de la locura. Erasmo, en tiempos todavía escolásticos, había hablado de la locura, o de la tontería —los ingleses dirían tal vez del nonsense—, había hablado del Caos y le había dado cabida. Había dicho: “Hasta el sabio más sabio tiene que hacerse el loco para engendrar a un niño”. ¿Había sitio en nuestro mundo para una lectura “loca” y desprejuiciada, una lectura que no tranquilie l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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za sino que más bien desasosiega, que lo pone a uno en suspenso y en vilo? ¿No tendrían razón los que se limitaban a darle un valor instrumental, práctico, eficiente, o bien el estatuto de pasatiempo? ¿A qué tanto misterio? ¿Tendría sentido detenerse, como yo quería detenerme, en la “oscuridad perpleja”, en la víspera, anterior al para qué de la lectura? ¿Cómo justificar eso que intuía? Más lo pensaba y más claro veía que esa “otra postura”, que aparecía al final —la del lector intrépido que se enfrenta con el acertijo— no era en realidad la última, sino la primera y, en el fondo, las presuponía a todas. Que el deseo de penetrar un misterio venía antes que nada, incluso antes que la destreza. Que en realidad la lectura había sido primero cercanía con el enigma, misterio (el origen ritual de los códigos escritos parecía certificarlo). Se leía para revelar un misterio, aunque nunca se lo revelara. Sólo eso podía explicar la historia de nuestra cultura escrita, la biblioteca de Alejandría, los pequeños y grandes cosmos de nuestra literatura, nuestras polémicas y nuestras utopías, nuestros teoremas, nuestros versos. Perplejo, confrontado a los enigmas, uno lee. Primero lee señales diversas (gestos, escenas, tonos, 38

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dichos), luego leerá la escritura. Leyendo se construirá pequeños universos. Universos precarios, inestables, que se arman y desarman y rearman sin cesar. Por eso hay que seguir leyendo. El lector es incansable, va y viene, va y viene, haciendo su laberinto. La pregunta por la alfabetización que se hace nuestra sociedad ¿responde a la pregunta por el lector pleno? La extensión de la escolaridad obligatoria, que es un hecho —incluso, aunque con muchos traspiés, va siendo un hecho en los países más pobres— ¿a qué clase de alfabetización apunta? ¿Con el desciframiento del alfabeto alcanza? ¿Qué tipo de lectura se propicia? ¿La instrumental? ¿La de entretenimiento? ¿Hay sitio para la perplejidad y la búsqueda? Si todos pueden apropiarse masivamente del código escrito y si las ocasiones de leer y escribir se multiplican tal como parece, ¿podrán todos convertirse en lectores autónomos, plenos y audaces? Al llegar a esta última pregunta es probable que se dividan las aguas de las respuestas. Muchos, los más, ni siquiera estarán dispuestos a plantearse el problema. Algunos de los que sí estén dispuestos a hacerlo hablarán de dosis culturales básicas, de “contenidos mínimos” (y también, posiblemente, de “mínimos e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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lectores”). Otros seguiremos defendiendo el derecho de cualquier niño del mundo al aprendizaje inteligente, la “respiración perpleja” y la habilitación cultural plena (incluido Aristófanes, digamos), aunque no puedan garantizarse de antemano los resultados. Algunos sólo pensarán en fabricar productos atractivos y fáciles, satisfactorios para el mayor número posible de lectores-consumidores. Otros llorarán la “pérdida irremediable de las Letras” y formarán pequeñas cofradías de iniciados. Varios se ocuparán de la lectura sólo como una forma más de ganar dinero. Habrá quienes se aferren a lo conocido y quienes se muestren dispuestos a explorar lo nuevo. Va a haber —ya hay— grandes diferencias, que dependerán de intereses puntuales, de estilos personales y también de posturas ideológicas profundas. Parte de nuestra lectura de lo que nos pasa con la lectura debería contemplar esas diferencias: quiénes dicen lo que dicen y desde dónde lo dicen. Y, en cada caso, habría que cotejar los discursos corrientes en torno a la lectura con las prácticas de lectura concretamente auspiciadas. Pensemos en la lectura en la escuela. ¿Da lugar a la perplejidad? Estoy acordándome del discurso, de 40

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fuerte vocación “científica”, que suelen contener los Manuales de Lengua, por ejemplo. Todos los que conozco correspondientes a los grados más avanzados de la primaria comienzan con una versión ad hoc del circuito de la comunicación de Jakobson, definiciones de “emisor”, “receptor”, “mensaje”, etc., y afirmaciones de este tipo: “Cuando hablamos o escribimos codificamos, cuando oímos o leemos, decodificamos”. Un discurso sin fisuras, “escolástico” y poco proclive a las perplejidades, que rápidamente hace pasar la lengua viva —un hecho cultural e histórico complejo, polifónico y ambiguo— a la categoría de código morse. Todas las dudas se despejan de antemano. Primero se explicará que un código es útil porque sirve a las intenciones del emisor (expresar, apelar, informar, etc.) y luego se buscará la corroboración del esquema en los “ejemplos”. Con las competencias será igual. Se explica que hay registros adecuados e inadecuados a las distintas circunstancias y que el usuario desenvuelto del idioma deberá aprender a reconocerlos. De un lector, tal como el propio Manual lo va dibujando, se espera: primero, que “tome nota” del saber que el Manual le comunica, y, después, que descifre con la mayor destreza posible según instrucciones previas. e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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¿Queda lugar para la perplejidad? ¿Caben siquiera las preguntas? ¿Hay espacio para esa mezcla de azoramiento y audacia con que uno se enfrenta a lo “oscuro”, a lo desconocido del texto —esa “benigna oscuridad” de que hablaba nuestro Justice—, y desarrolla destrezas específicas para abrirse camino en él, destrezas que son las que ese texto está pidiendo como condición para abrirse a nuestra lectura? Difícilmente haya sitio para la oscuridad porque todo ahí pretende ser luz, método y certeza. Se me dirá que el discurso escolar no tiene más remedio que ser “escolástico”. Tal vez. Tal vez la perplejidad no sea “enseñable” en el sentido escolar de la palabra. Tal vez convertirse en un lector tal como lo dibujamos aquí, audaz, autónomo y también esforzado, no sea asunto de la escuela, sino el resultado de una habilitación social y cultural que se construye en la larga duración, de manera mucho más compleja y que no puede recaer simplemente en la escuela. Pero, si no es la escuela, ¿quién? Para el 80% de la población es la escuela o nada. ¿No tendría que pensarse de nuevo la escuela en relación con la lectura? ¿No será que no es la cartilla la mejor de las entradas al lenguaje escrito? ¿No vendrán la perplejidad, 42

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el desconcierto y la necesidad de construir sentido antes que el método, cualquiera que éste sea? Emilia Ferreiro decía en su conferencia que el iletrismo (forma crónica y muy rebelde del analfabetismo que consiste en ser capaz sólo de descifrar el código, y sólo eso) seguirá avanzando mientras se siga apostando a los métodos (concebidos para formar técnicos especializados) y se olvide la cultura letrada en su plena complejidad. En estos últimos años la escuela ha incorporado dos formas institucionales que, en ocasiones, flexibilizan ese pesado instrumentalismo: el taller y la biblioteca. Dos instancias muy diferentes, aunque a veces se superpongan. El taller, o taller de animación a la lectura, fue en sus comienzos una gestión individual bastante creativa, que luego, poco a poco, fue quedando en manos de los departamentos de promoción de las editoriales. El énfasis del taller está puesto en el hacer. Pero sólo cuando el taller está en manos de un lector (condición insoslayable) ese hacer es un leer, porque sólo un lector sabe que el leer es un hacer. Cuando el coordinador del taller de animación no es un lector autónomo, con motor propio, lo más probable es que descrea de e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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la lectura. En ese caso caerá de inmediato en el activismo frenético y la mostración obsesiva: habrá tanto que hacer en materia de maquetas, representaciones, cambio de finales, pesquisas, reportajes, dibujos y demás, que rara vez quedará tiempo o lugar para el vacío. El pequeño vacío indispensable. El silencio, la inminencia y la perplejidad. Ese vaciarse de los pulmones para que pueda insuflarse la palabra, ese ritmo de respiración natural que tiene la lectura. El comentario casual, la demora. Sobre todo eso: la demora, la espera. Ese lector tan “animado” ¿habrá aprendido a respirar solo? ¿Habrá tenido espacio para explayar su perplejidad, aunque sea ésta una emoción tan oscura y poco vistosa? Algunas escuelas, no todas lamentablemente, han incorporado una biblioteca. Algunas de esas bibliotecas que algunas escuelas han incorporado funcionan como auténticas bibliotecas. Otras son sólo lugares donde hacer las tareas o donde sentar a los chicos a mirar un video cuando la maestra está ausente. En este último caso se estará desperdiciando una de las invenciones más espléndidas de todos los tiempos. La biblioteca es el lugar natural del lector. Un sitio para la perplejidad y una metáfora de la memoria. La misma 44

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cualidad del recinto —que acopia, almacena, pero de una manera tal que se propicia el tránsito interno, la búsqueda— favorece la lectura. Física y virtualmente una biblioteca es una gran trama de mundos entrelazados de mil maneras, un laberinto de corredores, estantes y “sitios” alternativos que ofrece no un camino —un método— sino infinitos caminos. Frente al fichero de una biblioteca o a su archivo virtual es natural sentirse a la vez estimulado y perplejo. Si es una biblioteca bien armada, y lo suficientemente densa y sorprendente, el lector tiene la sensación de que podría pasarse la vida ahí adentro, yendo y viniendo. La figura del bibliotecario, por otra parte, refuerza la biblioteca. Un bibliotecario es naturalmente un hurgador, y posiblemente también un perplejo (tantos son los caminos que se le abren constantemente, tantos los lomos que se le ofrecen a cada instante, tantos los “sitios” detrás de una tecla). Un bibliotecario en serio siente que está custodiando una memoria, es celoso de ella y no quiere que se pierda nada: eso lo convierte en alguien más amigo de las encrucijadas que de los caminos ya trazados. La pregunta del lector —su perplejidad— lo impulsa. Se desconcierta junto con el desconcertado y lo ayuda a moverse en la biblioteca. e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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Las marañas, las redes, las insondables memorias son su pan de cada día. Sé bien que algunas bibliotecas se han convertido en mausoleos donde el orden absoluto se parece demasiado a la muerte y otras, en lugares triviales donde “resolver cuestiones”. Sé también que hay algunos bibliotecarios con alma de burócratas. Pero igual, a pesar de todo, la biblioteca, como institución, sigue siendo el sitio donde mejor se puede aprender a ser un lector pleno y avisado, un sitio no tanto para darse respuestas como para aprender a formularse preguntas. No tiene por qué ser la biblioteca más grande del mundo. A veces una persona puede ser en sí misma una biblioteca. En un cuento de Turguéniev, Punin y Baburin, hay un ejemplo de eso. La lectura entra a la vida del narrador (por entonces un niño de ocho o nueve años) junto a una pareja muy extraña: Punin y Baburin. Aunque la abuela del niño, una terrateniente tiránica, los ha contratado de sirvientes, ellos son hombres de pensamiento y sentimiento libre. Punin es valiente y hace su presentación en el cuento con un acto de desobediencia civil, a él se asocia una palabra que el narrador escucha por primera vez, “republicano”. Es un buen lector, y tiene muchos libros con ideas. 46

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Baburin, su compañero, es torpe y raro, con su cabeza calva parecida a un huevo y sus pocos mechones de cabellos dorados como el vellocino que buscaban los argonautas; es tímido, pero tiene una maravillosa voz. Baburin sabe muchos poemas, versos épicos y poderosos, que recita y lee al niño en lugares umbrosos del parque. Para Turguéniev niño, Punin y Baburin fueron su biblioteca. Ellos introdujeron la perplejidad de los mundos alternativos en su vida tan controlada. Tal vez fueron los que lo convirtieron en escritor. Baburin tiene otra destreza, además de la de conocer tantos poemas. Imita el canto de los pájaros frotando dos platitos. Y los pájaros le responden. Me pregunto si serían parientes de los pájaros de Aristófanes, los nacidos del Caos y el Amor. Hasta es posible que hayan sido ellos los que pusieron ese gran huevo calvo en su cabeza. Grande, pequeña o reducida a la memoria de uno solo, una biblioteca es siempre algo bueno para un lector. Una biblioteca hace una diferencia. ¿No tendrá la escuela, en su replanteo de la lectura, algo para aprender de esa otra institución, tan o más vieja que ella misma? Es cuestión de pensarlo. Un momento de crisis puede ser un buen momento para poner un huevo. e l o g i o d e l a p e r p l e j i da d

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Al llegar aquí debería “cerrar”, como suele decirse, o extraer conclusiones. No voy a poder, lo siento mucho. Ni concluir ni cerrar de ninguna manera. Estoy demasiado perpleja, llena de preguntas y con muy pocas respuestas. Bastante caótico todo. Pero no me he rebelado contra ese caos. Más bien he querido defender la perplejidad que nos provoca, el estado de convulsión de las certezas. Me pareció bien hablar de laberintos justo ahora, cuando se nos dice que no hay sino un camino. Y recordar algunos pasajes —y paisajes— como éste, con el que comencé y ahora me despido: Y sucedió que la Noche emplumada puso un huevo, nacido del remolino. Y de ese huevo, con el correr del tiempo, nació el Amor, el seductor, el brillante, el audaz, con sus plumitas de oro, él mismo un remolino refulgente y centelleante. Y el Amor, fundiéndose con Caos el Sombrío, en el vientre del Tártaro inmenso, nos empolló a nosotros, a nosotros, los pájaros, que somos por lo tanto los primogénitos, los nacidos del Amor primero, los más viejos, anteriores a la Tierra y al Cielo y al Mar y a todos los Dioses Inmortales.

Yo brindo por que los lectores sigamos teniendo llena de pájaros la cabeza.

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Buscar indicios, construir sentido © Graciela Montes, 2017 © Babel Libros, 2017 Calle 39a nº 20-55, Bogotá Teléfono +571 2458495 editorial@babellibros.com.co www.babellibros.com.co dirección de la colección frontera ensayo  Silvia Castrillón edición  María Osorio asistente de edición  María Carreño Mora isbn 978-958-8954-56-1 Impreso en Colombia por Panamericana Formas e Impresos s.a. Hecho el depósito legal Todos los derechos reservados. Bajo las condiciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.


de l a consigna al enigma

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Buscar indicios construir sentido “Leer parece suponer siempre encontrar una clave, una llave. Interpretar señales, perseguir el sentido. Ver el otro lado de las cosas. Hurgar y ahondar. Horadar, explayarse, criticar y tejer, construir un relato. Solo que lo de hoy no parece ser la crítica ni la argumentación, ni el razonamiento ni la narración sino más bien el consumo, lo fugaz, la acumulación destejida, lo fragmentario, el espectáculo. No manifestamos mayor interés por las causas, por la historia de los acontecimientos, la razón de ser, las tramas, las consecuencias, sino que, más bien, nos dedicamos a beber a grandes sorbos las novedades. El tono parece ser así, efímero y voraz: consumir, sin causas ni consecuencias.”


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