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Yoyo, un duende muy travieso que andaba siempre por los bosques, decidió salir un día lluvioso a hacer alguna que otra gamberrada.
Cuando iba caminando por el bosque, vio a lo lejos una familia de conejos que estaba buscando un racimo de zanahorias que llevarse a la boca.
—Están intentando robar mi comida… —dijo Yoyo arrugando la frente—. Les daré una buena lección.
Yoyo corrió hacia su casa en busca de… ¿qué estaría tramando Yoyo? ¿Se os ocurre algo?
—Aquí está —dijo Yoyo agarrando un bote de salsa roja mientras una sonrisa traviesa aparecía en su pequeña y redonda cara.
Yoyo se dirigió hacia la zona de las zanahorias, pero los conejos ya se habían ido de allí.
—Voy a poner esta salsa picante sobre las zanahorias, y mañana cuando vuelva a comer otra vez esa familia de conejos, sabrán lo que es bueno —repetía una y otra vez el duende mientras continuaba echando salsa sobre las zanahorias.
Yoyo volvió a casa riendo y saltando, pensando en lo que ocurriría al día siguiente cuando aquellos conejos intentaran coger zanahorias de su bosque…
Cuando ya llevaba un rato jugando en su habitación…
—¡Yoyo, es hora de cenar! —lo llamó su madre.
Yoyo bajó corriendo las escaleras mientras olía el rico plato que había preparado su madre para la cena, ¡era sopa y olía divinamente!
Pero cuando Yoyo se comió la primera cucharada…
—¡Pica, pica, pica mucho! —gritaba corriendo de un lado a otro de la cocina con la cara roja y el humo saliendo por sus orejas puntiagudas.
Su gorro verde de cascabel sonaba por toda la casa mientras su madre intentaba darle algo de beber para que ese picor desapareciera de la boca de Yoyo.
—Pero… ¿cómo puede ser que esté picante? —dijo la madre de Yoyo—. Solo
lleva un poco de cebolla, caldo de verduras, sal y… zanahorias.
—¿Zanahorias del bosque? —preguntó Yoyo mientras se frotaba la lengua con un trapo.
—Claro, cariño —respondió su madre—. Las zanahorias que siempre cogemos en el bosque.
Yoyo entonces se acordó de que esa misma tarde había rociado las zanahorias con salsa superpicante para aquella familia de conejos.
Avergonzado y con la cara roja del picante, le contó a su madre lo que había hecho.
—No puedes hacer eso, Yoyo, este rato tan malo que has pasado tú, lo habría pasado esa familia entera de conejos, solo por no querer compartir la comida que nos da el bosque, que es para todos —le regañó su madre.
Yoyo empezó a pensar que quizá su madre estaba en lo cierto, y que, por alguna razón, aquella travesura que había hecho, había acabado siendo un castigo para él mismo.
Desde entonces, el duende travieso, aprendió a compartir y… tardó mucho, mucho tiempo en volver a probar algo que tuviera salsa picante… pues aún su boca recuerda aquel día lluvioso en el bosque.
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