Así lo viví yo Pedro María
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orría sobre el año 1929 cuando en casa de los Fernández, Paquita paría otro niño al que llamarían Nicolás un 4 de junio. Matías, el afortunado padre, ya contaba con tres hijos. María, la mayor, Francisco, el segundo y con Matías, el tercero; tras él nacerían seis hijos más, con la gran desgracia de una de esas niñas que nacieron después de Nicolás que a los dieciocho meses falleció por hambre y Paquita se quedó hundida. Se podía apreciar en ella un rostro triste, pero a la vez dulce, amable y amoroso, así era ella.
Matías, por otro lado, dolido por la pérdida de su hija no le podían caer ni lágrimas por su áspero rostro y la frialdad de su carácter (en aquella época LOS HOMBRES NO LLORABAN).
No eran buenos tiempos, ya que en esa época se vivía la posguerra en España y la escasez de alimentos y dinero
era masiva donde las gentes de ese pequeño pueblo, donde todos se conocían, hacían trueques. Matías intentaba sacar harina, aceite de todo lo que podía, menos el vino, que él mismo hacía, ya que decía que era lo único que él y sus hijos podían disfrutar.
Tres años después del nacimiento de Nicolás en 1932, un 3 de mayo en casa de José y Esperanza otro vecino del pequeño pueblo nacería: Virtudes, primera hija del matrimonio. Cuando José cogió a su pequeña hija en brazos dándole todo su amor, la besó rodando una lagrimita por la mejilla de alegría, mientras su mujer Esperanza le reclamaba su atención, diciéndole con su déspota voz: «quien te necesita ahora soy yo, que soy la más dolorida» y José le hacía caso. Tras nacer Virtudes, nacerían cinco hijos más. José hacía trueques y vendía y compraba de estraperlo en casa de José; siempre se intentaba que hubiese algo en la mesa, igual que en casa de Matías y Paquita y en el resto de los vecinos.
Cuando Nicolás contaba con unos siete años empezó a ir con su padre y hermanos a segar romero, de esa manera aportaba a saciar el hambre de su casa.
Por otro lado, Virtudes, con tan solo nueve años, la pusieron a servir en casa de los señores, asegurándose de ese modo que tendría una cama caliente, estaría alimentada y tendría su jornalito que mandaría a sus padres. «Todo esto sin que la señora se sorprendiera de su corta edad», pero Virtudes, a pesar de su corta edad, demostró que servía para trabajar y que era muy válida para llevar una casa «sabía cómo hacerlo por-
que siempre estaba ayudando a su madre, la que no valoraba todo aquello que hacía su hija». En esa primera casa llena de opulencia y riquezas, Virtudes fue formando su carácter. Los fines de semana, Virtudes iba a ver a sus padres y en uno de esos fines de semana se encontró de cara con Nicolás a quien ya conocía, pero nunca habían hablado. «Cabe decir que ella era agradable con las gentes de su pequeño pueblo, pero ya tenía forjado su carácter, fría, impasiva y narcisista». Nicolás y Virtudes, a partir de ese día, se fueron viendo con más frecuencia hasta el punto de ir Nicolás con una vieja bicicleta a ver a Virtudes, después de su jornada de trabajo, solo cinco minutos y tras las rejas de una ventana.
Nicolás necesitaba explicarle a su madre lo que le estaba pasando con Virtudes, y Paquita, su madre, lo escuchó con su tristeza que ya formaba parte de ella tras el fallecimiento de su hija, pero con mucha dulzura y amor que ella siempre profesaba hacia su familia y vecinos, de tal forma que abrazó a su hijo, que en ese momento era lo que necesitaba Nicolás.
Tomando su vaso de vino se lo explicó a su recto y frío padre Matías, el cual simplemente le frunció el ceño y sin ningún tipo de sentimiento se dispuso a cenar una pobre cena que había podido hacer Paquita en su chimenea con unas trébedes y una vieja sartén.
Recordemos que, por esas fechas, 1939, estaba instalada en España la dictadura del gallego general Franco «el Caudillo». Con dicha dictadura estaba instaurada la pena de muerte; en los colegios, los alumnos al entrar en sus aulas que solían
ser de 42 niños por aula, tenían que levantar la mano y cantar el Cara al sol y como muchos colegios católicos estaban unidos al Caudillo también tenían que rezar un padrenuestro.
En los colegios tenían que portarse los alumnos como el profesor decía «los profesores, muchos de ellos frailes en el caso de los niños, y monjas en caso de las niñas, eran una figura de temeridad para los alumnos» sin poder rechistar por miedo a los castigos físicos que les hacían y los padres lo consentían.
Pero Nicolás y Virtudes no tuvieron esa suerte de poder ir a la escuela; eran ignorantes, pero no tontos. Así fueron transcurriendo los años en casa de Virtudes. Su padre José hacía todo lo que podía para que en su casa faltara lo mínimo y, por otra parte, en casa de Nicolás pasaba lo mismo. Matías hacía todo lo posible para que en su casa faltara lo mínimo, pero el vino nunca faltaba. La madre de Nicolás era una mujer sumisa a todo lo que le decía su marido, con semblante pálido y mirada perdida, con mucho dolor en su corazón por el nefasto fallecimiento de su hija de dieciocho meses mientras el opulento, mal agradecido de su marido no la dejaba ni opinar, simplemente le decía: «tú, a callar», pero con cara dulce y gestos amables hacia todo el mundo, mujer cariñosa y amada por sus hijos y conocidos. «Ay, pobre Paquita». A diferencia de la madre de Virtudes, Esperanza, siempre con algún dolor, sus rasgos faciales de enfado perpetuo y con carácter narcisista, así que sus hijas la temían, haciendo siempre lo que ella quería, como que sus hijas se ocuparan de la casa, ya que
ella sola no podía. Esperanza solo se dedicaba a inventar qué poner en la mesa para que comieran todos, y José, hombre más bien bajito, delgado, correcto con todo el mundo y cariñoso, que respetaba todo lo que decía su mujer con sumisión. Mientras transcurrían los meses, Nicolás y Virtudes fueron afianzando más su noviazgo, y ahorraban para cuando pudiese llegar el gran día: el de su boda. Era tan poco lo que ganaban y la ayuda que daban a sus familias, que sus ahorros eran pequeños. Les costó 9 años ahorrar 500 pesetas. Durante su largo noviazgo, no hubo ni un beso robado ni un abrazo, ni tampoco un apretón de manos «en aquella época todo eso antes del matrimonio era pecado y Virtudes lo tomó al pie de la letra». Virtudes, poco a poco, fue forjándose más y más su fuerte carácter, ególatra, frío y narcisista «en parte por el frío carácter que su madre de la cuna le había enseñado». Esta era más bien bajita como su padre José, y muy presumida y exigente con Nicolás, y este, sumiso como su madre, ingenuo y dulce aceptaba a su amada «con lo que yo siempre llamé defectos» y él decía que nació así, nunca en su vida quiso ver el carácter de su amada. Nicolás era un hombre más bien agraciado, alto, dulce, y cariñoso. Y así fueron pasando esos 9 años hasta llegar el gran día de la boda.
Con escasez económica, Virtudes en ese día le habría gustado lucir un bonito vestido blanco de larguísima cola «como las señoritas hijas de los señores», ya que ella en su gran imaginación y fantasía, llegó a pensar que era querida, apreciada y perteneciente a la aristocracia, pero en su humilde posición
no le quedó más remedio que casarse con un vestido que le cosería su madre para utilizar a posteriori y a su vez Nicolás vestiría un humilde traje que le hizo su madre. Pero eso no era de gran importancia para él, lo realmente importante era que estaría con su amada hasta que la muerte los separara. La boda se celebró en una bonita iglesia «hasta el día de hoy se mantiene como entonces», la ofició el párroco don Tobías, un párroco de aquellos que iban todo vestido de negro y había que besar la mano antes de empezar a hablar con él. Invitaron al festín a sus respectivas familias que eran largas, amigos y vecinos. Las fotografías hechas eran de veras preciosas, esa preciosidad se las daba Nicolás, que miraba a Virtudes tímidamente como si nunca hubiese visto mujer alguna y Virtudes posaba con una sonrisa.
Los padres y hermanos de ambas familias se sintieron muy felices por el enlace «De las 500 pesetas que habían ahorrado después de todos los gastos que conllevó la boda solo les quedaría 100 pesetas».
Terminado el banquete, todos los invitados volvieron a su casa y Nicolás y Virtudes se irían a una humilde casa que habían alquilado. En esa noche de bodas, ya ambos en la habitación, Virtudes le pidió al ya su marido que apagara el quinqué, para que Nicolás no la viese desnuda y se amasen tímidamente en la oscuridad de la noche, aunque a Nicolás le hubiese gustado ver el cuerpo desnudo de su amada Virtudes, pero claudicó a la petición de esta.
Por aquellos años ya era de vital importancia que en cada casa hubiera un cerdo y unas gallinas, para así asegurarse de no pasar hambre durante el año. En casa de Nicolás y Virtudes, con sacrificio, también llegó el cerdo y las gallinas.
Cuando era el momento de la matanza, en casi todas las casas del pequeño pueblo salían a las calles como si de una fiesta se tratase. Unos ayudaban a otros y hacían embutidos echándoles conservantes naturales y salaban los jamones asegurándose de tener para casi todo el año.
Así fueron pasando los días, cuando Virtudes se dio cuenta de que le faltaba su menstruación y al explicárselo a su madre Esperanza, esta con la arrogancia inculta y el narcisismo de cuna le dio órdenes a su hija para que fuese al médico don Julián. Virtudes, sin decirle nada a Nicolás, se dirigió hacia la consulta de don Julián. Ya dentro del dispensario y tras una breve exploración, este le daría la enhorabuena. Virtudes estaba embarazada.
Pasaron unos días antes de comunicarle la noticia a su marido Nicolás, el cual al enterarse, loco de ilusión fue corriendo a decírselo a su madre Paquita, la cual con su rostro cariñoso y ojos llorosos de emoción lo felicitó abrazándolo fuertemente, algo que en aquel momento necesitaba de su madre. Esperó a que llegase su padre para poder compartir con él su ilusión. Cuando llegó Matías, tomaron un vaso de vino los dos. Nicolás le daría a su padre la noticia, el cual, sin inmutarse mucho, frunció el ceño y exclamó un bien a modo de gruñido.
Los meses iban pasando. Virtudes y Nicolás no mantendrían ningún tipo de relación marital por miedo a dañar al embrión, y lo que era una pequeña barriguita se fue formando mes a mes en una gran barriga. Una noche, en el año 1960, un 15 de enero, con un fuerte frío y nevando con ventisca, Virtudes despertó a Nicolás a las tres de la madrugada para que fuese a avisar a don Julián, el médico. Virtudes estaba de parto, y este se apresuró para avisar a don Julián, el que atendió a Virtudes en su parto, avisó a su vez a su madre Paquita y a su suegra Esperanza; tras explicarles a ambas la noticia, contándoles la situación a través de la ventisca de nieve que había, se presentaron en casa de Nicolás y Virtudes. Paquita, a modo de respeto, se quedaría en el comedor acompañando a su hijo. Un comedor que contaba con una vieja mesa de madera y cuatro sillas viejas también de madera. Esperanza, intuitiva, con ilusión y frialdad, entró a la habitación con su hija, quien estuvo en el parto toda la noche. Virtudes, desfallecida de dolor de empujar y de escuchar a su madre que su único ánimo era decirle: «empuja con fuerza, que no te pasa nada, yo he parido cinco y estoy aquí», sobre las nueve de la mañana se escuchó un llantito. Virtudes había parido un niño al que llamaron José, por su abuelo paterno; un niño, que ya en el mismo día de su nacimiento, don Julián querría pedir acta de defunción pues bajo su criterio el pequeño había nacido muerto y pidió que avisaran al cura don Tobías, a lo cual Virtudes se negaría alegando que su pequeño res -
piraba; si dejaba de respirar, ellos mismos avisarían a don Tobías y a él también.
Paquita, hecha un mar de lágrimas, con su eterna dulzura, apoyó la decisión de su hijo y su nuera. A su vez, Esperanza, echando a don Julián de casa de su yerno y su hija, le dijo a Virtudes que se lo pusiera en el pecho para que mamara.
El pequeño José intentaba mamar, pero con el cansancio se dormía.
Pasaban los días y Virtudes le daba el pecho al pequeño José, pero este cada día que pasaba tenía peor aspecto «aspecto de un pequeño cadáver», lo que provocaba que Virtudes sacase poco a su pequeño y cuando lo hacía lo envolvía en una toquilla blanca y una fina gasa sobre su rostro para que nadie viese la carita del pequeño José.
No contaba el pequeño José con un mes de vida, cuando un día Nicolás y Virtudes quisieron llamar a otro médico para tener otra opinión, un doctor del cual habían oído hablar muy bien y que vivía en las pedanías aledañas al pequeño pueblecito. Se dirigieron a casa de los padres de Nicolás para dejarle a la abuela Paquita su pequeño, envuelto en su toquilla blanca y poder ir tranquilos a llamar a don Hilario, ya que el pequeño José siempre estaba llorando. Hablaron con el médico y este les dijo que al día siguiente iría a su casa a visitar a su hijo. Cuando llegaron Nicolás y Virtudes a recoger a su pequeño, cuál sería su sorpresa que los ojos de ellos se fueron directamente a mirar a la toquilla blanca y vieron una mancha roja en ella. Nicolás, reclamando a su madre, le dijo: «Pero
En el abrigo de una humilde familia bastante hostil nace Virtuditas, donde conoce de primera mano lo que es estar sola con tan solo siete años, ser querida y odiada, e intentar valerse ella sola ante las adversidades de la vida que la rodea.