Maldito desamor

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MALDITO DESAMOR

Miguel Lobo

Con el brillo en las pupilas daba el punto final a la figura. Era una tarea laboriosa. Me había propuesto materializar unos sentimientos propios, poner voz a una vida complicada que gritaba desde lo más profundo de mi ser, en arrebatos de vida y de muerte por igual. Pero me resultaba insultante poner mi cara a esa figura, como debía de haber hecho en un arranque de honestidad. No lo hice. En su lugar, acobardado por una realidad oculta a los demás, traspasé toda moral y endosé mi carga de años de frustración a esa fisonomía. Total, solo eran trazos que conformaban una cara inerte, hábilmente pintada. ¿Quién lo sabría? ¿A quién le haría daño?

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Me levanté de la silla agotado; la figura me seguía mirando fija, huraña, con tanta realidad que parecía que estuviera viva. Un mohín involuntario de extrañeza recorrió mi rostro, y la dejé en el suelo, contra la silla, en el ángulo más oscuro del desván.

Necesitaba descansar unos días antes de acometer otro reto. Este me había quitado las fuerzas. Conocidos míos me decían que un cuadro ha de ser solo una pintura, nunca la materialización de tu propia existencia, porque si no una obra se puede convertir en una experiencia sin fin, donde tratas de concretar sentimientos que no siempre se dejan definir con un pincel. Yo siempre les decía que para mí la pintura es algo más que colores y rayas, para mí ante todo la pintura es vida.

Al cabo de una semana, dejándome influir por mis compañeros, comencé un cuadro por encargo, debía copiar de una tarjeta un paisaje de montañas. No tenía la fuerza de aquella cara, pero me ayudaba a tranquilizar mi mente de paradojas. El lienzo anterior lo había hecho en un momento concreto, de necesidad vital, dando rienda suelta a mi persona, pero nunca se hizo con la finalidad de ser vendido. Estuve incluso tentado de destruirlo, como si él fuera el culpable de múltiples desencadenantes que condujeron a un joven a estar en guerra consigo mismo.

Una noche, habiendo pasado años desde que hice la pintura que ya ni recordaba, escuché un ruido, como el que hace una silla al desplazarse, que cesó a los pocos momentos.

Me vino a la memoria la figura de una rata que una vez deambuló hambrienta por el desván, destrozándome a zarpazos parte de mi obra, pero aquello acabó con la muerte del animal, y a excepción de tan desagradable incidente, había elegido el sitio como idóneo, por ser un lugar aséptico que tenía toda la tranquilidad y el silencio que necesitaba para mi trabajo. No le concedí importancia, algunas veces la madera se resiste a permanecer inerte y se obstina en crujir rigiéndose por directrices físicas de dilatación o contracción, y seguí pintando.

Pintaba un trazo recto, cuando otro ruido del arrastrar de sillas me hizo hacer un borrón grueso que me costaría quitar. Me levanté del asiento, nervioso, giré la cabeza por uno de los costados y miré con asombro al fondo.

Efectivamente, había una silla, seguro que de ella procedía el ruido en su inexplicable desplazamiento. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, no me consideraba miedoso, pero qué o quién tenía la fuerza de moverla. Cogí en un movimiento instintivo el pincel de mayor grosor y lo empuñé a modo de arma. Estuve por salir corriendo de la habitación y cerrar con llave, pero me parecía una postura pueril y decidí avanzar temeroso hacia el rincón, sumido en miedos inadecuados para mi edad.

Seguro que es otra rata, pero un animal capaz de desplazar objetos tan pesados debería tener unas considerables dimensiones. Con cuidado, comencé a separar los cuadros apoyados contra la silla en el justo ángulo para que no cayeran al

suelo, ni sufrieran daño por la compresión de unos con otros. Alguna vez había oído hablar de movimientos de muebles en casas sin aparente justificación, pero no me atrevía aún a considerar el sótano en el que tanto había pintado como un lugar anormal. Seguí desplazando los lienzos esperando ver la figura deforme y huidiza de tan asqueroso animal en cualquier momento, retrocediendo en el tiempo con cada nuevo movimiento, hasta llegar al primer cuadro que servía de apoyo a los restantes y que distaba lustros de mi actual obra. Al girarlo en la búsqueda de la causa del ruido, no me percaté al momento de ninguna anomalía física, aunque sí sentí una sensación extraña que erizó el vello de todo mi cuerpo, como si alguien o algo intentara contactar conmigo.

Sobrecogido, mantuve la vista en el ángulo inferior a la altura del suelo, donde se hallaban los cuadros, y juraría que después de un momento de pasmosa incertidumbre, una de las figuras de un lienzo antiguo habría cobrado vida, y me estaba mirando fijo, esforzándose con movimientos rudimentarios en erguir el cuello y las extremidades, en un vano intento por hacerse notar, y ante la imposibilidad de conseguirlo, por ser una figura pintada, mirando en ángulo recto, se retorcía de dolor en sus movimientos. Estupefacto, no alcanzaba a creer lo que veían mis ojos.

Mientras, él, al saberse observado, cesó por un momento en su demoledor esfuerzo, centrándose con mirada interrogante en mi reacción. Así permanecimos los dos un tiempo indeterminado, en idéntico impás que cuando lo pinté hace

años, reconociéndonos como viejos conocidos después de largo tiempo sin saber el uno del otro. Una mueca de triunfo se reflejó en sus ojos desorbitados que tendían a salírsele de su oquedad, mientras que yo, aterrado, solté el haz de cuadros que se empotró con fuerza sobre el primer lienzo, comprimiendo a la figura contra la silla, que al sentir el golpe del conjunto de óleos se desplazó unos centímetros, haciendo idéntico ruido que en anteriores ocasiones.

Este sinsentido superaba todo lo imaginable. Con el miedo en el cuerpo, tomé de nuevo todo el conjunto de lienzos y los fui separando cuidadosamente de uno en uno, apoyándolos momentáneamente sobre una de mis piernas, cuidando de dejar la holgura suficiente para desplazar el primero que era el motivo de mi asombro. Al llegar a él, le miré con sobresalto, y como si comprendiera que tenía otra y tal vez última oportunidad de hacerse notar, antes de quedar nuevamente postergado al ostracismo, obligó aún más su cara, dibujando una mueca desmedida que pretendía ser de convencimiento y aceptación a su persona.

Hacía años que no veía ese cuadro, ya casi no lo recordaba, pero seguro que yo no pinté a esa figura con una expresión tan forzada. Me temblaban las piernas, no entendía nada. No podía ser que fuera un sueño, llevaba horas pintando, estaba despierto, el miedo me nublaba la cabeza, sentí una sensación grande de mareo, caí al suelo. No recuerdo más, pasó el tiempo… Cuando abrí los ojos desconcertado, no sabía dónde estaba ni qué había sucedido, me toqué la cara congestiona-

do, tenía sangre seca en la frente. La luz del foco me llevó al desván, lentamente fui uniendo las últimas imágenes previas a la caída hasta recordar lo ocurrido y comencé a reír presa de la angustia, mientras palpaba la hinchazón de mi cara. Me sentía ridículo, avergonzado, por un momento llegué casi a creer que la figura había cobrado vida y pretendía comunicarse conmigo.

Los espacios solos, sin otra alma que te den apoyo tienen su propio lenguaje, y no es raro que se forme en torno a ellos un hilo de fantasía que los convierte en lugares únicos, insuflados de un magnetismo especial. Me esforcé en escuchar al silencio reinante, de ver más allá de lo previsible, por encima de lo que veían con nitidez mis ojos. Comprendí que estaba asistiendo a sucesos verdaderos o de fantasía que alteraban mi visión de la realidad, dando posibilidades desconocidas.

Aterrado, con las manos sobre la cara, cubriéndome los ojos, dejé una mirilla tramposa entre los dedos que dejaba ver el exterior. Orienté la mirada al fondo y lo vi entre sombras. No había duda, me estaba observando e inteligente trataba de hallarme entre los espacios que dejaban las cuencas de mis manos. Sus ojos despedían vida e incluso levantaba con dificultad uno de sus brazos a modo de saludo. Era el mismo ser que pinté hace años, quien ahora me hacía señas, sus mismas manos fuertes y rugosas, su misma corpulencia, y sobre todo esa misma mirada que me ocupó hacer tardes enteras hasta darle toda la fuerza y sabiduría del que fui capaz. Lo observaba con asombro, a lo que él respondía irónico, con un toque

pícaro en su mirada, como si comprendiera mi incredulidad. Pareciera decirme con sus variopintos gestos, «sí», «sí», «soy yo», «el mismo que tú pintaste hace años», «ven», «acércate», «abrázame», «dame la bienvenida a esta nueva realidad», «no me tengas miedo, si tan solo soy la reencarnación en vida de ese ser que tú hiciste en tela». Afanándose con risas distintas, combinadas con toques de manos rudimentarias, que parecían salir de ultratumba indicándome que me aproximara, hasta conseguir superar mis reticencias a tamaña desmesura y acceder a atravesar la distancia prudencial de seguridad, adentrándome en un espacio neutral donde ambos sentíamos la proximidad del otro.

Para colmo, este ser se esforzaba en despegar alguna palabra que no conseguía salir de su boca.

Lo veía y aú n no lo creía. ¡¡Intentaba hablar!! Me preguntaba: ¿Qué mano invisible habí a sido capaz de dar vida a una figura hecha con color? Me fijé y aún permanecían en su cara trazos grises de lápiz con el que di sombra a sus arrugas, que ahora se retorcían con el movimiento, en un ansia irracional de ajustarse a unas nuevas curvaturas para las que no habían sido creadas. Abría la boca una y otra vez, babeando, desencajando la mandíbula, torciendo la cara en un supremo afán de articular sonido. Así, ansioso, continuó durante horas, hasta convertir su risa gozosa de principio en un rictus amargo ante la imposibilidad de emitir sonido alguno. Resultaba macabro y enternecedor a la vez. Sentí pena por él. Acabó serio, agachado, después de horas de un

infructuoso esfuerzo con esa mirada fría, distante, que yo le di, pero ¿có mo podía ayudarlo si estaba tan perdido como él? Me parecía una locura todo esto, era inconcebible que pudiera moverse, pero más irracional me parecía que pretendiera vocalizar sonidos, o incluso pretender comunicarse. Me echaba las manos a la cara en un intento de mitigar el horror que me producía todo esto. Antes de cerrar con llave y marcharme a casa miré por última vez su desoladora imagen, mirándome angustiado. Seguía abriendo la boca hasta llegar a rajarse los labios por sus comisuras, forzando tanto el lienzo en que se encontraba la figura, que hacía crujir peligrosamente los listones en su esfuerzo. Aquella noche me fue imposible dormir, su figura se me aparecía una y otra vez hasta la extenuación, lo veía en mi mente abriendo la cavidad de dientes gastados, retorciéndose en el lienzo con desmesura. Sentí unos deseos irracionales de volver al desván y acompañarlo en momentos tan amargos, a oscuras, sin nadie a su lado, ni tan siquiera una sola lámpara que diera luz a sus demoledores sufrimientos, pero ¿ qué hacer?, ¿ c ómo liberarle de tanto horror? Estuve deambulando por mi cuarto presa del desconcierto gran parte de la madrugada, dando vueltas y vueltas… martilleándome las sienes, llegué incluso a gritar enloquecido, pero…, ¿cómo ayudarlo…?, me repetía una y otra vez, en un vano intento de encontrar una solución válida que solucionara carencias para las que no había sido creado, o eso creía yo. ¡Si solo es un lienzo!, ¡si solo es un lienzo!, me decía sin descanso en

un supremo deseo de aliviar mi conciencia, mordiéndome los dedos de las manos hasta hacerme sangrar los nudillos. ¿Y qué será de él si consigue hablar?, ¿qué futuro le esperaría? Lo había visto ensayar muchas sonrisas hasta conseguir que me acercara, era un terco, pero desconocía su nivel de inteligencia. Me preguntaba si tendría un grado de raciocinio equiparable al de una persona. Casi era mejor que su capacidad cognitiva fuera mínima, inutilizándolo para comprender las posibilidades del mundo en el que pedía paso.

Yo le ofrecí una mirada que era el equivalente a un código genético en el que se incorporaban muchos conocimientos dados, pero habría que ver si ese legado aparente se encontraba implícito en él.

Amanecía y era tal mi agotamiento y grado de nerviosismo, que se me nublaba la vista, me dolía el estómago y toda la parte baja del vientre, sentí ganas de ir al baño y acab é sentado en el retrete evacuando restos disueltos de color opaco, mezclados con profusión de gases, de ruidos indecorosos. Aliviado, me aseé con prisas, tomé algo de leche y salí impaciente del piso dando un portazo. Ya en la escalera baj é los peldaños de dos en dos, en respuesta nerviosa al grado de estrés mezclado con la inseguridad y locura de las últimas horas.

Al llegar al pasillo del sótano, mi corazón acelerado resonaba con fuerza, introduje la mano en el bolsillo y la sentí temblorosa en la búsqueda de la llave, perdida entre el revuelto de anotaciones de papel y algunas monedas.

La figura de un hombre senil que pinté hace años cobra vida y se obstina en vivir una vida marcada por el cariño de una joven veinteañera. Un amor sin solución que le llevará irremediablemente a vivir una existencia amarga llena de altibajos y desdichas hasta su muerte. mirahadas.com

I N S PIR I N G UC R SOI I T Y
ISBN 978-84-19602-

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