Carlota, Marieta y el cofre de las ideas

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Era lunes y, como cada día, la abuela Julieta dejó a Carlota en la puerta del colegio, despidiéndola con un fuerte beso sonoro, un beso de esos que solo saben dar las abuelas como Julieta.

—Pasa un feliz día, cariño —se oyó a lo lejos decir a la abuela Julieta.

Carlota entró corriendo al patio y formó, junto a sus compañeros, una fila para subir a la clase.

A Carlota le encantaba ir al cole, jugar con los amigos, dibujar, crear y aprender. Siempre estaba dispuesta a pasar una semana divertida.

Una vez que dejó su abrigo y su mochila de natación en el perchero, se sentó junto a su querida amiga Marieta, que al igual que Carlota, a veces era un poco trasto. Las dos juntas se lo pasaban fenomenal. Eran amigas de verdad, de esas que se quieren, se ayudan, se comprenden y si alguna vez se equivocan, se perdonan.

Todos los niños de la clase eran especiales por algo, y así lo ponía en el mural que adornaba la clase con el nombre y la fotografía. Carlota era única porque era zurda y alérgica al gluten, y Marieta porque tenía el Síndrome de Down y 47 cromosomas. Ni Carlota ni Marieta entendían muy bien qué era eso del gluten o de los cromosomas, ellas solo entendían de amistad y de diversión.

Después de la asamblea, la señorita Marisa llamó a Carlota a su mesa y le dijo:

—Carlota, por favor, ve al gimnasio y dale esta nota a la señorita Marta. —Le entregó un papel cuidadosamente doblado—. Que te acompañe Marieta, y venid rápido —añadió Marisa.

«Guau, hoy es mi día de suerte, llevar un mensaje secreto a la otra punta del colegio y encima con mi mejor amiga», pensó Carlota.

Carlota cogió el papel, haciéndose un poco la interesante, y salió de la clase rumbo al gimnasio. Marieta y ella empezaron a andar despacio. Iban hablando con curiosidad sobre lo que podría poner en la nota, y pronto, viendo que el pasillo estaba despejado, empezaron a correr y a reír.

Al llegar a la puerta del gimnasio se arreglaron los uniformes y se pusieron formales para entregar la importante nota a la señorita Marta.

Pero… al abrir la puerta del gimnasio, se encontraron que allí no había nadie, había un silencio inmenso y estaba bastante oscuro. Las dos se cogieron de la mano y, con un poco de miedo, atravesaron el gimnasio para llamar a la puerta del vestuario, por si estuviera allí dentro. Llamaron varias veces y finalmente abrieron muy despacito la puerta. De repente vieron colgado el abrigo tan característico de cuadros verdes y amarillos de Marta, pero de ella… ni rastro.

ISBN 978-84-19723-41-3 9

Detrás de un niño que logra su meta, hay alguien que le dijo: «Confío en ti».
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